Me despertó el primer impacto, pero adormilado como estaba supuse que era otro disparo del cañón de nieve. Durante aquellas noches en que lo disparaban, nos habíamos acostumbrado a las vibraciones y a las explosiones distantes. El estruendo que me despertó, no obstante, era diferente.
—¿Edward?
—Estoy despierto —dije—. ¿Fue ése el cañón otra vez?
—No, fue diferente. Y hubo una llamarada que iluminó toda la habitación.
Permanecí en silencio, pues hacía ya rato que había aprendido lo inútil que era especular con respecto a lo que sucedía en este mundo. Pasaron unos minutos, y en la ciudad nada se movió.
—No fue nada —dije—. Volvamos a dormir.
—Escucha.
A cierta distancia, del otro lado de la ciudad que dormía, un vehículo de vigilancia se desplazaba a gran velocidad, con su sirena ululando estridentemente. Minutos después, empezó otro y pasó a pocas calles de donde estábamos.
Justo en ese momento, la habitación se iluminó por un instante con una llamarada verde, intensa y brillante en extremo. Su luz me permitió ver a Amelia sentándose en la hamaca, y protegiéndose con la manta. Uno o dos segundos después, oímos una tremenda explosión, en algún lugar fuera de los límites de la ciudad.
Amelia se bajó de la hamaca con la dificultad de costumbre, y caminó hasta la ventana que estaba más cerca.
—¿Puedes ver algo?
—Creo que hay un incendio —dijo—. Es difícil de decir. Algo está ardiendo con una luz verde.
Empecé a alejarme de mi hamaca, porque quería verlo, pero Amelia me detuvo.
—Por favor, no te acerques a la ventana —dijo—. No estoy vestida.
—En ese caso, échate algo encima, por favor, porque quiero ver lo que está sucediendo. —Se volvió y corrió hacia donde ponía de noche su ropa, y mientras lo hacía, el brillante resplandor verde iluminó una vez más la habitación. Por un instante, alcancé a verla sin querer, pero conseguí desviar la mirada a tiempo para evitarle el bochorno. Un par de segundos más tarde se oyó otra fuerte explosión; esta vez fue mucho más grande o mucho más cerca, porque el suelo se estremeció.
—Edward, tengo puesta mi camisa —dijo Amelia—. Ahora puedes acercarte a la ventana conmigo.
Yo acostumbraba dormir con un par de pantalones del conjunto marciano, de modo que rápidamente me bajé de la hamaca, y me reuní con Amelia junto a la ventana. Tal como ella dijo, había un resplandor verde, a lo lejos, hacia el Este. No abarcaba mucho ni era tampoco brillante, pero era más intenso en el centro lo que podía indicar un incendio. Se iba apagando mientras lo mirábamos, pero en ese momento hubo otra explosión justo a su lado, y yo aparté a Amelia de la ventana. El efecto de la explosión fue mayor esta vez, y empezamos a asustarnos.
Amelia se puso de pie para mirar por la ventana de nuevo, pero coloqué mi brazo sobre su hombro y la obligué a apartarse.
Afuera se oyeron más sirenas, y luego hubo otra llamarada verde seguida de un impacto.
—Vuelve a las hamacas, Amelia —dije—. Por lo menos allí estaremos protegidos de la explosión a través del piso.
Para sorpresa mía, Amelia no hizo objeción alguna, sino que se dirigió con rapidez a la hamaca más cercana y se subió a ella. Yo miré una vez más hacia el lugar de las explosiones, observando más allá de la torre que estaba junto al edificio, y contemplando cómo continuaba extendiéndose el fuego verde. Aún mientras miraba, hubo otro destello de luz verde, seguido por una explosión, de modo que corrí hasta las hamacas.
Amelia estaba sentada en la que yo solía usar.
—Creo que esta noche me gustaría que estuvieras conmigo —dijo, con voz temblorosa. Yo también me sentía un poco aturdido, pues las explosiones eran muy fuertes, y aunque ocurrían a gran distancia, eran las más intensas que yo había oído.
Apenas podía distinguir la silueta de Amelia en la oscuridad de la habitación. Yo sujetaba el borde de la hamaca con mi mano, y ahora Amelia se.inclinaba para tocarme. En ese momento, hubo otra llamarada, mucho más brillante que las anteriores. Esta vez la onda de choque al llegar sacudió hasta los cimientos del edificio. Ante esto, hice a un lado mis inhibiciones, me subí a la hamaca, y me introduje debajo de la manta junto a Amelia. Ella de inmediato me rodeó con sus brazos, y por un momento logré olvidar las misteriosas explosiones del exterior.
Éstas continuaron, no obstante, a intervalos regulares, durante casi dos horas, y, como si las explosiones las conjuraran, las sirenas de los vehículos marcianos se duplicaron y cuadruplicaron mientras una tras otra resonaban en las calles.
De modo que la noche pasó sin que ninguno de los dos durmiera. Mi atención estaba dividida entre los desconocidos acontecimientos del exterior, y la maravillosa cercanía de Amelia. Tanto la amaba que hasta una intimidad momentánea como ésta no tenía igual para mí.
Por fin llegó el amanecer, el sonido de las sirenas se desvaneció. Hacía una hora ya que el sol había salido, cuando se oyó la última, pero luego todo permaneció en silencio, y Amelia y yo nos bajamos de la hamaca y nos vestimos.
Me acerqué a la ventana y miré hacia el Este... pero no había rastro de lo que provocara las explosiones, fuera de una ligera nube de humo flotando en el horizonte. Estaba a punto de volverme y comunicárselo a Amelia, cuando noté que la torre que estaba junto a nuestro edificio había desaparecido durante la noche. Miré a lo largo de la calle y comprobé que las demás, que eran una característica tan familiar de la ciudad, tampoco estaban.
Después de la batahola de la noche anterior, la ciudad estaba anormalmente tranquila, así que fue con un recelo muy comprensible que dejamos el dormitorio para investigar. Si en el pasado la ciudad había tenido una atmósfera de espantosa premonición, entonces esta quietud era como la proximidad de una muerte segura. La Ciudad Desolación nunca había sido un lugar de bullicio, pero ahora se encontraba silenciosa y vacía. Vimos vestigios de la actividad de la noche en las calles: rastros bien marcados en la superficie del camino donde uno de los vehículos había tomado una curva demasiado rápido, y también una pila de vegetales abandonados afuera de uno de los salones dormitorio.
Intranquilizado por lo que veíamos, pregunté:
—¿Crees que deberíamos quedarnos afuera? ¿No estaríamos más seguros adentro de algún edificio?
—Pero tenemos que averiguar qué pasa.
—Si no implica un riesgo personal.
—Querido, no hay ningún lugar donde podamos escondernos en este mundo.
Llegamos finalmente a un edificio a cuya parte superior habíamos subido una vez para ver el tamaño de la ciudad. Convinimos en subir al techo y contemplar la situación desde allí arriba.
El panorama desde la cúspide casi no nos proporcionó más información de la que ya teníamos, pues no había señal de movimiento alguno en ninguna parte de la ciudad. Entonces Amelia señaló hacia el Este.
—¡De modo que allá es donde han llevado las torres! —exclamó.
Fuera de la cúpula protectora de la ciudad, podíamos distinguir apenas un grupo de objetos elevados. Si aquéllas eran las torres, entonces eso explicaría su desaparición de la ciudad. Era imposible ver cuántas había allí, pero haciendo un cálculo razonable se podía asegurar que había un ciento o más. Estaban alineadas en una formación defensiva, entre la ciudad y el lugar donde a la noche habíamos visto las explosiones.
—¿Edward, supones que esto es una guerra?
—Debe serlo. Ciertamente la ciudad no ha reflejado alegría.
—Pero no hemos visto soldados.
—Tal vez los veamos ahora por primera vez.
Me sentía deprimido al máximo, y tenía la impresión de que por fin nos veríamos forzados a aceptar nuestra situación. En ese momento no veía alternativa alguna para la perspectiva de incorporarnos para siempre en la vida marciana. Si esta ciudad estaba en guerra, entonces dos extraños como nosotros pronto serían descubiertos. Si nos ocultábamos nos descubrirían sin duda, y, de ser así, nos tomarían por espías o agentes. Muy pronto tendríamos que presentarnos ante las autoridades e integrarnos con la población.
Al no ver otra posición más ventajosa a nuestra disposición, convinimos en quedarnos donde estábamos hasta que la situación se aclarara. Ninguno de los dos tenía deseos de seguir explorando; la muerte y la destrucción se percibían en el viento.
No tuvimos que esperar mucho... pues ya mientras observábamos la línea de torres que defendían la ciudad, la invasión, sin que nosotros lo supiéramos, había empezado. Lo que sucedió fuera de la cúpula de la ciudad habrá que conjeturarlo, pero habiendo visto las consecuencias puedo decir con cierta seguridad que la primera línea de defensa era una tropa de marcianos equipados solamente con armas de mano. Estos hombres desdichados pronto fueron arrollados, y los que no resultaron muertos se refugiaron en la protección temporal de la ciudad. Todo esto sucedía ya mientras nosotros caminábamos por las calles hacia nuestro actual puesto de observación.
La siguiente etapa tuvo dos facetas simultáneas.
En primer lugar, vimos por fin señales de movimiento; se trataba dé los defensores que huían y regresaban a la ciudad. En segundo lugar, las torres fueron atacadas. El ataque terminó en pocos minutos. Los enemigos tenían algún tipo de arma que emitía calor, la cual, cuando actuaba sobre las torres, las derretía casi de inmediato. Vimos la destrucción como una serie de estallidos de fuego, a medida que este calor alcanzaba una torre tras otra, y las hacía explotar violentamente.
Si mi descripción da a entender que las torres estaban indefensas, entonces debo aclarar que no era así. Cuando poco después vi los despojos de la batalla, comprendí que, si bien al final no había surtido efecto, se había realizado una defensa enérgica, pues varios de los vehículos de los atacantes estaban destruidos.
Amelia deslizó su mano dentro de la mía, y yo la oprimí para darle confianza. Secretamente había depositado mi fe en la cúpula de la ciudad, confiando en que los invasores no lograrían atravesarla.
Oímos gritos. Había más gente en las calles ahora, tanto marcianos de la ciudad como esclavos, corriendo con esa extraña especie de trote, mirando desesperados a su alrededor, tratando de hallar refugio en el laberinto de las calles de la ciudad.
De pronto las llamas envolvieron uno de los edificios junto al límite de la ciudad, y pudimos oír gritos a lo lejos. Se incendió un segundo edificio y luego otro.
Entonces oímos un sonido nuevo: una sirena grave, que subía y bajaba, diferente por completo de los ruidos a que nos habíamos acostumbrado en la ciudad.
—Han atravesado la cúpula —dije.
—¿Qué haremos? —Su voz era tranquila, pero yo percibía que estaba tratando de no dejarse dominar por el pánico. Podía sentir su mano temblando en la mía, ambos teníamos las palmas húmedas de transpiración.
—Debemos quedarnos aquí —dije—. Estamos tan seguros aquí como en cualquier otra parte.
Abajo en las calles, habían aparecido más marcianos; algunos salían de los edificios donde se habían estado escondiendo. Vi que algunos de los que huían de la batalla estaban heridos; dos hombres llevaban a un tercero que arrastraba las piernas. Uno de los vehículos de vigilancia apareció desplazándose con velocidad por las calles, hacia la batalla. Se detuvo al pasar junto a unos marcianos, y pude oír la voz del conductor que al parecer les ordenaba regresar a la lucha. No le prestaron atención y continuaron la retirada, y el vehículo se alejó. Se oían más sirenas, y pronto otros vehículos pasaron veloces junto a nuestro edificio hacia el frente de batalla. Mientras tanto, más edificios junto al borde de la ciudad habían sido alcanzados.
Oí otra explosión al Sur de donde estábamos, y miré hacia allá. Había fuego y humo en aquella dirección ¡y comprendí que otro grupo de invasores había logrado penetrar!
La situación de la ciudad era desesperada, pues no se veía en ninguna parte una defensa organizada, y el nuevo frente no tenía resistencia en absoluto.
Un sonido rechinante y atronador llegaba desde el Este, y luego esa extraña sirena resonó dos veces seguidas. Los marcianos que estaban en la calle cerca de nuestro edificio gritaron desesperados con sus voces más agudas que nunca.
Entonces vimos por fin a uno de los invasores.
Era un vehículo blindado grande, con las hileras de patas cubiertas por planchas metálicas a cada lado. Montado arriba, sobre la parte de atrás, había un tubo de cañón de unos dos metros o un poco más de largo, el cual, mediante el mecanismo de pivotes sobre el que estaba instalado, podía apuntar en cualquier dirección que el conductor del vehículo eligiera. En el mismo momento en que veíamos el aparato invasor, el cañón giró y un edificio del costado estalló de pronto en llamas. Hubo un ruido espantoso, como de chapas de metal destrozadas.
El invasor estaba muy cerca de nosotros, a no más de doscientos metros, y lo podíamos ver con claridad. No daba señal de detenerse, y al cruzar una bocacalle, arrojó otro rayo de energía infernal, y uno de los salones donde habíamos comido a menudo explotó y se incendió.
—¡Edward! ¡Mira!
Amelia señaló hacia la calle lateral, donde veíamos ahora cinco de los vehículos de vigilancia de la ciudad que se acercaban. Observé que los habían equipado con versiones menores del cañón de calor de los invasores, en cuanto tuvieron una línea de tiro despejada, los dos primeros vehículos dispararon.
El efecto fue instantáneo: con una explosión ensordecedora el vehículo invasor estalló en pedazos, arrojando fragmentos en todas direcciones. Apenas tuve tiempo de ver cómo la explosión lanzaba hacia atrás a una de las máquinas que habían atacado, antes de que la onda de choque alcanzara el edificio donde estábamos. Por fortuna Amelia y yo ya estábamos agachados, de lo contrario nos habría hecho caer. Parte del parapeto fue despedido hacia adentro, errándome por poco, y parte del techo detrás de nosotros se desplomó. Por unos instantes el único sonido que pudimos oír fue el estampido de los fragmentos de metal al caer sobre las calles y los edificios.
Los cuatro vehículos de vigilancia intactos continuaron sin vacilar, rodearon al colega dañado y pasaron sobre los restos destrozados del enemigo. Segundos más tarde se habían perdido de vista al dirigirse con rapidez hacia el lugar de la invasión principal.
Tuvimos sólo unos pocos minutos de respiro. Acompañados por la siniestra combinación de rechinantes patas de metal y agudas sirenas, cuatro invasores más se acercaban al centro de la ciudad desde el Sur. Avanzaban con una velocidad aterradora, disparando de vez en cuando a los edificios todavía intactos. El humo que escapaba de los edificios atacados giraba ahora alrededor de nuestras cabezas, y a menudo era difícil ver o respirar.
Desesperados, miramos en todas direcciones para ver si había defensores en las cercanías, pero no era así. Multitud de marcianos corrían desenfrenadamente por las calles.
Tres de los invasores pasaron con gran estruendo junto a nuestro edificio, y se internaron en las calles invadidas de humo hacia el Norte. El último, sin embargo, disminuyó la velocidad conforme se acercaba a los restos de su aliado, y se detuvo delante del metal retorcido. Se quedó allí durante un minuto, luego avanzó despacio hacia nosotros.
Un instante después se detuvo justo debajo de nuestro puesto de observación. Amelia y yo miramos hacia abajo temblorosos.
De pronto dije:
—¡Dios mío, Amelia! ¡No mires!
Era demasiado tarde. Ella también había visto el espectáculo increíble que me había llamado la atención. Por unos segundos fue como si toda la confusión de la batalla se hubiera paralizado, mientras mirábamos anonadados la máquina enemiga.
Era evidente que había sido especialmente diseñada y construida para operaciones de este tipo. Como ya he dicho, en la parte posterior estaba montada el arma destructora que proyectaba calor, y colocada justo delante de ella había una versión mucho mayor de la araña metálica que habíamos visto reparando la torre, ahora acurrucada, con su sobrenatural vida mecánica momentáneamente suspendida.
En la parte de adelante del vehículo estaba el lugar donde se ubicaba el conductor de la máquina; esta sección estaba protegida por delante, por detrás, y a cada lado con blindaje de hierro. La parte superior, sin embargo, estaba abierta, y Amelia y yo estábamos mirando directamente hacia allí.
Lo que vimos adentro del vehículo no era un hombre, que eso quede bien claro desde el principio. El hecho de que era orgánico y no una máquina también era evidente, puesto que su piel se erizaba y su cuerpo latía con vida repugnante. Era de un color apagado, entre gris y verde, y la reluciente porción principal de su cuerpo era más o menos esférica, parecía hinchada, y de metro y medio de diámetro. Desde nuestra posición podíamos ver pocos detalles, fuera de un manchón pálido en la parte posterior, que se podría comparar con el orificio de respiración de una ballena. Pero también podíamos ver sus tentáculos... Éstos se encontraban dispuestos en forma grotesca en la porción delantera del cuerpo, retorciéndose y deslizándose de la manera más repugnante. Más tarde comprobaría que estas prolongaciones maléficas sumaban dieciséis, pero en aquellos primeros momentos de horrorizada fascinación parecía que toda la cabina estaba ocupada por estas extremidades abominables que se arrastraban y se entrelazaban.
Aparté los ojos de ese espectáculo y miré a Amelia.
Se había puesto pálida como un cadáver, y sus ojos se estaban entrecerrando. Pasé mi brazo alrededor de sus hombros, y ella se estremeció instintivamente, como si hubiera sido ese monstruo horripilante y no yo quien la había tocado.
—En el nombre del señor —dijo—. ¿Qué es esto?
Yo no respondí pues una profunda sensación de náuseas ahogaba todas mis palabras y pensamientos. Sólo miré hacia abajo otra vez, a ese ser repugnante, y comprobé que en esos pocos segundos, el monstruo había apuntado su cañón de calor hacia el corazón del edificio donde estábamos acurrucados.
Unos instantes después hubo una violenta explosión, y el humo y las llamas nos envolvieron.
Aterrorizados, pues con el impacto otra parte del techo se había desplomado detrás de nosotros, nos pusimos de pie tambaleando y nos dirigimos enceguecidos hacia la escalera por la cual habíamos subido. Un humo espeso surgía del centro del edificio, y había un intenso calor.
Amelia se aferró a mi brazo al derrumbarse más partes de la estructura debajo de nosotros, y surgir sobre nuestras cabezas una cortina de fuego y chispas.
Las escaleras eran de la misma piedra que las paredes del edificio, y todavía parecían firmes, aun cuando ráfagas de calor subían por ellas.
Me cubrí la nariz y la boca con el brazo, entrecerré los ojos lo más que pude, y me lancé hacia abajo arrastrando a Amelia detrás de mí. A dos tercios del camino, una parte de la escalera se había derrumbado y tuvimos que ir más despacio, tratando con cuidado de hacer pie en los trozos rotos de las losas que quedaban. Aquí era donde el fuego causaba más daño: no podíamos respirar, no podíamos ver, no podíamos sentir nada más que el ardiente calor del infierno que había más abajo. Por milagro encontramos el resto de los escalones intactos, y nos precipitamos de nuevo hacia la calle... emergimos por fin a la luz, tosiendo y llorando.
Amelia se dejó caer, al mismo tiempo que varios marcianos pasaban corriendo junto a nosotros, dando gritos y alaridos con sus voces agudas y estridentes.
—Tenemos que correr, Amelia —grité por sobre el estruendo y la confusión que nos rodeaban.
Con dificultad se puso de pie tambaleándose. Con una mano sujetando mi brazo y la cartera todavía apretada en la otra, me siguió cuando nos encaminamos en la dirección que habían tomado los marcianos.
Apenas habíamos avanzado unos pocos metros cuando llegamos a la esquina del edificio en llamas.
Amelia gritó, y oprimió mi brazo: el vehículo invasor se había desplazado detrás de nosotros, oculto por el humo. El solo pensar en la repulsiva criatura que lo ocupaba fue suficiente para impulsarnos adelante, y medio corriendo, medio trastabillando, giramos en la esquina... ¡para encontrarnos con otro vehículo que bloqueaba el camino! Parecía cernirse sobre nosotros, a unos cinco o seis metros de altura.
Los marcianos que se nos habían adelantado estaban allí; algunos agachados en el suelo, otros girando frenéticos hacia todos lados buscando una forma de escapar.
En la parte posterior del horrendo vehículo, la brillante araña, mecánica se levantaba sobre sus patas de metal, con sus brazos largos y articulados, ya extendidos como látigos que se movieran lentamente.
—¡Corre! —le grité a Amelia—. ¡Por el amor de Dios, tenemos que escapar!
Amelia no respondió, pero aflojó la presión de su mano en mi brazo, dejó caer su bolso, y al instante cayó al suelo desvanecida. Me agaché a su lado y traté de reanimarla.
Tan sólo una vez miré hacia arriba, y vi al espantoso arácnido balanceándose entre la multitud de marcianos, con sus patas rechinando y sus tentáculos de metal sacudiéndose violentamente. Muchos de los marcianos habían caído al suelo debajo de la máquina, retorciéndose en agonía.
Me incliné hacia adelante sobre el cuerpo contraído de Amelia, y lo cubrí para protegerlo. Estaba apoyada sobre la espalda, y su rostro miraba hacia arriba sin expresión. Coloqué mi cara junto a la de ella y mi cuerpo a manera de escudo.
Entonces uno de los tentáculos de metal me atacó, se enroscó alrededor de mi cuello, y recibí la más espantosa descarga de energía eléctrica. Mi cuerpo se retorció de dolor ¡y la máquina me arrojó a un lado, lejos de Amelia!
Cuando caía al piso, sentí que el tentáculo se apartaba de mí dejándome una herida abierta en el cuello.
Permanecí boca arriba, con la cabeza caída hacia un lado y las extremidades paralizadas por completo.
La máquina avanzó, aturdiendo e hiriendo con sus brazos. Vi cómo enroscaba uno de éstos alrededor de la cintura de Amelia; la descarga de electricidad la volvió en sí, y pude ver que su rostro se convulsionaba, y de sus labios escapaba un grito horrible y lastimoso.
Vi entonces que el infame aparato había recogido a muchos de los marcianos que aturdiera y los llevaba presos en sus tentáculos relucientes, algunos conscientes y luchando, otros inertes.
La máquina volvía al vehículo madre. Desde mi lugar, alcanzaba a ver la cabina de control, y como último horror para mí, vi la cara de uno de esos seres abominables que habían iniciado esta invasión, mirándonos a través de una abertura en el blindaje. Era un rostro ancho y malvado, desprovisto de todo indicio de bondad. Un par de ojos grandes y pálidos contemplaban sin expresión la carnicería que estaba provocando. Eran ojos que miraban sin pestañear, ojos despiadados.
La araña mecánica había regresado al vehículo, arrastrando sus tentáculos detrás. Los marcianos que había atrapado estaban envueltos en chapas plegadas de metal tubular ensamblado. Amelia estaba entre ellos, sujeta por tres tentáculos, sin cuidado alguno de modo que su cuerpo estaba dolorosamente torcido. Todavía estaba consciente y me miraba.
Me fue imposible responderle cuando vi que abría la boca, y luego su voz repercutía estridente a través de los pocos metros que nos separaban. Una y otra vez gritó mi nombre.
Permanecí inmóvil, perdiendo sangre por la herida del cuello, y poco después vi que el vehículo invasor se alejaba, desplazándose con su extraño paso a través de los remolinos de humo y la mampostería hecha añicos de la ciudad devastada.