Dos — Despedida

La boca del árbol era un pozo embudado entrelazado con desnudas ramas espinosas de aspecto mortífero. Los ciudadanos de la Mata de Quinn se agrupaban en un arco sobre el cercano borde vertical. Se habían reunido una cincuentena, quizá más, para decirle adiós a Martal. Casi la mitad eran niños.

Al oeste de la boca del árbol no había más que cielo. El cielo los envolvía completamente, y allí no había protección contra el viento, pues se encontraban en la parte más occidental de la rama. Las madres protegían a sus hijos con sus túnicas. La Tribu de Quinn parecía formada por las rojas bayas de la mata esparcidas en el espeso follaje que había alrededor de la boca del árbol.

Martal estaba entre ellos, en el borde más bajo del embudo, flanqueada por cuatro miembros de su familia. Gavving estudió la cara de la mujer muerta. Casi tranquila, pensó, pero con un último resquicio de horror. Tenía la herida sobre la cadera: una hendidura que no había sido hecha por el berbiquí, sino por el cuchillo del Científico que había cavado en su busca.

El berbiquí era una criatura pequeña, no mayor que el dedo del pie de un hombre. Podía volar en el viento tan rápido que no se lo podía ver, y golpear y enterrarse en la carne, para dejar sus intestinos como una saca expandida que arrastrara tras él. Si se le dejaba, podía, eventualmente, excavar en la carne y al partir, triplicado de tamaño, dejaba a cambio una nidada de huevos junto con su tripa abandonada.

Mirar a Martal le estaba revolviendo el estómago a Gavving. Había estado tumbado despierto mucho tiempo, durmiendo muy poco; sus tripas se agitaban mientras intentaban digerir el desayuno de estofado de hongo.

Harp se acercó cautelosamente, a sus espaldas, hablándole por encima del hombro.

—Lo siento —dijo.

—¿Por qué? —Gavving creía saber lo que pretendía.

—No tendrías que ir si Laython no hubiese muerto.

—Piensas que es un castigo del Presidente. De acuerdo, yo también lo pienso, pero… ¿tú no irías a pesar de todo?

Harp extendió las manos con un gesto no habitual en él, pues se había quedado sin palabras.

—Tienes muchos amigos.

—Seguro. Hablo bien. Será por eso.

—Podías presentarte voluntario. ¿Has pensado en la de historias que podrías contar a la vuelta?

Harp abrió la boca, la cerró y se encogió de hombros.

Gavving lo percibió entonces. Se lo había preguntado antes y ya lo sabía. Harp tenía miedo…

—No he podido conseguir que nadie me diga nada —dijo—. ¿Has oído algo?

—Buenas noticias, y malas. Seréis nueve, en principio eran ocho. Tú has sido una ocurrencia de última hora. La buena noticia no pasa de ser un rumor. Clave es vuestro jefe.

—¿Clave?

—El mismo. Quizá, ahora pueda decirse sin demasiadas dudas que el Presidente intenta librarse de todos aquellos que no le gustan. El…

¡Clave es el mejor cazador de la mata! ¡Y el yerno del Presidente!

—Pero no vive con Mayrin. Aparte de eso… Lo he adivinado.

—¿Qué?

Es demasiado complicado. Puede que me equivoque. —Y Harp se alejó.

El Anillo de Humo era una línea blanca emergiendo sobre el pálido cielo azul, estrechándose según se curvaba hacia el oeste. Bajando por el arco, Gold era un grumo de turbulentas, embravecidas tormentas. La mirada de Gavving seguía el brazo hacia alrededor y hacia abajo y hacia adentro, hasta que se desdibujaba en las cercanías de Voy. Voy estaba directamente abajo, un pequeño punto brillando como un diamante engarzado en un anillo.

Era más brillante y nítido que en la infancia de Gavving. Voy había sido oscuro y borroso.

Cuando la pasada de Gold, Gavving tenía sólo diez años. Recordaba cuánto había odiado al Científico por sus predicciones sobre el desastre, por el miedo que produjeron aquellas predicciones. Los ruidosos vientos habían sido especialmente terribles… pero Gold pasó, y las tormentas se apaciguaron.

Los ataques de alergia empezaron pocos días después. La sequía que les asolaba tardaría varios años en alcanzar la cúspide, pero Gavving sentía el desastre una vez más. Ciega agonía como cuchillos clavados en sus ojos, la nariz derritiéndosele, opresión en el pecho. Por el tenue, y seco aire, le había dicho el Científico. Algunos podían tolerarlo, otros no. Le habían dicho que Gold había sacado al árbol de su órbita; el árbol se movía más cerca de Voy, demasiado bajo dentro de la zona media del Anillo de Humo. A Gavving le dijeron que fuese a dormir sobre la boca del árbol, por donde corrían los riachuelos. Aquello fue antes de que los riachuelos empezasen a menguar drásticamente.

El viento también era más fuerte. Soplaba directamente hacia la boca del árbol. La Mata de Quinn extendió grandes velas verdes hacia el viento, para poder atrapar cualquier cosa que el viento arrastrase. Agua, polvo o lodo, insectos o criaturas más grandes, todo era filtrado por el fino follaje o enredado en los arbustos. Las ramas espinosas emigraron lentamente, hacia el oeste de la rama, hasta que de forma gradual fueron tragadas por el gran pozo cónico. Incluso las viejas chozas emigraron hacia la boca del árbol para ser amasadas y tragadas, y tenían que construir otras nuevas cada pocos años.

Todo se dirigía hacia la boca del árbol. Las corrientes que atravesaban la parte inferior del tronco habían encontrado una dársena artificial, y el agua que llegaba a la boca del árbol, agua para cocinar, o lavarse, o desechos humanos, era «para alimentar el árbol».

El colchón de Martal, hecho de ramas espinosas, había sido bajado unos cuantos metros. Su séquito se había retirado al borde, para unirse al Alfin, guardián de la boca del árbol.

Los niños sabían como cuidar del árbol. Cuando Gavving era más joven, parte de sus tareas incluían recoger y arrastrar tierra y estiércol y basura para tirarlo por la boca del árbol, remover las rocas que podrían usarse en otra parte, encontrar y matar insectos nocivos. No le gustaba mucho —a Alfin le aterrorizaba trabajar abajo— pero recordaba que algunos de los insectos eran comestibles. También crecían cultivos terrestres, tabaco y maíz y tomates; tenían que hacer la recolección antes de que el árbol se los tragase.

En aquellos días oscuros, que pasara una presa era bastante raro. Hasta los insectos estaban muñéndose. No quedaba comida para la tribu, sólo basura para alimentar a los insectos o al árbol. Las cosechas estaban a punto de morir. La rama estaba medio desnuda, y no tenía follaje nuevo.

Alfin había sido el guardián de la boca del árbol desde antes de que Gavving naciese. Aquel hombre poco afable odiaba a media tribu, por una razón u otra. Gavving se sintió atemorizado por él en un tiempo. Asistía a todos los funerales… pero en el de Martal parecía verdaderamente afligido, como si apenas pudiera ocultar su dolor.

El día empezaba a oscurecer. El punto brillante, el sol, estaba bajando, emborronándose. No tardaría en fundirse en el este. Entretanto… sí, llegaba el Presidente, cuidadosamente envuelto en el manto, encapuchado contra la luz, esperado por el Científico y el Grad.

El Grad, un muchacho rubio cuatro años mayor que Gavving, parecía insólitamente serio. Gavving se preguntó si sería por Martal o por sí mismo.

El Científico llevaba un viejo mono que significaba su rango: una prenda de dos piezas azul pálido, inadecuado, con dibujos en uno de los hombros. Los pantalones le llegaron justo debajo de las rodillas; el peto dejaba al descubierto un cuarto de metro de velludo vientre. Tras incontables generaciones, el extraño y lustroso traje había empezado a mostrar signos de deterioro, y el Científico sólo lo usaba para el desempeño de las funciones oficiales.

El Grad está en lo cierto, pensó Gavving súbitamente: el viejo uniforme le sentaría a Harp a las mil maravillas.

El Científico habló, alabando la última contribución de Martal a la salud del árbol, recordando a los presentes que todos ellos tendrían un día u otro que cumplir con aquel deber. Acabó enseguida y luego se apartó para dejar paso al Presidente.

El Presidente habló. No dijo nada sobre el mal talante de Martal; pero dijo bastante sobre su habilidad con la marmita. Habló de otro ser perdido, del hijo que había perdido la Mata de Quinn, estuviera donde estuviese. Habló mucho, y la mente de Gavving empezó a vagabundear.

Había cuatro jóvenes muchachos estudiándolo todo atentamente; pero daban patadas con el pie a un pedazo de cóptero. La planta madura les respondió tirándoles pepitas, suaves espadas de runruneantes extremos. Los chicos permanecían solemnemente entre una nube de zumbantes cópteros.

El humor de la boca del árbol. Había a quien le costaba trabajo ocultar la risa. Pero de un modo u otro, Gavving no podía reírse. Había tenido cuatro hermanos y una hermana, y todos habían muerto antes de cumplir seis años, como tantos otros niños de la Mata de Quinn. En aquellos tiempos de hambre, se moría muy fácilmente… Era el último miembro de su familia. Todo lo que veía eran apelmazados recuerdos, como si no fuera a verlos nunca más.

¡Es sólo una partida de caza! Su vientre rugiente lo sabía mejor. El héroe de una única cacería fracasada… ¿Cómo habían elegido a Gavving para una desesperada expedición en busca de alimentos?

Una venganza por Laython. ¿También los otros estarían siendo castigados? ¿Quiénes eran los otros? ¿Cómo irían equipados? ¿Cuándo acabaría aquel funeral infinito?

El Presidente habló de la sequía, y de la necesidad del sacrificio; y su mirada cayó en ciertos individuos, Gavving entre ellos.

Cuando el largo discurso concluyó, Martal había recorrido otros dos metros cuesta abajo. El Presidente se alejó a toda prisa, huyendo del brillante día.

Gavving se dirigió hacia los Comunes apresuradamente.

El equipo estaba apilado en una red de secas ramas espinosas que la tribu llamaba la tierra. Arpones, rollos de cuerda, púas, garfios, redes, sacos marrones de tela burda, media docena de vainas surtidor, sandalias claveteadas… un conjunto muy tranquilizador para mantenerles con vida. Pero… y la comida? No veía comida.

Otros habrían llegado antes que él. Incluso a primera vista parecía una extraña selección. Vio una cara familiar y llamó:

—¡Grad! ¿Tú también vienes?

El Grad dio unas zancadas para reunirse con él.

—Claro. He echado una mano para planificarlo todo —le confió. Un tipo recio y feliz y, como miembro de una profesión tradicionalmente meticulosa, el Grad había ido armado con sus propias cuerda y arpón. Parecía ansioso, lleno de nerviosa energía. Miró a su alrededor y dijo—: ¡Oh, comida de árbol!

—¿Eso qué se supone que quiere decir ahora?

—Nada. —Pegó una patada a una pila de mantas y añadió—: Por lo menos, no iremos desnudos.

—Pienso que iremos hambrientos.

—Quizá encontremos algo de comer en el tronco. Sería lo mejor.

El Grad era un buen amigo de Gavving, pero no tenía mucho de cazador. ¿Y Merril? Merril habría sido una mujer alta si sus pequeñas y retorcidas piernas no tuvieran la misma longitud que su tronco. Tenía los largos dedos callosos, los brazos largos y fuertes; y, ¿por qué no?, los usaba para todo, incluso para caminar. Estaba encaramada en la empalizada de los Comunes, impasible, esperando.

El cojo Jiovan estaba bajo ella, con una mano en los arbustos para balancearse. Gavving recordaba a Jiovan como un ágil y arrojado cazador. Pero algo le había atacado, algo que nunca describió. Jiovan consiguió volver apenas vivo, con las costillas rotas y la pierna izquierda arrancada, con un torniquete en el muñón hecho con su propia cuerda. Desde hacía cuatro años las heridas le molestaban constantemente, y no había dejado que nadie las olvidase. Glory era una mujer huesuda, feúcha, de media edad, sin hijos. Sus torpezas le habían dado una fama que ella no pretendía. Glory culpaba a Harp el bardo por todo eso, y no sin razón. Estaba el cuento de la jaula de pavos; y Harp contaba otro sobre la rosada cicatriz que le bajaba por la pierna derecha, algo que se ganó cuando todavía estaba envuelta en asuntos de cocina.

El odio de los ojos de Alfin recordaba los tiempos en que Glory le clavó en la oreja una estaca de madera; pero se hablaba más de la tendencia de Alfin a conservar sus propios rencores. Jardinero, basurero, encargado de los funerales… no era cazador, ni siquiera explorador, pero también estaba allí. Gavving no sabía por qué, pero parecía desconsolado.

Glory esperaba con las piernas cruzadas, la mirada abatida. Alfin la miraba con rabia furibunda. Merril parecía impasible, relajada, pero Jiovan murmuraba entre dientes.

¿Aquellos eran sus compañeros? El vientre de Gavving se retorció dolorosamente a causa del hongo.

Fue entonces cuando Clave penetró en los Comunes, vigorosamente, llevando colgadas de cada brazo a una joven. Miró a su alrededor como si le encantase todo lo que veía. Era cierto. Clave había llegado.

Le observaron mientras estudiaba el equipo dándole suaves patadas, asintiendo, asintiendo.

—Bien —dijo jovialmente y miró alrededor suyo, a sus compañeros—. Vamos a tener que transportar todo eso. Vamos a dividirlo. Probablemente, prefiráis llevarlo a la espalda, atada con las cuerdas, pero podéis hacerlo como mejor os parezca. Perded la mochila y os devuelvo a casa.

El hongo dejó de aferrarse al vientre de Gavving. Clave era el cazador ideal: alto y delgado, dos metros y medio de huesos y músculos. Podía destrozar a un hombre aferrándole la cabeza con los dedos de una sola mano, y los largos dedos de sus pies podían agarrar una roca como Gavving con las manos. Sus compañeros eran Jayan y Jinny, gemelas, las morenas y hermosas hijas de Martal y un cazador muerto hacía tiempo. Sin más órdenes, empezaron a cargar el equipo en los sacos. Otros se movieron para ayudarles.

Alfin habló.

—¿Debo entender que eres nuestro jefe?

—Eso es.

—¿Qué vamos a hacer con todo esto?

—Subir a lo largo del tronco. Extenderemos los márgenes de Quinn hasta donde lleguemos. O hasta que encontremos cualquier cosa que sirva para salvar a la tribu. Puede ser comida…

—¿En el tronco desnudo?

Clave le miró.

—Nos pasamos la vida en dos klomters de la rama. El Científico dice que el tronco tiene cien klomters de largo. Quizá más. No sabemos lo que hay allí. Puede que todo lo que necesitamos no esté aquí.

—Tú sabes por qué vamos. Nos están echando —dijo Alfin—. Nueve bocas menos que alimentar, y mira las de quiénes…

Clave le cortó. Cuando quería, su voz podía gritar como un trueno.

—¿Te gustaría quedarte, Alfin? —Esperó, pero Alfin no contestó—. Quédate, entonces, Explícanos por qué no quieres venir.

—Voy. —La voz de Alfin era casi inaudible. Clave nunca amenazaba, ni lo haría entonces. Ellos habían sido los señalados. Cualquiera que se quedara podría ser acusado de amotinamiento.

Aquello terminó con la cuestión. Si Clave iba… Alfin estaba equivocado, y el estómago de Gavving también estaba equivocado. Podrían encontrar lo que la tribu necesitaba, y podrían regresar. Gavving empezó a hacer su petate.

Clave dijo:

—Hay seis pares de sandalias de clavos. Jayan, Jinny, Grad… Gavving. Yo llevaré las que sobran. Ya averiguaremos quién las necesitará. Que todo el mundo lleve cuatro púas de anclaje. Recoged unas cuantas piedras. En serio. Por lo menos las vamos a necesitar para clavar las púas en la madera y también tendremos algo que tirar. ¿Todo el mundo ha recogido una daga?


Era de noche cuando salieron de entre el follaje, y emergieron parpadeando. El tronco parecía infinitamente alto. La mata más lejana era invisible, empañada y azulada casi hasta el color del cielo.

Clave llamó:

—Vamos a descansar unos minutos para comer. Llenad mientras tanto las mochilas con follaje. No vamos a ver follaje en mucho tiempo.

Gavving arrancó una mata espinosa cargada de verde algodón hilado. Lo clavó entre su espalda y la mochila y levantó la vista a lo largo del tronco. Clave estaba por encima de él.

La corteza del tronco era diferente de la móvil corteza de la rama. Allí no había ramas espinosas, sino una corteza que debía tener varios metros de espesor, con hendiduras que hubieran bastado para ocultar parcialmente una enredadera. Las rajas más pequeñas valían para meter los dedos.

Gavving no estaba acostumbrado a usar las sandalias claveteadas. Tendría que andar a patadas hasta que se le asentasen, o hasta que se le cayeran. La carga del petate le hacía inclinarse hacia abajo. ¿Quizá había esperado que fuese más ligero? La marea ayudaba. Le apretaba también el tronco, como si el tronco estuviese torcido.

El Grad se movía bien, pero resoplaba. Quizá había perdido mucho tiempo estudiando. Pero Gavving notó que su mochila era mayor que las del resto del grupo. ¿Acaso llevaba algo más que provisiones?

Merril no llevaba carga, sólo la cuerda. Intentaba continuar usando sólo las manos. Jiovan, con dos brazos y una pierna, habría podido adelantar al propio Clave, aunque llevaba la mandíbula crispada por el dolor.

Jayan y Jinny, justo por encima de Gavving en la gruesa corteza, se detuvieron como de mutuo acuerdo. Miraron hacia abajo; se miraron entre ellas; parecía que se iban a echar a llorar. Una súbita, inútil oleada de añoranza hizo que la garganta de Gavving se cerrara con un nudo. Deseaba volver a la choza de los solteros, agarrarse a sus literas y enterrar la cara en el muro de follaje…

Las gemelas volvieron a iniciar el ascenso. Y Gavving las siguió.


Se mueven bien, pensó Clave. Todavía estaba preocupado por Merril. Se estaba retrasando, pero al menos lo estaba intentando. Usando los brazos, la resultaría más fácil moverse cuando se aproximaron a la zona media del tronco. Allí no había mareas, las cosas derivaban sin caer, si los sueños ahumados del Científico eran creíbles.

Sólo Alfin se había demorado en los últimos linderos de la mata. Clave había esperado problemas con Alfin, pero no de aquel tipo. Alfin era el hombre más viejo del grupo, pasada la cuarentena, pero era musculoso, saludable.

¿Apelar a su orgullo? Le llamó:

—¿Necesitas sandalias de clavos. Alfin?

Alfin podría considerar cierto número de respuestas. La que usó fue:

—Quizá.

—Te esperaré. Jiovan, ponte en cabeza.

Clave fue abriendo la mochila mientras Alfin llegaba hasta él. Alfin trepaba con los ojos medio salidos de las órbitas. Algo raro en él, algo iba mal.

—Esperaba que al menos pudieras continuar con Merril —dijo Clave, tendiéndole las sandalias.

Alfin no dijo nada mientras se ataba la correa de una de ellas. Luego:

—¿Cuál es la diferencia? Vamos a morir de todos modos. ¡No quiero hacer nada bueno por ese copsik! Sólo quería librarse de los tullidos…

—¿Quién?

—¡El Presidente, nuestro querido Presidente! Cuando la gente se está muriendo de hambre, él se ocupa de darles una patada. Echa a los tullidos, a los únicos que podrían causarle problemas. Habrá que verle colgado de su gancho cuando le den a él la patada hacia el cielo.

—Si piensas que yo soy un tullido, intenta derribarme dijo Clave suavemente.

—Todos sabemos por qué estás tú aquí, tú y tus mujeres.

—Oh, supongo que es por su culpa —dijo Clave—. Pero si piensas que es agradable vivir con Mayrin, puedes hacer la prueba cuando volvamos. Yo no. Y si ella no te gusta, su padre tampoco te gustará mucho. Pero, ya lo sabes, es excelente para tener hijos, cuando yo ya sea lo bastante viejo como para darme cuenta. Alfin resopló.

—Sé lo que digo —le dijo Clave—. Si hay algo que pueda salvar a la tribu, está por encima de nuestras cabezas. Y, si lo encontramos, pienso nombrarme Presidente yo mismo. ¿Qué te parece?

Sorprendido, Alfin miró a Clave atentamente, a la cara. —Quizá. ¿El poder del hambre? —No lo tengo completamente decidido. Estoy tan loco como para ir a Gold. Ese loco agujero… bueno, Jayan y Jinny, podrán cuidar de sí mismas, y si ellas pueden, yo puedo. Pero tuve que hacerme cargo de Merril antes de que el Presidente me diera las vainas surtidor, y en el último minuto deseó que Gavving viniese conmigo, y esa fue la gota que colmó el vaso.

—Gavving no es peor que los otros muchachos que he entrenado. Hacía preguntas constantemente, no conozco a dos personas con su curiosidad…

—No es ese el punto. Está empezando a comportarse amenazadoramente. Nunca había hecho nada equivocado excepto estar con ese maldito loco de Laython cuando fue devorado… Sáltalo. Alfin, hay alguien en nuestro grupo que es peligroso para los demás.

—Lo sabes.

—¿Cómo lo resolverías?

—Era raro ver sonreír a Alfin. Le tomó tiempo contestar.

—Merril se matará antes o después. Pero Glory podría matar a alguien más. Resbalará en el momento más inoportuno. Es muy fácil hacer algo con ella. Espera hasta que estemos más arriba, hasta que la corriente se debilite. Luego empújala cuando pierda el equilibrio. Envíala a casa por el camino rápido.

—Bueno, es precisamente lo que estaba pensando. Tú eres el peligro, Alfin. Tus rencores. Ya tendremos bastantes problemas sin preocuparnos de lo que hagas a nuestra espalda. Si me obligas a retrasarme, si me causas cualquier problema, serás tú quien se vaya a casa por el camino rápido, Alfin. Ya tengo bastantes asuntos que resolver.

Alfin palideció, pero contestó.

—Lo harás. Líbrate de Glory antes de que tire a alguien del tronco. Pregúntale a Jiovan.

—No admitiré órdenes tuyas —dijo Clave—. Una cosa más. Malgastas mucha energía enfadándote. Consérvala. Es probable que necesites tu odio. Ahora, empieza. —Y cuando Alfin volvió a trepar, Clave le siguió.

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