No sé cuánto tiempo estuve paralizado, aunque debieron ser varias horas. No puedo recordar mucho de esa experiencia, pues se caracterizó por una agonía física y un tormento mental inmensos, unidos a una impotencia tal que el solo pensar por un instante en el probable destino de Amelia bastaba para convertir mi mente en una vorágine de furia y frustración.
Sólo un recuerdo permanece claro y nítido, y se refiere a unos despojos que estaban por casualidad justo delante de mi vista. No lo noté al principio, tan frenético y enceguecido estaba, pero luego pareció inundar toda mi visión. Tendido en medio de la maraña de metal destrozado estaba el cuerpo de uno de esos monstruos destructivos. Había quedado aplastado por la explosión que destrozó el vehículo, y la parte que yo podía ver mostraba una masa desagradable de sangre y contusiones. También me era posible ver dos o tres de sus tentáculos, enrollados sin vida.
A pesar de mi muda sensación de asco y repugnancia, me complacía comprobar que seres tan crueles y poderosos eran también mortales.
Al rato mi cuerpo experimentó las primeras sensaciones que volvían; primero en los dedos de las manos, luego en los pies. Más tarde los brazos y las piernas me empezaron a doler, y comprendí que el control sobre los músculos comenzaba a restablecerse. Probé mover la cabeza, y aunque me produjo mareo descubrí que la podía levantar del piso.
En cuanto pude mover el brazo, me llevé la mano al cuello y verifiqué la seriedad de la herida. Podía sentir un tajo largo y feo, pero la sangre había dejado de salir, y yo sabía que la herida debía ser superficial pues de otro modo habría muerto a los pocos segundos.
Luego de varios intentos logré sentarme, y poco después comprobé que podía ponerme de pie. Dolorido, miré a mi alrededor.
Yo era la única criatura viviente en aquella calle. En el suelo cerca de mí había varios marcianos; no los examiné a todos, pero aquellos a los que me acerqué estaban sin duda muertos. Del otro lado de la calle se encontraban el vehículo destrozado y su espantoso ocupante. Y a pocos metros de donde estaba yo, yacía el bolso de Amelia conmovedoramente abandonado.
Caminé hasta él con el corazón abatido, y lo recogí. Miré en su interior, con la sensación de estar invadiendo su intimidad, pero el bolso contenía las únicas posesiones materiales que teníamos, y era importante saber si todavía estaban allí. Todo parecía intacto y cerré el bolso con rapidez. Había demasiados objetos en su interior que me recordaban a Amelia.
El cuerpo del monstruo todavía ocupaba mis pensamientos, a pesar de mi temor y repulsión. Casi en contra de mi propia voluntad caminé hasta los despojos, con el bolso de Amelia en mi mano.
Me detuve a un par de metros del horrible cadáver, fascinado por el horrendo espectáculo.
Retrocedí, sin haber descubierto nada nuevo, pero aun así había algo extrañamente familiar con respecto al monstruo que me mantenía a distancia. Desvié mi atención del cadáver al despojo metálico que lo contenía. Había supuesto que se trataba de uno de los vehículos invasores, pero entonces, al mirarlo por segunda vez, recordé el vehículo de vigilancia destrozado con la explosión y me di cuenta de que debía ser éste.
Repentinamente consciente de ello, comprendí el horror oculto detrás de los anónimos seres que conducían los vehículos de la ciudad... y me aparté de los despojos espantado y sorprendido, más asustado que nunca en toda mi vida.
Algunos minutos después, cuando caminaba por las calles como un autómata, un vehículo apareció de pronto delante de mí. El conductor debió verme, porque se detuvo de inmediato. Vi que se trataba de uno de los vehículos de transporte, y que de pie en la parte posterior había veinte o treinta marcianos humanos.
Me quedé mirando la cabina de control, tratando de no imaginar el ser que se escondía detrás de la ventana negra ovalada. Una voz áspera se oyó a través de la parrilla.
Permanecí inmóvil, presa del pánico. No sabía qué hacer, no sabía qué se esperaba de mí.
La voz se dejó oír otra vez, y sonó iracunda y perentoria a mis oídos atentos.
Me di cuenta de que varios hombres en la parte posterior del vehículo se inclinaban hacia mí, con sus brazos extendidos. Interpreté que esperaban que me uniera a ellos, y por lo tanto, caminé hacia el vehículo al que, sin más, me ayudaron a subir.
En cuanto mi bolso y yo estuvimos dentro del compartimiento abierto de atrás, el vehículo se puso en marcha.
Mi aspecto ensangrentado me convirtió en el centro de atención en cuanto subí a bordo. Varios marcianos me hablaron directamente, esperando a las claras algún tipo de respuesta. Por un instante me dominó de nuevo el pánico, pues creí que había llegado el momento de revelar de dónde provenía...
Pero entonces se me ocurrió una feliz idea. Abrí la boca, produje un sonido ahogado y señalé la abominable herida de mi cuello. Los marcianos me hablaron de nuevo, pero yo sólo los miré sin expresión y continué produciendo sonidos, en la esperanza de poder convencerlos por este intermedio de que me había quedado mudo.
Durante unos segundos más continuaron prodigándome esa atención que no deseaba, pero luego parecieron perder el interés en mí. Habían encontrado más sobrevivientes, y el vehículo se había detenido. Poco después, otros tres hombres y una mujer subían a bordo con ayuda. Al parecer no habían padecido a manos de los invasores, pues no tenían heridas.
El vehículo inició otra vez la marcha, rondando las calles y dejando escapar de vez en cuando un desagradable bramido a través de la parrilla metálica. Me tranquilizaba estar en la compañía de estos marcianos humanos, pero nunca logré apartar por completo de mi mente la grotesca presencia del monstruo en la cabina de control.
El lento viaje por la ciudad se prolongó unas dos horas más, y poco a poco se recogieron más sobrevivientes. De tanto en tanto, veíamos otros vehículos ocupados con la misma tarea, por lo que deduje que la invasión había terminado.
Encontré un rincón en la parte de atrás del compartimiento, y me senté, con el bolso de Amelia en los brazos.
Me preguntaba si lo que habíamos visto era después de todo una invasión en gran escala. Ahora que los atacantes se habían retirado, y la ciudad estaba llena de humo y destrozos, parecía más probable que lo que habíamos presenciado fuera más bien una escaramuza o una represalia. Recordé los disparos del cañón de nieve, y me pregunté si aquellos proyectiles habrían estado dirigidos hacia las ciudades del enemigo. De ser así, Amelia y yo habíamos caído en medio de un conflicto con el cual nada teníamos que ver, y del que Amelia por lo menos había sido víctima sin querer.
Hice a un lado tal pensamiento: era insoportable pensar en ella a merced de estos monstruos.
Poco después se me ocurrió otra idea, una que me ocasionó varios pensamientos desagradables. ¿Podría ser, me preguntaba, que yo estuviera equivocado con respecto a la partida del enemigo? ¿Este transporte lo conducía acaso uno de los conquistadores?
Medité sobre esto durante un rato, pero luego recordé el monstruo que había visto. Aquél pertenecía al parecer a esta ciudad, y más aún, los humanos con quienes me encontraba no mostraban los mismos síntomas de terror que yo había visto durante la lucha. ¿Podría ser que todas las ciudades de Marte estuvieran gobernadas por estos monstruos infames?
Casi no tuve tiempo para reflexionar, pues el compartimiento pronto estuvo lleno, y el vehículo partió a una velocidad uniforme hacia el límite de la ciudad. Nos depositaron junto a un gran edificio en cuyo interior nos hicieron entrar. Aquí, los esclavos habían preparado una comida, y, como los demás, comí lo que me pusieron delante. Luego nos llevaron a uno de los dormitorios que no habían sufrido daños, y nos distribuyeron según el espacio disponible. Pasé la noche tendido en una hamaca, apretado junto a otros cuatro hombres.
Vino entonces un largo período de tiempo (tan penoso para mí que apenas puedo dominarme y relatarlo aquí), durante el cual se me asignó a un equipo de trabajo destinado a reparar las calles y edificios dañados. Había mucho que hacer, y, debido a que la población había disminuido, parecía qué nunca iba a dejar de trabajar en esta forma.
No había jamás ni la menor posibilidad de escape. Los monstruos nos vigilaban continuamente todos los días, y la aparente libertad de la ciudad, que nos había permitido a Amelia y a mí explorarla con tanto detalle, había desaparecido hacía rato. Ahora, solamente una pequeña sección de la ciudad estaba ocupada, y no sólo la patrullaban los vehículos sino que también la vigilaban las torres que no habían sido dañadas en el ataque. Estas últimas, estaban ocupadas por monstruos, quienes al parecer eran capaces de permanecer inmóviles en sus lugares durante horas seguidas.
Una gran cantidad de esclavos habían sido traídos a la ciudad, y se les asignaron los trabajos peores y más pesados. A pesar de ello, gran parte del trabajo que me tocó hacer fue arduo.
Me alegraba en cierta forma que el trabajo fuera apremiante, pues ello me ayudaba a no pensar demasiado en la situación de Amelia. Comencé a desear que hubiera muerto, pues no podía siquiera pensar en las horribles aberraciones a que esas criaturas obscenas la someterían si estaba viva a su merced. Pero al mismo tiempo no podía permitirme, ni por un instante, pensar que había muerto. La necesitaba viva, pues ella era mi raison d’étre. Siempre estaba presente en mis pensamientos, por más que me distrajeran los acontecimientos a mi alrededor, y por las noches permanecía despierto, atormentándome con un sentimiento de culpa y reproche. La quería y la necesitaba tanto que apenas pasaba una noche en la que no sollozara en mi hamaca.
No era ningún consuelo que el dolor de los marcianos fuera tan grande como el mío, ni que por fin comenzara yo a comprender las causas de su eterna amargura.
Pronto perdí la cuenta de los días, pero no podrían haber pasado menos de seis meses terrestres antes de que ocurriera un cambio dramático en mi situación. Un día, sin previo aviso, me obligaron a salir de la ciudad junto con otros doce hombres y mujeres. Un vehículo de los monstruos nos seguía.
Al principio pensé que nos llevaban a uno de los complejos industriales, pero poco después de abandonar la cúpula protectora de la ciudad nos dirigimos al Sur, cruzamos el canal por uno de los puentes. Adelante de nosotros vi que se elevaba el tubo del cañón de nieve.
Al parecer no había sufrido daños durante el ataque —o bien lo habían reparado eficientemente— pues junto a la boca había tanta actividad como la que Amelia y yo habíamos visto la primera vez. Al ver esto me desmoralicé, porque no me entusiasmaba la idea de tener que trabajar en la atmósfera enrarecida del exterior; no era el único que respiraba con dificultad mientras caminábamos, pero me parecía que los marcianos nativos debían estar mejor capacitados para trabajar al aire libre. El peso del bolso de Amelia —que llevaba conmigo a todas partes— constituía una carga más.
Caminamos hasta el corazón de la actividad: junto a la boca en sí. Para entonces yo estaba a punto de desplomarme, tan difícil era respirar. Cuando nos detuvimos descubrí que no era el único que sufría, pues todos los demás se sentaron sin fuerzas en el suelo. Yo hice lo mismo, tratando de dominar el furioso latir de mi corazón.
Tan concentrado estaba en mi malestar, que no había prestado atención a lo que sucedía a mí alrededor. Lo único que sabía era que el tubo del cañón estaba a unos veinte metros y que nos habíamos detenido junto a una multitud de esclavos.
Había dos marcianos de ciudad de pie, a un costado, y nos observaban con cierto interés. Cuando me di cuenta, los miré a mi vez y noté que en algunos aspectos se diferenciaban de los otros hombres que había visto aquí. Por lo pronto, parecían tener un porte muy firme, y sus ropas eran diferentes de las que usaban los demás. Eran prendas negras, de corte militar en extremo.
Aparentemente al mirarlos había atraído la atención hacia mí, porque un momento después los dos marcianos se acercaron y me hablaron. Interpreté mi papel de mudo y me quedé mirándolos. Su paciencia resultó escasa: uno de ellos se inclinó hacia mí y me hizo poner de pie. Me empujaron a un lado donde ya había tres esclavos separados. Entonces los dos marcianos se dirigieron hacia los demás esclavos, eligieron una muchacha joven, y la trajeron junto a nosotros.
Me intranquilizaba darme cuenta de que los cuatro esclavos y yo nos habíamos convertido en un centro de atención. Varios marcianos nos miraban, pero se apartaron dejándonos a nuestra suerte cuando los dos hombres de negro se acercaron a nosotros.
Dieron una orden y los esclavos se alejaron obedientemente. Los seguí de inmediato, deseoso aún de no parecer diferente. Nos llevaron hacia lo que a primera vista parecía ser un enorme vehículo. Al acercarnos, sin embargo, vi que se trataba en realidad de dos objetos, unidos por el momento.
Ambas partes eran cilíndricas. La más larga de las dos era en verdad la máquina más extraña que había visto durante mi estadía en Marte. Tenía alrededor de veinte metros de largo, y, aparte de tener la conformación general de un cilindro de unos seis metros de diámetro, no poseía una forma regular. A lo largo de su base había muchos grupos de patas mecánicas, pero en su mayor parte el exterior era liso. En varios lugares de la capa externa había perforaciones, por algunas de las cuales caía agua. En el otro extremo de la máquina había un caño largo y flexible que corría a través del desierto, por lo menos hasta el canal, curvado y enrollado en diversos lugares.
El más pequeño de los dos objetos era más simple para describir, porque su forma era fácil de identificar. Me resultaba tan conocido que mi corazón comenzó a latir enloquecido una vez más: ¡éste era el proyectil que dispararía el cañón!
Era cilíndrico en su mayor parte, pero tenía un extremo curvo y en punta. El parecido con un proyectil de artillería era sorprendente... ¡pero nunca habíamos tenido en la Tierra un proyectil de este tamaño! De un extremo al otro debía tener por lo menos quince metros de largo, con un diámetro de unos seis metros. La superficie exterior estaba bien pulida de modo que resplandecía bajo la brillante luz del sol. La uniformidad de la superficie se interrumpía sólo en un lugar, en el chato extremo posterior del proyectil. Allí había cuatro salientes, y a medida que nos acercamos comprobé que se trataba de cuatro cañones de calor como los que había visto usar a los monstruos. Los cuatro estaban dispuestos en forma simétrica: uno en el centro y los restantes formando un triángulo equilátero a su alrededor.
Los dos marcianos nos llevaron más adelante, hacia una escotilla abierta cerca de la nariz del proyectil. En este punto vacilé pues de pronto se hizo evidente que debíamos entrar. Los esclavos habían vacilado también y los marcianos levantaron sus látigos en forma amenazadora. Antes de que hubiera ningún otro movimiento, tocaron a uno de los esclavos en medio de los hombros. Gritó de dolor y cayó al suelo.
Otros dos esclavos se inclinaron de inmediato para levantar al hombre afectado, y luego, sin mayor dilación, subimos rápidamente por la rampa de metal hacia el interior del proyectil.
De este modo comencé mi viaje por los cielos de Marte.
Había siete seres humanos a bordo de esa nave: Los dos marcianos de negro que la conducían, los cuatro esclavos y yo.
El proyectil en sí estaba dividido en tres partes. Adelante de todo se encontraba el pequeño compartimiento donde se ubicaban los pilotos durante el vuelo. Inmediatamente detrás de éste, y separado por un tabique de metal, había un segundo compartimiento, y era allí donde nos habían conducido a los esclavos y a mí. En la parte de atrás de este compartimiento había una sólida pared de metal que separaba por completo esta parte de la nave de la parte principal. Ere allí donde viajaban los detestables monstruos y sus máquinas mortíferas. Todo esto lo descubrí de un modo que a su tiempo explicaré, pero primero debo describir el compartimiento en el que me encontraba.
Por casualidad había sido el último en entrar a la nave, y por ello era el que estaba más cerca del tabique. Los dos hombres a cargo de la nave gritaban instrucciones a otros hombres que estaban afuera; esto duró varios minutos, y me permitió examinar el lugar donde estábamos.
El interior de nuestro compartimiento estaba casi vacío. Las paredes eran de metal sin pintar, y, debido a la forma de la nave, el piso se curvaba hacia arriba hasta formar el techo. Suspendidos de arriba hacia abajo, si se entiende a qué me refiero, había cinco tubos de lo que parecía ser una tela transparente. Sobre la pared que separaba este compartimiento de la parte principal de la nave había algo que al principio pensé que era un gran armario o una cabina, cerrado por dos puertas. Noté que los esclavos se apartaban de allí, y como no sabía para qué era, yo también me mantuve a distancia.
La parte de adelante era pequeña y un poco apretada, pero lo que más me anonadaba era el despliegue de equipo científico que contenía. Había muy poco que yo pudiera entender, pero había un instrumento cuya función se hizo de inmediato evidente de por sí.
Era un gran panel de vidrio, colocado directamente delante de los pilotos. Estaba iluminado en alguna forma por detrás, de modo que sobre él se proyectaban imágenes, algo así como varias linternas mágicas que funcionaran al mismo tiempo. Estas imágenes mostraban una serie de vistas, las cuales atrajeron mi atención.
La mayor de las pantallas mostraba lo que había inmediatamente delante del proyectil; es decir que cuando la vi por primera vez, la ocupaba por completo la máquina que estaba conectada en ese momento a la nariz del proyectil. Además había imágenes de lo que sucedía a cada costado del proyectil y detrás del mismo. Otra pantalla mostraba el compartimiento donde me encontraba, y yo podía ver mi propia figura de pie junto al tabique. Me saludé a mí mismo con la mano durante un par de minutos, divertido con la novedad. La última mostraba lo que supuse era el interior de la parte principal de la nave, pero esa imagen estaba oscura y no era posible distinguir detalles.
Menos interesantes que este panel eran los otros instrumentos, de los cuales los más grandes estaban agrupados delante de otros dos tubos transparentes y flexibles que colgaban de arriba hacia abajo en el compartimiento.
Finalmente los hombres que estaban junto a la escotilla terminaron con sus instrucciones, y se retiraron. Uno de ellos hizo girar una rueda, y la puerta de la escotilla fue subiendo despacio hasta que estuvo al ras con el resto del casco. Entonces, nuestra única fuente de luz natural quedó sellada, y se encendieron luces artificiales. Ninguno de los dos hombres nos prestó atención, pero en cambio cruzaron hasta los controles.
Miré a los esclavos que estaban conmigo en el compartimiento. La muchacha y uno de los hombres estaban de cuclillas en el piso, mientras el tercero trataba de tranquilizar al que habían alcanzado con el látigo. Este último se encontraba en pésimas condiciones: estaba temblando, fuera de control, y había perdido el uso de los músculos faciales de modo que sus ojos estaban sin vida, y caía saliva de sus labios. Volví a mirar las imágenes y vi que al encenderse las luces artificiales, sé podía ver la parte principal de la nave. Allí, apretados de manera al parecer intolerable, estaban los monstruos. Conté cinco en total, y cada uno se había instalado ya en una versión más amplia de los tubos de tela transparente que ya había visto. Ver a estos seres repugnantes colgados en esa forma no producía menos horror por el hecho de resultar ligeramente cómico.
Al mirar los demás paneles comprobé que aún había una gran actividad alrededor del proyectil. Al parecer varios cientos de personas afuera, en su mayoría esclavos, estaban ocupados apartando varias piezas de equipo pesado que se encontraban alrededor de la boca del cañón.
Pasaron muchos minutos sin que hubiera movimiento alguno dentro de la nave. Los dos hombres de los controles estaban dedicados a verificar el funcionamiento de sus instrumentos. Entonces, de pronto, todo el proyectil se sacudió, y, al mirar los paneles, vi que nos movíamos despacio hacia atrás. Otra pantalla mostraba lo que sucedía en la parte posterior de la nave: nos estaban llevando lentamente hacia arriba por la rampa, hacia la boca del cañón.
El vehículo con patas articuladas ajustado a la nariz de la nave parecía controlar la operación. Cuando el proyectil en sí era introducido dentro de la boca del cañón, noté dos cosas más o menos al mismo tiempo. La primera fue que la temperatura dentro de la nave descendía de inmediato, como si de algún modo enfriaran artificialmente el metal del tubo, y absorbieran de ese modo el calor del proyectil; la segunda fue que en el panel que enfocaba al frente vi grandes cantidades de agua rociadas desde el vehículo de control. El aro que arrojaba el agua rotaba en torno al cuerpo principal del vehículo, pues los chorros de agua giraban. Hasta aquí pude ver mientras entrábamos en el tubo, pero pocos segundos después habíamos avanzado tanto que el propio vehículo de control entró en el tubo y bloqueó así la luz del sol.
Ahora, si bien había algunos focos eléctricos fijados en las paredes del cañón, se podía ver muy poco en los paneles. Aun así, a través del casco de metal del proyectil, podía oír apenas el sonido sibilante del agua a nuestro alrededor.
La temperatura dentro del proyectil continuó decreciendo. Pronto me pareció que hacía tanto frío como la primera noche que Amelia y yo pasamos en el desierto, y de no haber estado acostumbrado desde hacía rato a este mundo helado y hostil, habría creído que iba a morir congelado. Me empezaron a castañetear los dientes cuando oí un sonido que había aprendido a temer: la voz áspera y ronca de los monstruos, que salía de un enrejado en la cabina de control. Poco después vi que uno de los hombres encargados de la nave tiraba de una palanca, y en seguida una corriente de aire tibio se esparció por el compartimiento.
De modo que continuó nuestro largo trayecto hacia abajo por el tubo del cañón. Luego de los primeros momentos, en que los hombres en la cabina de control trabajaron intensamente, no quedó mucho que hacer para nadie salvo esperar a que la operación hubiera terminado. Yo pasé el rato observando a los monstruos en la bodega: el que estaba más cerca de mí, en la pantalla, parecía mirar directamente hacia mí, con sus fríos ojos sin expresión.
Cuando finalizó la operación no hubo ninguna ceremonia. Simplemente llegamos a lo más profundo del tubo —donde ya habían colocado un sólido trozo de hielo, bloqueando el camino— y esperamos a que el vehículo de control terminara su operación de rociado. Miré el panel que mostraba la parte posterior de la nave, y vi que el proyectil había quedado a pocos centímetros del trozo de hielo.
De aquí en adelante, el resto de la operación se llevó a cabo con rapidez y sin dificultades. El vehículo de control se separó del proyectil, y salió velozmente del tubo. Sin la carga de la nave el vehículo viajaba mucho más rápido, y a los pocos minutos había dejado libre la boca del cañón.
En la pantalla del frente podía ver todo a lo largo del tubo, hasta un pequeño punto de luz bien en el extremo. El tubo entre nosotros y la luz del día había sido revestido de una gruesa capa de hielo.
Otra vez surgió la voz de los monstruos a través del enrejado, y los cuatro esclavos que estaban conmigo se apuraron a obedecer. Corrieron hacia los tubos flexibles, y ayudaron al herido a llegar al suyo. Vi que, en la cabina de control, los otros dos hombres estaban ubicándose dentro de los tubos que había delante de los controles, y comprendí que yo también debía obedecer.
Miré a mi alrededor y vi que uno de los tubos transparentes estaba situado en tal posición que permitía observar la cabina de control, pero uno de los esclavos ya estaba tratando de ocuparlo. No quería perder la ventaja de poder observar los procedimientos, de modo que tomé al esclavo del hombro y agité los brazos con enojo. Sin vacilar el esclavo se alejó de mí atemorizado, y se acercó a otro tubo.
Recogí el bolso de Amelia y me introduje en el tubo a través de un pliegue de la tela, preguntándome qué me esperaría. Cuando estuve dentro, el tubo me envolvió como una cortina. Me llegaba aire desde arriba y a pesar de la sensación de encierro total, podía soportarlo.
El panorama, que tenía era más limitado, pero aún podía ver tres de las pantallas: las que enfocaban a proa y a popa, y una de las del costado. Esta última, por supuesto, estaba oscura por el momento, pues lo único que mostraba era la pared del tubo.
Repentinamente el proyectil se sacudió, y al mismo tiempo me sentí empujado hacia atrás. Traté de dar un paso para mantener el equilibrio, pero la tela transparente me envolvía por completo. En realidad, comenzaba a comprender parte de la función de este tubo, pues a medida que levantaban la bocal del cañón el tubo me apretaba más y así me sostenía. Cuanto más levantaban el cañón, tanto más me envolvía el tubo, hasta el punto de que cuando la inclinación llegó a su fin, no podía hacer ningún movimiento en absoluto. Estaba tendido ahora con la mayor parte de mi peso sostenida por el tubo, pues, aunque mis pies todavía tocaban el suelo, el cañón había sido levantado hasta casi formar un ángulo de cuarenta y cinco grados.
En cuanto nos detuvimos vi una llamarada de luz en el panel de popa, y hubo una tremenda sacudida. Sentí sobre mí una presión grande y el tubo transparente me apretó todavía más. Aún así la fuerza de la aceleración me comprimía como con una enorme mano.
Después de la primera sacudida no hubo ninguna sensación perceptible de movimiento aparte de la presión, pues el hielo estaba colocado con gran precisión y pulido como un espejo. Miré el panel de popa y sólo vi tinieblas atravesadas por cuatro rayos de luz blanca; adelante, el punto de luz en la boca del cañón se aproximaba. Al principio apenas se podía distinguir su aparente acercamiento, pero a los pocos segundos se desplazaba hacia nosotros cada vez con mayor velocidad.
Entonces salimos del cañón; de inmediato la presión desapareció, y las tres pantallas que yo podía ver se iluminaron con imágenes brillantes.
En la pantalla que enfocaba hacia atrás pude ver durante algunos segundos el cañón que se alejaba y una nube de vapor que escapaba de su boca; en el panel lateral vislumbré imágenes de tierra y cielo girando en un torbellino; en la pantalla de proa sólo podía ver el azul profundo del cielo.
Creí que por fin podría abandonar la protección del tubo sin peligro, y traté de salir, pero descubrí que todavía me sujetaba con fuerza. Había una terrible sensación de vértigo girando en mi cabeza, como si estuviera cayendo de una gran altura, y por último sentí con toda su fuerza los terrores de un encierro sin salida; estaba en verdad atrapado en este proyectil, imposibilitado para moverme, rodando por el cielo.
Cerré los ojos y respiré hondo. El aire que corría dentro del tubo era fresco, y me tranquilizó saber que no estaba planeado que muriera allí.
Respiré hondo una segunda vez y luego una tercera, tratando de mantener la calma.
Al rato abrí los ojos. Dentro del proyectil nada había cambiado hasta donde yo podía ver. Las imágenes en las tres pantallas eran parejas: cada una mostraba el azul del cielo, pero en la de popa podía ver algunos objetos que flotaban detrás de la nave. Me pregunté durante un instante qué podrían ser, pero luego reconocí los cuatro cañones de calor disparados sobre el hielo dentro del tubo. Como los habían desechado supuse que ya no tenían ninguna otra función.
El hecho de que la nave giraba despacio sobre su eje se hizo evidente algunos segundos más tarde, cuando el panel lateral enfocó el horizonte del planeta, balanceándose hacia arriba, atravesado en la pantalla. Poco después todo el panel se inundó con una vista de la superficie, pera estábamos a tanta altura que resultaba casi imposible distinguir detalles. Estábamos pasando sobre lo que parecía una región seca y montañosa, pero era obvio que en algún momento hubo allí una gran guerra, pues el suelo estaba cubierto de cráteres. Luego la nave volvió a girar, de modo que el cielo ocupó otra vez la imagen.
Por la pantalla de proa me di cuenta de que la nave debía haberse estabilizado, porque se podía ver el horizonte. Supuse que estábamos ahora en vuelo horizontal, aunque la nave continuaba rotando sobre su eje, lo que resultaba evidente por el hecho de que el horizonte giraba en forma confusa. Los hombres que controlaban la nave debían tener algún medio para corregir esto, porque oí una serie de sonidos sibilantes y poco a poco el horizonte se estabilizó.
Había pensado que una vez en vuelo no me esperarían más sorpresas, de modo que me alarmé mucho algunos minutos después, cuando hubo una fuerte explosión y una brillante luz verde inundó todos los paneles que podía ver. La llamarada duró un instante, pero otra la siguió segundos más tarde. Como había visto esas llamaradas verdes en las horas previas a la invasión, creí al principio que debían estar atacándonos, pero entre cada explosión, la atmósfera dentro de la nave se mantenía en calma. La frecuencia de estas explosiones verdes aumentó hasta que casi llegaron a ser una por segundo, ensordecedoras. Luego cesaron por un rato, y vi que se inclinaba en forma drástica la trayectoria del proyectil. Durante un instante vi en el panel de proa la imagen de una gran ciudad en el terreno debajo de nosotros, entonces hubo otro estallido de fuego verde que continuó ardiendo fuera de la nave, y todo quedó oscurecido por su brillo. En medio de esa luz atronadora y fulminante, sentí que la tela transparente me apretaba... y la última impresión que tuve fue de una casi insoportable desaceleración, seguida por un tremendo impacto.