21 La Noche de Swovan

La noche cayó lentamente sobre Ebou Dar, pugnando con la intensa blancura de los edificios, que resistían el asalto de la oscuridad. Pequeños grupos de juerguistas de la Noche de Swovan, con ramitas de plantas perennes en el cabello, danzaban por las calles bajo una brillante luna casi llena; muy pocos llevaban siquiera una linterna. Retozaban con la música de flautas, tambores y cuernos que salía de posadas y palacios, dirigiéndose de una fiesta a otra sin dejar de bailar. Sin embargo la mayoría de las calles estaban vacías. Se oyó el ladrido distante de un perro, y otro, más cercano, respondió furiosamente hasta que de repente soltó un gañido y se calló.

Guardando el equilibrio sobre las punteras de los pies, Mat escuchó con atención mientras escudriñaba el juego de luces y sombras de la luna. Sólo se movía un gato, que avanzaba sigiloso calle adelante. El apagado golpeteo de unos pies descalzos corriendo se desvaneció en la distancia. El propietario de un par de aquellos pies debía de ir tambaleándose, y el del otro, sangrando. Cuando volvió a apoyar los talones en el suelo, uno de ellos topó con un garrote tan largo como su brazo que había caído sobre los adoquines; gruesas tachuelas de latón brillaban bajo la luna. A buen seguro aquello le habría partido el cráneo. Mat sacudió la cabeza y limpió su cuchillo en la chaqueta astrosa del hombre tendido a sus pies, con los ojos vidriosos fijos en el cielo nocturno en un rostro sucio y arrugado. Un mendigo, a juzgar por su aspecto y su olor. Mat no había oído que los mendigos atacaran a la gente, pero quizá los tiempos que corrían eran más duros de lo que él pensaba. Un gran saco de yute yacía junto a una de las manos extendidas del mendigo. Sus asaltantes habían sido realmente optimistas sobre lo que encontrarían en sus bolsillos. El saco era lo bastante amplio para cubrirlo desde la cabeza hasta las rodillas.

Hacia el norte, por encima de la ciudad, una luz estalló repentinamente en el cielo con un seco estampido al tiempo que relucientes líneas verdes se expandían hasta formar una bola; a continuación, otro estallido dejó caer una lluvia de chispas rojas a través del primero, y luego uno azul y uno amarillo. Eran las flores nocturnas de los Iluminadores, no tan espectaculares como habrían resultado en un cielo sin luna y nuboso, pero que aun así le cortaron la respiración. Podría quedarse contemplando los fuegos de artificio hasta caer debilitado por el hambre. Nalesean había hablado de un Iluminador —¡Luz! ¿Había sido esa misma mañana? ¿Hacía tan poco tiempo?—, pero no hubo más flores nocturnas. Cuando los Iluminadores hacían florecer el cielo, como ellos decían, no eran sólo cuatro flores las que plantaban. Obviamente, alguien que disponía de dinero las había comprado para la Noche de Swovan. Ojalá supiera quién. Un Iluminador que vendía flores nocturnas también vendería otras cosas.

Volvió a guardar el cuchillo dentro de la manga, recogió el sombrero tirado en el pavimento y se alejó a buen paso; el taconeo de sus botas producía un sonido hueco en la calle desierta, donde la gran mayoría de las ventanas, cerradas con postigos, no dejaba pasar el menor atisbo de luz. Probablemente no había un sitio mejor en la ciudad para cometer un asesinato. El enfrentamiento con los tres mendigos no habría durado más de uno o dos minutos y nadie lo había presenciado. En esta ciudad, uno podía verse involucrado en tres o cuatro peleas en un día si no iba con cuidado, pero las probabilidades de topar con dos grupos de asaltantes el mismo día parecían tan remotas como que la Fuerza Civil rehusara un soborno. ¿Qué estaba pasando con su suerte? Ojalá esos malditos dados dejaran de rodar en su cabeza. No corrió, pero tampoco se entretuvo; llevaba una mano sobre la empuñadura del arma guardada debajo de la chaqueta, y ojo avizor a cualquier movimiento en las sombras. Sin embargo, no vio nada salvo grupos de gente retozando por la calle.

En el salón de La Mujer Errante se habían quitado las mesas, excepto unas cuantas que se habían colocado contra las paredes. Flautas y tambores tocaban una música estridente para los risueños bailarines que, formando cuatro filas, danzaban lo que parecía parte giga y parte alemanda. Observó y siguió el paso. Mercaderes forasteros, vestidos con ricas lanas, saltaban codo con codo con los lugareños, éstos con chalecos de seda brocada o aquellas inútiles chaquetas echadas sobre los hombros. Se fijó en dos de los mercaderes por el modo en que se movían, uno de ellos delgado y el otro no, pero ambos con gracia y ligereza, así como en varias mujeres del lugar que lucían sus mejores atavíos, con un poco de puntilla o bordados en los profundos escotes, pero nada de seda. Y no es que él rehusara bailar con una mujer que vistiese seda, naturalmente —jamás había rechazado un baile con ninguna mujer de cualquier edad o posición— pero esa noche la gente rica se encontraba en los palacios, en las mansiones de los mercaderes más acaudalados o en las de los prestamistas. En el salón, la mayoría de los que no bailaban se dedicaba a vaciar una jarra de bebida o a coger otra nueva de las bandejas que portaban las atareadas camareras. Seguramente la señora Anan vendería tanto vino esta noche como en toda una semana corriente. Y cerveza también; los lugareños debían de tener atrofiado el sentido del gusto.

Aprovechando que ensayaba otro paso, atrapó a Caira cuando la joven pasaba apresuradamente ante él con una bandeja; alzando la voz para hacerse oír sobre la música le preguntó algunas cosas y acabó encargándole su cena, pescado dorado al horno, un plato de sabor ácido que la cocinera de la señora Anan preparaba a la perfección. El cuerpo necesitaba energías para no perder comba en un baile.

Caira dedicó una seductora sonrisa a un tipo con chaleco amarillo que cogió una jarra de su bandeja y soltó en ella una moneda, pero, por una vez, no tenía una sonrisa para Mat. De hecho, se las arregló para apretar los labios hasta formar una fina línea, cosa harto difícil con sus gordezuelos labios.

—Conque tu conejita ¿eh? —dijo la joven, aspirando el aire con un elocuente gesto desdeñoso y prosiguió—: El chico está metido en la cama, como debe ser, y no sé dónde está lord Nalesean, ni Harnan ni maese Vanin ni ningún otro. Y la cocinera ha dicho que sólo preparará sopa y pan para los que están ahogándose en vino. Aunque lo que no entiendo en absoluto es por qué milord quiere pescado dorado cuando tiene una mujer rubia como el oro esperando en su habitación. Si milord me disculpa, seguiré con mi trabajo porque algunos tenemos que ganarnos el pan.

Dicho esto se alejó ofreciendo la bandeja y dedicando una sonrisa de oreja a oreja a cada hombre que se cruzaba en su camino.

Mat la siguió con la mirada, fruncido el entrecejo. ¿Una mujer rubia? ¿En su cuarto? El cofre del oro descansaba ahora en un pequeño hueco, debajo del suelo de la cocina, frente a uno de los fogones, pero de pronto los dados repicaron estrepitosamente en su cabeza.

El ruido de la fiesta se amortiguó un poco a medida que subía la escalera. Se detuvo delante de su puerta, escuchando los dados. Hasta el momento, dos intentos de robarle hoy. Dos veces que su cabeza podía haber acabado rota. Estaba seguro de que la Amiga Siniestra no lo había visto, además de que nadie la describiría como rubia, precisamente, pero… Tanteó la empuñadura del cuchillo oculto bajo la chaqueta y entonces apartó bruscamente la mano cuando acudió a su mente la imagen de una mujer alta que se desplomaba con la empuñadura de un cuchillo —su cuchillo— sobresaliendo entre sus senos. Fue incapaz de asir el arma. Tendría que confiar en su buena suerte. Suspiró y abrió la puerta.

La cazadora del Cuerno a la que Elayne había hecho su Guardián se volvió; sostenía uno de los largos arcos de Dos Ríos, sin encordar, y llevaba la dorada trenza echada sobre un hombro. Sus azules ojos se clavaron en él con resolución, una resolución tan firme como la que denotaba su rostro. Parecía más que dispuesta a atizarle con el arco si no conseguía lo que quería.

—Si esto es a causa de Olver —empezó Mat, y de repente una de las lagunas en su memoria se despejó y le llegó el recuerdo de un día, de una hora de su vida.

No había salida, con los seanchan al oeste y los Capas Blancas al este. Ninguna esperanza y sólo una posibilidad, así que se llevó el Cuerno a los labios y sopló sin saber qué esperaba que ocurriera. La nota sonó clara, dorada como el propio Cuerno, tan dulce que no supo si reír o llorar. Resonó como un eco en los árboles, y la tierra y el cielo parecieron cantar. Mientras aquella única y pura nota seguía sonando en el aire, empezó a levantarse una niebla que parecía salir de la nada, finas volutas que se fueron espesando y ascendiendo en remolinos hasta que todo oscureció como si la tierra estuviera cubierta de nubarrones. Y cabalgando por la ondulante niebla, como si descendieran por la ladera de una montaña, aparecieron los héroes legendarios muertos que regresaban de sus tumbas convocados por la llamada del Cuerno de Valere. A la cabeza iba el propio Artur Hawkwing, un hombre alto, de nariz aguileña, y detrás venía el resto, poco más de cien. Tan pocos, pero todos aquellos que estaban ligados a la Rueda para ser despedidos una y otra vez y modelar el Entramado, para hacer realidad leyenda y mito. Mikel el del Corazón Puro, y Shivan el Cazador, oculto tras su máscara negra. De él se decía que anunciaba el fin de cada Era, la destrucción de lo que había sido y el nacimiento de lo que habría de ser; él y su hermana Calian, llamada la Electora, que cabalgaba a su lado, con el rostro tapado con una máscara roja. Amaresu, con la Espada del Sol reluciendo en sus manos, y Paedrig, el pacificador de gran labia. Y allí, asiendo su arco de plata con el que nunca fallaba…

Mat cerró la puerta para poder apoyarse en ella. Se sentía aturdido, mareado.

—Eres ella. La verdadera Birgitte. Así se abrasen mis huesos hasta hacerse ceniza. Es imposible. ¿Cómo? ¿Cómo?

La heroína de leyenda dejó escapar un suspiro de resignación y soltó de nuevo el arco en un rincón, junto a la lanza de Mat.

—Fui sacada prematuramente de mi lugar, Tocador del Cuerno, arrancada violentamente por Moghedien para que muriese, y salvada por el vínculo de Elayne. —Hablaba despacio, observándolo como para estar segura de que la entendía—. Siempre temí que recordaras quién era realmente.

Todavía sintiéndose como si lo hubiesen golpeado entre los ojos, Mat se dejó caer en un sillón junto a la mesa, ceñudo. Quién era realmente, vaya que sí. Puesta en jarras, lo contemplaba desafiante, exactamente igual que la Birgitte que había visto salir cabalgando del cielo. Hasta vestía igual, a pesar de que la chaqueta corta era roja y los anchos pantalones de color amarillo.

—Elayne y Nynaeve lo saben y me lo han ocultado ¿verdad? Estoy harto de secretos, Birgitte, y ellas esconden tantos como ratas alberga un granero. Se han hecho Aes Sedai, y lo son en todos los sentidos. Hasta Nynaeve me parece una persona extraña.

—También tú tienes tus secretos. —La mujer se cruzó de brazos y se sentó a los pies de la cama. Por el modo en que lo miraba habríase dicho que era un juego de rompecabezas de taberna—. Para empezar, no les has dicho que tocaste el Cuerno de Valere. Y creo que es lo menos importante que no les has contado.

Mat parpadeó. Había dado por sentado que ellas se lo habían dicho. Después de todo, era Birgitte.

—¿Qué secretos guardo? Esas mujeres saben todo sobre mí, desde mis sueños hasta cómo son las uñas de mis pies. —Era Birgitte. Por supuesto. Se inclinó hacia adelante—. Hazlas entrar en razón. Eres Birgitte Arco de Plata. Puedes obligarlas a que hagan lo que tú les digas. Esta ciudad tiene una trampa con pozo en cada esquina y me temo que las estacas se vuelven más afiladas cada día que pasa. Haz que se alejen antes de que sea demasiado tarde.

La mujer se echó a reír. ¡Se llevó una mano a la boca y rió con ganas!

—Estás completamente equivocado, Tocador del Cuerno. Yo no les doy órdenes. Soy el Guardián de Elayne. Yo obedezco. —Su sonrisa se tornó atribulada—. Birgitte Arco de Plata. La Luz me valga, no estoy segura de seguir siendo esa mujer. Desde mi extraño renacimiento, mucho de lo que era y de lo que sabía se ha desvanecido como niebla bajo el sol estival. Ahora no soy una heroína, sólo una mujer más que sigue adelante como puede. Y en cuanto a tus secretos, ¿en qué idioma estamos hablando, Tocador del Cuerno?

Mat abrió la boca para contestar y volvió a cerrarla de golpe al oír realmente lo que la mujer acababa de preguntar: ¿Nosane iro gavana domorakoshi, Diynen’d’ma’purvene? «¿Hablamos nosotros qué lengua, Sonador del Cuerno?» Se le erizó el pelo en la nuca.

—El antiguo linaje —dijo con cuidado, no en la Antigua Lengua—. Una Aes Sedai me dijo en cierta ocasión que la sangre del antiguo linaje corre aún con fuerza por… ¿De qué te ríes ahora, maldita sea?

—De ti, Mat —consiguió contestar Birgitte, que intentaba no doblarse por la cintura. Por lo menos ella tampoco hablaba ya en la Antigua Lengua. Con el nudillo del índice retiró una lágrima del rabillo del ojo—. Hay personas que hablan unas cuantas palabras, una o dos frases, debido al antiguo linaje. Por lo general lo hacen sin entender lo que dicen, o no del todo. Pero tú… En una frase te expresas como un Alto Príncipe eharoni, y en la siguiente como un Supremo Señor de Manetheren, pronunciación y estilo de lenguaje perfectos. No, no te preocupes. Tu secreto está a salvo conmigo. —La mujer vaciló un instante—. ¿Lo está el mío contigo?

Mat agitó una mano, todavía demasiado estupefacto para sentirse ofendido.

—¿Tengo pinta de ser un bocazas? —rezongó. ¡Birgitte! ¡En persona!—. Maldita sea, me vendría bien un trago. —Antes de que las palabras acabaran de salir de su boca supo que había metido la pata. A las mujeres no les…

—Me parece una idea excelente —dijo Birgitte—. Tampoco a mí me vendría mal una jarra de vino. Diablos, cuando vi que me habías reconocido, casi me tragué la lengua.

Mat se sentó muy erguido, como si le hubiesen dado un tirón de la cabeza, y la observó de hito en hito. Ella le sostuvo la mirada, sonriente y con un brillo divertido en los ojos.

—Hay bastante ruido en el salón para que podamos hablar sin que nos oigan. Además, no me importaría sentarme allí un rato y echar un vistazo. Elayne me sermonea como un consejero tovano si le echo el ojo a un hombre más de un segundo.

Mat accedió con un cabeceo antes de darse cuenta de lo que hacía. Por los recuerdos de esos otros hombres sabía que los tovanos eran gentes puritanas y rigurosas, austeras hasta la exageración, o lo eran hacía un milenio o más. No supo si reír o llorar. Por un lado, se le ofrecía la oportunidad de hablar con Birgitte —¡Birgitte! No creía que llegara a sobreponerse de la impresión—, pero, por otro, barruntaba que no podría oír la música allí abajo por el ruido de esos dados rodando dentro de su cabeza. La mujer tenía que ser una clave de ello, en cierto modo. Un hombre con dos dedos de frente saltaría por la ventana en ese mismo instante.

—Una botella o dos me parece bien —contestó.


Para variar, la fuerte brisa salada procedente de la bahía traía un atisbo de frescor, pero para Nynaeve la atmósfera nocturna resultaba opresiva. A través de las ventanas de palacio llegaba el sonido de música y risas en la calle, y también, aunque más débil, del interior del edificio. La propia Tylin la había invitado al baile, así como a Elayne y a Aviendha, pero todas ellas declinaron la invitación con diferentes grados de cortesía. Aviendha había dicho que sólo existía una danza que le gustaría bailar con los hombres de las tierras húmedas, comentario que consiguió que Tylin parpadeara con desconcierto. En cuanto a ella, le habría gustado acudir —sólo un necio dejaba pasar la ocasión de bailar—, si bien sabía que de haber ido habría hecho exactamente lo mismo que estaba haciendo entonces: quedarse sentada en cualquier sitio, preocupada, procurando no morderse las uñas hasta dejarse sólo un muñón.

Así, allí estaban, encerradas en sus aposentos con Thom y Juilin, nerviosas como gatas enjauladas mientras todos los demás en Ebou Dar se divertían. Es decir, lo estaba ella, en cualquier caso. ¿Por qué se retrasaba Birgitte? ¿Tanto se tardaba en decirle a un hombre que se presentara a primera hora de la mañana? Luz, tanto esfuerzo para nada. Y hacía mucho que había pasado la hora de acostarse. Mucho. Si al menos pudiera dormir, dejaría a un lado el recuerdo de las espantosas travesías en bote de esa mañana. Lo peor de todo era que su percepción del tiempo le anunciaba que se aproximaba una tormenta, que el viento debería estar aullando ahí fuera y cayendo tal tromba de agua que nadie podría ver a tres metros de distancia. Le había costado tiempo entender lo que pasaba en esas ocasiones que Escuchaba el Viento y parecía oír mentiras. Al menos, creía que lo entendía. Era otra clase de tormenta la que se avecinaba, no de viento y lluvia. No tenía ninguna prueba, pero se comería las zapatillas si Mat Cauthon no tenía que ver con ello de un modo u otro. Deseaba quedarse dormida durante todo un mes, o mejor un año, y olvidarse de las preocupaciones hasta que Lan la despertara con un beso, como el Rey Sol a Talia. Era ridículo, naturalmente, porque eso sólo era un cuento y, dicho sea de paso, poco decente; además, no pensaba convertirse en la niña mimada de ningún hombre, ni siquiera de Lan. Sin embargo, lo encontraría de alguna manera y lo vincularía a ella. Le… ¡Luz! ¡Si no creyera que los otros se quedarían mirándola, habría paseado de un lado al otro de la habitación hasta desgastar las suelas!

Las horas fueron pasando. Leyó y releyó la corta carta que Mat le había dejado a Tylin para ellas. Aviendha permanecía sentada en silencio junto a la silla de alto respaldo, cruzada de piernas sobre el suelo de baldosas de color verde claro, como siempre, con un ejemplar encuadernado y estampaciones doradas de Los viajes de Jain el Galopador sobre las rodillas. En ella no había señal alguna de ansiedad, al menos perceptible, aunque esa mujer no se inmutaría aunque alguien le metiera una víbora por dentro del vestido. Después de regresar a palacio se había puesto de nuevo el intrincado collar de plata que llevaba casi a todas horas, de día y de noche, excepto durante la travesía en bote; había dicho que no quería arriesgarse a perderlo. Nynaeve se preguntó por qué no llevaría ya el brazalete de marfil. Había oído por casualidad parte de una conversación entre esas dos, algo sobre que la Aiel no se lo pondría hasta que Elayne tuviese otro igual, cosa absurda por demás. En fin, ni lo uno ni lo otro tenía la menor importancia, desde luego. La carta que reposaba en su regazo atrajo su atención.

Las lámparas de pie de la salita facilitaban la lectura, si bien la letra de Mat, infantil e inmadura, planteaba ciertas dificultades. Sin embargo, era el contenido lo que provocaba un nudo en el estómago de Nynaeve.

«Aquí no hay nada más que moscas y calor, y de esas dos cosas encontraremos de sobra en Caemlyn».

—¿Estáis seguros de que no le dijisteis nada? —demandó.

Al otro lado de la habitación, Juilin se quedó con la mano suspendida sobre el tablero de damas y dirigió a Nynaeve una mirada de ofendida inocencia.

—¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo?

Fingir esa expresión de ofendida inocencia era una de las cosas que a los hombres se les daba mejor, sobre todo cuando eran más culpables que un zorro sorprendido en el gallinero. Curiosamente, los dibujos tallados alrededor del borde del tablero de juego eran zorros.

Thom, sentado enfrente del rastreador a la mesa de incrustaciones de lapislázuli, estaba tan lejos de parecer un juglar con su excelente chaqueta de color broncíneo como de ser el amante que en otro tiempo gozara del favor de la reina Morgase. Acartonado y con el pelo blanco, largos bigotes y espesas cejas, era la viva imagen de la paciencia frustrada desde sus penetrantes ojos azules hasta las suelas de sus botas.

—No veo cómo habríamos podido hacerlo, Nynaeve —replicó con sequedad—, dado que no nos habíais contado nada a nosotros hasta anoche. Deberíais habernos enviado a Juilin y a mí.

Nynaeve resopló ante la desfachatez del hombre. Hablaba como si el rastreador y él no se hubiesen pasado todo el tiempo correteando de aquí para allá, como gallinas con el cuello bien estirado, desde que habían llegado a la ciudad para espiarlas a Elayne y a ella y entrometiéndose en sus asuntos, todo en connivencia con Mat. Además, esos tres eran incapaces de pasar dos minutos juntos sin ponerse a chismorrear. Como todos los hombres, claro. Aunque lo cierto era, admitió a regañadientes, que no se les había ocurrido enviarlos a ellos con el recado.

—Os habríais marchado con él por ahí de jarana, a beber —rezongó—. No me digas que no.

Eso era lo que Mat debía de estar haciendo; y tendría a Birgitte esperando su regreso en la posada. Ese hombre encontraría el modo de que todo el plan fracasara.

—¿Y qué, si lo hubiesen hecho? Es una noche para… jaranear. —Recostada junto a uno de los altos ventanales en arco, desde donde contemplaba la calle a través del blanco enrejado del balcón, Elayne rió. Daba golpecitos en el suelo con el pie, aunque a saber cómo era capaz de distinguir una melodía de otra entre todas las que flotaban en la oscuridad.

Nynaeve miró ceñuda la espalda de la joven. El comportamiento de Elayne se había ido haciendo más peculiar a lo largo de las horas. Si no hubiese sabido a qué atenerse, Nynaeve habría sospechado que la heredera del trono había estado saliendo a hurtadillas para dar sorbitos de vino. Más bien, tragos. Aun en el caso de que no hubiese perdido de vista a Elayne en toda la noche, tal cosa habría sido imposible. Ambas habían tenido una desagradable experiencia por abusar del vino, y ninguna de las dos se había permitido tomar siquiera dos copas seguidas.

—Quien me interesa es Jaichim Carridin —dijo Aviendha mientras cerraba el libro y lo colocaba a su lado. Se negaba a plantearse siquiera lo chocante que era sentarse en el suelo ataviada con un vestido de seda azul—. Entre nosotros, los Aiel, a los Seguidores de la Sombra se los mata tan pronto como son descubiertos, y ningún clan, septiar, asociación o primera hermana alzaría una mano para protestar. Si Jaichim Carridin es un Seguidor de la Sombra, ¿por qué no lo mata Tylin Mitsobar? ¿O por qué no lo hacemos nosotros?

—Aquí las cosas son un poco más complicadas —contestó Nynaeve, aunque se había preguntado lo mismo. No por qué no se había matado a Carridin, por supuesto, sino por qué se le seguía permitiendo ir y venir a su antojo. Lo había visto en palacio ese mismo día, después de que le entregaran la carta de Mat, después de que le hubiese dicho a Tylin lo que ponía en ella. Carridin había conversado con Tylin durante más de una hora y se había marchado con tanto honor como cuando llegó. La intención de Nynaeve había sido comentar el asunto con Elayne, pero la pregunta de qué sabía Mat, y cómo, no dejó de injerir en todas las conversaciones. Ese hombre causaría problemas. Lo haría, de algún modo. Todo este asunto iba a estropearse, dijeran lo que dijeran los demás. Se aproximaba mal tiempo.

Thom se aclaró la voz.

—Tylin es una reina débil, mientras que Carridin es embajador de una gran potencia —dijo. Movió una ficha y mantuvo la vista prendida en el tablero de juego. Parecía como si estuviese pensando en voz alta—. Por definición, un Inquisidor Capa Blanca no puede ser un Amigo Siniestro; al menos, así se afirma en la Fortaleza de la Luz. Si Tylin lo arresta o incluso lo acusa, se encontrará con una legión de Capas Blancas en Ebou Dar antes de que le dé tiempo a parpadear. Podrían dejarle el trono, pero se convertiría en una marioneta cuyas cuerdas se manejarían desde la Cúpula de la Verdad. ¿Aún no piensas darte por vencido, Juilin?

El husmeador le asestó una mirada furibunda y después se inclinó sobre el tablero estudiando la partida con intensa atención.

—No la creía cobarde —dijo Aviendha con desagrado, a lo que Thom sonrió divertido.

—Jamás te has enfrentado a algo contra lo que no puedes luchar, pequeña —comentó suavemente—. Algo tan fuerte que tu única opción es huir o ser devorada viva. Intenta no juzgar a Tylin hasta que te hayas encontrado en esa situación.

Por alguna razón, Aviendha enrojeció. Por lo general, ocultaba sus emociones tan bien que su rostro parecía de piedra.

—Ya sé —intervino de pronto Elayne—. Encontraremos pruebas que incluso Pedron Niall tendrá que admitir. —Se dirigió al centro de la habitación. Es decir, bailó hacia el centro de la habitación—. Nos disfrazaremos y lo seguiremos.

De repente no era Elayne la que se hallaba de pie, con un vestido verde ebudariano, sino una domani ataviada con otro azul, muy ajustado. Nynaeve dio un respingo antes de poder contenerse, y su boca se frunció en un gesto exasperado contra sí misma. Sólo porque no pudiese ver los flujos en el momento en que se tejían no era razón para sobresaltarse por la Ilusión. Lanzó una mirada a Thom y a Juilin. Hasta el juglar se había quedado boquiabierto. Inconscientemente asió su trenza. ¡Elayne iba a descubrirlo todo! ¿Qué demonios le pasaba?

La Ilusión funcionaba mejor cuanto más se ajustaba a la imagen original, al menos en cuanto a forma y tamaño, de modo que atisbos del vestido ebudariano aparecieron y desaparecieron fugazmente entre el atuendo domani mientras Elayne giraba para mirarse en uno de los espejos grandes de la habitación. Se echó a reír y batió palmas.

—Oh, jamás me reconocería. Ni a ti tampoco, medio hermana.

De pronto, la mujer sentada en el suelo, junto a la silla de Nynaeve, era una tarabonesa de ojos castaños y rubias trenzas que se mecían con el peso de las cuentas rojas que las adornaban, del mismo color que el vestido ajustado de seda plisada. La mujer miraba inquisitivamente a Elayne. La mano de Nynaeve apretó aún más la trenza.

—Y no podemos olvidarnos de ti —barboteó la heredera del trono—. Sé exactamente qué ha de ser.

Esta vez, Nynaeve vislumbró el brillo del saidar alrededor de Elayne. Estaba furiosa. Ver que los flujos se tejían sobre ella no le servía para saber qué imagen le había dado Elayne, naturalmente. Tuvo que mirar hacia uno de los espejos. Una mujer de los Marinos la contemplaba, boquiabierta, con una docena de aros enjoyados en las orejas y el doble de medallones dorados colgando de la cadena que se unía al aro de la nariz. Aparte de las alhajas, llevaba un amplio pantalón de seda verde brocada, y ni un trocito más de tela encima, como hacían las mujeres de los Atha’an Miere cuando no había tierra a la vista. Sólo era una Ilusión. Iba vestida decentemente debajo del entramado de flujos, pero… Además de su imagen reflejada en el espejo vio las de Thom y Juilin, los dos conteniéndose para no sonreír. Un extraño graznido salió de su garganta.

—¡Cerrad los ojos! —gritó a los hombres y empezó a saltar y agitar los brazos intentando que su vestido se viera a través de la Ilusión—. ¡Cerradlos, maldita sea!

Los cerraron, sí, pero ahora ya no hacían esfuerzo alguno para contener la sonrisa. Indignada a más no poder, dejó de brincar. Aviendha se reía a mandíbula batiente, meciéndose atrás y adelante. Nynaeve dio un tirón a su falda, lo que en el espejo se reflejó como si la mujer de los Marinos intentara quitarse los pantalones, y asestó una intensa mirada a Elayne.

—¡Basta ya, Elayne!

La domani la miró de hito en hito, boquiabierta por la sorpresa. Sólo entonces Nynaeve cayó en la cuenta de lo furiosa que estaba; percibía la Fuente Verdadera justo al límite de su vista. Abrazó el saidar y colocó un escudo entre Elayne y la Fuente. O, más bien, intentó ponerlo. Escudar a alguien que ya está encauzando el Poder no era fácil aun siendo más fuerte que la otra persona. Una vez, siendo niña, había descargado el martillo de maese Luhhan contra el yunque con todas sus fuerzas, y la onda de la vibración le había llegado hasta la punta de los dedos de los pies. Lo de ahora fue el doble de intenso.

—Por amor de la Luz, Elayne, ¿estás bebida?

El brillo que envolvía a la domani desapareció y lo mismo ocurrió con la domani. Nynaeve sabía que los flujos tejidos alrededor también habían desaparecido, pero aun así miró hacia el espejo y soltó un suspiro de alivio al ver de nuevo a Nynaeve al’Meara en él, con su vestido azul con cuchilladas amarillas.

—No —contestó lentamente Elayne. Tenía la cara encendida, pero no era de vergüenza; al menos no del todo. Levantó la barbilla y su voz sonó gélida—. Yo no lo estoy.

La puerta del corredor se abrió de golpe y Birgitte entró tambaleándose y sonriendo de oreja a oreja. En fin, puede que no se tambaleara del todo, pero decididamente le faltaba estabilidad.

—No esperaba que todos vosotros estuvieseis levantados esperándome —dijo alegremente—. Bien, os interesará saber lo que tengo que contaros, pero antes… —Con los pasos no demasiado firmes de quien lleva bastante bebida en el estómago, desapareció en su cuarto.

Thom miraba hacia la puerta con una sonrisa divertida, y Juilin con otra de incredulidad. Los dos sabían quién era, su verdadera identidad. Elayne se limitaba a mantener una actitud altiva. Del dormitorio de Birgitte llegó el sonido de chapoteo de agua, como si se hubiese volcado una palangana en el suelo. Nynaeve intercambió una mirada desconcertada con Aviendha.

Birgitte reapareció con la cara y el cabello goteando y la chaqueta empapada desde los hombros hasta los codos.

—Ahora tengo la mente más despejada —dijo mientras tomaba asiento en una de las sillas doradas y suspiraba—. Ese joven tiene una pierna hueca y un agujero en el pie. Tumbó incluso a Beslan, y yo empezaba a creer que el vino era agua para ese chico.

—¿Beslan? —inquirió Nynaeve alzando el tono—. ¿El hijo de Tylin? ¿Qué hacía allí?

—¿Por qué se lo permitiste, Birgitte? —exclamó Elayne—. Mat Cauthon corromperá al muchacho, y su madre nos echará la culpa.

—El muchacho tiene tu misma edad —repuso Thom con gesto estirado.

Nynaeve y Elayne intercambiaron una mirada desconcertada. ¿Y eso qué tenía que ver? Todo el mundo sabía que los hombres, siendo como eran, no alcanzaban la madurez mental hasta diez años después que las mujeres.

El desconcierto desapareció del rostro de Elayne y fue reemplazado por firmeza y no poca irritación cuando volvió su atención hacia Birgitte de nuevo. Se iban a decir cosas, palabras que ambas podrían lamentar al día siguiente.

—Si tú y Juilin hacéis el favor de dejarnos solas ahora, Thom —se apresuró a decir Nynaeve. Era extremadamente improbable que ellos advirtieran por sí mismos la conveniencia de marcharse—. Necesitáis dormir para encontraros descansados mañana a primera hora. —Siguieron sentados, mirándola boquiabiertos como lelos, de modo que adoptó un tono más firme—. Ahora.

—Esta partida estaba acabada hace veinte movimientos —manifestó Thom mientras echaba una ojeada al tablero—. ¿Qué te parece si bajamos a nuestro cuarto y empezamos otra? Te daré la ventaja de colocar diez fichas como quieras en cualquier momento a lo largo de la partida.

—¿Diez fichas? —exclamó Juilin, mientras retiraba su silla arrastrándola—. ¿Y me ofrecerás también caldo y pan blanco?

Continuaron discutiendo en el camino hacia la salida, pero ya en la puerta, ambos miraron hacia atrás con resentimiento. Nynaeve los creía completamente capaces de quedarse despiertos toda la noche sólo porque ellas los habían mandado a la cama.

—Mat no corromperá a Beslan —adujo secamente Birgitte cuando la puerta se cerró tras ellos—. Dudo que nueve bailarinas de plumas con un cargamento entero de brandy pudiesen corromperlo. No sabrían por dónde empezar.

Nynaeve sintió alivio al oír aquello, aunque había algo raro en el tono de la mujer —seguramente el alcohol ingerido—, pero Beslan no era todo el asunto en cuestión, de modo que así lo dijo.

—No, no lo es —redundó Elayne—. ¡Te has embriagado, Birgitte! Y yo lo he sentido. Todavía me noto achispada si no me concentro. El vínculo no debería funcionar así. Las Aes Sedai no se desploman riendo como tontas si sus Guardianes beben en exceso.

Nynaeve alzó los brazos con exasperación.

—No me miréis así —dijo Birgitte—. Sabéis más que yo. Hasta ahora Aes Sedai y Guardianes habían sido mujeres y hombres. Quizás esté ahí la diferencia. Quizá somos demasiado iguales. —Su sonrisa se torció un tanto. El agua de la jarra no había sido suficiente ni con mucho—. Eso puede resultar embarazoso, supongo.

—¿Podríamos limitarnos a lo que es realmente importante? —instó Nynaeve con voz tirante—. A Mat, digamos.

Elayne había abierto la boca para replicar a Birgitte, pero la cerró de golpe y sus mejillas adquirieron un tono rojizo, esta vez por el chasco.

—Bien —continuó Nynaeve—. ¿Estará Mat aquí por la mañana o se encuentra en el mismo estado lamentable que tú?

—Puede que venga —contestó Birgitte, cogiendo una taza de té de menta que le ofrecía Aviendha. La Aiel, naturalmente, seguía sentada en el suelo. Elayne la miró con el entrecejo fruncido un momento y luego también se sentó en el suelo a su lado, nada menos.

—¿Qué quieres decir con que puede que venga? —demandó Nynaeve. Encauzó y la silla que había ocupado antes flotó hacia ella. Y si golpeaba al posarse en el suelo, mejor, porque era lo que quería. Beber en exceso; sentarse en el suelo. ¡Parecía mentira!—. ¡Si espera que vayamos a él de rodillas…!

Birgitte tomó un sorbo de té haciendo un ruido de satisfacción y, cosa extraña, cuando volvió a mirar a Nynaeve no parecía tan embriagada.

—Lo disuadí para que no pidiera eso, aunque me parece que no lo decía en serio. Lo único que quiere es una disculpa y que se le den las gracias.

A Nynaeve casi se le salieron los ojos de las órbitas. ¿Que lo había convencido para que no pidiera eso? ¿Pedirle disculpas? ¿A Matrim Cauthon?

—Jamás —gruñó.

—¿Darle las gracias por qué motivo? —quiso saber Elayne, como si tal cosa importase. Fingió no ver la mirada furiosa de Nynaeve.

—Por lo de la Ciudadela de Tear —respondió Birgitte, y Nynaeve giró bruscamente su cabeza hacia ella. La voz de la arquera sonaba ya perfectamente normal, sin atisbo de embriaguez—. Dice que entró en la Ciudadela, que entraron Juilin y él, para sacaros de una mazmorra de la que no podíais escapar por vosotras mismas. —Sacudió la cabeza lentamente, admirada—. No sé si yo habría hecho algo así por nadie que no fuese Gaidal. En la Ciudadela no. Mat afirma que le disteis las gracias de un modo que no supo por dónde tomarlo y que tuvo la sensación de que era él quien debía sentirse agradecido porque no le atizarais una patada.

En cierto modo era la verdad, aunque tergiversada. Mat había exhibido aquella sonrisita burlona tan propia de él mientras decía que había ido para sacarles las castañas del fuego o algo por el estilo. Aun entonces había creído que podía decirles lo que tenían que hacer.

—Sólo una de las hermanas Negras montaba guardia en los calabozos —murmuró Nynaeve—, y ya nos habíamos ocupado nosotras de ella. —Cierto que todavía no había resuelto cómo abrir la puerta de la celda, que había sido escudada—. De todos modos a Be’lal no le interesábamos realmente, sólo nos retenía como cebo para Rand. Por lo que sabíamos, Moraine podía haberlo matado ya para entonces.

—El Ajah Negro. —La voz de Birgitte era más pétrea que las baldosas del suelo—. Y uno de los Renegados. Mat ni siquiera los mencionó. Deberíais darle las gracias de rodillas, Elayne. Las dos. Ese hombre lo merece. Y también Juilin.

Nynaeve se quedó pálida. ¿Que Mat no había mencionado…? ¡Ese hombre despreciable, miserable!

—No me disculparé con Matrim Cauthon. Ni en mi lecho de muerte.

Aviendha se inclinó hacia Elayne y le tocó la rodilla.

—Medio hermana, diré esto con delicadeza. —Su gesto y su tono eran tan delicados como un hito del camino—. Si tal cosa es cierta, tienes toh con Mat Cauthon. Y también Nynaeve. Y lo habéis empeorado desde entonces, por las cosas que he visto.

¡toh! —exclamó Nynaeve. Las dos se pasaban la vida hablando sobre esa necedad del toh—. No somos Aiel, Aviendha. Y Mat Cauthon es una espina clavada en el pie para cualquiera que lo trate.

—Entiendo —dijo sin embargo Elayne, asintiendo con la cabeza—. Tienes razón, Aviendha. Pero ¿qué hemos de hacer? Tendrás que ayudarme, medio hermana. No tengo intención de convertirme en Aiel, pero… Quiero que te sientas orgullosa de mí.

—¡No nos disculparemos! —espetó Nynaeve.

—Me honra conocerte —contestó Aviendha al tiempo que rozaba levemente la mejilla de Elayne—. Una disculpa es un comienzo, pero ya no basta para saldar el toh ahora.

—¿Me estáis escuchando? —demandó Nynaeve—. ¡He dicho que no me disculparé! —repitió, haciendo una pausa entre palabra y palabra para darles más énfasis.

Las dos siguieron hablando. Sólo Birgitte la miró, y la arquera esbozaba una sonrisa que no se diferenciaba mucho de una carcajada. Nynaeve se estrujó la trenza con las dos manos. Desde el principio supo que tenían que haber enviado a Thom y a Juilin.

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