13 El Cuenco de los Vientos

Aviendha se habría sentado en el suelo, pero con otras tres mujeres ocupando la pequeña cabina de la embarcación apenas quedaba espacio, así que hubo de conformarse con hacerlo en uno de los bancos construidos contra las paredes y doblar las piernas; así no era lo mismo que sentarse en una silla. Al menos la puerta estaba cerrada y no había ventanas, sólo una especie de celosías de caprichoso diseño de espirales realizadas en la parte superior de las paredes. No alcanzaba a ver el agua en el exterior, pero por los enrejados de madera penetraba el olor a salitre, así como el ruido del chapoteo de las olas contra el casco y el chapaleo de los remos. Hasta los penetrantes chillidos de aves proclamaban vastas extensiones de agua. Aviendha había visto morir hombres por una charca que podrían haber cruzado a pie, pero esta agua era más amarga de lo que jamás habría imaginado. Leer sobre ello no era lo mismo que catarla. Y el río debía de tener, como poco, ochocientos metros de anchura allí donde habían subido a la barca, manejada por dos remeros de extraña mirada, entre recelosa y lasciva. Una extensión de agua de ochocientos metros y ni una sola gota potable. ¿Quién habría imaginado un agua más inútil?

El balanceo de la embarcación había cambiado a un cabeceo atrás y adelante. ¿Habrían salido ya del río?, ¿a lo que se llamaba «bahía»? Eso era aún más ancho, mucho más, según le había dicho Elayne. Aviendha se abrazó las rodillas e intentó desesperadamente pensar en cualquier otra cosa. Si las otras la veían asustada, la vergüenza la vejaría el resto de su vida. Lo peor de todo era que esto lo había sugerido ella, después de oír a Elayne y a Nynaeve hablar sobre los Marinos. ¿Cómo iba a saber lo que sentiría?

La seda azul de su vestido tenía un tacto increíblemente suave, y se aferró a esa idea. Todavía no estaba muy acostumbrada a llevar falda —seguía añorando el cadin’sor que las Sabias la habían obligado a quemar cuando había empezado su aprendizaje con ellas— y además ahora llevaba un vestido de seda —de los que tenía nada menos que cuatro—, como también eran de seda las medias, en lugar de tosca lana, y la ropa interior, que la hacía ser consciente de su piel más de lo que lo había sido nunca. No podía negar que el vestido era precioso, a pesar de lo extraña que se sintiera llevando esa clase de ropa, pero la seda era un artículo valioso y escaso. Una mujer quizá podía tener un pañuelo de ese tejido para lucirlo en los días de fiesta y despertar la envidia de otras. Muy pocas mujeres poseían dos. Sin embargo, entre los habitantes de las tierras húmedas era distinto. No todos llevaban seda, pero a veces tenía la impresión de que sí la lucía una de cada dos personas. Grandes rollos e incluso balas de seda llegaban por barco desde los países más allá de la Tierra de los Tres Pliegues. Por barco. A través del océano. Agua extendiéndose hasta el horizonte, con muchos sitios donde, si lo había entendido bien, no se veía tierra por ningún lado. Casi se estremeció ante la increíble idea.

Ninguna de las otras mostraba deseos de hablar. Elayne hacía girar en su dedo de la mano derecha el anillo de la Serpiente Dorada, con gesto ausente, y parecía estar mirando algo que no podía verse dentro de las cuatro paredes. Las preocupaciones la agobiaban a menudo. Tenía ante sí dos deberes, y si uno de ellos estaba más cerca de su corazón, había escogido el que consideraba más importante, más honorable. Era su derecho y su obligación convertirse en reina de Andor, pero había elegido continuar la búsqueda. En cierto modo, por muy importante que fuera esa búsqueda, aquello era como anteponer algo al clan o la asociación; empero, Aviendha se sentía orgullosa de ella. El punto de vista de Elayne respecto al honor resultaba a veces muy peculiar, tanto como la idea de que una mujer fuera una jefa o que ocupara ese puesto sólo porque antes lo había hecho su madre, pero lo cumplía de manera admirable. Birgitte, vestida con amplios pantalones rojos y una chaqueta corta de color amarillo, un atuendo que Aviendha envidiaba, jugueteaba con su trenza, también absorta en sus pensamientos. O quizá compartiendo alguna de las preocupaciones de Elayne. Era el primer Guardián de Elayne, lo que causó un alboroto increíble entre las Aes Sedai, allí, en el palacio de Tarasin, mientras que a sus Guardianes no pareció molestarles en absoluto. Las costumbres de las tierras húmedas eran tan extrañas que casi no merecía la pena pensar en ellas.

Si Elayne y Birgitte parecían esquivar la conversación, Nynaeve al’Meara, sentada justo enfrente de Aviendha, junto a la puerta, la rechazaba de plano. Nynaeve, no Nynaeve al’Meara. A los habitantes de las tierras húmedas les gustaba que los llamaran sólo con la mitad de sus nombres, y Aviendha intentaba recordarlo, por mucho que le pareciera estar utilizando un nombre cariñoso. Rand al’Thor era el único amante que había tenido y ni siquiera pensaba en él de un modo tan personal, tan íntimo, pero tenía que aprender sus costumbres si iba a casarse con uno de ellos.

Los ojos de Nynaeve, de un profundo color castaño, parecían mirar a través de ella. Sus nudillos estaban blancos sobre la gruesa trenza de cabello tan negro como rubio era el de Birgitte, y su tez había dejado de estar lívida para adquirir un leve tinte verdoso. De vez en cuando dejaba escapar un quedo y ahogado gemido. Por lo general no sudaba; Elayne y ella le habían enseñado el truco a Aviendha. Nynaeve resultaba un enigma. Valiente al punto de rayar en la temeridad en ocasiones, se lamentaba por su supuesta cobardía, y ahora manifestaba su vergüenza a la vista de todas sin importarle en absoluto. ¿Cómo era posible que el movimiento la alterara tanto cuando no lo hacía la contemplación de toda aquella agua?

Otra vez a vueltas con el agua. Aviendha cerró los ojos para no ver el rostro de Nynaeve, pero con ello sólo consiguió que su atención se volcara por completo en los gritos de las aves y el chapoteo del agua.

—He estado pensando —empezó de improviso Elayne, y después hizo una pausa—. ¿Te encuentras bien, Aviendha? Has… —Las mejillas de la Aiel se encendieron, pero al menos Elayne no dijo en voz alta que había brincado como un conejo asustado al sonido de su voz. Elayne pareció darse cuenta de lo cerca que había estado de descubrir el deshonor de la Aiel; el rubor tiñó sus propias mejillas mientras continuaba—. He estado pensado en Nicola y Areina, en lo que nos contó Egwene anoche. No creéis que puedan causarle algún problema, ¿verdad? ¿Qué medida debería tomar para solucionarlo?

—Librarse de ellas —dijo Aviendha al tiempo que se pasaba el pulgar por la garganta, de oreja a oreja. El alivio de poder hablar, de oír voces, fue tan intenso que casi contuvo el aliento. Elayne parecía conmocionada. A veces era increíblemente blanda.

—Puede que fuera lo mejor —abundó Birgitte. No había dado más nombre que ése. Aviendha la consideraba una mujer con secretos—. Con el tiempo, Areina habría conseguido llegar a ser una persona de provecho, pero… No me mires de ese modo, Elayne, y déjate de mojigaterías y de escandalizarte por todo. —A menudo, Birgitte dejaba de actuar como el Guardián que obedecía y pasaba a ser la hermana primera que soltaba el sermón ni que quisiera uno ni que no. En ese momento, agitando un dedo en ademán admonitorio, era la hermana primera—. No os habrían advertido a las dos que os mantuvieseis al margen si se tratase de un problema que la Amyrlin no pudiera resolver poniéndolas a trabajar en la lavandería o algo por el estilo.

Elayne aspiró sonoramente por la nariz ante una verdad que no podía negar, y se arregló los pliegues de la falda de seda verde, donde estaba recogida a fin de mostrar los vuelos azules y blancos de las enaguas. Iba vestida al estilo ebudariano, incluidas las chorreras de encaje en cuello y puños, un regalo de Tylin Quintara, al igual que la gargantilla de oro tejido. Aviendha no aprobaba esa moda. La parte superior del vestido, el corpiño, se ajustaba a sus formas tanto como el cuello de encaje, y un corte ovalado en la pechera dejaba a la vista el inicio de sus senos. Andar por ahí enseñando el cuerpo, donde todo el mundo podía verla, no era lo mismo que estar desnuda en las tiendas de vapor; la gente en las calles de la ciudad no eran gai’shain. Su propio vestido era de cuello alto, con la puntilla del remate rozándole la barbilla y sin que le faltara ningún trozo de tela.

—Además —continuó Birgitte—, imaginaba que lo de «Marigan» os preocuparía mucho más. A mí se me queda seca la boca sólo de pensarlo.

El nombre pareció penetrar en la mente de Nynaeve, sacándola de su lamentable estado, por suerte para ella. Sus gemidos cesaron y se sentó más erguida.

—Si viene por nosotras, le daremos lo que se merece otra vez. Le… Le… —Respiró hondo y las miró fijamente, como si le estuvieran llevando la contraria. Lo que acabó diciendo, sin embargo, fue—: ¿Creéis que nos buscará?

—Preocuparse no servirá de nada —respondió Elayne con mucha más calma de la que habría podido mostrar Aviendha si hubiera creído que estaba en el punto de mira de uno de los Depravados de la Sombra—. Nos limitaremos a hacer lo que Egwene ha dicho y tendremos cuidado.

Nynaeve masculló algo incomprensible, y quizá fuera mejor así. El silencio volvió a adueñarse del grupo. Elayne se ensimismó más que antes si cabe; Birgitte apoyó la barbilla en la palma de la mano mientras fruncía el ceño, pensativa; y Nynaeve continuó mascullando entre dientes, pero ahora tenía las dos manos apretadas contra el estómago y, de vez en cuando, callaba unos instantes para tragar saliva. El chapoteo del agua parecía más fuerte que antes, así como los chillidos de las aves.

—Yo también he estado pensando, medio hermana —dijo Aviendha. Elayne y ella todavía no habían llegado al momento de adoptarse como primeras hermanas, pero ahora estaba segura de que lo harían. De hecho ya se habían cepillado el cabello la una a la otra, y todas las noches, al abrigo de la oscuridad, compartían otro secreto que jamás le habían dicho a nadie. Esa tal Min, sin embargo… Pero ése era un tema para más adelante, cuando estuvieran solas.

—¿Sobre qué? —preguntó, abstraída, Elayne.

—Sobre nuestra búsqueda. Debemos tener éxito, pero estamos tan lejos de lograrlo como cuando empezamos. ¿Tiene sentido que no utilicemos todas las armas que tenemos a mano? Mat Cauthon es ta’veren, y no obstante nos esforzamos por esquivarlo. ¿Por qué no traerlo con nosotras? Estando él podríamos encontrar el cuenco por fin.

—¿Mat? —exclamó, incrédula, Nynaeve—. ¡Sería mejor llenarse las enaguas de ortigas! No aguantaría su presencia aunque tuviese el cuenco en el bolsillo de la chaqueta.

—Oh, cállate, Nynaeve —rezongó Elayne sin alterar el tono. Sacudió la cabeza, asombrada, sin advertir el ceño de la otra mujer. «Quisquilloso» era un término que sólo describía superficialmente el carácter de Nynaeve, pero todas estaban acostumbradas a su forma de ser—. ¿Por qué no se me ocurrió eso? ¡Es tan obvio!

—Tal vez —murmuró secamente Birgitte— porque tienes la imagen del Mat bribón tan metida en la cabeza que eres incapaz de ver que puede ser de alguna utilidad.

Elayne le asestó una mirada fría, con la barbilla bien levantada; entonces, de repente, torció el gesto y asintió de mala gana. No aceptaba fácilmente las críticas.

—No —dijo Nynaeve en un tono que, de algún modo, sonó cortante y débil a la par. El enfermizo color de su tez había aumentado, pero ya no parecía estar causado por el movimiento de la embarcación—. ¡No lo estarás diciendo en serio! Elayne, sabes el tormento que puede llegar a ser, lo testarudo que es. Insistirá en traer esos soldados como si saliéramos a desfilar un día de fiesta. Intenta encontrar algo en el Rahad con soldados guardándote la espalda. ¡Inténtalo! Y lo siguiente será que querrá apropiarse del mando, pasándonos ese ter’angreal por las narices. Es mil veces peor que Vandene o Adeleas o incluso Merilille. ¡Por su modo de comportarse, cualquiera diría que nos metemos en la guarida de un oso sólo para ver a la fiera!

Birgitte hizo un ruido gutural que podría ser de regocijo, y por ello se ganó una mirada cortante. Respondió con otra de una inocencia tan absoluta que Nynaeve empezó a emitir sonidos como si se estuviese asfixiando.

Elayne era más tranquila, de las que intentaba calmar los ánimos; seguramente intentaría poner paz en una contienda por agua.

—Es ta’veren, Nynaeve. Altera el Entramado, cambia el azar, sólo por estar presente. Estoy dispuesta a admitir que necesitamos suerte, y un ta’veren es más que eso. Además, así podríamos cazar dos pájaros de un tiro. No tendríamos que haberle dejado que anduviese suelto por ahí, haciendo de su capa un sayo todo este tiempo, por muy ocupadas que hayamos estado. Eso no ha beneficiado a nadie, y a él a quien menos. Hay que meterlo en cintura para que pueda estar en compañía de personas decentes. Lo ataremos en corto desde el principio.

Nynaeve se alisó los vuelos de la falda con excesiva energía. Afirmaba sentir tan poco interés por los vestidos como Aviendha —o por su apariencia, en cualquier caso; siempre estaba rezongando que la buena y sencilla lana debería bastar a cualquiera—; aun así, su vestido azul lucía acuchillados en amarillo en la falda y las mangas, y había sido ella personalmente la que había elegido ese diseño. Cada centímetro de tela y de hilo era seda o bordado o ambas cosas, y todo el conjunto tenía lo que Aviendha ya había aprendido a reconocer como confección refinada y de calidad.

Por una vez Nynaeve pareció comprender que no iba a salirse con la suya. En ocasiones se cogía unas increíbles pataletas hasta que lo conseguía, aunque jamás reconocía que fueran tal cosa. La expresión furibunda dio paso a otra enfurruñada.

—¿Quién se lo pedirá? —preguntó—. Sea cual sea de nosotras quien se lo diga, se hará de rogar. Sabes que sí. ¡Y antes que eso me casaría con él!

—Lo hará Birgitte —decidió Elayne con aire firme, tras vacilar un momento—. Y ella no le rogará; se lo comunicará. La mayoría de los hombres hacen lo que se les dice si se utiliza un tono firme, con seguridad.

Nynaeve no parecía muy convencida, y Birgitte se sentó erguida, bruscamente; era la primera vez que Aviendha la veía sobresaltada. Con cualquier otra persona, Aviendha habría pensado incluso que estaba un poco asustada. Birgitte habría sido una buena Far Dareis Mai, considerando que era de las tierras húmedas. Su destreza con el arco resultaba extraordinaria.

—Es la elección lógica, Birgitte —se apresuró a añadir Elayne—. Nynaeve y yo somos Aes Sedai, y casi puede decirse lo mismo de Aviendha. Es de todo punto imposible que lo haga cualquiera de nosotras tres. No si queremos mantener la dignidad debida. Con él no. Sabes cómo es ese hombre.

¿Y qué había pasado con toda esa palabrería sobre una voz en tono firme y seguro? Además, Aviendha no había visto que tal método le funcionara a nadie, excepto a Sorilea. Desde luego, no había funcionado con Mat Cauthon hasta el momento, que ella supiera.

—Birgitte —continuó Elayne—, es imposible que él te haya reconocido. En caso contrario, ya habría dicho algo a estas alturas.

Significara lo que significara ese comentario, Birgitte se recostó en la pared y enlazó los dedos sobre el estómago.

—Debería haber sabido que me la devolverías desde que dije que menos mal que tu trasero no era…

Calló, y un asomo de sonrisa satisfecha curvó sus labios. La expresión de Elayne no cambió, pero saltaba a la vista que Birgitte pensaba que había logrado una pequeña revancha. Debía de estar relacionado con el vínculo de Guardián y Aes Sedai. Sin embargo, Aviendha no entendía qué tenía que ver el trasero de Elayne en todo ello. A veces las gentes de las tierras húmedas actuaban de un modo tan… extraño. Aquella sonrisita no se había borrado de los labios de Birgitte cuando ésta añadió:

—Lo que no comprendo es por qué Mat empieza a irritarse en cuanto os ve a vosotras dos. No puede deberse a que le estéis dando esquinazo continuamente. Egwene también lo hizo con igual empeño que vosotras, pero vi que la trataba con más respeto de lo que hacen la mayoría de las hermanas. Además, las veces que lo he visto de refilón saliendo de La Mujer Errante parecía estar pasándolo muy bien. —Su sonrisa se convirtió en una mueca que hizo a Elayne aspirar por la nariz con aire desaprobador.

—Ésa es una de las cosas que tenemos que cambiar. Una mujer decente no puede estar con él en la habitación. Oh, borra esa sonrisita de tu cara, Birgitte. Juro que a veces eres peor que él.

—Ese hombre nació sólo para ser un castigo para los demás —murmuró Nynaeve con acritud.

De repente Aviendha recordó que se encontraba en una embarcación cuando todo se zarandeó, cabeceando y meciéndose hasta detenerse. Las mujeres se levantaron, se arreglaron las ropas, y cogieron las capas ligeras que llevaban consigo. Aviendha no se puso la suya; el sol no brillaba tanto como para necesitar resguardarse los ojos con la capucha. Birgitte se echó doblada la suya sobre un hombro y subió la escalerilla, salvando los peldaños de tres en tres, después de que Nynaeve se le adelantó precipitadamente, con una mano puesta sobre la boca.

Sin ninguna prisa, Elayne se ató los lazos de su capa y se echó la capucha de manera que los dorados rizos sobresalían por los bordes.

—No has hablado mucho, medio hermana.

—He dicho lo que tenía que decir. La decisión era vuestra.

—Pero la idea fue tuya. A veces creo que las demás nos estamos volviendo estúpidas. En fin. —Cuando se volvía hacia la escalerilla, hizo un alto, y añadió sin mirar directamente a Aviendha—: En ocasiones las grandes extensiones de agua me incomodan. Creo que voy a limitarme a mirar el barco, nada más.

Aviendha asintió y subieron; su medio hermana tenía una delicadeza exquisita.

En cubierta, Nynaeve estaba rechazando la oferta de ayuda por parte de Birgitte y se retiró de la batayola, sobre la que había estado doblada. Los dos remeros la observaron divertidos mientras la mujer se limpiaba la boca con el revés de la mano. Los dos tipos no llevaban camisa, y lucían pendientes de latón, uno en cada oreja; sin duda daban un uso frecuente a las dagas curvadas que llevaban metidas en los fajines. No obstante, tenían casi toda su atención puesta en el manejo de los largos remos, semejantes a pértigas, y recorrían la cubierta de atrás adelante a fin de mantener la embarcación, que no dejaba de mecerse, al lado de un barco cuyo tamaño dejó sin aliento a Aviendha, y que se alzaba imponente junto a la barca en la que se encontraban, la cual de repente parecía diminuta; los tres grandes mástiles eran más altos que la mayoría de los árboles que había visto en su vida, incluso allí, en las tierras húmedas. En un barco tan grande como aquél seguramente sería posible olvidar toda el agua que lo rodeaba. Sólo que…

En realidad Elayne no se había dado por enterada de su vergüenza, y, si lo había hecho, una medio hermana podía conocer la más profunda humillación de una sin que importase, pero… Amys decía que tenía demasiado orgullo. Se obligó a dar media vuelta y a apartar los ojos del barco.

Jamás había visto tanta agua en su vida, ni aun juntando hasta la última gota en un solo lugar, todo olas grisverdosas y aquí y allí crestas de espuma blanca. Movió rápidamente los ojos, procurando evitar abarcarla en toda su inmensidad, pero hasta el cielo parecía más grande allí, ilimitado, con un sol como oro fundido elevándose por el este. Soplaba un viento racheado, algo más fresco que en tierra y sin amainar del todo. Grandes bandadas de aves surcaban el cielo, grises y blancas y a veces con manchas negras, que lanzaban aquellos chillidos penetrantes. Una, toda negra excepto la cabeza, volaba rasando sobre el agua con la parte inferior del pico, más larga, hendiendo la superficie, y una hilera de desgarbadas aves pardas —pelícanos, los había llamado Elayne— de repente plegaron las alas y se zambulleron en medio de grandes chapoteos para después reaparecer, meciéndose en las olas, y alzando los picos increíblemente enormes. Se veían barcos por doquier, muchos de ellos casi tan grandes como el que había a su espalda, no todos pertenecientes a los Atha’an Miere, y otros más pequeños, de uno o dos palos y velas triangulares. Embarcaciones aún más pequeñas y sin mástil, como la que las había transportado allí, con un afilado pico en la parte delantera y una casa baja y plana en la posterior, se desplazaban por el agua impulsadas por un par de remos o dos, a veces incluso tres. Una barca larga y estrecha que debía de tener veinte a cada lado le recordó un ciempiés desplazándose sobre la arena. Y había tierra. A unos once o doce kilómetros de distancia, los rayos del sol se reflejaban en los blancos edificios enlucidos de la ciudad. Once o doce kilómetros de agua.

Aviendha tragó saliva y se volvió de nuevo hacia el barco con mayor presteza que al girarse antes. Pensó que su cara debía de estar más verde que la de Nynaeve. Elayne la observaba, procurando mantener el gesto impasible, pero los habitantes de las tierras húmedas dejaban traslucir sus emociones con tanta claridad que saltaba a la vista la preocupación que sentía.

—Soy una necia, Elayne. —Incluso con ella, utilizar sólo el primer nombre hacía que Aviendha se sintiese incómoda; cuando fueran primeras hermanas, cuando fueran hermanas conyugales, resultaría más fácil—. Una mujer sensata atiende los consejos sensatos.

—Eres más valiente de lo que yo jamás seré —contestó Elayne, muy en serio. También ella negaba constantemente que tuviera coraje. ¿Sería ésa una costumbre de las tierras húmedas? No, Aviendha había oído a gente de allí hablar de su valentía; por ejemplo, esos ebudarianos, que parecían incapaces de pronunciar tres palabras seguidas sin alardear. Elayne respiró hondo, armándose de valor—. Esta noche hablaremos de Rand.

Aviendha asintió, pero no veía la relación que tenía ese tema con lo del valor. ¿Cómo podían unas hermanas conyugales manejar al marido si no hablaban de él con detalle? Eso era lo que las mujeres mayores le decían, en cualquier caso; y también las Sabias. Por supuesto, no siempre se mostraban tan comunicativas. Cuando se había quejado a Amys y a Bair de que debía de estar enferma porque se sentía como si Rand al’Thor se hubiese llevado consigo una parte de sí misma, se habían muerto de risa. «Ya lo entenderás —le dijeron entre carcajada y carcajada—. Lo habrías entendido antes si hubieses crecido llevando falda». Como si ella hubiese querido otra vida que la de una Doncella, corriendo en compañía de sus hermanas de lanza. Quizás Elayne sentía también esa especie de vacío. Hablar de él parecía ahondar más ese hueco aun cuando estuvieran llenándolo al mismo tiempo.

Hacía rato que había notado por encima el sonido de unas voces, y ahora escuchó las palabras.

—¡… pedazo de bufón con pendientes! —Nynaeve sacudía el puño a un hombre de tez muy oscura que la contemplaba desde arriba, asomado por el alto costado del barco. Parecía tranquilo; claro que él no podía ver el brillo del saidar que la envolvía—. ¡No venimos pidiendo el regalo de pasaje, así que poco importa si tenéis por costumbre negárselo a las Aes Sedai! ¡Suelta una escala ahora mismo!

Las sonrisitas de los hombres de los remos se habían borrado por completo. Al parecer se les habían pasado por alto los anillos en forma de serpientes cuando las habían cogido en el muelle, pero no parecían muy complacidos al descubrir que tenían Aes Sedai a bordo.

—Oh, Luz —suspiró Elayne—. He de arreglar esto, Aviendha, o habremos tirado la mañana por la borda tan seguro como que ella ha echado las gachas del desayuno.

Avanzó a través de la «cubierta» —Aviendha se sentía orgullosa de saber los nombres correctos de las cosas en las embarcaciones— y se dirigió al hombre asomado en lo alto del barco.

—Soy Elayne Trakand, heredera del trono de Andor y Aes Sedai del Ajah Verde. Mi compañera dice la verdad. No venimos buscando el regalo de pasaje. Empero, hemos de hablar con vuestra Detectora de Vientos sobre un asunto muy urgente. Dile que sabemos lo del Tejido de Vientos, y que también estamos enteradas de las habilidades de las Detectoras de Vientos.

El hombre la miró ceñudo y luego, bruscamente, desapareció sin decir palabra.

—Esa mujer pensará seguramente que tienes intención de levantar la liebre sobre sus secretos —rezongó Nynaeve mientras se colocaba la capa dando tirones y ataba las cintas con violencia, enrabietada—. Sabes lo mucho que las asusta que las Aes Sedai se las lleven a la Torre por la fuerza si se descubre que pueden encauzar. Sólo una boba cree que puede amenazar a la gente, Elayne, y llegar a alguna parte.

Aviendha estalló en carcajadas. Por la mirada sorprendida que le dirigió Nynaeve, no se daba cuenta del chiste que había hecho sobre sí misma. A Elayne, sin embargo, le temblaban los labios a pesar de su esfuerzo por contenerse. Nunca se estaba seguro con el sentido del humor de las tierras húmedas; les resultaban divertidas las cosas más extrañas y en cambio no veían las más graciosas.

Se sintiera o no amenazada la Detectora de Vientos, lo cierto es que para cuando Elayne hubo pagado a los barqueros, advirtiéndoles que esperaran para llevarlas de vuelta —mientras Nynaeve rezongaba por el precio y les decía que les daría de bofetadas si se marchaban, con lo que Aviendha casi se echa a reír otra vez al pensar cómo iba a arreglárselas para hacerlo si se iban—, cuando todo eso estuvo arreglado, al parecer en el barco se había tomado la decisión de permitirles subir a él. No echaron una escala, sino que bajaron una tabla colgada de dos cuerdas que después se unían formando una sola, la cual corría por una gruesa polea que había sido desplazada desde uno de los mástiles. Nynaeve se sentó en la tabla al tiempo que amenazaba con escarmentar a los barqueros si se les ocurría echar una ojeada a sus faldas cuando la subieran. Cuando le llegó el turno, Elayne se puso colorada y sujetó la suya alrededor de las piernas, a la vez que se doblaba hacia adelante de tal modo que pareció estar a punto de caerse de cabeza cuando la izaron en el aire, meciéndose, para luego desaparecer en el interior del barco. Uno de los tipos miró hacia arriba de todos modos, hasta que Birgitte le asestó un puñetazo en la nariz. Ni que decir tiene que ninguno de los dos alzó la vista cuando la subieron a ella.

El cuchillo que llevaba Aviendha en el cinturón era pequeño, con una hoja de apenas quince centímetros de longitud, pero los remeros fruncieron el entrecejo, preocupados, cuando la joven lo sacó. Echó el brazo hacia atrás, y los dos tipos se zambulleron de cabeza sobre la cubierta mientras el cuchillo pasaba por encima de sus cabezas dando vueltas para finalmente ir a clavarse, con un golpe seco, en el grueso poste de la parte delantera de la barca. Después, la Aiel se echó la capa por los brazos como si fuese un chal, y se alzó la falda por encima de las rodillas para pasar fácilmente sobre los remos y recuperar el arma. Acto seguido se instaló en la tabla que colgaba a un lado del barco. No guardó el cuchillo en el cinturón. Por alguna razón que escapaba a su comprensión, los dos hombres intercambiaron una mirada desconcertada, pero mantuvieron gacha la vista mientras la subían. A lo mejor empezaba a entender algo de las costumbres de las tierras húmedas.

Ya en la enorme cubierta del velero Aviendha se quedó boquiabierta, a punto de olvidar bajarse de la tabla. Había leído cosas sobre los Atha’an Miere, pero leer y ver era tan distinto como leer sobre el agua salada y probarla. Para empezar, todos eran de tez oscura, mucho más que los ebudarianos, incluso más que la mayoría de los tearianos. El largo cabello era negro, así como sus ojos, y llevaban las manos tatuadas. Había hombres con el torso desnudo y descalzos, luciendo fajines estrechos de colores llamativos con los que sujetaban los amplios pantalones de un material oscuro que brillaba como si estuviese untado con grasa, y mujeres con blusas de colores tan intensos como los fajines; unos y otras se movían con una especie de vaivén y se desplazaban grácilmente al ritmo del balanceo del barco.

Las mujeres Atha’an Miere tenían costumbres muy raras respecto a los varones, según había leído Aviendha; al parecer danzaban cubiertas sólo con un pañuelo o incluso menos. Pero fueron los pendientes los que más llamaron su atención. La mayoría lucía tres o cuatro, a menudo con brillantes piedras engastadas. ¡Y algunas hasta llevaban un pequeño aro a un lado de la nariz! También los llevaban los hombres, al menos en las orejas, y casi tantas cadenas de oro y plata, de gruesos eslabones, en el cuello. ¡Los hombres! Algunos varones de las tierras húmedas llevaban pendientes, cierto —entre los ebudarianos era la gran mayoría—, pero ¡tantos! ¡Y collares! Los habitantes de las tierras húmedas tenían costumbres verdaderamente extrañas. Los Marinos nunca bajaban de sus barcos —nunca— o eso había leído, y supuestamente se comían a sus muertos. Aviendha había sido incapaz de dar crédito a eso último, pero si los varones llevaban collares ¿quién sabe qué más podían hacer?

La mujer que fue al encuentro de las recién llegadas llevaba pantalones, blusa y fajín como las demás, pero los suyos eran de seda amarilla brocada, mientras que el fajín estaba tejido con complejos nudos y las puntas le colgaban hasta las rodillas; uno de sus collares tenía una pequeña caja con un intrincado trabajo de filigrana. Un dulzón olor a almizcle envolvía a la mujer. Mechones grises le surcaban el cabello, y su semblante era grave. Cinco aros gruesos de oro decoraban cada una de sus orejas, y una fina cadena unía uno de ellos a otro aro similar que le atravesaba la aleta de la nariz. De la cadena colgaban diminutos medallones de oro bruñido que brillaron con la luz del sol mientras Aviendha los estudiaba.

La Aiel retiró prestamente la mano que se había llevado a la nariz —¡mira que aguantar el peso de esa cadena por capricho!— y consiguió a duras penas reprimir una risa. Las costumbres de las tierras húmedas eran increíbles, pero sin duda los Marinos se llevaban la palma.

—Soy Malin din Toral Rompeolas, Señora de las Olas del clan Somarin y Navegante del Viajero del viento. —Una Señora de las Olas era importante, como un jefe de clan; miró alternativamente los rostros de las recién llegadas, en apariencia desconcertada, hasta que sus ojos repararon en los anillos de la Gran Serpiente que lucían Elayne y Nynaeve, y entonces suspiró con resignación—. Si hacéis el favor de acompañarme, Aes Sedai —dijo, dirigiéndose principalmente a Nynaeve.

En la parte trasera del barco se alzaba una estructura cerrada, y las condujo hasta una puerta que había allí y después por un pasillo hasta una amplia habitación —un camarote— que tenía el techo bajo. Aviendha dudaba que Rand al’Thor hubiera podido erguirse completamente debajo de una de las gruesas vigas. Aparte de unos cuantos baúles lacados, todo parecía estar construido en el lugar que ocupaba cada cosa, como los armarios a lo largo de las paredes, e incluso la mesa alargada que llegaba hasta la mitad de la habitación y los sillones que la rodeaban. Costaba trabajo creer que algo tan grande como ese barco estuviese hecho de madera; a pesar del tiempo que Aviendha llevaba en las tierras húmedas, contuvo a duras penas una exclamación ahogada al ver toda esa madera pulida. Brillaba casi tanto como las lámparas doradas, que colgaban, apagadas, en una especie de jaula, de manera que permanecerían derechas mientras el barco se meciera con las olas. A decir verdad, parecía que el velero no se movía en absoluto, al menos si se comparaba con la barca en la que habían llegado, pero por desgracia la pared trasera del camarote era una hilera de ventanas cuyos postigos, pintados y dorados, estaban abiertos de par en par, de modo que ofrecían una vista panorámica de la bahía. Peor aún: a través de esas ventanas no se divisaba tierra. ¡Nada en absoluto! Aviendha sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Habría sido incapaz de hablar; no habría podido ni chillar aunque era lo que deseaba hacer.

Aquellas ventanas y la vista que ofrecían —lo que no se veía— habían atraído su mirada tan de inmediato que le costó unos segundos advertir que ya había gente dentro. ¡Estupendo! Si hubiesen querido podrían haberla matado antes de que se diera cuenta. Y no es que mostraran señal alguna de hostilidad, pero con los habitantes de las tierras húmedas toda precaución era poca.

Un hombre mayor, larguirucho, de ojos muy hundidos, se encontraba sentado relajadamente en uno de los baúles; el poco pelo que le quedaba era blanco, y su atezado rostro tenía un aspecto amable, aunque la docena de pendientes y varias cadenas gruesas de oro alrededor de su cuello le daban un extraño aire a su expresión, a los ojos de Aviendha. Igual que los hombres de arriba, estaba descalzo y con el torso desnudo, pero sus pantalones eran de seda azul oscuro, y el largo fajín, de color rojo intenso. Llevaba una espada, con empuñadura de marfil, metida en el fajín, advirtió la Aiel con desdén, así como dos dagas curvas.

La mujer esbelta y atractiva, cruzada de brazos y con un sombrío ceño de aprensión, merecía una mayor atención. Llevaba sólo cuatro pendientes en cada oreja y menos medallones en la cadena que Malin din Toral, y todo su atuendo era de seda en un tono amarillo rojizo. Podía encauzar; Aviendha lo percibió, a tan corta distancia. Debía de ser la mujer por la que habían ido hasta allí, la Detectora de Vientos. Y, sin embargo, era otra la mujer que atraía más la mirada de la Aiel. A decir verdad, también las de Elayne, Nynaeve y Birgitte.

La mujer que había alzado la vista de un mapa desenrollado que había sobre la mesa habríase dicho que era tan vieja como el hombre, a juzgar por su cabello blanco. Era baja, más o menos como Nynaeve, y tenía el aspecto de quien antaño ha sido fornida y empieza a estar corpulenta, pero su barbilla se adelantaba con firmeza y sus oscuros ojos denotaban inteligencia. Y mucho poder. Enorme. No el Poder Único, sino el de quien dice «marchaos» y sabe que la gente obedecerá sin rechistar. Sus pantalones eran de seda verde brocada, la blusa azul, y el fajín rojo, como el del hombre. El cuchillo, enfundado en una vaina dorada y metido en la parte posterior del fajín, tenía el pomo de la empuñadura cuajado de gemas rojas y verdes: gotas de fuego y esmeraldas, al parecer de Aviendha. De la cadena que unía una oreja con la nariz colgaba el doble de medallones que en la de Malin din Toral, y otra cadena de oro más fina conectaba los seis pendientes de cada una de sus orejas. Aviendha contuvo en el último momento el impulso de llevarse de nuevo la mano a la nariz.

Sin pronunciar palabra, la mujer de pelo blanco se adelantó y se plantó frente a Nynaeve, a la que examinó descaradamente de la cabeza a los pies, frunciendo el entrecejo más al detenerse en el semblante de Nynaeve y en el anillo de la Gran Serpiente que lucía en la mano derecha. No tardó mucho en terminar su escrutinio y, con un gruñido, se desentendió de ella para hacer el mismo repaso rápido e intenso con Elayne. Después observó a Birgitte. Por fin habló.

—No eres Aes Sedai. —Su voz sonaba como rocas rodando ladera abajo.

—Por los nueve vientos y por la barba del Desencadenador de Tormentas, no lo soy —contestó Birgitte.

A veces decía cosas que ni siquiera Elayne y Nynaeve parecían entender, pero la mujer de pelo blanco dio un respingo como si le hubiesen pellizcado el trasero y la miró de hito en hito unos segundos antes de volver su ceñudo rostro hacia Aviendha.

—Tú tampoco eres Aes Sedai —dijo con su voz rechinante después de examinarla.

Aviendha se irguió todo lo posible, sintiéndose como si la mujer hubiese hurgado entre sus ropas y la hubiese vuelto del revés para verla mejor.

—Soy Aviendha, del septiar Nueve Valles de los Taardad Aiel.

La mujer dio un respingo el doble de fuerte que con Birgitte y sus negros ojos se abrieron como platos.

—No vas vestida como sería de esperar, pequeña —fue todo cuanto dijo, no obstante, y regresó de nuevo al otro extremo de la mesa. Una vez allí, se puso en jarras y las volvió a estudiar a las cuatro del mismo modo que lo habría hecho con unos animales que veía por primera vez—. Soy Nesta din Reas Dos Lunas —se presentó al cabo—. Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. ¿Cómo sabéis lo que sabéis?

El ceño de Nynaeve se había ido frunciendo progresivamente desde que la mujer la había mirado por primera vez.

—Las Aes Sedai saben lo que saben, punto —espetó—. ¡Y esperamos un recibimiento con mejores modales de los que he visto hasta ahora! Ciertamente recibí mucho mejor trato la última vez que estuve en un barco de los Marinos. Quizá deberíamos buscar otro, donde no todos tengan dolor de muelas.

La expresión de Nesta din Reas se tornó sombría, pero, naturalmente, Elayne se interpuso en la línea de tiro, quitándose la capa y dejándola sobre el borde de la mesa.

—Que la Luz os ilumine a vos y a vuestros veleros, Señora de los Barcos, y que envíe vientos para que viajéis veloces. —Su reverencia fue moderadamente profunda; Aviendha ya había aprendido a juzgar esos detalles, a pesar de que seguía pareciéndole la cosa más absurda que una mujer podía hacer—. Perdonad si se han dicho palabras desagradables. No era nuestra intención mostrarnos irrespetuosas con quien es una reina para los Atha’an Miere. —Eso último lo dijo dirigiendo una mirada significativa a Nynaeve, que se limitó a encogerse de hombros, sin embargo.

Elayne volvió a presentarse, así como al resto de ellas, despertando reacciones extrañas. Que ella fuera la heredera del trono de Andor no pareció causar la menor impresión aunque era una posición alta entre los habitantes de las tierras húmedas, y la explicación de que era una Verde y Nynaeve una Amarilla recibió sendos resoplidos desdeñosos por parte de Nesta din Reas y miradas penetrantes del larguirucho hombre mayor. Elayne parpadeó, cogida por sorpresa, pero prosiguió con voz sosegada.

—Hemos venido por dos razones. La menos importante es preguntar cómo os proponéis ayudar al Dragón Renacido, a quien según la Profecía Jendai llamáis el Coramoor. La principal es pedir la ayuda de la Detectora de Vientos de este barco, cuyo nombre —añadió suavemente— lamento no conocer todavía.

—Soy Dorile din Eiran Pluma Larga, Aes Sedai —dijo, enrojeciendo, la mujer esbelta que podía encauzar—. Quizá pueda ayudaros, si así lo quiere la Luz.

—Os doy la bienvenida a mi barco —murmuró Malin din Toral, que también parecía avergonzada—, y que la gracia de la Luz sea con vosotras hasta que dejéis sus cubiertas.

La que no estaba abochornada en absoluto era Nesta din Reas.

—El Compromiso es con el Coramoor —dijo con voz dura e hizo un seco gesto con la mano—. Los confinados en tierra no tienen arte ni parte, excepto en el anuncio de su llegada. Tú, muchacha, Nynaeve. ¿En qué barco recibiste el regalo de pasaje? ¿Quién era su Detectora de Vientos?

—No lo recuerdo. —El timbre displicente de su voz era muy acorde con la pétrea sonrisa que exhibía. También se sujetaba la trenza con todas las fuerzas, pero al menos no había vuelto a abrazar el saidar—. Y me llamo Nynaeve Sedai. Nynaeve Aes Sedai, nada de «muchacha».

Poniendo las manos sobre la mesa, Nesta din Reas le dirigió una mirada que a Aviendha le recordó las de Sorilea.

—Quizá lo seas, pero descubriré quién reveló lo que no debía revelarse. Ha de recibir unas lecciones sobre guardar silencio.

—Una vela partida está partida, Nesta —dijo inopinadamente el hombre mayor con una voz profunda mucho más fuerte de lo que sus huesudos miembros sugerían. Aviendha lo había tomado por un guardia, pero su tono era el de un igual—. Sería mejor preguntar qué ayuda esperan de nosotros las Aes Sedai en estos días en los que el Coramoor ha llegado, los mares rugen en tormentas interminables y la maldición de la Profecía surca los océanos. Si es que son Aes Sedai. —Eso último lo dijo enarcando una ceja mientras miraba a la Detectora de Vientos.

Ésta respondió en voz queda y respetuosa.

—Tres pueden encauzar, incluida ella. —Señaló a Aviendha—. Nunca he conocido a nadie tan fuerte como ellas. Tienen que serlo. ¿Quién iba a atreverse a llevar el anillo sin serlo?

Nesta din Reas agitó la mano para hacerla callar y volvió aquella mirada férrea hacia el hombre.

—Las Aes Sedai nunca piden ayuda, Baroc —gruñó—. Las Aes Sedai nunca piden nada. —El hombre le sostuvo la mirada sosegadamente, pero al cabo de un momento ella suspiró como si la hubiese vencido la de él. Empero, los ojos que se clavaron en Elayne no eran más suaves en absoluto—. ¿Qué queréis de nosotros… heredera del trono de Andor? —Incluso aquello sonó escéptico.

Nynaeve cuadró los hombros como si se dispusiera a lanzarse al ataque; Aviendha había escuchado más de una diatriba de la mujer provocada por las Aes Sedai del palacio de Tarasin y su costumbre de olvidar que ella y Elayne también eran Aes Sedai; que alguien que ni siquiera fuera Aes Sedai lo pusiera en duda quizá llevara a un derramamiento de sangre, Nynaeve cuadró los hombros, abrió la boca y… Elayne la hizo callar con un roce en el brazo y un susurro demasiado bajo para que Aviendha pudiera oír lo que decía. El rostro de Nynaeve seguía congestionado, y parecía a punto de arrancarse la trenza de cuajo, pero contuvo la lengua. Quizás Elayne era capaz de poner paz incluso en una contienda por agua.

Ni que decir tiene que Elayne no podía sentirse complacida, cuando no sólo su derecho a ser llamada Aes Sedai sino su derecho al título de heredera del trono del Andor se ponía en tela de juicio tan abiertamente. La mayoría habría pensado que estaba tranquila, pero Aviendha conocía las señales. La barbilla levantada indicaba cólera; si a ello se añadían los ojos muy abiertos, entonces Elayne era una antorcha que superaría con creces el ascua de Nynaeve. Además, Birgitte tenía el rostro pétreo y los ojos llameantes. Por lo general no reflejaba las emociones de Elayne, excepto cuando éstas eran muy intensas. Aviendha cerró los dedos sobre la empuñadura del puñal que llevaba en el cinturón y se dispuso a abrazar el saidar. En primer lugar mataría a la Detectora de Vientos; esa mujer no era débil en el Poder, y resultaría peligrosa. Podrían encontrar otra con tantos barcos que había por allí.

—Buscamos un ter’angreal. —Salvo porque su tono era frío, cualquiera que no la conociese habría pensado que Elayne estaba completamente serena. Miraba a Nesta din Reas, pero se dirigió a todos, quizás a la Detectora de Vientos principalmente—. Con él, creemos que podríamos remediar el tiempo. Tiene que estar causándoos perjuicios igual que a todo el mundo. Baroc ha mencionado tormentas interminables. Tenéis que ver en ello la mano del Oscuro, el roce del Padre de las Tormentas sobre el mar del mismo modo que nosotros lo notamos en tierra firme. Con ese ter’angreal podemos cambiarlo, pero no podemos hacerlo solas. Requerirá varias mujeres trabajando unidas, quizás un círculo completo de trece. Pensamos que entre esas mujeres debería haber Detectoras de Vientos. No hay nadie que sepa tanto sobre el tiempo, ninguna Aes Sedai viva. Ésa es la ayuda que pedimos.

Un silencio absoluto acogió su alocución.

—Ese ter’angreal, Aes Sedai —dijo finalmente Dorile din Eiran—, ¿cómo se llama? ¿Qué aspecto tiene?

—No tiene nombre, que yo sepa —contestó Elayne—. Es un cuenco de cristal grueso, poco profundo pero con un diámetro superior a medio metro, y con nubes talladas en el interior. Cuando se encauza en él, las nubes se mueven.

—El Cuenco de los Vientos —exclamó excitada Dorile din Eiran, que se adelantó hacia Elayne como siguiendo un impulso inconsciente—. Tienen el Cuenco de los Vientos.

—¿De verdad lo tenéis? —Los ojos de la Señora de las Olas estaban prendidos en Elayne con ansiedad, y también ella adelantó un paso de manera involuntaria.

—Lo estamos buscando —aclaró Elayne—. Pero sabemos que se halla en Ebou Dar. Si es el mismo que…

—Tiene que serlo —exclamó Malin din Toral—. ¡Por vuestra descripción ha de serlo!

—El Cuenco de los Vientos —repitió Dorile din Eiran—. ¡Y pensar que se volverá a encontrar aquí, después de dos mil años! Tiene que ser por el Coramoor. Él debe de haber…

Nesta din Reas dio una fuerte palmada.

—¿Qué tengo aquí? ¿Una Señora de las Olas y su Detectora de Vientos o dos jovencitas en su primera singladura como tripulantes?

Las mejillas de Malin din Toral enrojecieron de rabia, e inclinó la cabeza bruscamente, pero con orgullo. Por su parte, Dorile din Eiran, mucho más colorada, hizo otra inclinación al tiempo que se tocaba la frente, los labios y el corazón con las puntas de los dedos.

La Señora de los Barcos las miró ceñuda un instante antes de continuar.

—Baroc, convoca a las otras Señoras de las Olas que se encuentran en este puerto, y también a las Doce Primeras. Con sus Detectoras de Vientos. Y hazles saber que las colgarás por los dedos de los pies de sus propias jarcias si no se dan prisa. —Mientras se incorporaba añadió—: Ah, y manda que bajen té. Establecer las condiciones de este acuerdo nos dará sed.

El hombre mayor asintió; tanto la posibilidad de que tuviera que colgar por los dedos de los pies a las Señoras de las Olas como el encargo de pedirles el té fueron aceptados con igual tranquilidad. Tras echar otra ojeada a Aviendha y a las demás, salió con aquel peculiar paso bamboleante. La Aiel cambió de opinión cuando vio de cerca los ojos del hombre. Habría sido un error fatal matar primero a la Detectora de Vientos.

Debía de haber alguien esperando, si no ésas, otras órdenes parecidas, ya que sólo habían pasado unos segundos desde que Baroc saliera cuando un joven delgado y guapo, con un único pendiente en cada oreja, entró con una bandeja de madera en la que llevaba una tetera cuadrada, vidriada en azul y con el asa dorada, así como tazas grandes de cerámica gruesa, también de color azul. Nesta din Reas lo despidió con un ademán.

—Ya difundirá cuentos de sobra tal y como están las cosas como para que también oiga lo que no debe —dijo una vez que el joven hubo salido; y mandó a Birgitte que sirviera el té, cosa que la mujer hizo, para sorpresa de Aviendha y quizá para sorpresa de la propia arquera.

La Señora de los Barcos indicó a Elayne y Nynaeve los sillones a un extremo de la mesa, al parecer dispuesta a meterse de inmediato en las negociaciones. Aviendha rehusó el asiento —en la otra punta de la mesa—, pero Birgitte ocupó uno de ellos, levantando el brazo del sillón y después bajándolo de nuevo cuando estuvo sentada. Asimismo, la Señora de las Olas y la Detectora de Vientos quedaron excluidas de la discusión, si es que podía llamarse así. Lo que se habló fue en tono demasiado bajo para oír algo, pero Nesta din Reas puso énfasis en todo lo que dijo apuntando con un índice recto como una lanza; Elayne tenía la barbilla tan levantada que debía de estar mirando a la mujer siguiendo la línea de su nariz; y si Nynaeve se las arregló, por una vez, para mantener la expresión sosegada, parecía querer trepar por su propia trenza a juzgar por el modo que la aferraba.

—Si la Luz quiere, hablaré con vosotras dos —manifestó Malin din Toral, mirando alternativamente a Aviendha y Birgitte—, pero creo que antes he de oír tu historia.

La expresión de Birgitte se tornó alarmada mientras la mujer se sentaba enfrente de ella.

—Lo que significa que yo puedo hablar primero contigo, si la Luz quiere —le dijo Dorile din Eiran a Aviendha—. He leído cosas sobre los Aiel. Si no te importa, me gustaría saber cómo es posible que haya tantos varones entre vosotros si una mujer Aiel tiene que matar a un hombre cada día.

Aviendha tuvo que esforzarse para no mirarla de hito en hito. ¿Cómo podía creer semejante estupidez?

—¿Cuándo viviste entre nuestra gente? —preguntó Malin din Toral, inclinada sobre su taza.

Birgitte estaba echada hacia atrás como si quisiera trepar por el respaldo del sillón. Al otro extremo de la mesa, la voz de Nesta din Reas subió de tono un instante.

—… vinisteis a mí, no al contrario. Eso sienta las bases para nuestro acuerdo, aunque seáis Aes Sedai.

Baroc entró en la estancia y se paró entre Aviendha y Birgitte.

—Al parecer vuestra barca costera partió tan pronto como subisteis a bordo, pero no os preocupéis. El Viajero del viento tiene botes para llevaros de vuelta a la orilla. —Luego siguió caminando y se sentó en el sillón contiguo a Elayne y a Nynaeve y se sumó de inmediato a la conversación. De ese modo, cuando las dos miraban al que estaba hablando, el otro podía observarlas sin que se diesen cuenta. Las dos mujeres jóvenes habían perdido una ventaja; importantísima, por cierto.

—Pues claro que las condiciones del acuerdo hemos de ponerlas nosotros —dijo el hombre en un tono sorprendido de que pudiese ser de otro modo, en tanto que la Señora de los Barcos estudiaba a Elayne y a Nynaeve como haría una mujer con dos cabras que tiene pensado desollar para un festín. La sonrisa de Baroc casi era paternal—. Quien pide algo debe pagar el precio más alto, naturalmente.

—Pero tienes que haber vivido entre los nuestros para conocer esos juramentos antiguos —insistió Malin din Toral.

—¿Te encuentras bien, Aviendha? —preguntó Dorile din Eiran—. Incluso aquí, el movimiento del barco afecta a veces a la gente de tierra firme. ¿No? ¿Y mis preguntas no son ofensivas? Entonces, dime. ¿Es cierto que las Aiel atan a un hombre antes de que…? Quiero decir, cuando vosotras y ellos… Cuando… —Tenía las mejillas arreboladas y esbozó una débil sonrisa—. ¿Hay muchas Aiel tan fuertes con el Poder Único como tú?

El que Aviendha se hubiese quedado pálida no se debía a las absurdas preguntas de la Detectora de Vientos ni porque Birgitte pareciera estar dispuesta a salir corriendo en cuanto consiguiera soltar y levantar el brazo de su sillón, ni siquiera porque Nynaeve y Elayne estuvieran descubriendo, al parecer, que eran dos muchachitas en una feria mirándolo todo con ojos brillantes, en manos de unos comerciantes muy expertos. Todas la culparían a ella, y con razón. Porque había sido ella quien había comentado que, si no podían llevar el ter’angreal a Egwene y a las otras Aes Sedai cuando lo hubiesen encontrado, entonces ¿por qué no comprometer a esas mujeres Atha’an Miere de las que hablaban? No podían perder tiempo, esperando a que Egwene al’Vere les dijera que ya podían regresar. Le echarían la culpa y cumpliría con su toh, pero estaba recordando los botes que había visto en cubierta, colocados unos encima de otros. Botes sin un sitio donde resguardarse. Le echarían la culpa; pero, fuera cual fuera la deuda en la que hubiese incurrido con ellas, la habría pagado multiplicada por mil, en vergüenza, para cuando la hubiesen llevado a través de aquellos once o doce kilómetros de agua en un bote abierto.

—¿Tenéis un cubo a mano? —preguntó a la Detectora de Vientos con un hilo de voz.

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