Min no sabía si gemir, gritar o sentarse y romper a llorar. Caraline, que miraba a Rand sin dar crédito a sus ojos, parecía encontrarse en el mismo dilema. Con una risa, Toram empezó a frotarse la manos.
—Escuchad todos —gritó—. Vais a presenciar una exhibición de esgrima. Apartaos, dejad espacio libre. —Se alejó mientras gesticulaba para que la gente se retirara y abriera un hueco en el centro de la tienda.
—Pastor —gruñó Min—, no eres un asno, ¡eres tonto de remate!
—Yo no lo expresaría así exactamente —intervino Caraline en tono muy seco—, pero sugiero que te marches de aquí, ahora. Sean cuales fueren los… trucos que pienses que podrías utilizar, hay siete Aes Sedai en esta tienda, cuatro de ellas del Ajah Rojo, llegadas recientemente del sur, de camino a Tar Valon. Con que sólo una de ellas sospeche algo, mucho me temo que lo que quiera que pudiera resultar del encuentro de hoy, nunca pasará. Márchate.
—No utilizaré ningún… truco. —Rand se desabrochó el cinturón de la espada y se lo tendió a Min—. Si mi influencia se ha dejado notar en ti y en Darlin de algún modo, quizá la haga sentir en Toram de otro.
La multitud se echaba hacia atrás y abría un hueco de unos veinte pasos entre dos de los grandes postes centrales. Algunos miraban a Rand, y hubo mucho intercambio de golpes suaves con el codo y risitas maliciosas. Las Aes Sedai, ni que decir tiene, ocupaban un lugar de honor, con Cadsuane y sus dos amigas a un lado y cuatro mujeres de rostro intemporal del Ajah Rojo al otro. Cadsuane y sus compañeras observaban a Rand con abierta desaprobación y un gesto lo más parecido a la irritación que hubiera mostrado jamás cualquier Aes Sedai, pero las hermanas Rojas parecían más interesadas en ellas tres que en otra cosa. Al menos, aunque se encontraban justo enfrente, se las arreglaban para hacer como si no advirtieran la presencia de otras hermanas. Nadie podía estar tan ciego si no lo hacía a propósito.
—Escúchame, primo. —En la voz baja de Caraline había tanto apremio que casi se palpaba. Se encontraba muy cerca de él, con el cuello extendido hacia atrás para mirarlo a la cara y, aunque apenas le llegaba al esternón, parecía dispuesta a darle de bofetadas—. Si no utilizas ninguno de tus trucos especiales, puede herirte de gravedad, incluso con espadas de entrenamiento, y lo hará. Nunca le ha gustado que otro tocara lo que considera suyo, y sospecha que cualquier jovencito guapo que habla conmigo es mi amante. Cuando éramos niños, empujó a Daran, ¡un amigo!, escaleras abajo y le rompió la espalda porque montó su poni sin pedirle permiso. Vete, primo. Nadie te tendrá en menos por ello, porque no esperan que un joven se enfrente a un maestro de armas. Jaisi, o comoquiera que te llames realmente, ¡ayúdame a convencerlo!
Min abrió la boca y Rand puso un dedo sobre sus labios.
—Soy quien soy. —Sonrió—. Y tampoco creo que pudiese escapar de él aunque no lo fuera. De modo que es un maestro de armas, ¿no?
Se desabrochó la chaqueta y salió al centro del área despejada.
—¿Por qué tienen que ser tan testarudos cuando menos quieres que lo sean? —susurró Caraline en tono frustrado, y Min se mostró de acuerdo con ella asintiendo enérgicamente.
Toram se había quedado en mangas de camisa; llevaba dos espadas de entrenamiento, las cuales tenían un manojo de varillas atadas, en sustitución de la hoja de acero. Enarcó una ceja al ver que Rand seguía con la chaqueta puesta, aunque desabrochada.
—Eso te estorbará y limitará tus movimientos, primo.
Rand se encogió de hombros. Sin previo aviso, Toram le lanzó una de las espadas y Rand la cogió en el aire por la larga empuñadura.
—Los guantes se escurren, primo, y querrás tener un agarre firme.
Rand asió el puño del arma con las dos manos y adoptó una postura ligeramente girada hacia un lado, con la espada apuntando hacia abajo y el pie izquierdo adelantado.
Toram extendió las manos como para decir que había hecho todo lo que había podido por advertirle.
—Bueno, por lo menos sabe cómo ponerse —rió y, cuando pronunciaba la última palabra, lanzó una estocada a la cabeza de Rand, apoyada con el impulso de toda su fuerza.
En medio de un sonoro y seco golpe, las tablillas atadas chocaron contra el otro manojo de tablillas. Rand no había hecho otro movimiento que desplazar la espada. Durante un instante Toram lo contempló de hito en hito y él le sostuvo tranquilamente la mirada. Y la danza empezó.
Era el único término que se le ocurrió a Min para describir aquellos movimientos fluidos y deslizantes, en tanto que las hojas de madera giraban y chocaban en golpes relampagueantes. Había visto practicar a Rand con los mejores espadachines que podía encontrar, a menudo contra dos, tres o cuatro a la vez, pero aquello no tenía nada que ver con lo de ahora. Era tan hermoso y resultaba tan fácil de olvidar que si aquellos manojos de tablillas hubiesen sido acero habría corrido la sangre. Salvo que ninguna hoja, ya fuese de acero o de madera, tocaba carne. Bailaron atrás y adelante, girando el uno en torno al otro, las espadas ora tanteando, ora arremetiendo, Rand ora atacando, ora defendiéndose, y cada movimiento acompañado y resaltado por aquellos golpes fuertes y secos.
Caraline asió fuertemente el brazo de Min sin apartar los ojos de la contienda.
—También es un maestro de esgrima —susurró—. Debe serlo. ¡Míralo!
Min lo miraba, y estrechaba contra sí el cinturón y el arma envainada de Rand como si fuera a él a quien abrazaba. Aquella hermosa danza continuó atrás y adelante y, pensara lo que pensara Rand, para entonces Toram estaba deseando que su hoja fuera de acero. Una fría ira se plasmaba en su rostro y arremetió con más y más empeño. Ninguna de las hojas había dado en el blanco todavía, aunque ahora Rand retrocedía constantemente, defendiéndose, y Toram avanzaba, atacando, con los ojos relucientes con una furia gélida.
Fuera gritó alguien; fue un aullido de terror desmedido y, de repente, la gigantesca tienda salió lanzada hacia arriba, en el aire, y desapareció en la densa lobreguez que ocultaba el cielo. La espesa niebla bullía por doquier, rebosante de chillidos y gritos distantes. Delgados zarcillos flotaron hacia el cuenco invertido de aire despejado que había dejado la tienda. Todo el mundo los contempló subyugado, estupefacto. O, mejor dicho, casi todos.
La hoja de tablillas de Toram se descargó contra el costado de Rand con un sonido a huesos rotos, haciéndolo doblarse.
—Estás muerto, primo —se mofó Toram mientras levantaba la espada muy alto para golpear otra vez. Pero se quedó paralizado, contemplando de hito en hito cómo parte de la densa niebla gris suspendida en lo alto se… solidificaba. Podría describirse como un tentáculo de niebla, un grueso brazo de tres dedos que descendió y acabó cerrándose alrededor de la corpulenta hermana Roja, tras lo cual la alzó bruscamente hacia arriba antes de que nadie tuviese ocasión de moverse.
Cadsuane fue la primera en reaccionar, sobreponiéndose al pasmo. Levantó los brazos, echando hacia atrás el chal, sus manos hicieron un giro y una bola de fuego pareció salir disparada hacia lo alto desde cada palma para alcanzar de lleno a la niebla. Arriba algo estalló en llamas repentinamente, formando un violento abombamiento que desapareció al instante, y la hermana Roja reapareció mientras se precipitaba sobre el suelo, cayendo en las alfombras con un golpe sordo, boca abajo. Al menos, estaría boca abajo si no hubiese tenido la cabeza girada ciento ochenta grados, de manera que sus ojos muertos miraban sin ver la niebla.
Aquello acabó con la poca compostura que pudiera quedar en la zona de la tienda. ¡La Sombra se había encarnado! La gente huyó en todas direcciones gritando a pleno pulmón, derribando mesas, los nobles apartando a empellones a los sirvientes y viceversa. Zarandeada, Min se abrió paso hasta donde estaba Rand con codos y puños, utilizando su espada como un garrote.
—¿Te encuentras bien? —preguntó mientras lo ayudaba a ponerse de pie. Se sorprendió al ver a Caraline al otro lado, también prestándole ayuda. De hecho, la misma noble parecía sorprendida de su reacción.
Él sacó la mano de debajo de la chaqueta y, afortunadamente, sus dedos no estaban manchados con sangre. Aquella cicatriz sin curar del todo, todavía tierna, no se había abierto.
—Creo que es mejor que nos movamos —dijo al tiempo que cogía el cinturón de la espada—. Tenemos que alejarnos de aquí. —El cuenco invertido de aire claro se había reducido a ojos vista. Casi todos los demás ya habían escapado. De la niebla salían gritos, la mayoría de ellos cortados de golpe, pero enseguida reemplazados por otros nuevos.
—Estoy de acuerdo, Tomás —dijo Darlin. Espada en mano, se plantó de espaldas a Caraline, entre ella y la niebla—. La pregunta es, ¿en qué dirección? Y también, ¿hasta dónde tenemos que alejarnos?
—Esto es obra suya —espetó Toram—. De al’Thor. —Tiró la espada de entrenamiento, caminó hacia donde estaba la chaqueta que se había quitado y se la puso calmosamente. Podría ser acusado de cualquier cosa, pero no de cobarde—. ¿Jeraal? —gritó hacia la niebla mientras se ceñía el cinturón de la espada—. Jeraal, así la Luz te abrase, hombre, ¿dónde te has metido? ¡Jeraal!
Mordeth —Fain— no respondió, y Toram siguió llamándolo a voces. Las únicas que continuaban allí eran Cadsuane y sus dos compañeras, éstas con los semblantes calmos pero sus manos se deslizaban nerviosamente sobre los chales. En cuanto a Cadsuane, habríase dicho que se preparaba para dar un paseo.
—Opino que hacia el norte —intervino—. La pendiente está más cerca en esa dirección, y ascender puede que nos lleve por encima de esto. ¡Deja de dar aullidos, Toram! O tu hombre ha muerto o no te oye. —Toram le dirigió una mirada feroz, pero dejó de gritar. Cadsuane no pareció advertirlo o no le importó, dado que se había callado—. Hacia el norte, pues. Nosotras tres nos ocuparemos de cualquier cosa que vuestras espadas no puedan solucionar.
Miró directamente a Rand cuando dijo eso último, y él respondió con un ligerísimo asentimiento antes de abrocharse el cinturón de la espada y desenvainar el arma. Intentando que los ojos no se le saliesen de las órbitas por la estupefacción, Min intercambió una mirada con Caraline; ésta tenía los ojos como platos. La Aes Sedai sabía quién era y no pensaba compartir su secreto con nadie.
—Ojalá no hubiésemos dejado a nuestros Guardianes en la ciudad —comentó la delgada hermana Amarilla. Unas minúsculas campanillas de plata que adornaban su cabello tintinearon cuando sacudió la cabeza. Casi poseía el mismo aire autoritario de Cadsuane, el suficiente como para que a primera vista no se apreciara lo hermosa que era, sólo que aquel modo de sacudir la cabeza resultaba… bueno, un tanto enfurruñado, de niña malcriada—. Ojalá tuviese a Roshan conmigo.
—¿Hacemos un círculo, Cadsuane? —preguntó la Gris. Girando la cabeza a un lado y otro para escudriñar la niebla, recordaba un gorrión gordo con su afilada nariz y sus inquisitivos ojos. No un gorrión asustado, pero sí uno a punto de levantar el vuelo—. ¿Nos coaligamos?
—No, Niande —respondió la Verde—. Si ves algo, tienes que ser capaz de atacarlo sin esperar a señalármelo. Samitsu, deja de lamentar la ausencia de Roshan. Tenemos tres espadachines estupendos con nosotras, dos de ellos con la marca de la garza, por lo que veo. Servirán.
Toram enseñó los dientes al ver la garza grabada en la hoja de la espada que Rand acababa de desenvainar. Si su mueca era una sonrisa, no había regocijo alguno en ella; su propia arma llevaba también una garza. No así la de Darlin; el teariano dedicó a Rand y a su espada una mirada aquilatadora, seguida de una respetuosa inclinación de cabeza que era considerablemente más pronunciada que la que había ofrecido a un simple Tomás Trakand, miembro de una rama secundaria de una casa.
La Verde de cabello canoso se había hecho con las riendas de la situación, obviamente, y no las soltó a despecho de las protestas de Darlin, quien, como muchos otros tearianos, no parecía fiarse mucho de las Aes Sedai, y de Toram, al que por lo visto no le gustaba que nadie diera órdenes excepto él. De hecho, lo mismo le ocurría a Caraline, pero Cadsuane hizo tan poco caso de su gesto ceñudo como de las protestas expresadas en voz alta por los dos hombres. A diferencia de ellos, Caraline parecía darse cuenta de que protestar no serviría de nada. Y, maravilla de maravillas, Rand dejó sumisamente que lo situara a la derecha de Cadsuane cuando la Verde colocó en su lugar a cada uno. A decir verdad, no tan sumisamente —miró a la mujer desde su imponente altura de un modo que Min lo habría abofeteado si se lo hubiese hecho a ella, aunque Cadsuane se limitó a sacudir la cabeza y a musitar algo que lo hizo enrojecer—, pero al menos mantuvo cerrada la boca. Tal como estaban las cosas, Min imaginó que sería capaz de decir quién era, y quizás esperaría que la niebla se disipara por miedo al Dragón Renacido. Él le sonrió como si la niebla fuera algo normal con ese tiempo de persistente sequía, incluso una niebla que había arrancado de cuajo tiendas y se había llevado con ella a muchas personas.
Entraron en la espesa bruma en una formación en estrella de seis puntas, con Cadsuane al frente, una Aes Sedai en cada punta correspondiente a su triángulo, y un hombre en cada punta del triángulo invertido. Toram, ni que decir tiene, protestó enérgicamente por ir en la parte de atrás hasta que Cadsuane mencionó el honor de la retaguardia o algo por el estilo. Aquello consiguió hacerlo callar. Min no puso reparo, ni mucho menos, a su posición, junto a Caraline, en el centro de la estrella. Asía un cuchillo en cada mano y se preguntaba si le servirían de algo. Le sirvió de alivio en cierto modo ver que temblaba la mano con la que Caraline sujetaba una daga. Al menos las suyas se mantenían firmes. Claro que, tal vez, estaba demasiado asustada para temblar.
La niebla era fría como un viento invernal. La oscuridad grisácea se cerró en torno al grupo con arremolinadas volutas, tan espesa que apenas veía a los demás. Por el contrario, se oía casi con demasiada claridad. En la penumbra sonaban chillidos, hombres y mujeres gritando, caballos relinchando aterrorizados. La niebla parecía ahogar el sonido, hacerlo hueco, de modo que, por fortuna, aquellos espantosos ruidos parecían distantes. Al frente, la bruma empezó a volverse más densa, pero unas bolas de fuego salieron disparadas de las manos de Cadsuane, siseando a través de la helada penumbra, y la condensación gris estalló en una violenta y única llamarada. Sonidos semejantes a su espalda, el rayo descargándose contra la niebla como el relámpago entre nubes, revelaban que las otras dos hermanas hacían su labor. Min no sentía el menor deseo de mirar atrás. Lo que veía ante ella bastaba y sobraba.
Pasaron pisando tiendas tiradas, formas desdibujadas por la gris oscuridad, sobre cuerpos y a veces sobre trozos de cuerpos, no lo bastante desdibujados para el gusto de Min. En una ocasión atisbó la cabeza de una mujer que parecía sonreír desde donde descansaba, en la esquina de una carreta volcada. El terreno empezó a ascender, más y más empinado a cada paso. Min vislumbró al primer ser vivo aparte de ellos desde que habían empezado a caminar, y deseó no haberlo visto. Un hombre, vestido con una de las chaquetas rojas, caminaba tambaleándose hacia ellos y agitó débilmente el brazo izquierdo. El derecho le faltaba, y se veía hueso blanco donde antes debía de estar media cara. Algo que podrían ser palabras salieron balbucientes entre sus labios, y a continuación se desplomó. Samitsu se arrodilló unos instantes junto a él y posó los dedos en la masa sanguinolenta que era la frente del hombre. La hermana se incorporó, sacudió la cabeza y el grupo reanudó la marcha cuesta arriba, ascendiendo hasta que Min empezó a preguntarse si estarían subiendo una montaña en lugar de una colina.
Justo delante de Darlin la niebla empezó repentinamente a cobrar forma, con la altura de un hombre, pero toda ella tentáculos y bocas abiertas, repletas de dientes afilados. El Gran Señor no sería un maestro de armas, pero tampoco era un principiante. Su espada arremetió a través del centro de la figura todavía formándose, giró y descendió cortándola de arriba abajo. Cuatro nubes de niebla, más espesas que el banco brumoso, cayeron al suelo.
—Bien —dijo Darlin—, al menos sabemos que el acero puede cortar a esas… criaturas.
Los cuatro fragmentos más densos se unieron y empezaron a levantarse otra vez.
Cadsuane extendió una mano y de las puntas de sus dedos cayeron gotas de fuego; un brillante fogonazo acabó con la niebla viviente.
—Pero, al parecer, sólo las corta —murmuró.
Al frente y a la derecha apareció de pronto una mujer en medio de los remolinos de la bruma, sujetando los vuelos de la falda de seda mientras corría, y casi bajó rodando la pendiente hacia ellos.
—¡Gracias a la Luz! —gritó—. ¡Gracias a la Luz! ¡Creí que estaba sola!
A su espalda la niebla se concretó en una pesadilla de dientes y garras que se alzó sobre la mujer. De haber sido un hombre, Min estaba segura de que Rand habría esperado.
Pero su mano se alzó antes de que Cadsuane tuviera tiempo de actuar, y una barra de… blanco fuego líquido, más brillante que el sol, se disparó por encima de la cabeza de la mujer. La criatura desapareció, simplemente. Durante un instante hubo aire puro en el lugar ocupado antes por el ser y a lo largo de la línea que la barra había quemado; luego la niebla empezó a cerrar el hueco. Un instante durante el cual la mujer permaneció paralizada en el sitio, y luego, chillando a pleno pulmón, se volvió y se alejó corriendo de ellos, todavía cuesta abajo, huyendo de algo que temía más que las pesadillas escondidas en la niebla.
—¡Tú! —bramó Toram, tan alto que Min se giró para hacerle frente con los cuchillos enarbolados. El hombre apuntaba con su espada a Rand—. ¡Eres él! ¡Yo tenía razón! ¡Esto es obra tuya! ¡A mí no me atraparás, al’Thor! —De repente echó a correr en ángulo, trepando enloquecidamente colina arriba—. ¡A mí no me atraparás!
—¡Regresa! —le gritó Darlin—. ¡Debemos permanecer unidos! ¡Tenemos que…! —No acabó la frase y se quedó mirando a Rand de hito en hito—. Eres él. ¡La Luz me asista, lo eres! —Hizo un movimiento, como si quisiera situarse entre Rand y Caraline, pero al menos no salió corriendo.
Haciendo gala de una tranquilidad increíble, Cadsuane descendió por la pendiente hasta llegar junto a Rand y lo abofeteó tan fuerte que lo hizo girar la cabeza. Min se quedó sin aliento por la impresión.
—No harás eso nunca más —dijo la Aes Sedai. No había ira en su voz, sólo una dureza acerada—. ¿Me has oído? Nada de fuego compacto. Jamás.
Sorprendentemente, Rand se limitó a frotarse la mejilla.
—Estabas equivocada, Cadsuane. Él es real. Estoy seguro. Lo sé.
Aún más sorprendente era su actitud, como si deseara fervientemente que la mujer le creyera. Min sufrió por él. Rand había mencionado que oía voces; debía de referirse a eso. Levantó la mano derecha hacia él, olvidando que asía en ella un cuchillo, y abrió la boca para decir algo consolador, si bien ya no estaba completamente segura de que pudiera ser capaz de volver a utilizar inocentemente esa palabra en particular. En ese momento Padan Fain apareció como si surgiese de la niebla detrás de Rand; en su mano destelló el acero de la daga.
—¡A tu espalda! —gritó Min, señalando con el cuchillo aferrado en la mano derecha extendida mientras arrojaba el que sostenía en la izquierda.
Todo pareció ocurrir al mismo tiempo, borroso en la niebla invernal. Rand empezó a girarse mientras se desviaba hacia un lado, y Fain también se ladeó para lanzarse sobre él. Debido a ese movimiento, el cuchillo de Min falló el blanco, pero la daga de Fain alcanzó el costado izquierdo de Rand. Dio la impresión de que la hoja sólo cortaba el paño de la chaqueta, pero Rand gritó. Fue un sonido que hizo que el corazón de Min se encogiera. Con la mano en el costado, Rand cayó contra Cadsuane y se agarró a ella para sostenerse, aunque sólo consiguió que ambos se fuesen al suelo.
—¡Quitaos de en medio! —gritó otra de las hermanas, Samitsu, le pareció a Min, y de pronto sintió que sus pies perdían contacto con el suelo. Se propinó un fuerte golpe y gimió al caer en el terreno empinado al mismo tiempo que Caraline, que barbotó, falta de aliento:
—¡Rayos y centellas!
Todo al mismo tiempo.
—¡Apártate! —bramó de nuevo Samitsu mientras Darlin arremetía contra Fain con su espada. El huesudo hombrecillo se movió con sorprendente rapidez y se arrojó al suelo, rodando sobre sí mismo a continuación hasta ponerse fuera del alcance del noble. Lo chocante fue que rió socarronamente mientras se incorporaba como un felino y echaba a correr; la niebla se lo tragó de inmediato.
Min se incorporó, temblorosa. Caraline lo hizo con mucha más energía.
—Escuchadme bien, Aes Sedai —instó con voz fría mientras se sacudía violentamente la falda—, no permitiré que se me trate así. Soy Caraline Damodred, Cabeza Insigne de la casa…
Min dejó de prestarle atención. Cadsuane se hallaba sentada en la ladera, un poco más arriba, sosteniendo la cabeza de Rand en su regazo. Sólo había sido un corte. La daga de Fain no podía haberle hecho más que un rasguño superficial… Con un grito, Min se lanzó hacia ellos. Sin importarle que fuera una Aes Sedai, apartó a la mujer de un empellón y estrechó a Rand en sus brazos. Él tenía los ojos cerrados y su respiración era entrecortada, irregular. La cara le ardía.
—¡Ayudadlo! —gritó a Cadsuane, su petición un eco de los distantes chillidos en la niebla—. ¡Ayudadlo! —Una parte de su mente le decía que aquello no tenía mucho sentido después de que hubiese apartado a la mujer a la fuerza, pero el rostro de Rand parecía abrasarle las manos, consumir cualquier rastro de sensatez en ella.
—Samitsu, aprisa —ordenó Cadsuane a la par que se levantaba y se arreglaba el chal—. Su gravedad está más allá de mi capacidad de Curación. —Puso una mano en la cabeza de Min—. Muchacha, no pienso dejar morir al chico cuando aún no le he enseñado a tener modales. Deja de llorar, vamos.
Era muy extraño. Min estaba totalmente convencida de que la mujer no le había hecho nada con el Poder y, sin embargo, le creía. Enseñarle modales. Eso sí que sería una lucha a brazo partido. No sin renuencia, apartó los brazos de él y retrocedió de rodillas. Muy extraño. Ni siquiera había sido consciente de estar llorando y, sin embargo, las palabras tranquilizadoras de Cadsuane bastaron para detener el flujo de lágrimas. Aspiró por la nariz mientras se limpiaba las mejillas con el dorso de la mano, en tanto que Samitsu se arrodillaba junto a Rand y posaba las yemas de los dedos sobre su frente. Min se preguntó por qué no le sostenía la cabeza con las dos manos, como solía hacer Moraine.
Rand sufrió una violenta convulsión, dando boqueadas y sacudiéndose de tal modo que uno de sus brazos derribó a la Amarilla de espaldas. Tan pronto como los dedos de la mujer dejaron de tocarlo, cesaron los espasmos.
—Aquí pasa algo raro —dijo Samitsu, irritada, al tiempo que se sentaba. Apartó la chaqueta de Rand, asió el corte de la camisa ensangrentada y desgarró la tela.
El corte producido por la daga de Fain, no más largo que su mano y muy superficial, atravesaba por encima de la antigua cicatriz del costado. Hasta con la mortecina luz, Min pudo ver que los bordes de la herida aparecían hinchados y enrojecidos, como si no se hubiese tratado desde hacía días. Ya no sangraba, pero tendría que haber desaparecido. Eso era lo que hacía la Curación: las heridas se cerraban por sí mismas ante tus propios ojos.
—Esto —Samitsu rozó levemente la cicatriz y habló con el tono de un maestro impartiendo clase— tiene aspecto de absceso, pero en lugar de tener pus está lleno de maldad. Y esto —pasó el dedo sobre el corte—, parece lleno de un mal diferente. —De repente miró a la Verde con el entrecejo fruncido y su voz adquirió un timbre huraño, a la defensiva—. Si tuviera palabras para describirlo lo haría, Cadsuane. Nunca había visto algo igual. Jamás. Pero te diré una cosa. Creo que si hubiese tardado un instante más en actuar o quizá si tú no lo hubieses intentado antes, ahora estaría muerto. Considerando su estado… —La hermana Amarilla suspiró y su aire se tornó abatido—. En su estado, creo que morirá de todos modos.
Min sacudió la cabeza e intentó decir «no», pero parecía incapaz de hacer que su lengua se moviera. Oyó a Caraline musitar una plegaria; la mujer aferraba el brazo de Darlin con las dos manos, y el noble teariano observaba ceñudo a Rand, como si intentara encontrar sentido a lo que veía. Cadsuane se inclinó para hablar secamente con Samitsu.
—Eres la mejor que existe, puede que la mejor que haya existido nunca —manifestó quedamente—. Nadie tiene tanto Talento de Curación como tú, ni por asomo.
Samitsu asintió con la cabeza y se levantó; antes de que hubiese acabado de ponerse de pie, volvía a ser la serenidad Aes Sedai en persona. No así Cadsuane, que miraba a Rand ceñuda, puesta en jarras.
—¡Ni hablar! No te dejaré que te me mueras, chico —gruñó como si la culpa fuese de él. En esta ocasión, en lugar de tocar la cabeza de Min le propinó un capón—. En pie, muchacha. Hasta un idiota se daría cuenta de que no eres una cagueta, así que deja de fingir. Darlin, tú lo llevarás. Los vendajes habrán de esperar. Esta niebla no nos deja, así que será mejor que nos marchemos.
Darlin vaciló. Tal vez fue el gesto ceñudo y perentorio de Cadsuane o tal vez la mano de Caraline alzándose hacia su cara, pero envainó la espada bruscamente, mascullando entre dientes, y se cargó a Rand al hombro.
Min cogió la espada marcada con la garza y la deslizó con cuidado en la vaina colgada de la cintura de Rand.
—La necesitará —dijo a Darlin y, un momento después, el hombre asintió. Por suerte para él lo hizo; Min había puesto toda su confianza en la hermana Verde y no pensaba permitir que nadie opinara lo contrario.
—Ten cuidado, Darlin —advirtió Caraline con aquel timbre ronco una vez que Cadsuane estableció claramente la posición de cada cual para la marcha—. Quédate detrás de mí y yo te protegeré.
El noble rió hasta quedarse sin aliento, y siguió riendo entre dientes cuando empezaron a ascender a través de la fría niebla y los distantes gritos, con el noble cargando a Rand en el centro y las mujeres formando un círculo alrededor.
Min sabía que sólo era otro par de ojos vigilantes, al igual que Caraline, que caminaba al otro lado de Cadsuane, y también sabía que el cuchillo que empuñaba no servía de nada contra las formas de niebla, pero Padan Fain podría seguir por allí. No fallaría una segunda vez. Caraline también empuñaba su daga y, por las ojeadas que echaba hacia atrás, a Darlin, que subía trabajosamente bajo el peso de Rand, quizá también se proponía proteger al Dragón Renacido. Claro que, a lo mejor no era a él. Una mujer podía olvidar el tamaño de una nariz, por grande que fuera, por aquella risa.
Las formas seguían surgiendo en la niebla y morían consumidas por el fuego; una vez, un algo inmenso partió en dos a un aterrado caballo, a la derecha del grupo, antes de que cualquiera de las Aes Sedai tuviese tiempo de acabar con él. Min vomitó ruidosamente y no sintió pizca de vergüenza por ello; había gente muriendo, pero al menos las personas habían ido allí por propia voluntad. Hasta el soldado de más baja categoría habría podido huir la víspera si así lo hubiese decidido, pero no aquel caballo. La formas se concretaban y perecían, la gente moría, siempre gritando a lo lejos aparentemente, aunque seguían topando con despojos desgarrados que habían sido seres humanos poco antes. Min empezó a preguntarse si volverían a ver la luz del día alguna vez.
Con desconcertante instantaneidad, sin previo aviso, Min se encontró bañada por ella; un momento antes la rodeaba un manto gris y al siguiente se hallaba bajo un sol ardiente y dorado que brillaba en lo alto, en un cielo azul, con tal intensidad que tuvo que resguardarse los ojos. Y allí, a unos ocho kilómetros en línea recta a través de las colinas casi peladas, Cairhien se alzaba, sólida y cuadrada, sobre sus propias prominencias. De algún modo, ya no parecía verdaderamente real.
Volvió la vista hacia el límite de la niebla y un escalofrío la sacudió. Era un borde, un muro nuboso que se extendía a través de los árboles de la cumbre de esa colina, y demasiado uniforme, sin remolinos ni cambios de densidad. Aire transparente a un lado y espesa niebla al otro, nada más. Un árbol situado justo delante de ella se hizo un poco más visible, y Min comprendió que la niebla retrocedía, tal vez disipada por el calor del sol. Sin embargo, su retirada era demasiado lenta para considerarla natural. Los demás la contemplaban con igual fijeza que ella, hasta las Aes Sedai.
Veinte pasos a la izquierda del grupo apareció un hombre, dirigiéndose a gatas hacia la luz. Llevaba afeitada la frente y, a juzgar por su peto abollado, era un soldado de a pie. Miró en derredor enloquecidamente, al parecer sin verlos, y siguió gateando cuesta abajo. Lejos, a la derecha, surgieron dos hombres y una mujer, todos corriendo. Ella llevaba un vestido con franjas de colores en la pechera, pero no se veían cuántas eran ya que la mujer se había recogido la falda todo lo posible para correr más deprisa, y sus zancadas igualaban a las de los hombres. Ninguno de los tres miró a ningún lado, sino que se lanzaron colina abajo, tropezando, cayendo y volviendo a levantarse para continuar corriendo.
Caraline contempló, ausente, la hoja de su daga y luego la enfundó.
—Así desaparece mi ejército —musitó.
Darlin, con Rand todavía inconsciente cargado a los hombros, la miró.
—Hay otro en Tear, si lo necesitas.
La noble echó una ojeada a Rand, colgado como un saco.
—Tal vez —repuso.
Darlin volvió la cabeza para mirar el rostro de Rand con la frente arrugada en un gesto preocupado. El sentido práctico de Cadsuane salió a relucir de nuevo.
—La calzada está en esa dirección —anunció, señalando al oeste—. Iremos más deprisa por ella que a campo traviesa. Será un paseo.
Min no lo habría llamado así. El aire parecía el doble de caliente después del frío de la niebla. La hacía sudar a mares y parecía dejarla sin fuerza. Las piernas le fallaron; tropezó con unas raíces y se fue de bruces al suelo. Tropezó con piedras y cayó. Tropezó con sus propios pies y cayó. En una ocasión resbaló y se deslizó sus buenos cuarenta metros colina abajo, sobre el trasero, agitando los brazos hasta que consiguió agarrarse a un arbolillo. Caraline se fue al suelo otras tantas veces o quizá más; los vestidos no estaban hechos para esa clase de viaje y, a no tardar —después de rodar dando volteretas y que las faldas acabaran enredadas en su cabeza— le preguntó a Min el nombre de la costurera que le había hecho la chaqueta y las polainas. Darlin no cayó. Sí tropezó y resbaló tanto como ellas, pero cada vez que empezaba a caerse, algo parecía sujetarlo y mantenerlo de pie. Al principio el noble dirigió miradas feroces a las Aes Sedai, herido su orgullo de Gran Señor teariano, muy capaz de acarrear por sí mismo a Rand, sin ayuda de nadie. Cadsuane y las otras fingieron no darse cuenta. Ellas no cayeron ninguna vez; simplemente caminaban mientras charlaban en voz baja entre ellas y sujetaban a Darlin antes de que el hombre se fuera al suelo. Para cuando llegaron a la calzada, la expresión del noble era aliviada a la par que acosada.
Plantada en mitad de la ancha calzada de tierra apisonada y a la vista del río, Cadsuane alzó una mano perentoria para detener al primer medio de transporte que apareció, una carreta desvencijada, tirada por dos mulas apolilladas y conducida por un granjero huesudo, vestido con una chaqueta llena de parches, que tiró de las riendas precipitadamente. ¿Con quién pensaría el tipo desdentado que había topado? Tres Aes Sedai de rostro intemporal, con sus chales, que podrían acabar de bajar de su carruaje un momento antes. Una cairhienina empapada en sudor, de alto rango a juzgar por las bandas del vestido, o quizás una pordiosera que se había puesto las ropas desechadas de una noble, habida cuenta del estado del vestido; un noble obviamente teariano, con el sudor goteando de su nariz y su barba y con otro hombre cargado sobre los hombros como si fuese un saco de grano. Y luego, ella, con las dos rodillas asomando por las calzas rotas, y otro desgarrón en la culera que cubría la chaqueta, gracias a la Luz, aunque una de las mangas le colgaba de unos pocos hilos. Y con más manchas y polvo de lo que era posible imaginar.
Sin esperar a nadie, sacó el cuchillo de la manga —partiendo la mayoría de los pocos hilos que la sujetaban— y giró el arma con un floreo que le había enseñado Thom Merrilin, pasando la empuñadura entre los dedos de manera que la hoja centelleó bajo el sol.
—Necesitamos que nos lleves al Palacio del Sol —anunció y ni el mismísimo Rand lo habría hecho mejor. Había momentos en los que mostrarse autoritario evitaba discusiones.
—Pequeña —dijo Cadsuane en tono de censura—, sin duda Kiruna y sus amigas harán cuanto esté en sus manos, pero no hay una sola Amarilla entre ellas. Samitsu y Corele son realmente dos de las mejores que ha habido. Lady Arilyn, muy amablemente, nos ha dejado su palacio de la ciudad, así que lo llevaremos…
—No. —Min ignoraba de dónde había sacado el coraje necesario para decir tal palabra a esa mujer. Sólo que… era de Rand de quien hablaban—. Si recobra el conocimiento… —Calló para tragar saliva; lo recobraría—. Si se despierta en un lugar extraño, rodeado de Aes Sedai desconocidas otra vez, no quiero imaginar lo que podría hacer. Y vosotras, menos aún.
Durante unos segundos larguísimos, sostuvo aquella fría mirada, y luego la Aes Sedai asintió.
—Al Palacio del Sol —dijo Cadsuane al granjero—. Y tan deprisa como seas capaz de hacer moverse a esos dos sacos de huesos.
Naturalmente, las cosas no eran así de sencillas, ni siquiera para una Aes Sedai. Ander Tol llevaba una carreta llena de nabos raquíticos que se proponía vender en la ciudad, y no tenía la menor intención de acercarse al Palacio del Sol, donde, les dijo, el Dragón Renacido se comía a la gente, que era asada en espetones por mujeres Aiel de tres metros de altura. Ni aunque se lo pidiesen todas las Aes Sedai del mundo se acercaría a un kilómetro del palacio. Por su parte, Cadsuane le lanzó una bolsa que hizo que los ojos del hombre casi se salieran de sus órbitas cuando miró dentro, y luego le informó de que acababa de comprarle la carga de nabos y alquilar sus servicios y los de su carreta. Claro que, si no le gustaba la idea, podía devolverle la bolsa. Eso último lo dijo puesta en jarras y con una expresión en el semblante que anunciaba que podía tragarse su carreta allí mismo si intentaba rechazar la bolsa. Resultó que Ander Tol era un hombre razonable. Samitsu y Niande descargaron la carreta; es decir, los nabos salieron volando por el aire y fueron a parar a un lado de la calzada en un ordenado montón. Por sus expresiones gélidas, aquél no era precisamente el uso que habían imaginado dar al Poder Único. Por la expresión de Darlin, todavía de pie con Rand al’Thor cargado a los hombros, se sentía aliviado porque no le hubieran ordenado hacerlo a él. Sentado en el pescante de la carreta, Ander Tol no podía tener más abierta la boca; manoseó con nerviosismo la bolsa del dinero como si se preguntara si realmente habría merecido la pena.
Una vez instalados en la caja de la carreta, con la paja que había servido de cama para los nabos amontonada para acostar a Rand sobre ella, Cadsuane no quitó ojo a Min por encima de Rand. Maese Tol sacudía las riendas y conseguía una velocidad increíble de aquellas mulas. La carreta brincaba y se zarandeaba de manera espantosa; las ruedas no sólo tenían holgura, sino que también parecían descentradas. Deseando para sus adentros haber reservado un poco de paja para sí misma, a Min le divirtió ver que los rostros de Samitsu y de Niande se tornaban más tensos por momentos a medida que brincaban arriba y abajo. Caraline las contempló sonriendo sin disimulo; la Cabeza Insigne de la casa Damodred no se molestó en ocultar el placer que le causaba que las Aes Sedai, por una vez, experimentaran un viaje duro. Aunque, a decir verdad, debido a su ligera constitución, Caraline era la que más alto brincaba y con mayor fuerza caía sobre la caja. A Darlin, agarrado a un costado de la carreta, no parecían afectarlo las bruscas sacudidas; seguía mirando ceñudo a Caraline y a Rand.
Cadsuane era otra a la que aparentemente le importaba poco que los dientes entrechocaran por los zarandeos.
—Espero haber llegado antes de que anochezca, maese Tol —manifestó la Aes Sedai, y como resultado hubo más chasquidos de riendas y más velocidad—. Y ahora —empezó Cadsuane, volviéndose hacia Min—, cuéntame exactamente qué ocurrió la última vez que este chico despertó rodeado de Aes Sedai desconocidas. —Su mirada atrapó la de Min y no la soltó.
Rand quería guardarlo en secreto, si era posible, el mayor tiempo posible. Pero estaba muriéndose y la única oportunidad que tenía, en opinión de Min, estaba en manos de esas mujeres. Quizá saberlo no serviría precisamente de ayuda. O quizá serviría para que al menos entendieran un poco a Rand.
—Lo metieron en un baúl —empezó.
No supo a ciencia cierta cómo continuó —sólo que lo hizo— o cómo logró contener las lágrimas —sólo que no iba a venirse abajo de nuevo, cuando Rand la necesitaba—, pero de algún modo relató el confinamiento y las palizas sin que la voz le temblara, hasta el momento en que Kiruna y las demás se arrodillaron para jurarle lealtad. Darlin y Caraline estaban estupefactos. Samitsu y Niande, horrorizadas. Aunque resultó que no por la razón que Min había supuesto.
—¿Que… neutralizó a tres hermanas? —preguntó Samitsu con un timbre chillón. De repente se llevó una mano a la boca y giró sobre sí misma para inclinarse por el borde de la carreta y vomitar ruidosamente. Niande la imitó casi de inmediato y las dos, colgadas sobre el borde del carro, vaciaron sus estómagos.
Y Cadsuane… Cadsuane acarició el rostro lívido de Rand y apartó los mechones que le caían sobre la frente.
—No temas, muchacho —susurró—. Han hecho más duro mi trabajo, y el tuyo, pero no te causaré más daño que el necesario.
Min sintió que sus entrañas se helaban.
Los guardias de las puertas de la ciudad gritaron dando el alto a la carreta, pero Cadsuane le ordenó a maese Tol que no se parara, y el hombre azuzó con más ahínco a las mulas. La gente en las calles se apartaba a los lados de un salto para no acabar atropellada, y la carreta fue dejando a su paso gritos y maldiciones, sillas de mano volcadas y carruajes empotrándose en los puestos de los vendedores callejeros. Por fin enfilaron la amplia rampa que llevaba al Palacio del Sol, donde los guardias vestidos con los colores de lord Dobraine se desplegaron como preparándose para luchar contra hordas invasoras. Mientras maese Tol chillaba a voz en cuello que la Aes Sedai lo había obligado a hacerlo, los soldados vieron a Min. Y luego a Rand. La joven creía que antes se había encontrado en una vorágine, pero se había equivocado. Entonces sí que se hallaba en un tumulto.
Dos docenas de hombres intentaron llegar a la caja de la carreta al mismo tiempo para sacar a Rand, y los que consiguieron adelantarse lo cogieron con tanto cuidado como si fuera un bebé, cuatro a cada lado, con los brazos pasando por debajo del cuerpo desmayado. Cadsuane debió de repetir que no estaba muerto más de un millar de veces mientras entraban apresuradamente en palacio y recorrían los pasillos que a Min le parecieron más largos de lo que recordaba, con más soldados cairhieninos amontonándose detrás a medida que avanzaban. Los nobles empezaron a aparecer en cada puerta y en cada intersección de los corredores, los rostros pálidos como muertos y mirando de hito en hito a Rand mientras pasaba ante ellos. Min había perdido de vista a Caraline y a Darlin desde que saltó de la carreta, y, deseándoles lo mejor, se olvidó de ellos. Rand era lo único que le importaba. Lo único en el mundo.
Nandera se encontraba entre las Far Dareis Mai que guardaban las puertas de los aposentos de Rand, con sus dorados soles nacientes. Cuando la Doncella canosa vio a Rand, la impasibilidad propia de los Aiel quedó hecha añicos.
—¿Qué le ha pasado? —aulló, con los ojos muy abiertos—. ¿Qué ha ocurrido?
Algunas de las otras Doncellas empezaron a entonar un lamento, un sonido bajo que subía poco a poco, como un canto fúnebre.
—¡Silencio! —bramó Cadsuane a la par que daba una sonora palmada—. Tú, chica. Hace falta acostarlo. ¡Corre!
Nandera corrió. En un abrir y cerrar de ojos, Rand estuvo desnudo y tendido en la cama con Samitsu y Niande pegadas a su lado; echaron a los cairhieninos, y Nandera se quedó en la puerta repitiendo las instrucciones de Cadsuane de que no lo molestara nadie, todo ello con tal rapidez que Min se sintió mareada. Esperaba presenciar algún día el encuentro entre Cadsuane y Sorilea, la Sabia; tenía que producirse, y sería memorable.
Si la Aes Sedai había pensado que sus instrucciones iban a dejar fuera a todo el mundo, se equivocaba. Antes de que Cadsuane tuviese tiempo de hacer algo más que mover una silla, flotando en el aire con el Poder, para sentarse a un lado de la cama de Rand, Kiruna y Bera entraron cual dos representaciones de orgullo, dirigente de una corte y dirigente de su granja.
—¿Qué es eso que he oído…? —empezó a decir furiosamente Kiruna. Entonces vio a Cadsuane. Y Bera la vio también. Para sorpresa de Min, se pararon en seco, con la boca abierta.
—Está en buenas manos —dijo Cadsuane—. A menos que una de vosotras haya encontrado repentinamente más fuerza en el Talento de la Curación de lo que yo recuerdo.
—Sí, Cadsuane —respondieron sumisamente—. No, Cadsuane.
Min cerró la boca también. Samitsu cogió una silla con incrustaciones de marfil que había junto a la pared, extendió los amplios vuelos de su falda de color amarillo oscuro, y se sentó con las manos enlazadas sobre el regazo, observando cómo subía y bajaba el pecho de Rand cubierto por la sábana. Niande se acercó a la estantería de libros de Rand y seleccionó uno antes de tomar asiento cerca de los ventanales. ¡Se puso a leer! Kiruna y Bera hicieron amago de sentarse, pero entonces miraron a Cadsuane y aguardaron el impaciente gesto de asentimiento de la otra mujer antes de ocupar sus sillas.
—¿Por qué no hacéis algo? —gritó Min.
—Eso mismo me gustaría saber a mí —dijo Amys, entrando en la habitación. La Sabia de cabello blanco y aspecto juvenil contempló a Rand unos instantes y luego se ajustó el chal marrón oscuro y se giró hacia Kiruna y Bera—. Podéis marcharos —manifestó—. Kiruna, Sorilea quiere verte otra vez.
La oscura tez de Kiruna palideció, pero las dos Aes Sedai se levantaron e hicieron una reverencia que acompañó un «Sí, Amys» aún más sumiso que el dirigido a Cadsuane, tras lo cual se marcharon mientras echaban miradas abochornadas a la hermana Verde.
—Interesante —dijo ésta una vez que hubieron salido. Sus oscuros ojos se trabaron con los azules de Amys, y a la Aes Sedai, al menos, pareció gustarle lo que veía. En cualquier caso, sonrió.
—Me gustaría conocer a esa Sorilea. ¿Es una mujer fuerte? —Pareció darle énfasis a la última palabra.
—La más fuerte que he conocido en mi vida —contestó simplemente Amys. Y tranquilamente. Nadie habría dicho que Rand yacía inconsciente delante de ella—. Desconozco vuestra Curación, Aes Sedai, pero confío en que habréis hecho todo lo que puede hacerse, ¿verdad? —Su tono era impasible; Min dudaba que Amys confiara realmente.
—Lo que podía hacerse, se ha hecho —respondió Cadsuane—. Lo único que queda es esperar.
—¿Mientras Rand al’Thor muere? —inquirió la voz ronca y dura de un hombre.
Min dio un brinco; Dashiva entró en la habitación con su rostro de campesino ceñudo, acompañado por otros dos Asha’man.
—¡Flinn! —llamó secamente.
A Niande se le cayó el libro de los dedos aparentemente enervados; contemplaba a los tres hombres de negro como si tuviera delante al propio Oscuro. Pálida, Samitsu musitó algo que sonó como una plegaria.
A la orden de Dashiva, el Asha’man canoso se acercó cojeando hasta el lecho de Rand, al otro lado del ocupado por Cadsuane, y empezó a pasar las manos a lo largo del cuerpo inmóvil de Rand, un palmo por encima de la sábana. El joven Narishma seguía de pie junto a la puerta, ceñudo, toqueteando la empuñadura de su espada y con sus enormes ojos negros intentando vigilar a la vez a las tres Aes Sedai y a Amys. No parecía asustado; sólo era un hombre seguro de sí mismo que esperaba a que aquellas mujeres se mostraran como sus enemigas. A diferencia de las Aes Sedai, Amys no hizo caso de los Asha’man, excepto de Flinn. Sus ojos no se apartaron del hombre y su terso rostro permaneció inexpresivo. Sin embargo, su dedo pulgar acariciaba el mango del cuchillo que llevaba al cinturón de manera harto significativa.
—¿Qué haces? —demandó Samitsu mientras se levantaba de la silla como movida por un resorte. Por mucho que la inquietaran los Asha’man, la preocupación por su inconsciente paciente se impuso—. Tú, Flinn o como quiera que te llames.
Dio un paso hacia la cama y Narishma se desplazó para cerrarle el paso. La mujer, ceñuda, intentó rodearlo, y él la asió por el brazo.
—Otro chico sin modales —murmuró Cadsuane. De las tres hermanas, sólo ella no mostraba ni el menor atisbo de alarma por los Asha’man. En cambio, los estudió por encima de los dedos unidos por las puntas.
Narishma enrojeció con su comentario y apartó la mano, pero cuando Samitsu intentó pasarlo por un lado otra vez, volvió a interponerse en su camino. La mujer se conformó con mirar por encima de su hombro.
—Tú, Flinn, ¿qué haces? ¡No dejaré que lo mates con tu ignorancia! ¿Me has oído?
Min brincaba prácticamente sobre uno y otro pie. No creía que un Asha’man matara a Rand; no a propósito, pero… Confiaba en ellos, pero… Luz, ni siquiera Amys parecía convencida, y miraba alternativamente a Flinn y a Rand, fruncido el ceño.
Flinn retiró la sábana hasta dejar al descubierto el torso de Rand y la herida. El tajo no parecía ni peor ni mejor de lo que Min recordaba: un corte abierto, inflamado, sin sangrar, que se extendía sobre la cicatriz redonda. Rand parecía dormir.
—No puede empeorarlo más de lo que está ya —comentó Min, pero nadie le hizo el menor caso.
Dashiva dejó escapar un sonido gutural, y Flinn lo miró.
—¿Has visto algo, Asha’man?
—No poseo el Talento de la Curación —repuso Dashiva, con mala cara—. Tú eres el que siguió mi sugerencia y aprendió.
—¿Qué sugerencia? —demandó la hermana Amarilla—. Insisto en que te…
—Cállate, Samitsu —dijo Cadsuane. Parecía la única persona tranquila en la habitación aparte de Amys y, a juzgar por el modo en que la Sabia acariciaba la empuñadura del cuchillo, Min no lo tenía tan claro con ella—. Creo que lo último que querría es hacer daño al chico.
—Pero, Cadsuane —empezó Niande en tono urgente—, ese hombre es…
—He dicho que silencio —espetó la canosa Aes Sedai con firmeza.
—Os aseguro que Flinn sabe lo que hace —intervino Dashiva, que se las arregló para hablar en un tono untuoso y duro a la vez—. De hecho ya hace cosas que vosotras, las Aes Sedai, jamás imaginaríais.
Samitsu aspiró por la nariz, desdeñosamente. Cadsuane se limitó a asentir y se recostó en la silla.
Flinn siguió con el dedo el corte hinchado del costado de Rand y a través de la vieja cicatriz. Ésta parecía más tierna.
—Son semejantes, pero distintas, como si hubiese dos tipos de infecciones. Sólo que no es infección, es… oscuridad. No se me ocurre un término mejor.
Flinn se encogió de hombros y echó una ojeada de soslayo a la hermana Amarilla mientras ésta, a su vez, lo observaba con el entrecejo fruncido, pero ahora la expresión de su mirada era pensativa.
—Adelante, Flinn —masculló Dashiva—. Si muriese… —Arrugó la nariz como si hubiese captado un mal olor; parecía incapaz de apartar los ojos de Rand. Movió los labios, aparentemente hablando para sí mismo, y en cierto momento emitió un sonido, mitad sollozo, mitad risa amarga, sin que su semblante cambiara un ápice.
Con una profunda inhalación, Flinn echó un vistazo en derredor, a las Aes Sedai, a Amys. Cuando sus ojos encontraron a Min, dio un respingo y su rostro curtido enrojeció. Se apresuró a cubrir de nuevo el pecho de Rand con la sábana, dejando al aire únicamente la antigua herida y la nueva.
—Espero que a nadie le importe si hablo —comentó mientras empezaba a mover las manos callosas sobre el costado de Rand—. Hablar parece ayudarme un poco. —Estrechó los ojos y centró la vista en las heridas al tiempo que sus dedos se retorcían lentamente. Casi como si estuviese tejiendo hilos, comprendió Min. Cuando habló, su tono sonó ausente, sólo consciente a medias de sus palabras—. Podría decirse que fue la Curación la que me indujo a ir a la Torre Negra. Era un soldado hasta que recibí un lanzazo en el muslo, y a partir de entonces me resultaba muy difícil sostenerme bien en una silla de montar, y tampoco podía caminar mucho tiempo. Ésa era la decimoquinta herida que sufría en casi cuarenta años de servicio en la Guardia Real. Quince que fueran de consideración, se entiende; no cuentan si después uno puede cabalgar o caminar. Vi morir a un montón de amigos en esos cuarenta años. De modo que fui allí, y el M’Hael me enseñó la Curación. Y otras cosas. Una especie de Curación rudimentaria; en cierta ocasión me curó una Aes Sedai. Bueno, de eso hará unos treinta años. En cualquier caso, esto duele comparado con aquello, aunque funciona igual de bien. Entonces, un día, Dashiva, aquí presente… perdón, el Asha’man Dashiva comentó que le parecía curioso que todo fuese igual, que tanto daba si un hombre se había roto una pierna como si tenía un resfriado, y empezamos a hablar y… En fin, él no tiene facultades en eso, pero en mi caso, por lo visto, se podría decir que poseo el don. El Talento. Así que empecé a pensar, ¿y si…? Bueno, se acabó. Es todo lo que puedo hacer.
Dashiva gruñó mientras Flinn se dejaba caer en cuclillas pesadamente y se enjugaba la frente. Gotitas de sudor cubrían todo su rostro; era la primera vez que Min veía transpirar a un Asha’man. El corte en el costado de Rand no había desaparecido, pero sí parecía algo más pequeño, menos enrojecido e hinchado. Rand seguía inconsciente, pero la palidez de su cara había disminuido. Samitsu pasó junto a Narishma tan deprisa que el joven no tuvo tiempo de impedírselo.
—¿Qué le has hecho? —demandó a la par que posaba los dedos en la frente de Rand. Fuera lo que fuese lo que descubrió con el Poder, lo cierto es que sus cejas se enarcaron de manera llamativa y su tono pasó de ser imperioso a incrédulo—. ¿Qué has hecho?
—No mucho. —Flinn se encogió de hombros en actitud pesarosa—. En realidad no pude tocar el mal, ninguno de los dos. Hice algo así como aislarlos de él, al menos durante un tiempo. No durará mucho, pero ahora combaten entre sí. Quizás acaben el uno con el otro, mientras él se cura del todo. —Suspiró y sacudió la cabeza—. Por otro lado, no puedo afirmar que no lo maten a él. Pero creo que ahora tiene más posibilidades que antes.
—Sí —asintió Dashiva con aire engreído—, ahora tiene una oportunidad.
Cualquiera habría pensado que la Curación la había llevado a cabo él. Para gran sorpresa de Flinn, Samitsu rodeó el lecho y lo ayudó a incorporarse.
—Tienes que contarme cómo lo hiciste —manifestó; su tono regio contrastó llamativamente con el modo en que sus dedos enderezaron el cuello de la chaqueta del hombre y alisaron las solapas—. ¡Si hubiese un modo de que pudieras enseñarme! Pero al menos me describirás el proceso. ¡Debes hacerlo! Te daré todo el oro que poseo, te daré un hijo, cualquier cosa que desees, pero me explicarás lo que has hecho lo más detalladamente posible.
Aparentemente sin estar segura ella misma de si le estaba dando una orden o le suplicaba, condujo a un estupefacto Flinn hacia los ventanales. El hombre intentó abrir la boca en más de una ocasión, pero Samitsu ponía tanto empeño en hacerlo hablar que ni siquiera reparó en ese detalle.
Sin importarle lo que ninguno de los presentes pensara, Min se subió a la cama y se tumbó de manera que la cabeza de Rand quedó bajo su barbilla, y lo rodeó con los brazos. Una oportunidad. Disimuladamente observó a las tres personas que había alrededor del lecho: Cadsuane en su silla; Amys de pie, al otro lado; Dashiva apoyado en uno de los postes cuadrados a los pies. Todos con halos e imágenes indescifrables que aparecían y desaparecían alrededor; todos pendientes de Rand. A buen seguro, Amys preveía algún desastre para los Aiel si Rand moría, y Dashiva, el único de los tres cuyo semblante traslucía alguna expresión, desastre para los Asha’man. Y Cadsuane… Cadsuane, a quien Bera y Kiruna no sólo conocían sino que la obedecían prontamente, como niñas, a pesar de sus juramentos a Rand. Cadsuane, que no causaría a Rand «más daño que el necesario».
La mirada de la Aes Sedai se cruzó un instante con la de Min, y la joven se estremeció. De algún modo lo protegería mientras él no pudiera hacerlo por sí mismo; lo protegería de Amys, de Dashiva, de Cadsuane. De algún modo. Sin ser consciente de ello, empezó a canturrear en voz queda una canción de cuna mientras mecía suavemente a Rand. De algún modo.