Capítulo 18 DENTRO DEL FOSO

I

Permanecimos tendidos sin sentido en el compartimiento durante nueve horas, ignorantes, en general, del tremendo desorden en que nos había sumido nuestro aterrizaje. Quizá mientras yacíamos en ese estado de agotamiento no sentimos los peores efectos de esta experiencia, pero lo que habíamos soportado había sido bastante desagradable.

La nave no había aterrizado en el ángulo que más nos convenía; debido a la rotación axial del proyectil, la posición real en relación con el suelo dependía de la casualidad, y esa casualidad había hecho que los tubos de presión y nuestra hamaca pendieran sobre lo que ahora eran las paredes. Además la nave había chocado contra el terreno en un ángulo agudo, de modo que la fuerza de gravedad nos había hecho caer hacia la proa del proyectil.

La gravedad misma se sentía como una fuerza abrumadora. Los intentos que había hecho yo para tratar de lograr una gravedad aproximada a la de la Tierra, haciendo girar la nave con más rapidez, habían sido muy moderados. Después de permanecer varios meses en Marte y en el proyectil, nuestro peso normal nos resultaba intolerable.

Como ya he mencionado, Amelia se había lastimado antes de que iniciáramos nuestro descenso, y esta nueva caída había reabierto la herida y la sangre manaba más abundantemente que antes. Además yo también me había golpeado la cabeza cuando caíamos fuera de los tubos de presión.

Por último, y lo que era más insoportable de todo, el interior de la nave se había vuelto en extremo caliente y húmedo. Quizá se debiera a las descargas de fuego verde que frenaron nuestro vuelo, o a la fricción al entrar en la atmósfera de la Tierra, o, más probablemente a una combinación de ambos factores, pero el metal del casco y el aire contenido en éste, y todo lo demás que allí había, se habían calentado hasta alcanzar un nivel insoportable. Tal era el grado de desorden en medio del cual permanecimos sin sentido, y ése era el ambiente sórdido en el cual me desperté.

II

Mi primer acto fue volverme hacia Amelia, que yacía acurrucada sobre mí. La hemorragia provocada por su herida había cesado, pero Amelia estaba en un estado calamitoso; su cara, cabello y ropas estaban pegajosos por la sangre coagulada. Tan inmóvil permanecía, y su respiración era tan inaudible, que al principio pensé que había muerto, y sólo cuando aterrorizado la tomé por los hombros y la sacudí, y le di palmadas en la cara, vi que volvía en sí.

Estábamos tendidos en un charco de agua poco profundo, que se había formado en el piso como consecuencia de la rotura de un caño. Este charco era muy tibio, ya que había absorbido calor del casco metálico del proyectil, pero el agua que caía del caño todavía era fresca. Encontré el bolso de Amelia y saqué de él dos toallas. Las empapé en el agua que caía del caño y le lavé la cara y las manos, limpiando suavemente la herida abierta. Según pude ver, no había fractura de cráneo, pero tenía la frente desgarrada y lacerada justo debajo del nacimiento del cabello.

No dijo nada mientras la lavaba, y me pareció que no tenía dolores. Sólo se encogió acobardada cuando le limpié la herida.

—Tengo que ponerte más cómoda —le dije con suavidad.

Ella simplemente tomó mi mano y la estrechó con afecto.

—¿Puedes hablar? —pregunté.

Asintió con la cabeza y luego dijo:

—Edward, te quiero.

La besé y ella me atrajo hacia sí y me abrazó. A pesar de las deplorables circunstancias en que nos hallábamos, sentí como si me hubiera liberado de un gran peso; las tensiones del vuelo habían desaparecido.

—¿Estás en condiciones de moverte? —le dije.

—Creo que sí. Estoy un poco mareada.

—Yo te sostendré.

Me puse de pie primero; estaba algo mareado, pero pude mantener el equilibrio al tomarme de una parte de los controles rotos que ahora pendían sobre nuestras cabezas, y extendiéndole una mano, ayudé a Amelia a levantarse. Estaba más débil que yo, de modo que le rodeé la cintura con un brazo. Ascendimos por el piso inclinado del proyectil hasta un punto donde, a pesar de que la pendiente era más pronunciada, había un lugar más o menos seco y despejado donde sentarse. Fue entonces cuando saqué mi reloj ¡y descubrí que habían pasado nueve horas desde nuestro accidentado aterrizaje! ¿Qué habían hecho los monstruos mientras nosotros habíamos permanecido sin sentido?

III

Nos sentamos y descansamos durante algunos minutos más, lamentándonos de nuestra suerte, pero yo estaba obsesionado por una sensación de impaciencia. No podíamos demorar nuestra salida del proyectil. Los monstruos podían estar saliendo de su bodega e iniciando la invasión.

No obstante, todavía teníamos que pensar en nuestros problemas inmediatos. Uno era el calor enervante en que nos encontrábamos. El piso mismo donde estábamos descansando estaba más caliente de lo que podíamos soportar, y a nuestro alrededor las planchas de metal irradiaban un calor sofocante. El aire era húmedo y pegajoso, y cada bocanada que respirábamos parecía carente de oxígeno. Gran parte de los alimentos que se habían derramado se pudrían lentamente, y el hedor provocaba náuseas.

Me había aflojado las ropas, pero como el calor no daba señales de aminorar, me pareció prudente desvestirnos. Una vez que Amelia se recuperó, se lo sugerí y luego le ayudé a quitarse el uniforme negro. Debajo de él todavía llevaba el harapiento vestido con el cual yo la había visto en el campamento de esclavos. Nadie podía haber reconocido en él la cuidada camisa blanca que alguna vez había sido.

Yo estaba mejor, ya que debajo de mi uniforme todavía llevaba mi ropa interior que, a pesar de las diversas aventuras que habíamos vivido, no estaba del todo mal.

Después de un breve análisis, convinimos en que sería mejor que yo explorara la situación actual solo. No teníamos idea de las actividades que podían estar realizando los monstruos, suponiendo que no hubieran muerto en el choque, y sería más seguro que fuera solo. Por consiguiente, después de asegurarme plenamente de que Amelia estaba cómoda, salí del compartimiento y comencé a ascender por los pasajes que corrían por el interior del casco.

Se recordará que el proyectil era muy largo: seguramente no medía mucho menos de cien metros de proa a popa. Durante el vuelo por el espacio, nuestro desplazamiento dentro de la nave había sido relativamente sencillo, ya que la rotación axial nos había proporcionado un piso artificial. En cambio, ahora, la nave se había incrustado en el suelo terrestre y parecía estar apoyada sobre la proa, de modo que nos veíamos obligados a escalar por una pendiente muy aguda. En medio de ese calor, que era más intenso en esta parte del casco, la única ventaja que tenía era que conocía el camino.

A su debido tiempo llegué a la escotilla que daba al compartimiento de los esclavos. Allí me detuve a escuchar, pero todo era silencio en el interior. Continué subiendo después de recobrar el aliento, y por fin llegué a la escotilla de la bodega principal.

Corrí la plancha de metal con cierta vacilación, ya que sabía que los monstruos estaban sin duda despiertos y alerta. Pero mi cautela fue en vano. No había señal de los monstruos dentro de mi campo visual, sin embargo yo sabía que estaban allí, porque podía oír sus horribles bramidos. En realidad, era notable la intensidad de ese ruido, y deduje que las repugnantes bestias discutían acaloradamente.

Después proseguí mi camino, subiendo más allá de la puerta, hasta la popa misma de la nave. Había esperado encontrar alguna forma de salir, que nos permitiera abandonar la nave sin ser notados. (Sabía que si todo lo demás fracasaba, podía encender la luz verde, como lo había hecho en el proyectil más pequeño y desplazar así la nave del lugar donde había aterrizado, pero era de vital importancia que los monstruos no sospecharan que nosotros no éramos su tripulación normal).

Lamentablemente el paso estaba bloqueado. Este era el extremo mismo de la nave; la pesada escotilla por la cual los monstruos saldrían. El hecho de que todavía estuviera cerrada era de por sí alentador: si bien no podíamos salir por este lugar, al menos los monstruos también estaban confinados en el interior de la nave.

Allí descansé antes de iniciar el descenso. Durante unos momentos traté de imaginarme dónde había hecho descender la nave. Si habíamos caído en el centro de una ciudad, la violencia de nuestro aterrizaje habría causado, sin duda, daños incalculables; también esto era cosa del azar, y aquí el azar estaría de nuestro lado. Una extensa parte de Gran Bretaña está escasamente edificada y era más probable que hubiéramos descendido en campo abierto. Sólo me cabía esperar que así hubiera sido; ya tenía bastante sobre mi conciencia.

Todavía podía oír a los monstruos al otro lado de la pared interior del casco, mientras hablaban con sus desagradables bramidos, y de tanto en tanto alcanzaba a oír el sonido producido por objetos de metal al moverse. En los momentos de silencio, me pareció que podía oír otras voces fuera del casco.

Nuestra espectacular llegada habría atraído, con toda seguridad, a multitud de personas junto a la nave y, de pie en precario equilibrio junto a la escotilla principal de la popa, mi imaginación febril calculaba las decenas, quizá cientos, de personas apiñadas afuera.

Era una idea conmovedora, dado que, por encima de todo, ardía en deseos de estar con gente como yo.

Poco tiempo después, luego de pensarlo con más calma, comprendí que cualquier multitud que pudiera haberse reunido estaría a merced de estos monstruos. ¡Cuánto más optimista era pensar que, cuando salieran, los monstruos se verían rodeados por un círculo de fusiles!

Aun así, mientras esperaba, tuve la seguridad de que sentía voces humanas fuera del proyectil, y casi me puse a llorar al pensar que había gente cerca.

Después de un largo rato, y comprendiendo que no había nada que hacer por el momento, desanduve el camino y regresé junto a Amelia.

IV

Pasó un tiempo durante el cual me pareció que no había ningún movimiento, ni de los monstruos en el interior, ni de los hombres que ahora suponía que estaban afuera. Cada dos o tres horas subía de nuevo por los pasajes, pero la escotilla seguía firmemente cerrada.

Las condiciones en el interior de nuestro compartimiento continuaban empeorando, aunque la temperatura había descendido ligeramente. Las luces estaban todavía encendidas, y había circulación de aire, pero el olor era horroroso. Además seguía cayendo agua del caño roto y los sectores inferiores del compartimiento estaban inundados.

Permanecimos en silencio, sin saber si los monstruos podrían oírnos y temerosos de las consecuencias si lo hacían. No obstante, parecían ocupados en sus propósitos malignos, porque no disminuía el ruido cada vez que me ponía a escuchar junto a su escotilla.

Hambrientos, cansados, acalorados y asustados, permanecimos muy juntos sobre el piso metálico del proyectil, esperando la oportunidad de huir.

Debemos habernos adormilado durante un rato, porque me desperté de pronto con la sensación de que el ambiente a nuestro alrededor había cambiado. Observé mi reloj —que, como no tenía bolsillos en mi ropa interior, llevaba sujeto a un ojal mediante la cadena— y vi que habían transcurrido casi veinte horas desde nuestro arribo.

Desperté a Amelia, que descansaba la cabeza sobre mi hombro.

—¿Qué pasa? —dijo.

—¿Qué hueles?

Arrugó la nariz con exageración.

—Algo se quema —dije.

—Sí —dijo Amelia, y luego exclamó—: ¡Sí! Huelo a madera quemada.

El entusiasmo y la emoción nos abrumaban, porque no se podía imaginar un olor más hogareño.

—La escotilla —dije, agitado—. ¡Está abierta, por fin!

Amelia ya estaba de pie.

—¡Vamos, Edward! ¡Antes de que sea demasiado tarde!

Tomé su bolso y la conduje hacia arriba por el piso inclinado del pasaje. La dejé ir adelante, pensando que yo estaría debajo para ayudarla si caía. Ascendimos lentamente, debilitados por la odisea que habíamos sufrido, pero ascendíamos por última vez, dejando atrás el infierno del proyectil marciano, en camino hacia la libertad.

V

Presintiendo el peligro, nos detuvimos pocos metros antes de llegar al extremo del pasaje y miramos hacia el cielo.

Era de un azul intenso; nada parecido al cielo marciano, sino de un azul fresco y apacible, la clase de azul que a uno le produce alegría ver al final de un cálido día de verano. Había jirones de nubes altas y tranquilas, todavía teñidas del rojo del crepúsculo. No obstante, debajo de ellas pasaban densas nubes de humo, saturado de olor a vegetación quemada.

—¿Seguimos? —murmuró Amelia.

—Estoy intranquilo —dije—. Esperaba que hubiera mucha gente afuera. Todo está muy silencioso.

Luego, para desmentir mis palabras, hubo un sonoro ruido de metal y vi un brillante destello de verde.

—¿Ya salieron los monstruos? —preguntó Amelia.

—Tendré que ver. Quédate aquí y no hagas ningún ruido.

—¿No me abandonas? —Había ansiedad en su voz, lo cual hacía que sus palabras sonaran tensas y quebradas.

—Solo voy hasta la salida —dije—. Debemos ver qué está sucediendo.

—Ten cuidado, Edward. Que no te vean.

Le pasé el bolso y luego me arrastré hacia arriba. Sentía un torbellino de emociones, algunas internas, como miedo e indecisión, otras externas. Sabía que estaba respirando el aire de la Tierra, que percibía el aroma del suelo inglés.

Finalmente llegué al borde y me tendí contra el piso de metal. Me elevé para asomarme, hasta que pude espiar en la claridad del atardecer. Allí en el vasto foso creado por nuestro violento aterrizaje, vi un espectáculo que me llenó de pavor.

Justo debajo del extremo circular del proyectil estaba la escotilla desprendida. Era un enorme disco de metal, de alrededor de veinticinco metros de diámetro. En su momento había sido el mamparo mismo que había soportado la explosión de nuestro lanzamiento, pero ahora desprendida desde el interior de la nave y abandonada en el suelo arenoso, yacía allí, terminada su utilidad.

Más allá de ella los monstruos marcianos ya habían comenzado a montar su maquinaria diabólica.

Las cinco bestias habían salido de la nave y trabajaban con febril actividad. Dos de ellas trataban con dificultad de fijar una pata a una de las máquinas de guerra, que se encontraba muy cerca del suelo, a corta distancia de donde yo estaba. Vi que todavía no estaba lista para ser usada, puesto que sus otras dos patas estaban recogidas de modo que la plataforma se encontraba a sólo un par de metros de la superficie del terreno. Otros dos monstruos trabajaban junto a la plataforma, pero cada uno de ellos ocupaba un pequeño vehículo con patas, dotado de brazos mecánicos, con los cuales sostenían el cuerpo del trípode, y de otras prolongaciones más cortas con que golpeaban las planchas de metal. A cada golpe se veía un destello brillante de luz verde, y un extraño humo combinado de amarillo y verde era arrastrado por la brisa.

El quinto monstruo no tomaba parte en esta actividad.

Estaba agachado sobre la superficie plana de la escotilla abandonada, a pocos metros de mí. Había allí un cañón de calor montado en una estructura de metal de tal manera que su tubo apuntaba directamente hacia arriba. Encima del soporte había una estructura telescópica en cuya parte superior estaba instalado un espejo parabólico de poco más de cincuenta centímetros de diámetro. El monstruo estaba en esos momentos haciendo girar el espejo, mientras aplicaba uno de sus ojos, redondos e inexpresivos, a un instrumento de puntería. Mientras yo observaba, el monstruo se sacudía con violentos espasmos de odio, y un rayo pálido y mortífero —claramente visible en el aire más denso de la Tierra— giraba en derredor por encima del borde del foso.

A la distancia oía una gran confusión de gritos y el crepitar de maderas y vegetación quemándose.

Agaché la cabeza durante unos minutos, incapaz de ser partícipe de la situación aun en esta forma pasiva; sentía que por el hecho de quedarme inactivo era cómplice de la matanza.

Que esa no era la primera vez que se había usado era muy evidente, ya que cuando miré otra vez al otro lado del foso noté que junto al borde yacían los cuerpos calcinados de varias personas. No sabía por qué esas personas se habían encontrado junto al foso cuando atacaron los monstruos, pero parecía seguro que ahora los monstruos continuaban manteniendo alejados a nuevos intrusos mientras terminaban de armar las máquinas.

El espejo parabólico continuaba girando por sobre el borde del foso, pero no vi que usaran otra vez el cañón de calor.

Dirigí mi atención a los monstruos mismos. Vi con horror que la mayor gravedad de la Tierra había provocado una gran distorsión en su aspecto. Ya he mencionado lo blandos que eran los cuerpos de estos seres execrables; como consecuencia de la mayor presión que soportaban, sus cuerpos semejantes a vejigas infladas, se distendían y se achataban. El que estaba más cerca de mí parecía haber crecido alrededor del cincuenta por ciento de su tamaño original, lo cual significaba que ahora tenía unos dos metros de largo. Sus tentáculos no eran más largos, pero también estaban achatados por la presión y se asemejaban a serpientes todavía más que antes. Aunque los ojos —siempre el rasgo más prominente— seguían sin destacarse, su boca semejante a un pico, había tomado decididamente la forma de una “V”, y la respiración de las bestias se había vuelto más dificultosa. Una saliva viscosa les caía continuamente de la boca.

Nunca había podido ver a estos monstruos sin odio, y al verlos con este nuevo aspecto apenas pude controlarme. Me dejé deslizar desde mi punto de observación y me quedé tendido, temblando, durante unos minutos.

Cuando recobré mi serenidad, me arrastré nuevamente hasta donde Amelia estaba esperando y en un ronco susurro logré relatarle lo que había visto.

—Debo verlo por mí misma —dijo Amelia, disponiéndose a subir hasta el extremo del pasaje.

—No —le dije, tomándola del brazo—. Es muy peligroso. Si te vieran...

—Entonces me pasaría lo mismo que te habría pasado a ti.

Amelia se soltó y ascendió lentamente por el empinado pasaje. Observé en silencio, angustiado, cuando llegó al extremo de la pendiente y se asomó al foso.

Permaneció allí durante varios minutos, hasta que finalmente volvió sana y salva. Estaba pálida.

—Edward —dijo—, una vez que hayan armado esa máquina no habrá forma de detenerlos.

—Tienen cuatro más esperando el momento de armarlas —dije.

—Debemos avisar de alguna manera a las autoridades.

—¡Pero no podemos movernos de aquí! Tú has visto la matanza del foso. Una vez que nos vean no tendremos salvación.

—Tenemos que hacer algo.

Reflexioné durante algunos minutos. Era evidente que la policía y el ejército no podían ignorar que la llegada de este proyectil constituía una amenaza terrible. Lo que teníamos que hacer ahora no era sólo alertar a las autoridades, sino advertirles de la magnitud de la amenaza. No podían tener idea de que en este mismo momento había otros nueve proyectiles volando hacia la Tierra.

Yo trataba de conservar la calma. No podía concebir que el ejército estuviera indefenso contra estos monstruos. Cualquier ser mortal que se pudiera matar de una cuchillada podía ser eliminado con balas o granadas. El rayo de calor era un arma terrorífica y mortal, pero no hacía invulnerables a los marcianos. Otro punto en contra de los invasores era nuestra gravedad terrestre. Las máquinas de guerra eran todopoderosas en la menor gravedad y aire menos denso de Marte; pero ¿serían tan ágiles o poderosas aquí, en la Tierra?

Poco después me arrastré otra vez hasta el extremo del pasaje, con la esperanza de que, a cubierto de la oscuridad, Amelia y yo pudiéramos escapar sin ser vistos.

Ya había caído la noche y toda la luz de luna que podía haber estaba oscurecida por las espesas nubes de humo provenientes de los campos incendiados, pero los marcianos trabajaron toda la noche iluminados por grandes reflectores colocados junto a las máquinas. Evidentemente la primera máquina de guerra ya estaba terminada, puesto que descansaba sobre sus patas recogidas, en el extremo más alejado del foso. Mientras tanto, de la bodega estaban sacando los componentes de una segunda máquina.

Permanecí en mi puesto de observación largo rato, y algún tiempo después Amelia se unió a mí. Los monstruos marcianos no miraron siquiera una vez hacia donde nos encontrábamos, y ello nos permitió observar sus preparativos sin ser molestados.

Los monstruos interrumpieron su trabajo en una sola oportunidad. Fue cuando, en el momento en que la noche era más cerrada, y exactamente veinticuatro horas después de nuestra llegada, un segundo proyectil pasó rugiendo sobre nuestras cabezas, envuelto en una brillante llamarada verde. Aterrizó con una explosión atronadora a menos de tres kilómetros de distancia.

En ese momento Amelia me tomó la mano y yo sostuve su cabeza contra mi pecho mientras ella sollozaba en silencio.

VI

Durante el resto de esa noche y la mayor parte del día siguiente nos vimos obligados a permanecer ocultos dentro del proyectil. Por momentos dormitábamos, otras veces nos arrastrábamos hasta el extremo del pasaje para ver si había posibilidad de escapar, pero la mayor parte del tiempo nos quedábamos acurrucados en silencio y con miedo en nuestro incómodo rincón del pasaje.

Era desagradable saber que los acontecimientos ya estaban fuera de nuestro control. Estábamos reducidos a la condición de espectadores, enterados de los preparativos bélicos de un enemigo implacable. Además, nos mortificaba mucho el saber que estábamos en algún lugar de Inglaterra, rodeados de panoramas, gentes, idiomas y costumbres que nos eran familiares, y que, no obstante, nos veíamos obligados por las circunstancias a permanecer acurrucados dentro de un artefacto ajeno a nuestro mundo.

Poco después del mediodía, el sonido distante de disparos de artillería nos dio la primera señal de que las fuerzas militares respondían al ataque. Las granadas explotaron a dos o tres kilómetros de distancia, y de inmediato comprendimos lo que debía estar sucediendo. Era evidente que el ejército estaba cañoneando el segundo proyectil antes de que sus horribles ocupantes pudieran escapar.

Los marcianos que estábamos observando respondieron a este reto de inmediato. Al sonido de las primeras explosiones, uno de los monstruos se dirigió a la máquina de guerra armada en primer término y se introdujo en ella.

La máquina se puso en marcha al momento, con sus patas rechinando por el esfuerzo que imponía la mayor gravedad y lanzando destellos de luz verde por las articulaciones. Noté que se arrastraba apenas por encima del terreno como una tortuga de metal.

Sabíamos que si estaban cañoneando el segundo foso, también harían lo mismo con el nuestro, de modo que Amelia y yo regresamos a los rincones más profundos del proyectil, con la esperanza de que el casco fuera lo bastante fuerte como para resistir las explosiones. El cañoneo distante continuó durante media hora más o menos, pero finalmente cesó.

Siguió un largo período de silencio, y decidimos que podíamos volver sin peligro al extremo del pasaje para ver qué estaban haciendo ahora los marcianos.

Su febril actividad continuaba. La máquina de guerra que había salido del foso no había regresado, pero, de las cuatro restantes tres ya estaban listas para usar y la cuarta estaba en proceso de armado. Observamos esta actividad durante una hora, más o menos, y justo en el momento en que estábamos por regresar a nuestro escondite, hubo una serie de explosiones alrededor del foso. ¡Ahora nos tocaba a nosotros ser cañoneados!

Una vez más los marcianos respondieron al instante. Tres de esas bestias monstruosas corrieron hacia las máquinas de guerra ya terminadas —¡sus cuerpos ya se estaban adaptando a las presiones de nuestro mundo!— y subieron a las plataformas. El cuarto, sentado dentro de uno de los vehículos de armado, continuó trabajando estoicamente en la última máquina de guerra.

Mientras tanto, las granadas continuaron cayendo con variada precisión; ninguna cayó directamente dentro del foso, pero algunas hicieron impacto lo bastante cerca como para lanzar tierra y arena por todas partes.

Una vez que los conductores marcianos se instalaron a bordo, las tres máquinas de guerra cobraron vida en forma espectacular. Con velocidad sorprendente, las plataformas se elevaron hasta su altura máxima de unos treinta metros, las patas escalaron las paredes del foso y, girando sobre sí mismas, las máquinas mortíferas tomaron rumbos separados, con sus cañones de calor elevados y listos para la acción. Menos de treinta segundos después de caer las primeras granadas a nuestro alrededor, las tres máquinas de guerra habían desaparecido: una hacia el Sur, otra hacia el Noroeste, y la última en dirección al lugar donde había caído el segundo proyectil.

El último monstruo marciano trabajaba rápidamente en su propio trípode; este ser era lo único que se interponía ahora entre nosotros y la libertad.

Una granada explotó cerca: la más próxima hasta ese momento. La explosión nos quemó la cara, y retrocedimos hacia el interior del pasaje.

Cuando logré reunir suficiente valor para mirar, vi que el marciano continuaba con su trabajo, indiferente al cañoneo. Sin duda se comportaba como un soldado bajo el fuego; sabía que corría peligro de muerte, pero estaba listo a hacerle frente y al mismo tiempo se preparaba para lanzar su propio contraataque.

El cañoneo duró diez minutos y en todo ese tiempo no hubo ningún impacto directo. Luego, repentinamente, los disparos cesaron y supusimos que los marcianos habían silenciado la batería.

En el extraño silencio que siguió, el marciano continuó con su trabajo. Por fin lo terminó. El horrible ser ascendió a su plataforma, extendió las patas hasta su altura máxima, giró luego el artefacto hacia el Sur y pronto se perdió de vista.

Sin más demora aprovechamos la oportunidad que se nos presentaba. Salté al suelo arenoso pesada y torpemente, y luego extendí los brazos para recibir a Amelia en el momento de saltar.

No miramos ni a la izquierda ni a la derecha, sino que escalamos apresuradamente la tierra suelta de las paredes del foso y corrimos hacia donde todavía no se había dirigido ninguna máquina: hacia el Norte. Era una noche cálida, pesada, con grandes masas de nubes oscuras que se estaban formando hacia el Norte. Se preparaba una tormenta, pero esa no era la razón por la cual no cantaba ningún pájaro ni se movía ningún animal. La campiña estaba muerta: estaba ennegrecida por el fuego, con restos de vehículos y cadáveres de hombres y caballos esparcidos por todas partes.

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