15 Insectos

Carridin no levantó de inmediato la vista de la carta que estaba escribiendo cuando hicieron pasar a lady Shiaine, como se hacía llamar. Tres hormigas se debatían fútilmente en la tinta húmeda, atrapadas en ella. Puede que todo lo demás estuviera muriendo, pero las hormigas, las cucarachas y bichos de toda clase parecían prosperar. Con cuidado, presionó el secante. No estaba dispuesto a empezar de nuevo por unas pocas hormigas. No enviar ese informe o enviar el informe de un fracaso podría condenarlo tan indefectiblemente como esos insectos atrapados, mas era el miedo a otro fracaso lo que le atenazaba las entrañas.

No le preocupaba que Shiaine leyera lo que escribía. Era un código cifrado que sólo conocían otros dos hombres aparte de él. Había muchas bandas de «Juramentados del Dragón» activas, cada una de ellas dirigida e instigada por un núcleo de hombres de su confianza, y muchas más que podían ser de bandidos o incluso verdaderos seguidores de esa basura, al’Thor. A Pedron Niall quizá no le gustase eso último, pero su orden había sido sumir los reinos de Altara y Murandy en un baño de sangre y en un caos de los que sólo Niall y los Hijos de la Luz podrían sacarlos, una locura que pudiera achacarse claramente a ese supuesto Dragón Renacido, y eso era lo que había hecho. El miedo imperaba en ambos países, y el rumor de que las brujas marchaban a través de las mismas tierras era otro punto que jugaba a su favor. Las brujas de Tar Valon y los Juramentados del Dragón; Aes Sedai que se llevaban muchachas e impulsaban la aparición de falsos Dragones; pueblos en llamas y hombres clavados a las puertas de sus establos… En la mitad de los rumores que corrían por las calles esos fragmentos se englobaban en un todo ahora. Niall se sentiría satisfecho. Y enviaría más órdenes. Quizá tan difíciles de ejecutar como la de que raptara a Elayne Trakand del palacio de Tarasin; ¿cómo esperaba que lo hiciera?

Otra hormiga pasó del tablero de la mesa a la hoja de papel y Carridin la aplastó con el pulgar. Y emborronó una palabra hasta el punto de hacerla ilegible. Ahora tendría que rehacer todo el informe. Tenía un gran deseo de echar un trago. Había brandy en un frasco de cristal sobre la mesa que estaba junto a la puerta. Contuvo un suspiro, apartó a un lado la misiva y sacó un pañuelo de la manga para limpiarse la mano.

—Bien, Shiaine, ¿vienes a informar finalmente de algún éxito o sólo a pedir más dinero?

La mujer le sonrió lánguidamente desde el sillón de respaldo alto en el que se hallaba sentada.

—La investigación conlleva ciertos gastos —contestó con un acento muy parecido al de una noble andoreña—. Especialmente cuando no queremos suscitar curiosidad o preguntas incómodas.

La mayoría de la gente se habría sentido intranquila en presencia de Jaichim Carridin, con su semblante acerado, sus ojos hundidos, y el blanco tabardo luciendo el dorado sol radiante de los Hijos de la Luz sobre el cayado de pastor carmesí de la Mano, aunque sólo estuviera limpiando la punta de una pluma como hacía en ese momento. Pero Mili Skane no. Ése era su verdadero nombre, aunque ella ignoraba que él lo sabía. Hija de un guarnicionero de un pueblo cercano a Puente Blanco, había ido a la Torre Blanca cuando tenía quince años, otra cosa que ella creía que era un secreto. Que las brujas la rechazaran por ser incapaz de aprender a encauzar difícilmente podía considerarse un buen comienzo para convertirse en Amiga Siniestra, pero antes de que hubiese pasado un año desde que había salido de la Torre no sólo había encontrado un círculo en Caemlyn sino que había cometido su primer asesinato. En los siete años transcurridos desde entonces, a ese primero lo habían seguido diecinueve más. Al enviársela, el círculo había dicho que era una de las mejores asesinas disponibles y una rastreadora que encontraría cualquier cosa o persona; un círculo que ahora le daba cuentas a ella. Varios de sus miembros eran nobles y casi todos tenían más edad que Mili, pero ni lo uno ni lo otro importaba entre aquellos que servían al Gran Señor. Otro círculo que trabajaba para Carridin estaba dirigido por un sarmentoso mendigo tuerto y desdentado que tenía por costumbre lavarse una vez al año. De ser otras las circunstancias, el propio Carridin habría tenido que doblar la cerviz ante el viejo Dolo, único nombre por el que se conocía al apestoso villano. Mili Skane se postraba sin duda ante el viejo Dolo, como hacía hasta el último miembro de su círculo, ni que fuese noble ni que no. A Carridin le irritaba saber que «lady Shiaine» se arrodillaría al instante si el desgreñado mendigo entrara en la habitación, mientras que ante él permanecía sentada, con una pierna cruzada sobre la otra, sonriendo y moviendo el pie como si estuviese impaciente por que la reunión terminara. Le habían dado la orden de que lo obedeciera sin rechistar, y se la había dado alguien ante quien el propio viejo Dolo se arrodillaría; además Carridin necesitaba desesperadamente tener éxito. Las maquinaciones de Niall podían irse al garete, pero esto no. Dejó la pluma en el platillo de la escribanía de marfil, corrió la silla hacia atrás y se puso de pie.

—A quienes llevan a buen fin las tareas que se les han encomendado puede disculpárseles tener ciertos dispendios —dijo. Era alto, y se irguió imponente y amenazador, plenamente consciente de que los espejos de marcos dorados colgados en la pared reflejaban la imagen de un hombre implacable, peligroso—. Incluso vestidos, baratijas y apuestas pagadas con el dinero destinado a conseguir información. —El pie de la mujer se quedó inmóvil un instante, aunque empezó a moverse de inmediato, bien que su sonrisa era forzada y su tez había perdido color. Su círculo la obedecía al instante, pero la colgarían por los tobillos y la desollarían viva si él lo ordenaba así—. No has conseguido gran cosa, ¿verdad? De hecho, no parece que hayas conseguido nada.

—Hay dificultades, como muy bien sabéis —respondió con voz entrecortada. Empero, se las ingenió para sostenerle la mirada sin vacilar.

—Excusas. Háblame de las dificultades que has superado, no de las que te han hecho tropezar y caer. Y tu caída podría ser muy, muy profunda si fracasas en esto.

Le dio espalda y se encaminó a la ventana más próxima. También él podía caer muy hondo, y no quería correr el riesgo de que la mujer advirtiera el temor en sus ojos. La luz del sol penetraba en rayos oblicuos por la ornamentada celosía de piedra. La habitación, de techo alto, baldosas verdes y blancas y paredes pintadas en un color azul intenso, se mantenía relativamente fresca detrás de los gruesos muros de palacio, pero el calor del exterior se colaba en las inmediaciones de los ventanales. Carridin casi percibía el brandy que esperaba al otro lado del cuarto. Estaba ansioso de que la mujer se marchara.

—Milord Carridin, ¿cómo voy a preguntar a nadie abiertamente sobre objetos del Poder? Eso levantaría sospechas, y hay Aes Sedai en la ciudad, no lo olvidéis.

Observando la calle a través de las complejas volutas de piedra, Carridin encogió la nariz, asqueado por el olor que llegaba de abajo. Allí se apiñaba todo tipo de gente. Un arafelino, con el cabello tejido en dos largas trenzas y un alfanje colgado a la espalda, arrojó una moneda a un mendigo manco, que miró ceñudo la limosna antes de meterla bajo los harapos y reanudar sus gemebundas súplicas a los transeúntes. Un tipo que llevaba una llamativa chaqueta roja hecha jirones y unos pantalones de color amarillo aún más chillón, salió corriendo de una tienda asiendo prietamente contra el pecho un rollo de tela; lo perseguía, gritando, una mujer de cabello claro con la falda recogida por encima de las rodillas, que se adelantó al corpulento guardia que venía detrás, corriendo pesadamente y blandiendo una cachiporra. El conductor de un carruaje lacado en rojo y con el emblema de los prestamistas en la puerta —unas monedas de oro y una mano abierta— descargaba su látigo contra el conductor de una carreta con el techo de lona, cuyo tiro se había enganchado con el del carruaje; las maldiciones de los dos hombres resonaban en el aire. Unos sucios golfillos de la calle estaban agazapados detrás de un desvencijado carro y hurtaban la arrugada y raquítica fruta traída del campo. Una tarabonesa, que se abría paso a empujones entre la muchedumbre, llevaba el rostro cubierto con un velo y el oscuro cabello tejido en multitud de finas trenzas, y atraía las miradas de todos los varones con su polvoriento vestido rojo que se le ajustaba como una segunda piel.

—Milord, necesito tiempo. ¡Lo necesito! No puedo hacer imposibles, y ciertamente no conseguiré algo hasta dentro de varios días más.

Basura, todos ellos. Buscadores de fortuna, cazadores del Cuerno, ladrones, refugiados, incluso gitanos. Escoria. Sería fácil provocar disturbios, una purga para todos esos desechos humanos. Los forasteros eran siempre el primer blanco de las iras de la chusma, a los que siempre se les echaba la culpa de todo lo que iba mal, junto con los vecinos que tenían la desgracia de haber despertado rencores, las mujeres que vendían hierbas y remedios, y gentes sin amigos, en especial si vivían solas. Guiado convenientemente, con tanto cuidado como permitía ese tipo de cosas, un buen disturbio podría acabar con el palacio de Tarasin en llamas y esa inútil mujerzuela, Tylin, y las brujas dentro. Contempló, furibundo, al gentío de la calle. Los disturbios solían terminar escapándose de las manos; puede que la propia Fuerza Civil saliera de la apatía y tomara cartas en el asunto e, inevitablemente, un puñado de verdaderos Amigos de la Sombra acabarían apresados. No podía correr el riesgo de que alguno de ellos perteneciera a los círculos que estaban trabajando para él. En realidad, unos cuantos días de algarada interrumpirían su labor, y Tylin no era tan importante como para justificar algo así; a decir verdad, no tenía ninguna importancia. No, todavía no. Podía permitirse el lujo de decepcionar a Niall, pero no a su verdadero amo.

—Milord Carridin… —Un dejo desafiante había surgido en la voz de Shiaine. Había dejado que la mujer se cociera en su propia salsa demasiado tiempo—. Milord Carridin, algunos miembros de mi círculo se preguntan qué estamos buscando…

Empezó a darse la vuelta para ponerla en su sitio sin contemplaciones —¡necesitaba tener éxito, sin excusas, sin preguntas!— pero entonces el Inquisidor dejó de prestar atención a la mujer cuando sus ojos se posaron sobre un joven que estaba parado al otro lado de la calle; era más alto que la mayoría de los que pasaban junto a él, vestía una chaqueta azul con las mangas y las solapas adornadas con bordados dorados y rojos de sobra para bastar a dos nobles, y se abanicaba con un sombrero negro de ala ancha al tiempo que se ajustaba el pañuelo del cuello y hablaba con un viejo encorvado y de pelo blanco. Carridin lo reconoció.

De repente sintió como si un lazo corredizo se ciñera a su cabeza y se apretara más y más. Por un instante, un rostro oculto tras una máscara roja ocupó todo su campo visual. Unos ojos, negros como la noche, lo miraron fijamente, y después se convirtieron en insondables cavernas de fuego que seguían contemplándolo. Dentro de la cabeza del Inquisidor el mundo estalló en llamaradas, y de la explosión cayeron en cascada imágenes que lo azotaron y acribillaron más allá del lamento y los gritos. Las figuras de tres jóvenes se erguían en el aire, y una de ellas, la que correspondía al hombre de la calle, empezó a brillar más y más intensamente hasta el punto de que habría reducido a cenizas cualquier ojo humano, y más intensamente, abrasadora. Un cuerno dorado se precipitó hacia él como una flecha, mientras sus notas tiraban de su alma, y después, con un destello, se convirtió en un aro de luz dorada que se lo tragó y lo congeló hasta que el último fragmento de sí mismo que recordaba su nombre tuvo la certeza de que los huesos se le quebrarían. Una daga con un rubí en el pomo salió disparada hacia él y la hoja curva se le clavó entre ceja y ceja; penetró más y más, hasta la empuñadura dorada, y entonces todo desapareció y experimentó una agonía que barrió toda idea de que lo que antes había sentido era dolor. Habría rezado al Creador del que había renegado mucho tiempo atrás si hubiese recordado cómo. Habría chillado si hubiera sabido cómo, si se hubiera acordado de cómo gritaban los seres humanos y que él era un ser humano. El indescriptible sufrimiento siguió y siguió, aumentando más y más…

Al alzar una mano hacia la frente se preguntó por qué le temblaba. La cabeza le dolía, además. Había pasado algo que… Dio un respingo al mirar la calle, allá abajo. Todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos; la gente era otra, las carretas se movían, los carruajes de colores y las sillas de manos habían sido reemplazados por otros. Y lo peor: Cauthon había desaparecido. Deseó echarse a coleto todo el frasco de brandy, de un solo trago.

De repente advirtió que Shiaine había dejado de hablar. Se volvió, dispuesto a ponerla en su sitio.

La mujer estaba echada hacia adelante, a medio levantarse, con una mano apoyada en el brazo del sillón y la otra alzada en un ademán. Su estrecho rostro había quedado petrificado en un gesto de irascible desafío, pero no a Carridin. No se movía. No parpadeaba. El Inquisidor ni siquiera sabía si aún respiraba. Mas no le prestó atención.

—¿Cavilando? —dijo Sammael—. ¿Puedo esperar al menos que sea sobre lo que has venido a buscar para mí aquí? —Era de estatura mediana, un hombre musculoso, vestido con una chaqueta de cuello alto, al estilo illiano, tan cubierta de bordados de oro que apenas se veía la tela verde, pero el hecho de que fuera uno de los Elegidos no era lo único que le daba prestancia. Sus azules ojos eran más fríos que el pleno invierno. Una cicatriz lívida le surcaba la cara desde el nacimiento del pelo rubio hasta el borde de la rubia barba, y parecía un adorno muy adecuado. Todo cuanto se ponía en su camino era barrido sin contemplaciones, pisoteado o destruido. Carridin sabía que el vientre se le habría aflojado de miedo en presencia de Sammael si se hubiera cruzado con él por simple casualidad.

Se apartó precipitadamente de la ventana y cayó de hinojos ante el Elegido. Despreciaba a las brujas de Tar Valon; en realidad, despreciaba a todo aquel que utilizaba el Poder Único, manipulando lo que antaño había destruido el mundo, manejando lo que unos simples mortales no deberían tocar. Ese hombre usaba también el Poder, pero los Elegidos no eran simples mortales, y no en el sentido figurado de la frase, sino en el literal. Y si él servía bien tampoco lo sería.

—Insigne Señor, vi a Mat Cauthon.

—¿Aquí? —Curiosamente, aunque sólo durante un instante, Sammael pareció sorprendido. Masculló algo entre dientes, y Carridin palideció cuando captó una de las palabras.

—Insigne Señor, sabéis que jamás traicionaría…

—¿Tú? ¡Necio! No tienes agallas. ¿Estás seguro de que era Cauthon a quien viste?

—Sí, Insigne Señor. En la calle. Sé que puedo volver a encontrarlo, si queréis.

Sammael frunció el entrecejo y se acarició la barba, mirando más allá de Carridin. Al Inquisidor no le gustaba sentirse insignificante, sobre todo cuando sabía que era verdad.

—No —dijo finalmente Sammael—. Tu búsqueda es más importante, lo único importante, en lo que a ti respecta. La muerte de Cauthon sería conveniente, cierto, pero no si atrae la atención hacia aquí. Si resulta que este palacio ya ha despertado su interés y demuestra sentir curiosidad por la búsqueda que realizas, entonces ocúpate de él. En caso contrario, su muerte puede esperar.

—Pero…

—¿Es que no me has oído bien? —La cicatriz atirantó la sonrisa de Sammael hacia ese lado de la cara, convirtiéndola en un rictus—. Vi a tu hermana Vanora recientemente. No parecía sentirse bien, a primera vista. Lloraba, chillaba y se retorcía constantemente, tirándose del cabello. Las mujeres soportan peor que los hombres las atenciones de los Myrddraal, pero incluso éstos tienen que encontrar placeres en alguna parte. No te preocupes, que su sufrimiento no duró mucho. Los trollocs siempre están hambrientos. —La sonrisa se borró, y su voz cobró la dureza del granito—. Aquellos que desobedecen también pueden encontrarse de repente encima de una lumbre. Vanora parecía estar sonriendo, Carridin. ¿Crees que tú sonreirías mientras dabas vueltas en un espetón?

Carridin tragó saliva a despecho de sí mismo y ahogó una punzada de remordimiento por Vanora, con su risa pronta y su destreza con los caballos, su osadía para galopar donde otros temían caminar. Había sido su hermana favorita, mas ella estaba muerta y él no. Si había clemencia en el mundo, ella no la había encontrado.

—Vivo para servir y obedecer, Insigne Señor. —No se tenía por cobarde, pero nadie desobedecía a los Elegidos. No más de una vez.

—¡Entonces, encuentra lo que quiero! —bramó Sammael—. ¡Sé que está escondido en algún sitio de esta ciudad insignificante! ¡ter’angreal, angreal, incluso sa’angreal! ¡Los he rastreado, les he seguido la pista hasta aquí! Encuéntralos, Carridin. No hagas que me impaciente.

—Insigne Señor… —Le costaba hablar por lo seca que tenía la boca—. Insigne Señor, hay brujas… Aes Sedai… aquí. No sé con certeza cuántas. Si llega algo a sus oídos…

Sammael lo hizo callar con un ademán y empezó a pasear rápidamente a uno y otro lado de la habitación, yendo y viniendo tres veces, con las manos enlazadas a la espalda. No parecía preocupado, sólo… caviloso. Finalmente asintió.

—Te enviaré a… alguien para que se ocupe de esas «Aes Sedai». —Soltó una risa corta y seca—. Ojalá pudiera ver sus caras. Muy bien, te concedo un poco más de tiempo. Después, quizá sea otro quien tenga una oportunidad. —Levantó un mechón de pelo de Shiaine con un dedo; la mujer seguía sin moverse y sus ojos no parpadeaban—. Esta pequeña estaría deseosa de tener esa oportunidad.

Carridin se esforzó en desechar un repentino pavor. Los Elegidos degradaban a alguien con igual prontitud con que lo ascendían, y con la misma frecuencia.

—Insigne Señor, os pido un favor. Si se me permite preguntar… ¿Habéis…? ¿Querréis…?

—Casi no te queda suerte, Carridin —dijo Sammael, con otra sonrisa—. Más te vale esperar que aumente llevando a buen término mis órdenes. Al parecer alguien se está ocupando de que al menos algunas de las órdenes de Ishamael sigan cumpliéndose. —A pesar de la sonrisa, su expresión estaba lejos de ser jovial. O quizá se debía a la cicatriz—. Le fallaste, y has perdido a toda tu familia por ello. Sólo mi mano te protege ahora. En cierta ocasión, hace mucho tiempo, vi a tres Myrddraal obligar a un hombre a entregarles a su esposa y a sus hijas, una por una, y después hacerle suplicar que le cortaran la pierna derecha, a continuación la izquierda, posteriormente los brazos, y luego que le arrancaran los ojos. —El tono, como quien sostiene una conversación completamente normal, hacía su relato mucho peor de lo que nunca habrían conseguido gritos o gruñidos—. ¿Sabes? Para ellos era un simple juego ver hasta dónde podían empujarlo a suplicarles que le fueran quitando cosas. Dejaron la lengua para el final, desde luego, pero no quedaba mucho para entonces. Había sido un hombre muy poderoso, apuesto y famoso. Envidiado. Pero nadie envidiaría jamás lo que los Myrddraal arrojaron finalmente a los trollocs. No creerías los sonidos que emitía. Encuentra lo que quiero, Carridin. No te gustaría si aparto de ti mi mano protectora.

De repente apareció una línea vertical de luz en el aire, delante del Elegido. Pareció girar sobre sí misma de algún modo, ensanchándose hasta formar un rectángulo, una especie de agujero. Carridin se quedó boquiabierto. Estaba mirando a través de un orificio en el aire hacia un sitio lleno de columnas grises y espesa niebla. Sammael lo cruzó y la abertura se redujo de golpe a una brillante barra luminosa que también desapareció, dejando únicamente una imagen púrpura grabada en las retinas de Carridin.

Tambaleándose, se incorporó. El fracaso siempre se castigaba, pero nadie sobrevivía si desobedecía a uno de los Elegidos. De pronto Shiaine se movió y acabó de levantarse del asiento.

—Oídme bien, «Bors» —empezó, y entonces se calló de golpe, mirando fijamente la ventana donde el Inquisidor había estado antes. La mujer giró rápidamente los ojos y al verlo dio un brinco. Habríase dicho que estaba ante uno de los Elegidos por el modo en que se le desorbitaron los ojos.

Nadie sobrevivía si desobedecía a los Elegidos. Carridin se apretó las sienes con las puntas de los dedos. Parecía que la cabeza le iba a estallar.

—Hay un hombre en la ciudad, Mat Cauthon. Te… —Calló al advertir el respingo de la mujer y la miró, ceñudo—. ¿Lo conoces?

—He oído ese nombre —contestó, cautelosa. Y furiosa, le pareció al Inquisidor—. Pocos de los que están relacionados con al’Thor pasan inadvertidos mucho tiempo. —Al ver que el hombre se acercaba a ella, cruzó los brazos en actitud defensiva y aguantó el tipo merced a un esfuerzo obvio—. ¿Qué hace en Ebou Dar un palurdo desharrapado? ¿Cómo se…?

—No me importunes con preguntas estúpidas, Shiaine. —Jamás le había dolido la cabeza de ese modo; nunca. Era como si le estuviesen clavando una daga en el cráneo, entre los ojos. Nadie sobrevivía a…—. Pon de inmediato a trabajar a tu círculo para localizar a Cauthon. A todos. —El viejo Dolo acudiría esa noche, colándose disimuladamente por la parte trasera de los establos; la mujer no tenía por qué enterarse de que había otros—. Todo lo demás puede esperar.

—Pero creí que…

Enmudeció con una exclamación ahogada cuando el hombre la asió por el cuello. Un estilete apareció en la mano de la mujer, pero él se lo arrebató bruscamente. Shiaine se retorció y forcejeó, pero Carridin la hizo doblarse hasta que su mejilla se aplastó contra el tablero de la mesa, emborronando la tinta, todavía húmeda, de la carta a Pedron Niall desechada. La daga se clavó justo delante de sus ojos, y la dejó petrificada. Por casualidad, la hoja hincada en el papel había atrapado por una pata a una hormiga, que se debatía tan inútilmente como ella.

—Eres un insecto, Mili. —El dolor de cabeza daba aspereza a su voz—. Es hora de que entiendas eso. Un insecto no se diferencia de otro, y si uno no sirve…

La mujer siguió con la mirada el movimiento descendente del pulgar del Inquisidor, y, cuando aplastó a la hormiga, se encogió.

—Vivo para servir y obedecer, mi señor —musitó. La mujer le había dicho eso mismo al viejo Dolo cada vez que los había visto juntos, pero jamás a él.

—Y así es como obedecerás. Atiende…

Nadie sobrevivía a la desobediencia. Nadie.

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