28 Pan y queso

Mat supo que se había metido en un lío desde el día que se trasladó al palacio de Tarasin. Podría haberse negado. El mero hecho de que los condenados dados rodaran o se pararan dentro de su cabeza no significaba que tuviera que hacer algo; por lo general, cuando dejaban de rodar ya era demasiado tarde para hacer nada. El problema era que quería saber por qué. No habían pasado muchos días cuando deseó coger su curiosidad por el cuello y estrangularla.

La mañana en cuestión, después de que Nynaeve y Elayne salieran de su habitación en la posada y una vez que fue capaz de llegarse a los pies sin que la cabeza se le cayera de los hombros, había hecho correr la noticia entre sus hombres. Nadie pareció ver las desventajas. Sólo quería prepararlos, pero nadie lo escuchó.

—Muy bien, milord —dijo Nerim mientras le calzaba las botas—. Por fin milord tendrá aposentos decentes. Excelente. —Pareció perder su eterna expresión doliente, aunque sólo duró un instante—. Cepillaré la chaqueta roja para milord. Milord ha manchado la azul con vino.

Armado de paciencia, Mat esperó hasta que la tuvo lista, se la puso y se encaminó al pasillo.

—¿Aes Sedai? —La cabeza de Nalesean asomó por el cuello de una camisa limpia. Su orondo mayordomo, Lopin, pululaba alrededor—. Así me condene, no me gustan mucho las Aes Sedai, pero… Alojarnos en el palacio de Tarasin, Mat, imagina.

Mat hizo un gesto de dolor; ya era bastante irritante que el hombre fuera capaz de beberse un barril entero de brandy sin tener resaca a la mañana siguiente, pero ¿es que también tenía que sonreír así?

—Oh, Mat, ahora podremos olvidarnos de los dados y jugar a cartas con los de nuestra clase.

Se refería a los nobles, los únicos que se permitían el lujo de jugar, salvo los mercaderes acaudalados que no lo serían durante mucho tiempo si empezaban a tomar parte en las apuestas que se cruzaban entre los nobles. Nalesean se frotó las manos con entusiasmo mientras Lopin intentaba colocarle bien las puntillas; hasta su barba parecía ansiosa.

—Sábanas de seda —musitó.

¿Sábanas de seda? En su vida había oído hablar de ellas. Mat sintió que los recuerdos de un pasado remoto pugnaban por acudir a su memoria, pero se negó a prestarles atención.

—Lleno de nobles —gruñó Vanin en la planta baja mientras fruncía los labios como si fuese a escupir. Su ojeada buscando a la señora Anan era ya automática; en lugar de escupir, decidió echar una trago del tosco vino que era su desayuno—. Sin embargo, será bueno volver a ver a lady Elayne —musitó. Su mano libre se alzó como si fuera a tocarse la sien en un saludo; no parecía ser consciente del gesto. Mat gimió. Esa mujer había echado a perder a un buen hombre—. ¿Queréis que vuelva a vigilar la casa de Carridin? —prosiguió, como si lo demás no tuviese importancia—. Esa calle está tan atestada de mendigos que cuesta trabajo ver algo, pero recibe un montón de visitas.

Mat le dijo que le parecía bien. No era de extrañar que a Vanin le importara poco si en el palacio había nobles y Aes Sedai a espuertas; se pasaría todo el día sudando bajo el sol y recibiendo empujones de la multitud. Un panorama mucho más agradable.

No tenía sentido tratar de prevenir a Harnan y a los restantes Brazos Rojos. Todos estaban engullendo gachas de avena y pequeñas salchichas negras mientras se daban codazos en las costillas unos a otros y bromeaban sobre las criadas de palacio, a quienes, según habían oído, se las elegía por su belleza y eran notablemente libres en lo tocante a conceder sus favores. Y ése era un hecho demostrado, se repetían sin cesar.

Las cosas no mejoraron precisamente cuando Mat fue a la cocina en busca de la señora Anan a fin de liquidar la cuenta. Caira estaba allí, pero su malhumor de la noche anterior había pasado a ser un genio de mil demonios. Frunció los labios al verlo y le asestó una mirada fulminante, tras lo cual salió por la puerta que daba a los establos frotándose la parte posterior de la falda, o quizás el trasero. Tal vez pasaba un mal momento o se había metido en algún problema, pero que lo culpara por ello escapaba a la comprensión de Mat.

Por lo visto, la señora Anan no se encontraba en la posada —siempre estaba organizando comidas de beneficencia para refugiados o acometiendo cualquier otra buena obra—, pero Enid agitaba un largo cucharón de madera en dirección a sus atareados asistentes y no tuvo inconveniente en tender su ancha mano para recoger el dinero.

—Apretáis demasiados melones para probar su madurez, mi joven señor, y no debería sorprenderos si uno pasado se os rompe en las manos —fue su incomprensible comentario—. O dos —añadió al cabo de un momento mientras asentía con la cabeza. Se acercó más a él y ladeó la redonda y sudorosa cara al tiempo que lo miraba con intensidad—. Si contáis algo, lo único que conseguiréis será meteros en problemas. No lo haréis, ¿verdad? —Aquello no sonaba en absoluto como una pregunta.

—Ni una palabra —dijo Mat. ¿De qué demonios hablaba? Sin embargo, aquella respuesta pareció ser la adecuada, ya que la cocinera asintió antes de alejarse agitando el cucharón con el doble de energía que antes. Por un instante Mat temió que fuera a atizarlo con él. La pura verdad era que todas las mujeres, no sólo algunas, tenían una vena de violencia.

Entre unas cosas y otras, fue un alivio cuando Nerim y Lopin se enzarzaron a voces en una discusión con respecto a qué equipaje de cuál señor sería transportado en primer lugar. Aplacarlos requirió su buena media hora por parte de Nalesean y de él. Un mayordomo fuera de sí podía hacer un infierno de la vida de su señor. Después tuvo que ocuparse de solventar con los Brazos Rojos quiénes de ellos se encargaban de transportar el cofre con el oro al otro lado de la plaza y quiénes se ocupaban de llevar los caballos. En fin, así se retrasaba el momento de meterse en el condenado palacio de Tarasin.

Sin embargo, una vez instalado en sus nuevos aposentos, casi olvidó sus problemas; al principio. Tenía una amplia sala de estar, un pequeño reservado, el cuarto de malos humores, como lo llamaban por aquellos lares, y un inmenso dormitorio con la cama más enorme que había visto en su vida, cuyas columnas tenían talladas guirnaldas de flores encarnadas, nada menos. La mayor parte del mobiliario era de un intenso color rojo o un intenso color azul, cuando no dorado. Una puerta pequeña, próxima al lecho, comunicaba con un cuartito de servicio para Nerim, quien pareció considerarlo excelente a pesar de la estrecha cama y de la ausencia de ventana. Los aposentos de Mat contaban con altos ventanales en arco que daban a balcones con enrejados forjados y pintados de blanco, asomados a la plaza de Mol Hara.

Las lámparas de pie eran doradas, como también lo eran los marcos de los espejos; había dos en el cuarto de malos humores, tres en la sala de estar y cuatro, nada menos, en el dormitorio. El reloj —¡un reloj!— sobre la repisa de mármol de la chimenea, en la sala de estar, también era de resplandeciente oro. La jofaina y el aguamanil del lavabo eran de porcelana roja de los Marinos. Casi se sintió defraudado cuando descubrió que el orinal del dormitorio era de sencilla cerámica blanca. En la sala de estar había incluso un estante con más de una docena de libros. Tampoco es que él leyera mucho.

Aun con los colores desentonados de paredes, techos y baldosas del suelo, las habitaciones traslucían riqueza. En cualquier otro momento, Mat se habría puesto a bailar una giga. En cualquier otro momento en que no hubiese sido consciente de que una mujer cuyas habitaciones se encontraban justo al final del pasillo quería sumergirlo en agua hirviente y atizar el fuego con el fuelle. Eso, si es que Teslyn o Merilille u otra de esa pandilla no se las ingeniaban para hacerlo antes a pesar de su medallón. ¿Por qué habían dejado de rodar los malditos dados en su cabeza en el momento en que Elayne mencionó esas jodidas habitaciones? Curiosidad. Se lo había oído decir a varias mujeres, allá en casa, generalmente cuando había hecho algo que en su momento le pareció divertido: «Los hombres enseñan a los gatos la curiosidad, pero los gatos se reservan el sentido común para sí mismos».

—Pues yo no soy un jodido gato —rezongó mientras salía del dormitorio a la sala de estar. Tenía que saberlo, eso era todo.

—Pues claro que no —dijo Tylin—. Un tierno y suculento lechoncito, eso es lo que eres.

Mat dio un respingo de sobresalto y miró de hito en hito a la mujer. ¿Tierno y suculento? ¡Y lechoncito! Tylin apenas le llegaba al hombro. Indignado o no, Mat se las arregló para hacer una elegante reverencia. Al fin y al cabo, era la reina; no debía olvidarlo.

—Majestad, gracias por estos aposentos maravillosos. Me encantaría charlar con vos, pero he de salir y…

Sonriente, la mujer cruzó el suelo de baldosas rojas y verdes acompañada del frufrú de las blancas enaguas y con los grandes y oscuros ojos prendidos en él. Mat no sentía el menor deseo de mirar el Cuchillo de Esponsales que reposaba sobre el inicio de los generosos senos. Ni la daga de mayor tamaño, incrustada de gemas, que llevaba metida en un cinturón también recamado de piedras preciosas. Mat retrocedió.

—Majestad, tengo que atender un importante…

La mujer empezó a tararear entre dientes. Mat reconoció la melodía, ya que él mismo la había canturreado últimamente a la vista de unas cuantas chicas. Era lo bastante avispado para no entonarla en voz alta y, además, la letra que acompañaba a la melodía en Ebou Dar habría hecho que le ardieran las orejas. Aquí se titulaba Te besaré hasta dejarte sin aliento.

Con una risa nerviosa, intentó poner entre ellos una mesa incrustada de lapislázuli, pero de algún modo ella la rodeó antes sin que diera la impresión de incrementar la velocidad de sus pasos.

—Majestad, yo…

Tylin le puso una mano en el pecho y lo empujó hasta sentarlo en un sillón de respaldo alto, tras lo cual se acomodó en su regazo. Entre la mujer y los brazos del sillón, se encontraba atrapado. Oh, claro que habría podido levantarla en vilo y ponerla de pie con facilidad. Pero llevaba aquella jodida daga en el cinturón, y dudaba que ese trato desconsiderado por su parte se juzgara tan aceptable como a la inversa. Después de todo, esto era Ebou Dar, donde se consideraba justificado que una mujer matara a un hombre hasta que se demostrara lo contrario. Podría haberla levantado sin dificultad, sólo que…

Mat había visto a los pescaderos de la ciudad vendiendo unos peculiares animales llamados calamares y pulpos —¡de hecho, los ebudarianos se comían esos bichos!—, pero se quedaban cortos comparados con Tylin. La mujer parecía tener diez manos. Mat rebulló y manoteó en un vano intento de frenarla y ella se echó a reír suavemente. Entre beso y beso, Mat protestó, falto de aliento, que alguien podría entrar, y ella se limitó a reír quedamente. Balbuceó sobre su respeto por su corona, y ella volvió a reír. Afirmó estar comprometido con una muchacha allá, en casa, que le había robado el corazón. Entonces sí que Tylin rió con ganas.

—Ojos que no ven, corazón que no siente —murmuró, sin que sus veinte manos se quedaran quietas un momento.

Alguien llamó a la puerta, y Mat, liberando sus labios a la fuerza, gritó:

—¿Quién es? —Porque fue un grito. Un chillido agudo. Al fin y al cabo, le faltaba el aliento.

Tylin se levantó de su regazo y se retiró tres pasos con tanta rapidez que dio la impresión de que se hallaba allí desde el principio. ¡Y además tuvo el descaro de asestarle una mirada de reproche! Y luego le lanzó un beso. Apenas sus labios habían vuelto a su posición normal cuando la puerta se abrió y Thom Merrilin asomó la cabeza.

—¿Mat? Caray, no me parecía tu voz. ¡Oh, majestad!

Para ser un escuálido y viejo juglar con pretensiones, Thom sabía hacer las más elegantes reverencias a pesar de su cojera. No era el caso de Juilin, el cual se quitó el ridículo gorro rojo e hizo lo que estaba en su mano.

—Disculpad, no queríamos interrumpir… —empezó de nuevo el juglar.

—¡Entra, Thom! —se apresuró a atajarlo Mat y, mientras se arreglaba la chaqueta, hizo intención de ponerse de pie, pero entonces se dio cuenta de que, de algún modo, la condenada mujer le había desatado la pretina de los pantalones sin que él lo advirtiera. Esos dos tal vez no repararan en que tenía las lazadas de la camisa desatadas hasta la cintura, pero desde luego no les pasaría por alto que se le cayeran los pantalones. ¡Y encima el aspecto del vestido azul de Tylin era perfecto, en absoluto desarreglado!—. ¡Juilin, entra!

—Me alegra que hayáis encontrado los aposentos de vuestro agrado, maese Cauthon —dijo Tylin, la viva imagen de la dignidad. Salvo sus ojos, en cualquier caso, cuando al volverse hacia él ni Thom ni Juilin pudieron verlos. Aquellas pupilas daban a palabras inocuas un doble sentido—. Estoy deseando disfrutar de vuestra compañía. Será muy interesante tener a un ta’veren al alcance de la mano, a mi disposición. Pero ahora he de dejaros con vuestros amigos. No, no os levantéis, por favor. —Esa última frase iba teñida con un leve timbre de sorna.

—Bueno, chico —dijo Thom mientras se atusaba el bigote con el nudillo del índice, una vez que Tylin hubo salido—, qué suerte la tuya, ser recibido con los brazos abiertos por la mismísima reina.

Juilin pareció de repente muy interesado en su gorro. Mat los miró receloso, como retándolos mentalmente a que dijeran una sola palabra más —¡una sola!—, pero cuando preguntó por Nynaeve y Elayne dejó de preocuparle lo que pensaran sobre la reina y él. Las dos mujeres no habían regresado. Estuvo a punto de levantarse de un brinco, aunque se le cayeran los pantalones. ¡De modo que ya empezaban a soslayar el acuerdo al que habían llegado! Tuvo que explicar a qué se refería entre las exclamaciones de incredulidad de los dos hombres y sus propias opiniones sobre la maldita Nynaeve al’Meara y la condenada Elayne, heredera del trono. No parecía probable que hubiesen ido al Rahad sin él, pero las creía perfectamente capaces de haber salido a la caza de Carridin. Elayne era de las que exigiría una confesión y esperaría que el hombre se viniera abajo. Por su parte, Nynaeve intentaría sacársela a golpes.

—Dudo que anden detrás de Carridin —dijo Juilin mientras se rascaba la parte posterior de la oreja—. Creo que son Birgitte y Aviendha las que lo están vigilando, por lo que he oído. No las vimos marcharse. Me parece que no tienes que preocuparte de que ese hombre sepa a quién está viendo aunque se dé de bruces con ellas.

Mientras se servía una copa de vino dulce que Mat había encontrado esperándolo al entrar, Thom se ocupó de explicárselo. Mat se cubrió los ojos con una mano. Disfraces hechos con el Poder; no era de extrañar que se hubiesen escabullido como serpientes cada vez que querían. Esas dos causarían un gran problema; era lo que mejor se les daba a las mujeres. En realidad no le sorprendió enterarse de que Thom y Juilin sabían tan poco como él sobre el dichoso Cuenco de los Vientos.

Después de que los dos hombres se hubieron marchado para prepararse a fin de hacer una visita al Rahad, Mat tuvo tiempo de poner en orden sus ropas antes de que Nynaeve y Elayne regresaran. Y también lo tuvo para ver cómo le iba a Olver, que ocupaba una habitación un piso más abajo. El cuerpo descarnado del chico se había llenado un poco a costa de la comida que Enid y el resto del personal de la cocina de La Mujer Errante le habían metido, pero siempre sería bajo, incluso para un cairhienino, y aunque sus orejas y su boca se redujeran a la mitad de su tamaño, con su nariz seguiría estando lejos de ser atractivo. Tres sirvientas se ocupaban de él haciendo muchos aspavientos mientras él permanecía sentado en la cama, cruzado de piernas.

—Mat, ¿a que Haesel tiene unos ojos preciosos? —dijo Olver, sonriendo a la joven de enormes ojos que Mat había conocido la última vez que había visitado el palacio. La muchacha sonrió a su vez y le revolvió el cabello al chico—. Oh, pero Alis y Loya son tan cariñosas que no podría elegir entre ellas. —Una mujer de mediana edad, entrada en carnes, alzó la vista del equipaje de Olver que estaba deshaciendo y le sonrió, y una joven esbelta de labios turgentes dio unas palmaditas a la toalla que acababa de poner en el lavabo y luego se lanzó sobre la cama para hacerle cosquillas a Olver hasta que el chico no pudo controlar las carcajadas.

Mat resopló. ¡Bastante mal criado tenían al chico Harnan y su pandilla para que ahora esas mujeres le dieran más alas! ¿Cómo demonios iba a aprender a comportarse si las mujeres actuaban así? Olver tendría que estar jugando en la calle como cualquier crío de diez años. A él nunca se le había echado encima una sirvienta en su cuarto. Tylin era la responsable de aquello, no le cabía duda.

No sólo tuvo tiempo de comprobar cómo le iba a Olver, sino también a Harnan y a los demás Brazos Rojos, que compartían una habitación larga en la que se alineaban las camas, no muy lejos de los establos. Y de acercarse a las cocinas, para tomar un poco de carne y pan, pues había sido incapaz de ingerir las gachas de avena de la posada. Nynaeve y Elayne aún no habían regresado. Finalmente, echó un vistazo a los libros que había en su sala de estar y se puso a leer Los viajes de Jain el Galopador, aunque no se enteró de lo que leía a causa de la preocupación. Thom y Juilin entraron justo en el momento en que, por fin, las dos mujeres irrumpieron en la sala y lanzaron exclamaciones al verlo allí, como si pensaran que no cumpliría su palabra. Cerró lentamente el libro y lo dejó con suavidad sobre la mesa que tenía junto a la silla.

—¿Dónde habéis estado?

—Vaya, pues dando un paseo —contestó alegremente Elayne, con los azules ojos más abiertos de lo que Mat había visto nunca.

Thom frunció el entrecejo y sacó una daga de la manga, con la que empezó a juguetear haciéndola girar entre los dedos. Evitó mirar a Elayne de manera muy patente.

—Tomamos el té con unas mujeres que tu posadera conoce —dijo Nynaeve—. No quiero aburrirte con una charla sobre labores.

Juilin empezó a sacudir la cabeza y se paró antes de que la mujer lo advirtiera.

—No, por favor, no me aburras —replicó secamente Mat. Suponía que la antigua Zahorí sabía distinguir el ojo de una aguja de la punta, pero sospechaba que antes preferiría atravesarse la lengua con una que ponerse a hablar de labores. Además, el hecho de que ninguna de las dos hubiese hecho comentarios cáusticos sobre educación y urbanidad confirmaba sus peores sospechas.

»Ya he destacado a cuatro hombres, dos para cada una, para que os acompañen esta tarde, y habrá otros cuatro mañana y todos los días. Si no os encontráis en palacio o donde yo pueda veros, tendréis guardias personales. Ya saben sus turnos, y os escoltarán en todo momento. En todo momento, repito. Además, me informaréis adónde os dirigís. No me causaréis más preocupaciones. No quiero quedarme calvo antes de tiempo.

Esperaba discusiones e indignación. Esperaba argumentos para escabullirse sobre lo que habían y no habían prometido. Esperaba que por exigir un pan entero acabaría con una pequeña rebanada; la de la punta, si es que tenía suerte. Nynaeve miró a Elayne y ésta le devolvió la mirada.

—Bien, lo de la guardia personal es una idea maravillosa, Mat —exclamó Elayne, en cuyas mejillas aparecieron hoyuelos al sonreír—. Supongo que tenías razón en cuanto a eso. Es muy inteligente por tu parte tener preparados a tus hombres para el servicio.

—Sí, es una idea maravillosa —convino Nynaeve al tiempo que asentía enérgicamente—. Muy bien pensado, Mat.

Thom dejó caer la daga y soltó una imprecación ahogada, tras lo cual se sentó y observó a las dos mujeres mientras se chupaba el dedo que se había pinchado.

Mat suspiró. Problemas; sabía que los habría. Y eso fue antes de que le dijeran que, por el momento, se olvidara del Rahad.

Y razón por la que ahora se encontraba sentado en un banco, en el exterior de una tabernucha de mala muerte llamada La Rosa del Eldar, cerca de la ribera, bebiendo en una de aquellas tazas de latón abolladas que estaban sujetas con cadenas al banco. Al menos aclaraban las tazas para cada parroquiano nuevo. El hedor procedente de una tintorería que había al otro lado contribuía a poner de relieve la categoría de la taberna. En realidad no era una zona barriobajera, aunque la estrechez de la calle impedía que pasaran carruajes. Un número considerable de palanquines, pintados de colores llamativos, se movía entre la multitud. Las ropas de los transeúntes y algún que otro chaleco de gremio eran en su mayoría de paño, en lugar de seda, pero también abundaban más las que eran de calidad que las andrajosas.

Las casas y tiendas formaban el habitual despliegue de blanco estuco, y si bien casi todas eran pequeñas e incluso deterioradas, en la esquina, a la derecha de Mat, se alzaba la casa alta de un mercader adinerado, y a la izquierda, un pequeño palacete —de hecho, más pequeño que la casa del comerciante—, con una única cúpula de franjas verdes y sin torre. Desde el puesto de observación de Mat se veían otras dos tabernas y una posada que parecían frescas y acogedoras; por desgracia, La Rosa del Eldar era la única en la que los clientes podían sentarse fuera, la única situada en el sitio justo. Por desgracia.

—Dudo que haya visto moscas tan espléndidas en toda mi vida —refunfuñó Nalesean mientras espantaba a varios insectos de su copa—. ¿Qué demonios hacemos aquí?

—Tú, bebiendo ese remedo de vino y sudando como un cerdo —rezongó Mat, calándose más el sombrero para protegerse mejor los ojos—. Y yo, siendo ta’veren. —Lanzó una mirada furibunda a la casa destartalada, situada entre la tintorería y una ruidosa tejeduría, que le habían mandado que vigilara. No pedido, sino mandado, lo hubiesen dicho como lo hubiesen dicho, bordeando el límite de las promesas que le habían hecho. Oh, sí, lo hicieron de manera que pareciera que se lo pedían, como si al final se lo suplicaran, cosa que él se creería cuando a las ranas les creciera pelo. Se daba cuenta cuando alguien lo mangoneaba—. «Sé ta’veren, Mat, nada más» —imitó con voz aflautada—. «Estoy convencida de que sabrás lo que has de hacer». ¡Bah! —Puede que la maldita Elayne, heredera del trono, con sus malditos hoyuelos, lo supiera, o Nynaeve, con sus malditas manos temblando por el deseo de tirarse de su maldita trenza. Pero que lo asparan si él lo sabía—. Si el jodido Cuenco se encuentra en algún lugar del Rahad, ¿cómo se supone que voy a encontrarlo si estoy a este jodido lado del río?

—No recuerdo oírlas decir eso —intervino secamente Juilin. Tomó un buen trago de una bebida hecha con ciertos frutos amarillos que se cultivaban en el campo y añadió—: Has preguntado lo mismo al menos cincuenta veces.

El rastreador afirmaba que dicha bebida era refrescante en verano, pero Mat había mordido uno de esos «limones», como se llamaban los frutos, y se negaba en redondo a beber nada hecho con ellos. Puesto que todavía tenía jaqueca, había pedido té. El brebaje sabía como si el tabernero, un tipo delgaducho con ojillos suspicaces, hubiese estado añadiendo en la tetera hojas frescas y agua a los restos del día anterior desde la fundación de la ciudad. El sabor era acorde con su estado de ánimo.

—Lo que a mí me interesa —murmuró Thom— es por qué han hecho tantas preguntas sobre tu posadera. —No parecía muy molesto por el hecho de que siguieran guardando secretos para ellos; a veces, actuaba de un modo decididamente raro—. ¿Qué tienen que ver Setalle Anan y estas mujeres con el Cuenco?

En la destartalada casa entraban y salían mujeres en un constante flujo, algunas bien vestidas aunque ninguna con sedas, y ningún hombre. Tres o cuatro llevaban el cinturón rojo de las Mujeres Sabias. Mat se había planteado la posibilidad de seguir a algunas cuando se marcharan, pero le pareció demasiado planeado. No sabía cómo funcionaba lo de ser ta’veren —a decir verdad nunca había notado ningún signo de ello en sí mismo—, pero su suerte siempre funcionaba mejor cuando todo pasaba al azar. Como con los dados. La mayoría de los rompecabezas metálicos de las tabernas se le resistían, por afortunado que se sintiera.

Pasó por alto la pregunta de Thom; la había hecho casi el mismo número de veces que él había preguntado cómo iba a encontrar el Cuenco allí. Nynaeve le había dicho en su cara que no había prometido contarle todo lo que sabía; añadió que le diría todo cuanto necesitara saber. Verla atragantada, a punto de ahogarse por contener los insultos que deseaba lanzarle, no le parecía venganza suficiente.

—Podría dar una vuelta por el callejón —murmuró Nalesean—. Por si acaso una de esas mujeres decide saltar sobre el muro del jardín. —El angosto pasaje que había entre la tintorería y la casa quedaba a plena vista en toda su longitud, pero otro callejón pasaba por detrás de las tiendas y las viviendas—. Mat, vuelve a explicarme por qué estamos aquí en lugar de estar jugando a las cartas.

—Iré yo —contestó Mat. Quizá descubriría cómo funcionaba lo de los ta’veren detrás del muro del jardín. Fue allí y no sacó nada en claro.

Para cuando el crepúsculo empezó a adueñarse de la calle y Harnan apareció acompañado por un andoreño calvo, de ojos muy juntos, llamado Wat, el único efecto achacable a ser ta’veren que había visto era que el tabernero había preparado una tetera con té reciente. Sabía casi tan mal como la anterior.

De vuelta en sus aposentos de palacio, encontró una nota, una especie de invitación redactada con letra elegante sobre un grueso papel blanco que olía como un jardín florido.

«Mi lechoncito, te espero esta noche en mis aposentos para cenar».

No iba firmada, pero a Mat no le hacía falta. ¡Luz! ¡Esa mujer no tenía pizca de vergüenza! Había un cerrojo pintado de rojo en la puerta que daba al corredor; encontró la llave y la echó. Luego, como medida de seguridad, encajó una silla contra el picaporte de la puerta que daba al cuarto de Nerim. Podía pasar sin cenar. Justo cuando estaba a punto de meterse en la cama, el picaporte resonó; fuera, en el pasillo, una mujer rió al encontrar la puerta cerrada con llave.

Tendría que haberse quedado dormido profundamente, pero por alguna razón permaneció despierto, oyendo los gruñidos de su estómago vacío. ¿Por qué hacía eso Tylin? Bueno, sabía por qué, pero ¿por qué él? A buen seguro, la mujer no había decidido arrojar por el balcón todo atisbo de decencia sólo para acostarse con un ta’veren. En cualquier caso, ahora estaba a salvo. Tylin no echaría abajo la puerta, después de todo. ¿O sí? Ni siquiera la mayoría de los pájaros podía pasar a través de las verjas forjadas de los balcones. Además, necesitaría una enorme escalera para llegar tan arriba. Y hombres para transportarla. A menos que se descolgara desde el tejado con una cuerda. O también podría… La noche pasó, su estómago no dejó de sonar, el sol salió y no cerró los ojos un solo momento ni tuvo una sola idea útil. Salvo tomar una decisión. Se le ocurrió un uso para el cuarto de los malos humores. Ciertamente, él nunca se enfurruñaba.

Con las primeras luces salió de sus aposentos y encontró a otro sirviente de palacio a quien conocía, un tipo calvo llamado Madic con aire ufano y una mueca astuta en la boca que evidenciaba que no se sentía satisfecho en absoluto. En resumen, un hombre al que podía comprarse. La expresión sorprendida que pasó fugaz por su rostro cuadrado y la sonrisilla apenas disimulada revelaron que sabía exactamente la razón por la que Mat le ponía oro en la mano. ¡Así se condenara! ¿Cuánta gente estaba al tanto de las intenciones de Tylin?

Al parecer, Nynaeve y Elayne no, gracias le fueran dadas a la Luz. Aunque ello significase que le tomaran el pelo por haberse perdido la cena con la reina, cosa que habían descubierto cuando Tylin les preguntó si se encontraba enfermo. Pero lo peor…

—Por favor —dijo Elayne, sonriendo casi como si no le costase pronunciar esas dos palabras—, debes intentar empezar con buen pie tu relación con la reina. No te pongas nervioso. Disfrutarás pasando una velada con ella.

—Y no hagas nada que la ofenda —murmuró Nynaeve. Con ella no cabía duda que comportarse educadamente le daba de patadas; sus cejas se fruncían en un gesto de concentración, tenía prietas las mandíbulas, y su mano temblaba de ansiedad por asirse la trenza—. Sé considerado por una vez en tu… Quiero decir que recuerdes que es una mujer decente, y no intentes ninguna de tus… Luz, ya sabes a lo que me refiero.

Nervioso. ¡Ja! Una mujer decente. ¡Ja!

A ninguna de las dos parecía preocuparle que él hubiese perdido toda una tarde. Elayne le dio unas palmaditas en el hombro con aire compasivo y le pidió por favor que lo intentase uno o dos días más, lo que, a decir verdad, era mejor que estar pateando el Rahad con este calor. Nynaeve repitió exactamente lo mismo, como hacían las mujeres, pero sin las palmaditas en el hombro. Admitieron sin tapujos que se proponían pasar el día espiando a Carridin con Aviendha, si bien eludieron responder a su pregunta de a quién esperaban reconocer entre las visitas al Capa Blanca. A Nynaeve se le escapó ese detalle, y Elayne le asestó tal mirada que Mat pensó que por una vez vería a la antigua Zahorí recibir una bofetada. Aceptaron sumisamente su admonición de que no perdieran de vista a los hombres de su guardia personal, y también accedieron a mostrarle los disfraces que tenían intención de adoptar. Incluso con la descripción de Thom, ver a las dos convertirse de repente en ebudarianas ante sus propios ojos fue una impresión casi tan grande como la actitud sumisa de las mujeres. Es decir, la fingida sumisión de Nynaeve estuvo a punto de irse al garete cuando comprendió que decía en serio lo de no destacar guardaespaldas para la Aiel porque ella no los necesitaba, pero no hizo mal del todo su papel. Que cualquiera de esas dos entrelazara las manos y le respondiera mansa como una malva lo ponía muy nervioso. Que lo hiciesen las dos —¡con Aviendha asintiendo con aprobación!— bastó para que se sintiese contento de verlas partir. Antes, sin embargo, y sólo para estar seguro, les hizo mostrar sus disfraces a los hombres que las acompañarían, sin dejarse intimidar por su repentino gesto de apretar los labios. Vanin no dejó pasar la oportunidad de ser uno de los guardias de Elayne y se llevó la mano a la frente en un saludo, comportándose como un idiota.

Vanin no había descubierto gran cosa en su turno de vigilancia de la casa de Carridin. Como ocurriera el día anterior, un gran número de personas había ido a visitar al Capa Blanca, incluidas algunas vestidas con seda, pero eso no era prueba de que fueran Amigos Siniestros. En fin de cuentas, ese hombre era el embajador de los Capas Blancas, y probablemente serían más las personas que querían comerciar en Amadicia que se presentaban ante él que ante el embajador del país, fuera quien fuese. Vanin informó que, sin lugar a dudas, dos mujeres habían estado vigilando también el palacio de Carridin —la expresión de su cara cuando de repente Aviendha se transformó en una tercera ebudariana fue todo un poema—, y que creía que también lo había hecho un viejo, un tipo que resultó ser sorprendentemente ágil y espabilado para su edad. Vanin no había logrado echarle un buen vistazo a pesar de localizarlo en tres ocasiones. Una vez que Vanin y las mujeres se hubieron ido, Mat mandó a Thom y a Juilin para ver qué podían descubrir sobre Jaichim Carridin y un viejo encorvado y cano que demostraba interés en los Amigos Siniestros. Si el rastreador era incapaz de hallar el modo de ponerle la zancadilla a Carridin, significaba que no había ninguno; por su parte, Thom parecía tener gran facilidad para aglutinar todas las comidillas y chismes y entresacar la verdad. Todo ello era la parte fácil, naturalmente.

Él se pasó dos días sudando en aquel banco, apartándose de allí sólo para recorrer alguna que otra vez el callejón que había entre la tintorería y la casa vigilada, y el único cambio fue que el sabor del té se volvió malo de nuevo. El vino era tan espantoso que Nalesean empezó a tomar cerveza. El primer día, el tabernero les ofreció pescado para el almuerzo, pero a juzgar por el olor debían de haber capturado los peces la semana anterior. El segundo día les ofreció un guiso de ostras. Mat engulló cinco platos de aquello a pesar de los trozos de concha que había en el caldo. Birgitte declinó ambas comidas.

Mat se había sorprendido cuando, aquel primer día, la mujer los alcanzó a Nalesean y a él cruzando a toda prisa la plaza de Mol Hara. Aunque el sol apenas asomaba sobre los tejados, ya había gente y carros por la plaza.

—Debo de haberme despistado un instante —comentó con una risita—. Os esperaba donde pensé que ibais a salir, para acompañaros. Si no os importa, claro.

—A veces nos movemos muy deprisa —respondió Mat evasivamente. Nalesean lo miró de soslayo; el noble no tenía ni idea del motivo por el que habían utilizado una pequeña puerta lateral, cerca de los establos, para marcharse casi a hurtadillas. No es que Mat pensara que Tylin fuera a abalanzarse sobre él en los pasillos a plena luz del día, pero tampoco venía mal ser precavido—. Tu compañía es bienvenida en cualquier momento. Eh… gracias.

La arquera se limitó a encogerse de hombros y a murmurar algo que Mat no entendió mientras se ponía a su lado. Así fue el comienzo con ella. Cualquier otra mujer, según su experiencia, habría exigido saber por qué le había dado las gracias para, a continuación, explicar que no tenía por qué, extendiéndose sobre el tema hasta el punto de hacerle desear taparse los oídos, o, por el contrario, habría empezado a regañarlo por pensar que debía dárselas, también explayándose largo y tendido, o, a veces, dejando muy claro que esperaba algo más sustancial que unas palabras. Birgitte se contentó con aquel gesto despreocupado y, en el transcurso de los dos días siguientes, a Mat le vino a la cabeza una idea de lo más asombrosa.

Para él, normalmente, las mujeres eran criaturas a las que admirar, dedicarles sonrisas, con las que bailar y, si lo permitían, darles un beso; incluso llegar a algo más si tenía suerte. Decidir a qué mujer galantear resultaba casi tan divertido como el galanteo en sí, aunque ni mucho menos tanto como dar caza a la pieza. Ni que decir tiene que algunas mujeres eran simplemente amigas. Más bien pocas. Egwene, por ejemplo; aunque ignoraba cómo podría perdurar esa amistad al haberse convertido en Amyrlin. En cierto modo, a Nynaeve también podría considerarla una especie de amiga; sobre todo si fuera capaz de olvidar durante una hora que le había dado azotes en el trasero más de una vez y recordase que ya había dejado de ser un niño. Sin embargo, tener amistad con una mujer era distinto a tenerla con un hombre; no sólo sus pensamientos discurrían por distintos derroteros a los de un varón, sino que también veían el mundo desde otra perspectiva.

—Estáte alerta —susurró Birgitte, inclinándose hacia Mat en el banco—. Esa viuda anda a la caza de un nuevo marido; la vaina de su Cuchillo de Esponsales es de color azul. Además, la casa que vigilamos está en esa otra dirección.

El joven parpadeó y perdió de vista a la mujer encantadoramente rellenita que balanceaba de forma exagerada las caderas al caminar. Birgitte rió de buena gana al ver su mueca azorada. Nynaeve lo habría flagelado verbalmente por haber mirado a la mujer, mientras que Egwene habría mostrado su desaprobación con una actitud fría. Al final del segundo día instalados en aquel asiento, cayó en la cuenta de que había estado sentado todo el tiempo con su cadera pegada a la de Birgitte y, sin embargo, ni una sola vez se le había ocurrido intentar besarla. No le cabía duda de que ella no lo deseaba —y considerando el tipo de hombre, feo como un perro, que parecía atraer su mirada, podría haberse sentido ofendido en caso contrario—, aparte de que era una heroína de leyenda de la que todavía casi esperaba que salvara de un salto una casa y agarrase por el cuello a dos Renegados en el proceso. Pero en realidad no se trataba de eso; para él sería tan descabellado como plantearse besar a Nalesean. Birgitte le gustaba exactamente del mismo modo que el teariano.

Dos días en aquel banco, yendo y viniendo por el callejón de la tintorería para echar un vistazo al alto muro de ladrillos que cerraba el jardín de la casa por la parte de atrás. La arquera habría podido trepar por él, pero incluso ella correría el riesgo de romperse el cuello si lo intentaba llevando puesto un vestido. En tres ocasiones había decidido, llevado por un impulso repentino, seguir a las mujeres que salieron de la casa; dos de ellas lucían el cinturón rojo de las Mujeres Sabias. Después de todo, elegir al azar parecía traerle suerte. Una de las Mujeres Sabias giró en la esquina y compró un manojo de nabos mustios antes de regresar a la casa; otra llegó dos calles más allá para comprar un par de peces grandes con rayas verdes. La tercera, alta y morena, quizá teariana por el vestido de lana gris, cruzó dos puentes antes de entrar en una tienda grande, donde la recibió con sonrisas y reverencias un tipo delgaducho, y empezó a supervisar el embalaje de cajas y bandejas lacadas en cestos llenos de serrín que posteriormente fueron cargados en una carreta. Por lo que Mat consiguió averiguar, la mujer esperaba conseguir una pieza de plata por la mercancía en Andor. El joven se escapó por poco de tener que comprar una caja. Como para fiarse de la suerte.

No fue él el único que no la tuvo. Nynaeve, Elayne y Aviendha llevaron a cabo sus peregrinajes a las calles adyacentes al pequeño palacio de Carridin sin ver a nadie que les resultase conocido, cosa que las frustró sobremanera. Seguían negándose a decirle a quiénes esperaban descubrir; tampoco es que importase mucho, ya que no habían asomado la nariz por allí. Ése fue el comentario de las tres, que lo hicieron enseñando los dientes de tal modo que daba la impresión de que hubiera seis mujeres en lugar de tres; se suponía que las muecas eran sonrisas. Lástima que Aviendha hubiese sincronizado tan rápida y totalmente con las otras dos; sin embargo, hubo un momento, cuando las presionaba para que le diesen una respuesta, en que Elayne le replicó de manera cortante, con la barbilla bien levantada, y entonces la Aiel le susurró algo al oído.

—Perdóname, Mat —pidió la heredera del trono, con la faz tan roja que en comparación su cabello parecía haberse aclarado—. Te pido disculpas por haberte hablado así. Te lo pediré de… de rodillas, si quieres.

No era de extrañar que la voz le fallase en la última frase.

—No es menester —contestó con un hilo de voz, intentando no abrir los ojos como platos—. Estás perdonada. No fue nada.

Lo más raro, sin embargo, fue que Elayne se quedó mirando a Aviendha todo el tiempo mientras le hablaba y no reaccionó en absoluto cuando él le contestó, pero soltó un suspiro de alivio al ver que Aviendha asentía. Qué raras eran las mujeres.

Por su parte, Thom informó que a la casa de Carridin acudían mendigos con frecuencia, y que, aparte de eso, todo cuanto se hablaba de él en Ebou Dar era lo que cabía esperar, dependiendo de si quien hablaba era de los que consideraban a los Capas Blancas unos monstruos asesinos o de los que pensaban que se trataba de los verdaderos salvadores del mundo. Juilin descubrió que Carridin había comprado un plano del palacio de Tarasin, lo cual podía significar que los Capas Blancas planeaban algo en Ebou Dar o también que Pedron Niall deseaba construirse un palacio y pretendía copiar el de Tarasin. Si es que aún vivía, porque corrían rumores de que había muerto. Claro que la mitad de ellos decían que las Aes Sedai lo habían matado, y la otra mitad que había sido Rand, lo cual daba buena idea de su escasa fiabilidad. Ni Juilin ni Thom habían conseguido la menor información sobre un viejo de pelo blanco y rostro muy arrugado.

Resultado frustrante con Carridin, con la vigilancia de la jodida casa, y en lo relativo al palacio…

Mat tuvo muy claro qué debía hacer desde la primera noche, y, cuando se retiró a sus aposentos, Olver se encontraba allí, cenado ya y hecho un ovillo en un sillón, leyendo Los viajes de Jain el Galopador a la luz de las lámparas y en absoluto molesto porque lo hubiesen trasladado al cuarto de Mat. Madic había hecho honor a su palabra, o al oro que él le había metido en el bolsillo. El pequeño cuarto anexo lo ocupaba la cama de Olver. ¡A ver si ahora Tylin intentaba algo, con un niño delante! La reina no se había quedado ociosa, sin embargo. Mat se escabulló hasta las cocinas con el sigilo de un zorro, deslizándose de una esquina a otra, bajando rápidamente las escaleras… y se encontró con que no había comida.

Oh, sí, el olor a guisos impregnaba el aire, piezas de carne se asaban en espetones sobre las enormes lumbres, en los fogones cocían ollas, y las cocineras no dejaban de abrir hornos para ver cómo marchaba esto o aquello. Pero para Mat Cauthon no había comida. Las sonrientes mujeres con sus blancos delantales, pasando por alto sus propias sonrisas, se interpusieron en su camino para que no pudiera acercarse a las fuentes de aquellos apetitosos aromas. Sin borrarse sus sonrisas, le golpearon los nudillos cuando intentó coger un trozo de pan o incluso un poco de pastel de nabo glaseado con miel. Todavía sonriendo le dijeron que no debía quitarse el apetito picando cosas si iba a cenar con la reina. Lo sabían. ¡Todas, de la primera a la última! Su bochorno, tanto como todo lo demás, lo indujo a regresar a sus aposentos, lamentando amargamente no haber comido el maloliente pescado al mediodía. Echó el cerrojo a la puerta al entrar. Una mujer capaz de matar de hambre a un hombre podría intentar cualquier cosa.

Olver y él jugaban a serpientes y zorros tirados en la alfombra cuando deslizaron una segunda nota por debajo de la puerta.

«Me han dicho que es más deportivo dejar que el palomo alce el vuelo, contemplar sus acrobacias en el cielo. Pero, antes o después, el ave hambrienta volverá a la mano».

—¿Qué es eso, Mat? —preguntó el chico.

—Nada. —Arrugó la nota haciéndola una bola—. ¿Otra partida?

—Oh, sí. —Si de él dependiera, Olver se pasaría el día entero entretenido con el estúpido juego—. Mat, ¿has probado el jamón que han preparado esta noche? En mi vida había comido algo tan…

—Tira los jodidos dados, Olver, y cierra el pico.

De camino a palacio la tercera noche de su estancia allí, compró pan, aceitunas y queso de leche de oveja. Fue una buena idea, ya que en las cocinas seguían teniendo órdenes. Las malditas mujeres rieron de buena gana mientras pasaban con humeantes bandejas de carne y pescado justo fuera de su alcance y le decían que no debía quitarse el apetito antes de la cena.

Mantuvo su dignidad: no cogió una de las bandejas ni echó a correr con ella.

—Gentiles damas, vuestra acogedora hospitalidad me abruma —dijo, haciendo su mejor reverencia, como si ondeara una capa imaginaria.

Su retirada habría resultado mucho más airosa si una de las cocineras no hubiese comentado a su espalda, con una risita socarrona:

—Su majestad se dará un festín de pichón asado a no tardar, muchacho.

Qué graciosa. Las otras se echaron a reír con tantas ganas que fue un milagro que no rodaran por el suelo. Sí, realmente chistosa.

El pan, las aceitunas y el queso salado resultaron una buena cena, acompañados con agua de la jofaina del lavabo para ayudar a pasar los bocados. En sus aposentos no había habido vino ni ponche desde aquel primer día. Olver intentó explicarle algo sobre un pescado asado, con salsa de mostaza y pasas; Mat le dijo que practicara la lectura.

Nadie deslizó una nota bajo su puerta esa noche. Nadie tocó con los nudillos a la puerta. Empezó a pensar que quizá las cosas iban a cambiar para mejor. Al día siguiente se celebraba el Festival de los Pájaros y, por lo que había oído comentar sobre los atuendos que la gente llevaría, tanto hombres como mujeres, cabía la posibilidad de que Tylin encontrase otro pichón al que echar sus redes. Quizá saliese alguien de aquella maldita casa de enfrente de La Rosa del Eldar y le pusiera en las manos el jodido Cuenco de los Vientos. Las cosas tenían que mejorar por fuerza.

Cuando despertó a la mañana siguiente, los dados rodaban dentro de su cabeza.

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