Esa noche, Mr. Wells y yo tomamos una habitación de huéspedes cada uno, mientras que Amelia durmió en sus habitaciones privadas (hacía semanas que yo no dormía solo, y di vueltas, inquieto, durante horas), y a la mañana bajamos a tomar el desayuno todavía inflamados por el ardor de la venganza.
El desayuno en sí fue un gran lujo para Amelia y para mí, ya que pudimos preparar tocino con huevos en un calentador de la cocina (no consideramos prudente encender el hornillo).
Más tarde, fuimos directamente al laboratorio y abrimos la caja de seguridad de Sir William. Allí, arrollados en desorden, estaban los planos que había hecho de su Máquina del Tiempo.
Encontramos un lugar desocupado en uno de los bancos y los extendimos. De inmediato mi entusiasmo se enfrió, porque Sir William —a pesar de todo su genio inventor— no había sido un hombre muy metódico. Apenas había una hoja que tuviera sentido a primera vista, ya que había multitud de correcciones, borraduras y dibujos al margen, y en la mayoría de las hojas los dibujos originales habían sido corregidos trazando sobre ellos las modificaciones.
Mr. Wells conservaba su tono optimista de la noche anterior, pero sentí que había perdido algo de su confianza previa.
Amelia dijo:
—Evidentemente, antes de comenzar a trabajar tenemos que asegurarnos de que disponemos de todos los materiales necesarios.
Al observar a mi alrededor la suciedad y el caos que reinaba en el laboratorio, vi que, a pesar de que había muchos componentes eléctricos y varillas y barras de metal desparramados —como también trozos de la sustancia cristalina dispersos por todo el lugar— se necesitaría una prolija búsqueda para determinar si teníamos suficiente material para construir una máquina completa.
Mr. Wells había acercado algunos de los planos más a la luz del sol y los examinaba con detenimiento.
—Necesitaré varias horas —dijo—. Parte de éste me resulta familiar, pero no puedo decir con certeza...
No quise infundirle mis temores, de modo que, con la intención de mostrar que hacía algo útil —y asegurar a la vez que no me convertía en un obstáculo— me ofrecí a revisar fuera de la casa para ver si encontraba más componentes útiles. Amelia sencillamente asintió con un gesto de cabeza, porque ya estaba afanosamente ocupada en revisar el cajón de uno de los bancos, y Mr. Wells estaba absorto con sus planos, de modo que me fui del laboratorio y salí de la casa.
Primero, caminé hasta la colina.
Era un hermoso día de verano, y el sol brillaba con intensidad sobre la campiña devastada. La mayor parte de los incendios se habían apagado solos durante la noche, pero los densos mantos de los vapores negros que cubrían a Twickenham, Hounslow y Richmond todavía eran impenetrables. Sus formas de cúpula se habían achatado considerablemente, y largos jirones de ese humo negro se extendía por las calles que al principio se habían salvado de ser asfixiadas.
De los invasores marcianos en sí no había traza alguna. Sólo hacía el Sudoeste, en Bushy Park, pude ver elevarse nubes de humo verde, y supuse que había sido allí donde había aterrizado el cuarto proyectil.
Me alejé de esa escena y caminé más allá de la casa, hacia el otro lado, donde el terreno daba hacia Richmond Park. Aquí, podía verse sin obstáculos hasta Wimbledon, y, salvo por la ausencia total de gente, el parque estaba exactamente tal como había estado cuando visité por primera vez Reynolds House.
Cuando volví a la casa, descubrí repentinamente un problema apremiante, aunque de ninguna manera constituía una amenaza para nuestra seguridad. Junto a un galpón, donde habían estado maniatados los caballos de los artilleros, encontré los cadáveres de los cuatro animales que habían muerto cuando los marcianos atacaron. Durante la noche estival, la carne había comenzado a descomponerse, y en las heridas abiertas pululaban las moscas y un hedor malsano llenaba el aire.
Posiblemente yo no podría mover los cadáveres, y quemarlos resultaba imprudente, de modo que la única alternativa era sepultarlos. Afortunadamente, hacía poco que los soldados habían excavado las trincheras y había mucha tierra suelta en derredor.
Encontré una pala y una carretilla, y comencé la tarea larga y desagradable de cubrir los cuerpos en putrefacción. Dos horas después había terminado el trabajo y los caballos habían quedado bien enterrados. Esta obra dio también un beneficio inesperado, ya que mientras la realizaba encontré que, en su apresuramiento, los soldados habían abandonado parte de su equipo en las trincheras. Encontré un fusil y muchos cartuchos... pero, lo que resultaba más prometedor, descubrí dos cajas de madera, en cada una de las cuales había veinticinco granadas de mano.
Con sumo cuidado las llevé a la casa y las guardé bien protegidas en el galpón de leña. Luego regresé al laboratorio para ver cómo iban las cosas.
Esa noche cayó el quinto proyectil, en Barnes, aproximadamente cinco kilómetros al Noreste de la casa. En la noche siguiente, cayó el sexto proyectil en los campos de Wimbledon.
Todos los días, a intervalos frecuentes, caminábamos hasta la colina para ver si había señales de los marcianos. En la noche del día en que comenzamos a trabajar en la nueva máquina, vimos cinco de los relucientes trípodes marchando juntos en dirección a Londres. Sus cañones de calor estaban enfundados, y avanzaban con la seguridad de un vencedor que no tiene nada que temer. Estas cinco máquinas debían ser las ocupantes del proyectil que cayó en Bushy Park, y marchaban a unirse con las otras que, según suponíamos nosotros, estarían asolando Londres.
Se estaban produciendo grandes cambios en el valle del Támesis, y no eran cambios que nos gustaran. Los marcianos estaban eliminando las nubes de vapor negro: durante todo un día, dos máquinas de guerra trabajaron en la limpieza de esa suciedad, utilizando un tubo inmenso que lanzaba un poderoso chorro de vapor de agua. Éste pronto eliminó los gases, dejando un líquido negro y sucio que fluyó hacia el río. Pero el río mismo estaba cambiando.
Los marcianos habían traído con ellos semillas de la omnipresente maleza roja y las sembraban intencionalmente a lo largo de las orillas. Un día vimos a una docena, aproximadamente, de los vehículos de superficie moviéndose con rapidez por los senderos costaneros y lanzando nubes de minúsculas semillas. En poco tiempo, esas plantas foráneas comenzaron a crecer y a difundirse. En comparación con las condiciones espartanas en las cuales sobrevivía en Marte, esa maleza debe haber encontrado que el suelo rico y el ambiente húmedo de Inglaterra le servían de invernadero bien fertilizado. A la semana de haber regresado a Reynolds House, todo el sector del río que se extendía a nuestra vista estaba totalmente cubierto con la maleza rojiza, que pronto comenzó a propagarse a los prados que bordeaban el río. En las mañanas soleadas, los crujidos provocados por este crecimiento prodigioso eran tan fuertes que, a pesar de lo alta y retirada del río que estaba la casa, podíamos oír el ruido siniestro aun con las puertas y ventanas cerradas. Constituía un ruido de fondo que nos perturbaba. La maleza se estaba afirmando hasta en las pendientes secas y arboladas que había detrás de la casa y, a medida que avanzaba, las hojas de los árboles se volvían amarillas, aunque todavía estábamos en pleno verano.
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se pusiera a los cautivos humanos a segar la maleza?
Al día siguiente del descenso del décimo proyectil —éste, como los tres que lo habían precedido inmediatamente, había caído en algún lugar del centro de Londres— Mr. Wells me llamó al laboratorio y anunció que por fin había hecho un adelanto importante.
En el laboratorio se había restablecido el orden. Había sido limpiado y arreglado, y Amelia había colocado grandes cortinas de terciopelo cubriendo los vidrios de todas las ventanas, para que pudiéramos continuar trabajando después de la caída de la noche. Mr. Wells había estado en el laboratorio desde que se levantó y el aire estaba saturado con el agradable aroma del tabaco de su pipa.
—Eran los circuitos de los cristales lo que me tenía confundido —dijo, reclinándose cómodamente en una de las sillas que había traído del salón de fumar—. Como ven, hay algo en su constitución química que genera una, corriente continua de electricidad. El problema no ha sido lograr este efecto, sino aprovecharlo para producir el campo de atenuación. Permítanme mostrarles lo que quiero decir.
Amelia y él habían construido un pequeño aparato en el banco. Consistía en una pequeña rueda apoyada sobre una tira de metal. A ambos lados de la rueda habían fijado dos trozos pequeños de la sustancia cristalina. Mr. Wells había conectado varios trozos de alambre a los cristales, y los extremos desnudos de ellos descansaban en la superficie del banco.
—Ahora conectaré los cables que tengo aquí y verán lo que sucede—. Mr. Wells tomó más pedazos de alambre y los colocó haciendo contacto con los diversos extremos desnudos. Al cerrarse el último contacto, todos vimos con claridad que la pequeña rueda había comenzado a girar lentamente—. Como ven, con este circuito los cristales proporcionan fuerza motriz.
—¡Igual que las bicicletas! —dije.
Mr. Wells no sabía de qué estaba hablando yo, pero Amelia asintió con un enérgico movimiento de cabeza.
—Es cierto —dijo—. Pero en las bicicletas se usan más cristales porque el peso que se debe mover es mayor.
Mr. Wells desconectó el aparato, porque la rueda, al girar, se enganchaba con los alambres que estaban conectados a ella.
—Ahora, en cambio —dijo— si cierro el circuito de esta forma... —Se inclinó sobre su obra, observando primero los planos y luego el aparato—. Observen con cuidado, porque sospecho que veremos algo espectacular.
Ambos nos quedamos junto a él y observamos mientras conectaba un alambre tras otro. Pronto sólo quedó uno sin conectar.
—¡Ahora!
Mr. Wells unió los dos últimos alambres y en ese mismo instante todo el aparato —rueda, cristales y alambres— se esfumó de nuestra vista.
—¡Funciona! —exclamé entusiasmado, y Mr. Wells me miró con una amplia sonrisa.
—Así es como entramos en la dimensión atenuada —dijo—. Como ustedes saben, tan pronto como se conectan los cristales todo el aparato entra en atenuación. Al conectar el artefacto de esa forma, hice uso de la energía que reside en esa dimensión y mi pequeño experimento se ha perdido para siempre.
—Pero, ¿dónde está?
—No puedo decirlo con seguridad, ya que sólo era un aparato experimental. Evidentemente, se está moviendo por el Espacio a una velocidad muy reducida, y continuará haciéndolo por siempre. No tiene importancia para nosotros, porque el secreto del viajar en la dimensión atenuada reside en la forma en que podamos controlarla. Esa será mi próxima tarea.
—¿Entonces cuánto tiempo pasará antes de que podamos construir una nueva máquina? —dije.
—Unos días más, creo.
—Debemos apresurarnos —dije—. Cada día que pasa los monstruos afianzan su dominio de nuestro mundo.
—Trabajo lo más rápido que puedo —dijo Mr. Wells sin resentimiento, y noté entonces las profundas ojeras que rodeaban sus ojos. A menudo se había quedado trabajando en el laboratorio largo tiempo después de que Amelia y yo nos retirábamos a dormir. —Necesitaremos un bastidor donde transportar el mecanismo y que sea suficientemente grande como para llevar pasajeros. Creo que Miss Fitzgibbon ya tiene alguna idea, y si ustedes dos se concentraran en ese trabajo nuestra tarea terminaría pronto.
—¿Pero será posible construir una nueva máquina?
—No veo razón para que no lo sea —dijo Mr. Wells—. Nosotros no tenemos ahora deseos de viajar al futuro; nuestra máquina no tiene por qué ser tan complicada como la de Sir William.
Pasaron otros ocho días con una lentitud angustiosa, pero por fin vimos que la Máquina del Espacio tomaba forma.
El plan de Amelia había sido utilizar la estructura de una cama como base para la máquina, ya que ella proporcionaría la solidez necesaria y espacio para los pasajeros. En consecuencia, revisamos el ala de la servidumbre, que había sido dañada, y encontramos una cama de hierro de alrededor de un metro y medio de ancho. Aunque estaba sucia como consecuencia del incendio, nos tomó menos de una hora limpiarla. La llevamos al laboratorio y, bajo la dirección de Mr. Wells, comenzamos a conectarle diversas piezas que había fabricado. Gran parte de ese material estaba constituido por la sustancia cristalina, en tales cantidades que pronto se hizo evidente que necesitaríamos toda la que pudiéramos conseguir. Cuando Mr. Wells vio la rapidez con que se gastaban nuestras reservas de la sustancia misteriosa manifestó sus dudas, pero no obstante proseguimos con nuestro trabajo.
Sabiendo que nosotros mismos pretendíamos viajar en esta máquina, dejamos sitio suficiente para sentarnos en algún lugar, y pensando en eso aseguré almohadones en uno de los extremos de la cama.
Mientras nuestro trabajo secreto en el laboratorio proseguía, los marcianos, por su parte, no permanecían inactivos.
Nuestras esperanzas de que refuerzos militares podrían hacer frente a la invasión no habían tenido fundamento, ya que cada vez que veíamos una de las máquinas de guerra o un vehículo de superficie en el valle que se extendía debajo de nosotros, observábamos que se desplazaba arrogante y sin oposición. Los marcianos aparentemente estaban consolidando las posiciones que ocupaban, porque vimos gran cantidad de equipo que era trasladado a Londres desde los diversos fosos de aterrizaje de Surrey, y en repetidas ocasiones vimos grupos de cautivos conducidos como rebaños o transportados en uno de los vehículos de superficie con patas. La esclavitud había comenzado, y todo lo que habíamos temido estaba sucediendo.
Mientras tanto, la maleza escarlata continuaba proliferando: el valle del Támesis era una vasta extensión de rojo brillante, y casi no había quedado ningún árbol con vida sobre el lado de Richmond Hill. Brotes de esa maleza ya habían comenzado a invadir el césped que rodeaba la casa, y yo me había fijado como tarea cotidiana el cortarlos. En el lugar donde el césped se encontraba con la maleza se había formado un pantano cenagoso y resbaladizo.
—Hice todo lo que pude —dijo Mr. Wells, mientras observábamos el extraño artefacto que una vez había sido una cama—. Necesitamos más cristales; ya utilicé todos los que pude encontrar.
En ninguna parte de los planos de Sir William había habido siquiera un solo indicio acerca de la composición de los cristales. Por lo tanto, ya que no podía fabricar más, Mr. Wells había tenido que utilizar los que Sir William había dejado. Habíamos vaciado el laboratorio y desmantelado las cuatro bicicletas adaptadas que todavía se encontraban en el galpón, pero aun así Mr. Wells anunció que necesitábamos por lo menos una cantidad dos veces mayor de la sustancia cristalina, que la que teníamos disponible. Explicó que la velocidad de la máquina dependía de la energía que producían los cristales.
—Hemos llegado al momento más crítico —prosiguió Mr. Wells—. Tal como está ahora, la máquina es sólo un conjunto de circuitos y de piezas de metal. Como ustedes saben, una vez que se la activa debe permanecer atenuada continuamente, de modo que he tenido que incorporar una pieza equivalente al volante temporal de Sir William. Una vez que la máquina esté en funcionamiento, esa rueda debe girar continuamente para que no perdamos la máquina.
En ese momento señalaba nuestra instalación improvisada, que era la rueda de la pieza de artillería que había volado con la explosión. La habíamos colocado transversalmente en el frente de la cama.
Mr. Wells sacó de su bolsillo una pequeña libreta de apuntes forrada en cuero y miró una lista de instrucciones manuscritas que había compilado. Se la pasó a Amelia, y a medida que ella las leía, una por una, él inspeccionaba las diversas partes vitales del motor de la Máquina del Espacio. Finalmente, se manifestó satisfecho.
—Ahora debemos confiar en nuestra obra —dijo con suavidad, volviendo a guardar la libreta en su bolsillo. Sin ceremonia, colocó un grueso trozo de alambre junto al bastidor de hierro de la cama y lo aseguró en su lugar con un tornillo. Antes de haber terminado, Amelia y yo vimos que la rueda del cañón giraba lentamente.
Retrocedimos, sin atrevernos a pensar que nuestro trabajo había tenido éxito.
—Turnbull, por favor apoye una mano en el bastidor.
—¿Recibiré un choque eléctrico? —dije, preguntándome por qué razón no lo hacía él.
—Creo que no. No hay nada que temer.
Extendí la mano con cuidado; entonces, al cruzar mi mirada con la de Amelia y ver que ella se sonreía, actué con decisión y así el bastidor de metal. Al hacer contacto mis dedos, todo el artefacto se sacudió en forma visible y audible, tal como lo había hecho la Máquina del Tiempo de Sir William; la maciza cama de hierro se volvió tan ágil y flexible como un árbol joven.
Amelia extendió una mano, y luego hizo lo mismo Mr. Wells. Nos reímos en alta voz.
—¡Lo hizo, Mr. Wells! —dije—. ¡Hemos construido una Máquina del Espacio!
—Sí, pero todavía no la hemos probado. Tenemos que ver si la podemos manejar sin peligro.
—¡Entonces hagámoslo ahora mismo!
Mr. Wells ascendió a la Máquina del Espacio y, sentándose cómodamente en los almohadones, se afirmó frente a los controles. Accionando una combinación de palancas, consiguió desplazar la máquina primero hacia adelante y hacia atrás, y luego a un, lado y a otro. Finalmente, hizo desplazar la pesada máquina por todo el laboratorio.
Ni yo ni Amelia vimos estas pruebas. Sólo tenemos la palabra de Mr. Wells de que ensayó la máquina de esa manera... ya que tan pronto como empuñó las palancas él y la máquina se volvieron invisibles— instantáneamente y reaparecieron sólo cuando la máquina se desconectó.
—¿No pueden oírme cuando les hablo? —dijo, después de su viaje de prueba por el laboratorio.
—No podemos oírlo ni verlo —dijo Amelia—. ¿Nos llamó?
—Una o dos veces —dijo Mr. Wells con una sonrisa—. Turnbull, ¿cómo se siente del pie?
—¿Mi pie, señor?
—Lamento que durante mi viaje pasé a través de él. Usted no lo apartó cuando se lo pedí.
Flexioné los dedos dentro de las botas que había tomado prestadas del guardarropas de Sir William, pero parecía que todo estaba bien.
—Venga, Turnbull, tenemos que seguir con las pruebas. Miss Fitzgibbon, ¿quiere subir al piso alto, por favor? Trataremos de seguirla en la máquina. Quizá si usted nos espera en el dormitorio que uso yo...
Amelia asintió y salió del laboratorio. Un momento después la oímos correr escaleras arriba.
—Suba a la máquina, Mr. Turnbull. ¡Ahora veremos lo que este artefacto puede hacer!
Casi antes de haberme acomodado sobre los almohadones junto a Mr. Wells, él movió una de las palancas y nos pusimos en marcha hacia adelante. A nuestro alrededor, nos envolvió instantáneamente el silencio, y desapareció el estruendo distante de los matorrales de maleza roja.
—Veamos si podemos volar —dijo Mr. Wells—. Su voz sonaba opaca y profunda en el ambiente atenuado. Tiró de una segunda palanca y una vez más nos elevamos rápidamente hacia el cielo raso. Levanté las manos para protegerme del golpe... ¡pero cuando llegamos a la madera y a los cristales quebrados del techo del laboratorio pasamos directamente a través de ellos! Por un momento tuve la extraña sensación de que sólo mi cabeza había pasado al exterior, pero la masa de la Máquina del Espacio me había hecho pasar a través del techo y nos encontrábamos detenidos en el aire, encima de ese edificio, tan parecido a un invernadero. Mr. Wells hizo girar una de las palancas colocadas horizontalmente, y nos desplazamos a una velocidad prodigiosa a través de la pared de ladrillos del piso superior de la casa principal. Nos encontramos suspendidos en el aire, sobre un descanso de la escalera. Riéndose para sus adentros, Mr. Wells dirigió la máquina hacia el cuarto de huéspedes que ocupaba y nos lanzó de frente a través de la puerta cerrada.
Amelia estaba esperando en el interior de esa habitación, de pie junto a la ventana.
—¡Aquí estamos! —exclamé tan pronto como la vi—. ¡Y vuela también!
Amelia no dio señales de haberme oído.
—No nos puede oír —me hizo recordar Mr. Wells—. Ahora debo ver si podemos posarnos en el piso.
Permanecíamos suspendidos a unos cincuenta centímetros por encima de la alfombra, mientras Mr. Wells hacía algunos ajustes finos en los controles. En el ínterin, Amelia se había apartado de la ventana y miraba con curiosidad a su alrededor, esperando, evidentemente, que nos materializáramos. Me entretuve primero enviándole un beso por el aire, luego haciéndole una mueca, pero ella no reaccionó.
Repentinamente, Mr. Wells soltó las palancas y caímos al piso, golpeando contra él. Amelia se sobresaltó.
—¡Allí están! —dijo—. Me preguntaba cómo iban a aparecer.
—Permítanos llevarla al piso bajo —dijo Mr. Wells galantemente—. Suba a la máquina, querida, y hagamos una recorrida por la casa.
Fue así que, durante la media hora siguiente, practicamos con la Máquina del Espacio y Mr. Wells se acostumbró a realizar las maniobras exactamente tal como lo deseaba. Pronto la pudo hacer girar, remontarse, detenerse, como si hubiera manejado los controles toda la vida. Al principio, Amelia y yo nos aferrábamos nerviosamente a la cama, porque parecía girar a una velocidad imprudente, pero poco a poco vimos que, a pesar de su aspecto, la Máquina del Espacio era un aparato tan científico como el original.
Salimos de la casa al momento y recorrimos el jardín. Aquí Mr. Wells trató de aumentar nuestra velocidad en marcha hacia adelante, pero, para desilusión nuestra, comprobamos que a pesar de sus otras cualidades, la Máquina del Espacio no podía desplazarse a mayor velocidad que la que desarrolla aproximadamente un hombre a la carrera.
—Es por la falta de cristales —dijo Mr. Wells, mientras nos remontábamos a través de las ramas superiores de un nogal—. Si tuviéramos más cristales nuestra velocidad no tendría límite.
—No se preocupe —dijo Amelia—. No nos interesa una gran velocidad. Nuestra principal ventaja es la invisibilidad.
Yo observaba la masa roja de malezas que cubría el valle, más allá de la casa. Era una constante advertencia de lo apremiante de nuestra tarea.
—Mr. Wells —dije en voz baja—. Ya tenemos nuestra Máquina del Espacio. Es hora de que la usemos.