Era costumbre del personal del Devonshire Arms —quizá por instrucciones de Mrs. Anson— rociar las tulipas de las lámparas de aceite con agua de colonia. Como consecuencia de ello, una fragancia dulce e intensa se esparcía por la planta baja del hotel, una fragancia tan persistente que aún hoy no puedo sentir el perfume del agua de colonia sin que aquel lugar vuelva a mi mente.
Esa noche, sin embargo, creí percibir un aroma diferente mientras subía las escaleras. Era más seco, menos pesado, más impregnado de hierbas que los perfumes de Mrs. Anson... pero dejé de percibirlo, entré en mi habitación y cerré la puerta.
Encendí las dos lámparas de aceite que había en el cuarto, luego compuse mi apariencia delante del espejo. Sabía que había rastros de alcohol en mi aliento, de modo que me cepillé los dientes y me puse una pastilla de menta en la boca. Me afeité, me peiné el cabello y el bigote y me cambié la camisa.
Cuando terminé, coloqué un sillón junto a la puerta y acerqué una mesa. Sobre esta última puse una de las lámparas y apagué la otra. Luego se me ocurrió tomar una de las toallas de Mrs. Anson, la doblé y la coloqué sobre el brazo del sillón. Ya estaba listo.
Me senté y me dispuse a leer una novela.
Transcurrió más de una hora, durante la cual, si bien tenía el libro abierto sobre las rodillas, no leí ni una sola palabra. Alcanzaba a oír un sutil murmullo de conversación que subía de las habitaciones de la planta baja, pero todo lo demás estaba en silencio.
Por fin oí pasos suaves en la escalera, y me preparé de inmediato. Dejé el libro a un lado, me puse la toalla plegada sobre el brazo. Esperé hasta que las pisadas sobrepasaran mi puerta y entonces salí.
En la tenue luz del corredor vi una figura femenina que al oírme se volvió. Era una mucama, y llevaba una botella de agua caliente con una funda de color rojo oscuro.
—Buenos noches, señor —dijo con un leve gesto de cortesía y luego continuó su camino.
Crucé al cuarto de baño, cerré la puerta. Conté lentamente hasta cien y luego regresé a mi habitación.
Otra vez esperé, ahora en un estado de agitación mucho mayor que antes.
A los pocos minutos oí otros pasos en la escalera, esta vez un poco más fuertes. De nueve esperé hasta que las pisadas pasaran, antes de salir. Era Hughes que iba a su habitación. Nos saludamos con una inclinación de cabeza, mientras yo abría la puerta del baño.
De vuelta en mi habitación empezaba a enfurecerme conmigo mismo por tener que emplear recursos complicados y pequeños engaños. Pero estaba decidido a seguir adelante tal como lo había planeado.
La tercera vez que oí pisadas, reconocí los pasos de Dykes, que subía saltando los escalones de dos en dos. Me sentí aliviado por no tener que representar la escena de la toalla.
Pasó otra media hora y comenzaba a perder la esperanza, preguntándome si habría calculado mal. Después de todo, Miss Fitzgibbon bien podía estar alojada en las habitaciones privadas de Mrs. Anson; yo no tenía motivo alguno para suponer que tuviera un cuarto en este piso.
Finalmente, sin embargo, la suerte me sonrió. Oí pasos suaves en la escalera y esta vez al asomarme al corredor vi la espalda de una mujer alta y joven que se alejaba. Arrojé la toalla dentro de mi habitación, tomé mi valija de muestras, cerré la puerta con suavidad, y la seguí.
Si se había dado cuenta de mi presencia detrás de ella no lo demostró. Caminó hasta el final del corredor, donde una pequeña escalera llevaba hacia arriba. Giró y subió.
Me apresuré en la misma dirección, y al llegar al pie de la escalera vi que estaba a punto de introducir la llave en la cerradura. La joven me miró.
—Disculpe, señorita —dije—. Permítame presentarme. Me llamo Turnbull, Edward Turnbull.
Mientras ella me observaba, me sentí terriblemente tonto, mirándola desde el pie de la escalera. No dijo nada, pero me contestó con una ligera inclinación de cabeza.
—¿Tengo acaso el placer de dirigirme a Miss Fitzgibbon? —proseguí—. ¿Miss A. Fitzgibbon?
—Soy yo —dijo con una voz agradable y bien modulada.
—Miss Fitzgibbon, comprendo que mi pedido le parecerá extraño, pero tengo aquí algo que creo que será de interés para usted. Me pregunto si podría mostrárselo.
Por un momento no dijo nada, sino que continuó mirándome. Luego dijo:
—¿De qué se trata, Mr. Turnbull?
Miré por el corredor, temiendo que en cualquier momento apareciera algún otro huésped.
—¿Me permite usted subir? —pregunté.
—No, no se lo permito. Yo bajaré.
Miss Fitzgibbon tenía un bolso grande de cuero que apoyó sobre el descanso, junto a su puerta. Luego, recogiendo un poco su falda, bajó lentamente la escalera.
Cuando estuvo frente a mí, en el corredor, continué:
—Sólo la detendré unos minutos. Fue una suerte que usted se hospedara en este hotel.
Mientras hablaba, me había agachado y trataba de abrir mi valija de muestras. Cuando lo logré, saqué una de las Máscaras Protectoras. Me puse de pie, con el artefacto en la mano y noté que Miss Fitzgibbon me observaba con curiosidad. Había algo en su mirada franca que desconcertaba.
—¿Qué es lo que tiene allí, Mr. Turnbull? —preguntó.
—La llamo Máscara Protectora de la Vista —respondí. No dijo nada, de modo que continué un poco confuso—. Verá, sirve tanto para los pasajeros como para el conductor, y se puede quitar con rapidez.
En ese instante, la joven se apartó de mí como para subir la escalera otra vez.
—¡Espere, por favor! —exclamé—. No me explico bien.
—Ya lo creo. ¿Qué tiene usted ahí y por qué debería interesarme tanto como para que usted se dirija a mí en el corredor de un hotel?
Su actitud era tan fría y formal que yo no sabía cómo expresarme.
—Miss Fitzgibbon, entiendo que usted es empleada de Sir William Reynolds, ¿no es así? —dije.
La joven confirmó este hecho, de modo que comencé a balbucear las razones por las que yo creía que la Máscara podría interesar a Sir William.
—Pero todavía no me ha dicho de qué se trata.
—Protege los ojos del polvo cuando se viaja en automóvil —dije y dejándome llevar por un impulso repentino, levanté la máscara y la sostuve sobre mis ojos. Entonces la joven se echó a reír, pero me pareció que su risa no era hiriente.
—¡Pero si son antiparras para viajar en automóvil! —exclamó—. ¿Por qué no lo dijo?
—¿Las ha visto ya? —pregunté sorprendido.
—Son comunes en los Estados Unidos.
—¿Entonces Sir William posee algunas?
—No... pero probablemente, piense que no las necesita.
Me agaché de nuevo, para revisar mi valija de muestras.
—Hay un modelo para damas —dije, buscando con afán entre los diversos productos que llevaba. Por fin encontré un modelo más pequeño producido por la fábrica de Mr. Westerman. Me puse de pie y se lo alcancé. En el apuro volteé sin darme cuenta la valija y una cantidad de álbumes para fotos, billeteras y agendas se desparramaron por el piso.
—Pruébese ésta, Miss Fitzgibbon —dije—. Está hecha de la mejor cabritilla.
Cuando volvía a mirar a la joven, creí por un momento que seguiría riendo, pero mostraba una expresión seria.
—No creo necesitar...
—Le aseguro que es muy cómoda.
Mi entusiasmo triunfó por fin, pues tomó las antiparras de cuero de mi mano.
—Tiene una correa ajustable —dije—. Por favor, pruébesela.
Me incliné una vez más y guardé en la valija las muestras desparramadas. Mientras lo hacía, miré de nuevo hacia el corredor.
Cuando volvía a ponerme de pie, Miss Fitzgibbon sostenía la Máscara sobre la frente y trataba de ajustar la correa. Tenía puesto un sombrero grande con flores, que dificultaba enormemente la tarea. Si al principio de la conversación me había sentido tonto, eso no era nada comparado con lo que sentía ahora. Mi naturaleza impulsiva y la torpeza de mis modales me habían llevado a una situación por demás embarazosa. Miss Fitzgibbon trataba, sin duda, de complacerme y mientras ella luchaba con el cierre, yo hubiera querido tener el valor de arrebatarle las antiparras y correr avergonzado hacia mi cuarto. En lugar de ello, permanecí delante de ella sin saber qué hacer, observando sus esfuerzos por aflojar la correa. Miss Fitzgibbon sonreía con paciencia.
—Al parecer se ha enredado en mi cabello, Mr. Turnbull.
Tiró de la correa, pero hizo un gesto de dolor al arrastrar algunos cabellos con el tirón. Yo quería ayudarla de algún modo, pero me sentía demasiado nervioso ante ella.
Tiró de nuevo de la correa, pero el cierre metálico estaba enredado en los cabellos.
Entonces, en el extremo opuesto del corredor oí voces y el crujir de la escalera de madera. Miss Fitzgibbon oyó lo mismo, pues también miró en esa dirección.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó con voz suave—. No pueden verme con esto en la cabeza.
Volvió a tirar, pero el dolor la hizo dar un paso atrás.
—¿Puedo ayudarla? —dije, acercándome.
En la pared junto a la parte superior de la escalera apareció una sombra, dibujada por las lámparas del vestíbulo.
—¡Nos descubrirán en cualquier momento! —exclamó Miss Fitzgibbon, con las antiparras colgando junto a la cara—.Será mejor que entremos en mi habitación por unos minutos.
Las voces se acercaban.
—¿Su habitación? —pregunté anonadado—. ¿Los dos solos? Después de todo...
—¿Quién más sugeriría usted? —replicó Miss Fitzgibbon—. ¿Mrs. Anson?
Recogiendo un poco su falda otra vez, subió con presteza la escalera hacia su puerta. Por mi parte, luego de dudar un par de segundos, tomé mi valija de muestras, manteniéndola cerrada con la mano, y seguí a la joven. Esperé mientras ella abría la puerta de la habitación y, un momento después, ambos nos encontrábamos en su interior.
El cuarto de Miss Fitzgibbon era más grande que el mío, y más cómodo. Había dos lámparas de gas en la pared, y cuando la joven agrandó la llama una luz cálida y brillante invadió la habitación. En el hogar ardía un fuego de carbón y las ventanas estaban adornadas con largos y lujosos cortinados de terciopelo. En un rincón había una cama grande de estilo francés, con el cubrecama recogido. La mayor parte de la habitación, sin embargo, estaba ocupada por muebles que no habrían desentonado en una sala común y corriente: una chaise longue, dos sillones, algunas alfombras, un enorme aparador, una biblioteca y una pequeña mesa.
Nervioso, me quedé junto a la puerta mientras Miss Fitzgibbon iba hacia el espejo y desenredaba las antiparras de su cabello. Las depositó sobre la mesa.
Luego de quitarse el sombrero, dijo:
—Tome asiento, por favor, Mr. Turnbull.
Mirando las antiparras, repuse:
—Creo que debería irme ahora.
Miss Fitzgibbon permaneció en silencio, atenta al sonido de las voces que pasaban junto al pie de la escalera.
—Tal vez sería mejor si se quedara un poco más —dijo—. No sería correcto que lo vieran salir de mi habitación a esta hora.
Me reí con ella por cortesía, pero debo confesar que me sentí en extremo sorprendido ante ese comentario.
Me senté en uno de los sillones junto a la mesa; Miss Fitzgibbon fue hasta el hogar y atizó el fuego para que ardiera con más fuerza.
—Discúlpeme un momento, por favor —dijo. Cuando pasó junto a mí noté que la rodeaba un dejo del aroma de hierbas que yo había percibido antes. Desapareció por una puerta interna y la cerró tras de sí.
Permanecí sentado maldiciendo mi naturaleza impulsiva. Me sentía molesto y apenado por el incidente, pues estaba claro que Miss Fitzgibbon no tenía interés en mi Máscara ni tampoco la necesitaba. Era aún menos probable que persuadiera a Sir William a que probara mis antiparras. Yo la había importunado y comprometido, puesto que si Mrs. Anson, o cualquiera, en realidad, de los que estaban en el hotel, descubriera que yo había estado de noche solo en su habitación, entonces la reputación de la joven quedaría manchada para siempre.
Cuando Miss Fitzgibbon regresó, unos diez minutos después, oí el sonido sibilante de una cisterna y supuse que sería un baño privado, lo cual debía ser cierto, pues la joven parecía haber retocado su maquillaje, y su peinado era diferente: ya no llevaba el cabello recogido por completo en un apretado rodete, sino que había dejado caer parte de él sobre sus hombros. De nuevo pasó junto a mí para sentarse en otro sillón y entonces noté que el aroma de hierbas era más intenso.
Se sentó, y se reclinó sobre el respaldo con un suspiro. En su conducta hacia mí no había ninguna ceremonia.
—Bien, Mr. Turnbull —dijo—. Creo que le debo una disculpa. Siento haber estado tan altanera con usted en el corredor.
—Soy yo quien debe pedir disculpas —respondí de inmediato—. Yo...
—Fue una reacción natural, creo —continuó como si no me hubiese oído—. He pasado las últimas cuatro horas en compañía de Mrs. Anson, a quien al parecer nunca le faltan palabras.
—Estaba seguro de que eran amigas —dije.
—Se ha designado a sí misma como mi guardián y mentor. Yo escucho muchos de sus consejos. —Miss Fitzgibbon se puso de pie, otra vez se acercó al aparador y sacó dos copas—. Sé por su aliento que usted bebe, Mr. Turnbull. ¿Querría tomar una copa de coñac?
—Sí, gracias —repuse, tragando saliva con dificultad.
Sirvió un poco de coñac de un frasco metálico que había tomado de su bolso y puso las dos copas sobre la mesa que había entre los dos.
—Igual que usted, Mr. Turnbull, a veces siento la necesidad de fortificarme.
La joven volvió a sentarse. Levantamos las copas y comenzamos a beber.
—Ha dejado usted de hablar —dijo—. Espero no haberlo asustado.
La miré, impotente, lamentando haber iniciado esta inocente empresa.
—¿Viene a Skipton con frecuencia? —preguntó.
—Unas dos o tres veces por año. Miss Fitzgibbon, creo que debería despedirme. No es correcto que permanezca aquí a solas con usted.
—Pero aún no he descubierto por qué tenía usted tanto interés en mostrarme sus antiparras.
—Creí que usted podría persuadir a Sir William para que las probara.
Asintió, demostrando que comprendía.
—¿Y usted es vendedor de antiparras?
—No, Miss Fitzgibbon. Verá usted, la firma para la que trabajo fabrica...
Mi voz se desvaneció, puesto que oí en ese instante el sonido que ahora llamaba a las claras la atención de Miss Fitzgibbon. Ambos habíamos oído, del otro lado de la puerta, el crujir de las maderas del piso.
Miss Fitzgibbon se llevó un dedo a los labios, y permanecimos sentados en angustioso silencio. ¡Pocos minutos después, con golpes fuertes y perentorios, alguien llamó a la puerta!
—¡Miss Fitzgibbon!
Era la voz de Mrs. Anson.
Miré con desesperación a mi nueva amiga.
—¿Qué haremos? —murmuré—. Si me encuentran aquí a esta hora...
—Quédese tranquilo... déjeme hacer a mí.
Desde afuera se oyó otra vez:
—¡Miss Fitzgibbon!
La joven se dirigió rápidamente al otro lado de la habitación y se detuvo junto a la cama.
—¿Qué desea, Mrs. Anson? —preguntó con voz débil como si estuviera cansada.
Hubo un corto silencio y luego:
—¿Le trajo la mucama una botella de agua caliente?
—Sí, gracias. Ya estoy acostada.
—¿Con las luces todavía encendidas, Miss Fitzgibbon?
Desesperada, la joven señalaba la puerta y trataba de indicarme algo moviendo las manos. Comprendí de inmediato y me hice a un lado con rapidez para que nadie pudiera verme a través del ojo de la cerradura.
—Estoy leyendo un poco, Mrs. Anson. Que tenga buenas noches.
Más silencio del otro lado de la puerta; ¡en ese instante creí que sin duda iba a tener que gritar para quebrar la tensión!
—Me pareció oír la voz de un hombre —dijo Mrs. Anson.
—Estoy completamente sola —aseguró Miss Fitzgibbon. Pude ver que sus mejillas enrojecían, aunque no sabía si era de vergüenza o de ira.
—No creo estar equivocada.
—Por favor, espere un momento —dijo Miss Fitzgibbon.
Entonces vino hacia mí con cautela y me murmuró algo al oído:
—Tendré que dejarla pasar. Sé lo que haré. Por favor, vuélvase.
—¿Cómo? —pregunté estupefacto.
—¡Vuélvase... por favor!
La miré desesperado un minuto más, y luego hice lo que me pedía. La oí alejarse de mí hacia el ropero, y después me llegó el sonido que hacía al desprender los cierres y botones de su vestido. Cerré los ojos con fuerza y los cubrí con la mano. Mi situación era tan atroz que no tenía paralelo.
Oí que Miss Fitzgibbon cerraba la puerta del ropero, y luego sentí el contacto de una mano sobre mi brazo. Me volví: Miss Fitzgibbon estaba de pie junto a mí, vestida con una larga bata de franela a rayas. Tenía el cabello suelto, sin horquillas, de modo que caía enmarcando su cara.
—Tómelas —murmuró mientras me ponía las copas de coñac en las manos—. Espere en el baño.
—¡Miss Fitzgibbon, en realidad debo insistir! —repitió Mrs. Anson.
Me dirigí con torpeza hacia la puerta del baño. Mientras caminaba, miré para atrás y vi a Miss Fitzgibbon retirando los cobertores de la cama y desarreglando las sábanas y la almohada. Tomó mi valija de muestras y la arrojó debajo de la chaise longue. Entré en el baño y cerré la puerta. En la oscuridad, me apoyé contra el marco de la puerta y sentí que las manos me temblaban.
Miss Fitzgibbon abrió la puerta principal.
—¿Qué desea, Mrs. Anson?
Oí que Mrs. Anson entraba en la habitación. Podía imaginármela mirando con suspicacia en todas direcciones, y aguardé el momento en que irrumpiera en el baño.
—Miss Fitzgibbon, es muy tarde. ¿Por qué no duerme aún?
—Estaba leyendo. De no haber llamado usted cuando lo hizo, creo que a esta altura estaría durmiendo.
—Oí claramente una voz masculina.
—Pero usted puede verlo... estoy sola. ¿No podría haber sido en la habitación vecina?
—Venía de aquí.
—¿Escuchaba usted detrás de la puerta?
—¡Por supuesto que no! Pasaba por el corredor de abajo de camino a mi cuarto.
—Entonces bien pudo equivocarse. Yo también oí voces.
El tono de Mrs. Anson cambió de pronto.
—Mi querida Amelia, me preocupa su bienestar. Usted no conoce a estos viajantes tan bien como yo. Es joven e inocente, y yo soy responsable de su seguridad.
—Tengo veintidós años, Mrs. Anson, y yo soy responsable de mi seguridad. Ahora, por favor, retírese porque quisiera irme a dormir.
De nuevo cambió el tono de voz de Mrs. Anson.
—¿Cómo sé que no me engaña?
—¡Mire a su alrededor, Mrs. Anson! —Miss Fitzgibbon vino hasta la puerta del baño y la abrió bruscamente. La puerta golpeó contra mi hombro, pero sirvió para ocultarme—. ¡Mire en todas partes! ¿Quiere inspeccionar el ropero? ¿O prefiere mirar debajo de la cama?
—No hace falta ser desagradable, Miss Fitzgibbon. Estoy dispuesta a aceptar su palabra.
—Entonces tenga la amabilidad de dejarme en paz, pues mañana me espera un largo día de trabajo y quiero irme a dormir.
Luego de un breve silencio, Mrs. Anson dijo:
—Muy bien, Amelia. Que tenga buenas noches.
—Buenas noches, Mrs. Anson.
Oí a Mrs. Anson salir de la habitación y bajar la escalera. Hubo un silencio mucho más largo que el anterior, y luego Miss Fitzgibbon cerró la puerta principal.
Caminó entonces hasta el cuarto de baño, y se apoyó sin fuerzas contra el marco de la puerta.
—Se ha ido —confirmó.
Miss Fitzgibbon tomó una de las copas de mis manos, y bebió el coñac.
—¿Quiere un poco más? —ofreció con suavidad.
—Sí, por favor.
El frasco estaba ahora casi vacío, pero compartimos lo que quedaba.
Observé el rostro de Miss Fitzgibbon, pálido a la luz de gas, y me pregunté si yo también tendría el mismo color ceniciento.
—Por supuesto, debo irme de inmediato —dije.
La joven sacudió la cabeza rechazando la idea.
—Lo verían. Mrs. Anson no se atrevería a volver aquí, pero no se irá directamente a dormir.
—¿Entonces qué puedo hacer?
—Tendremos que esperar. Creo que si se va dentro de una hora ella ya no estará por acá.
—Estamos comportándonos como si fuéramos culpables —dije—. ¿Por qué no puedo irme ahora y decirle a Mrs. Anson toda la verdad?
—Porque ya hemos recurrido al engaño, y ella me ha visto con ropa de dormir.
—Sí, claro.
—Tendré que apagar las lámparas de gas, como si estuviera acostada. Hay una pequeña lámpara de aceite y podemos sentarnos junto a aquello —dijo, señalando un biombo—. Si usted quisiera correrlo delante de la puerta, Mr. Turnbull, servirá para disimular la luz y el sonido de nuestras voces.
—Lo correré de inmediato —repuse.
Miss Fitzgibbon echó más carbón al fuego, encendió la lámpara de aceite y apagó las de gas.
La ayudé a correr los dos sillones hasta el hogar; luego coloqué la lámpara sobre la repisa de la chimenea.
—¿Le importaría esperar un rato? —preguntó.
—Preferiría irme —respondí, incómodo— pero creo que usted tiene razón. No me gustaría enfrentarme con Mrs. Anson en este momento.
—Entonces, trate de calmarse, por favor.
—Miss Fitzgibbon, me sentiría mucho más tranquilo si usted se vistiera de nuevo.
—Pero debajo de la bata tengo puesta mi ropa interior.
—Aun así.
Entré al cuarto de baño unos instantes, y cuando salí la joven se había vestido otra vez. Sin embargo, aún llevaba el cabello suelto, lo cual me resultó muy agradable, pues en mi opinión su rostro así enmarcado se lucía más.
Cuando me sentaba, me dijo:
—¿Puedo pedirle otro favor sin que se escandalice más?
—¿De qué se trata?
—Me sentiré más cómoda durante esta hora si usted deja de llamarme por mi apellido. Me llamo Amelia.
—Lo sé. Oí que Mrs. Anson la llamaba así. Yo me llamo Edward.
—Eres tan formal, Edward —reprochó.
—No puedo evitarlo, estoy acostumbrado a serlo.
Ya no estaba tenso, y me sentía muy cansado. A juzgar por la forma en que estaba sentada, Miss Fitzgibbon —o Amelia— se sentía igual. El abandono de las formalidades era un modo similar de relajarse, como si la abrupta irrupción de Mrs. Anson hubiera barrido con las cortesías habituales. Ambos habíamos sufrido y superado una catástrofe en potencia y eso nos había acercado uno al otro.
—Amelia, ¿crees que Mrs. Anson sospechaba que yo estaba aquí? —pregunté.
Me miró con malicia.
—No —dijo—. Lo sabía.
—¡Entonces te he comprometido! —exclamé.
—Soy yo quien te ha comprometido. El engaño fue idea mía.
—Eres muy franca. Creo que nunca he conocido a nadie como tú.
—Pues, a pesar de tu convencionalismo, Edward, no creo haber conocido antes a nadie como tú.
Ahora que lo peor había pasado, y que disponíamos de tiempo para resolver lo demás, descubrí que podía gozar de la intimidad del momento. Las sillas estaban muy juntas, en medio de la tibieza y la semioscuridad, el coñac irradiaba calor por dentro y la luz de la lámpara de aceite cargaba de matices sutiles y agradables los rasgos de Amelia. Todo esto me traía pensamientos que nada tenían que ver con las circunstancias que nos habían reunido. Me parecía una persona de extraordinaria belleza y serenidad, y la idea de dejarla cuando terminara mi hora de espera no me entusiasmaba.
Al principio fui yo quien dirigió la conversación, al hablar un poco sobre mí mismo. Le expliqué cómo mis padres habían emigrado a los Estados Unidos poco después de que yo terminara mis estudios y que desde entonces yo vivía solo y trabajaba para Mr. Westerman.
—¿Nunca tuviste deseos de ir con tus padres a América? —preguntó Amelia.
—Estuve tentado de hacerlo. Me escriben con frecuencia y Estados Unidos parece ser un país emocionante. Pero pensé que conocía poco de Inglaterra y que sería preferible para mí vivir mi propia vida aquí por un tiempo, antes de reunirme con ellos.
—¿Y conoces algo más de Inglaterra ahora?
—Casi nada —respondí—. Aunque paso todas las semanas fuera de Londres, la mayor parte del tiempo estoy en hoteles como éste.
Luego, me interesé cortésmente por sus antecedentes. Me dijo que sus padres habían muerto en un naufragio cuando ella era pequeña todavía y que desde entonces Sir William era su tutor legal. Se cumplía así un deseo expresado en el testamento del padre de la joven, amigo de Sir William desde sus días de escolares.
—¿De modo que tú también vives en Reynolds House? —dije—. ¿No es sólo un empleo?
—Recibo un pequeño salario por mi labor, pero Sir William ha puesto a mi disposición algunas habitaciones en una de las alas de la casa.
—Me encantaría conocer a Sir William —exclamé con fervor.
—¿Para que pruebe tus antiparras en tu presencia? —preguntó Amelia.
—Lamento habértelas mostrado.
—Yo estoy contenta de que lo hayas hecho. Sin querer me has alegrado la noche. Comenzaba a sospechar que Mrs. Anson era la única persona en este hotel, tan firmemente sujeta me tenía. De todos modos, estoy segura de que Sir William considerará la posibilidad de comprar tus antiparras, aunque en la actualidad ya no conduzca su carruaje sin caballos.
La miré sorprendido.
—Pero creí que Sir William era un conductor entusiasta. ¿Por qué perdió el interés?
—Es un científico, Edward. Sus inventos son numerosos, y se vuelca a nuevos diseños constantemente.
De este modo conversamos durante un largo rato y cuanto más hablábamos tanto más relajado me sentía. Nuestros temas eran intrascendentes en su mayoría, y giraban en torno de nuestra vida pasada y anteriores experiencias. Pronto supe que Amelia había viajado mucho más que yo, ya que había acompañado a Sir William en algunos de sus viajes transoceánicos. Me contó sobre su visita a Nueva York y a Dresde y a Leipzig, y me pareció muy interesante.
Por fin el fuego se consumió, y no nos quedaba más coñac.
De mala gana pregunté.
—Amelia, ¿crees que debería volver a mi habitación?
En un primer momento su expresión no cambió, pero luego sonrió fugazmente y para sorpresa mía apoyó su mano con suavidad sobre mi brazo.
—Sólo si tú lo deseas —dijo.
—Entonces creo que me quedaré algunos minutos más.
De inmediato me arrepentí de haber dicho tal cosa. A pesar del gesto amistoso de la joven, me parecía que ya habíamos hablado bastante de los asuntos que nos interesaban, y que una nueva dilación sólo significaba admitir el considerable grado de perturbación que la cercanía de Miss Fitzgibbon me causaba. Yo no tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que Mrs. Anson dejó la habitación —y mirar el reloj habría sido imperdonable—, pero sí estaba seguro de que debía haber pasado mucho más tiempo del que habíamos acordado. No era correcto esperar más.
Amelia no había retirado su mano de mi brazo.
—Debemos hablar otra vez, Edward —dijo—. Veámonos en Londres una noche; tal vez podrías invitarme a cenar. Entonces sin tener que hablar en voz baja podremos conversar cuanto queramos.
—¿Cuándo regresas a Surrey? —pregunté.
—Creo que mañana a la tarde.
—Estaré en la ciudad durante el día. ¿Aceptarías almorzar conmigo? Hay una pequeña posada en Ilkley Road...
—Sí, Edward. Será un placer.
—Ahora es mejor que me vaya.
Saqué mi reloj del bolsillo y comprobé que había transcurrido una hora y media desde la irrupción de Mrs. Anson.
—Lamento haber conversado durante tanto tiempo —agregué.
Tomé mi valija de muestras y caminé sin hacer ruido hacia la puerta. Amelia se puso de pie y apagó la lámpara de aceite.
—Te ayudaré con el biombo —dijo.
La única iluminación del cuarto provenía de los tizones semiapagados del hogar. La silueta de Amelia se recortaba contra el resplandor mientras ella se me acercaba. Juntos corrimos el biombo a un lado, luego giré el picaporte de la puerta. Todo era quietud y silencio del otro lado. De pronto, en medio de esa gran calma me pregunté hasta qué punto el biombo había disimulado nuestras voces, y si en realidad más de una persona no habría alcanzado a oír nuestra inocente conversación.
Me volví hacia la joven.
—Buenas noches, Miss Fitzgibbon —me despedí.
De nuevo apoyó su mano sobre mi brazo; sentí un aliento cálido junto a mi mejilla y el roce de sus labios por una fracción de segundo.
—Buenas noches, Mr. Turnbull.
Su mano apretó mi brazo; luego Amelia retrocedió y cerró la puerta silenciosamente.
Mi habitación y mi cama estaban frías y no pude dormir. Permanecí despierto toda la noche pensando sin cesar en temas que no podían estar más alejados de lo que me rodeaba.
Por la mañana, con inesperada lucidez a pesar de no haber dormido, fui el primero en bajar a desayunar, y cuando me sentaba en mi lugar habitual el camarero principal se me acercó.
—Saludos de Mrs. Anson, señor —dijo—. ¿Sería tan amable de ocuparse de esto en cuanto termine de desayunar?
Abrí el delgado sobre marrón y encontré mi cuenta en su interior. Cuando dejé el salón de desayuno descubrí que habían empacado mis pertenencias y que mi equipaje estaba a mi disposición en el vestíbulo de la entrada. El Camarero principal recibió mi dinero y me acompañó a la puerta. Ninguno de los otros huéspedes me había visto partir; no hubo señales de Mrs. Anson. Permanecí allí, en el penetrante fresco matinal, aún aturdido por la precipitación con que me obligaban a irme. Después de un momento, llevé mis valijas a la estación y las dejé en la oficina de equipajes. Me quedé cerca del hotel todo el día, pero no vi rastros de Amelia. Al mediodía fui a la posada de Ilkley Road, pero ella no apareció. Al acercarse la noche, volví a la estación y tomé el último tren del día para Londres.