Prologo Rayos

Desde el alto ventanal en arco, a unos ciento veinte metros del suelo y no mucho más abajo del ápice de la Torre Blanca, Elaida alcanzaba a ver las onduladas llanuras y bosques que, kilómetros más allá de Tar Valon, lindaban con el anchuroso río Erinin, el cual discurría desde el noroeste antes de bifurcarse alrededor de las blancas murallas de la urbe insular. Al nivel del suelo, las largas sombras matinales debían de estar proyectando oscuros perfiles sobre la ciudad, pero desde esa ventajosa posición todo parecía claro y luminoso. Ni siquiera las legendarias Torres Infinitas de Cairhien rivalizaban realmente con la Torre Blanca. Desde luego, ninguna de las torres menores de Tar Valon lo hacía, a pesar de lo mucho que la gente se hiciera lenguas de ellas y de sus gráciles pasarelas arqueadas.

A esa altura una brisa casi constante aliviaba el calor antinatural que azotaba al mundo. Pasada la Fiesta de las Luces, una profunda capa de nieve debería haber cubierto el suelo, pero el tiempo parecía el propio de un tórrido verano en plena canícula. Otra señal, si es que hacían falta más, de que la Última Batalla estaba próxima y de que la mano del Oscuro tocaba el mundo. Ni que decir tiene que Elaida no permitía que el calor la afectase ni cuando descendía a los pisos bajos. La brisa no era la razón de que hubiese hecho trasladar sus aposentos allí arriba, a esas sencillas habitaciones, a pesar del inconveniente que representaban tantas escaleras.

Las baldosas lisas, de un tono rojizo, y las paredes de blanco mármol adornadas por unos pocos tapices no tenían comparación con la grandiosidad del estudio y los aposentos de la Amyrlin situados mucho más abajo. Aún utilizaba esas estancias de vez en cuando —en las mentes de algunas personas ese fausto se asociaba con el poder de la Sede Amyrlin— pero residía arriba, y también trabajaba allí las más de las veces. Por la vista. Pero no de la ciudad ni del río ni de los bosques, sino de lo que empezaba a cobrar forma en los terrenos de la Torre.

Grandes zanjas y cimientos se extendían a través de lo que había sido el patio de prácticas de los Guardianes, en medio de altas grúas de madera y montones de bloques cortados de mármol y granito. Multitud de albañiles y peones se afanaban como hormigas en la cantera, y un constante flujo de carretas cruzaba las puertas y entraba en los terrenos de la Torre, transportando más piedra. A un lado se alzaba lo que los albañiles llamaban un «modelo de trabajo» en madera, lo bastante grande para que los hombres entrasen en él en cuclillas a fin de ver hasta el último detalle dónde debía ir cada piedra. Después de todo, la mayoría de los obreros no sabía leer, por lo que no había ni palabras ni planos dibujados por alarifes. El «modelo de trabajo» era tan grande como algunas casas solariegas.

Si cualquier rey o reina tenía un palacio ¿por qué la Amyrlin había de estar relegada a unos aposentos poco mejores que los de muchas hermanas? Su palacio igualaría en esplendor a la Torre Blanca y tendría un gran chapitel quince metros más alto que la propia Torre. El rostro del maestro de obra había palidecido al oír aquello. La Torre había sido construida por los Ogier, con la ayuda de hermanas que habían recurrido para ello al Poder. No obstante, tras echar una ojeada al semblante de Elaida, maese Lerman se había apresurado a hacer una reverencia mientras farfullaba que naturalmente todo se haría como ella deseaba. ¡Como si hubiese habido alguna duda!

Elaida apretó la boca con exasperación. Había querido contar de nuevo con albañiles Ogier, pero éstos se habían recluido en sus steddings por alguna razón. El más próximo, el stedding Jentoine de las Colinas Negras, había rechazado sus requerimientos. Con educación, pero seguía siendo una negativa; y sin explicaciones, aun tratándose de la Sede Amyrlin. En el mejor de los casos, los Ogier se mostraban reservados. O quizás estaban aislándose de un mundo sumido en la agitación y el desorden; los Ogier no se implicaban en los conflictos humanos: los rehuían.

Elaida apartó a los Ogier de su mente con firmeza. Se preciaba de saber separar lo posible de lo imposible, y los Ogier eran una trivialidad. No contaban para un mundo que les era ajeno, con el que no tenían más nexo que las ciudades que habían construido mucho tiempo atrás y que rara vez visitaban salvo para hacer reparaciones.

Su ceño se frunció ligeramente al contemplar a los hombres de allí abajo, afanándose como abejas por la zona de construcción. La obra avanzaba a paso de tortuga. Los Ogier estarían descartados, pero a lo mejor podía usarse de nuevo el Poder Único. Eran contadas las hermanas que poseían verdadera fuerza en los tejidos de Tierra, mas no era mucha la que se requería para reforzar la piedra o unir unos bloques a otros. Sí. En su imaginación, el palacio aparecía terminado, con galerías, columnatas, grandes cúpulas doradas en las que reverberaba el sol; y esa esbelta torre elevándose hacia el firmamento… Sus ojos se alzaron hacia el despejado cielo, allí donde estaría la punta de la torre, y soltó un profundo suspiro. Sí. Ese mismo día daría las órdenes oportunas.

El gran reloj que había en la habitación tocó el Tercer Albor a su espalda, y las campanas y carillones de la ciudad repicaron la hora, si bien allí, a tanta altura, el sonido llegaba débil. Con una sonrisa, Elaida se retiró del ventanal mientras se alisaba el vestido de seda color crema, con acuchilladuras en rojo, y se ajustaba a los hombros la ancha estola rayada de la Sede Amyrlin.

En el ornamentado reloj dorado, unas figurillas de oro, plata y esmalte se movían al compás del carillón: trollocs con cuernos y hocicos huían de una Aes Sedai en un nivel; en otro, un hombre que representaba a un falso Dragón intentaba desviar unos rayos plateados, obviamente lanzados por otra hermana. Y por encima de la esfera del reloj, que a su vez sobrepasaba la cabeza de Elaida, un rey y una reina coronados se arrodillaban ante una Sede Amyrlin que lucía su estola de esmalte; y, rematando el arco dorado que se alzaba sobre esta última figurilla, aparecía la Llama de Tar Valon, tallada en una gran piedra de luna.

Elaida no reía a menudo, pero no pudo menos de soltar una queda y complacida risita al mirar el reloj. Cemaile Sorenthaine, ascendida del Ajah Gris, lo había encargado con ese diseño, soñando con la vuelta de un tiempo anterior a la Guerra de los Trollocs, cuando ningún dirigente ocupaba un trono sin la aprobación de la Torre. Los grandiosos planes de Cemaile se quedaron en nada, sin embargo, al igual que la propia Cemaile, y durante tres siglos el reloj había permanecido guardado en un polvoriento almacén al no haber nadie que se atreviera a exponerlo sin sentir sonrojo. Hasta que llegó Elaida. La Rueda del Tiempo giraba. Lo que fue una vez, podía volver a ser. Volvería a ser.

La caja del reloj era el contrapunto de la puerta que daba a su sala de estar y al dormitorio y vestidor que había detrás. Finos tapices, vistosas obras manufacturadas en Tear, Kandor y Arad Doman con brillantes hilos de oro y de plata entremezclados con los simplemente teñidos, colgaban en las paredes, cada uno exactamente enfrente de su pareja. Siempre le había gustado el orden. La alfombra, que cubría gran parte de las baldosas, procedía de Tarabon y el diseño combinaba tonos rojos, verdes y dorados; las alfombras de seda eran las más valiosas. En las cuatro esquinas de la sala había pedestales de mármol tallados con sencillas líneas verticales, y encima, unos jarrones de la frágil porcelana de los Marinos con rosas rojas minuciosamente arregladas. Se requería el Poder Único para que floreciesen rosas en esa época, sobre todo a causa de la sequía y el calor; pero, en su opinión, merecía la pena. Tallas doradas cubrían por igual la única silla —nadie se sentaba ahora en su presencia— y el escritorio, pero con el sobrio estilo de Cairhien. En realidad era una estancia sencilla de apenas tres metros de altura, pero estos aposentos servirían hasta que su palacio estuviese terminado. La vista que tenían los hacía válidos.

El alto respaldo de la silla lucía la Llama de Tar Valon realizada con piedras de la luna; al sentarse Elaida, el símbolo quedó justo por encima de su cabeza. Sobre la pulida superficie del escritorio sólo reposaban las tres cajas lacadas de confección altaranesa, colocadas con minuciosa precisión. Abrió la que representaba unos halcones dorados entre nubes blancas y, del montón de informes y correspondencia guardados en el interior, cogió una estrecha tira de fino papel.

Leyó, por la que debía de ser centésima vez, el mensaje llegado de Cairhien doce días atrás con una paloma. Muy pocas personas en la Torre conocían su existencia y nadie salvo ella sabía su contenido ni habría tenido el menor atisbo de lo que significaba en caso de leerlo. La idea casi la hizo reír otra vez.

«Se ha puesto el aro en la nariz del toro. Espero un viaje agradable al mercado».

No llevaba firma, pero a Elaida no le hacía falta. Sólo Galina Casban sabía que debía enviar aquel glorioso mensaje. Galina, a quien Elaida encomendaba ciertas tareas que jamás habría dejado en otras manos salvo en las suyas propias. No es que se fiara totalmente de nadie, pero la cabeza del Ajah Rojo gozaba de su confianza más que cualquier otra persona. Después de todo, ella había pertenecido a ese Ajah y, en muchos sentidos, todavía se consideraba una Roja.

«Se ha puesto el aro en la nariz del toro».

Rand al’Thor, el Dragón Renacido, el hombre que parecía haber estado a punto de tragarse el mundo, el hombre que ya se había tragado buena parte de éste, se encontraba escudado y bajo el control de Galina. Y nadie que pudiese respaldarlo lo sabía. En el caso de que hubiese habido la más mínima posibilidad de ello, la redacción del mensaje habría sido distinta. Por lo que se deducía de varios mensajes anteriores, al parecer había descubierto de nuevo el Viaje, un Talento perdido para las Aes Sedai desde el Desmembramiento; empero, eso no lo había salvado. Todo lo contrario: había jugado en favor de Galina. Por lo visto tenía la costumbre de ir y venir sin avisar. ¿Quién sospecharía que esta vez no se había ausentado, sino que había sido sometido y llevado a la fuerza? Algo muy parecido a una risita subió por su garganta.

Dentro de una semana más, dos como mucho, al’Thor estaría en la Torre, vigilado estrechamente y mantenido bajo control hasta la llegada del Tarmon Gai’don, con lo que se pondría freno a su saqueo del mundo. Era una locura dejar en libertad a ningún hombre capaz de encauzar, pero principalmente al hombre que según las Profecías debía enfrentarse al Oscuro en la Última Batalla. Quisiera la Luz que todavía faltase mucho para eso a pesar de los cambios climáticos, pues se necesitarían años para preparar al mundo debidamente, empezando por enmendar lo que al’Thor había hecho.

Naturalmente, el daño que había causado no era nada comparado con lo que podría haber hecho de estar libre. Por no mencionar la posibilidad de que perdiera la vida antes del momento en que se lo necesitase. En fin, el problemático joven permanecería envuelto en pañales y tan a salvo con un bebé en los brazos de su madre hasta que llegase el momento de llevarlo a Shayol Ghul. Después de eso, si sobrevivía…

Elaida frunció los labios. Las Profecías del Dragón parecían indicar que no lo haría, lo que indudablemente sería lo mejor que podría pasar.

—Madre…

Elaida casi dio un brinco de sobresalto cuando Alviarin habló. ¡Mira que entrar sin llamar siquiera a la puerta!

—Tengo noticias de los Ajahs, madre. —Delgada y de semblante frío, Alviarin llevaba el estrecho chal de Guardiana en blanco, a juego con el vestido, para mostrar que había ascendido del Ajah de ese color. Empero, en su boca la palabra «madre» sonaba más como un formulismo con el que dirigirse a una igual que un título de respeto.

La presencia de la Guardiana bastó para hacer perder el buen humor a Elaida. El que la Guardiana de las Crónicas procediera del Ajah Blanco, no del Rojo, era siempre un recordatorio mortificante de la debilidad de su posición cuando la habían ascendido. Parte de eso se había disipado, cierto, pero no completamente. Todavía no. Estaba harta de lamentarse por tener tan pocas informadoras fuera de Andor. Y de que su predecesora y la de Alviarin hubiesen escapado —que las hubiesen ayudado a escapar, porque tenían que haber contado con ayuda— antes de que se les hubiera arrancado el secreto de las claves de la inmensa red informadora de la Amyrlin.

Quería, ansiaba, esa red de información que le pertenecía por derecho. Existía la arraigada costumbre de que los Ajahs dieran a la Guardiana cualquier noticia de sus propias informadoras que tuviesen a bien compartir con la Amyrlin, aunque fuera con cuentagotas; pero Elaida estaba convencida de que Alviarin se guardaba para sí parte de esa contada información. Empero, no podía pedir información a los Ajahs directamente. Ya era bastante malo estar en una posición débil para, además, tener que suplicar algo al mundo. O a la Torre, que, a fin de cuentas, era lo que realmente contaba en el mundo.

Elaida mantuvo la expresión tan fría como la de la otra mujer, dándose por enterada de su presencia con un mero asentimiento mientras fingía examinar los papeles que había en la caja lacada. Los fue pasando lentamente uno por uno y los volvió a poner en la caja con parsimonia. Todo ello sin ver una sola palabra de lo escrito en ellos. Hacer esperar a Alviarin le resultaba amargo porque era un recurso pobre, y los recursos pobres eran lo único que tenía para atacar a quien debería haber sido su servidora.

Una Amyrlin podía dictar cualquier decreto que quisiera puesto que su palabra era ley e incuestionable. Sin embargo, en la práctica, sin el apoyo de la Antecámara de la Torre muchos de esos decretos se quedaban en papel mojado. Ninguna hermana desobedecía a una Amyrlin; al menos, no directamente, pero muchos decretos requerían que se ordenaran un centenar de otras cosas para ponerlos en práctica. En los mejores tiempos posibles éste era un proceso lento, en ocasiones tan lento que nunca llegaba a su fin, y los actuales distaban mucho de ser los mejores.

Alviarin permaneció de pie, sosegada como un estanque helado. Elaida cerró la caja altaranesa, dejando fuera la tira de papel que anunciaba su victoria; la manoseó inconscientemente, como si fuese un talismán.

—¿Se han dignado finalmente Teslyn o Joline enviar alguna nueva más aparte de que llegaron bien?

Aquello lo dijo para recordarle a Alviarin que ninguna de ellas podía considerarse invulnerable. A nadie le importaba lo que ocurría en Ebou Dar, y a Elaida a quien menos; la capital de Altara podía hundirse en el mar y, salvo los mercaderes, ni siquiera el resto del país se daría cuenta de ello. Pero Teslyn había sido miembro de la Asamblea durante casi quince años antes de que Elaida le ordenara renunciar a su puesto y viajar a esa ciudad. Y, si Elaida podía enviar a una Asentada —una Asentada Roja que había respaldado su ascensión— como embajadora ante un trono insignificante sin que nadie supiera realmente el motivo salvo un centenar de rumores sin fundamento, entonces también podía tratar con mano dura a cualquiera. Joline era un tema aparte. Había ocupado su puesto en representación del Ajah Verde sólo durante unas cuantas semanas, y todo el mundo estaba convencido de que las Verdes la habían escogido para demostrar que no se dejarían acobardar por la nueva Amyrlin, quien le impuso un severo castigo. No podía pasarse por alto aquella insolencia, y no se había pasado. También eso era algo que sabía todo el mundo.

Lo dijo para recordarle a Alviarin que era vulnerable, pero la Blanca se limitó a esbozar su fría sonrisa. Mientras la Antecámara siguiera como ahora, lo cierto es que era inmune. Rebuscó entre los papeles que llevaba en las manos y sacó uno de ellos.

—No hay noticias de Teslyn ni de Joline, madre, aunque con las nuevas que habéis recibido hasta ahora de los tronos… —Aquella sonrisa se acentuó en una expresión peligrosamente cercana a la jocosidad—. Todos se proponen poner a prueba sus alas para comprobar si sois tan fuerte como… Como vuestra predecesora.

Incluso Alviarin tenía el sentido común de no pronunciar el nombre de Siuan Sanche en su presencia. No obstante, lo que decía era verdad; todos los reyes y reinas, y aun los nobles, parecían estar tanteando los límites de su poder. Tenía que dar algunos escarmientos que sirvieran de ejemplo. Tras echar una ojeada al papel, Alviarin continuó:

—Sin embargo hay noticias de Ebou Dar. A través del Ajah Gris. —¿Había puesto énfasis en esto último a fin de hincar más la astilla?—. Al parecer Elayne Trakand y Nynaeve al’Meara se encuentran allí. Haciéndose pasar como hermanas de derecho con el beneplácito de la… «embajada» rebelde ante la reina Tylin. Hay otras dos mujeres, sin identificar, que podrían estar haciendo lo mismo. O quizá sólo sean acompañantes. Las Grises no lo saben con certeza.

—¿Y por qué, en nombre de la Luz, iban a estar en Ebou Dar? —dijo Elaida en tono displicente. Indudablemente, Teslyn habría enviado información sobre algo así de ser cierto—. Las Grises deben de haber prestado oídos a rumores. El mensaje de Tarna decía que están con las rebeldes en Salidar. —Tarna Feir también había informado de la presencia de Siuan Sanche allí. Y de la de Logain Ablar, quien se dedicaba a propagar mentiras tan maliciosas que ninguna hermana Roja se rebajaría jamás a darse por enterada de ellas y mucho menos a negarlas. O esa mujer, Sanche, estaba relacionada con semejante aberración o el sol saldría mañana por el oeste. ¿Por qué no se había limitado a escabullirse como un insecto y morir decorosamente donde nadie la viera como cualquier otra mujer neutralizada?

Le costó un gran esfuerzo no soltar un hondo suspiro. A Logain podía ahorcárselo sin hacer mucho ruido tan pronto como el asunto de las rebeldes quedara arreglado; al fin y al cabo, la mayor parte del mundo lo creía muerto desde hacía mucho. El difamatorio embuste de que el Ajah Rojo lo había situado como un falso Dragón moriría con él. Cuando se hubiese arreglado el asunto de las rebeldes, a esa mujer, Sanche, se la obligaría a revelar la red de informadoras de la Amyrlin. Y los nombres de los traidores que la habían ayudado a escapar. Sería una vana ilusión esperar que el de Alviarin se encontrase entre ellos.

—Me cuesta trabajo imaginar a esa muchacha, al’Meara, presentándose en Ebou Dar y afirmando ser Aes Sedai, cuanto más a Elayne ¿no te parece?

—Ordenasteis localizar y traer a Tar Valon a Elayne, madre. Lo considerasteis un asunto tan importante como poner correa a al’Thor, según vuestras propias palabras. Mientras se encontraba entre trescientas rebeldes en Salidar era imposible hacer nada al respecto, pero no estará tan bien protegida en el palacio de Tarasin.

—No puedo malgastar tiempo en habladurías y rumores. —El tono de Elaida rebosaba desprecio. ¿Es que Alviarin sabía más de lo debido puesto que había mencionado a al’Thor y lo de ponerle correa?—. Sugiero que leas de nuevo el informe de Tarna y que después te plantees si es posible que incluso las rebeldes hayan permitido que unas Aceptadas se hagan pasar por hermanas de hecho.

Alviarin aguardó con evidente paciencia a que terminara de hablar y después rebuscó en el montón de papeles que tenía en la mano y sacó otras cuatro hojas.

—El informador Gris envió bocetos —comentó en voz indiferente al tiempo que le tendía las páginas—. No es buen dibujante, pero se reconoce fácilmente a Elayne y a Nynaeve.

Tras unos instantes, al ver que Elaida no cogía los dibujos, volvió a guardarlos entre el resto de las hojas. Elaida sintió que la ira y la vergüenza teñían sus mejillas. Alviarin la había conducido deliberadamente hacia este rumbo al no sacar los dibujos al principio. Lo pasó por alto —cualquier otra cosa sólo haría más humillante la situación— pero cuando habló su voz sonó muy fría:

—Quiero que las cojan y me las traigan.

La falta de curiosidad en el rostro de la Guardiana hizo que Elaida volviera a preguntarse cuánto sabía la mujer de lo que, supuestamente, no debía saber nada. Al ser del mismo pueblo, la joven al’Meara podría muy bien servir para presionar a al’Thor. Eso lo sabían todas las hermanas, igual que sabían que Elayne era la heredera del trono de Andor y que su madre había muerto. Los vagos rumores que vinculaban a Morgase con los Capas Blancas eran simples majaderías, ya que la reina jamás habría acudido a los Hijos de la Luz en busca de ayuda. Estaba muerta, aunque ni siquiera se hubiera hallado su cadáver, y Elayne sería proclamada reina. Si es que se la podía arrancar de las manos de las rebeldes antes de que las casas nobles andoreñas colocaran a Dyelin en el Trono del León en su lugar. No era conocimiento divulgado la razón que hacía a Elayne más importante que cualquier otra noble con derecho a un trono. Aparte del hecho de que sería Aes Sedai algún día, por supuesto.

A Elaida le llegaba a veces la Predicción, un Talento que se había creído perdido antes de ella, y mucho tiempo atrás había predicho que la casa real de Andor tenía la clave para la victoria de la Última Batalla. Hacía más de veinticinco años, tan pronto como se hizo evidente que Morgase Trakand ganaría el trono en el conflicto conocido como Sucesión, Elaida se había pegado a la muchacha que entonces era. Elaida ignoraba cómo o por qué era crucial Elayne, pero la Predicción nunca mentía. A veces hasta odiaba el Talento. Odiaba las cosas que no podía controlar.

—Las quiero a las cuatro, Alviarin. —En realidad las otras dos no eran importantes, pero no quería correr riesgos—. Despacha de inmediato mi orden a Teslyn. Diles, a ella y a Joline, que si dejan de enviar informes a partir de ahora, desearán no haber nacido. Incluye en el comunicado lo referente a esa tal Macura. —Su boca se crispó al pronunciar esta última frase.

El nombre provocó que también Alviarin rebullera con nerviosismo, y no era de extrañar. La dichosa infusión de Ronda Macura bastaba para inquietar a cualquier hermana. La horcaria no era letal —si se bebía la cantidad suficiente para caer en un profundo sueño, al menos se despertaba— pero un brebaje que entorpecía la habilidad de encauzar de una mujer parecía estar dirigido específicamente contra las Aes Sedai. Lástima que la información no se hubiese recibido antes de la marcha de Galina; si la horcaria funcionaba igual de bien en los hombres que en las mujeres, habría facilitado su tarea considerablemente.

El desasosiego de Alviarin sólo duró un momento; una fracción de segundo y de nuevo recobró el autocontrol, impasible como un muro de hielo.

—Como digáis, madre. Estoy convencida de que obedecerán prestamente, como se espera que hagan, desde luego.

Un fugaz acceso de ira acometió a Elaida con la rapidez de un fuego prendiendo pasto seco. El destino del mundo estaba en sus manos, y no dejaban de ponerle obstáculos nimios en su camino. Como si no tuviera bastante con ocuparse de las rebeldes y los dirigentes recalcitrantes, demasiadas Asentadas seguían rumiando y rezongando a su espalda; un terreno abonado para los manejos de la otra mujer. Ella dominaba sólo a seis de las integrantes de la Antecámara, y sospechaba que un número igual prestaba oídos a lo que Alviarin tuviese que decir antes de dar su voto. Desde luego, la Antecámara no ratificaba nada importante a menos que Alviarin lo aprobase. No a las claras, ni de un modo que diese a entender que ejercía una pizca más de influencia o poder de lo que correspondía a su condición de Guardiana, pero si Alviarin se oponía a algo… Por lo menos no habían llegado tan lejos de rechazar nada de lo que Elaida les presentaba a consideración. Simplemente se limitaban a dar largas al tema y actuar con parsimonia, de modo que muy a menudo quedaban empantanados asuntos que a ella le interesaba que salieran adelante. Lo que en apariencia era una diferencia insignificante, tenía peso suficiente para amargarle la vida. Algunas Amyrlin habían quedado rebajadas a poco más que títeres una vez que la Antecámara le cogía el gusto a rechazar lo que se le proponía.

Apretó los puños y la tira de papel crujió.

«Se ha puesto el aro en la nariz del toro».

La impasible compostura de Alviarin no desmerecía la de una estatua de mármol, pero a Elaida ya no le importaba. El pastor venía de camino y pronto lo tendría en sus manos. Las rebeldes serían aplastadas; la Antecámara, intimidada; Alviarin, obligada a hincar la rodilla; y todos los dirigentes recalcitrantes metidos en cintura, desde Tenobia de Saldaea, que se había escondido para eludir a su emisaria, hasta Mattin Stepaneos de Illian, que otra vez intentaba jugar con todas las barajas, procurando congraciarse con ella, con los Capas Blancas y, por lo que sabía, hasta con al’Thor. Elayne subiría al trono de Caemlyn, sin la intromisión de su hermano y plenamente consciente de quién la había sentado en él. Una corta estancia en la Torre, y esa chica sería arcilla de alfarero en sus manos.

—Quiero a esos hombres erradicados, Alviarin. —No era preciso especificar a quién se refería; la mitad de las hermanas no hablaba de otra cosa que de «esos hombres» y su «Torre Negra», mientras que la otra mitad cuchicheaba sobre ellos a escondidas.

—Hay informes inquietantes, madre. —Alviarin rebuscó otra vez entre sus papeles, pero Elaida sospechaba que lo hacía únicamente para tener ocupadas las manos. No volvió a sacar ninguna hoja, y, si casi nada trastornaba a la Blanca más de unos segundos, ese abominable nido de ratas en las afueras de Caemlyn sí que debía hacerlo.

—¿Más rumores? ¿Es que das crédito a los chismes de que se cuentan por miles los individuos que acuden a Caemlyn en respuesta a esa inmunda «amnistía»? —Realmente no era una de las cosas menos peligrosas llevadas a cabo por al’Thor, pero tampoco era para quitar el sueño. Un simple montón de estiércol que habría que limpiar antes de que Elayne fuese coronada en Caemlyn.

—Por supuesto que no, madre, pero…

—Toveine se encargará de ello. Es una tarea que compete a las Rojas.

Toveine Gazal había estado apartada de la Torre quince años, hasta que Elaida la había mandado llamar. Las otras dos hermanas Rojas que habían dimitido «voluntariamente» al mismo tiempo que ella se habían convertido en mujeres de ojos huidizos; pero, al contrario que Lirene y Tsutama, el solitario exilio había endurecido a Toveine.

—Irá acompañada de cincuenta hermanas —prosiguió Elaida, convencida de que en esa «Torre Negra» no habría más de dos o tres hombres que realmente pudieran encauzar. Cincuenta hermanas los dominarían sin ninguna dificultad. No obstante, cabía la posibilidad de que hubiese otros de los que ocuparse, los habituales adláteres y simpatizantes, necios rebosantes de ambición y fútiles esperanzas—. Y también cien… No, doscientos soldados.

—¿Estáis segura de que tal actuación es acertada? Indudablemente los rumores que hablan de miles de hombres son absurdos, pero un informador Verde de Caemlyn afirma que hay más de cuatrocientos en esa Torre Negra. Es un tipo avispado. Al parecer calculó esa cifra contando los carros de abastecimiento que salen de la ciudad. Además, sabéis que también se comenta que Mazrim Taim está con ellos.

Elaida hizo un gran esfuerzo para mantener el gesto impasible, cosa que consiguió a duras penas. Había prohibido mencionar el nombre de Taim, y el hecho de no atreverse —¡no atreverse!— a imponer el castigo debido a Alviarin era un trago más amargo que la hiel. La mujer la miraba directamente a los ojos, y en esta ocasión la omisión hasta del somero tratamiento de «madre» era manifiesta. ¡Por no mencionar la osadía de preguntar si sus decisiones eran atinadas! ¡Era la Sede Amyrlin! ¡No la principal entre iguales, sino la Sede Amyrlin!

Abrió la caja laqueada más grande de las tres que había sobre el escritorio y dejó a la vista las miniaturas de marfil sobre el terciopelo gris. Al igual que le ocurría con una de sus aficiones —tejer punto—, a menudo el simple hecho de tocar las piezas de su colección la tranquilizaba; pero lo más importante de tal gesto era que dejaba muy claro a quien tenía delante cuál era su puesto, dado que aparentemente prestaba más atención a las miniaturas que a lo que quiera que estuviese diciéndole esa persona. Primero toqueteó un gato de talla tan exquisita que parecía estar moviéndose; después hizo lo mismo con la de una mujer que lucía un atuendo minuciosamente realizado y que llevaba sobre el hombro un animalillo muy peculiar, sin duda producto de la fantasía del artista, casi como si fuese un hombre cubierto de pelo; por último, Elaida escogió un pez arqueado tan delicadamente trabajado que casi parecía real a pesar de la pátina amarillenta del marfil.

—Cuatrocientos mamarrachos, Alviarin. —Ya se sentía más tranquila, sobre todo porque la Guardiana había apretado los labios. Duró una fracción de segundo, pero Elaida saboreaba cualquier fisura, por mínima que fuera, en la marmórea máscara de la Blanca—. Si es que son tantos realmente. Sólo un necio creería que más de uno o dos de ellos pueden encauzar. ¡Como mucho! En diez años sólo hemos encontrado seis hombres con la habilidad. Veinticuatro en los últimos cuatro lustros. Y sabes la criba exhaustiva que se ha hecho en el mundo. En cuanto a Taim…

El nombre le quemaba la boca; el único falso Dragón que había escapado de ser amansado después de haber caído en manos de Aes Sedai. Era una circunstancia que no deseaba que apareciera en las Crónicas durante el período de su reinado; ciertamente no hasta que decidiese cómo debía ser reflejada. Hasta la fecha, en las Crónicas no se mencionaba nada posterior a su captura. Acarició con la yema del pulgar las escamas del pez.

—Está muerto, Alviarin —prosiguió—, o en caso contrario ya habríamos sabido de él hace tiempo. Y desde luego, jamás se pondría al servicio de al’Thor. ¿Cómo crees que después de autoproclamarse el Dragón Renacido iba a servir a otro hombre que pretende ser lo mismo? ¿Cómo iba a encontrarse en Caemlyn sin que al menos Davram Bashere intentara matarlo? —El pulgar se movió más deprisa sobre la miniatura cuando Elaida recordó que el mariscal de Saldaea estaba en Caemlyn, a las órdenes de al’Thor. ¿En qué estaba pensando Tenobia? Sin embargo, no dejó traslucir su tumulto interno, y su semblante permaneció tan impasible como el de cualquiera de sus miniaturas.

—Hablar en voz alta de veinticuatro hombres amansados es peligroso —manifestó Alviarin en un tono ominosamente quedo—. Tanto como decir dos mil. En las Crónicas se recoge únicamente la cifra de dieciséis. Sólo nos faltaba ahora que esos años cobraran protagonismo de nuevo. O que lo oyeran las hermanas que saben exclusivamente lo que se les ha dicho que es la verdad. Ni siquiera lo mencionan las tres que habéis hecho llamar de vuelta.

Elaida adoptó una expresión socarrona. Que ella supiera, Alviarin se había enterado de la verdad de aquellos años sólo al ser ascendida a Guardiana; todo lo contrario a ella, que conocía el tema de un modo más… personal. Aunque Alviarin, indudablemente, ignoraba tal cosa. O al menos no lo sabía con certeza.

—Hija, salga lo que salga a la luz, no temo nada. ¿Quién va a imponerme a mí un castigo y con qué cargos? —Aquello era un bonito quiebro que eludía muy bien la verdad, pero, por lo visto, no impresionó ni poco ni mucho a la otra mujer.

—Las Crónicas mencionan a varias Amyrlin que recibieron público castigo por alguna razón que generalmente no se refleja de forma clara, pero a mí siempre me ha dado la impresión de que era más bien la redacción que habría hecho una Amyrlin si no le quedaba más alternativa que…

Elaida descargó una fuerte palmada sobre el escritorio.

—¡Ya está bien, hija! ¡La ley de la Torre soy yo! Lo que ha permanecido oculto, oculto seguirá. Y por la misma razón que lo estuvo durante veinte años: el bien de la Torre Blanca. —En ese momento Elaida empezó a sentir dolor en la palma; alzó la mano y se encontró con la miniatura del pez partida en dos. ¿Cuántos años tenía la figurilla? ¿Quinientos? ¿Mil? Su rabia era tal que no pudo disimularla a pesar de sus esfuerzos. La voz, desde luego, le temblaba de ira—. Toveine dirigirá a cincuenta hermanas y doscientos soldados de la Torre hasta Caemlyn, a esa Torre Negra, donde amansarán a cualquier hombre que encuentren capacitado para encauzar y lo ahorcarán, junto con todos los demás que puedan coger vivos, sin el requisito de traerlos aquí.

Alviarin ni siquiera parpadeó ante tan palmaria violación de la ley de la Torre. En la manifestación de Elaida había una verdad intrínseca e innegable: ella era la ley de la Torre.

—Para el caso —continuó la Amyrlin—, que cuelguen también a los muertos. Que sirvan de escarmiento para cualquier hombre que esté planteándose tocar la Fuente Verdadera. Manda llamar a Toveine. Quiero que me cuente su plan.

—Se hará como ordenáis, madre. —La voz de la Blanca era tan fría e imperturbable como su rostro—. Aunque, si se me permite hacer una sugerencia, quizá deseéis replantearos la decisión de mandar lejos de la Torre a tantas hermanas. Por lo visto vuestra oferta les ha parecido insuficiente a las rebeldes. Ya no están en Salidar. Se han puesto en marcha. El informe ha llegado de Altara, pero a estas alturas deben de encontrarse ya en Murandy. Y han elegido una Amyrlin propia. —Pasó la vista por la hoja que tenía en lo alto del montón de papeles, como si buscase el nombre—. Egwene al’Vere, al parecer.

Que Alviarin hubiese dejado para el final tal información, la más importante de todas, tendría que haber hecho explotar de rabia a Elaida, pero la mujer echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír con regocijo. Y si no se puso a patear el suelo sólo se debió a su empeño en mantener un aire digno. La sorpresa plasmada en el semblante de la Blanca consiguió que sus carcajadas arreciaran hasta el punto de tener que limpiarse los ojos llorosos.

—Es obvio que no te das cuenta —dijo cuando finalmente fue capaz de hablar entre risa y risa—. Por fortuna eres la Guardiana, no una Asentada. En la Antecámara, con tu ceguera, antes de un mes las otras te habrían metido en un armario y sólo te sacarían de él cuando necesitaran tu voto.

—Pues yo creo que veo muy bien, madre. —En el tono de Alviarin no había acaloramiento; si acaso, su frialdad habría podido cubrir las paredes con una capa de escarcha—. Veo trescientas Aes Sedai rebeldes, quizá más, de camino a Tar Valon con un ejército comandado por Gareth Bryne, un reconocido gran general. Incluso desestimando los informes más descabellados, ese ejército puede que supere la cifra de veinte mil hombres, y yendo al mando Bryne se les sumarán más en cada pueblo y ciudad por los que pasen. No digo que tengan posibilidades de tomar la ciudad, por supuesto, pero a mi entender no es un asunto que deba tomarse a broma. El mayor Chubai debería ordenar que se iniciara una leva para incrementar los efectivos de la Guardia de la Torre.

Elaida bajó la vista hacia el pez roto, con acritud; después se levantó de la silla y se asomó al ventanal más próximo, dando la espalda a Alviarin. El palacio en construcción consiguió disipar el sabor amargo que tenía en la boca; eso y la tira de papel que todavía guardaba en el puño apretado. Observó su palacio en ciernes y sonrió.

—Trescientas rebeldes, sí, pero deberías releer el informe de Tarna. Hay al menos unas cien que ya están a punto de venirse abajo. —Confiaba bastante en Tarna, una Roja en cuya mente no había lugar para las tonterías, y había dicho que era tal el nerviosismo de las rebeldes que hasta su propia sombra les causaba sobresalto. Ovejas desesperadas que buscan discretamente un pastor, en palabras de la Roja. Era una espontánea, desde luego, pero aun así, sensata. Tarna estaría de vuelta dentro de poco y podría presentar un informe más detallado. Cosa que tampoco era necesaria. Los planes de Elaida ya estaban funcionando entre las rebeldes; pero ése era su secreto.

—Tarna es de las que están convencidas de que la gente hará lo que es obvio que nunca haría —adujo Alviarin.

¿Había puesto cierto énfasis en el comentario? ¿Era su tono significativo? Elaida decidió hacer caso omiso. Todavía no le quedaba más remedio que pasar por alto muchas cosas de Alviarin, pero pronto llegaría el día en que eso se habría terminado. Muy pronto.

—En cuanto a su ejército, hija, dice que son dos o tres mil hombres como mucho. Si hubiesen contado con más tropas, se habrían asegurado de que las viera para impresionarnos. —Elaida era de la opinión de que las informadoras de los Ajahs exageraban siempre con el propósito de que sus noticias parecieran más valiosas. Sólo podía darse crédito realmente a lo que comunicaran las hermanas. Las Rojas, en cualquier caso. Algunas de ellas—. Pero tampoco me importaría si contaran con veinte mil o cincuenta mil o cien mil. ¿Aún no empiezas a entender el porqué? —Cuando se volvió hacia la Blanca, el semblante de Alviarin era la compostura personificada, una máscara que ocultaba una absoluta ignorancia—. Pareces estar muy versada en todos los aspectos de la ley de la Torre. ¿A qué castigo se enfrentan las rebeldes?

—Para las cabecillas —respondió lentamente Alviarin—, la neutralización. —Frunció levemente el entrecejo, y el repulgo de la falda ondeó un poco cuando movió los pies. Bien. Hasta las Aceptadas sabían eso, y la Blanca no entendía por qué le hacía tal pregunta—. Y también para muchas de las otras.

—Quizá.

La mayoría de las cabecillas tal vez escaparan a esa suerte si se sometían debidamente. El castigo mínimo establecido por la ley era la flagelación con vara en la Sala de Asambleas, en presencia de todas las hermanas, seguida de, al menos, un año y un día de penitencia pública. Pero no se especificaba que la penitencia hubiera de cumplirse de una vez; un mes ahora, otro mes más adelante, y seguirían expiando su delito dentro de diez años; sería un recordatorio constante de lo que pasaba cuando alguien se le oponía. A algunas se las neutralizaría, naturalmente; entre ellas, Sheriam y unas cuantas de las presuntas Asentadas más prominentes. Pero sólo las suficientes para que las demás tuvieran miedo de dar otro mal paso, y no tantas como para debilitar a la Torre. La Torre Blanca debía ser un pilar sólido, único. Y fuerte. Y sujeto a su firme dirección.

—Sólo uno de los delitos que han cometido es merecedor de la neutralización —manifestó Elaida. Alviarin abrió la boca para objetar. Habían ocurrido rebeliones en el pasado, hechos que se mantenían tan en secreto que sólo unas cuantas hermanas los conocían; en las Crónicas no se mencionaban, y las listas de las que habían sido neutralizadas o ejecutadas se hallaban confinadas en archivos a los que sólo tenían acceso la Amyrlin, la Guardiana y las Asentadas, aparte de las contadas bibliotecarias que los guardaban. Elaida no le dio oportunidad de hablar a la Blanca—. Cualquier mujer que se proclame falsamente Sede Amyrlin debe ser neutralizada. Si hubiesen creído que había alguna oportunidad de salirse con la suya, Sheriam sería su «Amyrlin»; o Lelaine o Carlinya o cualquiera de las otras. —Tarna había informado que Romanda Cassin había salido de su retiro; sin duda Romanda habría agarrado la estola con las dos manos si hubiese visto la más mínima oportunidad—. ¡En lugar de eso, han impuesto a una Aceptada!

Elaida sacudió la cabeza con sorna. Podía recitar, palabra por palabra, la ley que establecía las normas para que una mujer fuese elegida Amyrlin —después de todo, había hecho buen uso de ella— y ni una sola vez se requería que la mujer fuese una hermana de hecho. Debía serlo, obviamente, así que quienes redactaron la ley no lo mencionaron, y las rebeldes habían aprovechado ese pequeño desliz.

—Saben que el suyo es un caso perdido, Alviarin. Su propósito es darse aires y bravuconear en un intento de sacar cierta protección para sí mismas contra el castigo, y después entregar a la muchacha como una víctima propiciatoria. —Lo que era una lástima. La joven al’Vere representaba otro posible lazo que echar al cuello de al’Thor, además de que cuando hubiese desarrollado plenamente su potencial con el Poder Único habría sido una de las más fuertes en los últimos mil años o más. Una verdadera lástima.

—A mí no me parece una bravuconería lo de Gareth Bryne y una hueste numerosa. Su ejército tardará cinco o seis meses en llegar a Tar Valon. En ese tiempo, el mayor Chubai podría incrementar los efectivos de la Guar…

—Su «ejército» —la interrumpió, mordaz, Elaida. Qué necia era la Blanca; a pesar de ese aire de frialdad, era más cobarde que un conejo. Lo próximo sería ponerse a balbucir sobre las estupideces manifestadas por esa mujer, Sanche, sobre que los Renegados estaban libres. Claro que ella ignoraba el secreto, pero daba igual—. ¡Un ejército de granjeros blandiendo picas, de carniceros manejando arcos y de sastres montados en caballos! ¡Y a cada paso del camino pensando en las Murallas Resplandecientes que mantuvieron a raya al propio Artur Hawkwing! —No, un conejo no. Una comadreja. Sin embargo, antes o después, sería la piel de una comadreja en el cuello de su capa. Quisiera la Luz que ocurriera pronto—. A cada paso del camino perderán un hombre, si no diez. No me sorprendería que nuestras rebeldes aparecieran acompañadas solamente por sus Guardianes.

Demasiada gente estaba enterada de la división de la Torre. Después de que se hubiese aplastado la rebelión, claro está, se podría hacer que todo pareciera una conspiración, quizás un intento de obtener más control por parte del joven al’Thor. Sería un arduo trabajo de años… y de generaciones antes de que quedara olvidado el incidente. Hasta la última rebelde pagaría de rodillas por ello.

Elaida apretó los puños como si tuviera a todas las rebeldes cogidas por el cuello. O a Alviarin.

—Me propongo destrozarlas, hija. Se quebrarán como una sandía podrida. —Su secreto le aseguraba tal cosa, por muchos granjeros, sastres y lord Bryne que aguantaran y siguieran apoyándolas; pero dejaría que la otra mujer pensara lo que quisiera. De repente la Predicción se apoderó de ella, una certeza sobre ciertas cosas que no habría resultado más firme si se las hubiesen puesto delante, sobre su escritorio. Basándose en ella, habría sido capaz de saltar a un precipicio sin reservas—. La Torre Blanca volverá a estar unificada, salvo un resto de hermanas expulsadas y despreciadas. Entera y más fuerte que nunca. Rand al’Thor se presentará ante la Sede Amyrlin y conocerá su ira. La Torre Negra será destruida a sangre y fuego, y las hermanas caminarán por su recinto. Así lo vaticino.

Como le ocurría siempre, la Predicción la dejó temblorosa, jadeante. Se obligó a permanecer quieta y erguida, a respirar lentamente; jamás dejaba que nadie viera debilidad alguna en ella. Pero Alviarin… La Blanca no podía tener los ojos más abiertos, y sus labios seguían separados como si hubiese olvidado lo que iba a decir. Una hoja de papel resbaló del montón que sostenía en las manos y casi se cayó antes de que la mujer reaccionara y la cogiera. Aquel gesto sirvió para que la Blanca recobrara su habitual compostura. En un visto y no visto volvía a mostrar la máscara de serenidad, un retrato perfecto de la calma de una Aes Sedai; pero, indudablemente, se había llevado una buena sorpresa. Estupendo. Que rumiara la certeza que había mostrado en su victoria. Que rumiara y rechinara los dientes.

Elaida hizo una profunda inhalación y luego volvió a tomar asiento detrás del escritorio; apartó a un lado el pez roto para así no tener que verlo. Era el momento de aprovechar su victoria.

—Hay trabajo que hacer hoy, hija. La primera carta es para lady Caraline Damodred…

Elaida desarrolló sus planes, ampliando datos que Alviarin sabía y revelando otros que ignoraba, porque, a la postre, una Amyrlin tenía que trabajar a través de su Guardiana por mucho que odiara a esa mujer. Le resultó placentero observar los ojos de Alviarin, adivinar que se preguntaba cuánto más no sabía todavía. Pero, mientras Elaida ordenaba, dividía y distribuía el mundo entre el Océano Aricio y la Columna Vertebral del Mundo, en su mente jugueteaba la imagen del joven al’Thor llevado a su presencia como un oso enjaulado al que enseñaría a bailar para entretenerla durante la cena.

Las Crónicas difícilmente podrían reflejar los años de la Última Batalla sin mencionar al Dragón Renacido, pero ella sabía que un nombre destacaría por encima de todos los demás. Elaida do Avriny a’Roihan, hija pequeña de una Casa poco importante del norte de Murandy, pasaría a la historia como la mayor y más poderosa Sede Amyrlin de todos los tiempos. La mujer más importante en la historia del mundo. La mujer que había salvado a la humanidad.


Los Aiel que estaban de pie en un pliegue profundo entre las bajas y agostadas colinas, haciendo caso omiso de las nubes de polvo que arrastraba el viento racheado, parecían estatuas. El hecho de que hubiera debido haber una capa profunda de nieve cubriendo el suelo en esa época del año no los inquietaba; ninguno de ellos había visto nieve en su vida, y el calor reinante, cuando el sol había de recorrer aún un buen trecho para alcanzar su cenit, no era tan intenso como el que hacía en el lugar del que procedían. Su atención permanecía puesta en la elevación meridional, a la espera de la señal que anunciaría la llegada del destino para los Aiel Shaido.

Aparentemente, la actitud de Sevanna era igual que la de los demás, aunque un cerco de Doncellas la diferenciaba del resto; las guerreras llevaban los negros velos subidos hasta los ojos, ocultando sus rostros. Sevanna también esperaba, y con mayor impaciencia de la que dejaba traslucir, pero no por ello excluía todo lo demás. Ésa era una de las razones de que ella mandara y los otros obedecieran. La otra era que veía adónde podía llegarse si uno no dejaba que le ataran las manos costumbres y tradiciones trasnochadas.

Echó una rápida ojeada a la izquierda, hacia un grupo de doce hombres y una mujer, todos ellos armados con adargas de piel de toro y tres o cuatro lanzas cortas, y vestidos con el cadin’sor de tonos pardos que se confundía con el terreno circundante con igual eficacia que en la Tierra de los Tres Pliegues. Efalin, cuyo cabello corto y canoso quedaba oculto bajo el shoufa que llevaba enrollado en la cabeza, lanzaba breves miradas en su dirección, de vez en cuando; si podía decirse que una Doncella Lancera estaba nerviosa, ése era el caso de Efalin. Algunas Doncellas Shaido se habían ido al sur para unirse a los necios que bailaban el agua a Rand al’Thor, y a Sevanna no le cabía duda de que las otras hablaban de ello. Efalin debía de estar preguntándose si con proporcionar una escolta de Doncellas a Sevanna, como si antaño hubiera sido Far Dareis Mai, bastaría para compensar aquello. Al menos Efalin no albergaba dudas respecto a quién tenía el poder.

Al igual que Efalin, los hombres dirigían asociaciones guerreras Shaido, y se observaban unos a otros al tiempo que vigilaban la elevación. En especial el corpulento Maeric, un Seia Doon, y Bendhuin, con una cicatriz en la cara, que pertenecía a los Far Aldazar Din. A partir del día siguiente ya nada impediría que los Shaido enviaran un hombre a Rhuidean para que fuese marcado como jefe de clan si sobrevivía a la prueba. Hasta que tal cosa ocurriera, Sevanna actuaría como jefe de clan ya que era la viuda del último jefe. De los últimos dos jefes. Y que aquellos que murmuraban que traía mala suerte que se atragantaran con sus propias palabras.

Los brazaletes de oro y marfil tintinearon suavemente cuando Sevanna se ajustó el oscuro chal sobre los brazos y se colocó los collares. La mayoría de estos últimos también eran de oro y marfil, pero uno de ellos, que había pertenecido a una mujer noble de las tierras húmedas —la misma que ahora vestía la túnica blanca y trabajaba junto con los otros gai’shain allá, en las montañas conocidas como Daga del Verdugo de la Humanidad—, consistía en una sarta de perlas y rubíes, con un rubí del tamaño del huevo de una gallina pequeña reposando entre sus senos. Las tierras húmedas ofrecían ricos botines. La esmeralda que adornaba uno de sus dedos reflejó la luz del sol como un fuego verde; llevar anillos era una costumbre de las tierras húmedas que merecía la pena adoptar, por muchas miradas que atrajera el que ella lucía. Obtendría más, si igualaban la magnificencia de ése.

La mayoría de los hombres pensaban que Maeric o Bendhuin serían los primeros que recibirían permiso de las Sabias para intentar salir airosos de Rhuidean. De ese grupo, sólo Efalin sospechaba que ninguno lo llevaría a cabo; la Doncella era lo bastante astuta para manifestar sus sospechas, en tono circunspecto, a Sevanna y a nadie más. Sus mentes eran incapaces de asimilar la posibilidad de librarse de lo establecido; y, a decir verdad, por impaciente que Sevanna estuviera de implantar nuevas costumbres, también era consciente de que debía conducirlos a ello poco a poco. Eran muchas las cosas que ya habían cambiado desde que los Shaido habían cruzado la Pared del Dragón y entrado en las tierras húmedas —todavía lo eran si se comparaban con la Tierra de los Tres Pliegues—, pero cambiarían muchas más. Una vez que Rand al’Thor estuviese en su poder, después de que ella se hubiese casado con el Car’a’carn, el jefe de jefes de los Aiel —esa estupidez del Dragón Renacido sólo eran necedades de las tierras húmedas—, se implantaría una forma nueva para nombrar jefes de clanes, así como jefes de septiares. Tal vez incluso los jefes de las asociaciones guerreras. Sería Rand al’Thor quien los elegiría. Designando a quien ella le dijera, claro está. Y eso sólo sería el comienzo. Luego seguiría, por ejemplo, la costumbre de las tierras húmedas de transmitir el rango a hijos y nietos.

El viento sopló con más fuerza un momento, en dirección sur. Taparía el ruido de los caballos y carretas de los habitantes de las tierras húmedas.

Sevanna volvió a ajustar el chal y reprimió un gesto de impaciencia. Debía mostrarse tranquila costara lo que costara. Una ojeada a la derecha hizo desaparecer su preocupación con la misma rapidez con que había surgido. Más de doscientas Sabias Shaido se encontraban agrupadas allí, y por lo general al menos unas cuantas estarían observándola como buitres, pero ahora todas tenían los ojos clavados en la elevación. Más de una se ajustaba el chal o se alisaba la voluminosa falda con aire inquieto. Los labios de Sevanna se curvaron. En algunos de aquellos rostros brillaba el sudor. ¡El sudor! ¿Dónde estaba su honor, que dejaban traslucir su nerviosismo a la vista de todos?

Todo el mundo rebulló ligeramente cuando un joven Sovin Nai apareció en lo alto; mientras descendía presuroso, se bajó el velo negro. Se dirigió directamente hacia ella, como era debido, pero para irritación de la mujer el joven alzó la voz lo bastante para que todos lo oyeran:

—Uno de sus exploradores escapó. Estaba herido, pero seguía montado en su caballo.

Los jefes de las asociaciones empezaron a moverse antes de que el Sovin Nai hubiese acabado de hablar. No lo permitiría. Serían ellos quienes dirigirían la batalla actual —Sevanna nunca había hecho uso de una lanza en su vida— pero no dejaría que olvidaran quién era ella.

—Que todas las lanzas los ataquen —ordenó en voz alta—, antes de que tengan tiempo de prepararse.

Los jefes se volvieron como un solo hombre hacia ella.

—¿Todas las lanzas? —demandó Bendhuin, incrédulo—. Querrás decir todas excepto los exploradores…

—Si no dejamos lanzas en reserva, nos pueden… —empezó al mismo tiempo Maeric, iracundo.

Sevanna los interrumpió a los dos.

—¡Todas las lanzas! Es con Aes Sedai con quienes vamos a danzar. ¡Tenemos que superarlas de inmediato!

Efalin y casi todos los otros jefes de asociaciones mantuvieron el gesto impasible, pero Bendhuin y Maeric fruncieron el ceño, dispuestos a discutir. Necios. Se iban a enfrentar a varias docenas de Aes Sedai y unos pocos cientos de soldados de las tierras húmedas y, sin embargo, con los más de cuarenta mil algai’d’siswai que habían insistido en llevar a la batalla, todavía querían conservar los exploradores y las lanzas de reserva, como si sus adversarios fueran otros Aiel o un ejército de las tierras húmedas.

—Hablo como jefa de clan de los Shaido. —No tendría que haber dicho tal cosa, pero no venía mal recordárselo—. Son sólo un puñado. —Ahora pronunció cada palabra con desprecio—. Se los puede vencer si las lanzas actúan con rapidez. Cuando salió el sol estabais ansiosos por vengar a Desaine. ¿Es miedo lo que huelo ahora? ¿Miedo de unos pocos habitantes de las tierras húmedas? ¿Es que los Shaido han perdido el honor?

Aquello hizo que sus semblantes se endurecieran hasta el punto de parecer tallados en piedra, como era intención de la mujer. Incluso los ojos de Efalin semejaban gemas grises cuando la mujer se cubrió con el velo; movió los dedos en el lenguaje utilizado por las Doncellas, y, cuando los jefes de asociaciones corrieron hacia la cima de la elevación, las Far Dareis Mai que rodeaban a Sevanna fueron en pos de ellos. Aquello último no estaba en sus intenciones, pero al menos las lanzas se habían puesto en movimiento. Incluso desde el fondo de la cañada, Sevanna podía ver el terreno que un momento antes parecía vacío invadido ahora por figuras vestidas con cadin’sor, todas apresurándose hacia el sur con las largas zancadas capaces de superar a los caballos. No había tiempo que perder. Recordándose que luego tendría unas palabras con Efalin, Sevanna se volvió hacia las Sabias.

Elegidas entre las Sabias Shaido más fuertes que podían manejar el Poder Único, superaban, en una proporción de seis o siete a uno, a las Aes Sedai que acompañaban a Rand al’Thor, pero a pesar de ello Sevanna percibía dudas en las mujeres. Trataban de disimularlas tras máscaras impasibles, pero estaban allí, en los movimientos de los ojos, en las lenguas que humedecían los labios. Muchas eran las tradiciones que caerían ese día, tradiciones tan antiguas y sólidas como leyes. Las Sabias no tomaban parte en las batallas. Las Sabias evitaban a las Aes Sedai. Conocían las viejas historias: que los Aiel habían sido enviados a la Tierra de los Tres Pliegues por haberles fallado a las Aes Sedai, que serían destruidos si alguna vez volvían a fallarles. Habían oído lo que se contaba, lo que Rand al’Thor había manifestado delante de todos: que, como parte de su servicio a las Aes Sedai, los Aiel habían jurado no recurrir a la violencia jamás.

Hubo un tiempo en que Sevanna había estado segura de que esas historias eran embustes, pero últimamente creía que las Sabias las consideraban verdaderas. Nadie le había dicho nada, claro. Qué importaba. Ella misma no había realizado los dos viajes a Rhuidean que se requerían para convertirse en Sabia, pero las otras la habían aceptado como tal por muy reacias que se hubiesen mostrado algunas. Ahora no tenían más remedio que seguir aceptando cosas. Tradiciones inútiles darían paso a otras nuevas.

—Las Aes Sedai —musitó. Todas se inclinaron hacia ella en medio de un quedo tintineo de brazaletes y collares para no perderse sus palabras—. Tienen a Rand al’Thor, el Car’a’carn. Debemos arrebatárselo. —Alguno que otro ceño se frunció. La mayoría creía que ella quería que se cogiera vivo al Car’a’carn para vengar la muerte de Couladin, su segundo esposo. Eso lo entendían, pero no habrían acudido allí por tal motivo—. Las Aes Sedai —dijo con ferocidad—. Mantuvimos nuestra parte del acuerdo, pero ellas lo rompieron. No hemos violado nada, pero ellas han incumplido todo. Ya sabéis cómo fue asesinada Desaine. —Desde luego que lo sabían. Los ojos fijos en ella se tornaron incisivos de repente. Matar a una Sabia era tan reprochable como matar a una mujer embarazada, a un niño o a un herrero. Algunos de aquellos ojos eran muy, muy penetrantes. Los de Therava, los de Rhiale, los de otras—. Si permitimos que esas mujeres escapen sin castigo por ello, entonces es que somos menos que animales, no tendremos honor. Y yo quiero conservar mi honor.

Dicho esto, se recogió el repulgo de la falda con gesto digno y empezó a subir la ladera con la cabeza alta, sin mirar atrás. Estaba segura de que las otras la seguirían. Therava, Norlea y Dailin se encargarían de ello, así como Rhiale, Tion, Meira y las demás que la habían acompañado unos cuantos días atrás para ver cómo las Aes Sedai golpeaban a Rand al’Thor y después lo volvían a meter en el arcón de madera. Su recordatorio había ido dirigido a esas trece más que a las otras, y no se atreverían a dejarla en la estacada. La verdad de cómo había muerto Desaine las ataba a ella.

Las Sabias, con los vuelos de las faldas recogidos sobre los brazos para dejarse libres las piernas, no podían mantener el paso de los algai’d’siswai con sus cadin’sor por mucho que corrieran, aunque no por ello dejaron de hacerlo. Ocho kilómetros a través de esas colinas onduladas; no era una carrera larga, y llegaron a la cima de la primera a tiempo de ver que la danza de las lanzas ya había comenzado. En cierto modo.

Miles de algai’d’siswai conformaban una gran mancha de velos negros y ropas pardas que rodeaba un círculo de carretas de las tierras húmedas, el cual, a su vez, rodeaba una de las pequeñas arboledas que salpicaban esa comarca. Sevanna aspiró aire con ira. Las Aes Sedai habían tenido tiempo hasta para meter todos los caballos dentro del círculo. Las lanzas cercaban las carretas, arremetían contra ellas, lanzaban andanadas de flechas, pero los que estaban en primera línea empujaban contra un muro invisible. Al principio las flechas que ascendían en un gran arco lograban sobrepasar ese muro, pero después también empezaron a chocar contra algo invisible y a rebotar. Un quedo murmullo se alzó entre las Sabias.

—¿Veis lo que hacen las Aes Sedai? —demandó Sevanna, como si también ella fuese capaz de visualizar el tejido del Poder Único. Quería resoplar con desprecio; las Aes Sedai eran unas necias, con sus cacareados Tres Juramentos. Cuando decidieran finalmente que tenían que utilizar el Poder como arma en lugar de crear con él simples barreras, sería demasiado tarde. Siempre y cuando las Sabias no se quedaran allí plantadas demasiado tiempo, mirando de hito en hito. En algún lugar entre aquellas carretas se encontraba Rand al’Thor, quizá todavía doblado dentro del arcón como un rollo de seda. Esperando a que ella lo cogiera. Si las Aes Sedai no eran capaces de retenerlo, entonces ella lo haría, con la ayuda de las Sabias. Y una promesa.

—Therava, coge a la mitad y ve al oeste. Estáte preparada para atacar al mismo tiempo que yo. Por Desaine y por el toh que las Aes Sedai nos deben. Haremos que paguen el toh como nadie ha hecho hasta ahora.

Era una bravata absurda hablar de obligar a alguien a cumplir una obligación que ni siquiera conocía; empero, entre los iracundos rezongos de las otras mujeres, Sevanna escuchó otras promesas furiosas de hacer que las Aes Sedai pagaran el toh. Sólo aquellas que habían matado a Desaine siguiendo las órdenes de Sevanna guardaron silencio. Los finos labios de Therava se tensaron levemente.

—Se hará como dices, Sevanna —respondió al cabo.

Sevanna dirigió a paso ligero a la mitad de las Sabias hacia el lado este de la batalla, si es que se la podía llamar así. Habría querido seguir en lo alto de cerro, donde tenía buena vista de lo que ocurría —así era como un jefe de clan o un jefe de batalla dirigía la danza de las lanzas— pero en eso no había encontrado apoyo siquiera en Therava o las otras que compartían el secreto de la muerte de Desaine. Las Sabias crearon un fuerte contraste con los algai’d’siswai cuando las alineó detrás, con sus blusas de blanco algode, las oscuras faldas de lana, los chales, sus brillantes brazaletes y collares y su cabello largo hasta la cintura, sujeto con pañuelos doblados. A pesar de su decisión respecto a que si tenían que tomar parte en la danza de las lanzas estarían con todos y no aparte, en un cerro, Sevanna no creía que aún se hubiesen dado cuenta de que era a ellas a quienes correspondía entablar la verdadera batalla de ese día. A partir del día siguiente, nada volvería a ser igual, y encadenar a Rand al’Thor era la parte más pequeña.

Entre los algai’d’siswai que miraban hacia las carretas sólo la estatura diferenciaba hombres de Doncellas. Los velos y los shoufa ocultaban cabezas y rostros, y los cadin’sor eran muy semejantes, aparte de las variedades de corte que marcaban clan, septiar y asociación. Los que se encontraban en la parte exterior del círculo parecían desconcertados y mascullaban entre ellos mientras esperaban que ocurriese algo. Habían ido preparados para danzar con los rayos de las Aes Sedai, y ahora se arremolinaban impacientes, demasiado alejados incluso para utilizar los arcos de hueso, que seguían guardados en las fundas de cuero colgadas a la espalda. Si las cosas se desarrollaban como Sevanna quería, no tendrían que esperar mucho.

Puesta en jarras se dirigió a las otras Sabias.

—Las que están a mi derecha echarán abajo lo que las Aes Sedai están haciendo. Las de la izquierda, atacarán. ¡Adelante las lanzas!

Tras gritar la orden, se volvió para contemplar la destrucción de las Aes Sedai que pensaban que sólo tenían que enfrentarse a armas de acero.

No ocurrió nada. Delante de ella, la multitud de algai’d’siswai rebulló con inquietud; el sonido más fuerte que se oía era el esporádico golpeteo de las lanzas sobre las adargas. Sevanna dio rienda suelta a su ira. No le había cabido la menor duda de que las Sabias estaban dispuestas a luchar después de haber visto el cuerpo destrozado de Desaine; pero, si todavía consideraban inconcebible atacar a las Aes Sedai, las empujaría a hacerlo aunque para ello tuviera que avergonzarlas hasta que exigieran ponerse la ropa blanca de los gai’shain.

De repente, una bola de fuego del tamaño de la cabeza de un hombre surcó el aire hacia las carretas, siseando y chisporroteando; la siguió otra, y otra, docenas de ellas. El nudo que tenía Sevanna en el estómago desapareció. Llegaron más bolas del oeste, de la posición de Therava y su grupo. Empezó a salir humo de las carretas incendiadas, al principio finos jirones grises que después se tornaron densas columnas negras; los murmullos de los algai’d’siswai cambiaron de tono, y, aunque los que estaban a unos pasos de Sevanna apenas adelantaron terreno, sí se produjo un repentino apremio por empujar hacia adelante. De las carretas llegaban gritos, hombres aullando de rabia, chillando de dolor. Fueran cuales fueran las barreras que las Aes Sedai habían levantado, se habían venido abajo. Había comenzado, y sólo podía haber un final: Rand al’Thor sería suyo. Él le entregaría a los Aiel para conquistar todas las tierras húmedas, y antes de que muriera también le daría hijas e hijos para que dirigieran a los Aiel después de ella. Disfrutaría con eso; era bastante guapo, en realidad, además de fuerte y joven.

No esperaba que las Aes Sedai agacharan la testuz fácilmente; y no lo hicieron. Sobre las lanzas cayeron bolas de fuego que convirtieron en antorchas las figuras vestidas con cadin’sor, y del cielo despejado cayeron rayos que lanzaron por el aire hombres y tierra. Las Sabias aprendían de lo que veían, sin embargo, o quizá ya sabían cómo hacerlo pero no se habían decidido a hacer uso de esos conocimientos antes; la mayoría encauzaba en contadas ocasiones y sólo cuando nadie excepto otras Sabias las veían, de manera que sólo ellas conocían sus habilidades. Fuera por la razón que fuese, tan pronto como los rayos empezaron a caer sobre las lanzas Shaido, otros hicieron lo mismo sobre las carretas.

No todos alcanzaban el blanco. Tanto las bolas de fuego que surcaban el aire ahora, algunas tan grandes como caballos, como los plateados rayos que se descargaban sobre el suelo cual lanzas del cielo, de vez en cuando se desviaban como si hubiesen golpeado un escudo invisible o estallaban violentamente antes de haber alcanzado su blanco o simplemente se desvanecían, sin más. El estruendo de impactos y golpes retumbaba en el aire, entremezclado con gritos y aullidos. Sevanna alzó la vista al cielo y contempló el espectáculo con regocijo. Era como los fuegos artificiales de los Iluminadores de los que había oído hablar.

De repente el mundo se tornó blanco ante sus ojos, y la mujer tuvo la sensación de estar flotando. Cuando recuperó la vista, se encontró tendida en el suelo a una docena de pasos de donde se hallaba antes; le dolía todo el cuerpo, le costaba trabajo respirar y estaba cubierta con tierra suelta. Tenía el pelo de punta, tan erizado que parecía querer desprenderse de las raíces. Otras Sabias yacían también en el suelo, alrededor de un agujero irregular de un metro de diámetro más o menos; de las ropas de algunas Sabias salían finos hilillos de humo. No todas habían caído —la batalla de fuego y rayos proseguía en el cielo— pero sí demasiadas. Tenía que hacerlas volver a la danza.

Se obligó a respirar y se incorporó torpemente, sin molestarse en sacudirse la tierra de las ropas.

—¡Adelante, lanzas! —gritó.

Aferró a Estalaine por los huesudos hombros y empezó a incorporar a la mujer, pero entonces reparó en la mirada fija de sus azules ojos y comprendió que estaba muerta, de modo que la dejó caer. Levantó a la aturdida Dorailla y a continuación recogió una lanza de un Hijo del Relámpago muerto.

—¡Adelante las lanzas! —gritó mientras agitaba en alto la que empuñaba.

Algunas de las Sabias siguieron su orden al pie de la letra y se precipitaron en medio de la masa de algai’d’siswai. Otras mantuvieron mejor la calma y ayudaron a las que podían incorporarse. El despliegue de fuego y rayos continuó mientras Sevanna recorría la línea de Sabias de un extremo a otro al tiempo que bramaba y sacudía la lanza.

—¡Lanzas, atacad! ¡Adelante las lanzas!

Tenía unas ganas locas de echarse a reír, y lo hizo. Cubierta de tierra de pies a cabeza en medio de una batalla encarnizada, jamás se había sentido tan exultante como en ese momento. Casi deseó haber escogido ser una Doncella Lancera. Casi. Tan imposible era que una Far Dareis Mai se convirtiese en jefa de clan como que un hombre fuera Sabia; el camino de una Doncella hacia el poder era renunciar a la lanza y hacerse Sabia. Como esposa de un jefe de clan, Sevanna ya ejercía poder a una edad en la que una Doncella apenas si había empezado a empuñar la lanza o en la que todo lo más que se confiaba a una aprendiza de Sabia era recoger agua. Y ahora tenía todo el poder en sus manos, como Sabia y como jefa de clan, aunque todavía no era cosa fácil ostentar realmente ese último título. Poco importaban los títulos, siempre y cuando tuviera el poder, pero ¿por qué no poseer los dos?

Un repentino grito hizo que se diera media vuelta, y Sevanna se quedó boquiabierta al ver a un peludo lobo gris desgarrando la garganta de Dosera. Sin pensarlo, hincó la lanza en el costado del animal. Mientras éste se revolvía para partir de un mordisco el astil del arma, otro lobo enorme pasó veloz junto a ella y se arrojó contra la espalda de uno de los algai’d’siswai, y a ése lo siguió otro más, y muchos, que asestaban dentelladas a las figuras vestidas con cadin’sor allí donde mirara.

El miedo supersticioso penetró en ella como una lanza al tiempo que extraía la suya del cuerpo del lobo. Las Aes Sedai habían emplazado a las bestias para que lucharan en su lugar. Sevanna era incapaz de apartar los ojos del lobo que había matado. Las Aes Sedai habían… No. ¡No! Eso no cambiaría nada. Ella no lo permitiría.

Finalmente logró retirar la vista del animal; pero, antes de que tuviese tiempo de pronunciar gritos de ánimo a las Sabias, otra cosa atrajo su mirada y la dejó muda de nuevo: en medio de los algai’d’siswai había aparecido un grupo de jinetes de las tierras húmedas, con yelmos rojos y petos metálicos, que blandían espadas y lanzas largas. ¿De dónde habían salido? No fue consciente de haber planteado la pregunta en voz alta hasta que Rhiale la contestó.

—Intenté decírtelo, Sevanna, pero no quisiste escuchar.

La mujer de cabello rojo como el fuego dirigió una mirada de asco a la lanza ensangrentada que sostenía en la mano; se suponía que una Sabia no tocaba las lanzas. Con un gesto ostentoso, Sevanna la apoyó en el doblez del brazo, del modo que había visto que hacían los jefes.

—Hombres de las tierras húmedas han atacado desde el sur —prosiguió Rhiale—. Y los acompañan siswai’aman. —Pronunció el término con todo el desdén que merecían aquellos que se hacían llamar «las lanzas del Dragón»—. También hay Doncellas. Y… Y hay Sabias.

—¿Combatiendo? —inquirió Sevanna con incredulidad antes de reparar en lo absurdo que resultaba su extrañeza. Si ella podía dejar a un lado costumbres inútiles, sin duda esos ofuscados necios del sur que todavía se llamaban Aiel también podían hacerlo. Sin embargo, no se lo esperaba. A buen seguro Sorilea era la responsable; esa vieja le recordaba a Sevanna un alud desplomándose montaña abajo y arrollando todo a su paso—. Debemos atacarlas de inmediato. No se apoderarán de Rand al’Thor. Ni echarán por tierra nuestra venganza por Desaine —añadió cuando Rhiale abrió los ojos desmesuradamente.

—Son Sabias —adujo la otra mujer en tono inexpresivo.

Sevanna entendió, aunque le resultó más amargo que el acíbar. Sumarse a la danza de las lanzas ya era bastante malo, pero que Sabias lucharan contra Sabias era más de lo que incluso Rhiale aceptaría. Había estado de acuerdo en que Desaine debía morir; ¿de qué otro modo si no habrían conseguido que las demás Sabias, por no mencionar a los algai’d’siswai, accedieran a luchar contra Aes Sedai, cosa que era inevitable para tener en sus manos a Rand al’Thor, y con él a todos los Aiel? Empero, se había llevado a cabo en secreto, rodeada por mujeres de su mismo parecer. Lo que ahora pedía Sevanna habría que hacerlo a la vista de todos. ¡Qué estúpidas, qué cobardes eran todas!

—En tal caso, lucha contra los enemigos que te permitan tus escrúpulos, Rhiale. —Pronunció cada palabra con todo el desprecio que fue capaz, pero Rhiale se limitó a asentir, tras lo cual se ajustó el chal de nuevo, lanzó otra mirada a la lanza apoyada en el brazo de Sevanna y regresó a su sitio en la línea.

Quizás habría un modo de hacer que las otras Sabias tomaran la iniciativa. Lo mejor era atacar por sorpresa, pero cualquier cosa sería preferible a que le arrebataran a Rand al’Thor. Lo que daría por una mujer que encauzara e hiciera lo que le mandaba sin ponerle trabas. Lo que daría por encontrarse en lo alto de un monte, donde podría ver cómo marchaba la batalla.

Manteniendo aprestada la lanza y sin quitar ojo a los lobos —los que tenía a la vista estaban matando hombres y mujeres vestidos con cadin’sor o yacían muertos— se volvió para lanzar gritos de ánimo. Al sur había aumentado el número de bolas de fuego y rayos que caían sobre los Shaido, pero por lo que podía apreciar no influía gran cosa en la contienda. La batalla, con sus explosiones de llamas, tierra y gente, seguía siendo encarnizada.

—¡Adelante, lanzas! —gritó mientras blandía la suya en alto—. ¡Adelante!

Entre la apelotonada multitud de algai’d’siswai no conseguía distinguir a los necios que se habían atado un trozo de tela roja en torno a las sienes y que se hacían llamar siswai’aman. Tal vez eran muy pocos para cambiar el curso de los acontecimientos. Los grupos de hombres de las tierras húmedas parecían haberse reducido y estar más distantes entre sí. Mientras observaba, uno de esos grupos, hombres y caballos, desapareció bajo la arremetida de lanzas.

—¡Adelante, lanzas! —la exaltación rebosaba en su voz. Aunque las Aes Sedai hubiesen convocado mil lobos, aunque Sorilea hubiese llevado consigo un millar de Sabias y cien mil lanzas, los Shaido seguirían saliendo victoriosos en ese día. Los Shaido y ella. Sevanna, de los Shaido Jumai, sería un nombre que se recordaría siempre.

De repente un violento estampido resonó por encima del fragor de la batalla. Parecía venir de las carretas de las Aes Sedai, pero no supo discernir si había sido obra de ellos mismos o de las Sabias. No le gustaban las cosas que no entendía, pero tampoco estaba dispuesta a preguntar a Rhiale o a las otras, dejando con ello patente su ignorancia… y el hecho de que carecía de la habilidad que todas las que estaban a su alrededor poseían. No era algo que tuviera importancia entre los Aiel, pero otra cosa que no le gustaba a Sevanna era que otros tuviesen un poder que a ella le faltaba.

Por el rabillo del ojo captó un destello de luz entre los algai’d’siswai, una sensación de que algo giraba; pero, cuando se volvió hacia allí para mirar, no había nada. De nuevo ocurrió lo mismo, un fugaz destello luminoso en su límite visual, y también en esta ocasión, cuando volvió los ojos en esa dirección, no vio nada. Demasiadas cosas que no entendía.

Sin dejar de lanzar gritos de ánimo, observó la línea de Sabias Shaido. Algunas tenían un aspecto desaliñado, con el cabello suelto al haber perdido el pañuelo que lo sujetaba, y las faldas y las blusas cubiertas de tierra o incluso chamuscadas. Al menos había doce tendidas en fila, gimiendo, y otras siete no se movían; éstas tenían cubiertos los rostros con pañuelos. Sin embargo, las que le interesaban a Sevanna eran aquellas que seguían en pie. Estaban Rhiale, y Alarys, con su negro cabello, tan poco corriente, todo revuelto. Y Someryn, que había cogido por costumbre atarse los lazos de la blusa de modo que enseñaba una porción del escote incluso más generosa que la propia Sevanna; y Meira, con una expresión más adusta que nunca en su alargada cara. La fornida Tion y la delgada Belinde, y Modarra, tan alta como muchos hombres.

Alguna de ellas tendría que haberle informado si hacían algo nuevo. El secreto de Desaine las ataba a ella; incluso para una Sabia, la revelación de ese delito desembocaría en una vida de sufrimiento —y, lo que era peor, de vergüenza— para saldar el toh. Eso si a la que fuera descubierta no la abandonaban desnuda en el desierto para que viviera como pudiese o muriera, probablemente a manos de cualquiera que la encontrara, como si se tratara de una alimaña. A pesar del fuerte vínculo que las unía, Sevanna no tenía duda alguna de que disfrutaban tanto como las demás ocultándole cosas, esas que las Sabias descubrían durante su aprendizaje y en los viajes a Rhuidean. Tenía que hacer algo al respecto, pero no ahora. No estaba dispuesta a mostrar debilidad alguna preguntando lo que ellas sabían.

Se volvió hacia la batalla y se encontró con que había ocurrido un cambio en el combate, hasta entonces equilibrado; al parecer, se inclinaba a su favor. Al sur, las andanadas de bolas de fuego y rayos seguían siendo tan intensas como antes, pero no así delante de ella y aparentemente tampoco en el oeste ni en el norte. Los proyectiles lanzados contra las carretas todavía estallaban o desaparecían antes de llegar a su objetivo la más de las veces; no obstante, era obvio que los ataques de las Aes Sedai se habían reducido. Ahora actuaban a la defensiva. ¡Estaba venciendo!

La idea no había terminado de penetrar en su mente como un fogonazo, cuando la actividad de las Aes Sedai cesó por completo. Sólo al sur seguían lloviendo bolas de fuego y rayos sobre los algai’d’siswai. Sevanna abrió la boca para lanzar el grito de victoria, pero algo en lo que reparó entonces la hizo enmudecer: el fuego y los rayos que se precipitaban sobre las carretas chocaban contra una barrera invisible. El humo de los vehículos incendiados empezaba a perfilar el contorno de una cúpula a medida que ascendía para, finalmente, salir por un hueco en el ápice del invisible recinto.

Sevanna giró sobre sus talones para mirar a las Sabias; la expresión de su rostro hizo que algunas recularan para alejarse de ella y tal vez de la lanza que empuñaba. Sabía que parecía dispuesta a utilizarla; y lo estaba.

—¿Por qué habéis dejado que hagan eso? —bramó—. ¿Por qué? ¡Teníais que desbaratar cualquier cosa que intentaran, no permitirles que levantaran otra barrera!

Tion parecía estar a punto de vomitar, pero plantó los puños en las opulentas caderas y le hizo frente.

—No han sido las Aes Sedai —manifestó.

—¿Que no han sido ellas? —barbotó Sevanna—. Entonces ¿quién? ¿Las otras Sabias? ¡Os dije que debíamos atacarlas!

—No fueron mujeres —intervino Rhiale, cuya voz flaqueó—. No fueron… — Tragó saliva, pálida como un muerto.

Sevanna se volvió despacio para contemplar la cúpula, conteniendo la respiración. Algo había sido alzado por el agujero por el que salía el humo: una de las banderas de los hombres de las tierras húmedas. La columna de humo no era tan densa para ocultarla del todo. Carmesí, con un disco mitad blanco y mitad negro, los dos colores divididos en el centro por una línea sinuosa, igual a las bandas que llevaban en la frente los siswai’aman. El estandarte de Rand al’Thor. ¿De verdad era tan fuerte como para liberarse, superar a todas las Aes Sedai y hacer ondear aquello? No cabía otra explicación.

Los ataques seguían precipitándose sobre la cúpula, pero Sevanna escuchó murmullos a su espalda. Las otras mujeres estaban planteándose la retirada. Ella no. Siempre había sabido que el camino más fácil para alcanzar el poder residía en conquistar a los hombres que ya lo poseían, e incluso de niña se daba cuenta de que había nacido con las armas apropiadas para conquistarlos. Suladric, el jefe de clan de los Shaido, se le había rendido cuando ella sólo tenía dieciséis años, y a su muerte Sevanna había elegido aquellos que tenían más posibilidades de sucederle en el cargo. Muradin —y lo mismo Couladin— había creído que sólo él había despertado su interés, y cuando el primero no regresó de Rhuidean, como les ocurría a tantos hombres, una sonrisa bastó para convencer a Couladin de que la tenía rendida a sus pies. Sin embargo, el poder de un jefe de clan era nimio comparado con el del Car’a’carn, e incluso ése no era nada comparado con lo que estaba presenciando ahora. Se estremeció como si acabase de entrar en la tienda de vapor y hubiese visto al hombre más maravilloso que imaginarse pueda. Cuando Rand al’Thor fuera suyo, ella conquistaría el mundo entero.

—Cargad con más fuerza —ordenó—. ¡Más! ¡Humillaremos a esas Aes Sedai en nombre de Desaine! —Y ella tendría a Rand al’Thor.

De repente se alzó un clamor en el frente de la batalla; los hombres aullaban y chillaban. Sevanna maldijo por no poder ver lo que ocurría. De nuevo gritó a las Sabias para que arreciaran sus ataques, pero, si acaso, la lluvia de fuego y rayos sobre la cúpula pareció disminuir. Y entonces ocurrió algo que Sevanna sí pudo ver con toda claridad.

Cerca de las carretas, figuras vestidas con cadin’sor y grandes pegotes de tierra saltaron en el aire en medio de un estruendo ensordecedor; y no sólo en un punto concreto, sino en un amplio trecho del frente. El suelo explotó de nuevo, y otra, y otra vez, en cada ocasión un poco más lejos del grupo de carretas, y no en línea, sino que hombres y Doncellas saltaban en el aire en un compacto círculo de tierra que sin duda abarcaba todo el contorno de la cúpula. Una, otra y otra vez, sin dejar de expandirse, y, de pronto, los algai’d’siswai dieron media vuelta y pasaron junto a ella, empujándose, arrollando la línea de Sabias, en una desbandada general.

Sevanna los golpeó con la lanza, azotando cabezas y hombros, sin que le importara que la punta del arma estuviera más roja cada vez que la blandía.

—¡Deteneos y luchad! ¡Resistid, por el honor de los Shaido! —Siguieron pasando a todo correr sin prestarle atención—. ¡No tenéis honor! ¡Paraos y luchad!

Atravesó con la lanza a una Doncella por la espalda, pero los demás se limitaron a pasar sobre la mujer caída. En ese momento Sevanna advirtió que algunas de las Sabias se habían marchado mientras que otras cogían a las heridas que estaban tendidas en el suelo. Rhiale se dio media vuelta, dispuesta a huir, y Sevanna cogió por el brazo a la mujer al tiempo que la amenazaba con la lanza. Le importaba poco que Rhiale pudiese encauzar.

—¡Debemos resistir! ¡Todavía podemos hacernos con él!

El semblante de la otra mujer era una máscara de terror.

—¡Si nos quedamos, moriremos! ¡O acabaremos encadenadas a la tienda de Rand al’Thor! Quédate y muere si es lo que quieres, Sevanna. ¡Pero yo no soy un Soldado de Piedra! —Se soltó de un tirón y corrió hacia el este.

Durante unos segundos más Sevanna siguió plantada en el mismo sitio, dejando que hombres y Doncellas la empujaran de un lado para otro en su afán de huir, ciegos de pánico. Entonces tiró la lanza y tanteó en su bolsita del cinturón, donde guardaba un pequeño cubo de piedra con intrincados dibujos. Menos mal que no se había decidido a deshacerse de él. Todavía le quedaba una cuerda a su arco. Se recogió los vuelos de la falda para que no le estorbara y se unió a la caótica desbandada, pero si todos los demás huían presas del terror, ella barajaba planes mientras corría. Tendría a Rand al’Thor de rodillas ante ella. Y también a las Aes Sedai.


Alviarin abandonó finalmente el despacho de Elaida, en apariencia tan fría y dueña de sí como siempre. Por dentro se sentía exprimida como una bayeta escurrida. Se las ingenió para que las piernas la sostuvieran mientras descendía los largos tramos de escalera, que era de mármol incluso en los pisos altos. Sirvientes uniformados le hacían reverencias cuando pasaban junto a ella presurosos, de camino a sus quehaceres, sin advertir en la Guardiana nada más que la serenidad propia de una Aes Sedai. A medida que llegaba a pisos inferiores empezaron a aparecer hermanas; muchas de ellas llevaban los chales puestos, con los flecos de los colores correspondientes a sus respectivos Ajahs, como si quisieran hacer hincapié en que eran hermanas de hecho. La miraban al pasar a su lado con expresiones inquietas las más de las veces. La única que hizo caso omiso de ella fue Danelle, una distraída Marrón. Había tomado parte en la destitución de Siuan Sanche y en la ascensión de Elaida a la Sede Amyrlin; pero, al estar siempre absorta en sus pensamientos y siendo una solitaria que no tenía amigas ni en su propio Ajah, parecía no darse cuenta de que la habían relegado. Todo lo contrario que otras. Berisha, una esbelta Gris de mirada dura, y Kera, con el rubio cabello y los azules ojos que eran rasgos muy habituales en los tearianos y toda la arrogancia tan común en las Verdes, llegaron incluso a hacerle una reverencia. Norine Dovarna, una Blanca de grandes ojos, a veces casi tan despistada como Danelle y —al igual que la Marrón— sin amigas, pareció que iba a hacerlo, pero luego cambió de opinión; estaba resentida con Alviarin, ya que en su opinión, si la Guardiana debía venir de las Blancas, habría tenido que ser ella la que ocupase el puesto.

La reverencia a la Guardiana no era obligatoria para una hermana, pero sin duda esperaban que ella intercediera ante Elaida si llegaba el caso. Las demás simplemente se preguntaron qué órdenes le habrían encomendado, y si alguna otra hermana recibiría una reprimenda ese día por algo que, en opinión de la Amyrlin, era un fallo. Ni siquiera las Rojas se acercaban a menos de cinco pisos de donde se encontraban los nuevos aposentos de la Amyrlin a menos que las mandara llamar, y, de hecho, más de una hermana se escabullía cuando Elaida bajaba a los pisos inferiores. El propio aire parecía enrarecido, cargado con un miedo que no tenía nada que ver con las rebeldes o los hombres que encauzaban.

Varias hermanas intentaron hablarle, pero Alviarin pasó de largo, casi con descortesía, sin apenas reparar en la preocupación que afloraba a sus ojos cuando veían que no se paraba. Elaida ocupaba sus pensamientos tanto como los de ellas. Una mujer con muchas capas, esa Elaida. A primera vista, parecía una mujer hermosa, reservada y digna; al mirarla por segunda vez, se veía una mujer de hierro, tan severa como una espada desenvainada. Se imponía donde otras persuadían, coaccionaba donde otras utilizaban la diplomacia o el Juego de las Casas. Cualquiera que la conociese se daba cuenta de su inteligencia, pero sólo después de un tiempo se advertía que a pesar de todo su intelecto veía sólo lo que quería ver, trataba de hacer verdad lo que quería que fuera verdad. De sus dos rasgos indiscutiblemente atemorizadores, el menor era que se salía con la suya muy a menudo. El más importante era su don para el Talento de la Predicción.

Resultaba fácil olvidar este último, ya que era imprevisible e infrecuente; había pasado tanto tiempo desde su última Predicción que esa condición de imprevisible conseguía que resultara tan impactante como la descarga de un rayo. Nadie sabía cuándo ocurriría, ni siquiera Elaida, y tampoco lo que revelaría. Alviarin casi podía sentir la vaga presencia de la mujer siguiéndola, vigilante.

Quizá fuera necesario matarla, después de todo. En tal caso, no sería la primera persona con la que había acabado sin que nadie lo supiera. Aun así, no se decidía a dar ese paso sin tener órdenes o, al menos, permiso para hacerlo.

Entró en sus aposentos con una sensación de alivio, como si la sombra de Elaida no pudiera cruzar el umbral. Una idea estúpida. Si Elaida sospechara la verdad, ni siquiera mil leguas de distancia bastarían para impedir que se lanzara a la yugular de Alviarin. Elaida esperaba que trabajara duro, escribiendo personalmente órdenes para estampar en ellas la firma y el sello de la Amyrlin; sin embargo, todavía debía decidirse cuáles de esas órdenes se llevarían a cabo. Y eso no dependía de Elaida. Ni tampoco de ella.

Las habitaciones eran más pequeñas que las que ocupaba Elaida, aunque los techos eran más altos y contaba con un balcón que se asomaba treinta metros por encima de la gran plaza que había a los pies de la Torre. A veces salía a ese balcón para contemplar Tar Valon, la ciudad más grandiosa del mundo, habitada por incontables miles de almas que significaban menos que las piezas de un tablero de juego. Los muebles eran de manufactura domani, de madera clara veteada con incrustaciones de nácar y ámbar; las alfombras mostraban dibujos de flores y volutas de vivos colores, y aún más vivos eran los de los tapices en los que se representaban bosques, flores y ciervos pastando. Tanto el mobiliario como los objetos de decoración habían pertenecido a la anterior ocupante de estos aposentos, y si los conservaba por otra razón aparte de no perder tiempo en elegir otros nuevos, era para no olvidar el precio del fracaso. Leane Sharif se había enredado en maquinaciones y había fallado, y ahora estaba aislada del Poder Único para siempre, convertida en una indefensa refugiada que vivía de la caridad, condenada a una vida de miseria hasta que ella misma le pusiese fin o simplemente se dejara morir. A Alviarin le habían contado que unas pocas mujeres neutralizadas se las habían ingeniado para sobrevivir, pero no lo creería hasta que viese una. Tampoco es que tuviese el menor deseo de verla.

A través de las ventanas entraba la intensa claridad de primera hora de la tarde; no obstante, antes de que hubiese llegado al centro de la sala de estar, la luz menguó hasta parecer que la noche estaba próxima. Esa oscuridad no la sorprendió. Se volvió y cayó de hinojos de inmediato.

—Insigne Señora, vivo para servir.

Una mujer alta de oscuras sombras y luz plateada se hallaba ante ella. Mesaana.

—Cuéntame qué ha pasado, pequeña. —La voz semejaba un toque de campanillas.

Todavía postrada de rodillas, Alviarin repitió palabra por palabra lo que Elaida había dicho, aunque se preguntó por qué era necesaria tanta meticulosidad. Al principio había pasado por alto fragmentos sin importancia, y Mesaana se dio cuenta en cada ocasión y exigió que le contara cada palabra, cada gesto y expresión. Obviamente escuchaba a escondidas esas reuniones. Alviarin había intentado encontrar la lógica de tal exigencia y no lo había conseguido. Otras cosas, sin embargo, sí la tenían.

Había conocido a otros de los Elegidos, a quienes los necios llamaban los Renegados. Lanfear había entrado en la Torre, así como Graendal, imperiosas con su fuerza y sus conocimientos, y habían dejado muy claro, sin necesidad de palabras, que Alviarin estaba muy por debajo de ellas, una criada para realizar tareas y reír de placer cuando recibía una palabra amable. Be’lal se la había llevado en mitad de la noche, mientras dormía, a un lugar que todavía ignoraba Alviarin; había despertado en su propio lecho y eso la había aterrorizado más aún que estar en presencia de un hombre capaz de encauzar. Para él era menos que un gusano, ni siquiera una criatura viva, sólo una pieza del tablero de juego que podía mover a su antojo. El primero había sido Ishamael, años antes que los demás, para sacarla de la masa anónima del Ajah Negro y colocarla a su cabeza.

Se había arrodillado delante de todos ellos y había dicho que vivía para servirlos; y lo había dicho de verdad: obedecer sus órdenes, fueran las que fueran. Después de todo, estaban sólo un peldaño por debajo del Gran Señor de la Oscuridad, y si quería alcanzar la recompensa por su servicio, la inmortalidad que aparentemente ellos ya poseían, debía obedecer. Se arrodilló ante todos ellos, y sólo Mesaana se le había presentado con una apariencia inhumana. Ese manto de oscuridad y luz debía de estar tejido con el Poder Único, mas Alviarin era incapaz de ver la urdimbre. Había percibido la fuerza de Lanfear y de Graendal, había sabido desde el primer instante que eran muchísimo más poderosas en el Poder que ella, pero en Mesaana… no percibía nada. Era como si la mujer fuese incapaz de encauzar ni poco ni mucho.

La explicación lógica era evidente y conmocionante: Mesaana se ocultaba porque podría reconocerla. Debía de residir en la propia Torre. A juzgar por las apariencias, tal cosa parecía imposible, y sin embargo no cabía otra explicación. Siendo así, tenía que ser una de las hermanas porque, naturalmente, no iba a ser una de las sirvientas, obligada a realizar trabajos duros y a sudar. Pero ¿quién? Eran muchas, demasiadas, las mujeres que habían permanecido lejos de la Torre durante años antes de que Elaida las convocara; demasiadas las que no tenían amigas íntimas o ninguna en absoluto. Mesaana debía de ser una de ésas. Alviarin ansiaba saberlo. Aunque no pudiera hacer uso de ello, el conocimiento era poder.

—Así que nuestra Elaida posee el don de la Predicción —comentó Mesaana, y Alviarin cayó en la cuenta, no sin cierto sobresalto, de que había llegado al final de su explicación. Le dolían las rodillas, pero sabía que no debía levantarse sin permiso. Un dedo de sombras golpeó suavemente unos labios plateados en un gesto pensativo. ¿Había visto a alguna hermana hacer eso?—. Qué curioso que sea tan concisa y tan imprevisible al mismo tiempo—. Siempre fue un Talento poco corriente, y la mayoría de las que lo poseían hablaban en unos términos que sólo los poetas podían entender. Generalmente hasta que ya era demasiado tarde para que tuviese importancia, en cualquier caso. Entonces todo quedaba claro como el agua. —Alviarin guardó silencio. Ninguno de los Elegidos conversaba; ordenaban o exigían—. Unas predicciones interesantes, ésas. ¿Las rebeldes quebrándose como… una sandía podrida? ¿Eso también era parte de la Predicción?

—No lo sé con certeza, Insigne Señora —respondió lentamente. ¿Lo habría sido? Mesaana se limitó a encogerse de hombros.

—Tal vez lo sea o tal vez no, pero en ambos casos puede ser de utilidad.

—Es peligrosa, Insigne Señora. Su Talento podría revelar cosas que no deberían saberse.

Una risa cristalina respondió a su comentario.

—¿Como qué? ¿Descubrirte a ti?, ¿a tus hermanas del Ajah Negro? ¿O acaso piensas en mi seguridad? A veces eres una buena chica, pequeña. —Aquella voz plateada sonaba divertida y Alviarin sintió que sus mejillas enrojecían y confió en que Mesaana interpretara ese sonrojo como vergüenza, no causado por la ira—. ¿Sugieres acaso que habría que librarse de nuestra Elaida, pequeña? Todavía no, creo. Aún se la puede utilizar. Al menos hasta que el joven al’Thor llegue aquí y seguramente también después. Escribe sus órdenes y ocúpate de que se cumplan. Verla enredada en sus pequeños juegos resulta ciertamente divertido. Vosotras, pequeñas, casi igualáis el ajah en ocasiones. ¿Tendrá éxito en conseguir que el rey de Illian y la reina de Saldaea sean raptados? Vosotras, las «Aes Sedai», solíais hacer eso, ¿verdad? Aunque no desde hace… ¿cuánto? ¿Dos mil años? ¿A quién querrá sentar en el trono de Cairhien? ¿La oferta de ser rey de Tear bastará para que el Gran Señor Darlin olvide su desagrado por las Aes Sedai? ¿O tal vez nuestra Elaida se ahogue en su propia frustración antes? Lástima que se resistiera a la idea de crear un ejército mayor. Habría jurado que, con su ambición, estaría más que dispuesta a aprovechar esa sugerencia.

La entrevista estaba llegando a su fin —nunca duraban más del tiempo necesario para que Alviarin presentara su informe y recibiera órdenes—, pero todavía le quedaba pendiente una pregunta.

—Respecto a la Torre Negra, Insigne Señora…

Alviarin se humedeció los labios. Había descubierto muchas cosas desde que Ishamael se le había aparecido. Una de ellas, y no la menos importante, era que los Elegidos distaban de ser omnipotentes y omniscientes. Si ella había ascendido era porque Ishamael había matado a su predecesora en un ataque de ira cuando descubrió lo que Jarna Malari había empezado, pero no había terminado al cabo de dos años, al acaecer la muerte de otra Amyrlin. A menudo se preguntaba si Elaida habría tenido algo que ver en la muerte de esa última, Sierin Vayu; el Ajah Negro no, desde luego. Jarna había exprimido a Tamra Ospenya, la Amyrlin que precedió a Sierin, como a un racimo de uvas —aunque resultó que no le sacó mucho jugo— y arregló las cosas para que pareciese que había fallecido mientras dormía. Pero Alviarin y las otras doce hermanas del Gran Consejo lo habían pagado con gran sufrimiento hasta que convencieron a Ishamael de que no eran responsables de ello. Los Elegidos no eran todopoderosos ni omnisapientes, pero en ocasiones sabían lo que los demás ignoraban. Sin embargo, preguntar podía ser peligroso. Y lo más peligroso inquirir «¿por qué?»; a los Elegidos no les gustaba responder al «porqué» de nada.

—¿Es seguro enviar cincuenta hermanas para que se encarguen de ellos, Insigne Señora?

Unos ojos relucientes como lunas llenas la contemplaron con fijeza, en silencio, y un escalofrío recorrió la espina dorsal de Alviarin. La suerte corrida por Jarna surgió como un destello en su mente. Una Gris oficialmente, Jarna nunca había mostrado el menor interés por los ter’angreal, cuyo uso era desconocido… hasta el día en que se quedó atrapada en uno que no se había estudiado ni probado desde hacía siglos. El modo de activarlo seguía siendo un misterio en la actualidad. Durante diez días nadie pudo llegar a ella, sólo escuchar sus aullidos desgarradores. La mayoría de la Torre consideraba a Jarna una hermana modélica; cuando se celebró el sepelio de lo que pudo recuperarse de ella, todas las hermanas presentes en Tar Valon así como las que pudieron llegar a tiempo a la ciudad asistieron al funeral.

—Tienes curiosidad, pequeña —dijo finalmente Mesaana—. Eso puede ser positivo si se encarrila debidamente. Mal orientado… —La amenaza quedó cernida en el aire como una brillante daga.

—Lo encauzaré como vos ordenéis, Insigne Señora —musitó Alviarin con voz ronca. Tenía la boca seca como un estropajo—. Sólo como vos ordenéis.

Empero, se ocuparía de que ninguna hermana Negra estuviera entre las que acompañarían a Toveine. Mesaana se adelantó, alzándose imponente ante ella, de manera que Alviarin se vio forzada a doblar el cuello hacia atrás para poder mirar aquel rostro de luz y sombras; de repente se preguntó si la Elegida sabría lo que estaba pensando.

—Si vas a servirme, pequeña, entonces tendrás que obedecerme sólo a mí. No a Semirhage ni a Demandred. Ni a Graendal ni a ningún otro. Sólo a mí, y al Gran Señor, por supuesto. Pero a mí por encima de todos, excepto él.

—Vivo para serviros, Insigne Señora. —Las palabras sonaron como un graznido, pero Alviarin se las arregló para poner énfasis en el sufijo añadido a la fórmula original.

Durante unos segundos interminables los ojos plateados la contemplaron sin parpadear.

—Bien —dijo al cabo Mesaana—. Entonces, te enseñaré. Pero recuerda que una alumna no es una maestra. Yo elijo quién aprende qué, y yo decido cuándo pueden hacer uso de ello. Si descubro que has divulgado o has utilizado aunque sólo sea la más pequeña partícula sin mi consentimiento, te suprimiré.

Alviarin consiguió llevar un poco de saliva a la boca. No había cólera en el repique de aquella voz, sólo certidumbre.

—Vivo para serviros, Insigne Señora. Vivo para obedeceros. —Acababa de descubrir algo sobre los Elegidos que casi no podía creer. El conocimiento era poder.

—Tienes cierta fuerza, pequeña. No mucha, pero suficiente.

Apareció un tejido como si saliera de la nada.

—Esto —dijo Mesaana—, es un acceso.


Pedron Niall gruñó cuando Morgase colocó una ficha blanca en el tablero con ademán de triunfo. Unos jugadores de menos calidad todavía habrían puesto otras dos docenas más de fichas cada uno, pero Pedron veía el curso inevitable de la partida ahora, y ella también. Al principio, la mujer de cabello dorado que estaba sentada al otro lado de la pequeña mesa había jugado para perder, llevando la partida a un nivel lo bastante reñido para que a él le interesara, pero no había tardado mucho en darse cuenta de que hacer tal cosa conducía al olvido. Por no mencionar que él era lo bastante inteligente para advertir el subterfugio y no tolerarlo. Ahora empleaba toda su destreza y se las había ingeniado para ganar casi la mitad de las partidas. Nadie le había ganado tan a menudo a Niall desde hacía muchos años.

—El juego es vuestro —le dijo, y la reina de Andor asintió. Es decir, la que volvería a ser reina; de eso se ocuparía él. Lucía un vestido de seda verde, con un cuello alto de encaje que le rozaba la barbilla, y su porte, de los pies a la cabeza, era el de una reina a pesar de la película de sudor que brillaba en sus suaves mejillas. No parecía ser tan mayor como para tener una hija de la edad de Elayne, sin embargo, cuanto menos un hijo con los años de Gawyn.

—No os disteis cuenta de que advertí la trampa que me estabais tendiendo desde la posición de vuestra ficha trigésima primera, lord Niall, y tomasteis mi amago con la ficha cuadragésima tercera como mi verdadero ataque. —Sus azules ojos trillaban de excitación; a Morgase le gustaba ganar. Jugaba para ganar.

Todo ello, las partidas y la amabilidad, no eran más que un embeleco para apaciguarlo. Morgase sabía que era una prisionera a todos los efectos en la Fortaleza de la Luz, si bien es cierto que una prisionera regalada con lujos y trato exquisito. Y extraoficial. Niall había permitido que se divulgaran rumores de su presencia allí, pero no hizo ninguna manifestación públicamente. La oposición de Andor a los Hijos de la Luz era histórica, muy arraigada. No anunciaría nada hasta que las legiones entraran en el país, con ella como figura decorativa. Ni que decir tiene que Morgase también sabía eso. Y seguramente también sabía que él se daba cuenta de sus intentos de ablandarlo. El tratado que había firmado otorgaba a los Hijos unos derechos en Andor que jamás habían tenido en ningún otro país salvo allí, en Amadicia, y Niall esperaba que la reina estuviese planeando ya cómo aflojar la presa de los Hijos sobre su nación e incluso cómo librarla de ella por completo tan pronto como fuera posible. Sólo había firmado porque la había acorralado; empero, incluso acorralada, siguió luchando con tanta habilidad como demostraba en el tablero de juego. Para ser una mujer tan hermosa, tenía una voluntad férrea. No. Nada de matices. Era una mujer de voluntad férrea, punto. Se dejaba llevar por el puro placer del juego, pero él no podía considerar tal cosa una falta cuando le proporcionaba tantos ratos agradables.

De haber tenido veinte años menos, quizás habría participado más en el verdadero juego de la mujer. Eran muchos los años de viudedad que arrastraba tras de sí, y el capitán general de los Hijos de la Luz no tenía tiempo para cumplidos y cortesías con mujeres; ni para otra cosa excepto ser el capitán general. De haber sido veinte años más joven —bueno, veinticinco— y si ella no hubiese sido entrenada por las brujas de Tar Valon… En presencia de la mujer resultaba fácil olvidarse de eso último. La Torre Blanca era una cloaca de iniquidad, al servicio de la Sombra, y ella estaba marcada profundamente por esa mácula. Rhadam Asunawa, el Inquisidor Supremo, la habría juzgado y colgado a renglón seguido por los meses pasados en la Torre Blanca si él se lo hubiese permitido. Niall suspiró con pesar.

La sonrisa victoriosa de Morgase no se había borrado, pero aquellos grandes ojos lo observaban, estudiándolo, con una inteligencia que la mujer no podía ocultar. Niall llenó las copas de ambos con vino de una jarra de plata, metida en un recipiente lleno de agua que un rato antes había sido hielo.

—Milord Niall…

Una actuación perfecta: su vacilación, la esbelta mano tendida a medias hacia él y el respeto demostrado al anteponer el título. Hubo un tiempo en que lo llamaba simplemente Niall, y en un tono más despectivo del que habría utilizado con un mozo de cuadra borracho. Habría sido perfecta si él no le tuviera cogida ya la medida.

—Milord Niall, a buen seguro podríais mandar llamar a Galad a Amador para que pudiera verlo. Sólo un día.

—Lamento —respondió quedamente— que los deberes de Galad lo retengan en el norte. Deberíais sentiros orgullosa; es uno de los mejores oficiales jóvenes de los Hijos. —El hijastro de Morgase era una baza para utilizar contra ella según las necesidades, y ahora les servía mejor manteniéndolo apartado. El joven era realmente un buen oficial, quizás el mejor que había entrado en los Hijos durante el mandato de Niall, y no había razón para crear conflictos con su juramento si se enteraba de que su madrastra se encontraba allí y como «invitada» sólo por mantener las formas.

Únicamente un leve fruncimiento de labios, que desapareció al punto, traicionó su decepción. No era ésta la primera vez que había hecho tal solicitud ni sería la última. Morgase Trakand no se rendía por el mero hecho de haber sido vencida de manera evidente.

—Como digáis, milord Niall —respondió con tal mansedumbre que el hombre por poco se atraganta con el vino. La sumisión era una táctica nueva, y no debía de resultarle fácil ponerla en práctica—. Sólo era la petición de una madre que…

—Milord capitán general —dijo una voz profunda y resonante desde la puerta—. Me temo que traigo importantes nuevas que no admiten demora, milord. —Abdel Omerna estaba en el umbral, luciendo orgulloso el tabardo blanco y dorado de un capitán de los Hijos de la Luz; su enérgico rostro estaba enmarcado por pinceladas plateadas en las sienes, y sus ojos eran profundos y pensativos. De la cabeza a los pies, era el compendio de la intrepidez y la autoridad. Y de la estupidez, aunque eso no resultaba evidente a primera vista.

Morgase se encerró en sí misma nada más ver a Omerna, una reacción tan leve que habría pasado inadvertida a la mayoría de las personas. Como todos, lo tenía por el jefe de espías de los Hijos, un hombre al que temer casi tanto como a Asunawa, puede que incluso más. Hasta el propio Omerna ignoraba que sólo era un señuelo para desviar la atención del verdadero jefe de espionaje, al que sólo Niall conocía como tal: Sebban Balwer, el acartonado monicaco que trabajaba como su secretario. Señuelo o no, sin embargo, de vez en cuando llegaba información útil a manos de Omerna. Y, muy de tarde en tarde, algo grave. A Niall no le cabía la menor duda respecto a lo que le traía ese hombre; nada salvo que Rand al’Thor estuviera a las puertas de la ciudad lo habría inducido a irrumpir de ese modo en la estancia. Quisiera la Luz que sólo se tratara de un rumor disparatado llevado por algún mercader de alfombras.

—Me temo que el juego se ha terminado por esta mañana —le dijo Niall a Morgase mientras se ponía de pie. Le dedicó una leve inclinación de cabeza cuando la mujer se levantó de la silla, y ella le correspondió del mismo modo.

—¿Hasta esta tarde, quizá? —Su tono seguía siendo casi dócil—. Es decir, si tenéis a bien cenar conmigo.

Niall, naturalmente, aceptó. Ignoraba qué se proponía con esa nueva táctica —no lo que supondría un zoquete, de eso estaba seguro— pero sería divertido descubrirlo. Estaba llena de sorpresas, esa mujer. Lástima que llevara la lacra de las brujas.

Omerna penetró en la sala hasta el gran mosaico dorado del sol llameante que presentaba el desgaste del roce de pies y rodillas a lo largo de siglos. Era una estancia sobria, aparte de ese adorno y de los estandartes capturados que colgaban a lo largo de las paredes, casi a la altura del techo, ajados por el paso del tiempo. Los ojos gachos de Omerna vieron pasar la falda de Morgase junto a él sin darse por enterado de su presencia.

—Todavía no he encontrado a Elayne ni a Gawyn, milord —dijo, una vez que la puerta se cerró tras ella.

—¿Son ésas las noticias importantes? —demandó, irritado, Niall. Balwer le había informado de la presencia de la hija de Morgase en Ebou Dar, todavía metida hasta el cuello en el fango de las brujas; ya se habían despachado órdenes a Jaichim Carridin con respecto a ella. Al parecer, Gawyn, el otro hijo de Morgase, también seguía enredado con las brujas, en Tar Valon, ciudad en la que Balwer tenía unos cuantos espías. Niall tomó un buen trago del fresco vino. Últimamente sentía en los huesos vejez, fragilidad y frío, aunque el calor engendrado por la Sombra lo hacía sudar a mares y le dejaba seca la boca. Omerna dio un respingo.

—Eh… no, milord. —Rebuscó en un bolsillo de su justillo blanco y sacó un pequeño cilindro de hueso, con tres rayas rojas dibujadas a lo largo—. Queríais que esto se os trajera tan pronto como llegara a… —Se interrumpió cuando Niall le arrebató bruscamente el pequeño tubo de la mano.

Eso era lo que había estado esperando, la razón de que una legión no estuviera ya de camino a Andor con Morgase a la cabeza, que no al mando. Si todo aquello no era una locura de Varadin, los desvaríos de un hombre desequilibrado por el espectáculo de Tarabon hundiéndose en la anarquía, Andor tendría que esperar. Andor, y puede que más.

—Tengo… la confirmación de que la Torre Blanca está dividida —continuó Omerna—. La ciudad está en poder del… Ajah Negro.

No era de extrañar que pareciera nervioso, ya que estaba diciendo herejías. No había Ajah Negro; todas las brujas eran Amigas Siniestras. Sin prestarle atención, Niall rompió con la uña del pulgar el sello de cera que cerraba el tubo. Había utilizado a Balwer para que iniciara esos rumores, y ahora volvían a él. Omerna creía todas las habladurías que llegaban a sus oídos, y le llegaba hasta la última de ellas.

—Y hay informes de que las brujas están conferenciando con el falso Dragón al’Thor, milord.

¡Pues claro que estaban conferenciando con él! Era su creación, su títere. Niall dejó de prestar oídos al parloteo del necio oficial y regresó a la mesa de juego mientras sacaba un pequeño papel enrollado del tubo. No dejaba que nadie supiera algo más sobre esos mensajes aparte de que existían, e incluso eso sólo lo conocían unos pocos. Las manos le temblaron al desenrollar el fino papel. No le había ocurrido tal cosa desde que siendo un muchacho había afrontado su primera batalla, hacía más de sesenta años. Ahora esas manos parecían ser poco más que huesos y tendones, pero todavía poseían fuerza suficiente para llevar a cabo lo que tenía que hacer.

La letra no era de Varadin, sino de Faisar, a quien había enviado a Tarabon con otro propósito. A Niall se le puso un nudo en el estómago a medida que leía; el mensaje estaba redactado en lenguaje normal, no en la clave utilizada por Varadin. Los informes de éste habían sido los de un hombre al borde de la locura, si es que no había traspasado ya ese límite, pero Faisar confirmaba lo peor de ello y más. Mucho más. Al’Thor era una alimaña rabiosa y destructiva a la que había que parar, pero ahora había aparecido una segunda bestia sanguinaria, puede que incluso más peligrosa que las brujas de Tar Valon con su falso Dragón domado. Pero, en nombre de la Luz, ¿cómo iba a combatir contra ambas?

—Al parecer, la reina Tenobia se ha… ausentado de Saldaea, milord. Y los… Juramentados del Dragón están incendiando y matando por todo Altara y Murandy. Me han dicho que se ha encontrado el Cuerno de Valere, en Kandor.

Todavía medio distraído, Niall alzó la vista y encontró a Omerna a su lado, lamiéndose los labios y enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Sin duda trataba de echar un vistazo al mensaje. En fin, todo el mundo lo sabría a no tardar.

—Por lo visto una de vuestras hipótesis más descabelladas no lo era tanto, después de todo —dijo Niall, y fue en ese momento cuando sintió el cuchillo hundiéndose bajo sus costillas.

La impresión lo dejó paralizado el tiempo suficiente para que Omerna sacara el arma y volviera a hincarla. Otro capitán general había muerto así antes que él, asesinado, pero jamás pensó que él pudiera perecer a manos de Omerna. Quiso enzarzase en una lucha cuerpo a cuerpo con su asesino, pero no tenía fuerza alguna en los brazos. Se quedó colgado del oficial, que sostenía su peso, los ojos de ambos trabados. Omerna tenía el rostro congestionado; parecía estar al borde de las lágrimas.

—Había que hacerlo. Era preciso. Permitisteis que las brujas se instalaran allí, en Salidar, tranquilamente, sin trabas, y… —Como si de pronto cayera en la cuenta de que rodeaba con los brazos al hombre que había acuchillado, apartó a Niall de un empujón.

La fuerza también había abandonado las piernas del capitán general, que cayó pesadamente contra la mesa de juego y la volcó. Las piezas negras y blancas se desperdigaron por el pulido suelo de madera; la jarra plateada se tambaleó y derramó parte del vino. El frío que Niall había sentido en los huesos se estaba extendiendo al resto de su cuerpo.

No supo con seguridad si el tiempo transcurrió con lentitud para él o si las cosas ocurrieron realmente tan deprisa. De repente el taconeo de unas botas cruzó el suelo de la estancia, y Niall alzó débilmente la cabeza para ver a Omerna con la boca y los ojos muy abiertos a la par que retrocedía ante Elmon Valda. Con su justillo blanco y su tabardo blanco y dorado, éste era, como Omerna, la personificación de un capitán de los Hijos; aunque no tan alto ni tan palpablemente autoritario como Omerna, el atezado semblante del oficial denotaba más dureza que nunca. Empuñaba una espada cuya hoja lucía la marca de la garza que tanto valoraba.

—¡Traición! —bramó Valda, y traspasó el tórax de Omerna con el arma, de parte a parte.

Niall se habría echado a reír de haber podido; le costaba trabajo respirar y oía el gorgoteo de la sangre en su garganta. Nunca le había gustado Valda —de hecho, lo despreciaba— pero alguien tenía que enterarse de las nuevas. Volvió los ojos y localizó la tira de papel de Tanchico caída en el suelo, a unos centímetros de su mano; allí podría pasar inadvertida, pero no si la encontraban aferrada entre sus dedos muertos. Ese mensaje tenía que conocerse. Con qué lentitud parecía arrastrase su mano por el entarimado, rozando el papel, empujándolo mientras se esforzaba por cogerlo. La vista se le estaba nublando. Trató de enfocar los ojos. Tenía que… La niebla era cada vez más densa. Una parte de él intentó desechar esa idea; no había niebla. Sí, la niebla se iba espesando, y allí había un enemigo, invisible, oculto, tan peligroso o más que al’Thor. El mensaje. ¿Qué… mensaje? Era el momento de montar y desenvainar la espada, el momento de lanzar un último ataque. ¡Por la Luz, vencer o morir, allá iba! Trató de gruñir.


Valda limpió su espada en el tabardo de Omerna y entonces reparó en que el viejo lobo todavía respiraba, aunque era un sonido rasposo y borboteante. Con una mueca, se inclinó para ponerle fin… Y una mano enguantada, de dedos largos, le asió el brazo.

—¿Os gustaría ser el siguiente capitán general, hijo mío? —El descarnado semblante de Asunawa era el de un mártir, pero sus oscuros ojos ardían con un fanatismo que amilanaba incluso a los que ignoraban quién era—. Podríais serlo, después de que atestiguara que matasteis al asesino de Pedron Niall. Pero no si tengo que decir que también le rebanasteis el cuello a él.

Enseñando los dientes en un remedo de sonrisa, Valda se incorporó. Asunawa tenía pasión por la verdad; a su modo, claro. Era capaz de enredarla, disfrazarla y manipularla, pero, que Valda supiera, jamás había mentido. Un vistazo a los vidriosos ojos de Niall y al charco de sangre que se iba extendiendo bajo él, satisfizo al oficial. El viejo se estaba muriendo.

—¿Sólo podría, Asunawa?

El fuego en la mirada del Inquisidor Supremo cobró intensidad mientras el hombre se apartaba y retiraba la nívea capa de la sangre de Niall. Ni siquiera un capitán general podía hablarle con esa familiaridad.

—Eso he dicho, hijo mío. Os habéis mostrado curiosamente reacio a acceder a que la bruja Morgase sea entregada a la Mano de la Luz. A no ser que garanticéis…

—Morgase sigue siendo necesaria. —Interrumpirle le resultó muy placentero a Valda. No le gustaban los interrogadores, la Mano de la Luz, como se hacían llamar. ¿A quién podían gustarle unos hombres que jamás se enfrentaban a un enemigo que no estuviese desarmado y encadenado? Se mantenían desligados de los Hijos, como una organización aparte. La capa de Asunawa lucía exclusivamente el cayado de pastor escarlata que era el distintivo de los interrogadores, no el sol llameante, emblema de los Hijos, que él mismo llevaba en su tabardo. Lo que es más, parecían pensar que su trabajo con hierros candentes y potros era la única labor digna de los Hijos—. Morgase nos va a entregar Andor, de modo que no la tendréis hasta que el país esté en nuestras manos. Y no podemos tomar Andor hasta que la chusma del Profeta haya sido aplastada. —El Profeta antes que nada, con sus prédicas anunciando la llegada del Dragón Renacido y sus hordas incendiando los pueblos que tardaban en aclamar a al’Thor. El pecho de Niall apenas se movía ya—. A menos que queráis trocar Amadicia por Andor, en vez de tener las dos. Me propongo ver colgado a al’Thor y la Torre Blanca reducida a polvo, Asunawa, y no secundé vuestro plan sólo para presenciar cómo lo echáis a la letrina en pleno proceso.

Asunawa no se achicó; no era cobarde. Y menos allí, con cientos de interrogadores en la Fortaleza y la mayoría de los Hijos andando con pies de plomo para no dar un paso en falso con ellos. Hizo caso omiso de la espada que Valda empuñaba, y aquel rostro de mártir compuso un gesto triste. Las gotas de sudor parecían lágrimas de pesar.

—En tal caso, puesto que el capitán Canvele cree que la ley debe obedecerse, me temo…

—No. Yo me temo que Canvele coincide conmigo, Asunawa. —Lo hacía desde el amanecer, cuando vio que Valda había llevado media legión a la Fortaleza. Canvele no era tonto—. La cuestión no es si yo seré nombrado capitán general cuando el sol se ponga hoy, sino quién guiará la Mano de la Luz en su búsqueda de la verdad.

No, Asunawa no era cobarde; e incluso era menos tonto que Canvele. No se encogió ni preguntó a Valda cómo pensaba conseguirlo.

—Entiendo —musitó al cabo de un momento, y luego, suavemente, añadió—: ¿Acaso os proponéis saltaros enteramente la ley, hijo mío?

Valda estuvo a punto de echarse a reír.

—Podéis vigilar a Morgase, pero no se la someterá a interrogatorio. La tendréis cuando ya no me haga falta a mí. —Lo que podría tardar bastante tiempo; encontrar sucesora para el Trono del León, alguien que comprendiera cuál era la relación que debía tener con los Hijos, como era el caso del rey Ailron, no se conseguiría de la noche a la mañana.

Tal vez Asunawa lo entendió o tal vez no. Abrió la boca para decir algo, pero entonces sonó una exclamación ahogada en la puerta. El enteco secretario de Niall estaba allí, con la boca fruncida, los ojillos entrecerrados tratando de asimilar todo de un vistazo, salvo los cuerpos tendidos en el suelo.

—Un día triste, maese Balwer —manifestó Asunawa, su voz apenada pero inflexible—. El traidor Omerna ha asesinado a nuestro capitán general Pedron Niall, que la Luz acoja su alma. —Ni una sola palabra que no fuera verdad hasta el momento; el pecho de Niall había dejado de moverse, y matarlo era traición—. El capitán Valda llegó demasiado tarde para salvarlo, pero a tiempo de castigar con rigor el delito de Omerna.

Balwer dio otro respingo y empezó a estrujarse las manos. Ese tipo con cara de pájaro lo sacaba de quicio a Valda.

—Ya que estáis aquí, Balwer, podríais hacer algo útil. —Al capitán no le gustaba la gente que no servía para nada, y el escriba era la encarnación de la inutilidad—. Informad a todos los capitanes que están en la Fortaleza que el capitán general ha sido asesinado, y que convoco una reunión del Consejo de los Ungidos. —Lo primero que haría una vez que lo hubieran nombrado capitán general sería echar a patadas de la Fortaleza a ese tiralevitas enclenque; lo lanzaría tan lejos y tan fuerte que rebotaría dos veces, y luego elegiría un secretario que no estuviera retorciéndose como una lagartija todo el tiempo—. Tanto si Omerna actuó por orden de las brujas o del Profeta, me propongo vengar a Pedron Niall.

—Como ordenéis, milord. —La voz de Balwer era apenas un hilo, entrecortada—. Se hará como decís.

Por lo visto encontró arrestos para mirar finalmente el cuerpo de Niall; mientras hacía una nerviosa reverencia, pareció no tener ojos para nada más.

—Así pues, parece que seréis nuestro próximo capitán general, después de todo —dijo Asunawa cuando Balwer se hubo marchado.

—Sí, eso parece —replicó secamente Valda. Una pequeña tira de papel yacía junto a la mano extendida de Niall, del tipo que se utilizaba para enviar mensajes con palomas. Valda se agachó y la recogió; resopló con disgusto. El papel había estado sobre un charco de vino; lo que quiera que hubiese escrito en él se había convertido en un borrón de tinta ilegible.

—Y la Mano tendrá a Morgase cuando ya no la necesitéis. —En el tono de Asunawa no había el más leve atisbo de pregunta.

—Os la entregaré yo mismo. —Quizá podría arreglarse algo para saciar el ansia de Asunawa durante un tiempo. Algo que asegurara también que Morgase siguiera mostrándose dócil. Valda tiró el trocito de papel sobre el cadáver de Niall. El viejo lobo había perdido la astucia y el coraje con la edad, y ahora estaba en manos de Elmon Valda poner en su sitio a las brujas y su falso Dragón.


Tumbado boca abajo en lo alto de una elevación, Gawyn oteó hacia el escenario del desastre a la luz del sol de la tarde. Los pozos de Dumai estaban kilómetros al sur, a través de llanuras y colinas bajas, pero todavía divisaba el humo que salía de las carretas. Ignoraba lo que había ocurrido allí después de que condujera a todos los Cachorros que pudo reunir en una huida a galope tendido. Por lo visto al’Thor se había hecho con el mando de la situación; él y esos hombres vestidos de negro que parecían poder encauzar, derribando Aes Sedai y Aiel por igual. Ver que las hermanas huían fue lo que le reveló que había llegado el momento de largarse de allí.

Ojalá hubiese podido matar a al’Thor. Por su madre, muerta a manos de ese hombre; Egwene lo negaba, pero no tenía pruebas. Por su hermana. Si Min había dicho la verdad —tendría que haberla obligado a abandonar el campamento con él, ni que hubiese querido ni que no; eran muchas las cosas que tendría que haber hecho de otra manera en ese día—, si Min tenía razón y Elayne amaba a al’Thor, entonces ese horrible destino era razón suficiente para matarlo. Quizá los Aiel habían hecho el trabajo por él, pero lo dudaba.

Con una risa amarga, alzó el tubo de su visor de lentes. En las bandas doradas había una inscripción: «De Morgase, reina de Andor, para su amado hijo, Gawyn. Que sea una espada viva para su hermana y para Andor». Unas palabras amargas, ahora.

No había mucho más que ver aparte de hierba agostada y pequeños sotos dispersos. El viento seguía soplando, levantando nubes de polvo. De vez en cuando, un fugaz movimiento entre los achaparrados cerros indicaba la presencia de hombres moviéndose. Aiel, estaba seguro. Se confundían con el entorno demasiado bien para que fueran Cachorros con sus chaquetas verdes. Quisiera la Luz que hubiesen escapado más de los que él había logrado sacar de aquel infierno.

Era un necio. Tendría que haber matado a al’Thor; tenía que matarlo. Pero no podía. Y no porque fuera el Dragón Renacido, sino porque le había prometido a Egwene no levantar un dedo contra él. La joven Aceptada había desaparecido de Cairhien dejándole sólo una carta que él había leído y releído tantas veces que el papel estaba a punto de romperse por los dobleces; no le sorprendería enterarse de que se había ido para ayudar a al’Thor de un modo un otro. No podía faltar a su palabra, y menos aún si se la había dado a la mujer que amaba. Jamás. Le costara lo que le costara. Confiaba en que ella comprendería el arreglo de compromiso que había hecho con su honor; no había levantado un dedo para hacerle daño, pero tampoco para ayudarlo. Quisiera la Luz que Egwene nunca le pidiera eso. Se decía que el amor volvía idiotas a los hombres, y él era la prueba.

De repente se llevó el visor al ojo cuando una mujer salió a campo abierto galopando en un gran caballo negro. No alcanzaba a distinguir sus rasgos, pero ninguna criada llevaría un vestido con falda pantalón para montar. Así que al menos una Aes Sedai había podido huir. Si algunas hermanas habían salido con vida de la trampa, quizás entonces más Cachorros también lo habrían conseguido. Con suerte, podría encontrarlos antes de que los Aiel los mataran en pequeños grupos. Sin embargo, lo primero era esa hermana. En muchos aspectos habría preferido marcharse sin ella, pero dejarla sola, quizá para que acabara con una flecha clavada, no era una opción acorde con su conciencia. Cuando empezaba a incorporarse para hacerle señales con la mano, no obstante, el caballo tropezó y cayó, y ella se vio lanzada por encima de las orejas.

Gawyn maldijo, y después soltó otro juramento cuando a través del visor vislumbró una flecha clavada en el flanco del negro animal. Hizo una rápida barrida con el visor por las colinas, y contuvo otra maldición a duras penas; unas dos docenas de Aiel, con el rostro velado, se encontraban en lo alto de un cerro a menos de cien pasos de la Aes Sedai, observando al caballo y a la amazona caídos. Giró de inmediato el visor. La hermana se había incorporado y se tambaleaba como una persona ebria. Si conservaba la calma y utilizaba el Poder, los Aiel no podrían hacerle daño, sobre todo si se resguardaba tras el caballo para eludir más flechas. Aun así, Gawyn se sentiría mejor después de haberla recogido y llevado con ellos. Se apartó de la cresta rodando para evitar que los Aiel pudieran descubrirlo, y se deslizó por la ladera opuesta un largo trecho, hasta que resultó seguro ponerse de pie.

Había emprendido ese viaje al sur con quinientos treinta y un Cachorros, casi todos aquellos que estaban bastante entrenados para salir de Tar Valon, pero eran menos de doscientos los que lo aguardaban junto a los caballos al pie del cerro. Antes de que el desastre cayera sobre los pozos de Dumai, Gawyn había tenido la certeza de que había una maquinación para que sus Cachorros y él murieran antes de regresar a la Torre Blanca. No sabía el porqué ni si el ardid era obra de Elaida o de Galina, pero lo cierto es que había tenido bastante éxito, aunque no exactamente del modo que habían pensado quienes lo habían planeado. No era de extrañar que hubiese preferido irse sin la Aes Sedai de haber tenido elección.

Se paró junto a un castrado gris con su joven jinete. Joven, como lo eran todos los Cachorros —muchos no necesitaban afeitarse durante tres o cuatro días, y otros ni siquiera eso—, pero Jisao lucía la torre de plata en el cuello que lo señalaba como un veterano en la batalla disputada cuando se había depuesto a Siuan Sanche, y más cicatrices bajo sus ropas de otras luchas dirimidas desde entonces. Era uno de los que podía olvidar la navaja de afeitar muchas mañanas; aun así, sus oscuros ojos eran los de un hombre treinta años mayor. Gawyn se preguntó qué impresión darían sus propios ojos.

—Jisao, hay una hermana a la que tenemos que…

Los Aiel, alrededor del centenar, que aparecieron corriendo en lo alto de la elevación del oeste se frenaron, sorprendidos, al encontrar a los Cachorros al pie del cerro, pero ni la sorpresa ni el hecho de la superioridad numérica de los Cachorros bastó para frenarlos. En un visto y no visto se cubrieron con los velos y, lanzándose cuesta abajo, arremetieron con las lanzas a caballos y jinetes por igual, actuando por parejas. Con todo, si los Aiel sabían cómo combatir contra hombres montados, los Cachorros habían recibido recientemente lecciones muy duras sobre cómo luchar contra los Aiel, y los que aprendían despacio no duraban vivos mucho tiempo en sus filas. Algunos llevaban lanzas ligeras, rematadas en una punta de acero de cuarenta centímetros, con guarda en cruz para evitar que la hoja penetrara en exceso, además de que todos podían usar sus espadas con tanta destreza como cualquiera salvo un maestro de armas. Combatían en parejas o tríos, guardándose la espalda unos a otros y manteniendo en movimiento a sus monturas para que los Aiel no les cortaran los jarretes. Sólo los Aiel más rápidos lograban penetrar esos círculos de relampagueantes aceros. Los propios caballos, entrenados para la batalla, eran armas; rompían cráneos con sus cascos, asían hombres con los dientes y los sacudían como haría un perro con una rata, las más de las veces desgarrando medio rostro al hombre. Los animales relinchaban al tiempo que luchaban, en tanto que los hombres jadeaban por el esfuerzo y gritaban enardecidos, en ese arrebato que se apoderaba de ellos en la batalla y que proclamaba que estaban vivos y que seguirían estándolo para ver otro amanecer aunque el combate acabara en un baño de sangre. Gritaban al matar y gritaban al morir; no parecía haber gran diferencia.

Gawyn no tuvo tiempo para observar ni para escuchar. Siendo el único Cachorro que estaba a pie, atraía sobre sí la atención. Tres figuras vestidas con cadin’sor se metieron entre los jinetes y se abalanzaron contra él con las lanzas aprestadas. Quizá pensaron que, superándolo en tres a uno, era presa fácil. Los desengañó. Su espada salió de la vaina con fácil ligereza, la misma con que pasó de El halcón se inclina a La hiedra ciñe el olmo y de ésta a La luna se eleva sobre los lagos. Tres veces notó en las muñecas el impacto del acero contra la carne, y con igual rapidez los tres Aiel velados quedaron tendidos en el suelo; dos de ellos se movían un poco, pero estaban fuera de combate como su tercer compañero. El siguiente que se enfrentó a él era harina de otro costal.

El tipo, delgado y un palmo más alto que Gawyn, se movía con la agilidad de una serpiente, asestando cortos y rápidos lanzazos mientras adelantaba o inclinaba la adarga para detener los golpes de espada con una fuerza que Gawyn sentía repercutir en los hombros. La danza del urogallo dio paso a Pliegue del aire y siguió El cortesano golpea ligeramente el abanico; el Aiel respondió a los tres movimientos y sólo acabó con una cuchillada cruzándole las costillas, en tanto que Gawyn recibía un tajo en el muslo; sólo un veloz giro había evitado que la lanza le traspasara la pierna de parte a parte.

Se movieron en círculo, vigilándose el uno al otro, ajenos a cuanto sucedía a su alrededor. La sangre resbalaba por la pierna de Gawyn. El Aiel amagó con la esperanza de desequilibrarlo y volvió a amagar; Gawyn pasó de postura a postura, la espada ora alta ora baja, aguardando a que en uno de esos amagos su adversario llevara la lanza un poco más lejos de lo conveniente.

A la postre, fue la suerte la que decidió el resultado. El Aiel dio un traspié, y Gawyn le atravesó el corazón antes de que el hombre hubiese visto siquiera al caballo que lo había empujado por detrás al recular.

Antaño habría lamentado lo ocurrido; había crecido en la creencia de que si dos hombres tenían que luchar, el duelo debía desarrollarse de un modo honorable y limpio. Más de medio año de batallas y escaramuzas le había enseñado a ver las cosas de otra manera. Plantó un pie en el pecho del Aiel y sacó la espada de un tirón. Tosco, pero rápido, y en la batalla la lentitud era sinónimo de muerte las más de las veces.

Sólo que cuando su espada quedó libre, la rapidez era innecesaria. En el suelo yacían hombres —Aiel y Cachorros—, algunos de los cuales gemían y otros estaban completamente inmóviles. El resto de los Aiel se dirigían en tropel hacia el este, azuzados por un par de docenas de Cachorros, entre ellos unos cuantos que deberían haber mostrado más sentido común.

—¡Quietos! —gritó con voz enérgica. Si los muy idiotas permitían que los separaran, los Aiel los harían picadillo—. ¡Nada de perseguirlos! ¡Quietos, he dicho! ¡Atrás, maldita sea!

Los Cachorros se frenaron en seco, aunque a regañadientes. Jisao detuvo su caballo junto a Gawyn.

—Al parecer sólo intentaban abrirse paso a través de nuestra posición en su camino adondequiera que se dirijan, milord.

Su espada goteaba sangre desde la mitad de la cuchilla. Gawyn asió las riendas de su semental castaño sin demorarse en limpiar ni enfundar la espada. No había tiempo para comprobar quién había muerto y quién seguía vivo.

—Olvídalos. Esa hermana nos espera. Hal, quédate con la mitad de tu tropa para proteger a los heridos. Y no pierdas de vista a esos Aiel; que se estén muriendo no significa que se hayan dado por vencidos. El resto, seguidme.

Hal saludó con su espada, pero Gawyn ya había clavado espuelas y se alejaba.

La lucha no se había prolongado mucho, pero a pesar de la brevedad llegaron tarde. Cuando Gawyn remontó el cerro, sólo quedaba el caballo muerto, con las alforjas vueltas del revés. Escudriñó el terreno con su visor de lentes sin hallar rastro de la hermana, de Aiel ni de ningún ser vivo. Lo único que se movía era el polvo arremolinado por el viento y un vestido en el suelo, cerca del caballo, agitándose con el aire. La mujer tenía que haber corrido a toda velocidad para haberse perdido de vista tan pronto.

—No puede haber llegado muy lejos, aunque vaya corriendo —dijo Jisao—. Si nos abrimos en abanico acabaremos encontrándola.

—La buscaremos después de que nos hayamos ocupado de los heridos —replicó Gawyn firmemente. No estaba dispuesto a dividir a sus hombres habiendo Aiel por las inmediaciones. Faltaban pocas horas para la puesta de sol, y quería tener un campamento seguro y compacto en terreno alto antes de que oscureciera. De todos modos, más le valía encontrar una o dos hermanas; alguien iba a tener que explicar esa catástrofe a Elaida, y prefería que fuera una Aes Sedai quien arrostrara su ira, no él.

Suspiró e hizo volver grupas a su corcel castaño, de vuelta al lugar del combate, para ver a cuánto ascendía esta vez la cuenta del carnicero. Ésa había sido su primera lección de verdad como soldado: siempre era necesario pagar al carnicero. Y presentía que, a no tardar, la cantidad que habría que pagar sería mucho mayor. El mundo olvidaría los pozos de Dumai con lo que se avecinaba.

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