Los paneles estaban oscuros, los tubos de tela se habían aflojado, y todo se hallaba en silencio. El piso presentaba una aguda inclinación hacia adelante, de modo que caí de entre los pliegues que me sostenían y fui a dar contra el tabique, casi sin poder creer que una vez más el proyectil estaba en tierra firme. Junto a mí, los cuatro esclavos también cayeron o salieron de sus tubos, y todos nos reunimos sentados en cuclillas, temblando un poco después de los sustos del vuelo.
No permanecimos solos mucho tiempo. Del otro lado del tabique oí voces, y en seguida uno de los hombres apareció; él también parecía afectado, pero estaba de pie y llevaba su látigo en la mano.
Para mi sorpresa y enojo, levantó ese instrumento diabólico y nos gritó imprecaciones con su voz aguda. Como era natural, yo no comprendí, pero el efecto en los esclavos fue inmediato. Uno de los hombres se puso de pie y le gritó a su vez, pero el hombre de negro lo tocó con su látigo y el esclavo cayó al suelo.
De nuevo el piloto nos gritó. Señaló primero al esclavo que había castigado cuando entramos en la nave, luego al hombre que acababa de aturdir, siguió con el tercer esclavo, luego con la muchacha, y por último me señaló a mí. Volvió a gritar, nos señaló a cada uno por turno, y después hizo silencio.
Como para reforzar su autoridad, se oyó la malvada voz de uno de los monstruos que salía por el enrejado, y resonaba en el pequeño compartimiento de metal.
El esclavo que el piloto había señalado primero yacía inerte en el suelo, donde había caído de su tubo protector, y la muchacha y el otro esclavo se inclinaron para levantarlo. Todavía estaba consciente, pero al igual que el otro hombre parecía haber perdido por completo el control sobre sus músculos. Me acerqué para ayudarlos pero no me prestaron atención.
Estaban ocupados con la cabina saliente que yo había notado antes. Las puertas habían permanecido cerradas durante el vuelo, y yo había supuesto que contenía equipo. En el instante en que la muchacha abrió las puertas pude ver que no era así.
Por la inclinación de la nave las puertas quedaron bien abiertas y me fue posible observar lo que había en su interior. El espacio total no era mayor que el de un armario; apenas había lugar para un hombre de pie. Adosadas al mamparo de metal había cinco abrazaderas, semejantes a esposas, pero hechas con una precisión diabólica, que les confería un claro aire de cirugía.
La muchacha y su compañero empujaron con dificultad al otro esclavo hasta la entrada de la cabina, su cabeza colgando y sus piernas sin vida. No obstante, algo de conciencia debía estar filtrándose en su mente confundida, porque en cuanto comprendió dónde estaban a punto de colocarlo, opuso toda la resistencia que pudo. Sin embargo no era contrincante para los otros dos, y luego de luchar cerca de un minuto, ambos lograron ponerlo de pie dentro de la cabina.
En cuanto la parte principal de su cuerpo hizo contacto, las esposas se cerraron automáticamente. Primero le sujetaron los brazos, luego las piernas, y por último el cuello. Un quejido débil escapó de sus labios, y el hombre movió la cabeza con desesperación tratando de escapar. La muchacha se apresuró a cerrar las puertas y de inmediato los tenues lamentos del desdichado casi dejaron de oírse.
Contemplé a los otros anonadado y en silencio. Ellos miraban el suelo, evitando las miradas. Noté que el piloto seguía junto al tabique, con el látigo listo para ser usado otra vez. Pasaron cinco minutos angustiosos, luego repentinamente se abrieron las puertas de la cabina y el hombre se desplomó atravesado en el suelo.
Como había caído cerca de mis pies me incliné a examinarlo. Estaba inconsciente sin duda, probablemente muerto. Donde las esposas lo habían sujetado había líneas de pequeños orificios, de un par de milímetros de diámetros. De cada uno salía un hilo de sangre, en los brazos, piernas y cuello. No manaba mucha sangre, pues su cuerpo estaba blanco como la nieve; como si le hubieran extraído hasta la última gota.
En el mismo momento en que yo examinaba a este desdichado, los otros dos arrastraban al segundo hombre aturdido hacia la cabina. Su resistencia fue menor, pues hacía menos tiempo que había recibido el choque eléctrico, y a los pocos segundos su cuerpo estaba esposado en su lugar. Cerraron las puertas.
Uno de los aspectos más impresionantes de esto era el hecho de que los esclavos aceptaban su suerte sin protestar. Los dos que quedaban, el hombre y la muchacha, permanecían de pie, pasivos, esperando que vaciaran de sangre al infeliz que estaba en la cabina. No podía creer que se toleraran tales barbaridades, y, sin embargo, tan poderoso era el régimen de los monstruos, que los marcianos de la ciudad llevaban a cabo hasta Una atrocidad como esta.
Aparté la mirada del hombre del látigo, con la esperanza de que perdiera el interés en mí. Cuando pocos minutos después se abrieron las puertas y el hombre de la cabina cayó inerte sobre el piso, seguí el ejemplo de los otros dos y con calma saqué el cuerpo del camino para dejar libre el acceso a la cabina.
El esclavo que quedaba fue hasta allí por su propia voluntad, las esposas se cerraron sujetándolo, y yo me apresuré a cerrar las puertas.
El hombre del látigo nos miró a la muchacha y a mí durante algunos segundos más, y luego, convencido sin duda de que éramos capaces de continuar solos, volvió inesperadamente a la cabina de control.
Intuí una minúscula oportunidad para escapar, y miré a la muchacha; no parecía interesada y se había sentado de espaldas al tabique. Libre por un momento de actuar y pensar por mi cuenta, miré desesperado todo el compartimiento. Hasta donde podía ver no había ninguna salida salvo la escotilla del otro lado del tabique. Observé el techo y el piso que se curvaban pero no había nada excepto los lugares donde encajaban los tubos flexibles.
Me acerqué despacio al tabique, y desde allí observé a los dos marcianos a cargo de la nave. Estaban de espaldas a mí, ocupados con alguna cuestión de los controles. Miré el mecanismo de rueda que abría y cerraba la escotilla; no podría abrirlo sin que ellos me oyeran.
Detrás de mí las puertas de la cabina se abrieron de golpe, el esclavo se desplomó, y su brazo sin sangre cayó sobre la muchacha. Al oír esto los dos marcianos de los controles se volvieron y yo me escondí. La muchacha me miraba y por un momento me sentí mortificado por la expresión de absoluto terror que se dibujó en su rostro. Luego, sin decir nada, ella se introdujo en la cabina, y quedé solo con los tres cadáveres de los esclavos.
Cerré las puertas de la cabina sin mirar adentro, después fui a un rincón del compartimiento donde no había cuerpos, y vomité violentamente.
No podía permanecer en ese compartimiento infernal con sus imágenes y olores de muerte; enceguecido, pasé sobre los cadáveres apilados y me lancé del otro lado del tabique, decidido a terminar con los dos marcianos humanos que eran los instrumentos de esta atormentadora matanza.
Nunca en toda mi vida me había dominado una sensación de furia y náusea tan ciega y destructora. Llevado por el odio, me arrojé a través de la cabina de control y con mi brazo le propiné un fuerte golpe en la nuca al marciano que estaba más cerca. Cayó de inmediato y su frente golpeó contra un borde dentado de los instrumentos.
Su látigo eléctrico rodó al suelo junto a él, y yo lo tomé.
El otro marciano ya estaba sentado en el piso, y en los dos o tres segundos que había durado mi primer ataque sólo tuvo tiempo de volver su rostro hacia mí. Sacudí el látigo con crueldad, alcancé al marciano en medio de la clavícula, de inmediato hizo un gesto brusco y cayó de costado. Fría y deliberadamente me incliné sobre él, y apreté el extremo del látigo contra su sien. Se sacudió como con espasmos durante unos segundos, luego quedó inmóvil. Volví mi atención al otro marciano, que yacía ahora semiconsciente en el suelo, perdiendo sangre por la herida de la cabeza. A él también le apliqué el látigo, luego por fin arrojé a un lado la terrible arma y me alejé. Me sentí mareado y poco después me desmayé. Lo último que recuerdo es el sonido que hizo el cuerpo de la esclava al caer en el compartimiento detrás de mí.