Yo había pretendido arrojarme sobre Amelia, para protegerla con mi propio cuerpo, pero en mi apresuramiento sólo conseguí que cayéramos ambos a tierra. En consecuencia, la explosión que siguió nos alcanzó a los dos por igual. Hubo una terrible explosión que nos despidió materialmente a través del jardín, seguida de una serie de explosiones menores de diferente intensidad. Rodamos indefensos por los largos pastos, y cuando finalmente nos detuvimos, cayó a nuestro alrededor, con gran estrépito, una lluvia de maderos encendidos y pedazos de mampostería.
En el intervalo que siguió, oí el bramido del marciano al alejarse de nosotros, satisfecho su odio.
Luego, aunque oímos más explosiones a la distancia, parecía que un manto de quietud nos había cubierto. Hubo un momento en que oí a un animal aullar de dolor, pero sonó un disparo de revólver y hasta eso cesó.
Amelia yacía sobre el césped a unos tres metros de mí, y tan pronto como pude recuperarme me arrastré apresuradamente hacia ella. Sentí un repentino dolor en la espalda, y comprendí al momento que mi ropa interior estaba en llamas. Rodé sobre mí mismo, y aunque el dolor de la quemadura aumentó por un momento, conseguí apagar la tela que ardía. Corrí hacia Amelia y vi que también sus ropas estaban incendiadas. Extinguí las pequeñas llamas con las manos, y de pronto la oí quejarse.
—¿Eres tú, Edward...? —murmuró.
—¿Estás herida?
Dijo que no con un movimiento de cabeza y, cuando traté de darla vuelta se levantó, con grandes dolores, por su propia voluntad. Quedó de pie a mi lado, en apariencia muy mareada.
—¡Mi Dios! ¡Escapamos por poco!
Era Mr. Wells. Vino hacia nosotros desde los arbustos que había a un costado del parque, aparentemente ileso, pero, como nosotros, estupefacto por la ferocidad del ataque.
—¿Está herida, Miss Fitzgibbon? —preguntó, solícito.
—Creo que no. —Sacudió la cabeza con energía—. Creo que estoy un poco sorda.
—Es consecuencia de la explosión —dije, porque también me zumbaban los oídos. En ese preciso instante oímos gritos junto a la casa y todos nosotros nos volvimos en esa dirección.
Había aparecido un grupo de soldados, con expresiones aturdidas. Un oficial trataba de organizarlos y, después de unos breves momentos de confusión, avanzaron hacia la casa en llamas y trataron de ahogarlas golpeándolas con sacos.
—Es mejor que los ayudemos —le dije a Mr. Wells, y de inmediato marchamos a través del jardín.
Cuando doblamos una de las esquinas de la casa pudimos apreciar una escena de gran destrucción. Aquí el ejército había emplazado una de sus piezas de artillería y era evidente que el marciano había hecho fuego contra ella. Su puntería había sido de una precisión mortífera, porque allí quedaba sólo metal retorcido y fundido esparcido alrededor de un gran cráter. No había ningún resto identificable del cañón, salvo una de sus grandes ruedas de rayos, que se encontraba ahora a unos cincuenta metros de distancia.
Un poco más lejos, varios caballos estaban atados a uno de los cobertizos del jardín, pero nos afligió mucho ver que algunos habían muerto; los cuidadores habían apaciguado el resto con eficiencia, cubriéndoles la cabeza para que no pudieran ver.
Nos dirigimos directamente al oficial que estaba al mando.
—¿Podemos ayudarles? —dijo Mr. Wells.
—¿Esta casa es suya, señor?
Amelia contestó:
—No, yo vivo aquí.
—Pero la casa está vacía.
—Hemos estado fuera del país. —Ella miró a los soldados que golpeaban sin éxito las llamas con los sacos—. Hay una manguera de jardín en ese cobertizo.
De inmediato, el oficial ordenó a dos de sus hombres que trajeran la manguera, y poco después la había sacado y conectado a una canilla de riego que había junto a la casa. Afortunadamente, había mucha presión y al momento salió un fuerte chorro de agua.
Nos quedamos bien atrás, viendo que los hombres habían sido, evidentemente, bien adiestrados y que la lucha contra el fuego se libraba con inteligencia y eficiencia. El chorro de agua fue dirigido contra las concentraciones más intensas del fuego, mientras que los demás hombres continuaban apagando las llamas con los sacos en otros sectores.
El oficial supervisaba el trabajo con un mínimo de órdenes, y cuando se apartó, una vez que el fuego estaba dominado, fui hacia él.
—¿Ha perdido algún hombre? —le pregunté.
—Afortunadamente, no, señor. Nos ordenaron retirarnos precisamente antes del ataque, de modo que pudimos ponernos a cubierto a tiempo. —Señaló varias trincheras cavadas en el parque; atravesaban el lugar donde (¡hacía tanto tiempo!) yo había bebido limonada helada con Amelia—. De estar atendiendo la pieza...
Asentí con la cabeza.
—¿Estaban alojados aquí?
—Sí, señor. No hemos dañado nada, como usted podrá ver. Tan pronto como hayamos recuperado nuestro equipo tendremos que retirarnos.
Comprendí que su mayor preocupación no era salvar la casa. Realmente, fue una suerte que necesitaran salvar sus elementos, porque de lo contrario habría sido muy difícil para nosotros apagar el incendio sin ayuda.
En menos de un cuarto de hora las llamas quedaron apagadas; el ala de la servidumbre había recibido los impactos, dos de las habitaciones de la planta baja estaban inhabitables, y los seis artilleros que se habían alojado allí perdieron todo su equipo. En el piso superior, los daños principales habían sido causados por el humo y la explosión.
Del resto de la casa, las habitaciones que se encontraban en el lado más alejado del cañón, cuando éste explotó, eran las que habían sufrido menos daño: la antigua sala de fumar de Sir William, por ejemplo, no tenía siquiera una ventana rota. En el resto de la casa los daños eran de diversa magnitud, en su mayor parte, roturas debidas a la explosión, y hasta el último vidrio de las paredes del laboratorio estaba destrozado. En los jardines había una cantidad de vidrios rotos y algunos arbustos se habían incendiado, pero los soldados pronto se ocuparon de ello.
Una vez apagado el incendio, los artilleros tomaron lo que habían podido recuperar de su equipo, lo cargaron en un carro de municiones y se prepararon a retirarse. Durante todo este tiempo, podíamos oír los ruidos de la batalla que continuaba a la distancia, y el oficial nos dijo que estaba ansioso por reunirse con su unidad en Richmond. Se disculpó por los daños causados al ser destruido su cañón, y nosotros le agradecimos su ayuda en la extinción del incendio... y el pelotón emprendió la marcha, colina abajo, hacia la ciudad.
Mr. Wells dijo que iba a ver dónde estaban los marcianos ahora, y cruzó por el parque hacia el borde de la cresta de la colina. Seguí a Amelia al interior de la casa, y cuando estuvimos dentro de ella la tomé en mis brazos, estrechándola fuertemente.
Durante unos minutos no pronunciamos palabra alguna, pero luego, por fin, ella se apartó un poco y nos miramos a los ojos con amor. Esa visión momentánea de nosotros mismos en el pasado había sido un choque saludable; Amelia, con su cara magullada y marcada por cicatrices, y su camisa desgarrada y quemada, no se parecía casi en nada a la joven vestida con elegancia y algo estirada que había visto por un momento en la Máquina del Tiempo. Y supe, por la forma en que ella me miraba, que mi aspecto había sufrido una transformación similar.
Amelia dijo:
—Cuando estábamos en la Máquina del Tiempo viste al marciano. Lo has sabido siempre.
—Sólo te vi a ti —dije—, Te vi morir.
—¿Es por eso que te apoderaste de la máquina?
—No sé. Estaba desesperado... Te quería ya entonces...
Ella me abrazó otra vez y sus labios se posaron un instante en mi cuello.
La oí decir, con palabras tan suaves que eran casi inaudibles:
—Ahora comprendo, Edward.
Mr. Wells trajo la sombría noticia de que había contado seis de los trípodes gigantescos en el valle que se extendía más abajo, y que la lucha continuaba.
—Están por todas partes —dijo— y hasta donde pude ver casi no hay resistencia de parte de nuestros hombres. Hay tres máquinas a menos de un kilómetro de esta casa, pero permanecen en el valle. Creo que estaremos a salvo si nos quedamos quietos aquí durante un tiempo.
—¿Qué están haciendo los marcianos? —dije.
—Siguen usando el cañón de calor. Parecía como si todo el valle del Támesis estuviera en llamas. Hay humo por todas partes, y es de una densidad sorprendente. Toda Twickenham ha desaparecido debajo de una montaña de humo. Humo negro, denso, como alquitrán, que no se eleva. Tiene la forma de una cúpula inmensa.
—El viento lo dispersará— dijo Amelia.
—Hay viento —dijo Mr. Wells— pero el humo permanece sobre el pueblo. No lo puedo entender.
Parecía un enigma de poca importancia, de modo que no le prestamos mucha atención; nos bastaba con saber que los marcianos seguían en pie de guerra y que estaban cerca.
Los tres desfallecíamos de hambre, y se hizo imprescindible preparar una comida. Era evidente que la casa de Sir William no había sido ocupada durante años, de modo que no abrigábamos ninguna esperanza de encontrar alimentos en la alacena. Descubrimos, sí, que los artilleros habían dejado algunas de sus raciones —unas latas de carne en conserva y un poco de pan duro—, pero era insuficiente para una comida.
Mr. Wells y yo convinimos en visitar las casas que estaban más cercanas, para ver si allí podíamos pedir prestados algunos alimentos. Amelia decidió quedarse; quería explorar la casa y ver qué parte podría estar habitable.
Mr. Wells y yo estuvimos ausentes durante una hora. En ese lapso, descubrimos que estábamos solos en Richmond Hill. Presumiblemente los otros habitantes habían sido evacuados cuando llegaron los soldados, y era evidente que su partida había sido apresurada. Pocas de las casas estaban cerradas con llave, y en la mayoría de ellas encontramos cantidades considerables de alimentos. Para cuando estuvimos listos para volver, habíamos reunido una bolsa de alimentos —que incluían una variedad de carnes, verduras y frutas—, que por cierto serían suficientes para mantenernos durante muchos días. Además, encontramos varias botellas de vino, y una pipa y tabaco para Mr. Wells.
Antes de regresar a la casa, Mr. Wells sugirió que observáramos una vez más el valle; había una quietud sospechosa allí abajo; tan tranquilo estaba todo que nos sentíamos inquietos.
Dejamos la bolsa con los alimentos dentro de la última casa que habíamos visitado, y avanzamos con cautela hacia la cresta de la colina. Allí, ocultos entre los árboles, disponíamos de una vista despejada hacia el Norte y el Oeste. A nuestra izquierda, podíamos ver el valle del Támesis por lo menos hasta el castillo de Windsor, y delante de nosotros podíamos ver los pueblos de Chiswick y Brentford. Inmediatamente debajo de nosotros estaba la propia Richmond.
El sol se estaba poniendo: una bola de fuego de color naranja intenso tocaba el horizonte. Recortado contra él estaba una de las máquinas de guerra marcianas. No se movía y desde esta distancia de cinco kilómetros, más o menos, podíamos ver que la red de malla de metal que colgaba de la parte posterior de la plataforma estaba llena de cuerpos humanos.
El negro manto de humo todavía oscurecía a Twickenham; otro se cernía, denso, sobre Hounslow. Richmond parecía estar tranquila, aunque había varios edificios en llamas.
Dije:
—No se los puede detener. Dominarán el mundo entero.
Mr. Wells estaba silencioso, aunque su respiración era irregular y profunda. Al observar su rostro, vi que sus ojos, de color azul intenso, estaban húmedos. Luego dijo:
—Usted opina que son mortales, Turnbull, pero ahora debemos aceptar el hecho de que no podemos hacerles frente.
En ese momento, como si fuera un desafío a sus palabras, un solitario cañón emplazado en el camino costanero junto al puente de Richmond efectuó un disparo. Momentos más tarde, la granada estalló en el aire, a unos doscientos metros de la máquina de guerra distante.
La respuesta del marciano fue instantánea. Giró y avanzó en dirección a nosotros, haciendo que Mr. Wells y yo retrocediéramos al abrigo de los árboles. Vimos al marciano hacer sobresalir un ancho tubo por su plataforma, y pocos segundos después disparar algo por él. Un gran cilindro voló por el aire, dando vueltas en forma errática y reflejando el brillo naranja del sol. Describió un pronunciado arco y cayó en algún lugar en las calles de la ciudad de Richmond. Momentos más tarde comenzó la emisión continua de una nube negra, y en menos de sesenta segundos Richmond había desaparecido debajo de otra de las misteriosas cúpulas estáticas de humo negro.
El cañón emplazado junto al río, perdido en esa negrura, no volvió a hacer sentir su voz.
Esperamos y observamos hasta que se puso el sol, pero no oímos más disparos de parte del ejército. Los marcianos, arrogantes por su victoria total, se dedicaban a la macabra tarea de buscar sobrevivientes humanos y colocar a esos infelices en sus hinchadas redes.
Muy preocupados, Mr. Wells y yo recogimos nuestra bolsa de alimentos y regresamos a Reynolds House.
Allí nos recibió una Amelia transformada.
—¡Edward! —exclamó tan pronto cruzamos la puerta destrozada de la casa— ¡Edward, mis ropas todavía están aquí!
Y bailando ante nuestra vista apareció una joven de la más extraordinaria belleza. Tenía puesto un vestido color amarillo pálido y botas abotonadas; su cabello estaba cepillado y bien peinado enmarcando su cara; la herida que tanto la había desfigurado había quedado oculta por una artística aplicación de maquillaje. Y, al tomarme alegremente de la mano y lanzar exclamaciones de alegría por la cantidad de alimentos que habíamos reunido, sentí una vez más la suave fragancia de un perfume aromatizado con hierbas.
Sin comprender por qué, me aparté de ella y me encontré sollozando.
Evidentemente, la casa había quedado cerrada después de la partida definitiva de Sir William en la Máquina del Tiempo, porque aunque todo estaba intacto y en su lugar (salvo lo que había sido dañado o destruido por la explosión y el incendio), los muebles habían sido cubiertos con fundas y los artículos de valor, guardados bajo llave en armarios. Mr. Wells y yo visitamos el guardarropas de Sir William y allí encontramos ropas suficientes como para vestirnos decentemente.
Poco tiempo después, oliendo levemente a naftalina, recorrimos la casa mientras Amelia preparaba una comida. Descubrimos que los criados habían limitado su limpieza a los sectores de la servidumbre de la casa, porque el laboratorio estaba tan abarrotado de piezas de máquinas como antes, y todo allí estaba sucio de polvo y había vidrios rotos por todas partes. La máquina de movimiento alternativo que generaba electricidad estaba en su lugar, aunque no nos atrevimos a ponerla en marcha por temor de atraer la atención de los marcianos.
Comimos nuestra comida en una habitación de la planta baja, situada en el lado opuesto al valle, y nos quedamos sentados a la luz de velas y con las cortinas corridas. Todo estaba en silencio fuera de la casa, pero ninguno de nosotros podía sentirse tranquilo sabiendo que en cualquier momento podían aparecer los marcianos.
Después, una vez satisfecho nuestro apetito y con la mente agradablemente relajada por una botella de vino, hablamos otra vez de lo absoluto de la victoria de los marcianos.
—Evidentemente, su objetivo es capturar Londres —dijo Mr. Wells—. Si no lo hacen durante esta noche, no habrá nada que les impida hacerlo por la mañana.
—¡Pero si dominan Londres dominarán al mundo entero! —dije.
—Eso es lo que temo. Por supuesto, a esta altura de los acontecimientos ya se comprende la índole de la amenaza, y me atrevería a decir que mientras nosotros hablamos las guarniciones del Norte deben estar moviéndose hacia el Sur. Si tendrán más suerte que los infortunados que vimos hoy en acción, sólo es cuestión de conjetura. Pero el Ejército Británico aprende pronto de sus errores, y quizá veamos algunas victorias. Lo que no sabemos, por supuesto, es qué pretenden ganar estos monstruos.
—Desean esclavizarnos —dije—. No pueden sobrevivir a menos que beban sangre humana.
Mr. Wells clavó su mirada en mí.
—¿Por qué dice eso, Turnbull?
Me quedé sin habla. Todos habíamos visto cómo los marcianos reunían a la gente, pero sólo Amelia y yo, por nuestro conocimiento exclusivo, podíamos saber qué les esperaba.
Amelia dijo:
—Creo que debemos decirle a Mr. Wells lo que sabemos, Edward.
—¿Conocen ustedes algo especial acerca de estos monstruos? —dijo Mr. Wells.
—Estuvimos... en el foso de Woking —dije.
—Yo también estuve allí, pero no vi beber sangre. Es una revelación asombrosa y, si puedo decirlo, bastante sensacional. ¿Ustedes hablan con conocimiento de causa?
—Con el conocimiento de la experiencia —dijo Amelia—. Hemos estado en Marte, Mr. Wells, aunque no puedo esperar que nos crea.
Con gran sorpresa para mí, nuestro nuevo amigo no pareció perturbado en absoluto por ese anuncio.
—Hace mucho que sospecho que en los otros planetas de nuestro Sistema Solar puede haber vida —dijo—. No me parece improbable que algún día visitemos esos mundos. Cuando superemos la atracción de la gravedad, viajaremos a la Luna con la misma facilidad con que ahora viajamos a Birmingham. —Se quedó observándonos fijamente—. Sin embargo, ¿ustedes dicen que ya han estado en Marte?
Asentí.
—Estábamos experimentando con la Máquina del Tiempo de Sir William, y manejamos los controles en forma incorrecta.
—Pero, según yo entendía, Sir William sólo pretendía viajar en el Tiempo.
En pocas palabras, Amelia le explicó cómo yo había aflojado la varilla de níquel que hasta ese momento había impedido el movimiento en la Dimensión Espacial. A partir de allí, el resto de nuestra historia continuó naturalmente, y en la hora que siguió relatamos la mayor parte de nuestra aventura. Por último, llegamos a la descripción de la forma en que habíamos regresado a la Tierra.
Mr. Wells permaneció en silencio durante un largo rato. Se había servido un poco de coñac que habíamos encontrado en la sala de fumar, y durante muchos minutos mantuvo la copa en el hueco de sus manos. Por último, dijo:
—Si lo que dicen no es un invento de ustedes, todo lo que puedo afirmar es que es un extraordinario relato.
—No estamos orgullosos de lo que hemos hecho —dije.
Mr. Wells desechó mis palabras con un gesto de su mano.
—No tienen que culparse demasiado. Otros habrían hecho lo mismo, y aunque ha habido grandes pérdidas de vidas y enormes daños a la propiedad, ustedes no podían haber previsto el poder de estos monstruos.
Nos hizo varias preguntas acerca de nuestra historia, que contestamos con la mayor exactitud que pudimos. Finalmente, dijo:
—Me parece que la experiencia de ustedes es el arma más útil de que disponemos contra estos monstruos. En cualquier guerra, uno planea mejor su táctica si prevé las intenciones del enemigo. La razón por la cual no hemos podido contener esta amenaza es que no teníamos idea de los motivos que los impulsaban. Nosotros tres somos ahora los depositarios de esta información. Si no podemos ayudar a las autoridades, debemos tomar alguna medida por nuestra cuenta.
—Yo también había estado pensando algo parecido —dije—. Nuestra primera intención fue ponernos en contacto con Sir William, porque se me había ocurrido que la Máquina del Tiempo en sí, sería una poderosa arma contra estos seres.
—¿En qué forma se la podría usar?
—Ningún ser, por poderoso o despiadado que sea, puede defenderse contra un enemigo invisible.
Mr. Wells asintió, pero dijo:
—Lamentablemente, no encontramos ni a Sir William ni a su máquina.
—Lo sé, señor —dije, malhumorado.
Se estaba haciendo tarde, y pronto interrumpimos nuestra conversación, porque todos estábamos exhaustos. El silencio fuera de la casa todavía era absoluto, pero sentíamos que no dormiríamos bien en ese estado de intranquilidad. Pensando en ello, salimos de la casa antes de prepararnos para ir a dormir, y atravesamos el parque hasta la cresta de la colina.
Miramos hacia el valle del Támesis y vimos la desolación causada allí abajo por el fuego. En todas direcciones, y hasta donde alcanzaba la vista, en la tierra cubierta por la noche destellaban los edificios en llamas. Sobre nosotros, el cielo estaba límpido y las estrellas brillaban con intensidad.
Amelia tomó mi mano y dijo:
—Es como Marte, Edward. Están convirtiendo nuestro mundo en el de ellos.
—No podemos dejar que sigan con esto —dije—. Debemos encontrar la forma de combatirlos.
Justo en ese momento, Mr. Wells señaló hacia el Oeste, y todos vimos un punto luminoso verde brillante. Se volvía más brillante mientras lo observábamos, y a los pocos segundos todos lo habíamos identificado como un cuarto proyectil. Su brillo se volvió enceguecedor, y por un terrible momento estuvimos seguros de que venía directamente hacia nosotros, pero entonces, por fin, perdió altura bruscamente. Cayó con un estallido enceguecedor de luz brillante a unos cinco kilómetros hacia el Sudoeste de nosotros, y segundos después oímos el estampido de su aterrizaje.
Lentamente, el brillo verde se fue esfumando hasta que una vez más todo fue oscuridad.
Mr. Wells dijo:
—Hay otros seis proyectiles en camino.
—No tenemos salvación —dijo Amelia.
—Nunca debemos perder la esperanza.
Yo dije:
—Somos impotentes contra estos monstruos.
—Debemos construir una segunda Máquina del Tiempo —dijo Mr. Wells.
—Pero eso sería imposible —dijo Amelia—. Sólo Sir William sabe cómo construir esa máquina.
—Él me explicó el principio con todo detalle —dijo Mr. Wells.
—A usted, y a muchos otros, pero sólo en los términos más vagos. Yo misma, que trabajé algunas veces con él en el laboratorio, tengo sólo un conocimiento general de su mecanismo.
—¡Entonces podemos tener éxito! —dijo Mr. Wells—. Usted ha ayudado a construir la máquina, y yo he ayudado a diseñarla.
Ambos lo miramos con curiosidad, entonces. Las llamas que llegaban desde el valle daban un aspecto fantasmagórico a sus facciones.
—¿Usted ayudó a diseñar la Máquina del Tiempo? —dije, con incredulidad.
—En cierto modo sí, porque él me mostró con frecuencia sus planos y yo hice algunas sugerencias que Sir William incorporó en el diseño. Si todavía podemos disponer de los planos, no me llevaría mucho tiempo familiarizarme con ellos. Espero que todavía estén en su caja de seguridad en el laboratorio.
Amelia dijo:
—Allí es donde siempre los tenía.
—¡Entonces no podremos sacarlos! —exclamé—. ¡Sir William ya no está aquí!
—Abriremos la caja con explosivos, si fuera necesario —dijo Mr. Wells, aparentemente decidido a llevar a cabo su osada afirmación.
—No es necesario —dijo Amelia—. En mis habitaciones tengo duplicados de las llaves.
Repentinamente, Mr. Wells me extendió la mano y yo la tome, inseguro, dudando de cuál sería nuestro pacto. Me puso otra mano sobre un hombro y me lo oprimió con afecto.
—Turnbull —dijo muy serio—. Usted y yo, y Miss Fitzgibbon también, nos uniremos para derrotar a este enemigo. Nos convertiremos en el enemigo inesperado e invisible. Lucharemos contra esta amenaza a todo lo que es decente en este mundo, cayendo sobre ella y destruyéndola de una forma tal corno el enemigo jamás podría haberlo previsto. ¡Mañana nos pondremos a construir una nueva Máquina del Tiempo, y con ella saldremos a detener esta amenaza irrefrenable!
Entonces, con el entusiasmo de haber elaborado un plan positivo, nos felicitamos mutuamente y reímos en alta voz y lanzamos gritos de desafío hacia el valle destruido. La noche era silenciosa, y el aire estaba contaminado por el humo y la muerte, pero la venganza es el impulso humano que da más satisfacciones, y cuando volvimos a la casa confiábamos, insólitamente, en una victoria inmediata.