Capítulo 6 LA EXTRAÑA TIERRA DEL FUTURO

I

Nuestros esfuerzos nos habían llevado inevitablemente hacia abajo, y pocos minutos después, sentí que había suelo firme debajo de mis pies. De inmediato le grité a Amelia y la ayudé a ponerse de pie. Avanzamos otra vez tratando de mantener el equilibrio mientras la maleza se nos enredaba en las piernas. Ambos estábamos empapados y hacía un frío glacial.

Por fin nos liberamos de la vegetación, y descubrimos que estábamos sobre un terreno áspero y pedregoso. Nos alejamos algunos metros del borde del matorral y luego nos dejamos caer agotados. Amelia temblaba de frío, y no protestó cuando la rodeé con mis brazos y la abracé para darle calor.

Finalmente dije:

—Debemos buscar un refugio.

Yo había observado los alrededores, con la esperanza de encontrar casas, pero todo lo que podía ver a la luz de las estrellas daba la impresión de ser un páramo. Lo único que había a la vista era el macizo de vegetación, que se proyectaba unos treinta metros hacia arriba.

Amelia no había respondido, y podía sentirla temblando todavía, de modo que me puse de pie, y comencé a quitarme la chaqueta.

—Por favor, échate esto sobre los hombros.

—Pero tú te helarás —protestó.

—Estás empapada, Amelia.

—Ambos lo estamos. Tenemos que hacer ejercicio para mantener el calor.

—En seguida —dije, y me senté de nuevo junto a ella. Conservé puesta la chaqueta, pero la abrí de modo que en parte cubriera a Amelia cuando rodeé sus hombros con mí brazo.

—Primero debo recuperar el aliento —expliqué.

Amelia se apretó contra mí y luego preguntó:

—Edward, ¿dónde hemos caído?

—No lo sé. Estamos en alguna parte en el futuro.

—¿Pero por qué hace tanto frío? ¿Por qué es tan difícil respirar?

Yo sólo podía conjeturar.

—Debemos encontrarnos a una gran altura —dije—. Estamos en una región montañosa.

—Pero el terreno es llano.

—Entonces debemos estar en una meseta —corregí—. El aire está enrarecido debido a la altura.

—Creo que yo llegué a la misma conclusión —dijo Amelia—. El verano pasado escalé montañas en Suiza y en las cumbres altas tuvimos un problema similar con la respiración.

—Pero es evidente que esto no es Suiza.

—Tendremos que esperar hasta la mañana para averiguar donde estamos —dijo Amelia con decisión—. Debe haber gente cerca de aquí.

—¿Y si nos encontramos en un país extranjero, lo cual me parece muy probable?

—Hablo cuatro idiomas, Edward, y puedo reconocer algunos más. Todo lo que necesitamos saber es dónde está el pueblo más cercano y allí es probable que encontremos un cónsul británico.

Durante nuestra conversación, yo había estado recordando aquel momento de violencia que había vislumbrado a través de los ventanales del laboratorio.

—Hemos visto que hay guerra en 1903 —dije—. Donde sea que estemos ahora, o cualquiera que sea este año, ¿podría esa guerra continuar aún?

—No hay señales. Aun si ha estallado una guerra, protegerán a los viajeros inocentes. Hay cónsules en toda ciudad importante del mundo.

Amelia parecía en extremo optimista dadas las circunstancias y me sentí más tranquilo. En un principio, al comprender que habíamos perdido la máquina me había dominado la desesperación. De todos modos, lo menos que podía decirse era que nuestras perspectivas eran dudosas, y me preguntaba si Amelia se daba cuenta de la magnitud de nuestro desastre. Teníamos muy poco dinero y ningún conocimiento de la situación política, cuya crisis había determinado sin duda la guerra de 1903. Por lo que sabíamos podíamos encontrarnos en territorio enemigo, y era probable que nos enviaran a prisión tan pronto como nos descubrieran.

Nuestro problema inmediato —el de sobrevivir el resto de la noche a merced de los elementos— empeoraba a cada momento. Por fortuna no había viento pero esa era la única consideración que se nos dispensaba. El suelo mismo debajo de nuestros pies estaba congelado, y el aliento se nos condensaba alrededor del rostro.

—Tenemos que hacer ejercicio —dije—. De otro modo nos dará pulmonía.

Amelia no se rehusó, y ambos nos pusimos de pie. Comencé a trotar pero debía estar más débil de lo que me había parecido, pues casi al instante tropecé. Amelia también tenía problemas porque al levantar los brazos sobre la cabeza se tambaleó hacia atrás.

—Estoy un poco mareado —dije con un repentino ahogo.

—Yo también.

—Entonces no debemos hacer esfuerzos.

Miré a nuestro alrededor, presa de la desesperación; en medio de esta penumbra estigia, todo lo que se podía ver era el matorral recortado contra la luz de las estrellas. Me pareció que, a pesar de lo húmeda que era, la vegetación constituía nuestra esperanza de refugio, y así lo dije a Amelia. Ella no tenía nada mejor que sugerir, de modo que sosteniéndonos uno al otro, regresamos al matorral. Vimos un grupo de arbustos de poco más de medio metro al borde del matorral, y los tanteé a manera de exploración. Los tallos estaban al parecer secos, y debajo de ellos el suelo no era tan duro como donde nos habíamos sentado.

Se me ocurrió una idea: tomé uno de los tallos y lo corté con la mano. De inmediato sentí un líquido frío que corría entre mis dedos.

—Brota savia de las plantas si se las rompe —dije. Y le alcancé a Amelia—. Si podemos refugiarnos debajo de las hojas, sin romper las ramas, no nos mojaremos.

Me senté en el suelo y comencé a moverme hacia adelante con los pies primero. Me arrastré suavemente de esta manera y pronto estuve debajo de la vegetación, en un oscuro y silencioso hueco entre las plantas. Poco después, Amelia me siguió, y cuando estuvo junto a mí nos recostamos.

Decir que nuestro refugio bajo los arbustos era agradable sería totalmente falso, pero sin duda era mejor que permanecer al descubierto en la llanura. A decir verdad, a medida que pasaba el tiempo y no nos movíamos, me sentí un poco más cómodo, y comprendí que el estar juntos nos daba un poco de calor.

Me acerqué a Amelia, que estaba a menos de quince centímetros de mí, y apoyé una mano sobre su cuerpo. La tela de su chaqueta estaba mojada, pero pude sentir que también Amelia estaba entrando en calor.

—Abracémonos —dije—. No tenemos que tomar frío.

Pasé el brazo por detrás de su espalda, y la atraje hacia mí. Accedió voluntariamente y pronto estuvimos juntos, cara a cara en la oscuridad. Moví la cabeza y nuestras narices se rozaron; me acerqué más y la besé en los labios.

De inmediato Amelia separó su rostro del mío.

—Por favor, Edward, no te aproveches de mí.

—¿Cómo puedes acusarme de eso? Tenemos que mantenernos en calor.

—Entonces hagamos sólo eso. No quiero que me beses.

—Pero creí...

—Las circunstancias nos han reunido. No debemos olvidar que apenas nos conocemos.

Casi no podía creer lo que oía. La actitud amistosa de Amelia durante el día me había parecido una confirmación inequívoca de mis propios sentimientos, y, a pesar de nuestra espantosa situación, su sola presencia bastaba para encender mi pasión. Había esperado que ella me permitiera besarla, y luego de este rechazo permanecí en silencio, herido y avergonzado.

Algunos minutos después, Amelia se movió de nuevo y me besó con suavidad en la frente.

—Te tengo un gran cariño, Edward —dijo—. ¿No es eso suficiente?

—Creí que... bueno, me había parecido que tú...

—¿Acaso dije o hice alguna cosa para dar a entender que sentía por ti algo más que una amistad?

—Pues... no.

—Entonces, por favor, quédate quieto.

Pasó un brazo alrededor de mi cuerpo y me apretó un poco más contra ella. Continuamos así un largo rato, sin movernos casi, excepto para aliviar algún músculo acalambrado, y por el resto de esa larga noche, logramos dormitar sólo durante algunos breves períodos.

El amanecer llegó más repentinamente de lo que esperábamos. Estábamos en medio de la vegetación silenciosa y oscura, y de pronto, entre los arbustos comenzó a filtrarse un resplandor. Amelia y yo nos movimos al mismo tiempo, ambos con la sensación de que el día que se iniciaba habría de ser trascendental.

Nos pusimos de pie con dificultad, y caminamos vacilantes alejándonos de la vegetación hacia el sol, que aún rozaba el horizonte, blanco y enceguecedor. El cielo era de un azul profundo. No había nubes.

Caminamos unos diez metros, y luego nos volvimos para mirar hacia la vegetación.

Amelia, que había caminado tomada de mi brazo, ahora, de pronto lo apretó. Yo también me quedé mirando atónito, pues la vegetación se extendía hasta donde nosotros podíamos ver hacia la derecha y la izquierda. El borde era en general regular, con algunas entradas y salidas. En algunos lugares las plantas se agrupaban formando montes de unos sesenta metros o más de altura. Todo esto podríamos haberlo imaginado por nuestra experiencia durante la noche, pero nada podía habernos prevenido con respecto a la más increíble sorpresa de todas: el hecho de que no había ni un tallo, ni una hoja, ni un bulboso tubérculo rastrero, grotescamente dispuesto sobre el suelo arenoso, que no fuera de un vivido rojo sangre.

II

Observamos durante un largo rato el muro de vegetación escarlata sin encontrar palabras que expresaran nuestra reacción.

La parte más alta del matorral aparentaba ser lisa y redondeada, en particular hacia lo que aparentaba ser la copa. En este punto parecía una lomada suave y ondulante, aunque al mirar con mayor minuciosidad, pudimos ver que lo que parecía ser una pared uniforme estaba en realidad compuesta por miles o millones de ramas.

Más abajo, en la parte del matorral donde habíamos estado, su aspecto era completamente distinto. Aquí crecían plantas nuevas, nacidas, cabe suponer, de las semillas arrojadas por el cuerpo principal de la vegetación. Tanto Amelia como yo comentamos la horrible sensación de que el muro avanzaba inexorablemente, echando nuevos brotes y aumentando la extensión del matorral.

Entonces, aún mientras mirábamos anonadados este matorral increíble, vimos que el contacto de los rayos solares tenía un efecto instantáneo, pues todo a lo largo del muro surgió un quejido grave y profundo, y un sonido como el restallar de látigos. Primero se movió una rama, luego otra... luego a lo largo de todo ese acantilado viviente, tallos y ramas se movieron con algo parecido a una animación irracional.

Amelia apretó de nuevo mi brazo y señaló algo que estaba directamente delante de nosotros.

—¡Mira, Edward! —dijo—, ¡Mi bolso está allí!, debemos recuperarlo.

A unos diez metros de altura en el muro de vegetación, vi que había lo que parecía ser un hueco en la superficie aparentemente lisa. Mientras Amelia avanzaba hacia allí, comprendí que aquél debía ser el lugar donde la Máquina del Tiempo nos había depositado con tanta precipitación.

A pocos metros de allí, absurdo en este entorno, estaba el bolso de Amelia, enganchado en un tallo.

Corrí hacia adelante y alcancé a Amelia, justo cuando se preparaba a avanzar entre las plantas más cercanas, con la falda recogida hasta las rodillas.

—No puedes ir allí —dije—. ¡Las plantas están cobrando vida!

Mientras yo hablaba, una planta larga semejante a una enredadera avanzó como una serpiente, en silencio, hacia nosotros, y una vaina cargada de semillas estalló con un estampido como de revólver. Una nube de semillas, como partículas de polvo, se alejó de la planta flotando en el aire.

—¡Edward, es indispensable que recupere mi bolso!

—¡No puedes ir a buscarlo!

—Debo hacerlo.

—Tendrás que arreglarte sin tus cremas y tus polvos.

Furiosa, clavó sus ojos en mí por un instante.

—Ahí hay algo más que polvo facial. Dinero... mi frasco de coñac. Muchas cosas.

Se sumergió con desesperación entre las plantas, pero cuando lo hacía, una rama cobró vida crujiendo, y se levantó. Enganchó el ruedo de la falda, desgarró la tela e hizo girar a Amelia, quien cayó gritando.

Corrí hacia ella y la ayudé a alejarse de las plantas.

—Quédate aquí... yo iré —dije.

Sin pensarlo más, me abalancé hacia el interior de ese bosque de tallos que se movían y se quejaban, y trepé hacia donde había visto el bolso de Amelia por última vez.

No fue difícil al principio: aprendí con rapidez qué tallos podían soportar mi peso y cuáles no. Cuando la altura de los tallos sobrepasó mi cabeza, comencé a subir; me resbalé varias veces cuando la rama que sujetaba se rompía en mis manos, y soltaba una cascada de savia. Todo a mi alrededor las plantas se movían, crecían y sacudían los tallos como si fueran los brazos de una multitud dando vítores. Al mirar hacia arriba vi el bolso de Amelia colgando de uno de estos tallos, a unos seis metros por encima de mi cabeza. Logré trepar poco más de un metro hacia allí. No había en este punto nada que soportara mi peso.

Oí un crujido unos metros hacia mi derecha y me agaché, pues creí horrorizado que algún tallo importante estaba despertando a la vida... pero luego vi que era el bolso de Amelia que caía de la rama donde estaba enganchado.

Aliviado, abandoné mi inútil intento de trepar, y me arrojé entré los ondulantes tallos inferiores. El ruido que esta escandalosa vegetación producía ya era considerable, y cuando otra vaina de semillas explotó junto a mi oído, me dejó temporalmente sordo. Ahora mi único pensamiento era recuperar el bolso de Amelia y salir de esta vegetación de pesadilla. Sin importarme dónde ponía los pies, ni cuántos tallos rompía o cuánto me mojaba, me abrí paso violentamente entre las plantas, tomé el bolso y me dirigí de inmediato hacia el borde del matorral.

Amelia estaba sentada en el suelo, y arrojé el bolso a su lado. Sin razón alguna, estaba enojado con ella, aunque yo sabía que mi enojo era sólo una reacción contra mi terror.

Mientras Amelia me agradecía por haber ido a buscar el bolso, me alejé de ella y miré el muro de vegetación escarlata. Era evidente que la maleza estaba mucho más desordenada que antes, con tallos y ramas que surgían de todas partes. En el suelo, justo al borde del matorral, vi que aparecían nuevos brotes rosados. Las plantas avanzaban hacia nosotros, despacio pero sin pausa. Observé el proceso durante algunos minutos más viendo cómo la savia de las plantas adultas caía al suelo y regaba toscamente los nuevos brotes.

Cuando me volví otra vez hacia Amelia, ella estaba limpiando su rostro con un paño que había tomado de su bolso. A su lado, sobre el piso, estaba su frasco de coñac. Me lo alcanzó.

—¿Quieres un poco de coñac, Edward?

—Gracias.

Al fluir dentro de mi boca, el licor me hizo entrar en calor de inmediato. Bebí tan sólo un pequeño sorbo porque intuía que tendríamos que hacer durar lo que había.

Al salir el sol, ambos recibimos el beneficio de su calor. Era evidente que nos encontrábamos en una región ecuatorial, pues el sol se elevaba con rapidez y sus rayos eran cálidos.

—Edward, acércate.

Me senté en cuclillas delante de Amelia. Se veía fresca, pero entonces me di cuenta de que además de haberse lavado superficialmente con el paño facial humedecido, se había cepillado el cabello. Su ropa, sin embargo, estaba en condiciones espantosas: la manga de su chaqueta se había rasgado y había un largo desgarrón en la falda, donde la planta la había hecho girar. Había manchas y rayas rosadas en toda su ropa. Al mirarme a mí mismo, vi que mi traje nuevo estaba arruinado de la misma manera.

—¿Quieres limpiarte? —me dijo, ofreciéndome el paño.

Lo tomé y me limpié la cara y las manos.

—¿Cómo es que tienes esto? —pregunté maravillado ante el inesperado placer de lavarme.

—He viajado mucho —explicó—. Uno se acostumbra a prever cualquier contingencia.

Me mostró que tenía un estuche de viaje, con un jabón, un cepillo de dientes, un espejo, un par de tijeras plegadizas para uñas y un peine, además del paño facial.

Me pasé la mano por la cara, pensando que pronto necesitaría una afeitada, pero ésa era una contingencia que Amelia al parecer no había previsto.

Le pedí prestado el peine para arreglarme el cabello, y luego dejé que me arreglara el bigote.

—Ya está —dijo, con el último retoque—. Ahora estamos listos para regresar a la civilización. Pero primero debemos tomar algo como desayuno para subsistir.

Buscó dentro de su cartera y sacó una tableta grande de chocolate Menier.

—¿Se puede saber qué otra cosa tienes escondida ahí? —pregunté.

—Nada que nos sea de utilidad. Ahora bien, tendremos que racionar el chocolate porque es la única comida que tengo. Tomaremos dos cuadraditos cada uno ahora, y un poco más a medida que lo necesitemos.

Comimos el chocolate con fruición, y luego bebimos otro poco de coñac.

Amelia cerró su bolso, y nos pusimos de pie.

—Caminaremos hacia allá —dijo, señalando en dirección paralela al muro de vegetación.

—¿Por qué hacia allá? —pregunté, intrigado por su aparente resolución.

—Porque el sol salió por aquel lado —señaló el otro extremo del desierto—, y por lo tanto el matorral debe extenderse de Norte a Sur. Sabemos cuánto frío hace aquí de noche, por eso no hay nada mejor que hacer que ir hacia el Sur.

Su lógica no admitía controversia. Habíamos caminado unos cuantos metros cuando se me ocurrió un argumento.

—Das por sentado que aún estamos en el hemisferio Norte —dije.

—Por supuesto. Para tu información, Edward, ya he deducido donde aterrizamos. Estamos a tal altura y hace tanto frío que este lugar solo puede ser el Tíbet.

—En ese caso, estamos caminando hacia el Himalaya —repuse.

—Haremos frente a ese problema cuando se nos presente.

III

Descubrimos que caminar por este terreno no era fácil. Aunque el paisaje que nos rodeaba se hizo bastante agradable conforme el sol se elevaba, y nuestro paso era ligero, debido, suponíamos, al aire frío y limpio y a la altura, nos dimos cuenta de que nos cansábamos fácilmente y debíamos detenernos con frecuencia.

Durante unas tres horas mantuvimos un ritmo uniforme, caminando y descansando a intervalos regulares, y nos turnamos para llevar el bolso. Me sentí fortalecido por el ejercicio, pero a Amelia no le resultaba fácil; le costaba respirar y a menudo se quejaba de mareos.

Lo que a ambos nos descorazonaba era que el paisaje no había cambiado desde el momento en que empezamos a caminar. Con pequeñas variaciones de tamaño, el muro de vegetación se extendía sin interrupción a través del desierto.

A medida que el sol ascendía, el calor que irradiaba se hacía más intenso, y nuestra ropa pronto estuvo seca. Como carecíamos de toda protección (el sombrero de Amelia no tenía ala y yo había perdido el mío entre la maleza), pronto comenzamos a sufrir los efectos del sol, y ambos nos quejamos de una desagradable picazón en la piel de la cara.

Otra consecuencia del creciente calor del sol fue un segundo cambio en la actividad de las plantas. El inquietante movimiento que parecía tener vida duró alrededor de una hora después de la salida del sol, pero ahora esos movimientos eran poco frecuentes; en cambio, podíamos ver que los brotes crecían a una velocidad prodigiosa, y la savia manaba constantemente de las plantas más grandes.

Una cuestión me había estado preocupando desde el accidente, y mientras caminábamos creí mi deber sacarla a relucir.

—Amelia —dije—, acepto toda la responsabilidad de nuestra situación.

—¿A qué te refieres?

—No debí tocar los controles de la Máquina del Tiempo. Fue una imprudencia de mi parte.

—No eres más responsable que yo. Por favor, no volvamos a hablar de eso.

—Pero nuestras vidas pueden estar en peligro.

—Enfrentaremos eso juntos —dijo—. La vida será insoportable si continúas echándote la culpa. Fui yo... la que se entrometió primero con la máquina. Nuestra principal preocupación debería ser ahora regresar a...

Miré fijamente a Amelia, y vi que su rostro estaba pálido y sus ojos entrecerrados. Un instante después, se tambaleó, me miró impotente, luego vaciló y cayó sobre el suelo arenoso. Corrí hasta ella.

—¡Amelia! —exclamé, alarmado, pero ella no se movió. Levanté su mano y le tomé el pulso: era débil e irregular.

Yo había estado llevando el bolso. Luché con el broche y lo abrí. Frenético, busqué en su interior lo que sabía que debía estar allí en alguna parte. Poco después lo encontré: una botellita con sales. Desenrosqué la tapa y acerqué la botellita a la nariz de Amelia.

La reacción fue inmediata. Amelia se echó a toser violentamente, y trató de apartarme. Puse mis brazos alrededor de sus hombros y la ayudé a sentarse. Seguía tosiendo y sus ojos lagrimeaban. Recordé algo que había visto una vez y me incliné sobre ella y empujé con suavidad su cabeza hacia las rodillas.

Cinco minutos más tarde, se enderezó y me miró. Su cara todavía estaba pálida y sus ojos aún tenían lágrimas.

—Caminamos demasiado sin comer —explicó—. Me sentí mareada y...

—Debe ser la altura —dije—. Encontraremos alguna forma de bajar de esta meseta lo antes posible.

Volví a buscar dentro del bolso y encontré el chocolate. Sólo habíamos comido una parte de lo que teníamos, de modo que separé otra porción y se la ofrecí.

—No, Edward.

—Cómelo —dije—. Estás más débil que yo.

—Acabamos de comer un poco. Tenemos que hacerlo durar.

Tomó los trozos partidos y el resto del chocolate y resueltamente los puso de nuevo en el bolso.

—Lo que sí quisiera —dijo— es un vaso de agua. Tengo mucha sed.

—¿Crees que la savia de las plantas se puede beber?

—Si no encontramos agua, tendremos que probarla, después de todo.

—Cuando caímos por primera vez entre la maleza —dije— toqué un poco de esa savia. No difiere mucho del agua, pero es algo amarga.

Algunos minutos después, Amelia se puso de pie, un poco vacilante, me pareció, y afirmó que estaba en condiciones de seguir. Hice que bebiera otro poco de coñac antes de continuar.

Pero luego, aunque caminábamos mucho más despacio, Amelia volvió a tambalearse. Esta vez no perdió el conocimiento, pero explicó que sentía náuseas. Descansamos durante media hora, mientras el sol alcanzaba su cenit.

—Por favor, Amelia, come otra porción de chocolate. Estoy seguro de que todo lo que tienes es falta de alimento.

—No tengo más apetito que tú —dijo—. No es eso.

—Entonces, ¿qué es?

—No puedo decírtelo.

—¿Tú sabes de qué se trata?

Amelia asintió con la cabeza.

—Entonces —reclamé—, dímelo y podré hacer algo para ayudarte.

—No podrías hacer nada, Edward. Me pondré bien.

Me arrodillé sobre la arena, delante de ella, y puse las manos sobre sus hombros.

—Amelia, no sabemos cuánto más habrá que caminar. No podemos seguir adelante si estás enferma.

—No lo estoy.

—A mí me parece que sí.

—No me siento bien, pero no estoy enferma.

—Entonces, por favor, haz algo para solucionarlo —exclamé, mi preocupación convertida de pronto en enojo.

Amelia permaneció en silencio durante un instante, pero luego, con mi ayuda, se puso de pie.

—Espera aquí, Edward. No tardaré mucho.

Tomó el bolso y caminó despacio hacia el matorral. Pisó con cuidado entre las plantas más pequeñas y se dirigió hacia un grupo de tallos más altos, Al llegar allí se volvió y miró hacia mí, luego se agachó y pasó detrás de los tallos.

Me puse de espaldas, porque supuse que preferiría mantener su intimidad.

Pasaron varios minutos, y Amelia no aparecía. Esperé cerca de un cuarto de hora, y entonces empecé a preocuparme. Todo había quedado en absoluto silencio desde que Amelia desapareciera… pero aún a pesar de mi creciente preocupación creí mi deber esperar y respetar su intimidad.

Acababa de mirar mi reloj y descubrir que había pasado más de veinte minutos, cuando oí su voz.

—¿Edward...?

Sin esperar más, corrí hacia ella, a través de la vegetación escarlata, hacia el lugar donde había visto a Amelia por última vez. Me atormentaba la idea de que algún terrible desastre le había ocurrido, pero nada podría haberme preparado para lo que vi.

Me detuve súbitamente, y de inmediato desvié la mirada: ¡Amelia se había quitado la blusa y la falda, y estaba de pie en ropa interior!

Sostenía la falda a modo de protección cubriendo su cuerpo, mirándome con expresión tímida y turbada.

—Edward, no me lo puedo quitar... Por favor, ayúdame...

—¿Qué estás haciendo? —pregunté anonadado.

—Es mi corset; está muy apretado... Casi no puedo respirar. Pero no puedo soltarlo. —Su quejido se hizo más audible, y luego Amelia continuó:

—No quería que lo supieras, pero no he estado a solas desde ayer. Está tan apretado... por favor, ayúdame...

No puedo negar que su patética expresión me resultó divertida, pero disimulé mi sonrisa, me puse detrás de Amelia y dije:

—¿Qué tengo que hacer?

—Hay dos lazos... deberían estar atados abajo en un moño, pero sin querer los anudé.

Observé con más atención y vi lo que había hecho. Aflojé el nudo con las uñas y logré soltar los lazos sin dificultad.

—Ya está —dije, apartándome—. Ya están sueltos.

—Por favor, desátalos, Edward. Yo no puedo alcanzarlos.

La agonía que yo había estado dominando surgió repentinamente.

—¡Amelia, no puedes pedirme que te desvista!

—Sólo quiero que desates los lazos —dijo—. Eso es todo.

De mala gana me acerqué otra vez a ella y comencé la labor de sacar los lazos por los ojales. Cuando la tarea estaba a medio terminar, una parte de la prenda se soltó y pude ver lo ajustada que había estado. Los lazos pasaron por los dos últimos ojales, y el corset quedó suelto. Amelia se lo quitó y lo dejó caer despreocupadamente al suelo. Luego se volvió hacia mí.

—No puedo agradecértelo lo suficiente, Edward. Creo que me habría muerto si hubiera llevado puesto el corset Un minuto más.

De no haber sido ella quien se volvió hacia mí, yo habría juzgado mi presencia allí en extremo incorrecta, pues Amelia había dejado caer la falda y yo podía ver que su camisa era de una tela muy ligera, y que tenía un busto prominente. Me acerqué, pensando que podría permitirme el gesto afectuoso de un abrazo, pero Amelia se apartó de inmediato y se cubrió de nuevo con la falda.

—Puedes dejarme ahora —dijo—. Me puedo vestir sola.

IV

Cuando, pocos minutos después, Amelia salió de entre la maleza, estaba totalmente vestida y llevaba el corset entre las manijas del bolso.

—¿No vas a deshacerte de eso? —le pregunté—. Se ve que es incómodo.

—Sólo durante períodos prolongados —repuso, avergonzada—. No me lo pondré en lo que queda del día y lo volveré a usar mañana.

—Esperaré ansioso el momento de ayudarte —dije, con franqueza.

—No será necesario. Para mañana ya habremos regresado a la civilización y tomaré una doncella.

Como todavía estaba ruborizada, y yo no había perdido mi entusiasmo, creí apropiado decir:

—Sí mi opinión es de algún valor para ti, te puedo asegurar que tu figura se ve tan esbelta sin eso como antes.

—Eso no tiene nada que ver. ¿Seguimos nuestro camino?

Comenzó a alejarse y la seguí.

Todo esto había resultado una distracción temporal de nuestra situación, pues el sol pronto estuvo sobre el Oeste lo bastante como para que el matorral arrojara sombras. Cuando caminábamos por donde no daba el sol sentíamos de inmediato mucho más frío.

Luego de caminar una media hora más, yo estaba a punto de proponer un descanso, cuando Amelia se detuvo de pronto, observó una suave depresión en el terreno y se dirigió hacia allí con presteza.

Yo la seguí y entonces ella dijo:

—Tendremos que acampar otra vez. Creo que deberíamos prepararnos desde ahora.

—Comparto la idea, pero me parece que tendríamos que caminar tanto como sea posible.

—No, este lugar es ideal. Pasaremos la noche aquí.

—¿Al descubierto?

—No es necesario. Tenemos tiempo de preparar un refugio antes de que llegue la noche. —Observaba la depresión con mirada calculadora—. Cuando estaba en Suiza me enseñaron cómo construir refugios de emergencia. Tendremos que hacer este hoyo un poco más profundo y reforzar los costados. ¿Querrías hacer eso? Yo cortaré algunas ramas.

Discutimos algunos minutos —yo creía que debíamos aprovechar la luz del día y seguir adelante—, pero Amelia estaba decidida. Finalmente, se quitó la chaqueta y caminó hasta el matorral, mientras yo me agachaba y comenzaba a excavar el suelo arenoso con las manos.

Nos llevó alrededor de dos horas construir el refugio a satisfacción nuestra. Para entonces yo ya había sacado la mayor parte de las piedras grandes de la depresión, y Amelia había cortado una enorme pila de ramas tupidas y de hojas semejantes a helechos, que depositamos dentro del hueco, haciendo un montículo de hojas como para una hoguera, debajo del cual nos proponíamos introducirnos.

El sol casi había desaparecido detrás del matorral, y Amelia y yo sentíamos frío.

—Creo que hemos hecho todo lo que podemos —dijo Amelia.

—¿Entonces nos vamos ubicando adentro? —Comprendía ahora la prudencia de Amelia al querer que nos preparáramos desde temprano. De haber continuado caminando, nunca habríamos podido construir un refugio tan elaborado contra el frío.

—¿Tienes sed?

—Estoy bien —dije, pero mentía. Mi garganta había estado seca todo el día.

—Pero no has bebido nada líquido.

—Puedo sobrevivir esta noche.

Amelia señaló uno de los tallos trepadores que también había traído. Cortó un trozo y me lo alcanzó.

—Bebe la savia, Edward. Es completamente inofensiva.

—Podría ser venenosa.

—No, la probé antes mientras me quitaba el corset. Tonifica bastante y no he sufrido consecuencias desagradables.

Apoyé el extremo del tallo sobre los labios y probé sorbiendo la savia. De inmediato mi boca se llenó de un líquido frío y lo tragué rápidamente. Luego del primer sorbo, el sabor no era tan desagradable.

—Me recuerda un tónico de hierro que bebía cuando era niño —dije.

Amelia sonrió.

—De modo que a ti también te daban Parrish’s Food. Me preguntaba si notarías el parecido.

Solían darme una cucharada de miel, para quitarme el gusto.

Esta vez tendrás que pasarte sin eso.

—A lo mejor no —respondí, atrevido.

Amelia me miró fijamente, y vi que le volvía un ligero rubor. Arrojé a un lado el tallo, y luego la ayudé a introducirse en el refugio antes que yo.

Загрузка...