Durante el mes de abril de 1893, me hospedaba yo por razones de trabajo en el Devonshire Arms, de Skipton, Yorkshire. Tenía entonces veintitrés años de edad y una carrera modesta y satisfactoria como viajante de comercio de la firma Josiah Westerman e Hijos, proveedores de artículos finos de cuero. No será mucho lo que se mencione en este relato sobre mi empleo, puesto que no constituía ni siquiera en aquella época mi mayor preocupación, pero sí fue el instrumento que, sin gloria alguna, precipitó la cadena de hechos a los cuales me referiré principalmente en estas páginas.
El Devonshire era un hotel para viajantes, chato, de ladrillos grises, atravesado por pasillos llenos de corrientes de aire y mal iluminados, opaco debido a la pintura deteriorada y a los paneles de madera oscura. El único lugar agradable del hotel era la sala de los viajantes de comercio, pues, aunque pequeña y abarrotada de muebles —los sillones, rellenos en exceso, estaban tan cerca uno del otro que apenas era posible pasar entre ellos—, la habitación era cálida en invierno y contaba con la ventaja de tener iluminación de gas, mientras que en los dormitorios las únicas fuentes de luz eran lámparas de aceite mortecinas y humeantes.
Por las noches no había mucho a lo que un viajante alojado en el hotel pudiera dedicarse, fuera de permanecer dentro de los límites de la sala y charlar con sus colegas. Personalmente, durante la hora que transcurría entre la finalización de la cena y las nueve de la noche era cuando más impaciente me sentía, puesto que desde hacía tiempo, por tácito acuerdo, nadie fumaba en ese ínterin, que se consideraba el período de conversación. A las nueve, sin embargo, aparecían las pipas y los cigarros, poco a poco el aire tomaba un color azul sofocante, las cabezas se apoyaban sobre las cubiertas de los respaldos y los ojos se cerraban. Solía yo, entonces, con discreción, leer un poco, quizás, o escribir una carta o dos.
Cierta noche a la que me referiré en particular, había salido a dar un breve paseo después de la cena y estuve de regreso en el hotel antes de las nueve. Pasé por mi habitación para ponerme mi chaqueta, luego volví a la planta baja y entré en la sala de los viajantes.
Había ya tres hombres allí, y si bien todavía faltaban siete minutos para las nueve, noté que Hughes, representante de una compañía que fabricaba máquinas herramientas, de Birmingham, había encendido su pipa.
Saludé a los demás con un movimiento de cabeza y me dirigí a mi sillón, ubicado en el rincón más apartado de la habitación.
A las nueve y cuarto, Dykes entró en la sala. Dykes era un joven de aproximadamente mi misma edad, y aunque yo no había demostrado interés por él, era su costumbre dirigirse a mí con cierta confianza.
Vino de inmediato hacia mi rincón y se sentó frente a mí. Cubrí con una hoja la carta que estaba escribiendo.
—¿Un cigarrillo, Turnbull? —dijo, ofreciéndome la cigarrera.
—No, gracias. —Yo había fumado en pipa durante un tiempo, pero hacía.más de un año que había abandonado.
Dykes tomó un cigarrillo y lo encendió con mucho aparato. Era viajante como yo, y solía decir que mi actitud era demasiado conservadora. Por lo general, me divertía lo sociable de su personalidad, tal como a uno lo divierten los excesos de los demás.
—Tengo entendido que esta noche llegó una viajante, una mujer —comentó al pasar, pero inclinándose un poco hacia mí para dar énfasis a sus palabras—. ¿Qué me dices de eso, Turnbull?
—Me sorprende —admití—. ¿Estás seguro?
—Llegué tarde esta noche —dijo, bajando la voz—. Miré por casualidad el registro. Miss A. Fitzgibbon, de Surrey. Interesante, ¿no es cierto?
No obstante estar yo, según creía, apartado de las preocupaciones cotidianas de mis colegas, lo que Dykes había dicho me interesaba. Uno no puede dejar de estar enterado de lo que se comenta en su propia actividad, y desde hacía mucho tiempo se rumoreaba que estaban empleando a mujeres como viajantes de comercio. Nunca había conocido ninguna, pero parecía lógico que las ventas de ciertos artículos —digamos de naturaleza íntima o relacionados con el tocador— estarían mejor en manos femeninas. Por cierto, algunos de los negocios que yo frecuentaba empleaban mujeres como agentes de compras, de modo que no había precedente alguno que les impidiera participar en una transacción como vendedoras.
Miré por sobre mi hombro, aunque sabía que la joven no podría haber entrada en la sala sin llamar la atención.
—No la he visto —dije.
—No y no es probable que la veamos. ¿Crees acaso que Mrs. Anson permitiría a una joven de buena familia entrar en una sala para viajantes?
—¿Entonces tú la has visto? —exclamé.
Dykes lo negó con la cabeza y agregó:
—Cenó con Mrs. Anson en el salón de café. Vi cuando llevaban una bandeja hacia allá.
Como mi interés persistía, le pregunté:
—¿Supones que lo que se dice sobre las mujeres viajantes tiene algún fundamento?
—¡Sin duda! —respondió Dykes de inmediato—. No es trabajo para una dama.
—Pero dijiste que esta Miss Fitzgibbon era de buena,,.
—Un eufemismo, amigo mío. —Se reclinó sobre el respaldo, fumando con placer su cigarrillo.
Dykes me resultaba, por lo general, un compañero entretenido, pues su pronto abandono de los refinamientos sociales a menudo significaba que me deleitaría con anécdotas picantes que yo escucharía en silencio, ya que me veía forzado a pasar la mayor parte de mi tiempo solo. Muchos viajantes eran solteros —tal vez por su propia naturaleza— y el constante viajar de un pueblo a otro impedía establecer lazos permanentes. Por lo tanto, cuando corrió el rumor de que algunas firmas empleaban ahora a mujeres como viajantes, una especulación lujuriosa había invadido los salones para viajantes y las salas de fumar de los hoteles de todo el país. El mismo Dykes había resultado una fuente de mucha información sobre el tema, pero a medida que pasaba el tiempo, se hizo evidente que no habría cambios sustanciales en nuestra vida. Es más, ésta era la primera vez que me enteraba de que una viajante mujer estaba hospedada en el mismo hotel que yo.
—Sabes, Turnbull, creo que hablaré con Miss Fitzgibbon antes de que la noche acabe.
—¿Pero qué le dirás? ¿Seguro que necesitarás alguien que te presente?
—Eso será fácil de arreglar. Simplemente llamaré con osadía a la puerta de la sala de Mrs. Anson, e invitaré a Miss Fitzgibbon a dar un corto paseo conmigo antes de retirarse a dormir.
—Creo... —No terminé lo que iba a decir, pues comprendí de pronto que Dykes no podía hablar en serio. Mi colega conocía la seriedad del hotel en el que estábamos y ambos sabíamos la clase de acogida que semejante actitud podía esperar. Miss Fitzgibbon podía muy bien ser liberal, pero Mrs. Anson permanecía firmemente arraigada en 1860.
—¿Por qué habría de revelarte mi estrategia? —continuó Dykes—. Ambos nos quedaremos aquí hasta el fin de semana. Te contaré entonces cómo me fue.
—¿No podrías —le pregunté— averiguar de algún modo para qué firma trabaja? Luego podrías arreglar un encuentro casual durante el día.
Dykes me miró con una sonrisa misteriosa.
—Tal vez tú y yo pensemos igual, Turnbull. Ya obtuve esa información. ¿Aceptarías una pequeña apuesta? El primero en hablarle será el ganador.
Sentí que mi cara enrojecía.
—Nunca apuesto, Dykes. De todos modos, sería tonto competir contigo, ya que tienes una ventaja.
—En ese caso te diré lo que sé. No es una viajante en absoluto, sino una secretaria. No trabaja para ninguna firma, sino para un inventor. O por lo menos eso es lo que mi informante me dijo.
—¿Un inventor? —pregunté, sin poder creerle—. Debe ser una broma.
—Eso es lo que me dijeron —respondió Dykes—. Se llama Sir William Reynolds, un hombre muy importante. No sé nada de eso ni me importa, puesto que mi interés se concentra en su asistente.
Permanecí sentado con la tablilla para escribir sobre las rodillas, sorprendido ante esta inesperada información. A decir verdad, no estaba interesado en los planes malignos de Dykes, pues siempre trataba de que mi conducta fuera correcta, pero el nombre de Sir William Reynolds ya era otro asunto.
Observé pensativo a Dykes mientras terminaba su cigarrillo, luego me puse de pie.
—Creo que me iré a dormir —dije.
—Pero aún es temprano. Tomemos un vaso de vino juntos, yo invito. —Se inclinó para hacer sonar el timbre—. Quiero ver si hacemos esa apuesta.
—No, gracias, Dykes. Si me disculpas, tengo que terminar esta carta. ¿Tal vez mañana por la noche...?
Lo saludé y me alejé, abriéndome paso hacia la puerta. Cuando salí al corredor, Mrs. Anson se acercaba a la puerta de la sala.
—Buenas noches, Mr. Turnbull.
—Buenas noches, Mrs. Anson.
Al pie de la escalera, noté que la puerta de la sala estaba entreabierta, pero no había rastros de la huésped.
Una vez en mi habitación, encendí las lámparas y me senté en el borde de la cama, tratando de poner en orden mis ideas.
La mención del nombre de Sir William me sorprendió, pues él era en aquella época uno de los científicos más famosos de Inglaterra. Más aún, yo tenía un gran interés personal en ciertos asuntos indirectamente relacionados con Sir William, y la información casual que Dykes me había proporcionado era de suma importancia para mí.
En las décadas de 1880 y 1890 hubo un repentino auge de adelantos científicos y para aquellos interesados en estos temas fue un período fascinante. Nos aproximábamos al siglo veinte, y la perspectiva de entrar en una nueva era rodeada de maravillas científicas estimulaba a las mentes más brillantes del mundo. Daba la impresión de que cada semana aparecía un nuevo invento que prometía cambiar nuestra forma de vida: tranvías eléctricos, carruajes sin caballos, el cinematógrafo, las máquinas parlantes de los americanos... yo pensaba mucho en todo esto.
De todos, el carruaje sin caballos era el que más atraía mi imaginación. Hacía cosa de un año había tenido la suerte de que me invitaran a pasear en uno de estos maravillosos inventos, y desde entonces presentía que, a pesar del ruido y de los inconvenientes que traían aparejados, estas máquinas tenían un gran futuro.
Fue como resultado directo de esta experiencia que yo me había interesado, aunque en pequeña medida, en este floreciente invento. Luego de leer en un periódico un artículo sobre los conductores americanos, había convencido al propietario de la firma, Mr. Westerman mismo, para que agregara una nueva línea a su gama de productos. Se trataba de un instrumento que yo había dado en llamar Máscara Protectora de la Vista. Estaba hecha de cuero y vidrio y se la colocaba sobre los ojos sujetándola con correas, para protegerlos del polvo, los insectos, etcétera.
Corresponde agregar que Mr. Westerman no estaba totalmente convencido de la conveniencia de dicha máscara. En realidad, había fabricado sólo tres modelos de muestra, y me había comisionado para que los ofreciera a nuestros clientes habituales, con la aclaración de que sólo cuando hubiera obtenido pedidos en firme la máscara pasaría a ser un artículo permanente de la línea de productos Westerman.
Yo atesoraba mi idea y estaba aún orgulloso de la iniciativa, pero hacía ya seis meses que llevaba las máscaras en mi valija de muestras y hasta ese momento no había conseguido despertar ni el menor interés en ningún cliente. Al parecer, otras personas no estaban tan seguras como yo con respecto al futuro del carruaje sin caballos.
Sir William Reynolds, en cambio, era un caso diferente. Ya era uno de los conductores más famosos del país. Todavía nadie había superado su record de velocidad de algo más de 25 kilómetros por hora, establecido en el trayecto entre Richmond e Hyde Park Corner.
¡Si lograba interesarlo en mi Máscara, sin duda otros lo seguirían!
De este modo, conocer a Miss Fitzgibbon se convirtió en una necesidad imperiosa para mí. Esa noche, sin embargo, mientras yacía perturbado en la cama del hotel, no podría haber imaginado hasta qué punto mi Máscara Protectora cambiaría mi vida.
Durante todo el día siguiente estuve cavilando sobre la forma de entablar conversación con Miss Fitzgibbon. Si bien cumplí con mis visitas a los negocios de la zona, no podía concentrarme, y regresé temprano al Devonshire Arms.
Como había dicho Dykes la noche anterior, era muy difícil tramar un encuentro con un miembro del sexo opuesto en este hotel. No podía aprovechar los recursos que las reglas de cortesía normalmente brindaban, y por lo tanto tendría que dirigirme a Miss Fitzgibbon directamente. Claro está que podía pedir a Mrs. Anson que me presentara a la joven, pero a decir verdad, me parecía que su presencia en la entrevista sería un impedimento.
Otro motivo de distracción durante el día había sido mi curiosidad sobre Miss Fitzgibbon misma. El comportamiento protector de Mrs. Anson parecía indicar que se trataba de una muchacha muy joven, cuya actitud como mujer soltera contribuía por cierto a confirmar esta hipótesis. De ser así, mi tarea era más difícil, pues ella confundiría sin duda mis intenciones con otras como las que Dykes alentaba.
Como nadie atendía el mostrador de recepción, aproveché la oportunidad para echar una mirada subrepticia al registro de huéspedes. La información de Dykes había resultado correcta, pues la última anotación estaba escrita con letra clara y prolija: Miss A. Fitzgibbon, Reynolds House, Richmond Hill, Surrey.
Me asomé al salón de viajantes antes de subir a mi habitación. Allí estaba Dykes, de pie frente al hogar, leyendo “The Times”.
Propuse que cenáramos juntos, y luego camináramos hasta uno de los bares del pueblo.
—¡Qué estupenda idea! —dijo—. ¿Estás celebrando algún triunfo?
—No exactamente. Pienso más en el futuro.
—Buena estrategia, Turnbull. ¿Nos vemos a las seis?
Así lo hicimos y poco después de la cena nos habíamos acomodado en un acogedor bar de nombre “La Cabeza del Rey”, Cuando estábamos sentados ante dos vasos de oporto, y Dykes había encendido su cigarro, mencioné la principal preocupación que tenía en mi mente.
—¿Desearías que hubiera aceptado apostar contigo ayer a la noche?
—¿A qué te refieres?
—Tú me comprendes, con toda seguridad.
—¡Ah! —exclamó Dykes—. La viajante.
—Sí. Me preguntaba si te estaría debiendo cinco chelines ahora, de haber aceptado la apuesta.
—No tuve tanta suerte, amigo. La dama misteriosa permaneció encerrada con Mrs. Anson hasta que me retiré a dormir, y no vi trazas de ella esta mañana. Es una presa que Mrs. Anson guarda celosamente.
—¿Supones que se trata de una amiga personal?
—No, no lo creo. Está registrada como huésped.
—Claro —respondí.
—Has cambiado desde anoche. Creí que no te interesaba la dama.
—Sólo preguntaba —me apresuré a decir—. Parecías dispuesto a hablarle y quería saber cómo te había ido.
—Permíteme explicarlo de este modo, Turnbull. Consideré las circunstancias y decidí que mis talentos estaban mejor aprovechados en Londres. No veo forma de trabar relación con la joven en la que no intervenga Mrs. Anson. En otras palabras, querido amigo, reservo mis energías para el fin de semana.
Sonreí para mis adentros, mientras Dykes se lanzaba a relatar su última conquista, pues, aunque no había averiguado nada más sobre la joven, estaba seguro, por lo menos, de que no me vería envuelto en una competencia incómoda y engañosa.
Continué escuchando a Dykes hasta las nueve menos cuarto; entonces sugerí regresar al hotel, con la excusa de que tenía que escribir una carta. Nos separamos en el vestíbulo; Dykes entró en el salón para viajantes y yo subí a mi habitación. La puerta de la sala estaba cerrada, y pude oír la voz de Mrs. Anson del otro lado.