Permanecimos juntos, sin movernos, durante largo rato. Aunque Amelia había elegido las plantas que creyó que tenían menos savia, pronto descubrimos que debajo de nosotros estaban rezumando líquido. Además, el menor movimiento provocaba la entrada de una corriente de aire del exterior. Yo dormité un poco, pero no sé si Amelia.
Luego, el frío penetrante que me atacaba los brazos y las piernas me despertó, y sentí que, a mi lado, Amelia se ponía rígida.
—Edward —dijo—, ¿moriremos acaso en este lugar?
—No creo —repuse de inmediato, pues durante el día esa posibilidad se me había ocurrido a menudo, y había tratado de pensar algo para tranquilizarla—. No tendremos que viajar mucho más.
—¡Pero moriremos de hambre!
—Todavía tenemos el chocolate —dije—, y como tú misma has observado, la savia de estas plantas es nutritiva.
Esto último, al menos, era verdad; mi cuerpo reclamaba alimento sólido, pero después de beber la savia me había sentido un poco más fuerte.
—Creo que moriremos por falta de abrigo. No podré soportar este frío mucho tiempo más.
Yo sabía que Amelia estaba temblando, y cuando habló oí que sus dientes castañeteaban. Nuestro refugio no era lo que habíamos esperado.
—Permíteme, por favor —dije, y sin esperar su respuesta me acerqué a ella y pasé mi brazo debajo de su cabeza y sus hombros. El rechazo de la noche anterior era todavía un recuerdo penoso, de modo que me sentí feliz cuando ella se dejó atraer voluntariamente, y apoyó la cabeza sobre mi hombro y cruzó un brazo sobre mi pecho. Levanté un poco las rodillas para que ella deslizara sus piernas debajo de las mías. Al hacerlo, desacomodamos algunas de las ramas que nos cubrían y nos llevó algunos minutos distribuirlas otra vez.
De nuevo nos quedamos quietos, tratando de recuperar la relativa tibieza que habíamos tenido antes demovernos. Pasó otro rato en silencio, y el estrecho contacto entre ambos comenzó a rendir frutos, pues empecé a sentir más calor.
—Edward, ¿estás dormido? —Su voz era muy suave.
—No —dije.
—Todavía tengo frío. ¿Crees que deberíamos apurarnos y cortar algunas hojas más?
—Creo que debemos permanecer quietos. El calor vendrá.
—Estréchame más.
Lo que sucedió después de ese comentario al parecer simple no podría haberlo imaginado, ni siquiera en mis más alocadas fantasías. Espontáneamente pasé mi brazo libre del otro lado y la atraje hacia mí; al mismo tiempo Amelia me rodeó con sus brazos, y descubrimos que estábamos abrazándonos con una intimidad tal que me hizo olvidar la prudencia.
Amelia había apoyado su rostro contra el mío, y sentí que lo movía con un roce sensual. Respondí de la misma manera, consciente de que el amor y la pasión que había estado dominando crecían ahora en mí a una velocidad incontrolable. En lo profundo de mi mente sentí una repentina desesperación, pues sabía que más tarde me arrepentiría de haberme abandonado a este impulso, pero la hice a un lado porque tenía necesidad de dar rienda suelta a mis emociones. El cuello de Amelia estaba junto a mi boca, y sin intentar ningún subterfugio, apoyé sobre él los labios y la besé con vehemencia y sentimiento. Como respuesta, me abrazó con más fuerza aún, y sin prestar atención a cómo desarreglábamos el refugio rodamos con pasión hacia uno y otro lado.
Finalmente, me separé, y Amelia volvió el rostro y me besó en los labios. Yo estaba ahora apoyado casi por completo sobre ella con todo mi peso sobre su cuerpo. Volvimos a separarnos luego, pero mi rostro permaneció a un par de centímetros del de ella.
Con toda la sinceridad de la verdad absoluta, dije simplemente:
—Te quiero, Amelia.
Su única respuesta fue apretar de nuevo su cara contra la mía, y nos besamos como si nunca hubiéramos dejado de hacerlo. Ella era todo lo que podía existir para mí, y, durante esos momentos al menos, la extraordinaria naturaleza de lo que nos rodeaba dejó de tener importancia. Yo sólo deseaba que siguiéramos besándonos para siempre. A decir verdad, dada la índole de su respuesta, supuse que Amelia estaba de acuerdo. Su mano estaba detrás de mi cabeza, abierta entre mis cabellos, y me apretaba contra ella mientras nos besábamos.
Entonces, de pronto apartó su mano, separó su rostro del mío, y se echó a llorar.
La tensión desapareció y mi cuerpo se relajó. Caí atravesado sobre Amelia y mi cara se hundió de nuevo en el hueco de su hombro. Permanecimos inmóviles durante varios minutos. Yo respiraba en forma irregular y con dificultad, mi respiración era cálida en el reducido espacio. Amelia lloraba, y yo sentía sus lágrimas rodar por su mejilla y caer sobre el costado de mi cara.
Sólo me moví una vez más para aliviar un calambre en el brazo izquierdo, y luego me quedé quieto, con la mayor parte de mi peso sobre Amelia.
Durante largo rato mi mente estuvo en blanco; todo deseo de justificar mis acciones se había disipado con tanta rapidez como la pasión. También los autorreproches habían desaparecido. Estaba inmóvil, consciente tan sólo de un ligero ardor alrededor de los labios, el sabor que me quedaba del beso de Amelia y sus cabellos rozando mi frente.
Amelia sollozó suavemente algunos minutos más, pero luego se tranquilizó. Poco después su respiración se hizo uniforme, y supuse que se había dormido. Pronto también yo sentí que la fatiga del día nublaba mi mente, y momentos más tarde me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo habré dormido, pero poco después me di cuenta de que estaba despierto, aunque todavía en la misma posición sobre Amelia. Nuestro anterior problema de frío había desaparecido, pues todo mi cuerpo irradiaba calor. Había logrado dormir a pesar del ángulo incómodo en que estaba tendido, y ahora tenía la espalda muy acalambrada. Quería moverme, cambiar de posición, y además sentía el cuello duro de la camisa incrustándoseme en la carne, y. por delante, el botón de bronce se hundía en mi garganta, pero yo no quería despertar a Amelia. Decidí permanecer quieto, con la esperanza de quedarme dormido otra vez.
Descubrí que mi ánimo era optimista, a pesar de lo que había sucedido. Si se las consideraba de manera objetiva, nuestras oportunidades de sobrevivir eran escasas; Amelia también lo había comprendido. A menos que llegáramos a un lugar civilizado antes de veinticuatro horas, era probable que muriéramos en esta meseta.
Aun así, yo no podía olvidar la visión que había tenido del futuro destino de Amelia.
Sabía que si Amelia viviera en Richmond en el año 1903, moriría en medio de una conflagración junto a la casa. Había actuado sin pensar en aquel momento, pero mi irresponsable intromisión en el funcionamiento de la Máquina del Tiempo había sido una respuesta instintiva a ese desastre. El accidente había determinado nuestra presente situación, pero yo no estaba de ninguna manera arrepentido.
En cualquier parte de la Tierra donde estuviéramos, y cualquiera que fuese el año, yo ya había decidido qué haríamos. ¡A partir de ahora, me ocuparía de que Amelia no regresara jamás a Inglaterra antes de que ese día hubiera pasado!
Ya le había declarado mi amor, y ella parecía corresponderme; no me sería muy difícil jurarle amor eterno y proponerle matrimonio. Si Amelia aceptaría o no, yo no podía saberlo, pero estaba decidido a tener paciencia y firmeza. Como esposa, estaría sujeta a mi voluntad. Claro estaba que ella era evidentemente de buena familia, y mi origen era más humilde, pero me dije a mí mismo que eso no había afectado hasta ahora nuestro comportamiento; Amelia era liberal, y si nuestro amor era verdadero, no lo estropearía...
—¿.Estás despierto, Edward?
Su voz sonó cerca de mi oído.
—Sí. ¿Te desperté?
—No... Hace un rato que estoy despierta. Oí que el ritmo de tu respiración cambiaba.
—¿Es de día ya? —pregunté.
—Pienso que no.
—Creo que debería moverme —dije—. Mi peso debe estar aplastándote.
Por un momento, apretó aún más los brazos que todavía me rodeaban.
—Por favor, quédate donde estás —dijo.
—No quiero que parezca que me estoy aprovechando de ti.
—Soy yo la que se aprovecha. Eres un excelente sustituto de las frazadas.
Me incorporé un poco, de modo que mi cara quedase sobre la de ella. A nuestro alrededor las hojas se agitaron en la oscuridad.
—Amelia —dije—, hay algo que quiero decirte. Estoy profundamente enamorado de ti.
De nuevo su abrazo se hizo más apretado, y me acercó, de manera que mi cara quedó junto a la de ella.
—Querido Edward —dijo, abrazándome con cariño.
—¿No tienes nada más que decir?
—Sólo... sólo que lamento lo que sucedió.
—¿No me quieres?
—No estoy segura, Edward.
—¿Te casarías conmigo?
Sentí que movía la cabeza; la sacudía de un lado hacia el otro, pero fuera de esto no hubo respuesta.
—¿Amelia?
Permaneció en silencio, y yo aguardé ansioso. Amelia estaba ahora muy quieta, con los brazos descansando sobre mi espalda pero sin ejercer presión alguna.
—No puedo concebir la vida sin ti, Amelia —dije—. Hace muy poco que nos conocemos, y, sin embargo, siento como si te hubiera conocido toda la vida.
—Así me siento yo —repuso, pero su voz era apenas audible, y su tono inexpresivo.
—Entonces, por favor cásate conmigo. Cuando lleguemos a la civilización encontraremos un cónsul británico o la iglesia de una misión, y podremos casarnos en seguida.
—No deberíamos hablar de estas cosas.
Con ánimo deprimido, pregunté:
—¿Estás rechazándome?
—Por favor, Edward...
—¿Estás comprometida con otro?
—No, ni tampoco estoy rechazándote. Digo que no debemos hablar de esto debido a lo incierto de nuestro futuro. Ni siquiera sabemos en qué país estamos. Y hasta entonces...
Su voz se perdió, tan insegura como sus argumentos.
—Pero mañana —continué— sabremos dónde estamos. ¿Buscarás otra excusa entonces? Sólo te pregunto una cosa; ¿me quieres tanto como yo a ti?
—No lo sé, Edward.
—Te quiero con toda el alma. ¿Puedes decirme eso?
Inesperadamente volvió la cabeza y por un instante sus labios se apoyaron con suavidad sobre mí mejilla. Luego dijo.
—Siento un cariño especial por ti, querido Edward.
Tenía que contentarme con eso. Levanté la cabeza y acerqué mis labios a los suyos. Se tocaron un instante, pero luego Amelia apartó su rostro.
—Fuimos unos tontos antes —dijo—. No cometamos el mismo error otra vez. Estamos obligados a pasar la noche juntos y ninguno de los dos debe aprovecharse del otro.
—Si piensas así.
—Querido, no debemos suponer que nadie nos descubrirá. Por lo poco que sabemos, esto podría ser propiedad privada de alguien.
—No habías sugerido eso antes.
—Pero podríamos no estar tan solos como creemos.
—¡Dudo que alguien investigue un montículo de hojas! —exclamé.
Entonces Amelia se echó a reír y me abrazó.
—Tenemos que dormir —dijo—. Es posible que nos espere otra larga caminata.
—¿Todavía estás cómoda en esa posición?
—Sí, ¿y tú?
—El cuello de la camisa me está lastimando —dije—. ¿Te parecería incorrecto que me quitara la corbata?
—¡Eres siempre tan formal! Déjame hacerlo... debe estar estrangulándote.
Me separé un poco, y con manos diestras, Amelia deshizo el nudo de la corbata y soltó los botones de adelante y de atrás de la camisa. Cuando terminó, me acerqué de nuevo y sus brazos se cerraron sobre mi espalda. Acaricié su mejilla con la mía, la besé una vez en el lóbulo de la oreja, y luego dejamos de movernos, esperando que el sueño volviera.
Nos despertamos no por la salida del sol, pues la capa de hojas que nos cubría filtraba eficazmente la luz hasta convertirla en un resplandor castaño casi imperceptible, sino porque cerca de nosotros el matorral crujía y se quejaba. Amelia y yo permanecimos uno en brazos del otro unos minutos antes de levantarnos, como si quisiéramos saborear la tibieza e intimidad de la noche compartida. Luego, arrojamos por fin las hojas a un lado, y salimos a la brillante luz del sol y al fuerte calor que éste irradiaba. Nos desperezamos con cuidado, ambos entumecidos por la obligada inmovilidad de la noche.
Nuestro arreglo matinal fue breve y nuestro desayuno más breve aún. Nos limpiamos la cara con el paño de Amelia, y nos peinamos. Cada uno tomó dos cuadraditos de chocolate y luego bebimos un poco de savia. Recogimos después nuestras escasas pertenencias y nos preparamos a seguir viaje. Noté que Amelia llevaba aún el corset entre las manijas del bolso.
—¿No vamos a desechar eso? —dije, pensando qué agradable sería si Amelia no volviera a usarlo nunca.
—¿Y esto? —dijo Amelia, sacando del bolso mi corbata y el cuello de mi camisa—. ¿Vamos a desecharlo también?
—Claro que no —dije—. Debo ponérmelo cuando regresemos a la civilización.
—Entonces estamos de acuerdo.
—La diferencia estriba —dije— en que yo no necesito un valet. Jamás lo tuve.
—Si tus intenciones con respecto a mí son sinceras, Edward, debes ir pensando en la perspectiva de contratar servidumbre.
El tono de Amelia era tan casual como siempre, pero la indudable referencia a mi proposición había acelerado los latidos de mi corazón. Me hice cargo del bolso y tomé a Amelia de la mano. Me miró una vez, y creí percibir la sombra de una sonrisa, pero luego comenzamos a caminar y cada cual continuó mirando hacia adelante. El matorral estaba en plena actividad y permanecimos a prudente distancia.
Sabedores de que la mejor parte de nuestra caminata debía hacerse antes del mediodía, mantuvimos un buen ritmo, caminando y descansando a intervalos regulares. Como antes, la altura nos dificultaba la respiración, y por ello hablamos muy poco en el camino.
Durante uno de los descansos, sin embargo, saqué a colación un tema en el que había estado pensando.
—¿En qué año crees que estamos? —pregunté.
—No tengo idea. Depende del grado en que hayas alterado los controles.
—No sabía lo que hacía. Cambié el cuadrante indicador de los meses, y entonces marcaba los meses de verano de 1902. Pero no moví la palanca antes de romper la varilla de níquel, y por eso me pregunto si el sistema de retorno automático no se interrumpió y estamos ahora en 1893.
Amelia pensó unos instantes, pero luego respondió:
—No creo. El hecho crucial fue la rotura de esa varilla. Quizás haya interrumpido el sistema automático de retorno y ampliado el viaje original, al finalizar el cual el sistema automático de retorno habría entrado de nuevo en funcionamiento, como comprobamos cuando perdimos la máquina. Por otra parte, al alterar el cuadrante de los meses pudiste provocar otro efecto. ¿Lo cambiaste mucho?
Medité sobre la pregunta con gran concentración y dije:
—Lo adelanté varios meses.
—Sigo sin estar segura, pero me parece que nos encontramos en uno de estos tres momentos en el tiempo. O bien volvimos a 1893, como tú sugieres, y estamos alejado varios miles de kilómetros, o bien el accidente nos dejó en 1902, en la fecha que indicaban los cuadrantes cuando se rompió la varilla... o bien hemos avanzado esos pocos meses, y estamos ahora, digamos, a fines de 1902 o principios de 1903. En todo caso, hay algo que es seguro: hemos sido transportados a considerable distancia de Richmond.
No me agradó ninguna de estas suposiciones, puesto, que cualquiera de ellas significaba que ese desastroso día de junio de 1903 todavía estaba por venir. No deseaba cavilar sobre las consecuencias de esto, de modo que mencioné otro asunto que me había estado preocupando.
—Si regresáramos ahora a Inglaterra —pregunté—, ¿sería posible que nos encontráramos a nosotros mismos?
Amelia no contestó mi pregunta directamente.
—¿A qué te refieres con eso de si regresáramos a Inglaterra? —dijo—. Sin duda arreglaremos eso lo antes posible, ¿no?
—Sí, claro —me apresuré a responder, lamentando haber expresado mi pregunta de esa forma—. Entonces ésta no es una pregunta retórica: ¿Nos encontraremos pronto con nosotros mismos?
Amelia frunció el ceño.
—No lo creo posible —dijo, al final—. Sin duda alguna hemos viajado a través del Tiempo como a través del Espacio, y si lo que creo es correcto, hemos dejado el mundo de 1893 tan atrás como parece que hemos dejado Richmond. En estos instantes no existen ni Amelia Fitzgibbon ni Edward Turnbull en Inglaterra.
—Entonces —pregunté, habiendo presentido esa respuesta— ¿qué habrá pensado Sir William de nuestra desaparición?
Amelia esbozó una inesperada sonrisa.
—No lo sé. Ni sé con seguridad si notará mi ausencia antes de que pasen varios días. Es un hombre con muchas preocupaciones. Cuando se dé cuenta de que no estoy, supongo que se comunicará con la policía y me pondrán en la lista de personas desaparecidas. Hasta ahí por lo menos considerará que llega su responsabilidad.
—Pero hablas de eso con tanta frialdad. Sir William estará seguramente muy preocupado por tu desaparición.
—Me limito a exponer los hechos tal como los veo. Sé que está preparando su Máquina del Tiempo para un viaje de exploración, y sí no nos hubiéramos adelantado a él, sería el primero en viajar al futuro. Cuando Sir William vuelva a su laboratorio, encontrará la máquina como si nadie la hubiera tocado —puesto que habrá regresado directamente desde aquí— y continuará con sus planes sin tener en cuenta a las personas de la casa.
—¿Crees que si Sir William sospechara el motivo de tu desaparición trataría de utilizar la máquina para localizarnos? —pregunté.
Amelia lo negó con la cabeza de inmediato.
—Das por sentado dos hechos. El primero que Sir William notaría que nos hemos entrometido con la máquina, y segundo, que de ser así sabría dónde buscarnos. Lo primero es casi imposible de sospechar, pues en apariencia la máquina se verá como si nadie la hubiera tocado; y lo segundo es inconcebible, porque la máquina no conserva un registro de sus viajes una vez que el sistema de retorno automático ha entrado en funcionamiento.
—¿De modo que tenemos que volver por nuestra cuenta?
Ante esto, Amelia se acercó y tomó mi mano.
—Sí, querido —repuso.
El sol había cruzado el cenit, y el matorral ya comenzaba a arrojar sombras, y nosotros continuábamos la marcha con estoicismo. Entonces, justo cuando me parecía que debíamos hacer un descanso, tomé a Amelia del brazo y señalé hacia adelante.
—¡Mira, Amelia! —grité—. ¡Allá... en el horizonte! Directamente enfrente de nosotros se veía el mejor espectáculo que pudiéramos haber contemplado. Era algo metálico y pulido, pues nos llegaba el reflejo de los rayos del sol. El brillo era tan constante que sabíamos que no podía provenir de ningún accidente natural, como un mar o un lago. Era obra del hombre, y lo primero que veíamos de la civilización.
Comenzamos a caminar hacia allí, pero en un segundo el resplandor desapareció.
—¿Qué pasó? —dijo Amelia—. ¿Fue nuestra imaginación?
—Fuera lo que fuese, se ha movido —repuse—. Pero no fue nuestra imaginación.
Caminábamos tan rápido como podíamos, pero seguíamos sufriendo los efectos de la altura, y nos vimos obligados a mantener nuestro ritmo acostumbrado.
Dos o tres minutos más tarde vimos de nuevo el reflejo de luz, y supimos que no nos habíamos equivocado. Al fin, prevaleció la sensatez y tomamos un breve descanso, comimos lo que quedaba del chocolate y bebimos toda la savia que pudimos. Así fortalecidos, continuamos hacia la luz intermitente, sabiendo que por fin nuestra larga caminata tocaba a su fin. Una hora después estuvimos lo bastante cerca como para ver el objeto que producía el reflejo, aunque para entonces el sol ya se había desplazado más por el cielo y hacia algún tiempo que habíamos dejado de ver el resplandor. Había una torre de metal en el desierto, y era en su techo donde se había reflejado el sol. En esta atmósfera enrarecida la distancia engañaba, y aunque llevábamos algún tiempo viendo la torre, no fue sino hasta que estuvimos casi a su lado, que logramos calcular su tamaño. Para entonces, estábamos lo bastante cerca como para ver que no era la única, ya que a cierta distancia de ella había varias más.
La altura total de la torre era de unos veinte metros. Con respecto a su apariencia, el parecido más aproximado que puedo establecer es con un alfiler enorme y alargado, pues la torre consistía en un pilar central angosto, coronado por una plataforma circular cerrada. La descripción es en sí engañosa, porque no había un solo pilar central, sino tres, aunque estaban construidos muy cerca uno del otro y subían en forma paralela hasta la plataforma que sostenían, de modo que no fue sino hasta que estuvimos debajo de la torre que Amelia y yo lo notamos. Estos tres pilares estaban fuertemente enterrados en el suelo, pero al observarlos descubrí que se podía subir o bajar la plataforma, pues los pilares tenían empalmes en diversos lugares y estaban hechos con tubos telescópicos.
La plataforma sobre el pilar tenía alrededor de tres metros de diámetro y unos dos metros de alto. De un lado había lo que parecía ser una ventana grande y ovalada, pero de un vidrio oscuro, y era imposible ver hacia el interior desde donde nosotros estábamos. Debajo de la plataforma había un aparato mecánico, semejante a los balancines de la brújula; era esto lo que permitía que la plataforma girara con lentitud hacia uno y otro lado, y así había hecho que nos diera el reflejo del sol. La plataforma se movía ahora de un lado hacia el otro, pero aparte de esto no había señal de ninguna persona.
—¡En, los de arriba! —grité; luego de algunos segundos volví a llamar. O bien no podían oírme, o mi voz sonaba más débil de lo que yo había notado; el caso es que no hubo respuesta de los ocupantes.
Mientras yo examinaba la torre, Amelia se había apartado de mí y miraba hacia el matorral. Habíamos caminado en diagonal, alejándonos de la vegetación, para ver la torre, pero yo veía ahora que el matorral estaba a mayor distancia de lo que me hubiera imaginado y era más bajo. Lo que es más, trabajando junto a la base había mucha gente.
Amelia se volvió hacia mí, y pude ver la alegría en su rostro.
—¡Edward, estamos a salvo! —gritó; vino hacia mí y nos abrazamos entusiasmados.
Estábamos a salvo, en efecto, pues ésta era prueba evidente de la presencia de habitantes que tanto habíamos buscado. Yo quería ir hacia ellos de inmediato, pero Amelia no se movió.
—Tenemos que estar presentables —dijo, y se puso a buscar dentro de su bolso. Me alcanzó mi corbata y el cuello de mi camisa, y mientras yo me los ponía, se sentó y arregló el aspecto de su cara. Luego trató de limpiar de su ropa las peores manchas hechas por la maleza con el paño que llevaba, y luego se peinó. Yo necesitaba una afeitada urgente, pero no se podía hacer nada con respecto a eso.
Aparte de nuestra desprolijidad general, había otra cuestión que nos molestaba a ambos. Las largas horas que habíamos pasado expuestos al sol habían dejado su marca, ya que ambos teníamos quemaduras. El rostro de Amelia estaba enrojecido —y ella me dijo que el mío no estaba mejor—, y aunque se había aplicado un poco de crema facial de un pote que llevaba en su bolso, decía que le dolía mucho. Cuando estuvimos listos, Amelia dijo:
—Iremos del brazo. No sabemos quiénes son esas personas, de modo que sería prudente no causar una mala impresión. Si demostramos confianza, nos tratarán correctamente.
—¿Y qué hay de eso? —dije, señalando el corset, demasiado visible entre las manijas del bolso—. Este es el momento de deshacemos de él. Si deseamos que parezca que hemos pasado la tarde paseando, eso revelará que no fue así.
Amelia frunció el ceño, sin poder decidirse. Por fin, lo tomó y lo puso sobre e! suelo, apoyado contra uno de los pilares de la torre.
—Lo dejaré aquí por el momento —dijo—. Le podré encontrar sin dificultad cuando hayamos hablado con esa gente.
Regresó hasta mí, me tomó del brazo y juntos caminamos con paso tranquilo hacia las personas más cercanas. Otra vez el aire diáfano nos engañaba; pronto descubrirnos que la maleza estaba más lejos de lo que habíamos pensado. Volví la mirada sólo una vez, y vi que la plataforma de la parte superior de la torre seguía girando hacia un lado y otro.
Mientras caminábamos hacia esas personas —ninguna de las cuales se había percatado todavía de nuestra presencia— vi algo que me alarmó bastante. Como no estaba seguro, lo comenté con Amelia, pero a medida que nos acercábamos toda duda se disipó: la mayoría de esas personas —y había tanto hombres como mujeres— estaban casi por completo desprovistas de ropa.
Me detuve al instante, y me volví.
—Será mejor que me adelante solo —dije—. Por favor, espérame aquí.
Amelia, quien había girado conmigo, pues la tenía sujeta del brazo, miró a las personas por encima de mi hombro.
—No soy tan tímida como tú —dijo—. ¿De qué tratas de protegerme?
—No están vestidos decentemente —dije, muy avergonzado—. Les hablaré yo solo.
—¡Por el amor de Dios, Edward! —gritó Amelia exasperada—. ¡Estamos a punto de morir de inanición y tú me apabullas con tanto pudor!
Soltó mi brazo y se alejó sola. La seguí de inmediato, con la cara ardiendo de vergüenza. Amelia se dirigió hacia el grupo más cercano: unas dos docenas de hombres y mujeres que segaban la maleza escarlata con largos cuchillos.
—¡Usted! —gritó, desahogando en el hombre que estaba más cerca la furia que sentía contra mí—. ¿Habla usted inglés?
El hombre se volvió bruscamente y quedó frente a ella. Por un instante la miró con sorpresa —y en ese momento vi que era muy alto, tenía la piel tostada de un color rojizo, y que sólo!levaba puesto un sucio taparrabos—, luego el hombre se postró ante ella. Al mismo tiempo, los demás que lo rodeaban dejaron caer sus cuchillos y se arrojaron de cara al suelo.
Amelia me miró, y vi que su actitud autoritaria había desaparecido con tanta rapidez como surgiera. Estaba asustada y yo me puse a su lado.
—¿Qué pasa? —susurró—. ¿Qué hice?
—Es probable que lo hayas aterrorizado —repuse.
—Discúlpenme —les dijo Amelia entonces, con tono mucho más suave—. ¿Algunos de ustedes habla inglés? Estamos hambrientos y necesitamos un refugio para pasar la noche.
No hubo respuesta.
—Prueba con otro idioma —sugerí.
—Excusez-moi, parlez-vous français? —preguntó Amelia. Tampoco le respondieron, de modo que continuó:
—¿Habla usted español.? —Probó luego con alemán e italiano—, Es inútil —me dijo al final— no entienden.
Me acerqué al primer hombre al que Amelia había hablado, y me senté en cuclillas junto a él. Levantó la cara y me miró, sus ojos parecían llenos de terror.
—Póngase de pie —dije, acompañando mis palabras con los gestos apropiados—. Vamos amigo... de pie.
Extendí una mano para ayudarlo, y se quedó mirándome. Un momento después se puso lentamente de pie y permaneció delante de mí, con la cabeza baja.
—No les haremos daño —dije, hablando con la mayor compasión posible, pero no logré ningún efecto sobre él—. ¿Qué están haciendo aquí?
Al decir esto miré hacia las malezas de manera significativa. Su reacción fue inmediata: se volvió hacia los otros, les gritó algo incomprensible, luego se agachó y recogió su cuchillo. Ante esto retrocedí, pensando que estábamos a punto de ser atacados, pero no pude estar más errado. Los demás se pusieron de pie con rapidez, tomaron sus cuchillos y continuaron el trabajo donde lo habían interrumpido, segando y cortando la vegetación como poseídos.
Con voz suave, Amelia dijo:
—Edward, éstos son sólo campesinos. Nos han tomado por capataces.
—¡Entonces debemos averiguar quiénes son los verdaderos capataces!
Nos quedamos observando a los campesinos alrededor de un minuto más.
Los hombres cortaban los tallos más grandes y los partían en trozos más manuables de unos tres metros o algo más. Las mujeres trabajaban detrás de ellos, arrancando las hojas a los tallos principales y separando los frutos o las vainas de semillas cuando las encontraban. Arrojaban entonces los tallos a un lado y las hojas o frutos a otro. Con cada tajo de los cuchillos brotaba gran cantidad de savia que fluía de las plantas cortadas. El terreno inmediatamente delante del matorral estaba inundado con la savia derramada y los campesinos trabajaban hundidos hasta unos treinta centímetros en el barro.
Amelia y yo seguimos caminando, a una distancia prudencial de los campesinos y sobre terreno seco. Aquí observamos que la savia derramada no se desperdiciaba; a medida que se escurría de donde trabajaban los campesinos, iba cayendo por último dentro de un conducto de madera colocado en el suelo, y a lo largo del cual corría en un estado más o menos líquido, acumulándose todo el tiempo.
—¿Reconociste el idioma? —pregunté.
—Hablaban demasiado rápido. Una lengua gutural. Tal vez fuera ruso.
—Pero no tibetano —dije, y Amelia me miró seria.
—Basé esa suposición en la naturaleza del terreno, y la altura evidente —dije—. Creo que no tiene sentido continuar especulando sobre el lugar donde estamos mientras no encontremos a alguien que represente la autoridad.
A medida que caminábamos a lo largo del matorral encontramos más y más campesinos, todos trabajando al parecer sin supervisión. Las condiciones de trabajo eran atroces, pues en las zonas donde había más trabajadores, la savia derramada formaba grandes pantanos, y algunos de los pobres infelices trabajaban con el líquido barroso que les llegaba arriba de la cintura. Como dijo Amelia, y yo no pude menos que estar de acuerdo con ella, había mucho que reformar aquí.
Caminamos alrededor de un kilómetro hasta llegar a un punto donde el canal de madera confluía con otros tres, qua venían de distintas partes del matorral. En este lugar, la savia se llevaba hasta una pileta grande, de donde varias mujeres la bombeaban por medio de un tosco mecanismo manual hacia un sistema subsidiario de canales para riego. Desde donde estábamos, podíamos ver que estos canales corrían a lo largo y a lo ancho de una extensa zona de terreno cultivado. En el extremo más lejano de dicha zona había otras dos torres de metal.
Más adelante, observamos que los campesinos estaban cortando la maleza en forma oblicua, de modo que como habíamos caminado paralelos a ellos, a su debido tiempo descubrimos lo que había detrás del matorral. Era un curso de agua, de poco menos de trescientos metros de ancho. Su ancho natural quedaba a la vista sólo si se podaba la maleza, pues cuando miramos hacia el Norte, en la dirección de donde veníamos, vimos que la maleza invadía tanto el curso de agua que en algunos lugares estaba totalmente obstruido. El ancho total de la extensión de maleza era de cerca de un par de kilómetros, y como la ribera opuesta del curso de agua tenía un matorral similar, y había otra multitud de campesinos cortando la maleza, comprendimos que si lo que pensaban era limpiar todo a lo largo del curso de agua segando a mano la maleza, entonces los campesinos tenían por delante una tarea cuya realización tomaría muchas generaciones.
Amelia y yo caminamos junto al agua, y pronto dejamos atrás a los campesinos. El terreno era irregular y estaba lleno de pozos, tal vez debido a las raíces de las plantas que una vez habían crecido aquí; el agua era de un color oscuro y no formaba ondas. Si se trataba de un río o un canal era difícil saberlo; el agua fluía pero tan despacio que el movimiento era apenas perceptible, y las márgenes eran irregulares. Esto parecía indicar que se trataba de un curso de agua natural, pero seguía una línea tan recta que desmentía la primera suposición.
Pasamos junto a otra torre de metal, construida al borde del agua, y aunque estábamos ahora a cierta distancia de donde los campesinos cortaban la maleza, seguía habiendo mucha actividad a nuestro alrededor. Vimos carretas cargadas de maleza cortada, arrastradas por hombres, y varias veces nos cruzamos con grupos de campesinos que iban hacia el matorral. En los campos que estaban sobre nuestra izquierda había mucha más gente cultivando la tierra.
Tanto Amelia como yo tuvimos la tentación de cruzar a los campos y pedir algo de comer —puesto que sin duda debía haber alimentos en abundancia—, pero nuestra primera experiencia con los campesinos nos había vuelto cautelosos. Pensamos que no podíamos estar lejos de algún tipo de comunidad, aunque sólo fuera una aldea. En efecto, delante de nosotros ya habíamos podido ver dos grandes edificios, y caminábamos más rápido, intuyendo que en aquel lugar se encontraba nuestra salvación.
Entramos en el primero de los dos edificios, y descubrimos de inmediato que era una especie de depósito, ya que la mayor parte de lo que allí había eran fardos de maleza cosechada, clasificada con cuidado según el tipo. Amelia y yo recorrimos el edificio buscando alguien con quien poder hablar, pero sólo encontrábamos más campesinos. Al igual que los demás, estos hombres y mujeres permanecieron indiferentes, inclinados sobre su trabajo.
Abandonamos el edificio por el mismo lugar por donde habíamos entrado: una enorme puerta metálica, que se mantenía abierta en ese momento mediante un sistema de cadenas y poleas. Una vez afuera, nos dirigimos al segundo edificio que estaba a unos cincuenta metros del primero. Entre ambas construcciones había otra torre de metal.
Pasábamos debajo de ella, cuando Amelia me tomó la mano y dijo:
—¡Escucha, Edward!
Nos llegaba un sonido lejano, atenuado por la poca densidad del aire, y por un instante no pudimos distinguir de dónde venía. Entonces, Amelia se alejó hacia un largo riel de metal, montado a menos de un metro del suelo. A medida que nos acercábamos, identificamos el sonido como un silbido áspero y extraño, y al mirar siguiendo el riel hacia el sur, vimos que se acercaba una especie de transporte.
Amelia preguntó:
—Edward, ¿podría ser un tren?
—¿Sobre un solo riel? —dije—. ¿Y sin locomotora?
Sin embargo, a medida que el transporte reducía su velocidad, resultó evidente que eso era en efecto: un tren. Tenía en total nueve vagones, y sin mayor ruido se detuvo con el extremo delantero apenas más allá de donde habíamos estado. Nos quedamos atónitos ante lo que veíamos, pues parecía como si los coches de un tren normal se hubieran separado de la máquina. Pero no fue sólo eso lo que nos sorprendió. Los vagones no estaban al parecer pintados y el metal estaba a la vista, oxidado en varios lugares. Más aún, no estaban construidos como uno hubiera esperado, sino que eran tubulares. De los nueve, sólo dos —el de adelante y el de atrás— se parecían en algo al tipo de trenes en los cuales viajábamos con frecuencia Amelia y yo en Inglaterra. Es decir que tenían puertas y algunas ventanas, y cuando el tren se detuvo vimos que descendían varios pasajeros. Los siete vagones centrales, no obstante, eran como tubos de metal cerrados por completo, y sin puertas o ventanas visibles.
Noté que un hombre se bajaba del vagón delantero del tren, y, al ver que el coche tenía ventanas en el frente, supuse que el hombre conducía el tren desde allí. Lo comenté a Amelia y ambos lo observamos con gran interés.
Era evidente que no formaba parte del grupo de campesinos, puesto que su actitud era firme y resuelta, y llevaba puesto un cuidado conjunto gris liso, compuesto de una camisa o túnica sin adornos y un par de pantalones. Su vestimenta no difería de la que llevaban los pasajeros, quienes se estaban agrupando alrededor de los siete vagones centrales. Todos los recién llegados se parecían a los campesinos, puesto que eran muy altos y tenían la piel rojiza. El conductor se acercó al segundo vagón y giró una gran asa de metal que había en el costado. Entonces vimos que en cada uno de los siete vagones, grandes puertas se movían lentamente hacia arriba, como cortinas de metal, Los hombres que habían abandonado el tren se agruparon, expectantes, delante de las puertas.
Pocos segundos después, se desarrolló una escena de gran confusión.
Vimos que los siete vagones cerrados estaban llenos en su totalidad de apretados campesinos, quienes cuando se abrieron las puertas se descolgaron o bajaron tambaleándose, y se diseminaron alrededor del tren.
Los hombres que estaban a cargo de ellos, se movían entre los campesinos blandiendo lo que al principio tomamos por varas o bastones, pero que ahora demostraban tener una función cruel y perentoria. Era evidente que dentro de las varas había algún tipo de acumulador eléctrico, puesto que cuando los hombres las usaban para ordenar a los campesinos en grupos, cualquier alma infortunada que rozara apenas con la vara recibía un desagradable choque eléctrico, acompañado de un brillante rayo de luz verde y un sonido sibilante. Los infelices que recibían estos choques caían siempre al piso, sujetando la parte del cuerpo afectada, y finalmente sus compañeros los ponían de pie otra vez.
No hace falta decir que los dueños de estos diabólicos instrumentos tuvieron poca dificultad para poner orden en la multitud.
—¡Debemos detener esto de inmediato! —exclamó Amelia—. ¡Los tratan como esclavos!
Creo que estaba decidida a avanzar y enfrentar a los guardias, pero la sujeté del brazo para detenerla.
—Tenemos que observar lo que sucede —dije—. Espera un minuto... Este no es el momento de intervenir.
La confusión duró algunos minutos más, mientras llevaban a los campesinos hacia el edificio que aún no habíamos visitado. Entonces noté que las puertas de los vagones se estaban cerrando de nuevo, y que el conductor se dirigía hacia el extremo más distante del tren.
—Rápido, Amelia —dije—, abordemos este tren. Está a punto de partir.
Pero aquí termina la línea.
—Por eso. ¿No comprendes? Saldrá ahora en la dirección opuesta.
No dudamos más, sino que cruzamos con rapidez hasta el tren y subimos al compartimiento para pasajeros que había sido extremo delantero. Ninguno de los hombres que llevaban los látigos eléctricos nos prestó la menor atención, y tan pronto como estuvimos a bordo, el tren comenzó a avanzar lentamente.
Había esperado que no tuviera mucho equilibrio —pues con un solo riel no podía ser de otra forma—, pero una vez en movimiento, el tren se desplazaba con una notable suavidad. Ni siquiera se oían ruedas, sino sólo un suave zumbido debajo del vagón. Lo que más apreciamos en el primer momento fue, no obstante, el hecho de que el coche tenía calefacción. Había comenzado a hacer frío en el exterior, pues no faltaba mucho para la caída del sol.
En el interior, la disposición de los asientos no difería mucho de la usual en Inglaterra, aunque no había compartimientos ni corredor: era posible moverse por todo el vagón, pues carecía de tabiques internos: los asientos eran metálicos y sin almohadones. Amelia y yo nos sentamos junto a una de las ventanas, y contemplamos el curso de agua. Estábamos solos. Durante todo el viaje, que duró una media hora, el paisaje exterior no varió mucho. La mayor parte del trayecto el ferrocarril bordeaba la ribera del curso de agua, y en algunos lugares vimos que habían reforzado las márgenes con muros de ladrillos, lo que parecía confirmar mi primera suposición de que el curso de agua era en realidad un gran canal. Vimos algunos botes pequeños navegando, y puentes en varios lugares. Cada doscientos o trescientos metros, el tren pasaba junto a otra de las torres de metal.
El tren se detuvo una sola vez antes de llegar a destino. Desde el lado donde estábamos nosotros, parecía como si nos hubiéramos detenido en un lugar no mayor que aquel donde habíamos abordado el tren, pero a través de las ventanas del otro lado del vagón, pudimos ver una enorme zona industrial, con grandes chimeneas que arrojaban espesas nubes de humo, y hornos que esparcían en el oscuro cielo un resplandor anaranjado. La luna ya había salido, y el denso humo flotaba sobre su faz.
Mientras esperábamos que el tren reiniciara la marcha, y que subieran varios campesinos, Amelia abrió la puerta un momento y miró hacia adelante, hacia donde nos dirigíamos.
—Mira, Edward —dijo—. Nos acercamos a una ciudad. Yo también me asomé, y vi, a la luz del atardecer, que tres o cuatro kilómetros más adelante había un grupo desordenado de grandes edificios. Al igual que Amelia, sentí alivio ante esta visión, pues la vida rural, bárbara a todas luces, me había repugnado. La vida en una ciudad, aunque sea extranjera, es por naturaleza conocida para otros ciudadanos, y allí sabíamos que podríamos encontrar a las autoridades que estábamos buscando. Cualquiera que fuese este país, y no obstante lo represivo de las leyes locales, como viajeros recibiríamos tratamiento especial, y tan pronto como Amelia y yo llegáramos a un acuerdo (lo que todavía me faltaba tratar) nos encaminaríamos, por mar o por ferrocarril, hacia Inglaterra. Por instinto, tanteé el bolsillo superior de mi chaqueta para asegurarme de tener todavía mi billetera. Si habíamos de regresar de inmediato a Inglaterra, el poco dinero que tuviéramos —ese día habíamos determinado con anterioridad que entre los dos teníamos dos libras, quince chelines y dieciséis peniques— habría que usarlo como garantía de nuestra buena fe ante el cónsul.
Tales eran los pensamientos tranquilizadores que cruzaban por mi mente a medida que el tren avanzaba a velocidad uniforme hacia la ciudad. El sol ya se había puesto, y la noche nos envolvía.
—¡Mira, Edward, cómo brilla el lucero de la noche!
Amelia lo señaló; era una estrella enorme, blanca azulada, a pocos grados sobre el lugar donde se había puesto el sol. Junto a ella, pequeña y en uno de sus cuartos, estaba la Luna.
Contemplé el lucero, pensando en lo que Sir William dijera sobre los planetas de nuestro sistema solar. Ese era uno de ellos, hermoso y solitario, increíblemente distante, e imposible de alcanzar.
Entonces Amelia sofocó un grito y mi corazón se paralizó al mismo tiempo.
—Edward —dijo Amelia—. ¡Se ven dos lunas!
Ya no podíamos continuar restando importancia a los misterios de este paraje. Amelia y yo nos miramos horrorizados: al fin comprendíamos cuál había sido nuestra suerte. Recordé el desordenado matorral de maleza escarlata, la poca densidad del aire, la ligereza de nuestro andar, el cielo azul profundo, los hombres de piel roja, la naturaleza de por sí extraña de lo que nos rodeaba. Ahora, la vista de las dos lunas, y del lucero de la noche, constituía un misterio final, que ponía una carga intolerable sobre nuestra capacidad para mantener viva nuestra más cara convicción, la de que aún estábamos en nuestro mundo. La máquina de Sir William nos había transportado al futuro, pero también nos había desplazado sin quererlo a través de la dimensión del Espacio. Una Máquina del Tiempo, tal vez, pero también una Máquina del Espacio, pues ahora tanto Amelia como yo aceptábamos la aterradora verdad de que, en alguna forma increíble, habíamos sido trasladados a otro mundo, para el cual nuestro propio planeta era el heraldo de la noche. Contemplé el canal, viendo cómo el brillante foco de luz que era la Tierra, se reflejaba en el agua, y sentí tan sólo desesperación y un profundo temor, pues habíamos sido transportados a través del espacio hasta Marte, el planeta de la guerra.