Quince — El Árbol de Londres

Gavving estaba en la bicicleta con otros tres copsiks.

No había suficiente gravedad como para mantenerlos sobre los pedales. Unas correas los sujetaban del cinturón que les rodeaba la cintura al marco de la bicicleta. Forzando las piernas hacia abajo y contra los pedales se empujaban tomando impulso con el cinturón. Después de la primera sesión, Gavving pensó que se había quedado tullido para toda su vida. El paso sin fin de los días le había endurecido; las piernas ya no le dolían, y los músculos parecían más fuertes si se los tocaba.

Los engranajes de la bicicleta eran de viejo metal. Chirriaban mientras se movía y emitían un olor como de grasa animal. El marco era macizo, de madera tallada. Había llegado a tener hasta seis grupos de piñones; Gavving podía ver el lugar dónde habían estado dos de ellos, ahora arrancados.

El cuadro permanecía anclado al tronco donde la mata empezaba a hacerse más delgada. El follaje crecía alrededor de los copsiks. Rodeados por el cielo, con la mata por debajo de ellos, podían cortar y comerse un manojo mientras pedaleaban. Trabajaban desnudos, con el sudor corriéndoles por la cara y las axilas.

Muy por arriba a lo largo del tronco, una caja de madera descendía lentamente. Una caja similar subía casi fuera del alcance de su vista.

Gavving dejó que sus piernas siguieran corriendo mientras miraba la caja que bajaba. La idiota tarea que estaba realizando dejaba que sus ojos y oídos y mente trabajasen con libertad.

Había otras estructuras rodeando el tronco. Aquel nivel se utilizaba para la industria, y todos los que habían allí eran hombres. El trabajo del hombre y el trabajo de la mujer nunca parecían mezclarse en el Árbol de Londres, al menos no entre los copsiks. Por lo general, los niños aparecían por allí y les observaban con ojos brillantes y curiosos. Aquel día no había ninguno.

Los ciudadanos del Árbol de Londres debían haber tenido copsiks desde hacía generaciones. Eran habilidosos. Habían separado a todos los miembros de la Tribu de Quinn. Incluso aunque llegara a tener oportunidad de escapar, ¿cómo podría encontrar a Minya?

Gavving, bombeando firmemente, observaba las tormentas que se movían con lentitud alrededor de un apretado nudo en el brazo oriental del Anillo de Humo. Nunca había visto a Gold tan cerca, salvo en el terrible tiempo en que era un niño, cuando Gold se acercó hasta el punto de hacer que todo cambiara.

La jungla se cernía cientos de klomters más allá de la mata: una pelota de pelusa verde de aspecto inofensivo. ¿Qué estás haciendo, Clave? ¿Te ha conseguido tu pierna rota la libertad? Merril, ¿tus piernas contrahechas han servido al fin para algo bueno? ¿O acaso sois copsiks entre los habitantes de la jungla, o habéis muerto?

Durante los últimos ochenta y cinco días, más o menos veinte sueños, el árbol había derivado hacia los bordes orientales del banco de nubes. Le habían dicho, durante el viaje a lo largo del cielo hasta el Árbol de Londres, que el árbol se movía solo. No había tenido ninguna evidencia. La lluvia caía sobre ellos de vez en cuando… seguramente el árbol ya habrían recolectado agua suficiente… El elevador se estabilizó sobre su ranura y empezó a soltar pasajeros. Gavving y los demás dejaron de pedalear.

—Hombres de la Armada —resopló Horse—. Vienen a buscar mujeres.

—¿Cómo? —dijo Gavving.

—Los ciudadanos viven en la mata exterior. Cuando veas bajar una caja y todos sus ocupantes sean hombres, piensa que vienen en busca de mujeres.

Gavving miró otra vez.

—Nueve sueños —dijo Horse. Andaba por la cincuentena, tres cémetros más bajo que Gavving, con una calva y pecosa cabeza y piernas tremendamente fuertes. Había estado conduciendo bicicletas durante dos décadas—. Cuarenta días hasta que nos reunamos con las mujeres. No podéis ni imaginar cómo me pongo cuando lo pienso. —Gavving estaba estrangulando el manillar. Horse vio que se le tensaban los músculos a lo largo de los brazos y dijo—: Chico, lo había olvidado. Yo nunca he estado casado. Nací aquí. Fracasé en las pruebas cuando tenía diez años.

Gavving se obligó a hablar.

—Naciste aquí?

Horse asintió.

—Mi padre era un ciudadano; al menos, eso decía mi madre. ¿Quién va a saberlo?

—Parece probable. Sería más alto si…

—Tate, tate, los chicos de los gigantes de la jungla son tan altos como los ciudadanos.

Esta claro: los chicos que nacían en la jungla eran más altos, pues no había gravedad que los comprimiese.

—¿Cómo son esas pruebas?

—Se supone que no debo decirlo.

—De acuerdo.

El supervisor les gritó.

—¡Pedalead, copsiks! —y lo hicieron.

Seguían bajando pasajeros. Por encima del chirrido de los pedales, Horse dijo:

—Me suspendieron en el examen de obediencia. A veces me alegra no haber tenido que ir.

¿Qué?

—¿Ir?

—A otro árbol. Allí es a dónde se va si se pasan las Pruebas. Eh, estás verde, ¿no? ¿Crees que tus chicos querrían quedarse como ciudadanos si pasaran los exámenes —Pues… sí. —No tenía que haberlo dicho; había admitido que lo aceptaba—. ¿Dónde están los otros árboles? ¿Cuántos hay? ¿Quién vive en ellos? Horse rió quedamente.

—¿Quieres saberlo todo a la vez? Me parece que ahora hay cuatro árboles en flor, en los que se asientan los chicos de cualquier mujer copsik que pasa las pruebas, El Árbol de Londres va entre ellos, comerciando con todo lo que necesitan. Los hijos de cualquier hombre tienen una oportunidad de convertirse en ciudadanos, pero nadie sabe en qué consiste esa oportunidad, ¿lo ves? Una vez, yo pensé que quería ir, pero eso fue hace treinta y cinco años.

»Creía que me elegirían para estar de servicio en la mata exterior. Debería de haber sido elegido. Soy de la segunda generación… y me devolvieron abajo por aquello, y estuve malditamente cerca de perder mis exámenes por golpear a un supervisor. Jorg, ese —Horse señalaba al hombre que pedaleaba en cabeza— lo hizo. Pobre copsik. Nunca sabré lo que hacen los gentiles cuando llegan las Vacaciones.

Gavving todavía no había aprendido a afeitarse sin producirse cortes. No podía elegir. Todos los copsiks se afeitaban. No había visto a ningún hombre con barba en el Árbol de Londres, salvo uno; y aquel era Patry, un oficial de la Armada.

—Horse, ¿por eso hacen que nos afeitemos? ¿Para que así los gentiles no resulten tan destacadamente notorios?

—Nunca lo había pensado. Quizá.

—Horse… tú debes haber visto ya cómo se mueve el árbol.

La risa de Horse hizo que un supervisor volviera la cabeza. Bajó la voz para hablar.

—¿Piensas que eso es sólo una historia? ¡Cambiamos el árbol de sitio una vez cada año! También he estado acarreando agua, para alimentar el mac.

—¿Cómo es eso?

—Es como si la marea tirase oblicuamente. Entonces ir a la boca del árbol es como trepar una colina. Nadie desearía formar parte de ningún grupo de caja en esas circunstancias, y hay que inclinar en sentido contrario los recipientes de comida. Todo el tronco del árbol se inclina un poco…


—Lawri —dijo el Grad—, hay problemas.

Lawri volvió la vista. El estanque estaba agarrado a la corteza como un hemisferio aplastado. El Grad metió la manguera en el agua. Pero el agua se desbordaba hacia el exterior de la manguera formando un collar.

—No te preocupes. Sólo tienes que subirte a la bicicleta y pedalear —le dijo Lawry—. Y no me llames para esas cosas.

El Grad se sujetó con las correas a la silla y empezó a darles vueltas a los piñones. El engranaje movía una bomba. Todo era de materia estelar, metal, descolorido por el tiempo. El collar de agua se fue apretando mientras que esta era succionada por la manguera.

Aquel era un extraño trabajo para el Científico de la Mata de Quinn, o para el Aprendiz del Científico del Árbol de Londres. Pero. ¿Acaso no había dicho Klance que lo mejor sería empezar con los trabajos habituales de los copsiks? Se preguntó qué estaría haciendo Gavving en aquellos momentos. Probablemente preocupándose de su nueva y alienígena esposa… y con razón.

El agua manaba de la manguera mientras Lawri la acarreaba hasta el mac. El Grad no podía ver lo que hacía allí. Estaba pedaleando.

En presencia de Klance, el Grad era igual que Lawri. Pero en cualquier otra circunstancia, Lawri lo trataba como a un copsik, o como a un espía, o como las dos cosas. El Grad estaba limpio, alimentado, vestido. Del resto de la Tribu de Quinn ni siquiera oía rumores. El y Lawri y el Científico exploraban juntos las cintas grabadas en busca del antiguo conocimiento, y aquello era bastante fascinante. Pero no había aprendido nada que le permitiera rescatar a la Tribu de Quinn.

Era de noche. Voy y el sol estaban ocultos tras la mata interior. En la peculiar luz que aquello provocaba, dos desdibujadas corrientes azules se abrían en abanico desde la mata. Si las miraba fijamente, desaparecerían. Se tenía la impresión de que podrían atraparse si se estaba cerca. Casi podían imaginarse formas humanas derramándose como humo de una calabaza. A estribor, el Fantasma Azul. A babor, incluso más difuso, el Niño Fantasma.

El Científico (el Científico) le había dicho que aquellas eran descargas de peculiares energías de los polos de Voy. El Científico las había visto cuando era más joven, pero el Grad nunca había sido capaz de verlas, ni siquiera desde el punto medio del Árbol de Dalton-Quinn.

Estaba sudando. Observaba cómo el elevador trepaba por el árbol hacia su alojamiento. Un hombre de la Armada y dos copsiks emergieron de él. No eran gigantes de la jungla; excepto él mismo, nunca había visto un copsik de primera generación en la Ciudadela. Entraron en el complejo del laboratorio del Científico y dejaron los platos del desayuno que llevaban.

Lawri llamó desde el mac.

—El tanque está lleno.

El Grad se movía con una vivacidad que no sentía, desabrochándose el cinturón, dando una sacudida a la manguera para sacarla del estanque. Había asideros de cuerda, aros de madera, colocados en la corteza que entrelazaban toda la región de la ciudadela. El Grad los usó para llegar hasta el mac, diciendo mientras lo hacía:

—¿Puedo ayudar?

—Sólo enrolla la manguera —contestó Lawri.

Lawri todavía no le había dejado entrar en el mac durante la operación. La manguera debía estar en alguna parte dentro del tanque de agua del mac. Lo llenaban con frecuencia. Pasados un par de días tendrían que llenarlo de nuevo.

El Grad fue enrollando la manguera mientras se iba aproximando al mac. Oyó maldiciones en el interior. Luego Lawri le llamó:

—No puedo mover la maldita consola.

El Grad se reunió con ella en las puertas.

—Enséñame. —¿Es fácil?

Lawri se lo mostró. La manguera estaba sujeta a una cosa en la pared posterior, a la que estaba enroscada.

—Hay que darle vueltas. Así. —Lawri hacía rotar sus manos.

El Grad colocó los pies, agarrando la cosa de metal, apoyando la espalda en ella. La abrazadera se sacudió. Le dio vueltas hasta que la tuvo entre las manos y dejó de girar. La manguera estaba libre. Una bocanada de agua salió de ella. Lawri asintió y se volvió.

—Aprendiz del Científico. ¿Cuál es la función del agua?

—Se descompone —dijo Lawri—. La superficie del mac recoge luz solar y bombea su energía al agua. El agua se descompone. El oxígeno va a un tanque y el hidrógeno al otro. Cuando se unen en los motores, la energía vuelve y consigues el encendido.

El Grad intentaba imaginarse el agua descomponiéndose cuando Lawri preguntó:

—¿Por qué querías saberlo?

—Yo era un Científico. ¿Por qué no me lo explicas?

Lawri pasó rozando a lo largo de los asientos y se colocó en los controles. El Grad sujetó la manguera enrollada en unos artefactos de la zona de carga.

El tanque debía estar detrás de la pared. El mac había estado a punto de quedarse sin combustible… ¿de cuál de los dos ingredientes? De momento, el mac ya debía tener bastante combustible; el estanque artificial se veía considerablemente menguado.

Lawri apretó el botón azul al tiempo que el Grad llegaba hasta ella por la espalda. La pantalla que Lawri estaba estudiando desapareció antes de que el Grad pudiera verla. El casi había olvidado la pregunta cuando Lawri se volvió y le dijo:

—El Científico me interroga sobre todo esto, desde que tenía diez años. Si no contesto adecuadamente, sólo podré conseguir un trabajo bastante sucio. ¡No me gusta tener mis botones apretados, Jeffer, y esa información está clasificada!

—Aprendiz del Científico, ¿quién puede llamarte Lawri?

—Tú no, copsik.

—Eso lo sé.

—El Científico. Mis padres.

—No sé nada sobre vuestras costumbres matrimoniales.

—Los copsiks no pueden casarse.

—Tú no eres un copsik. ¿Tu marido te podría llamar Lawri?

El cierre de aire latió, y Lawri se volvió con cierto alivio.

—¿Klance?

—Sí. Coloca de nuevo la pantalla, ¿quieres, Lawri?

Lawri miró hacia el Grad, luego a Klance.

—Ahora —dijo el Científico. Lawri obedeció. Lo había tenido que hacer: le había enseñado los secretos del Científico a un copsik, pero sólo por obediencia. De nuevo el juego de la dominación. Si realmente hubiera puesto cuidado, habría quitado la manguera ella misma, sin ayuda.

Las luces y números azules eran lo que hacían que el mac se moviera, lo mismo que los verdes controlaban los instrumentos sensores del mac y los amarillos manejaban las puertas y los blancos leían las cintas grabadas… y otras cosas. El Grad estaba seguro de que había más cosas de las que no tenía noticia. ¿Y los rojos? Nunca había visto rojos.

Cada vez que contemplaba aquella pantalla, percibía que algunos números eran más grandes. En aquellos momentos, podía leer 02:1,664. H2: 3,181. Klance asentía con la cabeza en signo de aprobación.

—Listo para salir en cualquier momento. Ahora creo que estamos consumiendo lo que quedaba en la reserva. Jeffer, ven aquí. —Cortó la pantalla azul y encendió la amarilla—. Estos números, pueden decirnos si hay una tormenta que se esté acercando.

—¿Eso qué es?

—Es la presión externa del aire.

—¿Puedes ver que se acerca una tormenta?

—Si se acerca no, si está formándose. Si la presión sube o baja demasiado deprisa, en cosa de un día, más o menos, es que se está formando una tormenta. Esto te permite impresionar a los ciudadanos. Naturalmente, todo está clasificado.

—¿A dónde va el árbol desde aquí? —preguntó el Grad.

—Ahora sale de la lluvia. Después al Árbol de Brighton; hace ya mucho que no nos ven. Grad, tendrás una buena oportunidad de visitar las colonias exteriores y elegir una entre ellas.

—¿Para qué, Klance?

—Para tus hijos, claro está.

El Grad sonrió.

—Klance, ¿cómo voy a tener hijos si me paso la vida en la Ciudadela?

—¿No sabes nada sobre las Vacaciones?

—No he oído nada de eso.

—Bien, cada fin de año, cuando Voy cruza frente al sol, todos los copsiks son reunidos junto a la boca del árbol. Durante seis días hay vacaciones, y en ellos los copsiks se emparejan y hablan y juegan. Incluso la comida llega desde la mata exterior. Las Vacaciones empiezan dentro de treinta y cinco días.

—¿Sin excepciones? ¿Ni siquiera para el Aprendiz del Científico?

—No te preocupes, irás —cloqueó Klance.

Lawri se había dado la vuelta, mostrando la espalda arqueada, con la mata de rubios cabellos flotando a su alrededor. Entonces el Grad se preguntó: ¿Quién podría tener hijos con Lawri? El Científico no parecía ser su amante; el Grad sabía que Klance importaba mujeres copsiks desde la mata interior. Si ella nunca dejaba la Ciudadela… ¿cómo iba Lawri a encontrar a un hombre?

¿Yo?

Un copsik podía tener hijos, pero con Lawri no. Aquello no iba a ayudar. No se atrevía a pensar en Lawri más que como en un enemigo.


Había carne junto a ella cuando se despertó. Ocurría con frecuencia. Minya cambió de posición y evitó rodear con sus brazos al ciudadano que dormía junto a ella. Podría dañarle.

Su movimiento lo despertó. Se dio la vuelta cuidadosamente —tenía un brazo sujeto por vendas al pecho— y dijo:

—Buenos días.

—Buenos días. ¿Cómo está el brazo? —Rebuscó en su memoria para encontrar el nombre.

—Has hecho un buen trabajo con él. Curará.

—Me estaba preguntando por qué has venido conmigo, ya que fui yo quien te lo rompí.

Él hombre frunció el entrecejo.

—Me golpeaste en la cabeza. Mientras Lawri estaba colocando el hueso, pude ver tu cara a dos cémetros de la mía, con los dientes apretados como si me fueras a saltar a la garganta… sí. Así que estoy aquí. —El ceño se aflojó—. Bueno, en otras circunstancias.

—¿Mejores ahora?

—Sí.

El nombre afloró.

—Karal. No me acuerdo de Lawri.

—Lawri no es copsik. Es la Aprendiz del Científico —uno de sus aprendices, ahora— y es quien cuida de los hombres de la Armada cuando están heridos.

¿Uno de sus aprendices? Minya se arriesgó.

—He oído la noticia de que uno era un copsik.

—Sí. Lo he podido ver a distancia, y no parece un gigante de la jungla. ¿Es uno de los vuestros?

—Quizá. —Minya se levantó, poniéndose el poncho—. ¿Nos reuniremos otra vez?

El hombre dudó.

—Quizá… —y añadió—: Sólo faltan ocho sueños para las Vacaciones.

Minya dejó aflorar una sonrisa. ¡Gavving!

—¿Cuánto duran?

—Seis días. Todos los trabajos se paran.

—Bueno, pero ahora tengo que empezar a trabajar.

Karal desapareció entre el follaje y Minya paseó hasta los Comunes. Había perdido la Mata de Dalton-Quinn. Había crecido usando casi las mismas estúpidas diferencias: los grandes Comunes, los omnipresentes supervisores, su propio servilismo. Pero le preocupaban las cosas pequeñas. Había perdido copas de vino y plantas cóptero. Allí no crecía nada más que el follaje y las cuidadosamente cultivadas formas de vida terrestres, como judías y melones y maíz y tabaco, tan minuciosamente reglamentadas como ella misma.

Una docena de copsiks estaban en pie y moviéndose. Minya buscó a Jinny y la encontró junto a la boca del árbol, con sólo la cabeza asomando por encima del follaje mientras alimentaba al árbol.

Los horarios eran flexibles. Si llegabas tarde, trabajabas hasta tarde. Aparte de aquello, los supervisores no molestaban demasiado… ¡pero Minya sí! No hacer nada mal. Sería un copsik ejemplar, al menos hasta que llegara el momento de ser otra cosa.

Intentó recordar los matices de la forma de hablar de Karal. El acento de los ciudadanos era muy peculiar, y ella había estado practicándolo.

La actitud que había adoptado era difícil para Minya. Tenía que dominar sus instintos guerreros: un reflejo condicionado que rechazaba el asalto sexual como a la encarnación de la blasfemia. Pero tenía voluntad de vivir.

Ganó la supervivencia. ¡No haría nada mal!

Jinny se levantó, se colocó el poncho cuidadosamente, y luego echó a correr a toda velocidad hacia el oeste.

—Minya chilló. Estaba demasiado lejos de ella para poder hacer algo más que gritar y señalarla mientras corría. Una pareja de supervisoras, mucho más cercanas, vieron lo que pasaba y también echaron a correr.

Jinny saltó desde un último reborde de follaje, hacia el cielo.

Minya disminuyó su velocidad. Las dos supervisoras (Haryet y Dloris, de rostro endurecido, gigantes de la jungla de indeterminada edad) habían llegado al borde. Dloris hizo girar una cuerda lastrada por encima de su cabeza, por dos veces, y la lanzó. Haryet esperó su turno, luego giró su propia cuerda mientras Dloris tiraba. La cuerda resistió los tirones, luego se tensó bruscamente. Dloris vaciló, desequilibrada.

Minya llegó hasta el borde con tiempo para ver cómo la piedra que había en el extremo de la cuerda de Haryet daba vueltas y enroscaba la cuerda alrededor de Jinny. Dloris lanzó su cuerda mientras Jinny seguía combatiendo con la de Haryet. Jinny se debatía, luego se relajó.

Haryet tiraba de ella.

Jinny se acurrucó, con la cara enterrada en brazos y rodillas. Estaban rodeadas de copsiks. Mientras Dloris les hacía gestos para que se alejaran, Haryet puso a Jinny de espaldas, agarrándola de la barbilla y liberando su cara de la protección de los brazos. Los ojos de Jinny estaban cerrados fuertemente.

—Señora Supervisora —dijo Minya—, un momento de atención.

Dloris miró alrededor, sorprendida por el sonido de la voz de Minya.

—Más tarde —dijo.

Jinny empezó a sollozar. Los sollozos la sacudían lo mismo que la sacudieron el día en que el Árbol de Dalton-Quinn se desmanteló. Haryet esperó un rato, impasible. Luego puso sobre la chica un nuevo poncho y se sentó a observarla.

Dloris se volvió hacia Minya.

—¿Qué pasaba?

—Si Jinny vuelve a intentarlo y lo consigue, ¿puede afectaros de alguna forma?

—Es posible. ¿Y qué?

—La hermana gemela de Jinny está con las mujeres que llevan huéspedes. A Jinny la gustaría verla.

—Eso está prohibido, —dijo la gigante de la jungla cansadamente.

Cuando los ciudadanos hablaban así, Minya había aprendido a ignorar lo que decían.

—Estas chicas son gemelas. Han estado juntas toda su vida. Necesitan estar juntas unas cuantas horas para poder hablar.

—Ya te lo he dicho, está prohibido.

—Ese es vuestro problema.

Dloris la miraba exasperada.

—Vete con el destacamento de basura. No, espera. Primero habla con esta, Jinny, si quiere hablar.

—Sí, Supervisora. Y me gustaría ser investigada para embarazo cuando lo estimes oportuno.

—Más tarde.

Minya empezó a hablar directamente junto al oído de Jinny.

—Jinny, soy Minya. Le he hablado a Dloris. Intentará que puedas reunirte con Jayan.

Jinny estaba apretada como un nudo.

—Jinny. El Grad lo hará. Está en la Ciudadela, donde vive el Científico.

Nada.

—Sólo aguanta, ¿podrás? Aguanta. Algo pasará. Procuraremos hablar con Jayan, quizá ella ha aprendido algo, —comida de árbol, debía encontrar algo que decir…—, averiguar dónde tienen a las mujeres embarazadas, enterarnos de si el Grad las examina. Puede que lo haga. En ese caso, le diremos que nosotras resistimos. Esperando.

Jinny no se movía. Su voz era apagada.

—De acuerdo, te escucho. Pero no puedo levantarme. No puedo.

—Eres más dura de lo que piensas.

—Si otro hombre me obliga a hacerlo, lo mataré.

Algunas eran mujeres luchadoras, pensó Minya. Pero no dijo aquello cuando habló.

—Espera. Espera hasta que podamos matarlos a todos.

Tras una larga pausa, Jinny se desenroscó y se levantó.

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