Capítulo 13 UNA BATALLA DE TITANES

I

De mi desmayo, debo haber pasado naturalmente, al sueño, porque no recuerdo las horas que siguieron.

Cuando por fin desperté, estaba tranquilo, y durante algunos minutos no recordé los horribles sucesos que había presenciado. No obstante, tan pronto como me incorporé me vi frente a los cuerpos de los dos marcianos de la ciudad, y todo volvió a mi memoria con vividos detalles.

Consulté mi reloj. Lo había mantenido con cuerda, porque había descubierto que la duración del día marciano era casi la misma que la del día terrestre y, aunque en Marte no era necesario conocer la hora exacta, era un elemento útil para llevar cuenta del tiempo transcurrido. Vi así que había estado a bordo del proyectil más de doce horas. Cada minuto que permanecía dentro de sus confines me recordaba lo que había visto y hecho, de modo que me encaminé directamente a la escotilla y traté de abrirla. Había visto cómo la cerraban, de modo que supuse que si realizaba los movimientos en orden inverso bastaría para abrirla. No fue así; después de moverse unos centímetros, el mecanismo se trabó. Perdí varios minutos tratando de lograr mi propósito, antes de abandonar mis esfuerzos.

Miré la cabina a mí alrededor, pensando por primera vez que muy bien podría encontrarme atrapado aquí. Era una idea aterradora y el pánico comenzó a invadirme; caminé angustiado de un lado para otro.

Por fin, se impuso el buen sentido y me dediqué a realizar un examen minucioso y sistemático de la cabina.

En primer término, examiné los controles, esperando encontrar allí alguna forma de poner en funcionamiento los paneles indicadores, para poder ver dónde había descendido la nave. Como no tuve éxito (el impacto del descenso parecía haber roto los mecanismos), volví mi atención a los controles de vuelo propiamente dichos.

Aunque a primera vista parecía haber una asombrosa confusión de palancas y ruedas, pronto noté que había ciertos instrumentos instalados dentro de los tubos de presión transparentes. Fue en estos tubos que los marcianos habían cumplido el vuelo, de modo que era lógico pensar que habrían debido poder controlar la trayectoria desde su interior.

Separé el material con la mano (ahora que el vuelo había terminado estaba muy fláccido), e inspeccioné esos instrumentos.

Estaban sólidamente construidos —presumiblemente para soportar las distintas presiones de lanzamiento y del impacto final— y su diseño era simple. Sobre el piso se había levantado una especie de estrado, donde se habían instalado dichos instrumentos. Aunque había ciertos cuadrantes con agujas, cuya función ni siquiera me imaginaba, los dos controles principales eran palancas de metal. Una de ellas tenía notable semejanza con la palanca de la Máquina del Tiempo de Sir William: estaba montada sobre pivotes y podía ser movida hacia proa o hacia popa, o a derecha o izquierda. La empuñé, para probar, y la moví alejándola de mí. De inmediato hubo un ruido en otro sector del casco y la nave vibró ligeramente.

La otra palanca estaba coronada por una pieza de una sustancia verde brillante. Ésta tenía un solo movimiento aparente —hacia abajo—, y tan pronto como apoyé la mano sobre ella hubo una tremenda explosión fuera del casco y fui despedido de mi lugar por un movimiento repentino y brusco de toda la nave.

Cuando me puse de pie nuevamente, comprendí que había descubierto el dispositivo que lanzaba los destellos verdes que habían controlado nuestro aterrizaje.

Al comprender, por fin, que el proyectil todavía funcionaba, aunque momentáneamente estaba detenido, decidí que sería mejor que me concentrara en huir.

Volví a la escotilla y renové mis esfuerzos por hacer girar la rueda. Con gran sorpresa, vi que el mecanismo estaba más libre y que la escotilla se había movido unos centímetros más, antes de atascarse otra vez. Al moverse, penetró por la abetura una cantidad de grava y polvo seco. Esto me dejó perplejo, hasta que comprendí que, coma consecuencia del impacto del descenso, gran parte de la nave, y ciertamente la proa, se habría hundido en el suelo.

Reflexioné sobre este hecho con cierto detenimiento, y luego cerré la escotilla. Volví a los controles y entonces, afirmándome, oprimí la palanca que tenía el extremo verde.

Segundos más tarde, algo ensordecido y caminando con cierta inestabilidad, volví a la escotilla. Todavía estaba atascada, pero tenía más juego que antes.

Tuve qué realizar cuatro intentos más antes de que la escotilla se abriera lo suficiente como para que cayera un pequeño alud de polvo y piedras, y se viera, por la abertura, la luz del día. Me demoré sólo lo suficiente para recoger el bolso de Amelia, y luego me deslicé por la abertura, hacia la libertad.

II

Después de una larga ascensión por tierra suelta, utilizando como apoyo la masa sólida del casco, alcancé la parte superior de esa pared de tierra.

Vi que el proyectil, al aterrizar, había formado un vasto foso en el cual descansaba ahora. Había lanzado por todas partes grandes montones de tierra, y se veían jirones de humo verde y acre, presumiblemente producido como resultado de mis esfuerzos por abrir la escotilla. No tenía forma de saber hasta qué profundidad se había hundido el proyectil al hacer impacto, aunque me imaginaba que yo lo había desplazado de su posición original al huir de él.

Caminé hasta el extremo posterior del proyectil, que sobresalía del terreno y se elevaba sobre suelo virgen. Los monstruos habían abierto la gran escotilla que formaba la pared posterior del proyectil, y la bodega principal —que ahora vi que ocupaba la mayor parte del volumen de la nave— estaba vacía, tanto de seres como de sus máquinas. El borde inferior de la abertura estaba a sólo cincuenta centímetros del suelo, de modo que era fácil entrar a la bodega. Y eso hice.

Era cosa de un momento recorrer la cavernosa bodega y examinar las evidencias de la presencia de los monstruos; sin embargo, pasó casi una hora antes de que saliera de la nave. Encontré que mi cálculo anterior había sido exacto: en la bodega había espacio para cinco monstruos. También había habido a bordo varios vehículos, porque vi muchos mamparos y abrazaderas fijos en el casco de metal, donde se los había asegurado.

En lo más profundo de la bodega, contra la pared que la separaba de la sección de proa, encontré un gran pabellón, cuya forma y volumen indicaban, sin lugar a dudas, que estaba destinado a los monstruos. Con cierto titubeo espié en su interior... y retrocedí al momento.

Allí estaba el mecanismo que hacía funcionar la cabina de sangría del compartimiento de los esclavos, porque vi una cantidad de lancetas y pipetas, unidas por tubos transparentes a un gran depósito de vidrio que todavía contenía gran cantidad de sangre.

¡Era con este dispositivo que estos vampiros mataban a los humanos!

Me dirigí hacia el extremo abierto dé la bodega y vacié mis pulmones de ese hedor. Estaba totalmente anonadado por lo que había encontrado, y todo mi cuerpo temblaba de asco.

Poco más tarde volví al interior de la nave. Pasé a examinar los diversos elementos que los monstruos habían dejado tras de sí, y al hacerlo hice un descubrimiento según el cual las complejas maniobras que había realizado para escapar parecían innecesarias. Encontré que el casco del proyectil tenía, en realidad, una doble pared, y que por ella se extendía, desde la bodega principal, una red de pasajes angostos que recorrían la mayor parte de la longitud de la nave. Trepando por ellos llegué finalmente a la cabina de control, a través de una puerta trampa instalada en el piso.

Los cuerpos de los dos marcianos humanos eran suficiente recuerdo de lo que había visto a bordo del proyectil, de modo que sin más demora volví a la bodega principal por los pasajes del casco. Estaba por saltar al suelo del desierto cuando se me ocurrió que en este mundo peligroso bien podía ir armado, de modo que revisé la bodega para ver si encontraba algo que pudiera servir de arma. No había mucho que elegir, ya que los monstruos se habían llevado consigo todos los elementos transportables... pero luego recordé las lancetas del pabellón de sangría.

Llené mis pulmones con aire fresco y luego me apresuré a llegar hasta el pabellón. Allí encontré que las lancetas estaban sujetas mediante una sencilla vaina, de modo que elegí una de poco más de veinte centímetros de largo. La destornillé, la limpié en la tela de uno de los tubos de presión y la coloqué en el bolso de Amelia. Luego, por fin, me apresuré a salir de la nave y me lancé al desierto.

III

Miré a mí alrededor, preguntándome hacia dónde debería encaminarme para hallar refugio. Sabía que estaba cerca de otra ciudad, porque la había visto en el panel en el momento de descender, pero no sabía dónde se encontraba.

Miré primeramente hacia el sol, y vi que estaba cerca del cenit. Al principio eso me confundió, porque el proyectil había sido lanzado ese día a mediodía y yo había dormido sólo unas horas, pero luego comprendí la distancia que debía haber recorrido la nave. La habían lanzado en dirección al Oeste, ¡de modo que ahora debía encontrarme al otro lado del planeta, y en el mismo día!

No obstante, lo importante era que todavía faltaban varias horas hasta que cayera la noche.

Me alejé del proyectil hacia una saliente de roca situada a unos quinientos metros de distancia. Era el lugar más elevado que pude ver, y pensé que desde ese pico podría observar toda la región.

No me ocupaba de lo que me rodeaba: mantenía los ojos fijos en el terreno que se extendía delante de mí. No me sentía exaltado por mi huida, y en realidad estaba muy triste; era una emoción familiar, porque había vivido con ese sentimiento desde el día que me habían arrebatado a Amelia en la Ciudad Desolación. No había nada que me la hubiera hecho recordar. Sencillamente, ahora que no tenía una preocupación inmediata, mis pensamientos volvían inevitablemente hacia ella.

Fue así que estaba a mitad de camino hacia las rocas cuando noté lo que sucedía a mi alrededor.

Vi que habían aterrizado muchos proyectiles más. Ante mi vista había una docena de ellos, y a un lado pude ver tres vehículos de superficie, con patas, agrupados. De los monstruos mismos, o de los humanos que los habían traído hasta aquí, no había rastro alguno, aunque sabía que la mayor parte de los monstruos probablemente se encontraba ya sentada en el interior de las cubiertas blindadas de sus vehículos.

Mi presencia solitaria no atrajo la atención de nadie mientras yo cruzaba trabajosamente la arena rojiza. A los monstruos les interesaban muy poco las actividades de los humanos, y a mí no me interesaba nada la de ellos. Mi única esperanza era localizar la ciudad, de modo que continué mi camino hacia las rocas.

Allí me detuve por un momento, observando a mi alrededor. La superficie de las rocas era quebradiza, y al apoyar todo mi peso en una saliente que estaba a poca altura se desprendieron diminutas partículas de roca aluvial.

Escalé con cuidado, compensando mi peso con el bolso de Amelia.

Cuando estaba a unos siete metros sobre el nivel del suelo del desierto, llegué a un ancho escalón en las rocas, y allí descansé unos segundos.

Observé el desierto, y vi los enormes cráteres abiertos por los proyectiles al aterrizar y los extremos chatos y abiertos de los proyectiles en sí. Miré en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, pero no se veía señal de la ciudad. Recogí nuevamente el bolso y continué escalando hacia la cima, rodeando las rocas.

El afloramiento rocoso era más grande de lo que había supuesto en el primer momento, y me tomó varios minutos llegar hasta el otro lado. Allí las rocas estaban más desprendidas y mi posición era muy precaria.

Llegué a una gran protuberancia rocosa, tanteando mi camino a lo largo de una angosta saliente. Al pasar ese obstáculo me detuve estupefacto.

¡Directamente delante de mí —y, por coincidencia, obstaculizando mi visión del desierto— estaba la plataforma de una de las torres de vigilancia!

Me sorprendió tanto verla aquí, que no tuve ninguna sensación de peligro. La estructura estaba quieta; la ventanilla oval y negra estaba en el lado opuesto al que yo veía, de modo que aunque hubiera un monstruo en el interior, mi presencia pasaría inadvertida.

Miré hacia la superficie de la roca, en la dirección en la cual había estado escalando, y vi que había allí una profunda hendidura. Me incliné hacia adelante, sosteniéndome con una mano, y miré hacia abajo; estaba ahora a unos quince metros sobre el nivel del desierto, y allí la roca estaba cortada a plomo. La única forma de bajar era desandando el camino por el que había subido. Titubeé, sin saber qué hacer.

Estaba seguro de que había un monstruo dentro de la plataforma de la torre, pero no podía decir por qué razón permanecía allí, a cubierto de las rocas. Recordé las torres de la ciudad: en épocas normales parecía que se las dejaba que trabajaran mecánicamente. Me preguntaba si ésta era una de ellas. Evidentemente, el hecho de que esta plataforma estuviera inmóvil reforzaba mi idea de que la plataforma estaba desocupada. Además, su misma presencia me impedía lograr el objetivo de mi ascensión. Necesitaba localizar la ciudad y, desde donde me veía obligado a permanecer debido a la configuración de las rocas, la torre obstaculizaba mi visión.

Mirando otra vez la plataforma de la torre, me preguntaba si podría aprovecharla para mis fines.

Nunca había estado antes tan cerca de una de ellas como en este momento, y los detalles de su construcción me resultaron de sumo interés. Alrededor de la base de la plataforma en sí había una saliente de unos sesenta centímetros de ancho; allí podía pararse cómodamente una persona, y realmente estaría más segura de lo que estaba yo en mi posición actual en las rocas. Por encima de esta saliente se encontraba el cuerpo de la plataforma en sí: un cilindro ancho y bajo, con techo inclinado, de unos dos metros de alto en la parte posterior y de alrededor de tres metros en el frente. El techo propiamente dicho era algo abovedado, y alrededor de una parte de su circunferencia había una barandilla a un metro de altura, aproximadamente. En la pared posterior había tres peldaños de metal, que aparentemente facilitaban la entrada a la plataforma propiamente dicha y la salida de ella, puesto que en un lugar del techo, directamente encima de ellos había una gran escotilla, que en ese momento estaba cerrada.

Sin perder más tiempo, me tomé de los peldaños y me alcé hasta colocarme sobre el techo, con el bolso de Amelia colgando delante de mí. Me puse de pie y avancé decididamente hacia la barandilla, asiéndome de ella con la mano que me quedaba libre. Ahora, por fin, tenía una visión completa del desierto.

Lo que vi es algo que ningún hombre había tenido ante sus ojos hasta ese momento.

Ya he descrito lo llana y desértica que es una gran parte del suelo marciano; que hay también regiones montañosas lo había comprobado al verlo desde el proyectil en vuelo. Lo que hasta ese momento no había observado era que, en algunas partes del desierto, se alzaban en la planicie, montañas aisladas, de una altura y ancho tal que no tenían paralelo en la Tierra.

Una de ellas se elevaba delante de mí.

Ahora, por temor de que mis palabras los induzcan a error, debo modificar de inmediato mi descripción, porque mi primera impresión de esta montaña fue que su magnitud era bastante insignificante. En realidad, lo que primero atrajo mi atención fue la ciudad que había estado buscando, que estaba situada a unos ocho kilómetros de donde me encontraba. La vi a través de la atmósfera marciana, límpida como el cristal, y aprecié que estaba construida en una escala que superaba en mucho la de la Ciudad Desolación.

Sólo después de haber determinado la dirección en que debía viajar y la distancia que tendría que recorrer para llegar hasta ella, miré a lo lejos, más allá de la ciudad, hacia las montañas contra cuyas laderas inferiores estaba construida.

A primera vista, esta montaña parecía ser el comienzo de una meseta redondeada; no obstante, en lugar de tener la superficie superior bien definida, las cumbres tenían contornos vagos y confusos. Al irse adaptando mis sentidos, comprendí que esta falta de definición se debía a que yo miraba a lo largo de la superficie misma de la ladera de la montaña. ¡Tan grande era esta última, en realidad, que la mayor parte de ella se encontraba más allá del horizonte, de modo que su altura competía con la curvatura del planeta! En la lejanía, podía distinguir apenas lo que debía haber sido la cumbre de la montaña: blanca y cónica, con jirones de vapor que salían del cráter volcánico.

La cumbre parecía tener sólo unos pocos miles de metros de altura; teniendo en cuenta el hecho de la curvatura del planeta, ¡me atrevería a decir que un cálculo más exacto de la altura total sería de quince mil o veinte mil metros sobre el nivel del terreno! Una escala física de ese tipo estaba casi más allá de la capacidad de comprensión de una persona de la Tierra, y pasaron varios minutos antes de que me resignara a aceptar lo que veía.

Me estaba preparando para volver a las rocas e iniciar el descenso hasta el suelo, cuando noté un movimiento a cierta distancia, a mi izquierda.

Vi que se trataba de uno de los vehículos con patas, que se movía lentamente por el desierto en dirección a la ciudad. No estaba solo; en realidad, había varias docenas de esos vehículos, aparentemente traídos por la gran cantidad de proyectiles que yacían diseminados por el desierto.

Lo que es más, había veintenas de torres de vigilancia, algunas cerca de los vehículos, otras a cubierto, como la torre en que yo estaba encaramado, junto a uno u otro afloramiento de rocas, de los cuales había varios entre el punto donde yo me encontraba y la ciudad.

Hacía tiempo que había comprendido que el vuelo en el cual había participado era una misión militar, como represalia por la invasión a la Ciudad Desolación. También había supuesto que el blanco habría de ser un enemigo pequeño, porque había visto el poderío de esos invasores y no pensé que alguien buscaría tomar venganza contra ellos. Pero no fue así. La ciudad contra la cual se alineaban los vehículos era inmensa, y cuando la observé apenas pude determinar cuál era la magnitud de sus defensas. Por ejemplo, los límites exteriores de la ciudad parecían un bosque de torres de vigilancia que rodeaban el perímetro con tanta densidad en algunos lugares que parecía que formaban una empalizada. Además, el terreno estaba infestado de vehículos de combate, que pude ver en formaciones ordenadas, como negros soldados metálicos en un desfile.

Contra esto se enfrentaba la lastimosa fuerza atacante en cuyo bando me encontraba por accidente. Conté sesenta vehículos de superficie, y alrededor de cincuenta torres de vigilancia.

Tan fascinado estaba por el espectáculo de una inminente batalla, que por un momento olvidé dónde estaba parado. En verdad, especulaba acerca del papel que desempeñarían las torres de vigilancia, ¡sin pensar que si no me apartaba de allí, con seguridad pronto lo iba a averiguar! Mi opinión era que los vehículos con patas avanzarían para atacar la ciudad, mientras que las torres de vigilancia se quedarían para defender los proyectiles.

Al principio pareció ser así. Los vehículos avanzaron lentamente, pero sin pausa, hacia la ciudad y las torres de vigilancia, que no estaban a cubierto de las rocas, comenzaron a elevar sus plataformas hasta la altura máxima de veinte metros que permitían sus patas.

Decidí que era el momento de abandonar mi observatorio, y me volví para mirar las rocas, todavía asido a la barandilla.

En ese momento sucedió algo que jamás podía haber previsto. Oí un ligero ruido a mi derecha, y miré a mi alrededor sorprendido. Por allí, emergiendo por detrás de la pared vertical de las rocas, avanzaba hacia nosotros una torre de vigilancia.

Caminaba: ¡los tres ejes metálicos que formaban las patas de la torre se movían extrañamente debajo de la plataforma, dando largos pasos!

La torre en que me encontraba se puso en marcha repentinamente, y nos inclinamos hacia adelante. Por todas partes, a mi alrededor, las otras torres de vigilancia levantaron sus patas del terreno pedregoso y avanzaron con grandes pasos detrás de los vehículos de superficie.

Era demasiado tarde para saltar a lugar seguro en las rocas: ya estaba a casi siete metros de ellas. ¡Me así de la barandilla con todas mis fuerzas, porque la torre de vigilancia me llevaba a grandes pasos hacia la batalla!

IV

No servía de nada recriminarme a mí mismo por mi falta de previsión, esa máquina increíble se movía ya a una velocidad de alrededor de treinta kilómetros por hora, y continuaba acelerando. El aire atronaba en mis oídos y mi cabello flameaba en el viento. Los ojos me lloraban.

La torre de vigilancia que había estado junto a la mía en las rocas marchaba a pocos metros delante de nosotros, pero nos manteníamos a su misma velocidad. Debido a ello, pude ver la forma en que ese artefacto daba sus pasos tan desgarbados. Vi que no era nada menos que una versión más grande de las tres patas que propulsaban a los vehículos de superficie, pero en este caso el efecto era sorprendente por lo extraño del movimiento. Al avanzar a gran velocidad no había nunca más de dos patas en contacto con el suelo en cualquier momento dado, y ello sólo durante un fugaz instante. El peso se transfería continuamente de una pata a la siguiente, mientras las dos restantes se levantaban y avanzaban. A ese efecto, la plataforma que estaba en la parte superior se inclinaba ligeramente hacia la derecha, pero la suavidad misma del movimiento indicaba que había algún tipo de mecanismo de transmisión debajo de la plataforma que absorbía las irregularidades pequeñas del suelo. Me sentía muy poco seguro de mi precaria posición, pero por el momento la firmeza con que me asía de la barandilla era suficiente para asegurarme.

En la excitación del momento, me maldije por no haberme dado cuenta de que estas torres en sí debían ser móviles. Era verdad que no había visto nunca una en movimiento, pero tampoco ninguna de mis especulaciones acerca del uso que se les daba había tenido sentido en absoluto.

Todavía continuábamos acelerando, moviéndonos en una amplia formación hacia la ciudad enemiga.

A la vanguardia marchaba una línea de vehículos. A ambos flancos había cuatro torres. Detrás de ellos, extendidos en una segunda línea de casi un kilómetro de largo, había otros diez vehículos de superficie. El resto, incluida la torre donde yo me encontraba aferrado con desesperación, seguía detrás, en formación abierta. Nos movíamos ya a una velocidad tal que las patas lanzaban una nube de arena y polvo que me golpeaba la cara. Mi máquina continuaba corriendo con una marcha suave, y su motor zumbaba dando una sensación de gran poder.

En menos de un minuto, aproximadamente, marchábamos a la velocidad máxima que podría alcanzarse con un tren a vapor, y a partir de ese momento la velocidad se mantuvo constante. Ya no se trataba de huir de esta espantosa situación; todo lo que podía hacer era mantenerme de pie y tratar de no ser despedido.

¡Mi caída casi se vio anticipada cuando, sin previo aviso, se abrió entre mis pies una plancha de metal! Con gran esfuerzo me aparté hacia un lado, dando gracias por el hecho de que el movimiento de la máquina fuera constante, y observé con incredulidad que por la abertura aparecía un inmenso artefacto de metal, montado sobre tubos telescópicos. Cuando pasó a pocos centímetros de mi cara, vi con horror que el objeto montado sobre el dispositivo telescópico era el tubo de un cañón de calor. Continuó elevándose hasta que sobresalió dos metros y medio, o más, por encima del techo de la torre.

Delante de nosotros, vi que las otras torres también habían asomado sus cañones, ¡y nos lanzamos directamente hacia adelante por el desierto, en esta extraordinaria carga de caballería!

La arena lanzada por los vehículos que nos precedían casi me enceguecía, de modo que durante uno o dos minutos no pude ver más que las dos torres que avanzaban velozmente delante de la mía. Los vehículos de vanguardia debían haber girado a la derecha y a la izquierda en forma repentina, porque sin previo aviso la nube de polvo se abrió y pude ver directamente hacia adelante.

¡Como resultado del cambio de dirección de los vehículos de vanguardia, nos vimos lanzados a la primera línea de combate!

Delante de mí podía ver las máquinas de la ciudad atacada, que cruzaban el desierto para enfrentarnos. ¡Y qué máquinas eran! Había pocos vehículos de superficie, pero los defensores avanzaban confiados hacia nosotros, en sus torres. Apenas podía creer lo que veía. Estas máquinas de guerra empequeñecían sobradamente las que estaban de mi lado, elevándose como mínimo a treinta metros de altura.

Las más cercanas estaban ahora a cerca de medio kilómetro de distancia y se aproximaban a cada segundo.

Observé atónito a estos titanes avanzar hacia nosotros con tanta facilidad. La construcción que coronaba las tres patas no era una plataforma desnuda, sino una compleja maquinaria de enorme tamaño. Sus paredes estaban abarrotadas de dispositivos con funciones inconcebibles y, donde las torres de vigilancia más pequeñas tenían la ventana negra ovalada, había una serie de ventanillas multifacéticas que destellaban y relucían a la luz del sol. Brazos colgantes articulados, como los de las arañas mecánicas, se movían amenazadores a medida que las máquinas de guerra avanzaban, y por cada una de las articulaciones de esas increíbles patas brotaban destellos de color verde brillante con cada movimiento que realizaban.

¡Ahora estaban casi sobre nosotros! Una de las torres que corría a la derecha de la mía comenzó a disparar con su cañón de calor, pero sin éxito. Un instante después, otras torres de mi lado dispararon contra esos defensores gigantescos. Hicieron muchos impactos, como lo demostraban las bolas de fuego que brillaban momentáneamente contra la plataforma superior del enemigo, pero no abatieron ninguna de las máquinas de guerra. Éstas continuaron avanzando hacia nosotros, conteniendo su fuego pero desviándose a un lado y a otro, mientras sus delgadas patas de metal pisaban con gracia y ligereza sobre el suelo rocoso.

Sentí un hormigueo en todo mi cuerpo y un estampido sobre mi cabeza. Miré hacia arriba y vi un extraño fulgor alrededor de la boca del cañón de calor; debía estar disparando contra los defensores. En el momento que me tomó mirar hacia arriba, las máquinas de guerra de los defensores habían pasado nuestras líneas, todavía conteniendo su fuego, y la torre de vigilancia sobre la cual me encontraba giró bruscamente a la derecha.

Se inició entonces una serie de maniobras de ataque y de tácticas evasivas que a la vez que me hicieron temer por mi vida me dejaron estupefacto por la diabólica y genial eficiencia de estas máquinas.

He comparado nuestro ataque a la carrera con una carga de caballería, pero pronto vi que ello había sido simplemente el preámbulo de la batalla propiamente dicha. Las patas en trípode hacían mucho más que facilitar el rápido movimiento hacia adelante: en el combate a corta distancia, permitían una facilidad de maniobra tal como jamás había visto hasta entonces.

Mi torre, como todas las demás, se encontraba en lo más recio de la lucha. Simultáneamente con sus compañeros, el conductor de mi torre de vigilancia dirigía su máquina hacia un lado y hacia el otro, haciendo girar la plataforma, inclinándola, revoleando las patas de metal, balanceándose, cargando contra el enemigo.

En todo momento, el cañón de calor descargaba su mortífera energía, y en esa confusión de torres que giraban y hacían piruetas, los rayos proyectados atravesaban el aire, daban en el blanco, estallaban en llamas constantemente contra los costados blindados de las plataformas superiores. Ahora los defensores ya no contenían su fuego; las máquinas de guerra bailoteaban en medio de la confusión, disparando sus mortíferos rayos con precisión aterradora.

Era una lucha desigual. No sólo las torres atacantes quedaban empequeñecidas por los treinta metros de altura de las máquinas defensoras, sino que eran inferiores en número. Por cada una de las torres invasoras parecía haber cuatro de las máquinas gigantescas, y ya comenzaban a verse los efectos de los rayos de calor destructivo de estas últimas. Una por una, las torres más pequeñas recibían impactos desde arriba; algunas explotaban con violencia, otras simplemente caían abatidas, haciendo aún más peligroso el terreno quebrado donde se libraba la batalla. Fue en este momento que temí por mi vida, al comprender que si la fortuna de la batalla continuaba como hasta ahora, era sólo cuestión de segundos antes de que cayera derribado.

Por lo tanto, me sentí muy aliviado cuando la torre donde me encontraba giró de repente y abandonó apresuradamente el centro de la lucha. Durante la confusión, yo no había podido hacer otra cosa que mantenerme sujeto, pero tan pronto como estuvimos fuera de un peligro inmediato descubrí que estaba temblando de miedo.

No tuve tiempo de recuperar mi compostura. En lugar de retirarse por completo, la torre se desplazó a gran velocidad por los sectores más alejados de la batalla y se unió a otras dos que también se habían separado. Sin detenernos, volvimos a la lucha, siguiendo lo que evidentemente era un plan táctico preestablecido.

Marchando como una falange, avanzamos hacia la más cercana de las máquinas defensoras. Nuestros tres cañones hicieron fuego al unísono, concentrando los rayos en la parte superior de la reluciente maquinaria. Casi de inmediato hubo una pequeña explosión y la máquina de guerra giró fuera de control y se estrelló contra el suelo, agitando sus miembros de metal.

¡Tan exaltado estaba yo por esta demostración de una táctica inteligente que me encontré vitoreando estruendosamente!

No obstante, esta batalla no se iba a ganar con la destrucción de una de las máquinas defensoras, y ello lo sabían muy bien los monstruos que manejaban estas torres de vigilancia. Los tres nos lanzamos de nuevo a la lucha, avanzando hacia nuestra segunda víctima elegida.

Una vez más atacamos desde la retaguardia y, al entrar en acción los rayos de calor, la segunda máquina defensora fue eliminada en una forma tan espectacular y eficiente como lo había sido la primera.

Tal suerte no podía durar eternamente. Apenas había caído al suelo la segunda máquina de guerra cuando se presentó ante nosotros una tercera. Esta no tenía su atención concentrada en los disparos ineficaces de los otros atacantes —porque ya quedaban pocos en la lucha— y en el momento en que nos lanzamos hacia ella, el tubo de su cañón de calor estaba dirigido directamente hacia nosotros.

Lo que sucedió entonces fue cosa de segundos, y sin embargo puedo recordar el incidente con todo detalle, como si hubiera tomado minutos. Ya he dicho que cargábamos como una falange de tres; yo estaba encima de la torre situada a la derecha, en la parte exterior del grupo. El rayo de calor de la máquina de guerra dio de lleno contra la torre del centro, qué explotó instantáneamente. Tan tremenda fue la explosión, que sólo el hecho de que la onda expansiva me lanzó contra el afuste telescópico del cañón me salvó de ser despedido al suelo. Mi torre fue dañada por la explosión, lo que se hizo evidente de inmediato ya que se bamboleaba y tambaleaba en forma enloquecida, y mientras me aferraba al afuste telescópico esperaba ya como cosa inevitable que nos desplomáramos sobre el suelo del desierto.

Sin embargo, la tercera de las torres atacantes no había sufrido daños y avanzaba contra su antagonista, más alto, atacando sin éxito con el rayo de su cañón de calor el blindaje de la máquina defensora. Era un último ataque, desesperado, y la monstruosa criatura que conducía la torre debía haber esperado su aniquilamiento en cualquier momento. Aunque la máquina defensora replicó con su propio cañón de calor, la torre de vigilancia continuó sin detenerse y se lanzó en forma suicida contra las propias patas de la otra. Al chocar, se produjo una descarga masiva de energía eléctrica y ambas máquinas cayeron al suelo, de costado, con sus patas todavía moviéndose como enloquecidas.

Mientras esto sucedía, yo luchaba por mi propia supervivencia, aferrándome a las varillas telescópicas del afuste del cañón, mientras la torre averiada se alejaba bamboleándose de la batalla.

El primer impacto de los daños sufridos había pasado, y el conductor —brillante y maligno— había logrado recobrar cierto control. La carrera desenfrenada de la torre fue dominada y, con un paso algo desparejo, que habría sido suficiente para lanzarme al suelo si no hubiera estado bien aferrado, se alejó lentamente de la lucha.

En menos de un minuto, la batalla —que aún continuaba— había quedado a unos cientos de metros detrás de nosotros, y algo de la tensión que se había apoderado de mí comenzó a disminuir. Sólo entonces me di cuenta de que, salvo por el débil zumbido de los motores y el intermitente estrépito de las máquinas que chocaban, todo el encuentro se había librado en un silencio mortal.

V

No sabía hasta qué punto había sido dañada la torre ambulante en que me encontraba, pero se oía ahora un chirrido cada vez que una de las tres patas soportaba todo el peso. Esta no debía ser la única avería, dado que podía notar que la fuerza motriz estaba fallando. Habíamos abandonado la batalla a gran velocidad, ya que habíamos logrado mucho impulso durante la carga, pero ahora nos movíamos con mucha más lentitud. No tenía una idea precisa de la velocidad, pero el chirrido de la pata averiada se producía a intervalos más prolongados y el zumbido del aire ya no me ensordecía.

La primera carga a través del desierto me había acercado mucho a la ciudad, por lo cual yo me había sentido agradecido, pero ahora nos alejábamos de ella, en dirección a uno de los matorrales de maleza roja.

Mi preocupación inmediata era hallar la forma en que pudiera abandonar mi asidero en la torre. Se me ocurrió que el monstruo que la guiaba bien podría intentar repararla, y que para ello debía salir de la plataforma. Si eso llegara a suceder, yo no tenía ningún deseo de estar cerca en ese momento. No obstante, no tenía ninguna posibilidad de escapar mientras la torre no se detuviera.

Noté cierto peso en mi mano izquierda, y al mirar allí por primera vez desde que la torre se había lanzado a la batalla, encontré que todavía llevaba el bolso de Amelia. Por qué no se me había caído con la emoción de la lucha no lo sabía, pero algún impulso instintivo me había hecho conservarlo. Cambié de posición con cuidado, pasando el bolso a la otra mano. Súbitamente recordé la lanceta que había colocado en él y la saqué, pensando que finalmente podría necesitarla.

La torre se había detenido virtualmente ya, y se movía lentamente por un sector de terreno irrigado donde crecían unos cultivos verdes. A menos de doscientos metros podía ver las matas de maleza roja y, trabajando en la base de ellas, se veían esclavos que hachaban los tallos y dejaban fluir la savia. Eran muchos más que los que había visto en la Ciudad Desolación, y estos desgraciados seres trabajaban en el suelo fangoso a lo largo de la extensión de las matas de maleza roja, hasta donde alcanzaba mi vista. Nuestra llegada no había pasado inadvertida, porque vi que muchos de ellos miraban hacia nosotros, antes de volverse apresuradamente para continuar con su trabajo.

La pata averiada hacía un ruido terrible, rechinando con un ruido metálico cada vez que soportaba el peso, y yo sabía que no podríamos viajar mucho más. Finalmente, la torre se detuvo, con sus tres patas extendidas.

Me incliné sobre el borde del techo de la plataforma, tratando de ver si sería posible deslizarme por una de las patas hasta el suelo.

Ahora que la emoción de la batalla había pasado, encontré que mis pensamientos eran más pragmáticos. Por un momento, me había sentido entusiasmado por la emoción de la lucha, hasta el punto de admirar la forma osada en que la pequeña fuerza se había lanzado contra los defensores, quienes constituían una fuerza muy superior. Pero en Marte no había ningún sentido de bondad en estos seres; no había lugar para mí en esta guerra entre monstruos, y el hecho de que la casualidad me hubiera colocado en uno de los dos bandos en lucha no debía inducirme a sentir simpatías espúreas. El monstruo que había conducido mi torre a la batalla se había ganado mi respeto por su valor, pero ahora que me encontraba en el techo de la plataforma planeando mi huida, la cobardía y la bestialidad de su naturaleza se me revelaron súbitamente.

Oí otra vez el estallido sobre mi cabeza, y comprendí que el cañón de calor estaba disparando.

Al principio pensé que una de las máquinas de guerra de los defensores nos habría seguido, pero luego vi hacia dónde iba dirigido el rayo. ¡A lo lejos, hacia la derecha, surgían llamas y humo de los matorrales de maleza roja!

Vi que varios esclavos eran alcanzados de lleno por el rayo y que caían, sin vida, al suelo fangoso.

El monstruo no se contentó con esta atrocidad, sino que comenzó a hacer girar el cañón, barriendo con el rayo a lo largo de la masa de malezas.

Estallaban las llamas y se propagaban, como si fuera espontáneamente, a medida que el rayo invisible alcanzaba por igual a la vegetación y a los esclavos. En los lugares en que el maligno calor caía sobre la savia derramada, explotaban en todas direcciones nubes de vapor. Podía ver a los esclavos luchando por escapar, cuando oían los gritos de los alcanzados por el fuego, pero en el suelo fangoso en que tenían que trabajar les resultaba difícil escapar a tiempo. Muchos de ellos se lanzaban de bruces al fango, pero otros morían instantáneamente.

Este acto atroz se prolongó durante no más de dos o tres segundos, hasta que intervine para ponerle fin.

Desde el momento en que comprendí toda la monstruosidad del poder que ejercían estos seres, una parte de mí se había inundado de odio y aborrecimiento hacia los monstruos. No necesitaba analizar si estaba mal o bien: el monstruo de la torre averiada, descargaba su rencor en forma imperdonable sobre los indefensos que se encontraban más abajo, con fría deliberación y tranquila malicia.

Respiré profundamente y luego aparté mi vista de la horrenda escena. Luchando contra la repugnancia que sentía dentro de mí, extendí la mano para tomar la manija de la puerta de metal que se encontraba en el techo inclinado de la torre. La hice girar en vano; parecía estar trabada.

Miré por encima de mi hombro. El rayo de calor se desplazaba lentamente a lo largo del matorral de malezas rojas, sembrando su espantosa carnicería... pero ahora algunos de los esclavos que estaban más cerca de la vengativa torre me habían visto, porque uno o dos de ellos me hacían gestos desesperados, mientras se debatían en el pantano tratando de evitar el rayo.

La manija no se parecía a ninguna de las que había visto o usado antes en Marte, pero sabía que no podría tratarse de un cierre complicado, porque el monstruo, con sus torpes tentáculos, debía ser capaz de usarla. Entonces, en un arranque de inspiración, la hice girar en sentido contrario, como uno lo haría normalmente en la Tierra para cerrar una tapa.

Instantáneamente la manija giró y la puerta se abrió como accionada por resorte.

Ocupando casi todo el interior de la plataforma estaba el cuerpo del monstruo; como una repugnante vejiga, esa bolsa verde grisácea se hinchaba y latía, brillante y húmeda como si transpirara.

Con la máxima aversión, blandí la lanceta y la clavé directamente en el centro mismo de la espalda. La hoja se hundió, pero cuando la retiré para clavarla por segunda vez vi que no había penetrado la masa esponjosa de la carne del monstruo. La hundí otra vez, pero con tan poco efecto como antes. No obstante, el monstruo había sentido los golpes, aunque no le habían hecho mella. Un chillido detestable salió de la boca semejante a un pico que tenía en la parte delantera, y antes de que pudiera evadirlo uno de los tentáculos se deslizó con rapidez hacia mí y se envolvió alrededor de mi pecho. Tomado por sorpresa, trastabillé en el interior de la plataforma, arrastrado por el tentáculo, ¡y me encontré entre la pared de metal y el asqueroso cuerpo en sí!

El brazo con que blandía el cuchillo estaba libre, de modo que en mi desesperación, acuchillé una y otra vez el tentáculo serpenteante. A mi lado, el monstruo bramaba roncamente, de miedo o de dolor. Por fin, mis cuchilladas comenzaron a hacerse sentir, ya que la presión del tentáculo disminuyó cuando hice brotar sangre. Un segundo tentáculo se deslizó hacia mí, precisamente en el momento en que seccioné el primero, haciendo salir la sangre a borbotones. Cuando el segundo tentáculo se envolvió en el brazo con que empuñaba el cuchillo, el pánico me invadió por un momento, antes de que pasara el arma a la otra mano. Ahora que sabía cuál era el lugar vulnerable del tentáculo, me tomó sólo unos segundos cortarlo. Mis esfuerzos, y la acción de los tentáculos, me habían llevado al borde mismo de la plataforma, ¡de modo que me encontraba frente a la propia cara del monstruo!

En este momento fue como si todo el interior hirviera de tentáculos, porque diez o doce de ellos se envolvieron alrededor de mí. ¡No puedo expresar el terror que sentía ante ese contacto! Los tentáculos en sí eran débiles, pero el efecto combinado de varios de ellos rozándome y aprisionándome me hacía sentir como si hubiera caído de cabeza en un nido de boas constrictoras. Delante de mí, la boca del monstruo, como un pico, se abría y se cerraba, aullando de dolor o de ira; por un momento ese pico se cerró alrededor de mi pierna, pero no tenía ninguna fuerza, ya que no pudo desgarrar siquiera la tela.

Por encima del pico estaban los ojos: esos ojos grandes, inexpresivos, observando cada uno de mis movimientos.

Ahora me encontraba en dificultades, porque tenía sujetos ambos brazos, y aunque todavía empuñaba el cuchillo no podía usarlo. En cambio, lancé puntapiés a la cara fofa que tenía delante de mí, apuntando a la raíz de los tentáculos, a la boca que chillaba, a esos ojos como platos... a cualquier parte que se pusiera a tiro. Después, por fin, el brazo con que blandía el cuchillo quedó libre y acuchillé sin control cualquier parte del asqueroso cuerpo que tenía a mi alcance.

Este fue el momento culminante de esa sucia lucha, porque a partir de ese instante supe que yo podía vencer. La parte delantera del cuerpo del monstruo era firme al tacto, y por lo tanto vulnerable a la acción del cuchillo. Ahora, cada golpe que daba hacía salir sangre, y pronto la plataforma fue un pandemónium de sangre, tentáculos seccionados y horrendos gritos del monstruo moribundo.

Finalmente hundí la hoja directamente entre los ojos del monstruo y con un último grito desmayado murió.

Los tentáculos se aflojaron y cayeron al piso, la boca se abrió, del interior del cadáver salió una larga sucesión de gases mefíticos y los grandes ojos sin párpados quedaron con la mirada helada y sin vida clavada a través de la oscura ventanilla oval del frente de la plataforma.

Miré un vez más por esta ventanilla y vi borrosamente que el fin de la masacre había sido oportuno. Los matorrales de la maleza roja ya no ardían, aunque en diversos lugares todavía se elevaban columnas de humo y vapor, y los esclavos sobrevivientes se arrastraban fuera del pantano.

VI

Con un estremecimiento, arrojé a un lado el cuchillo ensangrentado y con un esfuerzo conseguí pasar sobre el cuerpo inerte y llegar hasta la puerta. Con cierta dificultad conseguí pasar, porque tenía las manos resbalosas por la sangre y suero del monstruo. Por fin pude izarme nuevamente hasta el techo, respirando aliviado el aire enrarecido, ahora que estaba lejos de los olores fétidos del monstruo. El bolso estaba en el techo, donde lo había dejado.

Lo recogí y, como necesitaba tener mis manos libres, me lo colgué del cuello por medio de una de sus largas manijas.

Durante un momento me quedé mirando hacia abajo, porque hasta donde alcanzaba mi vista, en todas direcciones, los esclavos que habían sobrevivido a la masacre habían abandonado su trabajo y vadeaban por el fango en dirección a la torre. Algunos ya habían llegado a terreno firme y corrían hacia mí, agitando sus brazos largos y delgados y gritando con sus voces agudas y chillonas.

La pata que estaba más cerca de mí me pareció la más recta de las tres, ya que estaba acodada en un solo lugar. Con grandes dificultades me deslicé por la saliente y conseguí sujetarme de la pata metálica con mis rodillas. Después me solté de la plataforma y rodeé con mis manos el áspero metal de la pata. Se había derramado mucha sangre de la plataforma, y aunque se estaba coagulando rápidamente al sol, había vuelto muy resbaladizo el metal. Con gran precaución al principio, y luego con más confianza a medida que me acostumbraba a ello, me deslicé hacia abajo por la pata hasta el suelo, con el bolso colgando ridículamente sobre mi pecho.

Al llegar al suelo y volverme, vi que una gran multitud de esclavos había presenciado mi descenso y que esperaban para saludarme. Me quité el bolso del cuello y avancé hacia ellos. De inmediato retrocedieron nerviosos, y oí sus voces que gorjeaban con expresión de alarma. Al bajar la vista y mirarme a mí mismo, vi que tenía las ropas y la piel empapadas con la sangre del monstruo y que, en los pocos minutos que había estado expuesto a la luz del sol, el calor radiante había secado esa inmundicia y hacía brotar un olor desagradable.

Los esclavos me observaban en silencio.

Entonces vi que una esclava en particular se abría paso entre la multitud hacia mí, apartando a los demás en su apresuramiento. Vi que era más baja que los demás, y de piel más clara. Aunque estaba cubierta del barro de los matorrales de maleza roja, y vestida con andrajos, vi que tenía los ojos azules y brillantes por las lágrimas, y que su cabello caía sobre sus hombros.

¡Amelia, mi adorada Amelia, corrió hacia mí y me abrazó con tal violencia que casi me derribó!

—¡Edward! —exclamó delirante, cubriéndome la cara de besos—. ¡Oh, Edward! ¡Qué valiente fuiste!

Yo estaba tan embargado por la emoción y el entusiasmo que apenas podía hablar. Luego, por fin, pude articular una frase, ahogada por mis lágrimas de alegría.

—Todavía tengo tu bolso —dije.

Fue todo lo que se me ocurrió.

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