Moghedien no quería volver a soñar el sueño, pero el deseo de despertarse, el deseo de gritar, no servía de nada. El sueño la retenía más firmemente que unos grilletes. El inicio transcurrió deprisa, como un veloz esbozo. No había clemencia; de ese modo tendría que revivir antes el resto.
Apenas reconocía a la mujer que entraba en la tienda donde estaba prisionera. Halima, ayudante de una de esas necias que se llamaban a sí mismas Aes Sedai. Necias, pero la retenían a través de la banda plateada que le rodeaba el cuello y la obligaban a obedecer. Movimiento rápido, aunque ella rogara para que todo fuera más despacio. La mujer encauzaba para encender una luz y Moghedien sólo veía la luz. Tenía que ser saidin, entre todos los seres vivientes, sólo los Elegidos sabían cómo rozar el Poder Verdadero —el Poder que procedía del Oscuro— y pocos eran lo bastante necios para hacerlo salvo en casos de extrema necesidad; ¡pero eso era imposible! Rapidez borrosa. La mujer decía llamarse Aran’gar y se dirigía a Moghedien por su nombre, invocaba la Fosa de la Perdición y le quitaba el collar del a’dam, encogiéndose de dolor; un dolor que ninguna mujer habría debido sentir. De nuevo —¿cuántas veces había hecho lo mismo?— Moghedien tejía un pequeño acceso dentro de la tienda. Rasaba para darse ocasión de pensar en medio de la infinita oscuridad, pero tan pronto como ponía el pie en la plataforma, semejante a un pequeño balcón de mármol, completo con un cómodo sillón, llegaba a las negras vertientes de Shayol Ghul, eternamente envueltas en luz crepuscular, donde túneles y respiraderos emitían vapor y humo en vaharadas violentas, y un Myrddraal se acercaba a ella, con su negro atuendo y su rostro blanco como un gusano de tumba, carente de ojos, pero más alto y más corpulento que cualquier otro Semihombre. La miraba con arrogancia, le decía su nombre espontáneamente y le ordenaba que lo siguiera; los Myrddraal no actuaban así con los Elegidos. Entonces clamó en lo más profundo de su mente para que el sueño discurriera más deprisa, que pasara como un borrón imposible de ver, de discernir, pero… Ahora, mientras seguía a Shaidar Haran hacia la entrada de la Fosa de la Perdición, todo discurría a su ritmo normal y parecía más real que el Tel’aran’rhiod o que el mundo de vigilia.
De los ojos de Moghedien manaban lágrimas que se deslizaban por las mejillas, ya húmedas. Se retorció en el duro camastro, agitando brazos y piernas en un intento desesperado e inútil de despertarse. Ya no era consciente de que soñaba —todo parecía real— pero perduraban hondos recuerdos, y en aquellas recónditas profundidades su instinto aullaba y arañaba para escapar de allí.
Estaba muy familiarizada con el túnel inclinado, el techo de rocas puntiagudas como colmillos, las paredes irradiando una tenue luminosidad. Había hecho ese viaje descendente muchas veces desde el lejano día en que acudió por primera vez para jurar obediencia al Gran Señor y empeñar su alma, pero jamás como ahora, jamás conociéndose su fracaso en toda su magnitud. Hasta entonces se las había ingeniado siempre para ocultar sus fiascos incluso al Gran Señor. Muchas veces. Allí podían hacerse cosas que eran irrealizables en cualquier otro lugar. Allí podían ocurrir cosas que no ocurrían en ninguna otra parte.
Dio un respingo de sobresalto cuando uno de los colmillos pétreos le rozó el pelo y después recobró la compostura lo mejor que pudo. Aquellas dagas punzantes seguían dejando un paso fácil para el altísimo Myrddraal, pero aunque ella sólo le llegaba a la altura del pecho, ahora se veía obligada a mover la cabeza para esquivar las afiladas piedras. Allí la realidad era arcilla en manos del Gran Señor, que a menudo hacía patente su descontento de ese modo. Un colmillo pétreo le rozó el hombro y Moghedien tuvo que agacharse para esquivar otro. En el túnel ya no había suficiente altura para que la mujer caminara erguida. Se inclinó más, caminando agazapada en pos del Myrddraal, intentando no rezagarse. El paso de Shaidar Haran no variaba de ritmo, pero por mucho que ella se apresurase, la distancia entre los dos no menguaba. El techo descendía más y más, cerrando los colmillos del Gran Señor para desgarrar a los traidores y a los necios, y Moghedien tuvo que avanzar a gatas y después arrastrarse sobre codos y rodillas. En el túnel llameó una luz titilante que irradiaba de la entrada de la mismísima Fosa, justo al frente, y Moghedien se arrastró sobre el vientre, tiró de sí misma con las manos hacia adelante, se empujó con los pies. Las puntas de las piedras se le hincaban en la carne, enganchaban su vestido. Jadeante, recorrió culebreando el último tramo, acompañada del sonido de lana al desgarrarse.
Al mirar hacia atrás, la sacudió un estremecimiento. Allí donde debería estar la boca del túnel se alzaba un liso muro de piedra. Quizás el Gran Señor lo había calculado al segundo; aunque también podía ser que si ella hubiese sido más lenta al moverse…
La cornisa en la que yacía se proyectaba por encima de un lago negro rojizo de roca fundida, en el que llamas del tamaño de un hombre emergían y morían y reaparecían. Arriba, la caverna sin techo ascendía a través de la montaña hasta un cielo por el que unas nubes veteadas de rojo, amarillo y negro pasaban veloces, como si volaran en alas del tiempo. No era el negro firmamento que se veía en el exterior de Shayol Ghul. Nada de eso merecía una segunda ojeada, y no sólo porque ya lo hubiese visto muchas otras veces. La Perforación en la prisión del Gran Señor no se encontraba más próxima allí que en cualquier otro lugar del mundo, pero sí se percibía y uno podía sumergirse en la gloria del Gran Señor. Tanta era la fuerza del Poder Verdadero allí que si intentaba encauzar la consumiría como una pavesa. Tampoco tenía el menor deseo de pagar el precio en ningún otro sitio.
Empezó a incorporarse, pero algo la golpeó entre los omóplatos y la empujó contra la cornisa con tal violencia que le vació de aire los pulmones. Aturdida, inhaló y luego miró hacia atrás. El Myrddraal tenía plantado el pie en su espalda. Por poco abraza el saidar, aunque encauzar allí sin permiso expreso era un suicidio. La arrogancia con que la había tratado en la ladera era una cosa, ¡pero esto!
—¿Sabes quién soy? —demandó—. ¡Soy Moghedien! —Las cuencas sin ojos la contemplaban como si fuese un insecto; ella había visto a menudo a los Myrddraal mirar de ese modo a los humanos corrientes.
MOGHEDIEN. Aquella voz dentro de su cabeza arrastró cual oleaje embravecido toda idea sobre el Myrddraal. De hecho, casi arrastró todo pensamiento a su paso. Al lado de eso, el abrazo más intenso de cualquier amante humano era una gota de agua comparado con un océano. ¿HASTA DÓNDE LLEGA TU FRACASO, MOGHEDIEN? LOS ELEGIDOS SON SIEMPRE LOS MÁS FUERTES, PERO TÚ TE DEJASTE CAPTURAR. ENSEÑASTE A AQUELLAS QUE PUEDEN OPONERSE A MÍ, MOGHEDIEN.
Parpadeó mientras intentaba desesperadamente pensar con coherencia.
—Gran Señor, sólo les enseñé cosas poco importantes y les opuse resistencia como pude. Les enseñé un supuesto modo de detectar un hombre encauzando. —Se las ingenió para reír—. Practicarlo les provoca tales jaquecas que les es imposible encauzar durante horas.
Silencio. Tal vez fuese mejor así. Las chicas habían renunciado a aprender aquello mucho antes de su rescate, pero el Gran Señor no tenía por qué saber tal cosa.
—Gran Señor, sabéis cómo os he servido. En las sombras. Y vuestros enemigos no sienten mi picadura hasta que el veneno está haciendo efecto. —No se atrevía a decir que se había dejado capturar deliberadamente para trabajar desde dentro, pero sí podía sugerirlo—. Gran Señor, sabéis que acabé con muchos de vuestros enemigos durante la Guerra del Poder. Desde las sombras, sin ser vista o, si advertían mi presencia, no me prestaban atención porque aparentemente no podía ser un peligro para ellos.
Silencio. Y entonces…
MIS ELEGIDOS SON SIEMPRE LOS MÁS FUERTES. MI MANO ACTÚA.
Aquella voz retumbando en su cráneo convertía sus huesos en miel hirviente y su cerebro en fuego. El Myrddraal la cogía de la barbilla con una mano, obligándola a levantar la cabeza antes de que su vista se aclarase lo bastante para ver el cuchillo que empuñaba en la otra. Todos sus sueños iban a terminar allí con la garganta rebanada, y su cuerpo entregado para alimentar a los trollocs. Puede que Shaidar Haran se reservara una porción escogida para sí mismo. Quizás…
No. ¡Sabía que iba a morir, pero ese Myrddraal no se comería ni una brizna de su cuerpo! Buscó el contacto con el Poder para abrazar el saidar y sus ojos se desorbitaron. No había nada allí. ¡Nada! ¡Era como si la hubiesen seccionado! ¡Sabía que no era así; se decía que era el dolor más intenso que cualquiera podía experimentar, más allá de cualquier poder mitigante, pero…!
En esos instantes de estupefacción, el Myrddraal le abrió la boca a la fuerza y pasó la hoja del cuchillo a lo largo de su lengua, tras lo cual le hizo una pequeña incisión en la oreja. Y mientras el Semihombre se erguía, obtenida ya su saliva y su sangre, Moghedien supo qué se proponía, incluso antes de que él sacara lo que parecía una jaula minúscula y frágil, de alambre de oro y cristal. Ciertas cosas sólo podían hacerse allí, y algunas de ellas únicamente por aquellos que podían encauzar, y ella había llevado allí a varios hombres y mujeres con ese mismo propósito.
—No —susurró. Sus ojos no podían apartarse de la cour’souvra, la trampa mental—. ¡No, a mí no! ¡A mí no!
Haciendo caso omiso de ella, Shaidar Haran frotó la hoja del cuchillo contra la cour’souvra para arrastrar los fluidos e impregnarla con ellos. El cristal se tornó lechoso y rosado; la primera fase. Con un giro de muñeca, arrojó la trampa mental al lago de lava para completar la segunda. La jaula de oro y cristal surcó el aire en un arco y de repente se detuvo y se quedó flotando en el mismo punto donde parecía estar la Perforación, el lugar donde la urdimbre del Entramado era más fina.
Moghedien olvidó al Myrddraal y alzó las manos hacia la Perforación.
—¡Piedad, Gran Señor! —Que ella supiera, el Gran Señor jamás había demostrado compasión, pero si en lugar de allí se hubiese encontrado metida en una celda con lobos rabiosos o con una darath en época de muda, habría suplicado igual. Si se daban las circunstancias precisas, se suplicaba hasta lo imposible. La cour’souvra flotaba en el vacío y giraba lentamente, centelleando con la luz del fuego que bullía debajo—. Os he servido con todo mi corazón, Gran Señor. Os suplico clemencia. ¡Piedad! ¡Tened compasión!
TODAVÍA PODRÁS SERVIRME.
La voz la transportó en un éxtasis inimaginable, pero en el mismo instante la centelleante trampa mental irradió cual un sol y en medio de su arrobamiento, Moghedien experimentó un dolor como si la hubiesen sumergido en el abrasador lago. Fundidas ambas sensaciones, la mujer aulló y se sacudió enloquecida, sumida en el interminable y eterno dolor que perduró más allá de las Eras, y después de que no quedara nada excepto el sufrimiento y el recuerdo del sufrimiento, la ínfima bendición de la oscura nada la arrolló.
Moghedien rebulló en el camastro. Otra vez, no. Por favor.
Apenas reconocía a la mujer que entraba en la tienda donde estaba prisionera.
Por favor, chilló en lo más hondo de su mente.
La mujer encauzaba para encender una luz y Moghedien sólo veía la luz.
Sumida en un profundo sueño, tembló de pies a cabeza. ¡Por favor!
La mujer decía llamarse Aran’gar y se dirigía a Moghedien por su nombre, invocaba la Fosa de la Perdición y…
—Despierta, mujer —dijo una voz que sonaba como huesos resecos desmenuzándose.
Los ojos de Moghedien se abrieron de golpe. Casi deseó que volviera el sueño. No había puerta ni ventanas que rompieran la uniformidad de los muros de piedra de su pequeña prisión; tampoco había globos radiantes o simples lámparas, pero de algún sitio llegaba luz. Ignoraba cuántos días llevaba allí; sólo sabía que la insípida comida llegaba con intervalos regulares, que el cubo destinado a aliviar la vejiga y el vientre se vaciaba incluso con mayor frecuencia y que, de algún modo, le dejaban jabón y un pozal con agua perfumada para que se aseara. Pero hasta eso parecía un castigo, ya que la intensa sensación de alegría al ver el pozal de agua le recordaba cuán bajo había caído. Shaidar Haran se encontraba ahora con ella en la celda.
Rodó del catre con premura, se arrodilló y agachó el rostro hasta el suelo de piedra. Siempre había hecho lo que fuese menester para sobrevivir, y el Myrddraal se había mostrado más que satisfecho de indicarle qué se esperaba de ella.
—Acojo tu visita con entusiasmo, Mia’cova. —El título le quemaba la lengua. «El que es mi dueño», significaba, o, simplemente «mi amo». El extraño escudo que Shaidar Haran había utilizado en ella, a pesar de que los Myrddraal no podían hacerlo, no se percibía, pero aun así Moghedien ni siquiera se planteó la posibilidad de encauzar. El Poder Verdadero le estaba vetado, naturalmente, puesto que sólo podía absorberse con el beneplácito del Gran Señor, pero la Fuente resultaba tentadora, bien que el brillo siempre atisbado en el límite visual parecía raro en cierto modo. Con todo, siguió sin tenerlo en cuenta. Cada vez que el Myrddraal la visitaba, le mostraba su trampa mental. Encauzar demasiado cerca de la propia cour’souvra resultaba doloroso en extremo, y la intensidad del sufrimiento era correlativa a la proximidad. A tan corta distancia, dudaba que pudiera sobrevivir a un mero roce con la Fuente. Y ése era el menor de los peligros de la trampa mental.
Shaidar Haran rió con sorna, un sonido rasposo a cuero seco y agrietado. Otra de las cosas que diferenciaba a este Myrddraal de los demás. De naturaleza mucho más cruel que los trollocs, quienes eran sólo sanguinarios, los Semihombres actuaban desapasionadamente. No obstante, Shaidar Haran exteriorizaba regocijo a menudo. Dadas las circunstancias, Moghedien se consideraba afortunada de tener sólo contusiones. A esas alturas, la mayoría de las mujeres se hallarían al borde de la locura, si es que no habían perdido ya la razón.
—¿Y también estás ansiosa por obedecer? —inquirió la voz rechinante.
—Sí, estoy ansiosa por obedecer, Mia’cova. —Lo que fuera necesario para sobrevivir. Aun así, soltó una exclamación ahogada cuando los fríos dedos aferraron repentinamente su cabello enredado. Aunque se apresuró a incorporarse por sí misma en la medida de lo posible, él la levantó tirando del pelo. Al menos esta vez sus pies siguieron plantados en el suelo. El Myrddraal la examinó, inexpresivo. El recuerdo de visitas anteriores exigía un gran esfuerzo de voluntad para no encogerse o no gritar o, simplemente, intentar abrazar el saidar y así acabar de una vez por todas.
—Cierra los ojos —le ordenó—, y manténlos cerrados hasta que se te diga que los abras.
Los párpados de Moghedien se cerraron de inmediato. Una de las lecciones de Shaidar Haran había sido obedecer al instante. Además, con los ojos cerrados podía imaginar que se encontraba en cualquier otro lugar. Todo lo que fuera necesario.
De repente, la mano que asía su cabello la empujó hacia adelante y la mujer gritó a pesar de sí misma. El Myrddraal se proponía estrellarla contra la pared. Alzó las manos para protegerse y Shaidar Haran la soltó. Moghedien trastabilló al menos diez pasos, a pesar de que su celda no medía tanto de una esquina a otra. Humo de leña; percibía un leve atisbo de leña encendida. No obstante, mantuvo los ojos bien cerrados. Se proponía seguir sólo con cardenales —y cuantos menos, mejor— tanto tiempo como le fuera posible.
—Ahora puedes mirar —dijo una voz profunda.
Así lo hizo, aunque con recelo. El que había hablado era un hombre joven, alto, de anchos hombros, vestido con polainas negras, amplia camisa blanca y botas también negras; estaba sentado en un sillón almohadillado delante de una chimenea de mármol donde ardían unos troncos; sus asombrosos ojos azules la observaban. Se encontraban en una habitación revestida de paneles que podría haber pertenecido a un mercader rico o a un noble de rango medio en la época actual; el mobiliario tenía tallas discretas y un ligero toque dorado, en tanto que las alfombras habían sido tejidas con arabescos rojos y oro. Sin embargo, Moghedien no tuvo la menor duda de que se hallaba en un lugar próximo a Shayol Ghul; no daba la impresión de ser el Tel’aran’rhiod, la única alternativa posible. Giró la cabeza rápidamente e hizo una profunda inhalación de alivio. Al Myrddraal no se lo veía por ningún sitio. Fue como si unas bandas de cuande dejaran de oprimirle el pecho.
—¿Disfrutaste de tu estancia en el vacuidal?
Moghedien sintió como si unos dedos helados le tocaran el cuero cabelludo. No era investigadora ni creadora, pero conocía esa palabra. Ni siquiera se planteó cómo era posible que un joven de la época actual también la conociera. A veces surgían burbujas en el Entramado, aunque había quienes, como Mesaana, dirían que era una explicación demasiado simple. Se podía entrar en los vacuidales, si se sabía cómo hacerlo, y manipularlos del mismo modo que el resto del mundo —recordaba vagamente que los investigadores habían realizado a menudo grandes experimentos en vacuidales—, pero en realidad se hallaban fuera del Entramado y a veces se acercaban demasiado o tal vez se desprendían y se alejaban a la deriva. Ni siquiera Mesaana sabía con certeza lo que ocurría, salvo que todo lo que había dentro de ellos en ese momento desaparecía para siempre.
—¿Durante cuánto tiempo? —Se sorprendió al oír su voz firme. Se volvió hacia el joven, que seguía sentado y sonriéndole—. He preguntado cuánto tiempo. ¿O no lo sabes?
—Te vi llegar… —Hizo una pausa para coger una copa de plata que había en la mesa junto al sillón y sus ojos la observaron sonrientes mientras bebía. Luego continuó—. Anteanoche.
Moghedien no pudo disimular un suspiro de alivio. La única razón por la que alguien querría entrar en un vacuidal era que el tiempo discurría de manera diferente allí, a veces más despacio y otras más deprisa. En ocasiones, mucho más deprisa. No le habría sorprendido demasiado descubrir que el Gran Señor la había recluido durante cien años o un millar, para emerger a un mundo que ya era suyo, para obligarla a alimentarse de carroña mientras los otros Elegidos se encontraban en el pináculo. Seguía siendo uno de los Elegidos, al menos a su modo de ver. Y hasta que el Gran Señor no le dijese lo contrario. No sabía de nadie que hubiese sido liberado de una trampa mental, pero ella estaba dispuesta a encontrar un modo. Siempre había una forma para quienes actuaban con cautela, en tanto que fracasaban aquellos para quienes la cautela era sinónimo de cobardía. Ella misma había conducido a unos cuantos de esos supuestos valientes a Shayol Ghul para ponerles la cour’souvra.
De repente se le ocurrió que el tipo que tenía delante sabía mucho para ser un Amigo de la Sombra, en especial tratándose de alguien que apenas había pasado los veinte años. Él echó una pierna por encima del brazo del sillón, repantigado con insolencia bajo su escrutinio. Graendal lo habría convertido en uno de sus «juguetes» si tuviera posición o poder; sólo la barbilla, excesivamente firme, impedía que fuera lo bastante hermoso. No creía haber visto nunca ojos tan azules. Ante tal alarde de insolencia en sus narices, después de lo que había tenido que soportar en manos de Shaidar Haran, con la Fuente llamándola y hallándose ausente el Myrddraal, se planteó la idea de enseñarle una dura lección a ese joven Amigo de la Sombra. El hecho de que sus ropas estuviesen mugrientas influyó en su decisión; podía oler el tenue perfume del agua con la que se aseaba, pero no tenía medios para limpiar el tosco vestido de lana que llevaba puesto cuando escapó de Egwene al’Vere, que además estaba desgarrado tras el viaje a la Fosa de la Perdición. Prevaleció la prudencia —aquel cuarto tenía que encontrarse cerca de Shayol Ghul—, pero sólo merced a un gran esfuerzo.
—¿Cómo te llamas? —demandó—. ¿Tienes idea de con quién estás hablando?
—Sí que la tengo, Moghedien. Puedes llamarme Moridin.
Moghedien inhaló bruscamente. No por el nombre; cualquier necio podía llamarse Muerte. Pero una minúscula motita negra, del tamaño preciso para poder verse, se desplazó a través de uno de aquellos ojos azules y después lo hizo por el otro, siguiendo la misma línea. El tal Moridin había tocado el Verdadero Poder, y en más de una ocasión. En muchas más. Moghedien sabía que, aparte de al’Thor, algunos hombres que podían encauzar sobrevivían en esa época; ese individuo estaba más o menos a la altura de Rand al’Thor, pero no habría imaginado que el Gran Señor hubiese concedido ese particular honor a ninguno de ellos. Un honor con señuelo, como cualquiera de los Elegidos sabía. A la larga, el Poder Verdadero creaba mucha más adicción que el Poder Único; una voluntad fuerte podía contener el deseo de absorber más saidar o saidin, pero Moghedien dudaba que existiera una voluntad lo bastante fuerte para resistirse al Poder Verdadero; no una vez que el saa aparecía en los ojos. El precio final por excederse era diferente, pero no por ello menos terrible.
—Se te ha honrado con una distinción mayor de lo que imaginas —le dijo. Como si su andrajoso vestido fuera de la más fina camalina, tomó asiento en el sillón que había enfrente del ocupado por el joven—. Dame un poco de ese vino y te lo explicaré. Sólo a otros veintinueve les ha sido dado…
Para su estupefacción, el joven se echó a reír.
—No has entendido bien, Moghedien. Sigues sirviendo al Gran Señor, pero no exactamente como hacías antes. El tiempo de poner en práctica tus propios juegos ha quedado atrás. Si, aunque por pura casualidad, no te las hubieses arreglado para hacer algo bien, a estas alturas estarías muerta.
—Soy una de los Elegidos, chico —replicó, imponiéndose la ira a la precaución. Se sentó erguida, haciéndole frente con todo el conocimiento de una Era que reducía el de él más o menos al existente en los tiempos de chozas de barro. En ese conocimiento que poseía concerniente al Poder Único, al menos en ciertas áreas, nadie la superaba. Faltó poco para que abrazara el saidar, aunque Shayol Ghul se encontrara muy próximo—. Probablemente tu madre utilizaba mi nombre para asustarte no hace muchos años, pero has de saber que hombres hechos y derechos, que podrían estrujarte como una bayeta, sudaban cuando lo oían pronunciar. ¡Así que mucho cuidado con el modo en que me hablas!
Él metió la mano por el cuello abierto de su camisa y, cuando la sacó, a Moghedien se le quedó la lengua pegada al paladar y los ojos prendidos en la pequeña jaula de alambre de oro y cristal rojo como sangre que colgaba de un cordón que llevaba al cuello. Reparó vagamente en que guardaba otra igual bajo la camisa, pero sólo tenía ojos para la suya propia. Porque indudablemente era la suya. El joven la frotó con el pulgar y Moghedien notó esa caricia en su mente, en su alma. Romper una trampa mental no requería mucha más presión que la que Moridin ejercía en ese momento, y aunque ella se encontrase al otro lado del mundo o más lejos incluso, no supondría diferencia alguna en el resultado. La parte de sí misma que era ella se separaría; seguiría viendo con los ojos y oyendo con los oídos, percibiría el sabor de lo que pasara por su lengua y sentiría lo que tocara, pero sería impotente como un autómata, por completo a las órdenes de quien tuviera la cour’souvra. Hubiese o no un modo de librarse de ella, la trampa mental era exactamente lo que implicaba su nombre. Notó que se ponía pálida.
—¿Lo entiendes ahora? —inquirió Moridin—. Sigues sirviendo al Gran Señor, pero ahora será haciendo lo yo que te diga.
—Lo entiendo, Mia’cova —respondió automáticamente.
Mientras guardaba la trampa mental bajo la camisa, él se echó a reír de nuevo, un sonido profundo y rico en matices que la escarneció.
—No es menester utilizar ese tratamiento, ahora que has aprendido la lección —dijo—. Te llamaré Moghedien y tú a mí, Moridin. Sigues siendo uno de los Elegidos. ¿Quién podría reemplazarte?
—Sí, por supuesto, Moridin —contestó con voz monótona. Dijese lo que dijese él, Moghedien sabía que era su sierva.