Rand dormía, agitándose sin cesar, sumido en sueños absurdos en los que discutía con Perrin y suplicaba a Mat que encontrara a Elayne, donde los colores surgían fugaces, justo fuera del alcance de la vista, y Padan Fain saltaba sobre él con una daga centelleante, y en los que a veces creía oír una voz lamentándose por una mujer muerta en medio de la niebla; sueños donde intentaba explicarse ante Elayne, Aviendha, Min, a las tres a la vez, e incluso Min lo miraba con desprecio.
—¡… no se lo puede molestar!
La voz de Cadsuane. ¿Sería parte de sus sueños?
Esa voz lo asustaba; en su sueño llamaba a voces a Lews Therin, y el sonido levantaba ecos en la espesa niebla, donde figuras imprecisas se movían y personas y caballos morían chillando, una niebla a la que Cadsuane lo seguía implacablemente mientras él corría, jadeante. Alanna intentaba calmarlo, pero también ella tenía miedo de Cadsuane; podía sentir su temor con tanta intensidad como el suyo propio. Le dolía la cabeza. Y el costado; la vieja herida le ardía. Sintió el saidin. Alguien asía el saidin. ¿Era él? Lo ignoraba. Se esforzó por despertar.
—¡Lo matarás! —gritó Min—. ¡No te dejaré que lo mates!
Rand abrió los ojos y se encontró con el rostro de la joven. No lo miraba a él, ya que le rodeaba la cabeza con sus brazos y dirigía una mirada fulminante a alguien situado más allá de la cama. Sus ojos estaban enrojecidos; había llorado, pero ya no. Sí, estaba en su propia cama, en sus aposentos del Palacio del Sol. Podía ver un poste cuadrado de madera negral, con incrustaciones de marfil. Sin chaqueta y con una blusa de seda de color crema, Min yacía enroscada a él, en actitud protectora, encima de la sábana de hilo que lo cubría hasta el cuello. Alanna estaba asustada; esa sensación se agazapaba en un lugar recóndito de su mente. Asustada por él. Por alguna razón, aquello lo sabía con absoluta certeza.
—Creo que ha vuelto en sí, Min —musitó Amys.
Min bajó la mirada hacia él y su rostro, enmarcado en oscuros tirabuzones, se iluminó con una sonrisa repentina.
Con mucho cuidado, ya que se sentía débil, Rand apartó los brazos de la joven y se sentó. La cabeza le dio vueltas, pero se obligó a no tumbarse de nuevo. Su cama estaba rodeada.
A un lado se encontraba Amys, flanqueada por Bera y Kiruna. Los rasgos juveniles en exceso de la Sabia no traslucieron emoción alguna, pero la mujer se echó el blanco cabello hacia atrás y se ajustó el chal como si se arreglara después de sostener una pelea. Hacia el exterior, las dos Aes Sedai se mostraban serenas, aunque con una serenidad firme, una recordando una reina dispuesta a luchar por su trono, y la otra una campesina dispuesta a luchar por su granja. Cosa extraña, si Rand había visto alguna vez a tres personas hombro con hombro —y no sólo físicamente— eran esas tres mujeres, presentando un frente común.
Al otro lado del lecho, Samitsu, con las campanillas plateadas en el cabello, y la esbelta hermana de espesas y oscuras cejas y el negro pelo con aspecto algo desaliñado se encontraban de pie junto a Cadsuane, puesta en jarras. Samitsu y la Aes Sedai de pelo negro llevaban chales con flecos amarillos, y su gesto era tan firme como el de Bera y Kiruna, pero la expresión severa de Cadsuane hacía que las cuatro parecieran vacilantes en comparación. Las severas miradas de los dos grupos de mujeres no iban dirigidas contra ellas, sino a un tercer grupo, éste de hombres.
Al pie de la cama se encontraba Dashiva, con la espada plateada y el dragón rojo y dorado brillando en el cuello de la chaqueta, junto a Flinn y Narishma, los tres semblantes severos intentando vigilar a la vez a las mujeres situadas a ambos lados de la cama. Jonan Adley estaba de pie cerca de ellos; su chaqueta negra parecía chamuscada en una manga. El saidin henchía a los cuatro hombres, aparentemente a rebosar. Dashiva casi tanto como Rand habría podido absorber. Rand miró a Adley, quien asintió ligeramente.
De pronto se dio cuenta de que no llevaba puesto nada bajo la sábana que lo cubría hasta la cintura, y tampoco en el torso excepto un vendaje.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Cómo es que sigo vivo? —Se tocó el vendaje con precaución—. La daga de Fain procede de Shadar Logoth. Una vez vi cómo mataba a un hombre en cuestión de segundos sólo con un arañazo de su hoja. Tuvo una muerte rápida y muy desagradable.
Dashiva masculló una maldición en la que iba incluido el nombre de Padan Fain.
Samitsu y las otras Amarillas intercambiaron miradas sobresaltadas, pero Cadsuane se limitó a asentir y los adornos dorados en el canoso moño bajo se mecieron.
—Sí, Shadar Logoth —dijo Cadsuane—. Eso explicaría varias cosas. Puedes agradecer a Sumeko seguir vivo, y a maese Flinn. —No miró hacia el hombre mayor, con su ralo cerquillo de pelo blanco, pero éste sonrió como si le hubiese dedicado una reverencia; de hecho, sorprendentemente, las Amarillas le hicieron una leve inclinación de cabeza—. Y a Corele, por supuesto —prosiguió Cadsuane—. Cada cual ha contribuido con algo, incluidas ciertas cosas que creo que no se habían hecho desde el Desmembramiento. —Su voz se tornó sombría—. Sin ellos tres, ahora estarías muerto. Todavía es posible que mueras a menos que te dejes guiar. Debes descansar, no realizar el menor esfuerzo físico. —El estómago de Rand gruñó sonoramente en ese momento, y la mujer añadió—: Lo único que hemos sido capaces de hacerte tragar desde que te hirieron ha sido un poco de agua y caldo de carne. Dos días sin alimento es mucho tiempo para un hombre convaleciente.
Dos días. Sólo dos. Evitó mirar a Adley.
—Voy a levantarme —manifestó.
—No dejaré que te maten, pastor —intervino Min, en cuyos ojos había un brillo de obstinación—, y tampoco permitiré que lo hagas tú mismo. —Le rodeó los hombros con los brazos como para inmovilizarlo.
—Si el Car’a’carn desea levantarse —dijo Amys en voz inexpresiva—, haré que Nandera traiga a las Doncellas que hay en el pasillo. Somera y Enaila se sentirán especialmente contentas de proporcionarle justo la ayuda que necesita. —Las comisuras de sus labios se movieron en un atisbo de sonrisa. En otros tiempos había sido Doncella y sabía casi todo de esa situación.
Ni Kiruna ni Bera sonrieron, sino que le asestaron una mirada ceñuda, como si fuera tonto de remate.
—Muchacho —adujo secamente Cadsuane—, ya he visto tus carrillos inferiores más de lo que sería de mi agrado, pero si quieres exhibirlos delante de nosotras seis, a lo mejor alguien disfruta del espectáculo. Sin embargo, si te caes de bruces al suelo, es posible que te dé unos azotes antes de meterte de nuevo en la cama.
A juzgar por los gestos de Samitsu y Corele, las dos se sentirían más que satisfechas de ayudarla.
Narishma y Adley contemplaron a Cadsuane estupefactos y escandalizados, mientras Flinn se tiraba de la chaqueta como si discutiese consigo mismo. Dashiva, sin embargo, soltó una risotada.
—Si queréis que despejemos de mujeres el cuarto… —El hombre de rostro vulgar empezó a tejer flujos; no escudos, pero sí tejidos complejos de Energía y Fuego, y Rand sospechó que causarían un dolor demasiado fuerte a quienes tocasen como para pensar siquiera en encauzar.
—No —se apresuró a prohibir. Bera y Kiruna obedecerían con una simple orden de que se marcharan, y si Corele y Samitsu habían ayudado a mantenerlo vivo, entonces les debía algo más que dolor. Sin embargo, si Cadsuane pensaba que la desnudez lo retendría en la cama, iba a llevarse una sorpresa. Ignoraba si su relación con las Doncellas le había dejado algún resquicio de pudor. Le dirigió una sonrisa a Min y le retiró los brazos, tras lo cual apartó la sábana y se bajó de la cama por el lado de Amys.
La boca de la Sabia se puso tensa; Rand casi la veía plantearse la conveniencia de llamar a las Doncellas. Bera dirigió a Amys una mirada incierta, desesperada, mientras Kiruna se apresuraba a volverse de espaldas, con las mejillas enrojecidas. Rand se dirigió lentamente hacia el armario; lo hizo despacio porque temía dar la oportunidad a Cadsuane de llevar a cabo su amenaza si se movía deprisa.
—¡Bah! —rezongó la Aes Sedai mayor a su espalda—. Juro que debería darle unos azotes en el trasero a este chico.
Alguien emitió un gruñido que podía ser de conformidad con ella o de simple desaprobación de lo que Rand hacía.
—Ah, pero qué trasero tan bonito, ¿verdad? —comentó otra con un cadencioso acento murandiano. Ésa debía de ser Corele.
Menos mal que tenía la cabeza metida en el armario. Quizás el trato con las Doncellas no le había despojado de tanto pudor como imaginaba. ¡Luz! Sentía la cara más caliente que un horno. Esperando que los movimientos para vestirse ocultaran cualquier vacilación e inestabilidad, se metió las prendas con prisa. Su espada se encontraba en la parte posterior del armario, con el cinturón enrollado alrededor de la oscura vaina de piel de cerdo. Rozó la larga empuñadura con las puntas de los dedos y luego apartó la mano.
Descalzo, se volvió hacia los demás mientras se ataba las lazadas de la camisa. Min seguía sentada en la cama, cruzada de piernas; llevaba unas polainas verdes muy ajustadas. A juzgar por su expresión, no había decidido aún si mostrar aprobación o frustración.
—He de hablar con Dashiva y los otros Asha’man —anunció Rand—. A solas.
Min se bajó del lecho y corrió a abrazarlo. No con fuerza; tuvo mucho cuidado con su costado vendado.
—He esperado demasiado tiempo a verte despierto de nuevo —dijo mientras deslizaba un brazo en torno a su cintura—. Necesito estar contigo. —Su voz sólo denotó una mínima inflexión de énfasis; debía de haber visto algunas imágenes. O tal vez sólo quería ayudarlo a sostenerse sobre sus flojas piernas; aquel brazo parecía ofrecer apoyo. En cualquier caso, Rand asintió; no se sentía tan estable como pretendía. Le puso una mano en el hombro; de pronto comprendió que tampoco quería que los Asha’man supieran lo débil que estaba, no sólo Cadsuane o Amys.
Bera y Kiruna hicieron una reverencia a regañadientes y se encaminaron hacia la puerta, aunque después vacilaron al ver que Amys no se movía de su sitio.
—De acuerdo, siempre y cuando no intentes abandonar este cuarto —dijo la Sabia, como si no hablara al Car’a’carn.
—¿Te parece que pienso ir a alguna parte? —inquirió mientras levantaba uno de los pies descalzos.
Amys resopló, pero, tras echar una ojeada a Adley, se reunió con Bera y Kiruna y las tres salieron.
Cadsuane y las otras dos Aes Sedai sólo tardaron un instante más en marcharse. La canosa Verde también dirigió una mirada a Adley. No parecía ser un secreto que el hombre había estado ausente de Cairhien varios días. Ya en la puerta, se detuvo.
—No hagas ninguna tontería, muchacho. —Hablaba como una tía severa llamando al orden a un sobrino tarambana sin albergar demasiadas esperanzas de que le hiciera caso.
Samitsu y Corele la siguieron al pasillo, repartiendo miradas ceñudas entre él y los Asha’man. Mientras la puerta se cerraba tras ellas, Dashiva soltó una risita al tiempo que sacudía la cabeza; de hecho parecía regocijado.
Rand se apartó de Min para recoger sus botas, que tenía junto al armario, y sacó un par de calcetines del interior del mueble.
—Me reuniré con vosotros en la antesala tan pronto como me haya calzado, Dashiva.
El Asha’man de rasgos toscos dio un respingo. Había estado observando a Adley con el entrecejo fruncido.
—Como ordenéis, milord Dragón —repuso mientras se llevaba el puño al pecho en el saludo de rigor.
Rand esperó a que los cuatro hombres hubieran salido para sentarse en una silla con una sensación de alivio, y empezó a ponerse los calcetines. No le cabía duda de que sus piernas habían cobrado fuerza sólo por levantarse y moverlas. No obstante, seguían sin sostenerlo muy bien.
—¿Estás seguro de que esto es una buena idea? —preguntó Min, arrodillándose junto a la silla; Rand la miró con sobresalto. Si hubiera hablado en sueños durante los dos últimos días, las Aes Sedai lo habrían sabido. Amys habría hecho que Enaila y Somera y cincuenta Doncellas se encontraran presentes cuando despertara.
—¿Has tenido alguna visión? —inquirió mientras acababa de ponerse el calcetín.
Min se sentó en cuclillas, cruzó los brazos y lo miró firmemente. Al cabo de un momento comprendió que esa estrategia no funcionaba y suspiró.
—Es Cadsuane. Va a enseñaros algo, a ti y también a los Asha’man. Me refiero a todos los Asha’man. Es algo que tenéis que aprender, pero ignoro qué es, salvo que a ninguno de vosotros os gustará aprenderlo de ella. No os va a gustar ni pizca.
Rand se quedó parado un instante con la bota en la mano y luego se la calzó. ¿Qué podía enseñar Cadsuane, o cualquier Aes Sedai, a los Asha’man? Las mujeres no podían enseñar a los varones y viceversa, eso era tan cierto como el propio Poder Único.
—Veremos —fue todo cuanto dijo.
Obviamente, aquello no satisfizo a Min. Sabía que ocurriría, y también lo sabía él; ella jamás se había equivocado. Pero ¿qué demonios podía enseñarle Cadsuane a él? ¿Qué permitiría él que le enseñara? La mujer lo hacía sentirse inseguro, una irresolución que no había sentido desde antes de que cayera la Ciudadela de Tear.
Pateó para meterse bien la segunda bota, cogió del armario el cinturón de la espada y una chaqueta roja con bordados en oro, la misma que había llevado en la visita a los Marinos.
—¿Qué trato ha hecho Merana en mi nombre? —preguntó, y Min hizo un ruido exasperado.
—Ninguno, hasta esta mañana —respondió la muchacha, impaciente—. Rafela y ella no han salido del barco desde que nos marchamos, pero han enviado media docena de mensajes preguntando si te encuentras lo bastante bien para volver allí. Me parece que las negociaciones no les han ido bien sin tu presencia. Supongo que es mucho esperar que sea allí a donde te diriges.
—Todavía no —contestó. Min no dijo nada; con palabras, se entiende, porque su gesto, puesta en jarras y con una ceja enarcada, hablaba a voces. En fin, pronto se enteraría de casi todo.
En la antesala, todos los Asha’man excepto Dashiva se levantaron prontamente de las sillas cuando Rand apareció con Min. Con la vista perdida en el vacío y hablando para sí mismo, Dashiva no reparó en la entrada de Rand hasta que éste llegó al Sol Naciente incrustado en el suelo, y entonces parpadeó varias veces antes de ponerse de pie.
Rand se dirigió a Adley mientras se abrochaba la hebilla en forma de dragón del cinturón.
—¿El ejército ha llegado ya a los poblados fortificados de Illian? —Deseaba sentarse en uno de los sillones dorados, pero no se lo permitió—. ¿Cómo? En el mejor de los casos, tendría que haber tardado aún varios días.
Flinn y Narishma parecían tan sorprendidos como Dashiva; ninguno de ellos sabía dónde habían ido Adley y Hopwil, ni Morr. Decidir en quién confiar resultaba difícil siempre, y la confianza era el filo de una navaja.
Adley se irguió; había algo en sus ojos, bajo las espesas cejas. Había visto al lobo, como se decía en Cairhien.
—El Gran Señor Weiramon dejó atrás la infantería y avanzó con la caballería —informó de manera concisa—. Topamos con Aiel ayer. Shaido; ignoro cómo llegaron allí. Había nueve o diez mil en total, pero no parecían contar con Sabias que encauzaran, y en realidad no nos retrasaron. Hemos llegado a los poblados fortificados este mediodía.
Rand habría querido gritar. ¡Dejar atrás a la infantería! ¿Acaso pensaba Weiramon que con la caballería podría tomar fortificaciones de empalizadas ubicadas en crestas de colinas? Probablemente. Y a buen seguro que ese hombre habría prescindido también de los Aiel si hubiera podido dejarlos atrás. ¡Necios nobles y su estúpido honor! Aun así, no importaba. Excepto por los hombres que morirían porque el Gran Señor Weiramon despreciaba a cualquiera que no combatiese a caballo.
—Eben y yo empezamos a destruir las primeras empalizadas tan pronto como llegamos —prosiguió Adley—. A Weiramon no le hizo mucha gracia eso; creo que nos habría ordenado detenernos, pero tuvo miedo de hacerlo. En cualquier caso, empezamos a prender fuego a los troncos y a abrir agujeros en las estacadas, pero no acabábamos de empezar cuando apareció Sammael. O, al menos, un hombre que encauzaba el saidin, y mucho más fuerte que Eben o yo. Diría que tan fuerte como vos, milord Dragón.
—¿Apareció al momento? —preguntó con incredulidad Rand, pero entonces lo entendió. Había tenido la absoluta certeza de que Sammael se quedaría en Illian, tras la seguridad de las defensas tejidas con el Poder, si pensaba que tendría que enfrentarse a él; demasiados Renegados lo habían intentado y casi todos ellos estaban muertos ahora. A despecho de sí mismo, Rand prorrumpió en carcajadas, y tuvo que sujetarse el costado herido, que le dolió al reírse. Todas esas complejas artimañas para convencer a Sammael de que se encontraría en cualquier parte salvo con el ejército invasor, a fin de hacerlo salir de Illian, y una daga en la mano de Padan Fain las había hecho innecesarias. Dos días. A estas alturas, cualquiera que tuviese informadores en Cairhien, lo que, por supuesto, incluía a los Renegados, sabía que el Dragón Renacido yacía al borde de la muerte. Pensar lo contrario tendría tan poco sentido como echar leña húmeda al fuego—. Los hombres intrigan y las mujeres maquinan, pero la Rueda gira según sus designios. —Era un dicho en Tear—. Continúa. ¿Morr estuvo con vosotros ayer?
—Sí, milord Dragón. Fedwin acude todas las noches, como se le ordenó hacer. Y a esas horas ya era tan evidente como la nariz de Eben que llegaríamos a los poblados fortificados hoy.
—No entiendo nada. —El tono de Dashiva era molesto; un músculo de su mejilla se contrajo con un tic nervioso—. Lo habéis engatusado para que salga, pero ¿con qué propósito? Tan pronto como perciba la presencia de un hombre con una capacidad de encauzar que apunte vuestra fuerza, huirá de vuelta a Illian y a las trampas y alarmas que haya tejido. Allí no lo sorprenderéis; lo sabrá tan pronto como se abra un acceso a un kilómetro de la ciudad. ¿De qué servirá ir?
—Podemos salvar el ejército, eso es lo que podemos hacer —estalló Adley—. Weiramon seguía lanzando ataques contra ese fuerte cuando me marché, y Sammael causaba destrozos en cada ocasión a pesar de lo que quiera que hiciésemos Eben o yo. —Movió el brazo de la manga chamuscada—. Teníamos que contraatacar y huir inmediatamente, e incluso así casi nos abrasó en el sitio más de una vez. Los Aiel también han sufrido bajas. Luchan contra los illianos que salen; los otros poblados fortificados deben de estar vacíos, a juzgar por el número de hombres que combatían cuando me marché. Pero en cada ocasión, Sammael acababa con veinte de nosotros a la vez, ya fueran Aiel u otros, haciéndolos pedazos. Si hubiese tres como él, o incluso dos, no podría asegurar que encontrara vivo a nadie a mi regreso. —Dashiva lo miraba como si hubiese perdido la razón, y Adley se encogió de hombros inopinadamente, como si notara la ligereza del cuello de su chaqueta en comparación con la espada y el dragón prendidos en el del otro hombre—. Perdonadme, Asha’man —murmuró, avergonzado, y luego añadió en un tono bajo e inexpresivo—: Pero al menos podríamos salvarlos.
—Y lo haremos —le aseguró Rand. Aunque no sería exactamente del modo que Adley esperaba—. Hoy me ayudaréis a matar a Sammael.
Sólo Dashiva pareció sobresaltarse; los otros se limitaron a asentir. Ni siquiera los Renegados los asustaban ya. Rand esperaba que Min se opusiera o, tal vez, que exigiera acompañarlo, pero la joven lo sorprendió.
—Supongo que preferirás que nadie se entere de que te has ido o que lo descubran lo más tarde posible, pastor.
Él asintió y la mujer suspiró. Puede que los Renegados dependieran de palomas e informadores como cualquier otra persona, pero sentirse demasiado seguro podría resultar fatal.
—Las Doncellas querrán venir si se enteran, Min. —Querrían y él lo pasaría mal teniendo que negarse. Si es que conseguía impedírselo. Aunque sólo Nandera y los que tuviese de guardia lo acompañaran, si morían sería demasiado para él. Min volvió a suspirar.
—Supongo que debería ir a charlar con Nandera. Tal vez consiga mantenerlas en el pasillo durante una hora, pero no se sentirán muy complacidas conmigo cuando lo descubran.
Rand se echó a reír otra vez antes de acordarse del dolor en el costado; no, definitivamente no estarían muy contentas con ella; ni con él.
—Lo que es más, palurdo —añadió la joven—, a Amys no le hará ninguna gracia. Ni a Sorilea. En qué líos me meto por ti.
Él abrió la boca para contestar que no le había pedido que hiciese nada, pero antes de que tuviese ocasión de pronunciar una palabra, Min se acercó; mucho. Alzó los ojos hacia él, medio ocultos por las largas pestañas, y empezó a tamborilear los dedos sobre su pecho. Sonrió cariñosamente y mantuvo un tono de voz suave, pero sus dedos la delataban.
—Si dejas que te pase algo, Rand al’Thor, le echaré una mano a Cadsuane tanto si necesita ayuda como si no.
Su sonrisa se tornó más abierta durante un instante, casi alegre, antes de volverse y dirigirse hacia las puertas. Él la siguió con la mirada; puede que lo volviera loco con sus reacciones —le había pasado lo mismo con casi todas las mujeres con las que había tratado, al menos una o dos veces— pero tenía una forma de caminar que le hacía desear contemplarla.
De pronto cayó en la cuenta de que Dashiva también la observaba, y se lamía los labios. Rand se aclaró sonoramente la garganta, lo bastante como para que lo oyera por encima del ruido de la puerta al cerrarse tras ella. Por alguna razón, el hombre de rasgos toscos alzó las manos en un gesto defensivo. Y no porque él le hubiese asestado una mirada fulminante; no podía ir por ahí mirando de mala manera a los hombres sólo porque Min llevase polainas ajustadas. Se rodeó del vacío, asió el saidin y utilizó Fuego, mezclado con infección fundida, para tejer un acceso. Dashiva reculó de un salto cuando se abrió el agujero. A lo mejor, quedarse sin una mano al amputársela un acceso le enseñaría a no relamerse los labios como un viejo chivo. Algo se retorció y se pegó como hilos rojos de una telaraña en el exterior del vacío.
Cruzó el acceso y salió al polvo del otro lado, con Dashiva y los otros justo detrás de él, y soltó la Fuente tan pronto como el último de ellos hubo pasado. Una sensación de pérdida ocupó el hueco dejado por el saidin a medida que la percepción de Alanna se tornaba débil. Esa sensación no había parecido tan abrumadora mientras Lews Therin estuvo allí, ni la carencia tan inmensa.
En lo alto, el dorado sol había recorrido más de la mitad de camino hacia el horizonte. Una ráfaga de viento levantó polvo sin dejar pizca de frescura a su paso. El acceso se había abierto en una zona despejada, que delimitaba una cuerda sujeta a cuatro postes. En cada esquina había dos guardias vestidos con chaquetas cortas y pantalones amplios, metidos por las botas, y al costado llevaban espadas de aspecto serpentino. Algunos lucían espesos bigotes que les colgaban hasta la barbilla, o pobladas barbas, y todos ellos tenían narices prominentes y oscuros ojos, ligeramente rasgados. Tan pronto como apareció Rand, uno de ellos se marchó corriendo.
—¿Qué hacemos aquí? —inquirió Dashiva mientras miraba a uno y otro lado con incredulidad.
Alrededor se extendían cientos de tiendas picudas, grises y pardas, así como hileras de caballos atados y ya ensillados. Caemlyn se alzaba a pocos kilómetros de distancia, oculta por los árboles, y la Torre Negra no se encontraba mucho más lejos, pero Taim no se enteraría de esto a menos que tuviese un espía vigilando. Una de las tareas de Fedwin Morr había sido estar atento —y percibir— a cualquiera que intentara espiar. Como las ondas en la superficie del agua, un rumor se fue extendiendo a partir del área enmarcada por las cuerdas, y hombres con narices prominentes y espadas serpentinas se levantaron de su postura en cuclillas y se volvieron para mirar a Rand con expectación. Aquí y allí había mujeres también; era costumbre que las saldaeninas cabalgaran a la guerra a menudo acompañando a sus esposos, al menos entre los nobles y oficiales. Sin embargo, eso no pasaría ese día.
Rand se agachó para pasar por debajo de una de las cuerdas y se encaminó directamente hacia una tienda igual a las demás salvo por el estandarte que ondeaba en el astil delante de ella: tres florecillas rojas sobre campo azul. El realillo no se marchitaba siquiera en los inviernos saldaeninos, y cuando el fuego arrasaba un bosque, aquellas flores rojas eran las primeras en retoñar. Una flor que nada podía matar; el símbolo de la casa Bashere.
Dentro de la tienda, el propio Bashere ya estaba calzado y con las espuelas puestas, y llevaba la espada al cinto. Ominosamente, Deira se encontraba con él, embutida en un vestido de montar del mismo tono gris que la chaqueta de su marido, y aunque no portaba espada, la larga daga colgada del cinto suplía muy bien esa falta. Los guanteletes de cuero que sujetaba debajo del cinturón revelaban la intención de cabalgar duro.
—No esperaba esto hasta dentro de unos días —dijo Bashere mientras se levantaba de una silla plegable de campamento—. A decir verdad, esperaba que fuesen semanas. Confiaba en contar con más hombres rechazados por Taim, como planeamos el joven Mat y yo. He reunido a todos los fabricantes de ballestas que he podido encontrar, y han empezado a producirlas como una cerda pariendo lechones, pero, ahora mismo, sólo quince mil tienen ballestas y saben cómo manejarlas. —Con una mirada interrogante, levantó una jarra plateada que había encima de los mapas extendidos sobre la mesa plegable—. ¿Hay tiempo para un ponche?
—Me temo que no —contestó, impaciente, Rand. Bashere ya le había hablado antes de los hombres que Taim encontraba y que no eran capaces de encauzar, pero apenas le había prestado atención. Si Bashere pensaba que los había entrenado suficientemente bien, eso era lo único que importaba—. Dashiva y otros tres Asha’man esperan fuera. Tan pronto como Morr se reúna con ellos, estaremos preparados para partir. —Miró hacia Deira ni Ghaline t’Bashere, que se alzaba por encima de su menudo esposo con su nariz prominente como un pico de halcón y unos ojos que hacían que los de dicho animal parecieran afables en comparación—. Nada de ponche, lord Bashere, ni de esposas. Hoy no.
Deira abrió la boca y sus ojos llamearon repentinamente.
—Nada de esposas —repitió Bashere mientras se atusaba el bigote canoso con los nudillos—. Haré que se pase la orden. —Se volvió hacia Deira y extendió una mano—. Esposa —dijo suavemente.
Rand se encogió y esperó el estallido, ni con voz suave ni sin ella. Deira apretó los labios y miró desde su altura a su marido con gesto ceñudo; recordaba un halcón a punto de caer sobre un ratón. Y no es que Bashere se pareciese a un ratón, naturalmente; sólo un halcón mucho más pequeño. La mujer respiró profundamente; Deira era capaz de hacer que una inhalación honda pareciera algo que podría sacudir la tierra en sus cimientos. Luego soltó la daga del cinturón y la puso en la mano de su marido.
—Hablaremos de esto después, Davram —prometió la mujer—. Largo y tendido.
Un día, cuando tuviese tiempo, decidió Rand, pediría a Bashere que le explicara cómo conseguir lo que él acababa de lograr. Si alguna vez tenía tiempo.
—Largo y tendido —convino Bashere, sonriendo bajo el bigote mientras se guardaba la daga debajo de su propio cinturón. Tal vez, ese hombre era un suicida, simplemente.
Fuera, se habían soltado las cuerdas y Rand esperaba con Dashiva y los otros Asha’man mientras nueve mil jinetes saldaeninos se alineaban detrás de Bashere en columna de a tres. En algún lugar, más allá de la caballería, quince mil hombres que se llamaban a sí mismos la Legión del Dragón se estarían reuniendo a pie. Rand los había visto de lejos, todos con chaqueta azul, abrochada a un lado para que el dragón rojo y dorado que cruzaba la pechera no quedara partido. Casi todos llevaban ballestas; algunos, en cambio, cargaban con escudos pesados y difíciles de manejar. Fuera cual fuese la extraña idea que Mat y Bashere habían tramado, Rand esperaba que no condujera a la muerte a muchos de ellos.
Morr sonreía anhelante mientras esperaba, casi brincando sobre las puntas de los pies. Quizá sólo se sentía contento de volver a vestir su chaqueta negra con la espada plateada en el cuello; no obstante, Adley y Narishma exhibían una sonrisa muy parecida y, ahora que se fijaba, la de Flinn no le andaba muy lejos. Sabían adónde se dirigían y lo que tenían que hacer allí. Como siempre, Dashiva miraba ceñudo a todo y a nada mientras sus labios se movían en silencio. También como siempre. Asimismo, las saldaeninas, agrupadas detrás de Deira en un extremo, guardaban un ceñudo silencio mientras observaban los preparativos. Águilas y halcones, las plumas encrespadas y furiosas. A Rand le daban igual sus ceños y sus muecas coléricas; si se sentía capaz de arrostrar la ira de Nandera y de las demás Doncellas después de haberlas mantenido alejadas de esto, entonces los hombres saldaeninos podrían aguantar todas las discusiones que fuera menester. Ese día, con la ayuda de la Luz, ninguna mujer moriría por su causa.
Un número tan ingente de hombres no podía alinearse en un minuto, aun cuando hubiesen estado esperando la orden, pero en un espacio de tiempo notablemente corto Bashere levantaba su espada y gritaba:
—¡Milord Dragón!
—¡El lord Dragón! —coreó otro grito que se propagó a lo largo de la columna que tenía detrás.
Rand asió la Fuente y creó un acceso entre los postes, de cuatro metros por cuatro, que cruzó rápidamente mientras ataba el tejido, rebosante de saidin y con los Asha’man pisándole los talones, para salir a una gran plaza abierta, rodeada de colosales columnas blancas, todas ellas rematadas con coronas de ramas de olivo en mármol. A ambos extremos de la plaza se alzaban dos palacios casi idénticos con tejados púrpuras, pórticos, balcones y esbeltas torres. Uno era el Palacio Real, y el otro, ligeramente más pequeño, la Gran Sede del Consejo. Y aquélla era la Plaza de Tammuz, en el corazón de Illian.
Un hombrecillo flaco, con chaqueta azul y una barba sin bigote, miraba boquiabierto a Rand y a los Asha’man que salían de un agujero abierto en el aire, y una mujer fornida, con un vestido verde lo bastante corto para mostrar escarpines del mismo color y los tobillos cubiertos por medias también verdes, se llevó las manos a la cara y se quedó petrificada en el sitio, justo delante de ellos, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Toda la gente se paró para mirar: vendedores ambulantes con sus bandejas, carreteros frenando a sus bueyes, hombres, mujeres y niños con la boca abierta a más no poder. Rand alzó los brazos y encauzó.
—¡Soy el Dragón Renacido!
Las palabras retumbaron en la plaza, amplificadas por Aire y Fuego, y las llamas que salieron disparadas de sus dedos ascendieron un centenar de metros en el aire. A su espalda, los Asha’man llenaron el cielo de bolas de fuego lanzadas en todas direcciones, con excepción de Dashiva, que creó una red de rayos azules sobre la plaza.
No hizo falta más. La multitud huyó en tropel, gritando a pleno pulmón, en todas direcciones, lejos de la Plaza de Tammuz. Lo hicieron justo a tiempo. Rand y los Asha’man se apartaron corriendo del acceso, y Davram Bashere entró en Illian a la cabeza de sus saldaeninos, quienes blandían las espadas y gritaban como posesos mientras salían por el agujero en avalancha. Bashere condujo a la línea central de la columna en línea recta, como habían planeado lo que ahora parecía mucho tiempo atrás, mientras que las otras dos filas giraban hacia uno y otro lado. Siguieron saliendo del acceso como un río imparable y se dividieron en grupos más pequeños, internándose a galope en las calles que desembocaban en la plaza.
Rand no esperó a ver salir a los últimos jinetes. Con menos de un tercio de la caballería fuera del acceso, tejió de inmediato otro, éste más pequeño. No hacía falta conocer un sitio para Viajar si la intención era ir a una distancia corta. Alrededor sintió cómo Dashiva y los demás creaban sus propios accesos, pero él cruzaba ya el suyo, dejando que se cerrara a su espalda, y se encontró en lo alto de una de las esbeltas torres del Palacio Real. Distraídamente, se preguntó si Mattin Stepaneos den Balgar, el rey de Illian, se encontraría en ese momento en algún lugar debajo de él.
La azotea de la torre no tendría más de cinco pasos de lado a lado, y estaba rodeada por un murete de piedra roja que a él apenas le llegaba al pecho. A cincuenta metros de altura, aquél era el punto más alto de toda la ciudad, y desde allí alcanzaba a ver, por encima de los tejados rojos, verdes y de todos los colores, brillantes bajo el sol de la tarde, los largos pasos elevados del oeste, que se extendían a través de la vasta marisma de altas hierbas que rodeaba la ciudad, así como el puerto. Un penetrante olor a salitre impregnaba el aire. Illian no necesitaba murallas, con aquel terreno pantanoso que frenaría a cualquier atacante. Cualquier atacante que no pudiese abrir agujeros en el aire. Aunque, para el caso, tampoco las murallas habrían servido de mucho.
Era una urbe bonita, con la mayoría de los edificios en clara piedra labrada, entrecruzada por tantos canales como calles, y que desde esa altura semejaba una tracería azul verdosa, pero Rand no se paró a admirarla. Por encima de tejados de tabernas y tiendas y de torres de palacios dirigió flujos de Aire y Agua, Fuego y Tierra y Energía, girando sobre sí mismo mientras lo hacía. No intentó tejerlos, sino que se limitó a lanzarlos más allá de la ciudad, hasta sus dos buenos kilómetros pasada la marisma. Desde otras cinco torres salían más flujos a baja altura, y al tocarse entre sí, libres y sin control, surgían estallidos de luz, saltaban chispas y creaban nubes de vapor multicolor, un espectáculo que habría sido la envidia de cualquier Iluminador. No se le ocurría una manera mejor de asustar a la gente para que buscara refugio en sus casas e incluso debajo de las camas, y así quitarla del paso de los soldados de Bashere, aunque ése no era el motivo de semejante exhibición.
Mucho tiempo atrás había llegado a la conclusión de que Sammael debía de tener salvaguardias tejidas por toda la ciudad a fin de dar la alarma si alguien encauzaba saidin. Unas salvaguardias invertidas, de manera que nadie, excepto Sammael, pudiera localizarlas, que le señalarían el lugar exacto donde el hombre estuviera encauzando para destruirlo de inmediato. Con suerte, todas esas salvaguardias se estarían disparando ahora. Lews Therin se mostró muy seguro con respecto a que Sammael lo percibiría en cualquier lugar donde se encontrara, incluso a gran distancia. Y también dichas salvaguardias tendrían que haber quedado inutilizadas ahora; ese tipo de alarmas tenía que rehacerse una vez que se había disparado. Sammael acudiría. Jamás había renunciado a algo que considerase suyo, por muy incoherente que fuera su reclamación, sin presentar batalla. Todo eso lo sabía por Lews Therin. Si es que era real. Tenía que serlo. Aquellos recuerdos eran demasiado pormenorizados. Sin embargo, ¿acaso un demente no imaginaba sus fantasías con todo detalle?
«¡Lews Therin!», llamó para sus adentros. Sólo le respondió el viento que soplaba sobre Illian.
Allá abajo, la Plaza de Tammuz se hallaba silenciosa y desierta, excepto por unos pocos carros abandonados. De lado, el acceso era invisible salvo por los tejidos.
Dirigiendo los flujos hacia esos tejidos, Rand deshizo el nudo y el acceso desapareció en un instante, tras lo cual soltó el saidin de mala gana. Todos los flujos se desvanecieron en el cielo. Quizás alguno de los Asha’man todavía asía la Fuente, pero les había advertido que no lo hicieran, que se proponía matar sin previo aviso a cualquier varón que sintiera encauzando después de que él hubiese dejado de hacerlo, y que no quería descubrir después que el encauzador había sido uno de ellos. Se apoyó en el murete, esperando, deseando sentarse. Las piernas le dolían y el costado le ardía en cualquier postura, pero quizá necesitara ver un tejido, además de percibirlo.
En la ciudad no reinaba un silencio absoluto. Desde varias direcciones llegaban gritos distantes y el débil entrechocar de espadas. A pesar de desplazar a tantos hombres a la frontera, Sammael no había dejado Illian completamente desprotegida. Rand giró sobre sí mismo en un intento de divisar la urbe en todas direcciones. Creía que Sammael aparecería en el Palacio Real o en el del otro lado de la plaza, pero no podía saberlo con total seguridad. Abajo, en una calle, vio a un grupo de saldaeninos cargar contra un número igual de hombres montados y con petos brillantes; de repente más saldaeninos salieron a galope por un lado, y el combate desapareció de su radio visual, detrás de los edificios. En otra dirección vislumbró algunos hombres de la Legión del Dragón que marchaban por un puente bajo sobre un canal. Un oficial, distinguible por la alta pluma roja de su yelmo, caminaba a la cabeza de unos veinte hombres equipados con anchos escudos que les llegaban a la altura de los hombros, a los que seguían alrededor de otros doscientos, éstos armados con pesadas ballestas. ¿Cómo lucharían? A lo lejos sonaron gritos y el choque metálico de armas, los débiles gemidos de moribundos.
El sol seguía su descenso hacia el horizonte y las sombras se alargaron por la ciudad. Llegó el crepúsculo, con el sol cual una roja cúpula en el oeste. Aparecieron algunas estrellas. ¿Se habría equivocado? ¿Habría huido Sammael a otra parte, a buscar otras tierras que dominar? ¿Habría estado haciendo oídos sordos a todo salvo a sus propias divagaciones dementes?
Un hombre encauzó. Rand se quedó paralizado un instante, mirando fijamente la Gran Sede del Consejo. La cantidad de saidin había sido suficiente para abrir un acceso; no habría percibido un encauzamiento más pequeño al otro lado de la plaza. Tenía que ser Sammael.
Al momento había asido la Fuente, tejió un acceso y saltó a través de él, con rayos prestos para salir lanzados de sus manos. Era una estancia grande, iluminada por enormes lámparas de pie doradas y otras colgadas de cadenas al techo, con paredes de mármol níveo en las que había frisos que representaban batallas y barcos apiñados en el puerto, bordeado por la marisma, de la propia Illian. Al otro extremo del salón, nueve sillones dorados y profusamente tallados se alzaban cual solios sobre una blanca tarima, gradada en la parte delantera; el sillón central tenía el respaldo más alto que los otros ocho. Antes de que tuviese tiempo de cerrar el acceso a su espalda, la azotea de la torre donde se encontraba un instante antes saltaba por los aires. Percibió la onda de Fuego y Tierra al tiempo que una lluvia de fragmentos y polvo salía disparada a través del acceso, derribándolo de bruces. Al caer al suelo, un intenso dolor le atravesó el costado como una afilada y roja lanza que traspasara el vacío en el que flotaba; eso, más que otra cosa, fue lo que le hizo soltar el tejido del acceso. Era el dolor de otra persona; la debilidad de otro. Podía hacer caso omiso de ellos dentro del vacío.
Se movió, obligando a los músculos de otro hombre a que funcionaran, incorporándose y alejándose a trompicones en una carrera tambaleante hacia la tarima, justo en el instante en que cientos de filamentos rojos se disparaban desde arriba, a través del techo, y abrasaban el mármol azulado del suelo en un amplio círculo centrado en el punto donde los residuos de su acceso aún se disipaban. Uno de ellos le atravesó el tacón de la bota, llegó a su talón y se oyó a sí mismo gritar mientras caía. No era su dolor, ni en el talón ni en el costado. No era suyo.
Rodó sobre su espalda y vio los restos de aquellos filamentos abrasadores, lo bastante recientes aún para distinguir Fuego y Aire tejidos de un modo desconocido para él. Lo bastante para localizar exactamente la dirección de la que habían venido. El adornado techo de escayola blanca, muchos metros por encima del suelo plagado de agujeros negros, siseó y crujió sonoramente con el roce del aire.
Alzó la mano y tejió fuego compacto. Es decir, empezó a tejerlo. La mejilla de otra persona ardió con el recuerdo de una bofetada, y la voz de Cadsuane siseó y chisporroteó dentro de su cabeza como los agujeros hechos por los rojos filamentos: «Nunca jamás, muchacho. No volverás a hacer eso nunca». Le pareció oír a Lews Therin gimoteando de miedo por lo que estaba a punto de liberar, lo que casi había destruido el mundo en una ocasión. Todos los flujos, salvo el Fuego y el Aire, desaparecieron, y Rand los tejió como había visto. Miles de finísimos filamentos rojos surgieron en sus manos y se abrieron en abanico al tiempo que salían lanzados hacia arriba. Un trozo circular del techo, de unos dos metros de diámetro, cayó en fragmentos de piedra y polvo de yeso.
Sólo después de haberlo hecho se le ocurrió que podría haber otra persona entre Sammael y él. Se proponía ver muerto al Renegado ese día, pero si podía hacerlo sin matar a otros… Los flujos desaparecieron mientras se ponía de pie otra vez y corría, renqueando, hacia las puertas que había a un lado de la sala, altas y con nueve abejas doradas, del tamaño de su puño, incrustadas en cada panel.
Un pequeño flujo de Aire abrió una de las hojas antes de que él llegara, demasiado pequeño para ser detectado a cualquier distancia. Salió cojeando al pasillo e hincó una rodilla en el suelo. El costado de ese otro hombre ardía terriblemente, y el talón dolía muchísimo. Rand desenvainó la espada y se apoyó en ella, esperando. Un tipo con el rostro bien afeitado y mejillas sonrosadas se asomó por el recodo del pasillo; su chaqueta se vio lo suficiente para identificarlo como un sirviente. Al menos, una chaqueta que era verde en un lado y amarilla en el otro parecía un uniforme. El tipo vio a Rand y, muy despacio, como si al hacerlo así no fuera a atraer sobre sí la atención, desapareció tras la esquina. Antes o después, Sammael tendría que…
—¡Illian me pertenece! —La voz retumbó en el aire, desde todas direcciones, y Rand soltó una maldición. Tenía que ser el mismo tejido que él había utilizado en la plaza o algo muy parecido; se necesitaba tan poco Poder para hacerlo que no habría percibido los flujos aunque el hombre hubiese estado a diez pasos de distancia—. ¡Illian es mío! No destruiré lo que me pertenece para matarte, y no permitiré tampoco que lo destruyas tú. ¿Has tenido agallas para venir aquí en mi búsqueda? ¿Tendrás también coraje para volver a seguirme? —Un tono burlón y astuto sonó en la estruendosa voz—. ¿Lo tienes?
En alguna parte, allá arriba, se abrió y se cerró un acceso; Rand supo con seguridad que era eso.
¿Coraje? ¿Tenía coraje?
—Soy el Dragón Renacido —murmuró— y voy a matarte.
Tejió un acceso, lo cruzó y salió a un lugar, varios pisos más arriba. Era otro pasillo, jalonado con tapices que representaban barcos en el mar. Al fondo, la última porción carmesí del sol brillaba a través de las columnas de una galería. El residuo del acceso de Sammael pendía en el aire, y los desdibujados flujos semejaban fantasmas que rielaban débilmente. Pero no tanto como para que Rand no los distinguiera. Empezó a tejer y entonces se detuvo. Había saltado allí sin pensar siquiera en la posibilidad de una trampa. Si copiaba exactamente lo que veía, saldría al mismo sitio que Sammael, o muy cerca, que para el caso era lo mismo; sin embargo, realizando una ligera variación… Imposible saber si el cambio significaría cincuenta metros o quinientos, pero tanto lo uno como lo otro sería lo bastante próximo.
La raya vertical y plateada empezó a rotar, ensanchándose, dejando a la vista las ruinas de una pasada grandeza envueltas en sombras, aunque no tan oscuro como el pasillo. Visto a través del acceso, el fragmento del sol poniente era ligeramente más ancho, medio oculto por una cúpula resquebrajada. Conocía ese lugar. La última vez que estuvo allí había añadido un nombre a la lista de Doncellas que guardaba en su memoria; la primera vez, Padan Fain los había seguido y se había convertido en algo más que un simple Amigo Siniestro, en algo mucho peor. Que Sammael hubiese huido a Shadar Logoth parecía cerrar un círculo en más de un sentido. No había tiempo que perder, ahora que había abierto el acceso. Antes de que éste acabara de ensancharse, Rand cruzó corriendo la ruinosa ciudad que antaño se llamó Aridhol; corrió renqueando y soltó el tejido mientras se alejaba, sus botas sonando sobre las losas rotas del pavimento y las malas hierbas muertas.
Se escondió detrás de la primera esquina a la que llegó. El suelo se sacudió bajo sus pies mientras retumbaba un estampido donde había estado un momento antes, y el rayo que se descargó encima centelleó en la creciente oscuridad del ocaso; percibió la onda de Tierra y Aire. Se alzaron chillidos y aullidos, mezclados con los ensordecedores estallidos. El saidin latía dentro de él; se alejó cojeando, sin mirar atrás. Corrió, y con el Poder hinchiéndolo, incluso en las oscuras sombras veía con claridad.
La ciudad se extendía en derredor: enormes palacios de mármol, cada cual con cuatro o cinco cúpulas de diferentes formas, teñidas de rojo por el sol poniente; fuentes de bronce y estatuas en todas las intersecciones; grandes hileras de columnas dirigiéndose hacia torres que se elevaban al cielo. O, al menos, se erguían así cuando estaban intactas, aunque abundaban más las que acababan en trazos truncados, irregulares. Por cada cúpula entera, otras diez semejaban cáscaras de huevos rotas, con la parte superior o un costado desaparecidos. Había estatuas tiradas, hechas trozos, y a las que seguían en pie les faltaban los brazos o la cabeza. La oscuridad avanzaba rápidamente sobre los cerros de cascotes, y los pocos árboles raquíticos y retorcidos que se aferraban a ellos recordaban unos dedos rotos recortados contra el cielo.
Un abanico de ladrillos y piedras se extendía a través del camino, procedentes de lo que debió de ser un pequeño palacio; la mitad de la fachada faltaba, y el resto de la columnata se inclinaba como una persona ebria hacia el pavimento. Rand se detuvo en mitad de la calle, a corta distancia de los cascotes, esperando, atento a la percepción del saidin al ser utilizado por otro. Quedarse a los lados de la calle no era buena idea, y no sólo por el peligro de que alguno de los edificios se viniese abajo en cualquier momento. Un millar de ojos invisibles parecían observar desde los vacíos vanos de las ventanas, que semejaban cuencas vacías; observar con una ansiedad que casi resultaba palpable. Sentía las distantes punzadas de la nueva herida del costado cual una cuchillada de llamas, haciéndose eco del mal que se aferraba al propio polvo de Shadar Logoth. La vieja herida se contraía como un puño, y el dolor del pie parecía muy, muy lejano. Más próximo, el vacío palpitaba alrededor y la infección del Oscuro en el saidin latía al mismo ritmo de la cuchillada en sus costillas. Un lugar peligroso a la luz del día, Shadar Logoth. Pero, de noche…
Calle abajo, más allá de un alto monumento que milagrosamente se mantenía erguido, algo se movió, una forma oscura que cruzó a toda velocidad la calle, en la oscuridad. Rand casi encauzó, pero no podía creer que Sammael se escabullera de ese modo. Cuando había salido a la ciudad, cuando Sammael intentó destruir todo lo que había alrededor del acceso, había oído unos gritos horribles. Entonces apenas había reparado en ellos. En Shadar Logoth no vivía nada, ni siquiera ratas. Sammael debía de haber traído esbirros, hombres a los que no le importaría matar en un intento de alcanzarlo a él. A lo mejor uno de ellos lo conduciría hasta Sammael. Echó a correr tan deprisa y tan silenciosamente como pudo. Las piedras rotas del pavimento crujían bajo sus botas con un ruido a huesos chascando. Esperaba que el sonido sólo fuera alto para sus oídos aguzados por el saidin.
Se agazapó al pie de un monumento, una gruesa aguja de piedra cubierta de fluida escritura, y escudriñó al frente. Quienquiera que se hubiera movido, ya no estaba; sólo los locos o los insensatamente valientes entraban en Shadar Logoth de noche. El mal había infectado la ciudad, había matado a Aridhol, pero no había muerto con Aridhol. Más abajo en la calle, un zarcillo de niebla gris plateada salió flotando por una ventana y se deslizó hacia otro que salió a su encuentro desde una ancha grieta de un alto muro de piedra. Detrás de aquella grieta algo brillaba como si dentro hubiese una luna llena. Con la noche, el Mashadar rondaba por su ciudad prisión, una vasta presencia que podía aparecer en una docena de sitios a la vez, en un centenar. El tacto del Mashadar no era un modo muy agradable de morir. Dentro de Rand, la infección del saidin latió con más fuerza; el distante fuego en el costado llameaba como un millar de relámpagos, uno sobre otro. Hasta el suelo parecía palpitar debajo de sus botas.
Se volvió, medio pensando en marcharse. Seguramente, Sammael se había ido, ahora que el Mashadar estaba fuera. Seguramente lo había engatusado para llevarlo allí con la esperanza de que buscara entre las ruinas hasta que el Mashadar lo matara. Se volvió y se frenó en seco, agazapado contra la aguja de piedra. Dos trollocs avanzaban sigilosamente calle abajo, unas formas corpulentas embutidas en cota de malla negra, y casi cuatro palmos más altos que él. De las hombreras y coderas de la armadura sobresalían pinchos, y empuñaban picas con largas y negras puntas y ganchos de aspecto horrendo. A sus ojos, henchidos de saidin, sus rostros resultaban claramente visibles, uno deformado por un pico de águila donde tendría que haber tenido la nariz y la boca, y el otro por un hocico de jabalí, con colmillos. Cada uno de sus movimientos gritaba su miedo; a los trollocs les encantaba matar, derramar sangre, pero Shadar Logoth los aterrorizaba. Habría Myrddraal por allí cerca; ningún trolloc habría entrado en esa ciudad sin que un Myrddraal lo obligara a ello. Y ningún Myrddraal lo habría hecho sin inducirlo Sammael. Todo lo cual significaba que el Renegado debía de seguir allí, o esos trollocs estarían corriendo hacia las puertas, no de caza. Y eso era exactamente lo que hacían. Aquel hocico de jabalí olisqueaba el aire buscando el rastro de un olor.
De pronto, una figura envuelta en harapos saltó desde una ventana encima de los trollocs y cayó sobre ellos con la lanza a punto de hincarse. Una Aiel, con el shoufa envuelto en la cabeza, pero con el velo colgando. El trolloc de pico de águila chilló cuando la moharra se hundió profundamente en su costado, y una segunda vez. Mientras su compañero caía, pataleando, el de hocico de jabalí giró a la par que gruñía y arremetió con saña, pero la mujer esquivó el ataque agachándose y la punta con gancho le pasó por encima; acto seguido hundió su lanza en el estómago de la criatura, que se desplomó junto a la otra, hecha un ovillo y sacudiéndose.
Rand se puso de pie y echó a correr sin pensarlo.
—¡Liah! —llamó. La creía muerta, abandonada allí por él; muerta por él. Liah, de los Chareen Cosaida; ese nombre resaltó en la lista que había en su cabeza.
La mujer giró velozmente para enfrentarse a él, la lanza presta en una mano y la adarga redonda de piel de toro en la otra. El rostro que Rand recordaba tan bonito, a pesar de las cicatrices en ambas mejillas, estaba contraído por la ira.
—¡Míos! —siseó entre los dientes apretados, amenazadoramente—. ¡Míos! ¡Nadie puede venir aquí! ¡Nadie!
Rand se detuvo. Aquella lanza aguardaba, ansiosa por hundirse también en sus costillas.
—Liah, me conoces —dijo suavemente—. Me conoces. Te llevaré de vuelta con las Doncellas, con tus hermanas de lanza. —Le tendió la mano.
La cólera de la mujer desapareció para dejar paso a un gesto perplejo, fruncida la frente. Ladeó la cabeza.
—¿Rand al’Thor? —musitó lentamente. Sus ojos se abrieron mucho, bajaron hacia los trollocs muertos, y una expresión de terror pasó por su cara—. Rand al’Thor —susurró mientras se subía el velo con dedos temblorosos—. ¡El Car’a’carn! —gimió, y huyó a todo correr.
Rand fue en pos de ella, cojeando, trepando torpemente sobre los montones de cascajos esparcidos en la calle, tropezando, cayendo, rasgándose la chaqueta, cayendo otra vez, rodando y levantándose, todo sin dejar de correr. La debilidad de su cuerpo era lejana, así como el dolor, pero aun flotando en el profundo vacío sólo podía exigir esfuerzo a aquel cuerpo hasta cierto punto. Liah desapareció en la noche. «Tras la siguiente esquina sombría», pensó Rand.
Llegó renqueando hasta allí lo más deprisa que pudo. Y casi se dio de bruces con cuatro trollocs y un Myrddraal, la negrísima capa colgando inmóvil a su espalda, de manera antinatural, mientras el Fado se movía. Los trollocs gruñeron con sorpresa, pero el desconcierto sólo duró una fracción de segundo. Las lanzas con ganchos y las espadas con hojas como guadañas se alzaron; el Myrddraal empuñaba su acero negro como la muerte, una cuchilla que infligía heridas casi tan letales como la daga de Fain.
Rand ni siquiera intentó desenvainar la espada con la garza grabada que colgaba a su costado. Cual la muerte envuelta en una destrozada chaqueta roja, encauzó y una espada de fuego apareció en sus manos, latiendo con el palpito del saidin, y cercenó una cabeza sin ojos. Habría sido más sencillo destruirlos a todos como había visto hacer a los Asha’man en los pozos de Dumai, pero cambiar los tejidos ahora podría costarle un segundo con resultados fatales. Esas espadas podían matarlo incluso a él. Atacó a las formas alumbradas en la oscuridad por la llama que sostenía en sus manos, sombras volando sobre los rostros que se alzaban sobre él, rostros con hocicos de lobo, cabezas de carnero, crispados en el último grito cuando su ardiente espada hendía cota de malla y carne como si fueran mantequilla. Los trollocs dependían de su número y de su insuperable ferocidad; enfrentándose a él y a esa espada de Poder, habría dado lo mismo si se hubiesen quedado quietos y no hubiesen ido armados.
La espada desapareció entre sus dedos. Todavía en la última parte de la postura llamada Enroscar el viento, permaneció inmóvil en medio de los muertos. El último trolloc en caer todavía se sacudía y sus cuernos de carnero arañaban el pavimento. El Myrddraal descabezado aún agitaba los brazos, por supuesto, y sus pies pateaban frenéticamente; los Semihombres no morían enseguida, ni siquiera tras ser decapitados.
No bien había desaparecido la espada, cuando un rayo plateado cayó desde el cielo despejado, cuajado de estrellas.
El primer impacto se descargó con un ensordecedor estampido a cuatro metros de distancia. El mundo se tornó blanco y el vacío se hizo añicos. El suelo se combó bajo él al caer un segundo rayo, al que siguió un tercero. Rand no fue consciente de estar caído de bruces en la calle hasta ese momento. El aire chisporroteaba. Aturdido, se incorporó y corrió a trompicones huyendo de una andanada de rayos que resquebrajaron el pavimento hasta provocar el derrumbe de edificios. Siguió adelante, tambaleándose, sin importarle hacia dónde, siempre que fuera lejos de allí.
De repente su cabeza se despejó lo suficiente para ver dónde se encontraba; avanzaba dando tumbos a través de un vasto suelo de piedra cubierto de cascotes enormes, algunos tan grandes como él. Aquí y allí, agujeros irregulares y oscuros se abrían en las baldosas. Alrededor se alzaban por doquier altos muros, e hilera sobre hilera de balconadas que se extendían a lo largo de todo el perímetro. Sólo quedaba una pequeña porción de lo que antaño fuera un inmenso techo, en una esquina. Las estrellas brillaban en lo alto.
Dio otro paso tambaleante y el suelo cedió de repente bajo sus pies. Extendió las manos en un gesto desesperado; con un brusco tirón, la derecha se asió a un borde irregular y Rand quedó colgado sobre una negrura insondable. La caída podía ser de unos cuantos metros, hasta un sótano, o de un kilómetro; todo era posible. Podía enganchar bandas de Aire al borde del agujero, sobre su cabeza, para ayudarse a subir, sólo que… De algún modo, Sammael había percibido la mínima cantidad de saidin utilizada en la espada. Se había producido un retraso antes de que los rayos se descargaran, pero no podía calcular cuánto tiempo había empleado en matar a los trollocs. ¿Un minuto? ¿Segundos?
Se impulsó y lanzó el brazo izquierdo hacia arriba en un intento de agarrar el borde del agujero. El dolor, que el vacío ya no amortiguaba, se hincaba en su costado como una daga. Empezó a ver motitas negras y brillantes y, aún peor, la mano derecha le resbalaba en la piedra que se desmenuzaba, además de sentir que los dedos perdían fuerza. No le iba a quedar más remedio que… Una mano le agarró la muñeca derecha.
—Eres un necio —dijo la voz profunda de un hombre—. Puedes considerarte afortunado de que no quiera verte morir hoy. —La mano empezó a subirlo a pulso—. ¿No vas a poner nada de tu parte? —demandó la voz—. No pienso cargarte a los hombros ni matar a Sammael por ti.
Sacudiéndose el aturdimiento, Rand alzó la otra mano, asió el borde del agujero y se aupó a pesar del intenso dolor del costado. Y a pesar del lacerante dolor también se las arregló para recuperar el vacío y aferrar el saidin. No encauzó, pero quería estar preparado.
Su cabeza y sus hombros se alzaron sobre el suelo y entonces Rand pudo ver al otro hombre, un tipo grande, poco mayor que él, con el cabello negro como la noche y una chaqueta también negra, semejante a la de los Asha’man. Rand nunca lo había visto. Al menos, no era uno de los Renegados, cuyos rostros conocía. O eso pensaba.
—¿Quién eres? —preguntó.
Todavía tirando de él, el hombre soltó una risa.
—Digamos que un trotamundos que pasaba por aquí. ¿De verdad quieres hablar ahora?
Rand no malgastó aliento y bregó hasta subir el torso sobre el suelo, luego la cintura. De pronto se dio cuenta de que un suave resplandor bañaba el suelo alrededor de los dos, como el brillo de una luna llena.
Se giró para mirar por encima del hombro y vio al Mashadar. De una balconada se desbordaba no un simple zarcillo, sino una ola brillante, gris plateada, que formaba un arco sobre sus cabezas, y descendía.
Sin pensarlo, su mano libre se alzó y el fuego compacto se disparó hacia lo alto, una barra de blanco fuego líquido que hendió la ola que se precipitaba sobre ellos. Vagamente advirtió que otra barra de pálido fuego compacto se alzaba de la mano libre del otro hombre, una barra que se descargó desde una dirección opuesta a la de la suya. Las dos convergieron.
Rand sufrió una sacudida cuando su cabeza retumbó como un gong, y el saidin y el vacío se hicieron añicos. Lo veía todo doble, las balconadas, los cascotes de piedra esparcidos por el suelo. Parecía haber un par del otro hombre traslapándose el uno al otro, ambos asiéndose la cabeza con las manos. Rand parpadeó y buscó al Mashadar. La onda de brillante niebla se había retirado; permanecía un brillo en las balconadas, allá arriba, pero menguando, retrocediendo, al tiempo que a Rand se le aclaraba la vista. Al parecer, hasta el irracional Mashadar huía del fuego compacto.
Se puso de pie con movimientos inestables y tendió una mano al hombre caído. Éste se incorporó por sí mismo, mirando con mal gesto la mano de Rand. Era más o menos de su estatura, algo poco corriente excepto entre los Aiel.
—Creo que lo mejor sería que nos pusiéramos en marcha cuanto antes. ¿Qué ha pasado aquí?
—No sé qué ha pasado —gruñó—. Corre, si quieres conservar la vida.
Siguió su propio consejo al punto y salió disparado hacia una hilera de arcos abiertos; no en la pared más próxima, ya que el Mashadar había venido de allí.
Tanteando en busca del vacío, Rand lo siguió renqueando tan deprisa como pudo, pero antes de que les diese tiempo de dejar atrás el espacio abierto, los rayos empezaron a caer otra vez cual una andanada de flechas plateadas. Los dos se zambulleron bajo los arcos, perseguidos por el estruendo de paredes y suelo desplomándose a su espalda, por nubes de polvo y una lluvia de piedras. Con la cabeza hundida entre los hombros, un brazo protegiéndose la cara y tosiendo, Rand corrió a través de una ancha estancia donde los inestables arcos sostenían el techo; empezaron a caer trozos de piedra.
Sin darse cuenta de lo que hacía, salió disparado a una calle y dio tres pasos tambaleantes antes de detenerse. El dolor del costado hacía que deseara encogerse, pero temió que las piernas le fallaran si lo hacía. El pie herido le palpitaba con lacerantes punzadas; tenía la impresión de que había pasado un año desde que aquel filamento rojo de Fuego y Aire le alcanzara el talón. Su rescatador lo estaba observando; cubierto de polvo de la cabeza a los pies, el tipo se las arreglaba para parecer un rey.
—¿Quién eres? —volvió a preguntar Rand—. ¿Uno de los hombres de Taim? ¿O has aprendido por ti mismo? Puedes ir a Caemlyn, ¿sabes?, a la Torre Negra. No tienes que vivir con miedo a las Aes Sedai. —Por alguna razón, decir aquello le hizo fruncir el entrecejo; no entendía por qué.
—Nunca he tenido miedo de las Aes Sedai —espetó el hombre, que luego inhaló profundamente—. Probablemente deberías marcharte de aquí ahora, pero si tu intención es quedarte y matar a Sammael, más te vale que intentes pensar como él. Has demostrado que puedes hacerlo. Siempre le ha gustado destruir a un hombre a la vista de uno de los triunfos de ese hombre. A falta de eso, servirá algún sitio que el hombre haya marcado como suyo.
—El Atajo —dijo lentamente Rand. Si podía decirse que hubiese marcado algo en Shadar Logoth, tenía que ser la puerta del Atajo—. Está esperando cerca del Atajo. Y ha puesto trampas. —Y seguramente salvaguardias también, como en Illian, para detectar a un hombre encauzando. Sammael había planeado aquello muy bien.
—Por lo visto sabes encontrar el camino, si se te lleva de la mano —rió irónicamente el otro hombre—. Intenta no tropezar. Serán muchos los planes que habrá que replantear si te dejas matar ahora.
El hombre se volvió y empezó a cruzar la calle hacia un callejón que había enfrente.
—Espera —llamó Rand. El tipo siguió andando, sin mirar atrás—. ¿Quién eres? ¿De qué planes hablas?
El hombre desapareció en el callejón. Rand fue en pos de él, pero cuando llegó a la boca del angosto paso, éste estaba vacío. Paredes lisas, sin puertas ni ventanas, se extendían a ambos lados sus buenos cien pasos hasta desembocar en la otra calle, donde un fulgor anunciaba que otra parte del Mashadar andaba suelta por allí, pero del hombre no había ni rastro, lo cual era de todo punto imposible. El tipo había tenido tiempo para hacer un acceso, desde luego, si sabía cómo, pero el residuo seguiría siendo visible y, además, tanta cantidad de saidin tejiéndose a tan corta distancia lo habría advertido como si lo hubiera anunciado a voces.
De pronto cayó en la cuenta de que tampoco había percibido el saidin cuando el hombre hizo el fuego compacto. Sólo pensar en eso, en los dos haces tocándose, hizo que volviera a ver doble. Por un instante, volvió a vislumbrar el semblante del hombre, perfectamente nítido cuando todo lo demás era borroso. Sacudió la cabeza hasta que su vista se aclaró.
—¿Quién, en nombre de la Luz, eres? —musitó. Y un momento después añadió—: ¿Qué eres?
Quienquiera o lo que quiera que fuera, el hombre se había marchado, pero Sammael seguía en Shadar Logoth. No sin esfuerzo, consiguió rodearse de nuevo por el vacío. La infección del saidin vibraba ahora, abriéndose paso con su zumbido a lo más profundo de su ser; el propio vacío vibraba. Sin embargo, la debilidad de los músculos desmadejados y el dolor de las heridas remitieron. Iba a matar a uno de los Renegados antes de que acabara la noche.
Cojeando, se deslizó por las oscuras calles, plantando los pies con gran cuidado. Aun así seguía haciendo ruido, pero ahora la noche rebosaba de sonidos: chillidos y gritos guturales en la distancia. El irracional Mashadar mataba todo lo que encontraba, y los trollocs estaban muriendo en Shadar Logoth esa noche lo mismo que habían muerto hacía mucho, mucho tiempo. De tanto en tanto, al final de una calle perpendicular veía trollocs, dos, cinco o una docena, a veces con un Semihombre, pero eran las menos. Ninguno lo vio y Rand pasó de largo. Y no simplemente por el hecho de que Sammael detectara un encauzamiento. Aquellos trollocs y Myrddraal que el Mashadar no matara, estaban muertos de todos modos. Casi con toda seguridad, Sammael los había traído por los Atajos, pero por lo visto no comprendía exactamente cómo había marcado Rand la puerta del Atajo de allí.
A corta distancia de la plaza donde se hallaba dicha puerta, Rand se paró y escudriñó en derredor. Cerca se alzaba una torre aparentemente intacta. Aunque no alcanzaba la altura de otras, su parte superior se erguía a más de cincuenta metros del suelo. El oscuro umbral de su base no tenía puerta, ya que la madera se había podrido mucho tiempo atrás y los goznes se habían convertido en polvo. A través de la oscuridad, aliviada únicamente por el débil fulgor de las estrellas que penetraba a través de las ventanas, Rand subió lentamente la escalera en espiral, levantando pequeñas nubes de polvo al plantar los pies y sintiendo una punzada de dolor subiéndole por la pierna cada dos pasos. Un dolor vago, lejano. En lo alto de la torre, se recostó en el parapeto para recuperar el aliento. Le vino a la mente la peregrina idea de que lo esperaba una buena cuando Min se enterara de esto. O cuando se enteraran Amys o Cadsuane, para el caso.
Por encima de los tejados derrumbados divisaba la gran plaza que había sido una de las más importantes de Aridhol. Antaño, una arboleda Ogier había cubierto esa zona, pero antes de que hubiesen transcurrido treinta años desde que los Ogier acabaran de construir la parte más antigua de la ciudad, sus residentes habían talado los árboles para que siguiera la expansión de Aridhol. Palacios, más o menos en ruinas, rodeaban la inmensa plaza; el fulgor del Mashadar brillaba tras algunas ventanas, y un gran montón de escombros tapaba uno de sus extremos, pero en el centro se encontraba la puerta del Atajo, en apariencia un muro de piedra alto y ancho. Rand no estaba lo bastante cerca para distinguir las hojas y parras delicadamente cinceladas que lo cubrían, pero sí divisaba los fragmentos desmoronados de la alta verja que en otros tiempos lo rodeaba; los fragmentos de metal forjado con el Poder, desplomados en un montón pero inmunes a la herrumbre, brillaban sin mácula en la noche. También percibía la trampa que había tejido alrededor de la puerta al Atajo, invertida para que sólo fuera visible a sus ojos. Imposible saber si los trollocs y Semihombres habían pasado por ella desde esa distancia, pero si lo habían hecho no tardarían en morir. Algo desagradable. Fueran cuales fuesen las trampas que Sammael hubiera preparado allí, para él resultaban invisibles, pero eso era de esperar. A buen seguro tampoco serían muy agradables.
Al principio no localizó al Renegado, pero entonces alguien se movió entre las columnas acanaladas de un palacio. Rand esperó. Quería estar seguro, ya que sólo dispondría de una oportunidad. La figura salió de entre las columnas a la plaza apenas un paso, y giró la cabeza a uno y otro lado: Sammael —lo delataba la blanquísima chorrera de encaje en el cuello— esperaba verlo entrar en la plaza, cayendo en las trampas. Tras el Renegado, el brillo de las ventanas del palacio se intensificó. Sammael escudriñó la oscuridad del otro lado de la plaza, y el Mashadar se derramó por las ventanas en forma de espesas volutas de niebla gris plateada, que se deslizaron hasta converger, cernidas sobre la cabeza del hombre. El Renegado caminó unos pasos hacia un lado, y la onda empezó a descender, cobrando velocidad lentamente a medida que caía.
Rand sacudió la cabeza. Sammael era suyo. Los flujos requeridos para el fuego compacto parecieron formarse por voluntad propia, en contra del lejano eco de la voz de Cadsuane. Rand alzó una mano.
Un grito desgarró la oscuridad, el chillido de una mujer presa de un dolor indescriptible. Rand vio que Sammael se volvía para mirar hacia un gran montón de cascotes un instante antes de que sus propios ojos giraran en aquella dirección. En lo alto del montículo, una figura vestida con chaqueta y pantalones se recortaba contra el cielo nocturno; un zarcillo del Mashadar le tocaba una pierna. Con los brazos extendidos, la mujer se sacudía y tiraba, incapaz de moverse del sitio, y su inarticulado lamento parecía pronunciar el nombre de Rand.
—Liah —susurró él. En un gesto inconsciente extendió los brazos, como si pudiera salvar la distancia y arrancarla de allí. Sin embargo, nada podía salvar aquello que el Mashadar tocaba, del mismo modo que nada lo habría salvado a él si la daga de Fain se hubiese hundido en su corazón—. Liah —susurró de nuevo. Y el fuego compacto salió disparado de su mano.
Durante una fracción de segundo, la figura de la mujer pareció seguir encontrándose allí, toda ella un fuerte contraste de negros y blancos intensos, y luego desapareció, muerta antes de que empezara su agonía.
Gritando, Rand barrió con el fuego compacto el aire, en dirección a la plaza, los cascotes desmoronándose sobre sí mismos, derramando muerte fuera de tiempo y espacio… y soltó el saidin antes de que la barra de fuego blanca tocara la riada del Mashadar que ahora se desbordaba a través de la plaza, pasando en arremolinadas volutas ante la puerta del Atajo, en dirección a los ríos de niebla gris plateada que fluían desde otro palacio del lado opuesto. Sammael tenía que estar muerto. Tenía que estarlo. No había tenido tiempo de huir, de tejer un acceso y, si lo hubiese hecho, él habría percibido el saidin funcionando. Sammael había muerto, asesinado por algo más perverso que él. La emoción se agolpó en el exterior del vacío; Rand quiso echarse a reír, o tal vez romper a llorar. Había ido allí para matar a uno de los Renegados, pero en cambio había matado a una mujer a la que había abandonado a su suerte en aquel lugar horrendo.
Permaneció en lo alto de la torre largo rato mientras la luna menguante se desplazaba por el cielo, contemplando cómo el Mashadar llenaba completamente la plaza hasta que sólo la parte superior de la puerta del Atajo quedó por encima del mar de niebla. Si Sammael hubiese estado vivo habría podido matar fácilmente al Dragón Renacido entonces. Rand no tenía la seguridad de que le hubiese importado. Finalmente, abrió un acceso para Rasar y creó una plataforma, un disco sin barandilla, mitad negro, mitad blanco. Rasar era más lento que Viajar; le costó casi media hora llegar a Illian, y durante todo el camino grabó a fuego en su cerebro, una y otra vez, el nombre de Liah, flagelándose con él. Ojalá pudiera llorar, pero parecía que hubiese olvidado cómo hacerlo.
Bashere, Dashiva y los Asha’man lo esperaban en el Palacio Real, en el salón del trono. Era exactamente igual que la estancia que había visto en el palacio del otro lado de la plaza, tanto las lámparas de pie, las escenas cinceladas en las paredes de mármol y el ancho estrado de gradas blancas. Todo igual excepto por sus dimensiones, algo más grandes, y porque en lugar de haber nueve sillones en el estrado sólo había un gran trono dorado, con los brazos tallados a semejanza de leopardos y con nueve abejas doradas, del tamaño de un puño, que quedarían por encima de la cabeza de quienquiera que se sentara en él. Rand se dejó caer pesadamente en las gradas.
—Supongo que Sammael está muerto —dijo Bashere mientras lo miraba de arriba abajo, todo él cubierto de polvo y con la chaqueta desgarrada.
—Lo está —contestó Rand.
—La ciudad es nuestra —añadió Bashere tras soltar un sonoro suspiro de alivio—. O, debería decir, vuestra. —De repente se echó a reír—. La lucha cesó enseguida cuando las personas adecuadas descubrieron que erais vos. Al final, no ha sido para tanto. —A lo largo de la manga rasgada había una mancha de sangre seca—. El Consejo ha esperado con impaciencia vuestro regreso. Ansiosamente, podría decirse —añadió con una sonrisa irónica.
Ocho hombres sudorosos permanecían de pie al otro extremo de la sala del trono desde que Rand había aparecido. Vestían oscuras chaquetas de seda, con bordados en oro o plata en las solapas y las mangas, y chorreras de encaje en el cuello y las bocamangas. Algunos llevaban barba, con el labio superior afeitado, pero todos ellos lucían una ancha banda de seda verde sobre el pecho, con nueve abejas equidistantes a lo largo del tafetán, bordadas en oro.
A un gesto de Bashere, se adelantaron haciendo reverencias a Rand cada tres pasos, tal como si se encontraran en presencia de un hombre vestido con las mejores galas que pudieran imaginarse. Uno de ellos, un hombre alto, carirredondo y con una de esas barbas peculiares, parecía ser el líder; denotaba una dignidad innata, aunque se advertía cierta tensión producto de la preocupación.
—Milord Dragón —saludó al tiempo que volvía a inclinarse mientras se llevaba las manos al corazón—. Perdonadme, pero ha sido imposible encontrar a lord Brend por ninguna parte, y…
—Ni se lo encontrará —lo interrumpió Rand, impasible.
Su tono hizo que un músculo de la cara del hombre se crispara en un tic nervioso, y el noble tragó saliva.
—Como digáis, milord Dragón —murmuró—. Soy lord Gregorin den Lushenos, milord Dragón. En ausencia de lord Brend, hablo en nombre del Consejo de los Nueve. Os ofrecemos… —Un ademán vigoroso de su mano hizo que otro hombre, más bajo y sin barba, se adelantara con un cojín cubierto con un paño de seda verde—. Os ofrecemos Illian. —El hombre más bajo retiró el trozo de seda y dejó a la vista una corona, un grueso aro de oro de cinco centímetros de ancho, con hojas de laurel—. La ciudad es vuestra, por supuesto —continuó Gregorin, ansiosamente—. Hemos sofocado toda resistencia y os ofrecemos la corona, el trono y todo Illian.
Rand miró fijamente la corona posada en el cojín, sin mover un solo músculo. Las gentes de Tear habían creído que su intención era coronarse rey, y en Cairhien y en Andor habían temido que hiciera lo mismo, pero nadie le había ofrecido una corona hasta entonces.
—¿Por qué? ¿Tan dispuesto está Mattin Stepaneos a renunciar a su trono?
—El rey Mattin desapareció hace dos días —dijo Gregorin—. Algunos de nosotros tememos que… Sospechamos que lord Brend tiene algo que ver con ello. Brend impone su… —Calló y tragó saliva—. Brend ejerce mucha influencia sobre el rey, algunos dirían que demasiada, pero algo lo mantuvo distraído en los últimos meses, y Mattin había empezado a reafirmar su autoridad.
Jirones de la mugrienta manga de la chaqueta y de la camisa colgaron cuando Rand extendió la mano para coger la Corona de Laurel. El dragón enroscado en su antebrazo relució con la luz de las lámparas tan brillantemente como la propia corona de oro. Rand la giró entre sus manos.
—Aún no habéis dicho por qué. ¿Es porque os he conquistado?
Había conquistado Tear y Cairhien también, pero algunos todavía se revolvían contra él en ambos países; sin embargo, la conquista parecía el único camino factible.
—En parte sí —repuso secamente Gregorin—. Con todo, podríamos haber elegido a uno de los nuestros; no sería la primera vez que sale un rey de entre los miembros del Consejo. Sin embargo, el grano que ordenasteis enviar desde Tear hizo que vuestro nombre estuviera en boca de todos unido a la Luz. Sin ese grano, muchos habrían muerto de hambre, ya que Brend se valió de todas las tretas para que el pan fuera a parar al ejército.
Rand parpadeó y retiró prestamente una mano para llevarse a la boca un dedo que se había pinchado. Casi enterradas entre las hojas de laurel de la corona había afiladas puntas de espadas. ¿Cuánto tiempo hacía que había ordenado a los tearianos que vendieran grano a su enemigo ancestral o que afrontaran la muerte si se negaban a hacerlo? Después de iniciar los preparativos para invadir Illian, en ningún momento se le pasó por la cabeza que habían seguido enviándolo. Tal vez tuvieron miedo de sacarlo a colación, pero también les dio miedo interrumpir los envíos. A lo mejor se había ganado cierto derecho a esa corona.
Con cuidado, se puso el aro de hojas de laurel. La mitad de aquellas espadas apuntaban hacia arriba, y la otra mitad, hacia abajo. Ninguna cabeza llevaría esa corona despreocupada ni fácilmente. Gregorin hizo una reverencia.
—Que la Luz ilumine a Rand al’Thor, rey de Illian —entonó, y otros siete señores imitaron su gesto al tiempo que repetían:
—Que la Luz ilumine a Rand al’Thor, rey de Illian.
Bashere se contentó con inclinar la cabeza —después de todo, era tío de una reina—, pero Dashiva gritó:
—¡Salve, Rand al’Thor, rey del mundo!
Flinn y los otros Asha’man se sumaron al grito.
—¡Salve, Rand al’Thor, rey del mundo!
—¡Salve, rey del mundo!
Aquello sonaba bien.
La historia de lo ocurrido se propagó como ocurre con las historias y cambió, como también cambian las historias, con el tiempo y la distancia; se difundió desde Illian en los barcos costeros, en caravanas de carretas de mercaderes y con palomas enviadas en secreto, extendiéndose como las ondas en un agua tranquila, mezclándose con otras ondas y creando otras nuevas. Un ejército había llegado a Illian, contaban, un ejército de Aiel, de Aes Sedai que surgían de la nada, de hombres que podían encauzar cabalgando en bestias aladas, e incluso un ejército de saldaeninos, aunque eso último muy pocos lo creyeron. Unas versiones decían que el Dragón Renacido había recibido la Corona de Laurel de manos del Consejo de los Nueve. Otras, que se la había entregado el propio Mattin Stepaneos, rodilla en tierra. Algunos, que el Dragón Renacido había arrancado la corona de la cabeza a Mattin, para después clavar esa cabeza en una pica. No, el Dragón Renacido había arrasado Illian hasta los cimientos, enterrando al viejo rey bajo los escombros. No, él y su ejército de Asha’man habían prendido fuego a Illian hasta reducirla a cenizas. No, era Ebou Dar la que había destruido, después de Illian.
Un dato, sin embargo, se repetía en todas aquellas versiones. La Corona de Laurel de Illian tenía ahora un nombre nuevo: la Corona de Espadas.
Y, por alguna razón, los hombres y las mujeres que relataban las historias sentían a menudo la necesidad de añadir unas palabras casi idénticas: la tormenta se acerca, decían, mientras miraban hacia el sur con preocupación. La tormenta se acercaba.
Señor de los rayos, jinete de la tormenta,
portador de la Corona de Espadas, hilador del destino.
Aquel que cree que hace girar la Rueda del Tiempo,
puede que descubra la verdad demasiado tarde.