Capítulo 9 NUESTRAS EXPLORACIONES

I

Durante las semanas que siguieron, Amelia y yo exploramos la ciudad marciana tan a fondo como pudimos. Nos estorbaba el hecho de que por fuerza teníamos que movilizarnos a pie, pero vimos tanto como nos fue posible, y pronto pudimos hacer cálculos razonables con respecto a su tamaño, cuántos habitantes albergaba, dónde estaban situados los principales edificios, y demás. Al mismo tiempo tratamos de averiguar lo que se pudiera sobre los marcianos y cómo vivían; sin embargo, a decir verdad, no logramos descubrir mucho en este aspecto.

Luego de pasar dos noches en el primer dormitorio que encontramos, nos mudamos a otro edificio mucho más cerca del centro de la ciudad y convenientemente situado junto a un comedor. Este dormitorio tampoco estaba habitado, pero los anteriores ocupantes habían dejado allí muchas pertenencias, y nos fue posible vivir con bastante comodidad. Las hamacas habrían sido insoportables por lo duras en la Tierra —ya que el material con que estaban hechas era áspero y rígido— pero con la ligera gravedad de Marte eran perfectas y adecuadas. Como mantas usábamos unas bolsas largas, semejantes a almohadas, rellenas con un compuesto suave, como las colchas que se usan en algunos países de Europa.

También encontramos ropa abandonada por los anteriores ocupantes, y nos pusimos esas prendas parduscas sobre nuestra propia ropa. Como era natural, nos quedaban un poco grandes, pero al caer sueltas sobre nuestra ropa, hacían que nuestros cuerpos parecieran más voluminosos, y por lo tanto nos resultaba más fácil pasar por marcianos.

Amelia se recogió el cabello en un apretado rodete —peinado parecido al que preferían las mujeres de Marte— y yo me dejé crecer la barba; cada cuatro o cinco días, Amelia la recortaba con sus tijeras de uñas, para darle el aspecto cuidado que tenía la de los marcianos.

En aquel momento, todo esto nos parecía un asunto prioritario; nos dábamos cuenta de que no éramos como los marcíanos. En este aspecto, nuestros dos días en el desierto nos habían dado una ventaja inesperada: nuestros rostros quemados por el sol, tenían un color aproximado al de la piel de los marcianos. Como los días pasaban y el tinte comenzaba a desaparecer, regresamos un día al desierto más allá de la ciudad, y en unas horas bajo ese sol implacable recuperamos el color por el momento.

Pero esto es adelantar mi narración, pues para relatar cómo sobrevivimos en esa ciudad, primero tengo que describir el lugar en sí.

II

A los pocos días de nuestra llegada, Amelia puso a nuestro nuevo hogar el nombre de Ciudad Desolación, por razones que deberían ser ya evidentes.

La Ciudad Desolación estaba situada en la intersección de dos canales. El primero de ellos, junto a cuyas márgenes habíamos llegado al principio, corría directamente de Norte a Sur. El segundo venía del Noroeste, y luego de la confluencia —donde había un complicado sistema de esclusas— continuaba hacia el Sudeste. La ciudad estaba construida en el ángulo obtuso que formaban ambos canales, y a lo largo de sus orillas Norte y Sur había varios muelles.

Según el cálculo más aproximado que pudimos hacer, la ciudad cubría unos veinticinco kilómetros cuadrados, pero una comparación con ciudades terrestres basada en esto es engañosa, pues la Ciudad Desolación era casi por completo circular. Más aún, los marcianos habían tenido la ingeniosa idea de separar la zona industrial de la zona residencial de la ciudad, pues los edificios estaban diseñados para satisfacer las necesidades cotidianas de los habitantes, mientras la labor fabril se realizaba en las zonas industriales más allá de los límites de la ciudad.

Había dos complejos industriales: el mayor, que habíamos visto desde el tren, se extendía hacia el Norte, y el menor, junto al canal, hacia el Sudeste.

En lo que a población residente se refiere, la Ciudad Desolación era muy pequeña en verdad, y había sido esta característica la que había inducido a Amelia a ponerle ese nombre.

El hecho de que habían construido la ciudad para albergar a muchos miles de habitantes era bastante obvio, puesto que había muchos edificios y pocos espacios abiertos; también parecía que sólo una fracción de la ciudad estaba ocupada en el presente, y había varias zonas abandonadas. En estas secciones los edificios estaban en pésimo estado y las calles cubiertas de mampostería y vigas oxidadas.

Descubrimos que sólo las partes habitadas de la ciudad tenían iluminación, pues, cuando explorábamos la ciudad de día, a menudo encontramos áreas abandonadas, donde no había ninguna torre. Nunca nos aventuramos en estas secciones por la noche, pues aparte de ser oscuras y amenazadoras por lo solitarias, estaban patrulladas por veloces vehículos que recorrían las calles con una sirena ululante y un haz de luz en constante exploración.

Este siniestro patrullaje de la ciudad fue la primera indicación de que los marcianos se habían impuesto a sí mismos un régimen de represión draconiana.

Con frecuencia reflexionábamos sobre las causas que determinaban tan poca población. Al principio supusimos que la escasez de personas era tan sólo aparente, y se debía a la muy prodigiosa cantidad de esfuerzo que se volcaba en los procesos industriales. De día podíamos ver las zonas industriales más allá del perímetro de la ciudad, arrojando un denso humo por cientos de chimeneas, y de noche, veíamos las mismas zonas brillantemente iluminadas pues el trabajo continuaba; por ello pensamos que la mayoría de los habitantes de la ciudad estaba trabajando, cumpliendo con su labor las veinticuatro horas del día mediante turnos. No obstante, a medida que nos acostumbramos a vivir en la ciudad, comprobamos que no muchos de los marcianos de la clase gobernante salían alguna vez de sus confines, y que, por lo tanto, la mayoría de los trabajadores industriales debían ser esclavos.

He dicho que la ciudad era circular. Descubrimos esto por accidente y al cabo de un período de varios días, y lo confirmamos más tarde subiendo a uno de los edificios más altos de la ciudad.

Nuestro primer descubrimiento surgió así. Al segundo o tercer día completo de nuestra llegada a la Ciudad Desolación, Amelia y yo caminábamos hacia el Norte, con la intención de ver si podíamos cruzar los dos kilómetros más o menos de desierto que había entre nosotros y el más grande de los complejos industriales.

Llegamos a una calle que llevaba directamente hacia el Norte y parecía terminar en el desierto. Esta calle se encontraba en una de las áreas habitadas de la ciudad, y las torres de vigilancia abundaban. Noté, a medida que nos acercábamos, que la torre más cercana al desierto había dejado de girar hacia ambos lados, y se lo comenté a Amelia. Meditamos durante unos instantes sobre si continuar o no, pero Amelia dijo que no veía ningún mal en ello.

De todos modos al pasar junto a la torre se hizo evidente que el hombre o los hombres que se hallaban en su interior estaban haciendo girar la plataforma de observación para mirarnos, y la oscura ventana ovalada que estaba en el frente seguía en silencio nuestro avance. No se tomó ninguna medida en contra nuestra, de modo que continuamos, pero con una sensación inequívoca da temor.

Tan preocupados estábamos por esta vigilancia silenciosa que nos topamos de pronto con el verdadero perímetro de la ciudad; se trataba de una pared invisible, o casi invisible, que se extendía de un extremo a otro del camino. Como era natural, pensamos al principio que la substancia era vidrio, pero en este caso no podía ser así. En realidad, tampoco era ningún otro tipo de material que conociéramos. Lo más que pudimos conjeturar fue que se trataba de algún tipo de campo de energía producido mediante electricidad. Era, sin embargo inerte por completo, y bajo la mirada vigilante de la torre, hicimos algunos intentos rudimentarios para atravesarla. Todo lo que pudimos sentir fue la barrera invisible e impermeable, fría al tacto.

Vencidos, nos volvimos sobre nuestros pasos.

En una ocasión posterior, caminamos a través de una de las secciones vacías de la ciudad, y descubrimos que allí también estaba la pared. Pronto nos dimos cuenta que la pared se extendía todo alrededor de la ciudad, y no sólo atravesaba las calles sino quetambién pasaba detrás de los edificios.

Más tarde, por el aspecto del techo, comprendimos que muy pocos, si acaso algunos de los edificios estaban fuera de este círculo.

Fue Amelia la primera que propuso una solución, al relacionar este fenómeno con aquel otro indudable de que la densidad del aire y la temperatura en general de la ciudad eran mayores que afuera. Amelia sugirió que la barrera invisible no era sólo una pared sino una semiesfera que cubría toda la ciudad. Debajo de ella, según Amelia, la presión del aire se podía mantener a un nivel aceptable, y el efecto del sol al atravesarla sería semejante al de un invernadero.

III

La Ciudad Desolación no era, sin embargo, una prisión. Abandonarla era tan fácil como lo había sido para nosotros entrar la primera vez. Durante nuestros viajes de exploración encontramos varios lugares donde era posible cruzar una abertura artificial en la pared y entrar en la atmósfera enrarecida del desierto.

Una de estas aberturas era la serie de puertas y corredores de la terminal del ferrocarril; había otras similares en los muelles construidos sobre los canales, y algunas de ellas eran enormes estructuras a través de las cuales se podía introducir en la ciudad materiales del exterior. Varias de las calles principales que llevaban a las zonas industriales, tenían edificios de tránsito por donde se podía cruzar con libertad.

Lo más interesante de todo, no obstante, era el hecho de que los vehículos de la ciudad podían atravesar la pared directamente sin vacilación ni pérdida perceptible en la atmósfera artificial. Presenciamos estos pasajes muchas veces.

Ahora debo dirigir la atención de este relato hacia la naturaleza de tales vehículos, pues de las muchas maravillas que Amelia y yo vimos en Martes, éstas figuraban entre las más sorprendentes.

La diferencia fundamental residía en el hecho de que, al contrario de los ingenieros terrestres, los inventores marcianos habían prescindido por completo de la rueda. Al ver la eficiencia de los vehículos marcianos, me vi forzado a preguntarme, de hecho, hasta qué punto estaban atrasados los inventos terrestres en este campo ¡debido a la obsesión con la rueda! Más aún, los únicos vehículos con ruedas que vi en Marte eran las carretillas que usaban los esclavos; ¡esto indica lo inferiores que consideraban los marcianos tales métodos!

El primer vehículo marciano que vimos (sin contar el tren en el que habíamos llegado, aunque supusimos que éste tampoco tenía ruedas) fue aquel que corría por las calles esa primera noche aciaga en la Ciudad Desolación. El segundo lo vimos a la mañana del día siguiente; ése también se movía con tal rapidez que nos dejó una confusa impresión de velocidad y ruido. Más tarde sin embargo, vimos uno que se desplazaba más despacio, y después observamos varios detenidos.

Decir que los vehículos marcianos caminaban sería inexacto, aunque no se me ocurre ningún verbo que se acerque más. Debajo del cuerpo principal (el cual de acuerdo con su función, estaba diseñado en una forma más o menos convencional para nosotros) había hileras de patas metálicas largas o cortas, según el uso que se le daba al vehículo. Estas patas estaban dispuestas en grupos de tres, conectadas por un mecanismo de transmisión al cuerpo principal y accionadas desde el interior por medio de alguna fuente de energía oculta.

El movimiento de estas patas era a la vez de una rigidez mecánica y una curiosa naturalidad: en cada momento sólo una de las tres patas de cada grupo estaba en contacto con el suelo. Avanzaban con un movimiento ondulatorio, casi peristáltico, primero las dos patas levantadas se extendían hacia adelante para recibir el peso, luego se levantaba y extendía hacia adelante la tercera.

El vehículo más grande que vimos de cerca fue un transporte de carga, con dos hileras paralelas de dieciséis grupos de patas. Las máquinas más pequeñas, que se usaban para patrullar la ciudad, tenían dos hileras de tres grupos.

Cada pata, examinada de cerca, estaba formada por varias docenas de discos fabricados con cuidado, balanceados uno arriba del otro como una columna de peniques, y sin embargo activados de alguna manera por medio de una corriente eléctrica. Como cada una de las patas estaba encerrada en una envoltura trasparente, era posible ver el mecanismo en funcionamiento, pero cómo se controlaba cada movimiento no sabíamos. De cualquier modo, la eficiencia de estos vehículos quedaba fuera de duda: con frecuencia veíamos vehículos de vigilancia desplazándose por las calles a una velocidad que superaba en gran escala la de cualquier vehículo tirado por caballos.

IV

Tal vez más intrigantes para nosotros que el diseño de estos vehículos eran los hombres que los conducían.

Era evidente que en el interior de estas máquinas había hombres, pues en numerosas ocasiones habíamos visto a marcianos corrientes hablando con el conductor u otros ocupantes, y recibiendo respuestas habladas a través de un enrejado de metal colocado en el costado del vehículo. Lo que también estaba muy claro era que los conductores disfrutaban de una extraordinaria autoridad, pues cuando los marcianos se dirigían a ellos en la calle, adoptaban una actitud acobardada o respetuosa, y hablaban en tonos sumisos. No obstante, en ningún momento vimos a los conductores, pues los vehículos estaban cerrados por completo —por lo menos el compartimiento del conductor lo estaba— con sólo un panel de vidrio negro, colocado en el frente, detrás del cual era de suponerse que estaba de pie o sentado el conductor. Como estas ventanas eran similares a las que veíamos en cada torre, pensamos que las operaba el mismo grupo de personas.

Tampoco eran todos los vehículos tan prosaicos como los he hecho aparecer.

Al estar, como estábamos, frente a una multitud de espectáculos extraños, Amelia y yo tratábamos todo el tiempo de encontrar paralelos terrestres con respecto a lo que veíamos. Es posible, por lo tanto, que muchas de las suposiciones que hicimos en ese momento fueran incorrectas. Podíamos conjeturar con cierta seguridad que los vehículos que tomábamos por transportes de carga eran eso sin duda, puesto que los vimos cumpliendo funciones similares a las que conocíamos en la Tierra. Sin embargo, era imposible encontrar equivalentes terrestres para algunas de las máquinas.

Así sucedía con una máquina que los marcianos usaban en relación con las torres de vigilancia.

Directamente afuera del dormitorio que ocupábamos había una torre que podíamos ver desde nuestras hamacas. Después de vivir allí unos ocho días, Amelia comentó que parecía haber algún inconveniente con ella, pues su plataforma de observación había dejado de girar a uno y otro lado. Esa noche vimos que su reflector no estaba encendido.

Al día siguiente, uno de los vehículos se detuvo junto a la torre, y allí tuvo lugar un trabajo de reparación que sólo puedo describir como fantástico.

En ocasiones habíamos visto vehículos como la máquina en cuestión por la ciudad: una estructura larga y baja que era al parecer una masa de tubos brillantes, amontonados en desorden, sobre la plataforma de patas articuladas. Cuando el vehículo se detuvo junto a la torre, esta confusión de metal se levantó, y descubrió que poseía cinco patas peristálticas, y los apéndices restantes eran una veintena o algo más de tentáculos.

Descendió de la plataforma del vehículo, con los brazos articulados rechinando, luego caminó la corta distancia que faltaba para llegar a la base de la torre con un movimiento notablemente parecido al de una araña. Tanto Amelia como yo miramos tratando de averiguar cómo era que conducían esa cosa, pero parecía que o bien esa máquina monstruosa tenía inteligencia propia, o bien la controlaba en alguna forma increíble el conductor del vehículo, pues estaba claro que no había nadie cerca de ella. Cuando llegó a la base de la torre, uno de sus tentáculos hizo contacto con una placa de metal levantada que había en uno de los pilares, y al instante la plataforma de observación comenzó a descender. Al parecer sólo podía descender por sí misma hasta una cierta altura, puesto que cuando estaba a unos seis metros del suelo, el aparato de los tentáculos sujetó las patas de la torre en un abrazo horrible, y empezó a trepar lentamente, como una araña que subiera por un hilo de su tela.

Cuando alcanzó la plataforma de observación se colocó en posición, aferrándose con las patas, y con los tentáculos buscó a través de una cantidad de pequeñas aberturas, tratando de encontrar al parecer las partes del mecanismo que se habían descompuesto.

Amelia y yo contemplamos toda la operación, sin ser vistos, desde el interior del edificio. Desde la llegada del vehículo hasta su eventual partida, sólo pasaron doce minutos, y para cuando el monstruo de hierro volvió a su lugar en la parte posterior del vehículo, la plataforma de observación había subido a su altura anterior, y giraba hacia ambos lados como de costumbre.

V

Hasta ahora, no he mencionado mucho sobre nuestro diario sobrevivir en esta desolada ciudad, ni tampoco lo haré por el momento. Nuestras preocupaciones eran muchas y muy grandes, y en cierto modo, más importantes que lo que veíamos a nuestro alrededor. Antes de referirme a esto, tengo que establecer primero el contexto. Todos somos criaturas de nuestro medio, y en muchas formas sutiles e inquietantes, Amelia y yo nos estábamos volviendo un poco marcianos. La desolación que nos rodeaba se estaba colando en nuestras almas.

VI

Mientras recorríamos la ciudad una pregunta permanecía sin respuesta, y ésa era: ¿En qué ocupaba su tiempo el marciano corriente?

Ahora comprendíamos un poco de las ramificaciones sociales en Marte. En efecto, esto quiere decir que el estrato social más bajo lo constituían los esclavos, quienes estaban obligados a realizar todas las tareas manuales y degradantes que necesita cualquier sociedad civilizada. Luego venían los marcianos de la ciudad, que tenían autoridad para supervisar a los esclavos. Por encima de ellos estaban los hombres que conducían los vehículos con patas y, según suponíamos, operaban los demás aparatos mecánicos que veíamos.

Los marcianos de la ciudad eran quienes más nos interesaban, puesto que entre ellos vivíamos. Sin embargo, no todos tenían una ocupación. Por ejemplo, hacían falta relativamente pocos hombres para supervisar a los esclavos (a menudo veíamos sólo uno o dos capaces de controlar a varios cientos de esclavos, armados solamente con los látigos eléctricos), y aunque los vehículos eran numerosos, en la ciudad siempre había gran cantidad de personas al parecer ociosas.

Durante nuestros paseos, Amelia y yo observamos que el tiempo era una carga para estas personas. Era evidente que el jolgorio nocturno se debía a dos factores: parte era para aplacar la amargura sin fin, y parte para expresar el aburrimiento. Con frecuencia veíamos disputas, y hubo varias peleas, aunque éstas se terminaban al instante cuando aparecía uno de los vehículos. Muchas mujeres parecían estar embarazadas; otra indicación de que los habitantes no tenían mucho en que ocupar su mente o sus energías. A mediodía, cuando el sol se hallaba en lo alto (habíamos llegado a la conclusión de que la ciudad debía estar situada casi exactamente sobre el ecuador marciano), el pavimento de las calles estaba cubierto con los cuerpos de hombres y mujeresque descansaban al calor del sol.

Una explicación para ese aparente ocio podría ser que algunos trabajaban en el complejo industrial cercano, y que los marcianos que veíamos en la ciudad tenían algún tipo de licencia.

Como ambos sentíamos curiosidad por las zonas industriales, y queríamos descubrir, si nos era posible, cuál era la naturaleza de la intensa actividad que tenía lugar allí, un día, unas dos semanas después de nuestra llegada, Amelia y yo decidimos abandonar la ciudad y explorar el más pequeño de los dos complejos. Ya habíamos visto un camino que llevaba hacia allí, y aunque la mayor parte del tránsito la componían vehículos para el transporte de cargas, se podía ver a varias personas, tanto esclavos como de la ciudad, caminando por allí. Decidimos por lo tanto que no llamaríamos la atención si íbamos nosotros también.

Abandonamos la ciudad a través de un sistema de corredores acondicionados, y salimos al aire libre. De inmediato nuestros pulmones comenzaron a trabajar en la atmósfera poco densa, y ambos comentamos lo riguroso del clima: el aire frío y enrarecido, y el sol intenso y abrasador.

Caminamos despacio, sabiendo por experiencia cómo nos debilitaba el ejercicio en este clima, y por ello después de media hora apenas habíamos cubierto alrededor de un cuarto o poco más de la distancia que nos separaba del complejo industrial. Sin embargo, ya podíamos percibir los vahos y el humo que arrojaban las fábricas aunque no se oía nada del estrépito que asociábamos con tales actividades.

Durante un descanso, Amelia puso su mano en mi brazo y señaló hacia el Sur.

—¿Qué es eso, Edward? —dijo.

Miré en la dirección que había indicado.

Habíamos caminado casi directamente hacia el Sudeste, hacia la zona industrial, siguiendo el canal, pero del otro lado del agua, bien lejos de las fábricas, estaba lo que a primera vista parecía ser una enorme cañería. Sin embargo, no estaba al parecer conectada con nada, y en realidad podíamos ver que tenía un extremo abierto.

No podíamos ver la continuación del caño, pues llegaba detrás de los edificios del complejo. Un aparato como éste no habría atraído de ordinario nuestra atención, pero lo notable era la intensa actividad que se desarrollaba alrededor del extremo abierto. El caño estaba a dos kilómetros quizá de donde nos encontrábamos nosotros, pero a través del aire diáfano, podíamos ver con claridad los cientos de trabajadores que hormigueaban en el lugar.

Habíamos convenido en descansar quince minutos, tan desacostumbrados estábamos al aire enrarecido, y cuando luego avanzamos, no pudimos evitar mirar con frecuencia en aquella dirección.

—¿Podría ser algún tipo de conducto para irrigación? —dije al rato, después de notar que el tubo corría de Este a Oeste, entre los dos canales divergentes.

—¿Con semejante diámetro?

Tuve que admitir que esta explicación era poco probable, porque podíamos ver lo pequeño que parecían los hombres junto al tubo. Un cálculo razonable del diámetro interno del caño sería de unos seis metros, y además el metal del tubo tenía un espesor de unos dos o tres metros.

Decidimos ver de cerca aquella extraña construcción, y por lo tanto dejamos el camino, y nos dirigimos hacia el Sur a través de las rocas irregulares y la arena del desierto. No había puentes que cruzaran el canal a esta altura, de modo que no podíamos ir más allá de la orilla, pero eso estaba lo bastante cerca como para permitirnos una vista ininterrumpida.

El largo total del tubo resultó ser de alrededor de dos kilómetros. Ahora que estábamos más cerca, podíamos ver el extremo opuesto, que se encontraba suspendido sobre un pequeño lago. Este último parecía ser artificial, pues sus orillas eran rectas y estaban reforzadas, y el agua se extendía debajo del tubo casi hasta la mitad de su largo.

Sobre el borde mismo del lago, habían construido dos edificios uno al lado del otro, y el tubo pasaba entre ambos.

Nos sentamos a la orilla del canal, a observar lo que sucedía.

En ese momento muchos de los hombres que se hallaban junto al extremo más cercano del tubo estaban concentrados tratando de extraer de allí un enorme vehículo que había emergido del interior. Lo estaban guiando hacia afuera del tubo y por una rampa hacia el suelo del desierto. Alguna dificultad debía haber surgido, porque estaban llevando más hombres para ayudar.

Media hora después habían conseguido sacar el vehículo, y lo movieron hacia el costado a cierta distancia. Mientras tanto, los hombres que habían estado trabajando junto al extremo del tubo se dispersaban.

Pasaron unos pocos minutos más y luego señalé de pronto hacia allí.

—¡Mira, Amelia! —dije—. ¡Se está moviendo! El extremo del tubo que estaba más cerca de nosotros se levantaba del suelo. Al mismo tiempo el otro extremo se hundía lentamente en el lago. Los edificios que estaban al borde del lago eran los instrumentos que permitían este movimiento, pues no sólo actuaban como pivote para el tubo, sino que también se oía un gran estruendo de máquinas en su interior, y de varias aberturas escapaba un humo verde.

Levantar el tubo llevó sólo un minuto más o menos, pues a pesar de su tamaño se movía con suavidad y precisión.

Cuando el tubo había subido hasta formar un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, el estrépito de las máquinas cesó y las últimas trazas de humo verde se alejaron. Era cerca del mediodía y el sol estaba en lo alto.

¡En esta nueva posición, el tubo había tomado la apariencia inequívoca de un gran cañón apuntado hacia el cielo!

Las aguas del lago se quedaron inmóviles, los hombres que habían estado trabajando se habían refugiado en una serie de edificios construidos de poca altura sobre el terreno. Sin saber lo que estaba por ocurrir Amelia y yo permanecimos en nuestros lugares.

La primera indicación de que iban a disparar el cañón fue una erupción de agua blanquecina que agitó la superficie del lago. Un momento después sentimos un profundo temblor en el mismo suelo donde estábamos sentados, y delante de nosotros, las aguas del canal se estremecieron con un millón de pequeñas ondas.

Me acerqué a Amelia, puse mis brazos alrededor de sus hombros y la empujé de costado al suelo. Amelia cayó torpemente, pero me arrojé sobre ella, cubrí su cara con mi hombro y protegí su cabeza con mis brazos. Podíamos sentir las sacudidas del terreno, como si un terremoto estuviera a punto de desatarse, y luego vino un estruendo, como los más profundos rugidos en el corazón de una nube de tormenta.

La violencia de este hecho creció con rapidez hasta alcanzar el máximo, y luego cesó tan abruptamente como había empezado. En ese mismo momento, oímos una explosión aguda y prolongada, rugiendo como si mil silbatos soplaran en nuestro oído. Este sonido comenzó en su frecuencia más alta, y luego se desvaneció con rapidez.

Cuando el estrépito desapareció, nos sentamos y miramos a través del canal hacia el cañón.

Del proyectil —en caso de que lo hubiera— no quedaban rastros, pero salía de la boca del cañón una de las nubes de vapor más grandes que yo haya visto en mi vida. Era de un blanco brillante y se abría en forma casi esférica sobre la boca del cañón creciendo constantemente con la cantidad de vapor que seguía saliendo del tubo. En menos de un minuto, el vapor había tapado el sol, y de inmediato sentimos mucho más frío. La sombra se extendía sobre casi toda la superficie que podíamos ver desde nuestro puesto de observación, y como estábamos casi directamente debajo de la nube, no podíamos calcular su profundidad, la cual era considerable tal como lo demostraba la oscuridad de su sombra.

Nos pusimos de pie. Ya bajaban el cañón una vez más, y las máquinas de los edificios que actuaban como pivotes rugían. Los esclavos y sus supervisores salían de sus refugios.

Nos encaminamos de vuelta hacia la ciudad, y caminamos tan rápido como pudimos hacia sus relativas comodidades. En el momento en que el sol había quedado oculto la aparente temperatura a nuestro alrededor había descendido muy por debajo del punto de congelación. No nos sorprendió mucho, por lo tanto, cuando algunos minutos más tarde vimos caer en torno a nosotros los primeros copos de nieve, y a medida que el tiempo pasaba la ligera lluvia se convirtió en una densa y enceguecedora tormenta de nieve.

Miramos hacia arriba sólo una vez, y vimos que la nube de donde caía la nieve —¡la propia nube que saliera del cañón!— cubría ahora casi todo el cielo.

Casi no encontramos la entrada a la ciudad, tan profunda estaba la nieve cuando llegamos. Aquí también vimos por primera vez la forma de cúpula del escudo invisible que protegía la ciudad, pues una espesa capa de nieve lo cubría.

Algunas horas después, hubo otra sacudida, y luego otra. En total hubo doce, repetidas a intervalos de cinco o seis horas. El sol, cuando sus rayos podían atravesar las nubes, derretía con rapidez la nieve que estaba sobre la cúpula de la ciudad, pero en su mayor parte aquellos días en la Ciudad Desolación fueron oscuros y aterradores, y no éramos los únicos que pensábamos así.

VII

He ahí algunos de los misterios que vimos en la ciudad marciana. Al describirlos he tenido por necesidad que representarnos, a Amelia y a mí mismo, como turistas curiosos y objetivos, asomándonos maravillados como cualquier viajero en tierra extraña lo haría. Sin embargo, aunque nos interesaba sobremanera lo que veíamos, esta aparente objetividad distaba mucho de existir, pues nos preocupaba nuestra situación.

Había un tema sobre el que rara vez hablábamos, excepto en forma indirecta; esto no se debía a que no pensáramos en ello, sino a que ambos sabíamos que si lo mencionábamos no podríamos decir nada optimista al respecto. Dicho tema era la abierta imposibilidad de que alguna vez lográramos regresar a la Tierra.

De todos modos estaba presente en el corazón de nuestras acciones y pensamientos, pues sabíamos que no podríamos continuar así para siempre, pero planear el resto de nuestras vidas en la Ciudad Desolación habría sido aceptar tácitamente nuestro destino.

Lo más cerca que cualquiera de los dos estuvo de enfrentar el problema directamente fue el día que vimos por primera vez el gran adelanto de la ciencia marciana.

Pensé que en una sociedad tan moderna como ésta no nos sería difícil obtener los materiales que necesitáramos, y propuse:

—Tenemos que encontrar algún lugar donde podamos establecer un laboratorio.

Amelia me miró intrigada.

—¿Piensas dedicarte a la ciencia? —dijo.

—Creo que debemos tratar de construir otra máquina del tiempo.

—¿Tienes alguna idea de cómo funcionaba la anterior?

Sacudí la cabeza negando.

—Esperaba que tú, como asistente de Sir William, lo supieras.

—Querido —dijo Amelia, y por un momento tomó mi mano con cariño entre las suyas—, sé tan poco como tú.

Todo había quedado ahí. Yo había tenido esa remota esperanza hasta entonces, pero conocía a Amelia lo bastante bien como para comprender que su respuesta implicaba mucho más que las palabras en sí. Me di cuenta de que ella misma ya había considerado la idea, y llegado a la conclusión de que no teníamos posibilidad alguna de duplicar el trabajo de Sir William.

De este modo, sin más comentarios sobre nuestras perspectivas, vivíamos día tras día, sabiendo cada uno que regresar a la Tierra era imposible. Algún día tendríamos que afrontar nuestra situación, pero hasta entonces simplemente posponíamos el momento.

Si bien no teníamos paz de espíritu, podíamos satisfacer nuestras necesidades corporales en forma adecuada.

Nuestros dos días en el desierto no habían causado al parecer daños perdurables, aunque yo había contraído un resfrío de sol en algún momento. Ninguno de los dos retuvo aquella primera comida, y a la noche siguiente ambos nos sentimos desagradablemente indispuestos. Desde ese momento nos servíamos pequeñas cantidades de comida. Había tres comedores a corta distancia de nuestro dormitorio, y alternábamos entre ellos.

Como ya he mencionado, disponíamos de un dormitorio sólo para nosotros. Las hamacas eran lo bastante grandes como para dos personas, así que, como recordaba lo que había pasado antes entre nosotros, sugerí con un poco de anhelo que disfrutaríamos de más calor si compartíamos una hamaca.

—Ya no estamos en el desierto, Edward —repuso Amelia, y de allí en adelante dormimos separados.

Me sentí un poco herido ante su respuesta, porque aunque mis intenciones hacia ella todavía estaban dentro del pudor y el decoro, tenía sobrados motivos para creer que ya no éramos del todo extraños. Pero estaba dispuesto a cumplir con sus deseos.

Durante el día nuestra conducta era íntima y amistosa. Amelia solía caminar tomada de mi mano o de mi brazo, y de noche acostumbrábamos intercambiar un casto beso antes de que yo me volviera y ella pudiera desvestirse. En esos momentos mis deseos no se caracterizaban por el pudor ni el decoro, y, aunque no correspondía, a menudo sentí la tentación de proponerle matrimonio de nuevo. No correspondía en verdad porque ¿en qué lugar de Marte podríamos encontrar una iglesia? Este problema también tuve que hacerlo a un lado hasta que pudiéramos aceptar nuestro destino.

En general, nuestro mundo pesaba más en nuestros pensamientos. Por mi parte pasaba muchas horas pensando en mis padres, y en el hecho de que no los volvería a ver. También se me ocurrían trivialidades. Una de ellas era la irresistible certeza de haber dejado encendida la lámpara de mi habitación en casa de Mrs. Tait. Había estado tan entusiasmado aquella mañana de domingo cuando partí para Richmond, que no recordaba haber apagado la llama antes de salir. Con una seguridad irritante recordaba haberla encendido después de levantarme... ¿pero la habría dejado encendida? No me servía de consuelo pensar que ahora, ocho o nueve años más tarde, no tenía importancia. Pero la duda seguía molestándome y no me abandonaba.

Amelia también parecía preocupada, aunque se reservaba sus pensamientos para sí. Se esforzaba por no parecer introvertida y adoptaba un interés alegre y vivaz por lo que veíamos en la ciudad, había largos períodos durante los cuales ambos permanecíamos en silencio, lo que de por sí era significativo. Un indicio que mostraba hasta qué punto estaba perturbada era el hecho de que a veces hablaba en sueños; gran parte de lo que decía era incoherente, pero en algunas ocasiones mencionaba mi nombre, y en otras el de Sir William. Una vez encontré la forma de preguntarle, con tacto, sobre sus sueños, pero dijo no recordarlos.

VIII

A los pocos días de nuestra llegada a la ciudad, Amelia se propuso aprender el idioma marciano. Siempre había tenido, decía, facilidad para los idiomas, y, a pesar de que no contaba ni con un diccionario ni con un libro de gramática, se sentía optimista. Había, según ella, situaciones básicas que podía identificar, y luego de escuchar las palabras que las acompañaban, podía establecer un vocabulario primitivo, el cual sería de gran utilidad para nosotros, pues nos veíamos en extremo limitados por el silencio a que estábamos obligados.

Su primera tarea fue tratar de interpretar el lenguaje escrito, basándose en los letreros que habíamos visto dispersos en la ciudad.

Dichos letreros eran muy pocos. Había algunos en cada una de las entradas a la ciudad, y uno o dos de los vehículos tenían inscripciones. Aquí Amelia se encontró con su primera dificultad, porque hasta donde ella podía distinguir no se repetía ningún signo jamás. Más aún, parecía haber más de un tipo de escritura en uso, y Amelia no pudo siquiera determinar una o dos letras del alfabeto marciano.

Cuando volvió su atención a la palabra oral, sus problemas se multiplicaron.

La mayor dificultad en este aspecto era que había al parecer múltiples tonos de voz. Dejando totalmente de lado el hecho de que las cuerdas vocales de los marcianos producían voces más agudas que las habituales en la Tierra (y tanto Amelia como yo tratamos en privado de reproducir el sonido, con resultados cómicos), parecía haber una infinidad de sutiles variaciones de tono.

A veces oíamos una voz marciana que sonaba dura, con un dejo de lo que en la Tierra llamaríamos desprecio, y que la hacía desagradable; otras veces la voz que oíamos era suave y musical en comparación. Algunos marcianos producían al hablar complejos sonidos sibilantes; otros, prolongados sonidos vocálicos y marcadas consonantes explosivas.

Además, todo se complicaba por el hecho de que los marcianos parecían acompañar su conversación con elaborados movimientos de la cabeza y las manos, y también se dirigían a algunos marcianos con determinado tono de voz y a otros con uno diferente.

Asimismo los esclavos parecían tener un dialecto propio. Después de tratar durante varios días, Amelia llegó a la conclusión de que la complejidad del idioma (o los idiomas) quedaba fuera de su capacidad. Aun así, hasta los últimos días que estuvimos juntos en la Ciudad Desolación, Amelia continuó tratando de identificar sonidos individuales, y yo admiré mucho su perseverancia.

Había, sin embargo, un sonido vocálico cuyo significado era inconfundible. Era común a todas las razas de la Tierra, y tenía la misma acepción en Marte. Se trataba del grito de terror, y habríamos de oírlo con mucha frecuencia.

IX

Hacía catorce días que estábamos en la Ciudad Desolación, cuando se desató la epidemia. Al principio no nos dimos cuenta de que algo sucedía, aunque notamos algunas de las primeras consecuencias sin comprender la causa. Específicamente hablando, una noche nos pareció que había muchos menos marcianos en el comedor, pero tan acostumbrados estábamos a los sucesos extraños en este mundo que ninguno de los dos lo atribuyo a inconveniente alguno.

El día siguiente fue aquel durante el cual presenciamos los disparos del cañón de nieve (pues así dimos en llamarlo) y por lo tanto nuestro interés estaba orientado hacia algo diferente. Pero al cabo de aquellos días en los que la nieve caía más o menos sin obstáculo sobre la ciudad, no quedaba duda de que había algún serio problema. Vimos a muchos marcianos muertos o inconscientes en las calles, una visita a uno de los dormitorios sirvió para confirmar que había muchos enfermos, y hasta las actividades de los vehículos reflejaron un cambio, pues eran menos los que circulaban y era evidente que estaban usando uno o dos como ambulancias.

Por supuesto que, en cuanto comprendimos lo que sucedía, Amelia y yo permanecimos lejos de las zonas populosas de la ciudad. Por fortuna ninguno de los dos mostró síntoma alguno; la congestión como consecuencia de mi resfrío de sol, me duró algo más de lo que hubiera durado en la Tierra, pero eso fue todo.

Los instintos latentes de enfermera que tenía Amelia salieron a la superficie, y la conciencia de la joven le decía que su deber era ayudar a los enfermos, pero eso habría sido en extremo imprudente. Tratamos de no dejarnos dominar por la angustia, y esperamos que la enfermedad pasara pronto.

Parecía que la plaga no era virulenta. Muchos la habían contraído, de acuerdo con el número de cuerpos que vimos que transportaban en uno de los vehículos, sabíamos que muchos habían muerto. Pero luego de cinco días notamos que la vida comenzaba a normalizarse. En todo caso, había más dolor en la ciudad que antes, y había aún menos personas en la ya poco poblada ciudad, pero los vehículos volvieron a cumplir su función de vigilancia y transporte, y no vimos más muertos en las calles.

Pero entonces, justo cuando percibíamos la vuelta a la normalidad, llegó la noche de las explosiones verdes.

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