Al día siguiente de la seria decisión que tomara Mr. Wells, almacenamos el resto de nuestras granadas de mano a bordo de la Máquina del Espacio y partimos a velocidad moderada hacia Londres. Nos mantuvimos atentos para ver si había señales de las máquinas de guerra, pero no vimos ninguna.
Volamos primero sobre la ciudad de Richmond y vimos el residuo oscuro del humo negro que había asfixiado sus calles. Sólo junto al río, donde la maleza roja crecía en altos montones enredados, se veía uno libre de la presencia del polvo negro como hollín que cubría todo. Al Norte de Richmond estaba Kew Gardens, donde, aunque la Pagoda todavía se elevaba intacta, la mayor parte de las inapreciables colecciones de plantas tropicales había sucumbido a la maleza ruin.
Nos dirigimos entonces en dirección más recta hacia Londres, volando sobre Mortlake. No lejos de la destilería, en el centro de un distrito de mansiones modernas, había descendido uno de los proyectiles, que había causado incontables daños por la fuerza de la explosión del aterrizaje. Vi que Mr. Wells observaba la escena pensativamente, de modo que le sugerí que voláramos más bajo. En consecuencia, hizo descender la Máquina del Espacio en forma suave y durante unos minutos permanecimos en el aire, en el mismo lugar, sobre la terrible desolación que reinaba.
En el centro del foso estaba, por supuesto, el casco vacío del proyectil. Lo que resultaba mucho más interesante era la evidencia de que, por lo menos durante algún tiempo, el lugar había sido el centro de actividad de los marcianos. No había máquinas de guerra a la vista, pero junto a la boca abierta del proyectil había dos de los vehículos de superficie y, detrás de ellos, con sus tentáculos separados en forma desmañada, estaba una de las arañas mecánicas. Sus múltiples tentáculos metálicos estaban recogidos y el lustre brillante normal de las superficies pulidas había comenzado a oscurecerse por el aire rico en oxígeno.
Yo opinaba que debíamos hacer descender la Máquina del Espacio y explorar a pie, tan silenciosa era la escena que se presentaba a nuestros ojos, pero ni Amelia ni Mr. Wells lo consideraron seguro. En cambio, dejamos que la máquina se desplazara lentamente a la deriva por el foso y permanecimos en silencio. Nos atemorizó e impresionó lo que vimos: el foso en sí había sido reconstruido; la tierra que el impacto había hecho volar había sido utilizada para construir bastiones elevados y el piso había sido nivelado para facilitar el desplazamiento de las máquinas. Un extremo del foso había sido modificado a fin, de proveer una rampa inclinada para los vehículos de superficie.
Súbitamente, Amelia contuvo la respiración y se cubrió la boca con la mano.
—¡Oh! Edward... —dijo, y dio vuelta la cara.
Vi lo que ella había notado. Empequeñecida por la masa del proyectil que se elevaba sobre él y a su sombra, se encontraba una de las cabinas de matanza. Tendidos por todas partes, algunos semienterrados, había cuerpos de seres humanos. Mr. Wells había visto ese espectáculo espantoso al mismo tiempo y, sin más, hizo elevarse velozmente la Máquina del Espacio para alejarnos de ese lugar infernal... pero no antes de que pudiéramos apreciar que a la sombra del proyectil había, quizás, un centenar de cadáveres o más.
Continuamos volando, con rumbo hacia el Este, y casi inmediatamente nos encontramos sobre las calles grises y sórdidas de Wandsworth. Mr. Wells redujo la velocidad y dejó que la máquina se mantuviera inmóvil en el aire, en el mismo lugar.
Movió la cabeza.
—No tenía idea de la magnitud de sus crímenes —dijo.
—Habíamos dejado de pensar en ello —dije—. Cada monstruo requiere diariamente la sangre de un ser humano. Cuanto más tiempo dejemos que los marcianos vivan, tanto más continuará esta matanza.
Amelia, tomada fuertemente de mi mano, no dijo nada.
—No podemos perder tiempo —dijo Mr. Wells—. Hay que continuar bombardeando hasta que hayan muerto todos.
—¿Pero dónde están los marcianos? —dije—. Suponía que Londres estaría infestado de ellos.
Miramos en todas direcciones, pero, aparte de las columnas de humo aisladas, provenientes de edificios que aún ardían, no había una sola señal de los invasores.
—Debemos encontrarlos —dijo Mr. Wells—. Por más tiempo que nos lleve.
—¿Todavía están en Londres? —dijo Amelia—. ¿Cómo sabemos que no han terminado ya su tarea allíy no están ahora destruyendo otras ciudades?
Ni Mr. Wells ni yo pudimos darle una respuesta.
—Todo lo que podemos hacer —dije—, es encontrarlos y matarlos. Si han salido de Londres, tendremos que salir en su persecución. No veo otra alternativa.
Mr. Wells había estado observando fijamente y con desaliento las calles de Wandsworth; ese suburbio de Londres, uno de los más feos, inexplicablemente se había librado del ataque de los marcianos, aunque, como todos los demás, había sido abandonado. Movió con gesto decidido las palancas de control y dirigió el rumbo hacia el corazón de Londres.
De todos los puentes del Támesis que vimos, Westminster era uno de los que estaban menos cubiertos por la maleza roja, de modo que Mr. Wells hizo descender allí la máquina y nos posamos en el centro de la calzada. Ningún marciano podía aproximarse a nosotros si no lo hacía por el puente, y eso nos daría tiempo suficiente para poner en marcha la Máquina del Espacio y huir.
Durante la hora anterior habíamos volado sobre los suburbios de la ciudad. Casi no había palabras para describir la magnitud de la desolación. Lo que los marcianos no habían atacado con sus rayos de calor lo habían sofocado con su humo negro, y donde no habían empleado ninguno de esos recursos, la maleza roja había avanzado con profusión desde el río, como una maraña asfixiante.
No habíamos visto a nadie, en absoluto; el único movimiento que pudimos apreciar fue el de un perro famélico que avanzaba a los saltos, con una pata quebrada, por las calles de Lambeth.
Sobre el río flotaban muchos restos de materiales, y vimos gran cantidad de botes pequeños volcados. En la dársena de Londres habíamos visto una veintena de cadáveres, llevados allí por algún capricho de la marea, flotando, pálidos, movidos por la corriente, junto a la entrada de los diques de Surrey.
Luego habíamos guiado nuestro rumbo orientándonos por los puntos destacados que conocíamos y llegado al puente de Westminster. Habíamos visto la Torre de Londres, con sus macizos muros incólumes, pero sus verdes prados se habían convertido en una selva de maleza marciana. También Tower Bridge, cuya calzada había quedado abierta, mostraba sus líneas elegantes cubiertas por una telaraña de largas tiras de maleza. Después habíamos visto la alta cúspide de San Pablo, y observado que se elevaba, sin daños, por encima de los edificios más bajos del sector comercial; cambiamos de opinión cuando la pasamos y vimos un agujero desgarrado que le habían hecho en su lado Oeste.
Por fin, habíamos llegado al puente de Westminster, muy deprimidos por lo que habíamos visto. Mr. Wells interrumpió la atenuación y al momento respiramos el aire de Londres y oímos sus ruidos.
Olimos...
Olimos el residuo del humo; el dejo amargo, metálico, de la maleza; el olor dulce de la putrefacción; el aire fresco y salado del río; el olor intenso de la calzada de macadán, recalentada por el sol de verano.
Oímos...
Un gran silencio cubría a Londres. Se oía el río al fluir por debajo del puente, y algún chasquido ocasional de la maleza que todavía crecía prolíficamente junto al parapeto. Pero no había repiqueteo de cascos de caballos, ni rechinar de ruedas, ni gritos o llamados de personas, ni sonido de pisadas.
Directamente delante de nosotros se alzaba el Palacio de Westminster, coronado por la torre del Big Ben, que no había sufrido daños. El reloj se había detenido diecisiete minutos después de las dos.
Nos quitamos las antiparras de los ojos y salimos de la Máquina del Espacio. Me dirigí, con Amelia, a un lado del puente, donde permanecimos mirando a lo largo del río. Mr. Wells se apartó solo, observando, con expresión reflexiva, las enormes pilas de maleza que habían cubierto por completo el terraplén de Victoria. Había permanecido pensativo y en silencio mientras recorríamos la ciudad muerta, y ahora que estaba de pie allí, solo, con la mirada fija en el río que fluía lentamente, lo vi con expresión meditabunda.
Amelia también observó a nuestro amigo, pero luego deslizó una mano en la mía y por un momento apoyó una mejilla contra mi hombro.
—Edward, ¡esto es terrible! No tenía idea de que las cosas estuvieran tan mal.
Observé la escena con tristeza, tratando de hallar algo que diera pie a cierto optimismo, pero el vacío y la soledad eran totales. Nunca había visto el cielo de Londres tan libre de hollín, pero esto era escasa recompensa a cambio de la destrucción total de la ciudad más grande del mundo.
—Pronto todo será así —dijo Amelia—. Nos equivocamos al pensar que podíamos hacer frente a los marcianos, aun cuando hayamos matado a algunos. Lo que me resulta más difícil de aceptar es que todo esto es culpa nuestra, Edward. Nosotros hemos traído esta amenaza a nuestro mundo.
—No —le dije al instante—. Nosotros no tenemos la culpa.
Sentí que se ponía rígida.
—No podemos absolvernos de culpa en esto.
Yo le dije:
—Los marcianos habrían invadido la Tierra, interviniéramos nosotros o no. Vimos sus preparativos. Si ello sirve de consuelo, pensemos que sólo han llegado a la Tierra diez proyectiles. Tu revolución impidió que los monstruos pudieran cumplir sus planes por completo. Lo que hemos visto es bastante malo, pero piensa que podría haber sido mucho peor.
—Supongo que sí.
Se quedó en silencio durante unos momentos, y luego continuó diciendo:
—Edward, debemos volver a Marte. Mientras exista una posibilidad de que los monstruos gobiernen el mundo, la gente de la Tierra no podrá bajar su guardia jamás. Tenemos la Máquina del Espacio que puede llevarnos, porque si se pudo construir una con tanta rapidez en las circunstancias apremiantes en que tuvimos que trabajar, podrá construirse una mucho más poderosa, una que puede transportar un millar de hombres armados. Le prometí a la gente de Marte que volvería, y debemos hacerlo.
Escuché sus palabras con detenimiento, y comprendí que la pasión que la había impulsado en Marte había sido reemplazada por la sabiduría y la comprensión.
—Volveremos a Marte algún día —le dije—. No hay otra alternativa.
Mientras hablábamos, ambos habíamos olvidado la presencia de Mr. Wells, pero ahora él se volvió y se dirigió lentamente hacia nosotros. Observé que en los pocos minutos que había permanecido solo, su apostura había sufrido un cambio fundamental. Sus hombros ya no se inclinaban con el peso de la derrota y sus ojos relucían una vez más.
—¡Qué expresión desdichada tienen ustedes! —exclamó—. No hay motivo para ello. Nuestra tarea terminó. ¡Los marcianos no se han ido... todavía están en Londres y hemos ganado la batalla!
Amelia y yo miramos a Mr. Wells sin comprender, después de su inesperada manifestación. Se dirigió hacia la Máquina del Espacio y, colocando un pie en el bastidor de hierro, se volvió hacia nosotros, tomándose las solapas de su chaqueta con las manos. Se despejó la garganta.
—Esta ha sido una guerra entre dos mundos —dijo Mr. Wells, hablando pausadamente y con voz clara y sonora—. Nos hemos equivocado al tratarla como si fuera una guerra de inteligencias. Hemos visto la monstruosa apariencia de los invasores pero, convencidos por sus atributos de astucia, valor e inteligencia, los hemos considerado hombres. Por ello, los hemos combatido como si fueran hombres y no nos ha ido bien. Nuestro ejército fue arrollado y nuestras casas fueron incendiadas y aplastadas. No obstante, el dominio de los marcianos sobre la Tierra es reducido. Me atrevo a decir que cuando se haga la reconquista, descubriremos que se han apoderado de unos pocos cientos de kilómetros cuadrados de territorio. Aun así, por pequeño que haya sido el campo de batalla, ésta ha sido una guerra entre dos mundos, y cuando los marcianos llegaron a la Tierra con tanta violencia no comprendieron la magnitud de la empresa que emprendían.
—Señor —le dije—, si usted está hablando de aliados, no hemos visto ninguno. No ha venido ningún ejército a ayudarnos, a menos que ellos también hayan sido vencidos de inmediato.
Mr. Wells hizo un gesto de impaciencia.
—No hablo de ejércitos, Turnbull, aunque ellos llegarán a su tiempo como llegarán los barcos de cereales y los trenes de carga. No, ¡nuestros verdaderos aliados están a nuestro alrededor, invisibles, como éramos invisibles nosotros en nuestra máquina!
Alcé la vista, esperando ver aparecer en el cielo una segunda Máquina del Espacio.
—¡Mire las malezas, Turnbull! —Mr. Wells señaló los tallos que crecían a pocos metros de donde nos encontrábamos—. ¿Ve lo marchitas que están las hojas? ¿Ve cómo se están partiendo los tallos a medida que crecen? Mientras la humanidad ha dedicado su atención a la terrible inteligencia de los monstruos, estas plantas han estado librando su propia batalla. Nuestro suelo no les suministra los minerales que necesitan y nuestras abejas no realizan la polinización de sus flores. Estas malezas se mueren, Turnbull. De la misma manera, los monstruos marcianos morirán si es que ya no han muerto. El intento de los marcianos toca a su fin, porque la inteligencia no puede contra la naturaleza. Así como los humanos de Marte alteraron la naturaleza para crear los monstruos y así originaron una Némesis, también los monstruos pretendieron alterar la vida de la Tierra y se destruyeron a sí mismos.
—Entonces, ¿dónde están los monstruos ahora? —dijo Amelia.
—Pronto los encontraremos —dijo Mr. Wells—, pero eso será a su debido tiempo. Nuestro problema no es ya tener que hacer frente a esta amenaza, sino cómo disfrutar de los despojos de la victoria. Tenemos a nuestro alrededor, por todas partes, los productos de la inteligencia marciana, que serán estudiados con avidez por nuestros científicos. Sospecho que los días pacíficos de antaño ya nunca más volverán por completo, porque es probable que estas máquinas de guerra y vehículos de superficie produzcan cambios fundamentales en el modo de vida de todos los habitantes del mundo. Vivimos en los primeros años de un nuevo siglo, un siglo que será testigo de muchos cambios. En el corazón de esos cambios se librará una nueva batalla: una batalla entre la Ciencia y la Conciencia. ¡Esa es la batalla que perdieron los marcianos, y la que debemos librar ahora!
Mr. Wells se quedó en silencio, respirando profundamente, y Amelia y yo permanecimos delante de él.
Finalmente, abandonó la posición que había adoptado y bajó las manos. Se despejó la garganta otra vez.
—Creo que no es momento de discursos —dijo, aparentemente desconcertado por la forma en que su elocuencia nos había enmudecido—. Para llegar al final de esto, primero debemos encontrar a los marcianos. Más adelante, me pondré en contacto con mi editor para ver si tiene interés en la edición de mis reflexiones sobre este tema.
Miré la ciudad silenciosa que se extendía a nuestro alrededor.
—¿No creerá usted, señor, que después de esto la vida en Londres volverá a la normalidad?
—A la normalidad no, Turnbull. ¡Esta guerra no es el fin sino el comienzo! La gente que huyó volverá; nuestras instituciones volverán a restablecerse. Hasta la estructura de la ciudad está intacta, en su mayor parte, y se la podrá reconstruir en poco tiempo. La tarea de reconstrucción no terminará con la reparación de las estructuras, porque la intromisión marciana ha servido para acrecentar nuestra inteligencia. Como les he dicho, eso lleva aparejados sus propios peligros, pero nos ocuparemos de ellos cuando surja la necesidad.
Amelia había estado mirando fijamente hacia los techos durante el transcurso de nuestra conversación y ahora señalaba hacia el Noroeste.
—¡Miren, Edward, Mr. Wells! ¡Creo que allá hay algunos pájaros!
Miramos en la dirección que ella nos indicaba y vimos una bandada de grandes pájaros que resaltaban, negros, contra el cielo brillante, girando y lanzándose velozmente hacia abajo. Parecían estar muy lejos.
—Vayamos a investigar —dijo Mr. Wells, calzándose las antiparras una vez más.
Volvimos a la Máquina del Espacio y en el momento en que íbamos a subir a ella oímos un sonido fuera de lugar en ese ambiente. Nos resultó tan familiar que todos reaccionamos al mismo tiempo: era el bramido de un marciano llamando, y su sonido de sirena llegaba como un eco, devuelto por los muros de los edificios que daban frente al río. Pero no era un grito de guerra, ni tampoco el llamado de caza. En cambio, tenía un acento de dolor y miedo, era un lamento extraño en una ciudad devastada.
El llamado tenía dos notas, una a continuación de la otra, repetidas sin cesar: “ulla, ulla, ulla, ulla...”.
Vimos la primera máquina de guerra en Regent’s Park, sola. De inmediato extendí la mano para tomar una granada, pero Mr. Wells me contuvo.
—No es necesario, Turnbull —dijo.
Dirigió la Máquina del Espacio cerca de la plataforma, y vimos los cuervos apiñados a su alrededor. Los pájaros habían encontrado la forma de entrar en la plataforma y ahora picoteaban y arrancaban en jirones la carne del marciano que estaba allí.
Sus ojos nos miraban, inexpresivos, por una de las ventanillas de la proa. Su mirada era tan maligna como siempre, pero, así como antes había sido fría y maliciosa, ahora tenía la expresión fija de la muerte.
Había una segunda máquina de guerra al pie de Primrose Hill, y allí los pájaros habían terminado su tarea. Sobre el césped, a treinta metros debajo de la plataforma, había salpicaduras de sangre seca y jirones de carne.
Así fue que llegamos al gran foso que los marcianos habían construido en lo alto de Primrose Hill. Este foso, el más grande de todos, se había convertido en el centro de sus operaciones contra Londres. Las fortificaciones de tierra cubrían toda la cresta de la colina y se prolongaban hacia abajo, en el lado más alejado. En el centro de ellas estaba el proyectil que había aterrizado primero, pero por todas partes había evidencias de que el foso había sido ensanchado y fortificado posteriormente.
Aquí se encontraba el arsenal de los marcianos. Aquí habían traído sus máquinas de guerra y las arañas mecánicas. Y aquí, diseminados por todas partes, estaban los cuerpos de los marcianos muertos. Algunos estaban tendidos en la boca del proyectil, con los tentáculos extendidos; otros simplemente yacían sobre el terreno. Otros, en un último y valiente esfuerzo por luchar contra un enemigo invisible, estaban dentro de las muchas máquinas de guerra que había por todas partes.
Mr. Wells hizo descender la Máquina del Espacio a corta distancia del foso, y desconectó la atenuación. Aterrizó en un lugar contra el viento, de modo que nos evitamos sufrir los peores efectos del horrible hedor que emanaba de esos seres. Al estar desconectada la atenuación, pudimos oír otra vez el grito de los marcianos agonizantes. Llegaba desde una de las máquinas de guerra que se encontraba junto al foso. El grito sonaba vacilante ahora, y muy débil. Vimos que los cuervos se mantenían a la espera, y en el mismo momento en que salimos de la Máquina del Espacio ese último grito de dolor cesó.
—Señor Wells —dije—. Es tal como usted decía. ¡Parece que los marcianos se han visto afectados por alguna enfermedad, por haber bebido la sangre roja de los ingleses!
Me di cuenta de que Mr. Wells no nos prestaba atención, ni a mí ni a Amelia, y de que tenía la mirada fija sobre la ciudad y observaba su inmensa quietud con los ojos bañados en lágrimas. Permanecimos junto a él, abrumados por la vista de la ciudad abandonada, y todavía nerviosos ante la presencia de las torres intrusas que nos rodeaban.
Mr. Wells se enjugó las lágrimas con su pañuelo y luego se alejó de nosotros, dirigiéndose hacia el marciano que habíamos oído gritar.
Amelia y yo permanecimos junto a nuestra Máquina del Espacio y lo observamos cuando rodeó con cuidado el borde del foso y se detuvo debajo de la máquina de guerra, mirando hacia arriba, a la plataforma reluciente que se elevaba sobre él. Vi que buscaba algo en un bolsillo y que sacó la libreta de tapas de cuero que había usado en el laboratorio. Escribió algo en ella y luego volvió a colocarla en su bolsillo.
Permaneció junto a la máquina de guerra durante algunos minutos, hasta que, por último, emprendió el regreso. Parecía haberse recobrado de su momento de emoción, y se dirigía hacia nosotros con paso vivaz.
—Hay algo que nunca les he dicho —expresó, dirigiéndose a nosotros—. Creo que me salvaron la vida el día que me encontraron junto al río, con el cura. Nunca se los he agradecido debidamente.
Yo le dije:
—Usted construyó la Máquina del Espacio, Mr. Wells. Nada de lo que hemos logrado habría sido posible sin ella.
Hizo un gesto con la mano, como indicando que ello no había tenido importancia.
—Miss Fitzgibbon —dijo—. Con su permiso, me voy a marchar.
—¿Se va, Mr. Wells?
—Tengo mucho que hacer. Nos veremos otra vez, pierda cuidado. La visitaré en Richmond tan pronto pueda.
—Pero señor —le dije—. ¿Adonde va?
—Creo que tengo que buscar la manera de llegar a Leatherhead, Mr. Turnbull. Viajaba para reunirme con mi esposa, cuando ustedes me encontraron, y ahora debo terminar ese viaje. Que ella esté muerta o viva es algo que sólo a mí debe preocupar.
—Pero podríamos llevarlo a Leatherhead en la Máquina del Espacio —dijo Amelia.
—No es necesario. Puedo ir solo.
Me extendió la mano, y se la estreché con cierta inseguridad. Mr. Wells lo hizo con firmeza, pero yo no comprendía por qué debía abandonarnos en forma tan inesperada. Cuando soltó mi mano se volvió a Amelia y ella lo abrazó afectuosamente.
Me saludó con la cabeza, se volvió y se fue, descendiendo por la ladera de la colina.
Desde algún lugar detrás de nosotros llegó un sonido de improviso: era un chillido agudo, no muy diferente del de las sirenas de los marcianos. Me sobresalté y miré a mí alrededor... pero no se apreciaba movimiento alguno de las máquinas marcianas. Amelia, de pie a mi lado, también había reaccionado al oírlo, pero tenía su atención concentrada en lo que hacía Mr. Wells.
Éste se había alejado sólo unos pasos y, sin prestar atención al chillido, revisaba su libreta de notas. Lo vi tomar dos o tres páginas y arrancarlas. Las estrujó en la mano y las arrojó entre los escombros. Se dio vuelta para mirarnos y notó que ambos lo observábamos.
Después de un momento ascendió la pendiente hasta donde nos encontrábamos.
—Sólo una cosa más, Turnbull —dijo—. He tomado con mucha seriedad el relato de sus aventuras en Marte, por improbable que parecía a veces su historia.
—Pero, Mr. Wells...
Levantó la mano para indicarme que me callara.
—No estaría bien que descartara su relato como pura invención, pero a usted le resultaría sumamente difícil probar lo que me ha dicho.
¡Me quedé atónito al escuchar tales palabras de labios de mi amigo! ¡Implicaban nada menos que Amelia y yo no decíamos la verdad! Avancé, colérico... pero sentí una suave presión sobre el brazo.
Miré a Amelia, y vi que estaba sonriendo.
—Edward, no es necesario —dijo.
Vi que Mr. Wells también sonreía, y que había un cierto fulgor en sus ojos.
—Todos nosotros tenemos muchos cuentos que contar, Mr. Turnbull —dijo—. Buenos días.
Sin más, se volvió y se encaminó decididamente cuesta abajo por la colina, a la vez que volvía a colocar la libreta de notas en el bolsillo de su chaqueta.
—Mr. Wells se comporta en una forma muy extraña —dije—. Vino con nosotros a este cataclismo y nos abandona de improviso, precisamente cuando más lo necesitamos. Ahora duda de...
Me interrumpió la repetición del chillido agudo que habíamos oído un minuto o dos antes. Se lo oía mucho más cerca ahora, y tanto Amelia como yo comprendimos simultáneamente de qué se trataba.
Nos volvimos y miramos desde la colina hacia el Noreste, por donde pasa la línea ferroviaria que va a Euston. Un momento después vimos el tren que avanzaba lentamente por los rieles oxidados, lanzando al aire grandes nubes blancas de vapor. El maquinista hizo sonar el silbato por tercera vez, y el agudo chillido repercutió por toda la ciudad que se extendía más abajo. Como si fuera una respuesta, llegó un segundo sonido. Comenzó a tañer la campana de una iglesia cerca de St. John’s Wood. Sobresaltados, los cuervos abandonaron su macabro picoteo y levantaron vuelo ruidosamente.
Amelia y yo dimos saltos en la cima de Primrose Hill, agitando pañuelos para saludar a los pasajeros. Cuando los trenes, lentamente, desaparecieron de nuestra vista, tomé a Amelia en mis brazos. La besé apasionadamente y, con un sentimiento de alegría y esperanza renovadas, nos sentamos en nuestra máquina a esperar que llegaran las primeras personas.