Que nuestro nuevo amigo era persona de buenos modales quedó demostrado tan pronto como subimos al bote. No quiso aceptar que yo remara, mientras él no hubiera cumplido su turno en los remos, e insistió en que me sentara a popa con Amelia.
—Debemos estar preparados —dijo— en caso de que esos demonios regresen. Nos turnaremos para remar, y todos mantendremos los ojos bien abiertos.
Hacía algún tiempo que yo pensaba que la aparente inactividad de los marcianos debía ser temporaria, y era alentador saber que alguien compartía mis sospechas. Esto sólo podía ser una pausa en su campaña, y como tal debíamos aprovecharla al máximo.
De acuerdo con nuestro plan, mantuve una atenta vigilancia para ver si aparecían los trípodes (aunque al presente todo parecía tranquilo), pero Amelia tenía puesta su atención en otra cosa. En realidad, miraba fijamente a nuestro nuevo amigo con una atención indebida.
Por fin, ella dijo:
—Señor, ¿puedo preguntarle si alguna vez ha visitado Reynolds House, en Richmond?
El caballero la miró con evidente sorpresa, pero de inmediato dijo:
—Sí, por cierto, pero hace muchos años.
—¿Entonces conoce a Sir William Reynolds?
—Nunca fuimos muy amigos, porque temo que él no era dado a amistades íntimas, pero éramos miembros del mismo club en St. James y ocasionalmente intercambiábamos confidencias.
Amelia frunció el ceño en su esfuerzo por concentrarse.
—Creo que nos hemos conocido anteriormente.
Nuestro amigo dejó de remar y mantuvo los remos fuera del agua.
—¡Mi Dios! —exclamó—. ¿No es usted la ex secretaria de Sir William?
—Sí, lo soy. Y creo, señor, que usted es Mr. Wells.
—Así me llamo —dijo con seriedad—. Y si no estoy equivocado creo que usted es Miss Fitzgibbon.
Amelia lo confirmó al momento.
—¡Qué coincidencia extraordinaria!
Cortésmente, Mr. Wells me preguntó cómo me llamaba, y yo me presenté. Extendí mi mano para estrechar la suya y él se inclinó sobre los remos.
—Encantado de conocerlo, Turnbull —dijo.
En ese preciso instante los rayos del sol cayeron sobre su cara en tal forma que sus ojos se mostraron de un azul sorpretende; en su rostro cansado y preocupado, brillaban como faros optimistas, y sentí afecto hacia él.
Amelia todavía seguía entusiasmada.
—Ahora vamos hacia Reynolds House —dijo—. Pensamos que Sir William es una de las pocas personas que pueden hacer frente a esta amenaza.
Mr. Wells frunció el ceño y volvió a remar.
Después de un momento dijo:
—¿Entiendo que ustedes no han visto a Sir William desde hace un tiempo?
Amelia me miró, y supe que ella no estaba segura de la forma en que debía responder.
Yo respondí por ella:
—No, desde mayo de 1893, señor.
—Esa es la última vez que fue visto, por mí o por cualquier otra persona. ¿Seguramente usted lo sabrá, si trabajaba para él?
Amelia dijo:
—Dejé de trabajar para él en ese mes de mayo. ¿Usted quiere decir que murió después de esa fecha?
Yo sabía que esto último era una suposición muy aventurada, pero Mr. Wells pronto la corrigió.
—Creo que Sir William no está muerto —dijo—. Fue hacia el futuro en esa infernal Máquina del Tiempo que había construido, y aunque volvió una vez, no se lo ha visto desde su segundo viaje.
—¿Está seguro de lo que dice? —dijo Amelia.
—Tuve el honor de escribir sus memorias —dijo Mr. Wells—, porque él mismo me las dictó.
Mientras remábamos, Mr. Wells nos dijo lo que se sabía del destino de Sir William. Al mismo tiempo, era interesante comprobar que algunas de nuestras suposiciones anteriores no habían sido incorrectas.
Parecía que después de que la Máquina del Tiempo nos había depositado en el macizo de malezas, había regresado indemne a Richmond. Mr. Wells no podía haber estado enterado de nuestro accidente, por supuesto, pero, su relato de los posteriores experimentos de Sir William no mencionaban el hecho de que la máquina pudiera haber faltado aun por un corto período de tiempo.
Según Mr. Wells, Sir William había sido más osado que nosotros y había llevado la Máquina del Tiempo a un futuro muy distante. Allí, Sir William había visto muchas cosas extrañas (Mr. Wells prometió darnos una copia de su relato, porque dijo que era una historia muy larga para contar en ese momento), y aunque había regresado para relatarlas, posteriormente había partido por segunda vez hacia el futuro. Pero nunca había regresado.
Imaginando que Sir William había sufrido un accidente similar al nuestro con la máquina, dije:
—¿La Máquina del Tiempo regresó vacía, señor?
—Nunca se volvió a ver ni a la máquina ni a Sir William.
—¿Entonces no hay manera de llegar hasta él?
—No sin una segunda Máquina del Tiempo —dijo Mr. Wells.
Para ese entonces estábamos pasando frente a Walton-on-Thames y se apreciaba una gran actividad dentro del pueblo. Vimos varias bombas contra incendio desplazándose ruidosamente por el camino costanero en dirección a Weybridge, en medio de nubes de polvo blanco que levantaban los cascos de sus caballos. Se estaba cumpliendo una evacuación ordenada, pero rápida, y muchos centenares de personas marchaban a pie o en vehículos por el camino hacia Londres. El río en sí estaba congestionado, y había varias embarcaciones que trasbordaban gente hacia el lado de Sunbury, por lo cual nos vimos obligados a dirigir nuestro bote con cuidado entre ellas. A lo largo de la orilla Norte vimos muchas señales de actividad militar, y veintenas de soldados marchando hacia el Oeste. En los prados al Este de Halliford vimos más piezas de artillería que estaban siendo alistadas.
Esta distracción puso fin a nuestra conversación sobre Sir William, y para cuando dejamos atrás Walton estábamos sentados en silencio. Mr. Wells parecía estar cansándose de remar, de modo que tomé su lugar.
Ocupado una vez más con la tarea física regular de remar, encontré que mis pensamientos volvían a la secuencia ordenada que habían tenido poco tiempo antes de que nos encontráramos con Mr. Wells y el cura.
Hasta este momento, no había tratado de comprender por qué estábamos tan decididos a llegar a la casa de Sir William. No obstante, al mencionar Mr. Wells la Máquina del Tiempo mis pensamientos se habían concentrado directamente en el motivo que nos impulsaba: de alguna forma instintiva se me había ocurrido que la propia máquina podría utilizarse contra los marcianos. Después de todo, el Instrumento con el cual habíamos llegado a Marte, y sus extraños desplazamientos por las dimensiones atenuadas del espacio y el tiempo, no tenían, por cierto, parangón con nada de lo que disponían los marcianos.
Sin embargo, si ya no podíamos contar con la Máquina del Tiempo, entonces teníamos que abandonar cualquier idea de ese tipo. Proseguíamos hacia Richmond, no obstante, porque la casa de Sir William, en la posición aislada que ocupaba, precisamente detrás de lacima de la colina, sería un refugio mucho mejor que la mayoría para protegernos de los marcianos.
Como tenía a Amelia frente a mí, noté que ella también parecía ensimismada en sus pensamientos, y me pregunté si habría llegado a la misma conclusión que yo.
Por fin, no deseando dejar de lado a Mr. Wells, dije:
—Señor, ¿conoce usted los preparativos que está haciendo el ejército?
—Sólo lo que hemos visto hoy. Fueron tomados totalmente desprevenidos. Desde los primeros momentos de la invasión, ninguna de las personas con la autoridad necesaria estaba preparada para tomar la situación con la seriedad debida.
—Usted habla como si los criticara.
—Así es —dijo Mr Wells—. Hacía varias semanas que se conocía que los marcianos habían lanzado una fuerza de invasión. Como le he dicho, el disparo de los proyectiles fue observado por muchos; hombres de ciencia. Se publicaron una infinidad de advertencias, tanto en medios científicos como en la prensa diaria, y sin embargo, cuando aterrizó el primer proyectil las autoridades se demoraron mucho para comenzar a actuar.
Amelia dijo:
—¿Quiere decir que no tomaron en serio las advertencias?
—Fueron descartadas como sensacionalistas, aun después de haberse producido varias muertes. El primer cilindro aterrizó a menos de un kilómetro y medio de mi casa. Descendió alrededor de medianoche del día 19. Yo mismo lo visité durante la mañana siguiente, junto con una multitud de otras personas, y aunque era evidente que había algo adentro, la prensa no quiso dedicarle más que unos pocos centímetros en sus columnas. Eso lo puedo atestiguar, porque además de mis actividades literarias, contribuyo, de vez en cuando, con artículos científicos en la prensa, y los diarios se caracterizan por su cautela en todo lo que se refiere a temas científicos. Ayer mismo, trataban esta incursión con ligereza. En cuanto al ejército... no apareció hasta que habían pasado casi veinte horas desde la llegada del proyectil, y para ese entonces los monstruos ya habían salido y habían consolidado su posición.
—En defensa del ejército —dije, todavía pensando que yo había tenido la responsabilidad de alertar a las autoridades— hay que reconocer que esta invasión no tiene precedentes.
—Es posible que así sea —dijo Mr. Wells—. Pero el segundo proyectil aterrizó antes de que nuestras fuerzas hubieran hecho un solo disparo. ¿Cuántos proyectiles más tienen que llegar para que comprendan la gravedad de la amenaza?
—Pienso que ahora comprenden el peligro —dije, indicando con un gesto de cabeza otro emplazamiento de artillería que se veía en la orilla del río. Uno de los artilleros nos hacía señas, pero seguí remando sin responder. Era ya bien entrada la tarde y quedaban alrededor de cuatro horas más hasta que se pusiera el sol.
Amelia dijo:
—Usted dice que visitó el foso. ¿Vio al adversario?
—Sí que lo vi —dijo Mr. Wells, y yo noté que le temblaban las manos—. Esos monstruos son horribles.
De pronto comprendí que Amelia ibaa hablar de nuestras aventuras en Marte, de modo que, frunciendo el ceño, le indiqué que guardara silencio. Pensé que por el momento, por lo menos, no debíamos revelar el papel que habíamos desempeñado en la invasión.
En cambio, le dije a Mr. Wells:
—Evidentemente, usted esta muy trastornado, por sus experiencias.
—He visto la muerte cara a cara. Dos veces pude escapar con vida, y ello debido exclusivamente a una suerte extraordinaria. —Sacudió la cabeza—. Estos marcianos seguirán hasta conquistar el mundo. Son indestructibles.
—Son mortales, señor —dije—. Se los puede matar con tanta facilidad como a cualquier otra alimaña.
—Eso no ha sucedido hasta ahora, ¿En qué se basa para decir eso?
Pensé en los gritos del monstruo agonizante dentro de la plataforma, y en los horrendos gases que despidió por la boca. Entonces, al recordar la advertencia que le había hecho a Amelia pocos segundos antes, dije:
—Mataron uno en Weybridge.
—Un impacto afortunado de la artillería. No podemos depender de la suerte para librar al mundo de esta amenaza.
Mr. Wells empuñó los remos otra vez cuando llegamos a Hampton Court, porque yo me había cansado. Estábamos a poca distancia de Richmond, pero en ese lugar el río gira hacia el Sur, para luego dirigirse otra vez, hacia el Norte, de modo que todavía teníamos un largo recorrido por delante. Durante un rato, discutimos si nos convenía dejar el bote y terminar el viaje a pie, pero vimos que los caminos estaban atestados de gente que huía hacia Londres. En cambio, teníamos todo el río despejado y a nuestra disposición. La tarde era tibia y tranquila y el cielo mostraba un azul radiante.
Aquí, frente al palacio de Hampton Court, vimos una escena curiosa. Estábamos ahora a bastante distancia de los efectos de la destrucción causada por los marcianos, porque los peligros inmediatos parecían haber disminuido, y sin embargo lo suficientemente cerca como para que la gente evacuara el lugar. En consecuencia, los sentimientos eran dispares. La gente del lugar, de Thames Ditton, Molesey y Surbiton, abandonaba sus casas y, guiada por las exhaustas fuerzas de policías y bomberos, partían hacia Londres.
En cambio, los terrenos del palacio eran un lugar de paseo favorito de los excursionistas londinenses, y en esta hermosa tarde de verano los senderos que bordeaban el río estaban llenos de gente que disfrutaba del sol. Era imposible que no notaran el ruido y el alboroto que había a su alrededor, pero parecían decididos a no dejar que tales actividades influyeran en sus paseos campestres.
La estación de Thames Ditton, que se encuentra en la orilla Sur, frente al palacio, estaba atestada, y la gente formaba filas que llegaban hasta la calle, esperando poder tomar algún tren. Cada tren que llegaba de Londres traía unos pocos excursionistas que querían aprovechar las últimas horas de la tarde. ¿Cuántos de esos jóvenes con chaquetas deportivas, o de esas niñas con parasoles de seda, alcanzarían a ver otra vez sus hogares? Quizá para ellos, indefensos en su inocencia, nosotros tres ofrecíamos un cuadro extraño en nuestro bote de remos: Amelia y yo, todavía con nuestra ropa interior tan sucia, y Mr. Wells, desnudo, con excepción de sus pantalones. Pienso que el día era lo suficientemente insólito como para que prestaran atención a nuestra apariencia.
Fue mientras remábamos hacia Kingston-upon-Thames cuando oímos los primeros disparos de artillería, y de inmediato nos pusimos en guardia. Mr. Wells remaba con más energía y Amelia y yo volvimos en nuestros asientos, mirando hacia el Oeste, para ver cuándo aparecían los mortíferos trípodes.
Por el momento no había trazas de ellos, pero la artillería lejana tronaba incesantemente. Hubo un momento en que vi un heliógrafo que destellaba en las colinas que había más allá de Esher, y delante de nosotros vimos estallar un cohete de señales en la cúspide de su estela de humo, pero en nuestra vecindad inmediata los cañones permanecieron silenciosos.
En Kingston cambiamos una vez más nuestro puesto en los remos, y me preparé para el esfuerzo final que nos llevaría a Richmond. Todos estábamos intranquilos, ansiosos de que este largo viaje terminara. Cuando Mr. Wells se sentó en la proa, hizo notar el extraño ruido que hacían los evacuados al cruzar el puente de Kingston. No se veían excursionistas allí; pienso que por fin todos habían tomado conciencia del peligro.
Pocos minutos después de haber pasado Kingston, Amelia señaló hacia adelante.
—¡Richmond Park, Edward! Ya casi hemos llegado.
Miré por un momento sobre mi hombro y vi la hermosa pendiente que se extendía ante nosotros. Como cabía esperar, en la cresta de la colina, recortándose oscuras contra el cielo, vi sobresalir las bocas de las piezas de artillería.
Esperaban a los marcianos, y esta vez éstos encontrarían un digno oponente.
Sintiéndome más seguro, continué remando, tratando de no prestar atención al cansancio que sentía en los brazos y en la espalda.
Un kilómetro y medio al Norte de Kingston, el Támesis, en sus meandros, gira hacia el Noroeste, de modo que la elevación de Richmond Park quedó más lejos, a nuestra derecha. Por el momento, nos dirigíamos otra vez hacia los marcianos y, como para confirmarlo, oímos una nueva andanada de la artillería distante. Como un eco, pocos momentos después comenzaron a disparar los cañones emplazados en Bushy Park. Los tres giramos nuestras cabezas para ver, pero todavía no había señales de los marcianos. Era en extremo desalentador saber que estaban en las cercanías y que no los podíamos ver.
Pasamos Twickenham, donde no vimos señales de evacuación; quizá la ciudad ya había sido abandonada, o bien su gente se mantenía oculta, esperando que los marcianos no pasaran por allí.
Luego, al avanzar directamente hacia el Este otra vez cuando el río giró hacia Richmond, Amelia gritó que había visto humo. Miramos hacia el Sudoeste y vimos una columna de humo negro que se elevaba en la dirección de Molesey. La artillería tronaba incesantemente. Los marcianos, que se movían con rapidez por la campiña de Surrey, eran blancos difíciles, y las ciudades a las que se acercaban estaban inermes delante de ellos.
Surgía humo de Kingston, Surbiton, y Esher. Luego, también de Twickenham... y por fin pudimos ver a uno de los merodeadores marcianos. Avanzaba rápidamente a zancadas por las calles de Twickenham, a poco más de un kilómetro de donde nos encontrábamos nosotros en ese momento. Podíamos ver su rayo de calor, girando indiscriminadamente a un lado y a otro, y los estallidos de las granadas de artillería que explotaban, ineficaces, nunca a menos de treinta metros de la máquina de rapiña.
Apareció un segundo marciano, este último avanzando hacia el Norte, hacia Hounslow. Luego un tercero, a lo lejos, al Sur de Kingston, que estaba en llamas.
—¡Edward, querido... apresúrate! ¡Ya casi están sobre nosotros!
—¡Estoy haciendo todo lo que puedo! —grité, preguntándome si no nos convendría dirigirnos hacia la orilla.
Mr. Wells vino hacia mí desde la proa y se sentó a mi lado. Tomó el remo de la derecha y pronto remábamos a un ritmo muy rápido.
Afortunadamente, los marcianos parecían no estar prestando atención al río por el momento. Las ciudades eran su objetivo principal, y las líneas de artillería. Al oír las explosiones repetidas cerca de nosotros, me di cuenta de que los sonidos más profundos de las baterías más distantes habían sido silenciados hacía mucho tiempo.
Entonces llegó hasta nosotros el ruido que quizás era el que más impresión nos causaba. El marciano que conducía el trípode que se desplazaba cerca de Kingston lanzó un grito... que nos llegó distorsionado por la brisa. El marciano de Twickenham lo repitió y pronto pudimos oír a otros desde varias direcciones. Aquí, en la Tierra, la nota tenía un timbre más profundo... pero ese bramido siniestro, como de sirena, de los marcianos cuando reclamaban su alimento era inconfundible.
Por fin apareció ante nosotros la pendiente arbolada de Richmond Hill, y al remar frenéticamente por la curva del río frente a los verdes prados vimos el edificio blanco de madera de la casilla de botes de Messum. Recordé el día que había visitado a Sir William y el paseo que había dado por el sendero junto al río, frente a la casilla de botes... y toda la gente que en aquél momento había estado paseando por el lugar. Aparentemente, ahora estábamos solos, salvo por las destructoras máquinas de guerra y la artillería que les respondía.
Señalé el embarcadero a Mr. Wells, y remamos con energía hacia él. Por fin, después de tanto tiempo, oímos el roce del casco de madera contra la dura piedra, y sin más ceremonia extendí la mano para ayudar a Amelia a saltar a tierra. Esperé hasta que Mr. Wells hubiera bajado, y luego los seguí. A nuestras espaldas, el bote se alejó a la deriva, moviéndose hacia arriba y hacia abajo en la corriente que lo arrastraba.
Tanto Mr. Wells como yo nos sentíamos agotados por nuestra larga odisea, pero estábamos listos para la parte final de nuestros esfuerzos: la ascensión por la cuesta de la colina hacia la casa de Sir William. En consecuencia, nos apresuramos a salir del embarcadero, pero Amelia se quedó atrás. Tan pronto como comprendimos que ella no nos seguía, nos volvimos y la esperamos.
Amelia no había hablado mucho durante la última hora, pero en ese momento dijo:
—Mr. Wells, usted nos dijo antes que había ido a ver el foso de los marcianos, en Woking. ¿Qué día lo vio?
—Fue el viernes por la mañana —dijo Mr. Wells.
Mirando a través del río hacia Twickenham vi que la cúpula dorada de la máquina de guerra más cercana estaba vuelta hacia nosotros. A su alrededor explotaban las granadas de artillería.
Con gran ansiedad, dije:
—¡Amelia... podemos hablar después! ¡Tenemos que ponernos a cubierto!
—¡Edward, esto es importante! —Luego se dirigió a Mr. Wells:
—¿Y eso fue el día diecinueve, dice usted?
—No, el diecinueve fue el jueves. El proyectil cayó cerca de la medianoche.
—Y hoy hemos visto gente de excursión... de modo que es domingo. Mr. Wells, ¿estamos en 1903, no es cierto?
Él pareció un poco confuso al oír esta pregunta, pero confirmó que así era.
Amelia se volvió hacia mí y me tomó una mano.
—¡Edward. Hoy es veintidós! ¡Es el día de 1903 al que habíamos llegado! ¡La Máquina del Tiempo debe estar en el laboratorio!
Al decirlo, se volvió bruscamente y se alejó de mí, corriendo entre los árboles.
¡De inmediato corrí tras ella, gritándole que regresara!
Amelia, ágil y descansada, corrió sin dificultad colina arriba; yo estaba más cansado, y aunque recurrí al último resto de energía que me quedaba, lo único que pude hacer fue mantener la distancia que me separaba de ella. Debajo de nosotros, junto al río, oí el bramido del marciano, contestado al punto por otro. A cierta distancia, más atrás, nos seguía Mr. Wells. Delante de mí, desde algún lugar de la cresta de la colina, oí la voz de un hombre que gritaba una orden... y luego el estampido de las piezas de artillería emplazadas allí. A través de los árboles podía verse el humo que brotó de sus bocas. Siguieron más disparos, provenientes de otras posiciones a lo largo de la cresta. El ruido era ensordecedor, y los acres gases de la cordita me quemaban la garganta.
Delante de mí podía ver, entre los árboles, las torres de Reynolds House.
—¡Amelia! —grité otra vez en medio del estruendo—. ¡Querida, vuelve! ¡Es peligroso!
—¡La Máquina del Tiempo! ¡Tenemos que encontrar la Máquina del Tiempo!
Podía verla delante de mí, arremetiendo sin pensar en ella a través de la maraña de arbustos y malezas hacia la casa.
—¡No! —le grité, desesperado—. ¡Amelia!
A través de la multitud de acontecimientos que se habían producido, de lo que parecían años y millones de kilómetros... volvió a mí un vivido recuerdo de nuestro primer viaje a 1903.
Recordé los disparos de artillería, el humo, las sirenas extrañas, la mujer que corría por el césped, la cara en la ventana y luego el fuego devorador...
¡Era el destino!
Me lancé tras ella y la vi llegar al borde del descuidado parque.
Amelia comenzó a correr hacia las paredes de vidrio del laboratorio: una figura grácil, distante, casi fuera del alcance de toda ayuda, condenada ya por el destino que yo, después de todo, no había logrado alterar...
Cuando llegué al parque, demasiado falto de aire como para gritar otra vez, la vi llegar a los vidrios y detenerse, apretando la cara contra los cristales.
Continué tambaleante por el césped... y me encontré detrás de ella, lo suficientemente cerca para ver, por encima de su hombro, el oscuro interior del laboratorio.
Allí, junto a uno de los muchos bancos, había un tosco artefacto mecánico y, sentadas en él, las figuras de dos jóvenes.
Una era la de un muchacho, con un sombrero de paja calzado en un ángulo muy agudo sobre su cabeza... y la otra era la de una linda joven sujetándose a él.
El muchacho nos miraba fijamente, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
Extendí la mano para sujetar a Amelia, precisamente en el momento en que el joven levantó la suya, como para apartar de su vista la horrorosa escena que presenciaba.
Detrás de nosotros se oyó el chillido de la sirena del marciano y por sobre los árboles apareció la cúpula dorada de la máquina de guerra. Me lancé contra Amelia y la derribé al suelo. En ese mismo instante, el rayo de calor apuntó hacia nosotros y una línea de fuego corrió por el jardín e hizo impacto en la casa.