Durante la semana que siguió a mi prematuro regreso de Skipton, fui en viaje de negocios a Nottingham. Allí me dediqué a mi trabajo a tal punto que compensé adecuadamente las pocas ventas realizadas en Skipton. En la noche del sábado, cuando regresé a mi alojamiento de Regent’s Park, el incidente se había reducido a sólo un recuerdo lamentable. Sin embargo, esta afirmación no es del todo exacta, pues a pesar de las consecuencias, conocer a Amelia había sido una experiencia renovadora. Pensaba que no debía abrigar esperanzas de verla otra vez, pero sí sentía la necesidad de disculparme.
Como debía haberlo supuesto, sin embargo, el paso siguiente lo dio Amelia, pues aquel sábado por la noche me esperaba una carta con el sello postal de Richmond.
La mayor parte de la carta estaba escrita a máquina y sólo decía que Sir William se había enterado del accesorio para viajar en automóvil, del cual yo había hecho una demostración, y que el científico había expresado su deseo de conocerme. Por lo tanto, se me invitaba a tomar el té en su casa el domingo 21 de mayo. Sir William tendría sumo placer en conversar conmigo luego del té. La carta estaba firmada: “A. Fitzgibbon”.
Debajo de este mensaje principal, Amelia había agregado una posdata manuscrita:
Sir William suele estar ocupado en su laboratorio durante la mayor parte del día, de modo que ¿podrías tratar de llegar a eso de las dos de la tarde? Como ahora el tiempo está tan agradable pensé que tú y yo podríamos divertirnos paseando en bicicleta por Richmond Park.
No me tomó mucho tiempo decidirme. De hecho, a los pocos minutos ya había escrito aceptando la invitación y antes de que pasara una hora había enviado mi respuesta por correo. Me hacía muy feliz que me invitaran a tomar el té.
En la fecha indicada dejé la estación de Richmond y caminé sin apuro a través del pueblo. Casi todos los negocios estaban cerrados, pero había mucho tránsito —la mayoría faetones y coches cerrados con familias que disfrutaban de su paseo dominical— y las calles estaban atestadas de peatones. Por mi parte, me dediqué a pasear como los demás, sintiéndome elegante y a la moda con la ropa que había comprado el día anterior. Más aún, me había permitido derrochar en la compra de un sombrero de paja, que llevaba inclinado, como reflejo del humor despreocupado que tenía. Lo único que recordaba mi modo de vivir habitual era la valija de muestras, en la que sólo había dejado los tres pares de antiparras. Hasta la desusada falta de peso de la valija acentuaba la naturaleza especial de esta visita.
Era demasiado temprano, por supuesto, pues había dejado mi alojamiento poco después del desayuno. Estaba decidido a no llegar tarde y por lo tanto había exagerado al calcular el tiempo que me tomaría el viaje. Había disfrutado de una pausada caminata a través de Londres hasta la estación de Waterloo; el viaje en tren había durado alrededor de veinte minutos, y allí estaba yo, gozando del aire templado y el tibio sol de una mañana de mayo.
En el centro del pueblito, pasé junto a la iglesia cuando los feligreses salían: los caballeros, serenos y formales, vestían traje; las damas, alegres con su vestimenta colorida, llevaban sombrillas. Seguí caminando hasta llegar al puente de Richmond, allí me aparté para acercarme al Támesis y mirar los botes que navegaban entre las márgenes arboladas.
Era un contraste tan grande con la agitación y los olores de Londres; por mucho que me gustara vivir en la metrópoli, el permanente contacto de la gente, el ruido del tránsito y la capa húmeda y gris de emanaciones industriales que se desplazaba por sobre los tejados, todo contribuía a una excesiva presión sobre la mente. Era reconfortante encontrar un lugar como éste, tan cerca del centro de Londres, que gozaba de una elegancia que a menudo me resultaba fácil olvidar que todavía existía.
Continué mi paseo a lo largo de uno de los senderos que bordeaban el río, luego me volví y me encaminé hacia el pueblo. Allí encontré un restaurante abierto y pedí un sustancioso almuerzo. Luego de terminarlo, regresé a la estación, pues antes había olvidado averiguar los horarios de los trenes que volvían a Londres por la noche.
Por fin llegó la hora de partir hacia Richmond Hill; atravesé de nuevo el pueblo, siguiendo The Quadrant, hasta llegar al cruce con el camino que iba hacia el puente de Richmond. De allí tomé un camino secundario que se abría a la izquierda, colina arriba. Sobre mi izquierda, todo a lo largo del camino, había edificios. Al principio, casi al pie de la colina, las casas estaban construidas en terreno elevado y había uno o dos negocios. Cerraba el conjunto un bar —el Queen Victoria, si mal no recuerdo— y más adelante el estilo y el tipo de casa cambiaban en forma perceptible.
Varias estaban situadas a considerable distancia del camino, casi invisibles tras la espesura de los árboles. A mi derecha, se extendía un parque con más árboles, y al subir un poco más vi la amplia curva del Támesis entre los prados de Twickenham. Era un lugar en extremo hermoso y pacífico.
En lo alto de la colina, el camino se convertía en un sendero de carretas lleno de pozos, que se internaba en el parque atravesando Richmond Gate, y el pavimento desaparecía por completo. En este punto había un sendero más estrecho que subía la ladera en forma más directa y por allí comencé a caminar. Poco después vi un portón con el nombre Reynolds House tallado en los pilares de piedra y supe que había llegado a destino.
El camino para coches era corto, pero describía una curva cerrada en forma de S de tal manera que la casa no se veía desde la entrada. Tomé por ese camino, observando el modo en que se había permitido que los árboles y los arbustos crecieran libremente. En varias partes, la vegetación estaba tan crecida que apenas dejaba paso a un carruaje.
La casa apareció en seguida, y de inmediato me impresionó su tamaño. A mis ojos inexpertos, el cuerpo principal parecía tener alrededor de cien años, pero habían agregado dos alas grandes y más modernas a cada costado, y una parte del patio así formado estaba cerrada con una estructura de vidrio con armazón de madera, a la manera de un invernadero.
Alrededor de la casa, los arbustos estaban podados y a un lado de ella había una extensión de césped bien cuidado que la rodeaba hasta llegar al otro extremo.
Me di cuenta de que la entrada principal estaba parcialmente oculta detrás de una parte del invernadero —al principio no la había visto— y me dirigí hacia allí. Al parecer, no había nadie cerca; la casa y los jardines estaban en silencio, y no había movimiento en ninguna de las ventanas.
Al pasar junto a las ventanas del invernadero, oí de pronto el rechinar de metal contra metal y vi un destello de luz amarilla. Por un instante percibí la silueta de un hombre, inclinado hacia adelante, perfilada por una lluvia de chispas. Luego el chirrido cesó y de nuevo todo quedó a oscuras en el interior.
Toqué el timbre que estaba junto a la puerta, y luego de unos minutos me atendió una mujer regordeta, de mediana edad, con vestido negro y delantal blanco. Me quité el sombrero.
—Quisiera ver a Miss Fitzgibbon —dije, cuando entraba al vestíbulo—. Creo que me espera.
—¿El señor tiene una tarjeta?
Estaba yo a punto de sacar mi tarjeta comercial de siempre, proporcionada por Mr. Westerman, pero entonces recordé que ésta era más bien una visita personal.
—No —repuse—, pero ¿querría usted anunciar a Mr. Edward Turnbull?
—Espere, por favor.
Me llevó hasta una sala, y cerró las puertas detrás de mí.
Yo debía haber caminado con demasiada energía al subir la colina, pues descubrí que estaba acalorado y tenía la cara roja y húmeda de transpiración. Me sequé la cara con el pañuelo tan rápido como pude; luego, para calmarme, me puse a observar la habitación, con la esperanza de que una evaluación de los muebles me proporcionara un panorama de los gustos de Sir William. En realidad, la habitación estaba escasamente amueblada, al punto de parecer desnuda. Había una pequeña mesa octogonal delante del hogar, y junto a ella dos sillones desteñidos, pero esto, aparte de las cortinas y una alfombra raída, era todo lo que había.
Poco después la mucama regresó.
—¿Quiere acompañarme, Mr. Turnbull? —dijo—. Puede dejar su valija aquí, en el vestíbulo.
La seguí a lo largo de un corredor, luego giramos a la izquierda y llegamos a una cómoda sala que se comunicaba con el jardín por medio de una puerta-ventana. La mucama me indicó que cruzara por allí, y al hacerlo, vi a Amelia sentada junto a una mesa blanca de hierro forjado, colocada en el césped debajo de dos manzanos.
—Mr. Turnbull, señora —anunció la mujer, y Amelia hizo a un lado el libro que había estado leyendo.
—Edward —exclamó—. Has llegado antes de lo que esperaba. ¡Qué suerte! ¡Es un día tan hermoso para pasear!
Me senté del otro lado de la mesita. Había notado que la mucama aún estaba de pie junto a la puerta-ventana.
—¿Quiere traernos un poco de limonada, Mrs. Watchets? —le dijo Amelia y luego se volvió hacia mí—. Debes tener sed después de la caminata cuesta arriba. Beberemos sólo un vaso cada uno y luego nos iremos.
Era un verdadero placer volver a verla, y una sorpresa tan agradable comprobar que Amelia era tan hermosa como yo la recordaba. Tenía puesto un atractivo conjunto de blusa blanca y falda de seda azul oscuro, y en la cabeza llevaba un sombrerito de rafia con flores. El cabello castaño rojizo, bien cepillado y sujeto detrás de las orejas con una horquilla, caía prolijamente sobre su espalda. Estaba sentada de tal modo que el sol le daba en la cara, y cuando la suave brisa agitaba las ramas de los manzanos, las sombras que éstas dibujaban en su rostro parecían acariciar su piel. Pude observar su perfil: era hermosa en muchas formas, y además el peinado enmarcaba sus encantadores rasgos de manera exquisita. Admiré la gracia con que estaba sentada, la delicadeza de su piel blanca, el candor de sus ojos.
—No traje una bicicleta conmigo —dije—, No...
—Tenemos muchas aquí y puedes usar una de ellas. Estoy encantada de que hayas podido venir hoy, Edward. Hay tantas cosas que quiero contarte.
—Lamento profundamente haberte ocasionado problemas —dije, tratando de desahogar la única preocupación que había estado rondándome—. Mrs. Anson no tuvo dudas de mi presencia en tu habitación.
—Creo que te echaron.
—En seguida después del desayuno —expliqué—. No vi a Mrs. Anson...
En ese momento reapareció Mrs. Watchets, trayendo una bandeja con una jarra de vidrio y dos vasos, y yo dejé mi frase sin terminar. Mientras Mrs. Watchets servía la limonada, Amelia me señaló un extraño arbusto sudamericano que crecía en el jardín (Sir William lo había traído al volver de uno de sus viajes transoceánicos), y yo demostré un gran interés en la planta.
Cuando estuvimos solos otra vez, Amelia dijo:
—Hablaremos sobre estos asuntos cuando estemos paseando. Estoy segura de que Mrs. Watchets se escandalizaría tanto como Mrs. Anson si supiera de nuestras conversaciones nocturnas.
Había algo en su forma de hablar en plural que me hizo sentir una emoción placentera, aunque no sin un dejo de culpa.
La limonada estaba deliciosa: helada, y con un marcado sabor acre que estimulaba el paladar. Terminé mi vaso con rapidez desmedida.
—Háblame un poco del trabajo de Sir William —le pedí—. Me dijiste que ya no le interesa su carruaje sin caballos. ¿En qué está trabajando en este momento?
—Tal vez si vas a conocer a Sir William, deberías preguntarle a él. Pero no es ningún secreto que ha construido una máquina voladora más pesada que el aire.
La miré anonadado.
—¡No puedes hablar en serio! —exclamé—. Ninguna máquina puede volar.
—Los pájaros vuelan; y son más pesados que el aire.
—Sí, pero tienen alas.
Me miró pensativa durante un momento.
—Será mejor que la veas tú mismo, Edward. Está más allá de aquellos árboles.
—En ese caso —dije— sí, déjame ver este aparato imposible.
Dejamos los vasos sobre la mesa, y Amelia me guió a través del parque hacia un monte de árboles, que cruzamos en dirección a Richmond Park —el cual se extendía hasta los límites de la propiedad— hasta llegar a un sector que habían nivelado y cuya superficie habían cubierto con una capa dura y compacta. Allí estaba la máquina voladora.
Era más pesada de lo que podría haber imaginado, pues medía alrededor de seis metros en su punto más ancho. Era evidente que estaba inconclusa: el armazón, que era de tirantes de madera, no estaba revestido y no parecía haber ningún lugar donde el piloto pudiera sentarse. A cada lado del cuerpo principal había un ala inclinada de tal modo que la punta tocaba el suelo. La apariencia general era similar a la de una libélula descansando, aunque no tenía en absoluto la belleza de ese insecto.
Nos acercamos a la máquina, y pasé los dedos sobre la superficie del ala más cercana. Al parecer había varios travesaños de madera debajo de la tela, que tenía la textura de la seda. Estaba extendida muy tirante de modo que el tamborileo de los dedos sobré ella producía un sonido hueco.
—¿Cómo trabaja? —pregunté.
Amelia se acercó al cuerpo principal de la máquina.
—El motor estaba colocado en esta posición —explicó, señalando cuatro tirantes más gruesos que los otros—. Luego este sistema de poleas llevaba los cables que subían y bajaban las alas.
Amelia señaló las bisagras mediante las cuales las alas se movían hacia arriba y hacia abajo, y comprobé al levantar un ala que el movimiento era poderoso y uniforme.
—¡Sir William debería haber continuado con esto! —afirmé—. Volar sería algo maravilloso con toda seguridad.
—Se desilusionó —dijo Amelia—. No estaba satisfecho con el diseño. Una noche me dijo que necesitaba tiempo para reconsiderar su teoría del vuelo, porque esta máquina sólo imita infructuosamente los movimientos de un pájaro. Dijo que necesitaba una completa reevaluación. También agregó que el motor de movimiento oscilante que estaba usando era demasiado pesado para la máquina y no lo bastante poderoso.
—Yo hubiera pensado que un hombre del talento de Sir William podría haber modificado el motor —dije.
—Por supuesto que lo hizo. Mira aquí.
Amelia señaló un extraño grupo de piezas, colocado en lo profundo de la estructura. Al principio parecía estar hecho de marfil y estaño, pero tenía una característica cristalina que de algún modo engañaba la vista, en tal forma que no era posible ver los componentes dentro de sus profundidades multifacéticas y titilantes.
—¿Qué es esto? —pregunté muy interesado.
—Un dispositivo inventado por Sir William. Es una sustancia que aumenta la energía, y tuvo cierto efecto. Pero, como dije, Sir William no estaba satisfecho con el diseño y abandonó la máquina por completo.
—¿Dónde está ahora el motor? —dije.
—En la casa. Sir William lo usa para generar electricidad para su laboratorio.
Me incliné para examinar la sustancia cristalina más de cerca, pero aun así, era difícil averiguar cómo estaba hecha. Estaba desilusionado con la máquina voladora y pensaba que habría sido divertido verla volar.
Erguido de nuevo, vi que Amelia había retrocedido un poco. Le pregunté:
—Dime, ¿alguna vez ayudas a Sir William en su laboratorio?
—Si me llama para que lo haga.
—¿De modo que eres su confidente?
Ella repuso:
—Si te refieres a que yo podría convencerlo para que compre las antiparras que vendes, creo que sí.
No contesté nada, pues no estaba pensando en el condenado asunto de las antiparras.
Habíamos comenzado a caminar despacio de regreso hacia la casa y, al llegar al jardín, Amelia sugirió:
—¿Salimos ahora a dar nuestro paseo en bicicleta?
—Con todo gusto.
Entramos a la casa y Amelia llamó a Mrs. Watchets. Le dijo que nosotros saldríamos por el resto de la tarde, y que el té debía servirse como siempre a las cuatro y media.
Luego fuimos a un galpón donde había varias bicicletas amontonadas; cada cual eligió una y las empujamos por los terrenos que rodeaban la casa, hasta el borde de Richmond Park.
Nos sentamos a descansar a la sombra de unos árboles mirando los estanques de Pen, y Amelia me contó por fin lo que le sucedió la mañana siguiente a nuestra conversación.
—No me llamaron a desayunar —dijo— y como estaba cansada me quedé dormida. A las ocho y media me despertó Mrs. Anson al entrar en la habitación con la bandeja del desayuno. Entonces, como era de imaginarse, Mrs. Anson me concedió el beneficio de sus ideas sobre la moralidad... con la extensión habitual.
—¿Estaba enojada contigo? ¿Trataste de explicarle? —pregunté.
—Bueno, ella no estaba enojada, o por lo menos no lo demostraba. Y no tuve oportunidad de dar ninguna explicación. Mrs. Anson se mostraba callada y solícita. Sabía lo que había sucedido, o se había formado en su mente su propia idea de ello, y al principio pensé que si hubiera tratado de negar la conclusión preconcebida que ella tenía, habría hecho que Mrs. Anson se enfureciera, de modo que escuché sus consejos con humildad. En esencia, me dijo que yo era una joven bien educada y culta, y que lo que ella llamaba “vida disoluta” no era para gente como yo. Sin embargo, la conversación fue muy reveladora en otro sentido. Comprendí que ella podía censurar las acciones supuestas de los demás, y sin embargo mostrar una curiosidad profunda y lasciva con respecto a ellas. A pesar de todo su enojo, Mrs. Anson ansiaba conocer detalles de lo que había sucedido.
—Supongo que quedó desilusionada —dije.
—De ninguna manera —repuso Amelia, sonriendo mientras sostenía con una mano una brizna de pasto y con la otra arrancaba las hojas exteriores hasta dejar al descubierto el suave tallo interior, verde brillante—. Le proporcioné algunos detalles ilustrativos.
Me eché a reír a pesar de que me sentí de inmediato muy incómodo y algo entusiasmado.
—Me gustaría oír uno o dos de esos detalles —me atreví a decir.
—Señor, ¿y mi pudor? —dijo Amelia, pestañando exageradamente; luego se echó a reír también—. Satisfecha su curiosidad y con la revelación de que mi vida iba camino de la decadencia moral, Mrs. Anson se apresuró a salir de mi habitación, y eso fue todo. Dejé el hotel tan pronto como pude. El retraso me hizo llegar tarde a mi cita en la fábrica, y no llegué a nuestro almuerzo a tiempo. Lo lamento mucho.
—No es nada —dije, contento conmigo mismo, aun cuando mi reputación escandalosa era ficticia.
Estábamos sentados juntos, recostados contra la base de un enorme árbol; nuestras bicicletas estaban apoyadas contra otro, A unos metros, dos chiquillos con trajes marineros trataban de hacer que un barquito de juguete cruzara el estanque. Cerca de ellos, la niñera los observaba, sin interés.
—Vayamos más lejos —sugerí—. Me gustaría ver un poco más del parque.
Me puse de pie de un salto y extendí los brazos para ayudar a Amelia, Corrimos hasta las bicicletas; luego de separarlas, nos subimos a ellas y nos dirigimos en contra del viento, hacia Kingston-upon-Thames.
Pedaleamos con tranquilidad algunos minutos, pero entonces, justo cuando nos acercábamos a una pequeña elevación del terreno, Amelia exclamó:
—¡Corramos una carrera!
Comencé a pedalear con más energía, pero la combinación del viento de frente con el declive lo hacía difícil. Amelia seguía a mi lado.
—¡Vamos, no te estás esforzando! —gritó, y se adelantó un poco.
Impulsé los pedales con más energía y conseguí alcanzarla, pero en seguida se adelantó de nuevo. Me levanté del asiento y usé toda mi fuerza para reducir la distancia que nos separaba, pero a pesar de todo mi esfuerzo Amelia lograba, de algún modo, permanecer unos metros delante de mí. De pronto, Amelia, como si se hubiera cansado de jugar conmigo, se lanzó velozmente hacia adelante y, rebotando en forma alarmante sobre la superficie irregular del sendero, subió con rapidez la pendiente. Yo sabía que nunca podría mantenerme a la par de ella, y de inmediato abandoné esa lucha desigual. Observé mientras ella avanzaba... entonces vi con sorpresa que todavía estaba sentada en el asiento, erguida y, por lo que veía, ¡sin pedalear!
Anonadado, contemplé cómo su bicicleta alcanzaba la cima de la pendiente a una velocidad que debía superar en gran medida los treinta kilómetros por hora, y luego desaparecía de mi vista.
Malhumorado, volví a pedalear, un poco resentido por el modo en que mi orgullo había sido herido. Al llegar a la cima, vi a Amelia unos metros más adelante. La joven había desmontado, su bicicleta yacía a un costado y la rueda delantera giraba todavía. Amelia estaba sentada sobre el pasto, junto a la bicicleta, riéndose de mi rostro acalorado y cubierto de transpiración.
Arrojé mi bicicleta junto a la de ella, y me senté con la sensación más parecida al desagrado que había experimentado en su compañía.
—Hiciste trampa —reproché.
—Tú también podrías haberlo hecho —exclamó, todavía riéndose de mí.
Me sequé la cara con el pañuelo.
—Eso no fue una carrera, fue una humillación intencional.
—¡Oh, Edward! No lo tomes en serio. Sólo quería mostrarte algo.
—¿Qué? —pregunté con tono malhumorado.
—Mi bicicleta. ¿Notas algo en ella?
—No. —Todavía no me había aplacado.
—¿Qué me dices de la rueda delantera?
—Todavía está girando —respondí.
—Entonces detenla.
Estiré el brazo y tomé el neumático con la mano, pero lo solté porque la fricción me quemó. La rueda siguió girando.
—¿Qué es? —pregunté, olvidando al instante mi malhumor.
—Es uno de los inventos de Sir William —explicó Amelia—. Tu bicicleta también tiene uno.
—¿Pero cómo trabaja? Subiste la pendiente sin pedalear. Eso va en contra de las leyes de la física.
—Mira, te mostraré.
Se inclinó hacia su bicicleta y tomó el manubrio. Sujetó la empuñadura de la derecha en cierta forma, y la rueda delantera dejó de girar. Entonces enderezó la bicicleta.
—Aquí abajo. —Me mostró dónde mirar, y entre la empuñadura y la palanca de freno vi una pequeña tira de mica.
—Mueve esto hacia adelante con los dedos, así, y...
La bicicleta comenzó a moverse hacia adelante, pero Amelia levantó la rueda delantera del suelo y ésta siguió girando sin dificultad en el aire.
—Cuando uno quiere detenerse, basta con deslizar la tira de nuevo hacia su lugar, y ya se puede utilizar la bicicleta normalmente.
—¿Y dices que mi bicicleta tiene uno de éstos?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¡No hubiera sido necesario que hiciéramos ningún esfuerzo en el paseo!
Amelia reía otra vez, mientras yo corría hasta mi bicicleta y la enderezaba. Tal como ella dijera, debajo de la empuñadura de la derecha había un trozo similar de mica.
—¡Debo probarlo de inmediato! —grité, y monté en mi bicicleta. En cuando logré el equilibrio, deslicé la tira de mica hacia adelante y la bicicleta avanzó con mayor rapidez.
—¡Funciona! —le grité entusiasmado, haciéndole un gesto con la mano... y en ese momento la rueda delantera golpeó contra una mata de pasto y caí al suelo.
Amelia corrió hasta mí y me ayudó a ponerme de pie. Mi bicicleta estaba a unos pocos metros; la rueda delantera giraba alegremente.
—¡Qué invento maravilloso! —grité, lleno de entusiasmo—.
¡Ahora corramos una verdadera carrera!
—Bien —convino Amelia—. ¡Primero hacia los estanques!
Recuperé mi bicicleta, y ella corrió hacia la suya. En pocos minutos los dos estábamos sentados en las bicicletas, corriendo con una velocidad espectacular hacia la cima de la colina. Esta vez, la carrera fue más pareja, y al bajar por la pendiente hacia los lejanos estanques nos mantuvimos uno al lado del otro. El viento me golpeaba la cara y no tardé mucho en sentir que me arrancaba el sombrero. El de Amelia se iba para atrás, pero quedaba sujeto a su cuello por una cinta.
Al llegar a los estanques, pasamos a gran velocidad junto a la niñera y los dos niños, que se quedaron mirándonos atónitos. Riéndonos a carcajadas, rodeamos el mayor de los dos estanques, luego retiramos las tiras de mica y pedaleamos hacia los árboles a velocidad moderada.
Cuando nos bajábamos de las bicicletas, pregunté:
—¿Qué es, Amelia? ¿Cómo trabaja?
Me había quedado sin aliento, aunque la energía consumida en realidad había sido mínima.
—Está aquí —respondió Amelia.
Con un movimiento giratorio, sacó la empuñadura de goma, dejando así al descubierto el tubo de acero del manubrio. Sostuvo este último de manera que yo pudiera ver dentro de él... y allí, depositado en su interior, había un poco del material cristalino que había visto en la máquina voladora.
—Hay un cable que corre por el bastidor —explicó Amelia— y está conectado a la rueda. Dentro de la maza de la rueda hay un poco más de ese producto.
—¿Qué es esta sustancia cristalina? —pregunté—. ¿De qué está hecha?
—Eso no lo sé. Conozco alguno de los materiales que la componen, puesto que tuve que pedirlos, pero no estoy segura de cómo se combinan para lograr el efecto.
Agregó que Sir William había diseñado la bicicleta modificada cuando el deporte se hizo popular algunos años antes. Su idea había sido ayudar a las personas débiles o mayores cuando se toparan con una pendiente.
—¿Te das cuenta de que tan sólo este invento proporcionaría a Sir William una fortuna?
—A él no le interesa el dinero.
—No, pero piensa en el beneficio público que significaría. Una máquina así podría transformar la industria del transporte.
Amelia sacudía la cabeza.
—No comprendes a Sir William. Estoy segura de que pensó en sacar una patente por esto, pero creo que le pareció mejor que nadie conociera su invento. Andar en bicicleta es un deporte, practicado en su mayor parte por los jóvenes, y con el fin de tomar aire fresco y hacer ejercicio. Como has visto, no requiere ningún esfuerzo andar en bicicleta de esta manera.
—Sí, pero habría otros usos.
—Sin duda, y por eso digo que no comprendes a Sir William, ni cabría esperar que lo hicieras. Es un hombre de inteligencia inquieta, y tan pronto ha terminado un invento se dedica a uno nuevo. Adaptó las bicicletas antes de construir su carruaje sin caballos, y eso fue antes de la máquina voladora.
—¿Ya ha abandonado la máquina voladora por un nuevo proyecto? —dije.
—Sí.
—¿Puedo preguntar qué será?
Amelia respondió:
—Pronto conocerás a Sir William en persona. Tal vez él mismo te lo diga.
Reflexioné sobre esto un instante y dije:
—Dices que a veces no es nada comunicativo. Quién sabe si me lo dirá.
De nuevo estábamos sentados uno cerca del otro, bajo un árbol.
—Entonces —contestó Amelia— podrás preguntarme otra vez, Edward.