El palacio de Tarasin era una mole nívea de mármol y yeso, con balcones resguardados por celosías de hierro forjado pintado en blanco y galerías con columnatas a una altura de cuatro pisos sobre la calle. Las palomas volaban en círculo alrededor de las puntiagudas cúpulas, y torres esbeltas, adornadas con balconadas y revestidas con franjas de azulejos rojos y verdes, relucían bajo el sol. Puertas de arcos apuntados, en el palacio propiamente dicho, conducían a varios patios, y otras se abrían en el alto muro que ocultaba los jardines, pero en la fachada que daba a la plaza de Mol Hara una escalinata de profundos y níveos peldaños, de quince metros de anchura, ascendía a las grandes puertas talladas con el mismo diseño de espirales y volutas que el de las celosías de los balcones y forradas con oro batido.
Alrededor de una docena de guardias se alineaba ante aquellas puertas, sudando bajo el sol; llevaban petos dorados sobre las chaquetas verdes y amplios pantalones blancos remetidos en las botas, de un color verde oscuro. También del mismo tono eran los cordones que ceñían los gruesos rollos de tela blanca envueltos alrededor de los yelmos dorados, con los largos extremos colgando a la espalda. Incluso en las alabardas y en las vainas de dagas y espadas cortas brillaba el oro. Guardias para lucirse, no para luchar. Claro que, cuando Mat llegó a lo alto de la escalinata, advirtió en las manos de aquellos hombres los callos característicos de los espadachines. Hasta entonces, siempre había entrado por uno de los patios de las cuadras para examinar los caballos de palacio mientras pasaba, pero esta vez lo haría al estilo de un lord.
—Que la bendición de la Luz se derrame sobre todas las personas que habitan este lugar —saludó al oficial, un hombre que no tenía muchos más años que él. Los ebudarianos eran gentes educadas—. Vengo a dejar un mensaje para Nynaeve Sedai y Elayne Sedai. O para entregárselo personalmente si han regresado.
El oficial lo observó de hito en hito, y luego miró la escalera con aire consternado. Un cordón dorado, además del verde, en el yelmo puntiagudo significaba cierto rango que Mat desconocía. En lugar de alabarda, asía una vara dorada con una punta afilada y un gancho en el extremo, a semejanza de una aguijada. A juzgar por su expresión, nadie había subido por allí nunca. Examinó la chaqueta de Mat, pensativo, y finalmente decidió que no le ordenaría que se marchara. Con un suspiro, el hombre murmuró una frase de buenos deseos acorde con la de Mat, le preguntó su nombre, empujó una puertecilla que se abría en una de las grandes, y lo hizo pasar a un grandioso vestíbulo, cuyo perímetro rodeaban cinco balconadas con las balaustradas de piedra, bajo un techo abovedado pintado a imitación del cielo, con nubes y sol inclusive.
El guardia chasqueó los dedos y acudió una joven y delgada sirvienta con vestido blanco, la falda recogida en la parte izquierda con pliegues cosidos para dejar a la vista unas enaguas verdes, y bordado en el pecho, en la parte derecha, el emblema del Ancla y la Espalda, también en verde. Cruzó con premura el suelo de mármol rojo y azul, aparentemente sobresaltada, e hizo una reverencia a Mat y al oficial. El oscuro y corto cabello enmarcaba una cara bonita de tez tersa y olivácea; el corpiño del vestido tenía el corte estrecho y profundo en el escote que era habitual en todas las mujeres de Ebou Dar excepto las nobles. Por una vez, Mat no reparó realmente en él. Cuando la joven oyó lo que quería, sus enormes ojos negros se abrieron aún más. Las Aes Sedai no eran exactamente impopulares en Ebou Dar, pero la mayoría de los ebudarianos darían un amplio rodeo para evitar a una.
—Sí, Teniente de Espadas —dijo, haciendo otra reverencia—. Por supuesto, Teniente de Espadas. ¿Queréis hacer el favor de seguirme, milord?
Fuera, la ciudad resplandecía de blancura, pero dentro de palacio los colores abundaban por doquier. Parecía haber kilómetros de amplios pasillos, y aquí el alto techo era azul y las paredes amarillas, allí, las paredes rojo pálido y el techo verde; los colores cambiaban en cada recodo, y las combinaciones resultaban hirientes para los ojos de cualquiera excepto los de un gitano. Las botas de Mat resonaban con fuerza en las baldosas que creaban dibujos, en dos, tres y a veces cuatro colores, de rombos, estrellas o triángulos. En todos los cruces de pasillos había un mosaico de minúsculos azulejos con intrincadas volutas, espirales y lazos. Unos pocos tapices de seda mostraban escenas marinas, y hornacinas en arco exhibían cuencos de cristal tallado así como figurillas y porcelanas amarillas de los Marinos que debían de costar un dineral. De vez en cuando, un criado uniformado pasaba presuroso, en silencio, las más de las veces llevando una bandeja de plata o una de oro.
Normalmente, la exhibición de riqueza hacía sentirse a gusto a Mat. Para empezar, donde había dinero algo podía quedarse pegado en sus dedos. Pero ahora se sentía impaciente, más a cada paso que daba. Y ansioso. La última vez que había sentido rodar los dados en su cabeza con tanta fuerza fue justo antes de que él y trescientos soldados de la Compañía se encontraran con mil Leones Blancos de Gaebril en lo alto de un cerro frente a ellos, y otros mil cabalgando a galope tendido por la calzada, a su espalda, cuando lo único que había intentado hacer era escabullirse de todo aquel lío. En aquella ocasión había evitado el desastre merced a los recuerdos de otro hombre y más suerte de la que le correspondía. Los dados casi siempre significaban peligro, y algo más que todavía no había conseguido entender. La perspectiva de acabar con la cabeza rota no era suficiente, y en una o dos ocasiones no había habido posibilidad de que ocurriese tal cosa, pero la inminente probabilidad de que Mat Cauthon muriera de un modo espectacular parecía ser la razón más habitual. No parecía lógico que algo así ocurriera en el palacio de Tarasin, pero no por ello dejaron de rodar los dados. Iba a dejar el mensaje, agarrar a Nynaeve y a Elayne por la nuca si se le presentaba la ocasión, echarles un sermón que les pusiera las orejas coloradas, y después se marcharía.
La jovencita caminó grácilmente delante de él hasta que llegaron ante un hombre de talla baja, fornido, un poco mayor que ella; era otro criado, con ajustadas calzas blancas, camisa de amplias mangas del mismo color, y un chaleco largo, verde, con el Ancla y la Espada de la casa Mitsobar grabado en un disco blanco.
—Maese Jen —dijo la chica, haciendo otra reverencia—, éste es lord Mat Cauthon, que desea dejar un mensaje para la honorable Elayne Aes Sedai y la honorable Nynaeve Aes Sedai.
—Está bien, Haesel. Puedes marcharte. —Saludó a Mat con una inclinación de cabeza—. ¿Tenéis la amabilidad de seguirme, milord?
Jen lo condujo hasta una mujer de tez oscura y gesto hosco, de mediana edad, a quien hizo una reverencia.
—Señora Carin, éste es lord Mat Cauthon, que desea dejar un mensaje para la honorable Elayne Aes Sedai y la honorable Nynaeve Aes Sedai.
—Está bien, Jen. Puedes irte. ¿Sois tan amable de seguirme, milord?
Carin lo llevó por una curvada escalera de mármol, con las contrahuellas pintadas en amarillo y rojo, hasta una flaca mujer llamada Matilde, que a su vez lo dejó al cargo de un tipo corpulento llamado Bren, que lo llevó hasta un hombre calvo llamado Madic, cada uno de ellos un poco mayor que el anterior. En el punto donde cinco corredores confluían como los radios de una rueda, Madic lo dejó con una oronda mujer llamada Laren, que tenía pinceladas grises en las sienes y un porte majestuoso. Al igual que Carin y Matilde llevaba lo que los ebudarianos llamaban Cuchillo de Esponsales colgado de un collar de plata, con la empuñadura hacia abajo, de manera que reposaba entre sus más que generosos senos. En la empuñadura, cinco piedras blancas, dos engarzadas en rojo, y cuatro piedras rojas, una de ellas engarzada en negro, decían que tres de sus nueve hijos habían muerto, dos de ellos en duelos. Tras hacer una reverencia a Mat, Laren empezó a recorrer uno de los pasillos, pero Mat se apresuró a detenerla agarrándola por el brazo.
Las oscuras cejas se enarcaron levemente mientras la mujer le miraba la mano. No llevaba otra arma que el Cuchillo de Esponsales, pero aun así Mat la soltó de inmediato. Según la costumbre sólo podía utilizarlo contra su marido, pero de todos modos no tenía sentido forzar la suerte. Empero, no suavizó su tono de voz cuando habló.
—¿Cuánto más habré de caminar para dejar una nota? Llevadme a sus aposentos. Un par de Aes Sedai no pueden ser tan difíciles de encontrar. Esto no es la jodida Torre Blanca.
—¿Aes Sedai? —dijo una mujer a su espalda, con un fuerte acento illiano—. Si buscáis dos Aes Sedai, las habéis encontrado.
El rostro de Laren no se alteró, o casi. Sus ojos, casi negros, se enfocaron detrás de Mat, y éste tuvo el convencimiento de que se estrecharon con preocupación.
Destocándose, se volvió exhibiendo una sonrisa despreocupada. Con su cabeza de zorro plateada colgada de su cuello, las Aes Sedai no lo ponían nervioso. Bueno, no mucho. El medallón tenía esos pequeños fallos. Puede que la sonrisa no fuera tan despreocupada.
Las dos mujeres que tenía delante no podían ser más diferentes. Una era esbelta, con una sonrisa atractiva, y llevaba un vestido verde y dorado que dejaba ver el inicio de lo que él juzgaba un buen busto. Salvo por su semblante intemporal, le habría gustado iniciar una conversación con ella. Era un rostro bonito, con unos ojos lo bastante grandes para que un hombre se sumergiera en ellos. Lástima. La otra también tenía esa cualidad intemporal, pero le costó unos segundos advertirla. Pensó que la mujer estaba ceñuda hasta que cayó en la cuenta de que debía de ser su expresión habitual. El vestido oscuro, casi negro, la cubría hasta la barbilla y las muñecas, cosa que era de agradecer, en opinión de Mat. Parecía una vieja y escuálida zarza, y por su aspecto habríase dicho que tomaba zarzas para desayunar.
—Estoy intentando dejar un mensaje para Nynaeve y Elayne —les dijo—. Esta mujer… —Parpadeó sorprendido y miró a uno y otro corredor. Los sirvientes iban y venían presurosos, pero a Laren no se la veía por ningún sitio. Nunca habría imaginado que fuera capaz de moverse con tanta rapidez—. En cualquier caso, quiero dejarles una nota. —Receloso de repente, añadió—: ¿Sois amigas suyas?
—No exactamente —contestó la guapa—. Soy Joline, y ésta es Teslyn. Y vos sois Mat Cauthon.
A Mat se le encogió el estómago. Nueve Aes Sedai en palacio, y precisamente había tenido que ir a topar con las dos que eran seguidoras de Elaida. Y una de ellas, Roja. No es que tuviese nada que temer, desde luego. Bajó la mano al costado antes de que llegase a tocar la cabeza de zorro oculta bajo la camisa. La que desayunaba zarzas —Teslyn— se acercó más a él. Era una Asentada, según Thom, aunque qué estaba haciendo allí una Asentada era algo que ni siquiera Thom entendía.
—Seríamos amigas si pudiéramos. Necesitan amigas, maese Cauthon, al igual que vos. —Los ojos de la mujer parecían querer taladrar agujeros en su cabeza.
Joline se desplazó para situarse a su lado y posó la mano sobre la solapa de la chaqueta. Mat habría considerado invitadora aquella sonrisa de haber venido de otra mujer. Era del Ajah Verde.
—Están pisando terreno peligroso y no ven las mentiras bajo sus pies. Sé que sois su amigo. Podríais demostrarlo diciéndoles que olvidaran esas tonterías antes de que sea demasiado tarde. Las niñas necias que llegan demasiado lejos pueden encontrarse con un castigo severo.
Mat deseaba retroceder; hasta Teslyn se encontraba lo bastante cerca para tocarlo. Sin embargo, esbozó su sonrisa más insolente. Eso siempre le había causado problemas allá, en casa, pero le pareció muy apropiado en ese momento. Aquellos dados en su cabeza no podían tener nada que ver con esta pareja, o a estas alturas ya habrían dejado de rodar. Además, tenía el medallón.
—Pues a mi entender ven muy bien dónde pisan. —A Nynaeve le estaba haciendo falta que le bajaran los humos, y a Elayne, para qué hablar. Pero no estaba dispuesto a quedarse allí escuchando a esa mujer cómo rebajaba a Nynaeve hablando de ella con prepotencia. Y si ello significaba tener que defender también a Elayne, que así fuera—. Tal vez deberíais ser vosotras quienes os dejaseis de tonterías. —La sonrisa de Joline se desvaneció, pero Teslyn la reemplazó por una propia, una más afilada que una navaja de barbero.
—Sabemos cosas de vos, maese Cauthon. —Su expresión era la de quien desea despellejar a alguien, y cualquiera que tuviera a mano serviría—. Un ta’veren, según se cuenta. Con relaciones peligrosas propias. Y eso no son simples rumores.
—Un joven en vuestra posición que quisiera asegurarse el futuro lo mejor que podría hacer es buscar la protección de la Torre. Jamás debisteis abandonarla.
El estómago se le encogió más aún. ¿Qué más sabían? Desde luego, no lo del medallón. Nynaeve y Elayne estaban enteradas, así como Adeleas y Vandene, y sólo la Luz sabía a quién más se lo habían contado, pero a esa pareja no, sin duda. No obstante, había algo peor que ser ta’veren o incluso que su relación con Rand, en lo que a él concernía. Si supieran lo del maldito Cuerno de Valere…
De pronto alguien tiró de él hacia atrás, apartándolo de las dos mujeres con tanta fuerza que trastabilló y por poco deja caer el sombrero. Una mujer esbelta, con el rostro terso y el pelo casi blanco recogido en la nuca con un moño flojo, lo tenía agarrado por la manga y la solapa. Resueltamente, Teslyn lo aferró de igual modo por el otro lado. Mat reconoció, en cierto modo, a la recién llegada con su sencillo vestido gris. Era Adeleas o Vandene, dos hermanas —hermanas de verdad, no sólo Aes Sedai— que podrían pasar por gemelas; nunca estaba seguro de cuál era una y cuál la otra. Ella y Teslyn se miraban fijamente, frías y tranquilas, dos gatas con la zarpa puesta sobre el mismo ratón.
—No es necesario que me desgarréis la chaqueta —gruñó mientras intentaba liberarse a tirones—. ¿Me soltáis la chaqueta? —No sabía con certeza si lo habían oído. Pese a la cabeza de zorro no se atrevía a llegar tan lejos como para hacer que aflojaran los dedos a la fuerza… a menos que fuera necesario.
Otras dos Aes Sedai acompañaban a Adeleas o a Vandene, cualquiera que fuera de las dos hermanas, aunque una de ellas, una mujer de tez oscura y constitución robusta, con ojos inquisitivos, se notaba que era Aes Sedai sólo por el anillo de la Gran Serpiente y por el chal de flecos, que llevaba un bordado con la Llama de Tar Valon entre hiedras en la parte central de la prenda. Parecía sólo un poco mayor que Nynaeve, lo que quería decir que era Sareitha Tomares, ascendida a Aes Sedai hacía unos dos años.
—¿Tan bajo has caído que ahora te dedicas a raptar hombres en los pasillos, Teslyn? —dijo la tercera—. Un varón que no encauza no debe ser de mucho interés para ti.
De estatura baja y tez pálida, con un vestido gris rematado de puntillas, la mujer, que exhibía una sonrisa segura, era la viva imagen de la fría elegancia intemporal. Su acento la identificaba como cairhienina. Ciertamente, Mat había atraído a los perros más peligrosos del patio. Thom no sabía a ciencia cierta si era Joline o Teslyn quien tenía el mando de la embajada de Elaida, pero Merilille sí estaba al frente de la de esas idiotas que habían engatusado a Egwene para que fuera su Amyrlin. Mat podría haberse afeitado con la sonrisa que Teslyn dirigió a su antagonista.
—No disimules conmigo, Merilille. Mat Cauthon es de considerable interés. No tendría que andar suelto por ahí, campando por sus respetos.
¡Así, como si no estuviese delante, escuchando!
—Vamos, no os peleéis por mí —dijo. Con tirar de la chaqueta no estaba consiguiendo que lo soltara ninguna de las dos—. Hay hombres de sobra donde elegir.
Cinco pares de ojos lo hicieron desear haber mantenido la boca cerrada. Las Aes Sedai no tenían sentido del humor. Tiró con un poco más de fuerza, y Vandene —o Adeleas— tiró a su vez con suficiente brusquedad para soltarle la mano a él. Era Vandene, decidió Mat. Era una Verde, y siempre le había parecido que la mujer deseaba ponerlo cabeza abajo y sacudirlo hasta sacarle los secretos del medallón. Fuese cual fuese de la dos, sonrió con una expresión entre avisada y divertida. Mat no le veía la gracia. Las demás apartaron la vista de él enseguida; igual que si hubiese desaparecido.
—Habría que ponerlo bajo custodia de inmediato —manifestó en tono firme Joline—. Y no sólo por su propia seguridad. ¿Tres ta’veren que aparecen en una misma aldea? ¿Y uno de ellos el Dragón Renacido? A maese Cauthon habría que enviarlo de inmediato a la Torre.
¡Y él que había pensado que era bonita! Merilille se limitó a sacudir la cabeza.
—Sobreestimas tu posición aquí, Joline, si es que crees que voy a permitir que te lleves al chico así, sin más.
—No, eres tú quien sobreestimas la tuya, Merilille. —Joline se adelantó hasta plantarse delante de ella, mirándola desde arriba gracias a su mayor estatura. Sus labios se curvaron en una mueca prepotente—. ¿O es que no comprendes que sólo es nuestro deseo de no ofender a Tylin lo que nos frena de confinaros a todas vosotras a pan y agua hasta que se os conduzca a la Torre?
Mat esperaba que Merilille se riera en su cara, pero la mujer giró la cabeza ligeramente, como si lo que quisiera en realidad fuese escapar de la intensa mirada de Joline.
—No os atreveríais. —Sareitha exhibía la tranquilidad Aes Sedai como algo innato; tenía el rostro relajado, y las manos sujetaban el chal con total calma, pero su voz entrecortada clamaba que sólo era una máscara.
—Este comportamiento es propio de crías, Joline —murmuró Vandene, seca. Sin duda se trataba de Vandene; era la única de las tres que parecía realmente serena.
Un leve rubor tiñó los pómulos de Merilille, como si el reproche de la mujer de pelo blanco hubiese ido dirigido a ella, pero su mirada cobró firmeza.
—No esperarás que vayamos dócilmente, ¿verdad? —le respondió a Joline—. Y nosotras somos cinco. Siete, contando a Nynaeve y a Elayne. —Eso último pareció ser una idea pensada en el último momento y, además, a regañadientes.
Joline enarcó una ceja. Los huesudos dedos de Teslyn continuaron tan prietos en la manga como los de Vandene, pero estudió a Joline y a Merilille con una expresión indescifrable. Las Aes Sedai eran un mundo aparte, donde uno nunca sabía qué podía esperar hasta que ya era demasiado tarde. Cuando surgían corrientes de fondo fuertes entre Aes Sedai, podían arrastrar a un hombre a la muerte sin que ellas lo advirtieran siquiera. Mat pensó que quizás había llegado el momento de soltarse de sus dedos a la fuerza.
La inesperada reaparición de Laren le ahorró el esfuerzo. Procurando controlar la respiración como si hubiese venido corriendo, la oronda mujer extendió la falda en una reverencia mucho más profunda que la que le había dedicado a él antes.
—Os pido disculpas por molestaros, Aes Sedai, pero la reina requiere la presencia de lord Cauthon. Perdonad, por favor, pero no sólo corre peligro mi puesto si no lo llevo de inmediato ante ella.
Las Aes Sedai la miraron, todas ellas, hasta que la mujer empezó a rebullir con inquietud; después los dos grupos se miraron el uno al otro como intentando ver qué Aes Sedai podían imponerse a cuáles. Y entonces lo miraron a él. Mat se preguntó si alguien iba a moverse.
—No debo hacer esperar a la reina, ¿verdad? —dijo en tono alegre. A juzgar por los respingos, cualquiera habría pensado que le había pellizcado el trasero a alguna. Incluso las cejas de Laren se fruncieron en un gesto desaprobador.
—Suéltalo, Adeleas —dijo finalmente Merilille.
Mat arrugó la frente cuando la mujer del pelo blanco obedeció. Esas dos hermanas deberían llevar un cartelito con sus nombres, o cintas del pelo de diferentes colores o algo por el estilo. Adeleas le dirigió otra de aquellas sonrisas socarronas, avisadas. Oh, cómo detestaba ese gesto. Era un truco que usaban todas las mujeres, no sólo las Aes Sedai, aunque por lo general no sabían tanto como querían darte a entender.
—Teslyn… —dijo. La hosca hermana Roja seguía agarrándole la manga con las dos manos. Alzó los ojos hacia él, haciendo caso omiso de las otras—. La reina. Me espera.
Merilille abrió la boca y vaciló; cuando habló, saltaba a la vista que no era eso lo que había estado a punto de decir.
—¿Cuánto tiempo más piensas tenerlo aquí agarrado, Teslyn? Tal vez quieras explicar a Tylin por qué se ha desatendido su requerimiento.
—Considerad cuidadosamente con quién os comprometéis, maese Cauthon —le advirtió Teslyn, que seguía con los ojos fijos en él—. Las decisiones equivocadas suelen conducir a un futuro desagradable, incluso a un ta’veren. Pensadlo muy bien. —Luego lo soltó.
Mientras seguía a Laren, no se permitió demostrar su ansiedad por alejarse de allí, pero deseó que la mujer anduviese un poco más deprisa. Laren caminaba delante de él, majestuosa como una reina. Como cualquier Aes Sedai. Cuando llegaron al primer recodo, Mat echó un vistazo atrás. Las cinco Aes Sedai seguían plantadas en el mismo sitio, mirándolo fijamente. Como si la ojeada de él hubiese sido una señal, las mujeres intercambiaron miradas en silencio y se marcharon, cada una en distinta dirección. Adeleas fue en pos de Mat, pero unos cuantos pasos antes de alcanzarlo volvió a sonreírle y desapareció por una puerta. Corrientes en aguas profundas. Prefería nadar donde podía tocar con los pies el fondo del estanque.
Laren esperaba al otro lado del recodo, puesta en jarras y con una expresión demasiado tranquila. Seguro que debajo de la falda estaba dando golpecitos con un pie, impaciente. Mat le dedicó su más cautivadora sonrisa. Con ella ablandaba tanto a jovencitas sin seso como a abuelas de cabello canoso; con ella se había ganado besos y había salido de más aprietos de los que podía recordar. Tenía casi el mismo resultado que un ramo de flores.
—Eso ha estado genial, y os lo agradezco. Sin duda la reina no desea verme en realidad. —Y, si quería, él no tenía ganas de verla a ella. Todo lo que pensaba sobre los nobles se triplicaba cuando se trataba de la realeza. Nada de lo que había descubierto a través de aquellos recuerdos prestados le había hecho cambiar de opinión, y algunos de esos hombres habían pasado mucho tiempo cerca de reyes, reinas y similares—. Y ahora, si me conducís hasta Nynaeve y Elayne…
Cosa extraña, su sonrisa no parecía haber surtido el menor efecto.
—Yo no mentiría, lord Cauthon. Me jugaría algo más que mi puesto. La reina espera, milord. Sois un hombre valiente —añadió mientras se volvía, y luego añadió algo más entre dientes—: O un necio muy grande.
Mat dudaba que eso último estuviera destinado a sus oídos. Bien, la elección era ir a ver a la reina o deambular por kilómetros de pasillos hasta que encontrase a alguien que accediera a decirle lo que quería saber. Fue a ver a la reina.
Tylin Quintara, por la gracia de la Luz reina de Altara, Señora de los Cuatro Vientos, Guardiana del Mar de las Tormentas, Cabeza Insigne de la casa Mitsobar, lo aguardaba en una estancia de paredes amarillas y techo azul pálido, de pie ante una enorme chimenea blanca con el dintel gris tallado a modo de un mar tormentoso. Merecía la pena, y mucho, verla, decidió Mat. Tylin no era joven —el lustroso cabello negro, que le caía en cascada sobre los hombros, tenía hebras grises en las sienes, y unas leves arrugas se marcaban en los rabillos de sus ojos— ni era exactamente bonita, aunque las dos finas cicatrices de sus mejillas casi habían desaparecido con el paso de los años. Atractiva la describía mejor. Pero era… imponente. Los grandes ojos negros lo contemplaban mayestáticamente; unos ojos de águila. Tenía poco poder real —se podía cruzar a caballo el territorio bajo su dominio en dos o tres días, cuando todavía había mucha distancia hasta las fronteras de Altara—, pero Mat pensó que esa mujer sería capaz de hacer retroceder incluso a una Aes Sedai. Al igual que Isabele de Dal Calain, que había hecho que la Amyrlin Anghara acudiera a verla. Ése era otro de los viejos recuerdos; Dal Calain había desaparecido en la Guerra de los Trollocs.
—Majestad —dijo, mientras hacía una floritura con el sombrero y con una imaginaria capa mientras se inclinaba—, acudo acatando vuestro requerimiento.
Imponente o no, resultaba difícil apartar los ojos del amplio escote ovalado, rematado con puntilla, sobre el que colgaba el Cuchillo de Esponsales enfundado en una vaina blanca. Una vista enmarcada con muy bellas redondeces, si bien cuanto mayor era el busto de una mujer, menos quería que se lo miraran. Al menos, sin disimulo. La vaina blanca; claro que ya sabía que era viuda. Tampoco es que importara. Antes se enredaría con aquella Amiga Siniestra de cara vulpina que con una reina. No mirar ese escote era difícil, pero se las arregló. Seguramente llamaría a sus guardias en lugar de desenvainar la daga incrustada de gemas que llevaba metida en el cinturón, de oro tejido, a juego con el collar del que pendía el Cuchillo de Esponsales. Quizás era por eso por lo que los dados seguían rodando en su cabeza. La posibilidad de acabar arrodillado delante de un tajo era motivo más que suficiente para hacerlos rodar.
Las finas enaguas de seda, en varias capas blancas y amarillas, ondularon cuando cruzó la estancia y caminó a su alrededor hasta dar una vuelta completa.
—Habláis la Antigua Lengua —dijo, una vez que estuvo de nuevo frente a él. El timbre de su voz era musical y grave. Sin esperar respuesta, se deslizó hacia un sillón y tomó asiento, tras lo cual se arregló los vuelos de la falda. Un gesto inconsciente; sus ojos seguían prendidos en él. Mat pensó que seguramente era capaz de decir cuándo le habían lavado su ropa interior por última vez—. Deseáis dejar un mensaje, creo. Aquí tengo todo lo necesario para que lo hagáis. —La puntilla que caía sobre su mano se meció al hacer un ademán, señalando un pequeño escritorio que había debajo de un espejo con marco dorado. Todo el mobiliario era dorado y estaba tallado imitando el bambú.
Unos grandes ventanales triples que se abrían a un balcón de celosía de hierro forjada dejaban entrar la suave brisa marina, sorprendentemente agradable ya que no fresca, pero Mat sentía más calor allí que en la calle; y no tenía nada que ver con la intensa mirada de la mujer. Deyeniye, dyu ninte concion ca’lyet ye. Eso era lo que había dicho al entrar. La maldita Antigua Lengua salía a borbotones de su boca sin que él se diese cuenta. Había pensado que tenía controlado ese pequeño engorro. E ignoraba cuándo dejarían de rodar esos dados y por qué. Lo mejor sería no mirar donde no debía y mantener la boca cerrada todo lo posible.
—Os lo agradezco, majestad. —Se aseguró de que fueran ésas las palabras que pronunciaba.
Varias hojas de papel grueso lo aguardaban ya en la mesa de tablero inclinado, a una altura cómoda para escribir. Soltó el sombrero junto a una pata del mueble. Veía a la mujer reflejada en el espejo. Observándolo. ¿Por qué había dejado suelta la lengua? Mojó la pluma dorada —¿qué otra clase de pluma podía tener una reina?—, y redactó mentalmente lo que quería escribir antes de inclinarse sobre el papel, con el brazo doblado alrededor de la hoja. Tenía la letra cuadrada y poco elegante; la caligrafía nunca había sido su fuerte.
«He seguido a una Amiga Siniestra hasta el palacio que Carridin tiene alquilado. Esa mujer intentó matarme en cierta ocasión, y puede que también a Rand. Fue recibida como una vieja conocida de la casa».
Estudió lo escrito un momento, mordisqueando la pluma antes de caer en la cuenta de que estaba dejando marcada la blanda superficie de oro. A lo mejor Tylin no se daba cuenta. Tenían que enterarse de lo de Carridin. ¿Qué más? Añadió unas pocas líneas redactadas en tono razonable. ¡Sólo le faltaba ponerlas a la defensiva!
«Sed sensatas. Si tenéis que callejear de aquí para allí, dejadme al menos que envíe unos cuantos hombres de escolta con vosotras para evitar que acabéis descalabradas. En cualquier caso, ¿no va siendo hora de que os lleve de vuelta con Egwene? Aquí no hay nada más que moscas y calor, y de esas dos cosas encontraremos de sobra en Caemlyn».
¡Ea!, que por delicadeza no quedara. Secó con cuidado la tinta y dobló la hoja en cuatro. En un pequeño cuenco de oro había una brasa cubierta con arena. La sopló hasta hacerla brillar y después la utilizó para encender una vela y cogió una barra de cera roja. Mientras la cera goteaba sobre los bordes del papel, de repente se acordó de que tenía un anillo de sello en el bolsillo. Sólo era un símbolo realizado por el orfebre para demostrar su destreza artesanal, pero mejor eso que un simple pegote de cera, sin nada. El sello era un poco más grande que el charquito de cera que empezaba a solidificarse, pero aun así se grabó la mayoría del símbolo.
Por primera vez se fijó realmente en lo que había comprado. Dentro del filete formado por medias lunas, un zorro a la carrera parecía haber espantado a dos aves que alzaban el vuelo. Aquello lo hizo sonreír. Lástima que no fuera una mano, por la Compañía, pero resultaba bastante apropiado. Ciertamente necesitaba ser astuto como un zorro para estar al tanto de Nynaeve y Elayne, y si ellas no eran exactamente huidizas e inconsecuentes, en fin… Además, el medallón había hecho que tomara cariño a los zorros. Escribió el nombre de Nynaeve en el exterior y a continuación el de Elayne, como si se le hubiese ocurrido en el último momento. Una o la otra lo leerían pronto.
Al volverse sosteniendo la carta sellada con la mano adelantada, dio un respingo cuando sus nudillos rozaron el busto de Tylin. Reculó tan bruscamente que chocó con el escritorio, y la miró fijamente, procurando no enrojecer. Mirándole la cara; sólo la cara. No la había oído acercarse. Lo mejor era hacer como si el roce no se hubiese producido, para no azorarla más aún. Probablemente ya pensaba que era un torpe patán.
—En este mensaje hay algo que deberíais saber, majestad. —No había espacio suficiente entre los dos para alzar la carta—. Jaichim Carridin está recibiendo en su casa Amigos Siniestros, y no me refiero a arrestarlos.
—¿Estáis seguro? Sí, por supuesto que sí. Nadie haría tal acusación sin estar seguro. —Su frente se arrugó, pero la mujer sacudió la cabeza y el ceño desapareció—. Hablemos de temas más agradables.
Mat habría querido gritar. De modo que le decía que el Capa Blanca que estaba de embajador en su corte era un Amigo Siniestro ¿y lo único que hacía era una leve mueca?
—¿Sois lord Mat Cauthon?
Se advertía un ligero dejo interrogante en el título. Sus ojos le recordaron más que nunca los de un águila. A una reina no le gustaría que alguien se presentara ante ella fingiendo ser un lord.
—Sólo Mat Cauthon. —Algo le advirtió que ella se daría cuenta si decía una mentira. Además, dejar que la gente lo tomara por un noble era una artimaña, aunque habría preferido no tener que recurrir a ella. En Ebou Dar uno podía encontrarse metido en un duelo cada vez que se daba media vuelta, pero pocos desafiaban a un lord excepto otro lord. Así y todo, durante el pasado mes ya había roto varias cabezas, había herido a cuatro hombres y había tenido que correr medio kilómetro para escapar de una mujer. La mirada intensa de Tylin lo estaba poniendo nervioso. Y esos dados, tintineando dentro de su cráneo. Quería marcharse de allí—. Si me decís dónde puedo dejar la carta, majestad…
—La heredera del trono y Nynaeve Sedai os mencionan rara vez —dijo—, pero una acaba aprendiendo a colegir lo que se omite decir.
Como sin darle importancia, alzó la mano y le tocó la mejilla; Mat estuvo a punto de alzar la suya, inseguro. ¿Se habría manchado de tinta cuando mordisqueaba la pluma? A las mujeres les gustaba que todo estuviese limpio, incluidos los hombres. A lo mejor también les gustaba a las reinas.
—Lo que no dicen, pero he inferido —continuó Tylin—, es que sois un indómito bribón, un jugador y un conquistador que siempre anda detrás de las mujeres. —Sus ojos retenían los de él, sin que su expresión variara en lo más mínimo, y su voz se mantenía fría y firme; pero, mientras hablaba, sus dedos le acariciaron la otra mejilla—. Los hombres indómitos suelen ser los más interesantes. Para hablar con ellos. —Un dedo siguió el perfil de sus labios—. Un bribón indomable que viaja con Aes Sedai, un ta’veren que, me parece, las asusta un poco. O las intranquiliza, al menos. Hace falta un hombre con redaños para inquietar a unas Aes Sedai. ¿Cómo influiréis sobre el Entramado en Ebou Dar, «sólo» Mat Cauthon?
Su mano se le posó en el cuello; Mat podía sentir el latido de su pulso contra los dedos de la mujer. Abrió la boca como si le faltara aire. El escritorio repicó contra la pared cuando intentó recular. La única salida era apartarla de un empujón o saltar sobre su falda. ¡Las mujeres no se comportaban así! Oh, algunos de esos antiguos recuerdos sugerían que sí lo hacían, pero principalmente eran evocaciones de recuerdos sobre que tal mujer había hecho eso o que tal otra había hecho aquello; lo que recordaba con total claridad eran batallas en su mayoría, y eso de poca ayuda le servía. Tylin sonrió, una leve curva en las comisuras de los labios que no suavizó el brillo depredador de sus ojos. Mat sintió que el cabello se le ponía de punta.
La mirada de la mujer pasó fugazmente por encima de su hombro hacia el espejo; se volvió bruscamente y se apartó, dejándolo boquiabierto.
—He de arreglar las cosas para hablar de nuevo con vos, maese Cauthon, yo… —Se interrumpió, aparentemente sorprendida, cuando la puerta se abrió de par en par, pero entonces Mat cayó en la cuenta de que ella la había visto empezar a moverse a través del espejo.
Un joven esbelto entró en la estancia, cojeando ligeramente; era un muchacho de tez oscura y ojos penetrantes que pasaron sobre Mat rápidamente, sin apenas detenerse. El cabello, negro, le caía sobre los hombros, y llevaba echada por encima una de esas chaquetas que no estaban hechas para ponérselas como las normales; era de seda verde, una cadena dorada cruzaba la pechera, y las solapas tenían bordados en oro unos leopardos.
—Madre —saludó al tiempo que hacía una reverencia a Tylin y se tocaba los labios con las puntas de los dedos.
—Beslan. —Pronunció el nombre con enorme calidez, y besó al joven en ambas mejillas y en los párpados. Era como si el tono firme, casi gélido, utilizado con Mat no hubiese existido—. Veo que todo fue bien.
—No tanto como debería. —El muchacho suspiró. A despecho de sus ojos, había mucho de afable en su actitud, y su voz era suave—. Nevin me dio una patada en la pierna en la segunda pasada, y después resbaló en la tercera, de modo que le atravesé el corazón en lugar de herirlo en el brazo de la espada. La ofensa no merecía una muerte, y ahora he de presentar mis condolencias a su viuda. —Parecía lamentar eso tanto como la muerte de Nevin.
El semblante radiante de Tylin no parecía apropiado en una mujer cuyo hijo acaba de decirle que ha matado a un hombre.
—Haz que tu visita sea breve, nada más. Así me arranquen los ojos, pero Davindra será una de esas viudas que quieren recibir consuelo, y después te tendrías que casar con ella o matar a sus hermanos. —Por su tono, consideraba mucho peor la primera alternativa, y la segunda meramente una molestia—. Éste es maese Mat Cauthon, hijo mío. Es ta’veren. Espero que entables amistad con él. Quizá podáis ir juntos a los bailes de la Noche de Swovan.
Mat dio un respingo. Lo último que quería hacer era ir a ninguna parte con un tipo que se batía en duelo y cuya madre quería acariciarle la mejilla.
—No soy asiduo a los salones de baile —se apresuró a decir. A los ebudarianos les gustaban los festivales de manera exagerada. Allí acababan de terminar las celebraciones del Cenit de Chasaline, y ya había cinco más en puertas, dos de ellas a lo largo de todo el día, no simplemente los habituales festejos vespertinos—. Yo bailo en las tabernas. De las barriobajeras, me temo. Nada que pudiera gustaros.
—Soy asiduo de las tabernas barriobajeras —respondió Beslan con una sonrisa y aquel tono suave de voz—. Los salones de baile son para gente de más edad y sus lindas parejas.
Después de aquello, una cosa siguió a la otra como un canto rodando ladera abajo, y antes de que Mat se diera cuenta Tylin lo había metido en el saco. Beslan y él asistirían juntos a los festivales. A todos ellos. De caza, en palabras de Beslan, y, cuando Mat añadió sin reflexionar que a la caza de muchachas —cosa que jamás habría dicho delante de la madre de alguien de haberlo pensado—, el joven se echó a reír.
—De muchachas o de reyertas —dijo—, de labios invitadores o de aceros centelleantes. Sea cual sea el baile que uno dance, en ese momento es siempre el más divertido. ¿No te parece, Mat?
Tylin sonrió cariñosamente a Beslan.
Mat logró soltar una risita desganada. El tal Beslan estaba chiflado; él y su madre. Los dos.