29 El Festival de los Pájaros

Despierto con el sonido de los dados en su cabeza, Mat se planteó seguir durmiendo hasta que dejaran de rodar, pero finalmente se levantó. Con un humor de perros. Como si no tuviera bastante con todo lo demás, sólo faltaban los dichosos dados. Echó de malas maneras a Nerim y se vistió solo, tras lo cual acabó el pan y el queso que le quedaban de la noche anterior y fue a ver qué hacía Olver. El chico empezó a vestirse, pasando de meterse la ropa a tirones para acabar pronto y marcharse cuanto antes hasta quedarse parado por completo, con una bota o la camisa en la mano, para soltar una retahíla de preguntas que Mat respondió sin prestarle mucha atención: no, ese día no irían a las carreras, y daba igual lo sustanciosas que fueran las apuestas en el Circuito del Cielo, al norte de la ciudad. Sí, quizás irían a ver la colección de animales salvajes. Desde luego, le compraría una máscara de plumas para el festival; si es que acababa de vestirse de una vez. Al chico volvieron a entrarle las prisas con ese último comentario.

Lo que ocupaba realmente la atención de Mat eran los dichosos dados. ¿Por qué habían empezado a rodar otra vez? ¡Ni siquiera sabía la razón de que lo hubiesen hecho anteriormente!

Cuando Olver estuvo vestido por fin, siguió a Mat a la sala de estar barbullando preguntas oídas a medias, y chocó contra su espalda cuando el joven se paró en seco. Tylin dejó sobre la mesa el libro que Olver había estado leyendo la noche anterior.

—¡Majestad! —Los ojos de Mat se dirigieron rápidamente hacia la puerta que había cerrado la víspera y que ahora se encontraba abierta de par en par—. Qué sorpresa.

Agarró a Olver y lo puso ante sí, entre él y la mujer que esbozaba una sonrisa burlona. En fin, tal vez no era realmente burlona, pero así le pareció a Mat en ese momento. Y saltaba a la vista que estaba muy complacida consigo misma.

—Me disponía a salir con Olver en este momento. Para que vea el festival. Y una colección itinerante de animales salvajes. Además, quiere una máscara de plumas. —Cerró la boca de golpe para dejar de parlotear como un tonto y empezó a escabullirse hacia la puerta, con el chico delante como si fuese un escudo.

—Sí —musitó Tylin, que los observaba con los ojos entornados. No hizo intención de interponerse en su camino, pero su sonrisa se acentuó como si esperara que metiera el pie en la trampa en cualquier momento—. Es mejor que vaya acompañado, en lugar de andar con golfillos de la calle, como he oído que hace. Y se cuentan algunas otras cosas sobre tu muchacho. ¿Riselle?

Una mujer apareció en el umbral y Mat dio un respingo, sorprendido. Una extravagante máscara de plumas azules y doradas ocultaba casi todo su rostro, pero las plumas del resto del disfraz no tapaban gran cosa. La tal Riselle tenía el busto más espectacular que Mat había visto en toda su vida.

—Olver —dijo mientras se agachaba de rodillas—, ¿te gustaría ir conmigo al festival?

Riselle le enseñó una máscara de plumas rojas y verdes que semejaba un halcón, justo del tamaño indicado para un muchachito. Sin que Mat tuviese tiempo de abrir la boca, Olver se soltó de un tirón y corrió hacia la mujer.

—Oh, sí, por favor. Gracias.

El desagradecido tunante rió cuando Riselle le puso la máscara y lo estrechó contra su pecho. Agarrados de la mano, los dos salieron al pasillo, dejando a Mat boquiabierto, aunque se recuperó de su estupor en un visto y no visto cuando Tylin habló.

—Tienes suerte de que no sea celosa, encanto. —De debajo del cinturón de oro y plata sacó la larga llave de hierro de la puerta de Mat, seguida de una segunda exactamente igual, y se las mostró—. La gente tiene costumbre de guardar la llave en alguna caja cerca de la puerta. —Justo lo que había hecho él—. Y a nadie se le ocurre que puede haber una segunda. —Volvió a meter una de ellas detrás de su cinturón; la otra giró en la cerradura con un sonoro chasquido antes de reunirse con su compañera en el cinturón—. Bueno, corderito. —Sonrió.

Era demasiado. No contenta con perseguirlo, la mujer lo había medio matado de hambre y ahora se encerraba con él en sus aposentos como… No quería pensar como qué. ¡Corderito! Y aquellos malditos dados gira que te gira en su cabeza. Además, tenía asuntos importantes de los que ocuparse. Los dados no habían estado relacionados nunca con hallar cosas, pero… Llegó junto a ella en dos zancadas, la asió del brazo y empezó a tantear el cinturón buscando las llaves.

—No puedo perder tiempo con… —Enmudeció de golpe cuando la afilada punta de la daga de Tylin, pegada a su mentón, lo obligó a cerrar la boca y a ponerse de puntillas.

—Quítame esa mano de encima —instó fríamente la mujer. Mat consiguió mirarla bajando los ojos en una postura forzada. Había dejado de sonreír. Le soltó el brazo con sumo cuidado, pero ella no aflojó un ápice la presión del arma. Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua—. Procuro mostrarme indulgente contigo habida cuenta de que eres forastero, pichoncito, pero ya que quieres jugar duro… Las manos a los costados. Muévete.

La punta de la daga que sostenía la reina marcó una dirección, y Mat no tuvo más remedio que recular de puntillas si no quería acabar con la garganta rajada.

—¿Qué vais a hacer? —farfulló entre dientes. Tener el cuello tan estirado le daba un timbre forzado a su voz. Un cuello muy estirado, aparte de otras cosas—. ¿Y bien? —Podía intentar agarrarle las muñecas; era rápido con las manos—. ¿Qué vais a hacer? —repitió. ¿Lo bastante rápido, teniendo ya la daga pegada al cuello? Ésa era la cuestión. Ésa, y la que le había preguntado. Si intentaba matarlo, le bastaba un golpe seco y la hoja le entraría hasta el cerebro—. ¡Respondedme! —No era pánico lo que sonaba en su voz; no estaba asustado, se dijo—. ¿Majestad? ¿Tylin? —Bueno, quizá sí que se sentía un poco acobardado, por haber utilizado su nombre. En Ebou Dar podías llamar a una mujer «pichoncito» o «ricura» todo el día y ella sonreiría, pero hacerlo por su nombre sin que antes te hubiese dado permiso podía meterte en un aprieto mucho peor que si le tocabas el trasero a una desconocida en la calle en cualquier otra parte del mundo. Y tampoco haber intercambiado unos cuantos besos bastaba para contar con esa autorización.

Tylin no contestó y se limitó a seguir empujándolo hacia atrás hasta que de repente los hombros del joven chocaron contra algo que lo obligó a detenerse. Sin que la presión de la condenada daga hubiese aflojado un ápice, Mat no podía mover la cabeza; pero sus ojos, hasta ese momento fijos en el rostro de la mujer, giraron hacia uno y otro lado rápidamente. Se encontraban en el dormitorio, y tenía la espalda pegada contra uno de los postes rojos de la cama, con sus tallas de flores. ¿Por qué lo había conducido a…? De repente se puso tan colorado como el dichoso poste. No. Su intención no podía ser… ¡No era decente! ¡Imposible!

—No podéis hacerme esto —farfulló Mat, extrañado, y si su voz sonaba un tanto entrecortada y estridente había motivos más que sobrados para ello.

—Observa y aprende, gatito —dijo Tylin, y sacó su Cuchillo de Esponsales.

Más tarde, al cabo de mucho, mucho rato, Mat tiró de la sábana y se tapó hasta la barbilla con gesto irritado. Una sábana de seda, por cierto, como había supuesto Nalesean. La reina de Altara canturreaba en voz baja al lado de la cama, con los brazos echados hacia atrás para abotonarse el vestido. Por su parte, lo único que llevaba Mat encima era el medallón de la cabeza de zorro —¡de mucho le había servido!— y el pañuelo negro anudado al cuello. Una cinta en obsequio a ella, lo había llamado la condenada mujer. Giró sobre sí mismo y cogió su pipa de boquilla de plata y la bolsa de tabaco que tenía sobre la mesita, en el lado contrario a donde estaba Tylin. Encendió con un carbón que había metido entre arena en un cuenco de oro, utilizando unas tenacillas del mismo metal. Después se cruzó de brazos y empezó a dar chupadas y a echar humo con tanta ferocidad como frunció el entrecejo.

—No deberías enrabietarte, pichón, ni hacer mohines. —Sacó de un tirón la daga de donde la había clavado en el poste, junto a su Cuchillo de Esponsales, y examinó la punta de la hoja—. ¿Qué te pasa? Sabes que lo has disfrutado tanto como yo, y yo… —Se echó a reír de repente y con ganas, mientras envainaba también el Cuchillo de Esponsales—. Si eso forma parte de lo que significa ser ta’veren, debes de gozar de gran popularidad.

Mat se puso colorado a más no poder.

—No es lógico —estalló, quitándose violentamente la pipa de entre los dientes—. No es natural. ¡Soy yo quien se supone que tiene que conquistar!

La sorpresa que asomaba a los ojos de la mujer sin duda reflejaba la suya propia. Si Tylin hubiese sido la camarera de una taberna que le dedicaba una sonrisa insinuante seguramente habría probado suerte con ella —si la hipotética camarera no hubiese tenido un hijo al que le gustaba hacer agujeros a la gente, se entiende—, pero era él quien tenía que conquistar. Nunca lo había considerado desde ese punto de vista, pero es que hasta entonces tampoco había sido necesario. Tylin se echó de nuevo a reír y sacudió la cabeza mientras se limpiaba las lágrimas con los dedos.

—Oh, querido, sigo olvidándolo. Estás en Ebou Dar, encanto. He dejado un pequeño presente para ti en la sala de estar. —Le dio unas palmaditas en el pie por encima de la sábana—. Come bien hoy, porque vas a necesitar encontrarte en plena forma.

Mat se cubrió los ojos con la mano e hizo un gran esfuerzo para no llorar de rabia. Cuando los destapó, la reina Tylin ya se había marchado.

Se bajó de la cama y se enrolló en la sábana. Por alguna razón, la idea de caminar por sus aposentos sin llevar nada encima lo hacía sentirse incómodo. La maldita mujer podría salir de repente de un armario. Las ropas que había llevado puestas se hallaban tiradas en el suelo. «¿Para qué molestarse en desatar lazadas cuando puedes dejar desnudo a alguien cortando las prendas?», pensó malhumorado. Tylin no había tenido por qué rasgar su chaqueta con el cuchillo de ese modo; simplemente había disfrutado pelándolo como una cebolla.

No sin cierta aprensión abrió el armario rojo y dorado; no la encontró escondida dentro. Había poco donde elegir, ya que Nerim tenía la mayoría de sus chaquetas limpiándolas y remendándolas. Escogió una sencilla, de seda, en color bronce oscuro, y se vistió rápidamente. A continuación metió a empujones debajo de la cama, lo más adentro que pudo, las ropas hechas jirones para esconderlas hasta que pudiera deshacerse de ellas sin que Nerim las viese. O cualquier otra persona, para el caso. Eran ya demasiados los que estaban al tanto de lo que ocurría entre Tylin y él; sería incapaz de mirar a la cara a cualquiera que se enterara de lo que acababa de pasar.

Ya en la sala de estar alzó la tapa de la caja lacada que había cerca de la salida y luego la cerró con un suspiro; a decir verdad, no esperaba que Tylin volviese a dejar la llave allí. Se recostó en la puerta; una puerta con la cerradura sin echar. Luz, ¿qué iba a hacer? ¿Regresar a la posada? Al infierno si los dados habían dejado de rodar antes. Pero creía muy capaz a Tylin de sobornar a la señora Anan y a Enid, o a la posadera de dondequiera que fuese. Y no le extrañaría nada que Nynaeve y Elayne argumentaran que había roto el trato para poner fin a sus promesas. ¡Al infierno con todas las mujeres!

Se fijó entonces en un gran paquete, envuelto primorosamente en papel verde, que había sobre una de las mesas. Guardaba una máscara a semejanza de un águila, en colores negro y oro, así como una chaqueta cubierta con plumas a juego. También había una bolsita de seda roja que contenía veinte coronas de oro y una nota que olía a flores.

«Te habría comprado un pendiente, lechoncito, pero me he dado cuenta de que no tienes agujero en la oreja. Que te lo abran y te regalaré algo bonito».

A punto estuvo de llorar otra vez. Él hacía regalos a las mujeres. ¡El mundo se había vuelto del revés! ¿Lechoncito? ¡Oh, Luz! Al cabo de un minuto, cogía la máscara; era lo menos que le debía, aunque sólo fuera por la chaqueta hecha jirones.

Cuando por fin llegó al pequeño y umbroso patio donde se venían reuniendo cada mañana, junto a la pila de la fuente en la que flotaban nenúfares y nadaban unos peces blancos con brillantes motitas de colores, encontró a Nalesean y Birgitte preparados también para el Festival de los Pájaros. El teariano se había contentado con una sencilla máscara verde, pero la de Birgitte era un dibujo complejo en amarillo y rojo, con un penacho de plumas; llevaba el rubio cabello suelto, también adornado con plumas en toda su longitud. Lucía un vestido, ceñido con un ancho cinturón amarillo, diáfano bajo más plumas rojas y amarillas. No mostraba ni por asomo tanto como el de Riselle, pero parecía a punto de hacerlo cada vez que la mujer se movía. A Mat no se le había pasado por la cabeza que Brigitte se pudiera engalanar con un vestido como cualquier otra mujer.

—A veces resulta divertido que la miren a una —dijo mientras le clavaba el índice en las costillas cuando él hizo una observación al respecto. Su sonrisa no habría desentonado en el rostro de Nalesean acompañada del comentario de lo divertido que era dar pellizcos en el trasero a las camareras—. Tiene bastantes más piezas que los que llevan las bailarinas de plumas, pero no tantas como para estorbarme. Y, además, no veo razón para que hayamos de movernos deprisa a este lado del río.

Los dados volvieron a rodar dentro de la cabeza de Mat.

—¿Por qué has tardado? —siguió Birgitte—. No nos habrás tenido esperando sólo para hacerle cosquillas a una chica bonita, ¿verdad?

Mat confió en no haberse puesto colorado.

—Yo… —No sabía qué excusa inventarse, pero justo en ese momento seis hombres, vestidos con chaquetas llenas de plumas, entraron en el patio. Todos portaban aquellas espadas finas en la cadera, y también todos ellos, salvo uno, llevaban puestas máscaras con crestas y picos que representaban pájaros no vistos jamás por ojos humanos. La excepción era Beslan, que hacía girar su máscara por las cintas—. Oh, rayos y centellas, ¿qué demonios hace aquí?

—¿Te refieres a Beslan? —Nalesean apoyó las manos en el pomo de la espada y sacudió la cabeza con aire incrédulo—. Vaya, así se abrase mi alma, me dijo que tenía intención de pasar el festival en tu compañía. Mencionó algo sobre una promesa que hicisteis los dos. Le advertí que resultaría terriblemente aburrido, pero no me creyó.

—Es inconcebible que nada resulte aburrido estando Mat presente —manifestó el hijo de Tylin; su reverencia iba dedicada a los tres, pero sus oscuros ojos se demoraron en Birgitte—. Jamás me había divertido tanto como cuando salí a beber con él y con la Guardián de lady Elayne, la Noche de Swovan, aunque, a fuer de ser sincero, reconozco que apenas recuerdo nada de esa ocasión.

Aparentemente, no había reconocido a «la Guardián». Cosa bastante extraña, habida cuenta de sus gustos con respecto a los hombres —el hijo de la reina Tylin era bien parecido, quizá demasiado, en absoluto su tipo—, curiosamente, Birgitte sonrió levemente y se pavoneó ante el escrutinio del joven.

Lo cierto era que en ese momento a Mat le importaba poco si el comportamiento de la mujer era atípico. Obviamente, Beslan no sospechaba nada sobre lo de su madre y él, o de otro modo ya habría desenvainado la espada. Sin embargo, lo último que deseaba Mat era pasar el día en compañía del joven. Sería espantoso. Tenía cierto sentido del pudor, aunque no pudiera decirse lo mismo de la madre de Beslan.

El problema era que el joven se había tomado muy en serio lo de esa condenada promesa de asistir juntos a todos los festejos y celebraciones que hubiera. Cuanto más insistieron Nalesean y él en que los planes que tenían para ese día eran aburridos a más no poder, más resuelto se mostró Beslan a acompañarlos y, a no tardar, su semblante empezó a tornarse sombrío y Mat pensó que quizá las espadas podrían desenvainarse. En fin, una promesa era una promesa. Cuando Nalesean, Birgitte y él salieron de palacio, iban acompañados por media docena de empingorotados lechuguinos emplumados. Mat estaba convencido de que aquello no habría ocurrido si Birgitte hubiese llevado un atuendo decente. Todos ellos, del primero al último, no le quitaban ojo de encima a la mujer y le sonreían continuamente.

—¿A qué venía todo ese contoneo mientras el chico te comía con los ojos? —rezongó cuando cruzaban Mol Hara. Apretó más la cinta que sujetaba la máscara de águila.

—Yo no me contoneaba, sólo me movía. —Su actitud de afectada seriedad era tan obviamente falsa que en cualquier otro momento Mat se habría reído—. Un poquito. —De repente su sonrisa pícara reapareció y la mujer bajó la voz para que sólo la oyese él—. Te dije que a veces resulta divertido que te miren. El hecho de que sean demasiado guapos no significa que no disfrute con sus miraditas. Oh, no te pierdas ésa —añadió a la par que señalaba a una esbelta mujer que pasaba corriendo y que llevaba una máscara de búho azul y se cubría con bastantes menos plumas que la propia Riselle.

Eso era muy propio de Birgitte: darle con el codo en las costillas para llamar su atención hacia una chica guapa con el mismo desparpajo de cualquier hombre, esperando a cambio que él hiciese otro tanto cuando se trataba de lo que le gustaba a ella, y que por lo general era el tipo más feo que había a la vista. En cualquier caso, aunque ese día hubiese elegido ir medio desnuda —bueno, un cuarto desnuda, para no exagerar— Birgitte era… En fin, era una amiga. ¡Extraño mundo, el de hoy! Había una mujer a la que empezaba a considerar una compañera de jarana, y otra que lo perseguía con tanto empeño como había hecho él siempre con cualquier chica bonita, ya fuese en esos recuerdos antiguos o en los suyos propios. Con más empeño todavía; él nunca había cortejado a una mujer que le dejaba claro que no deseaba que la cortejase. Sí, era un mundo realmente muy extraño.

El sol se encontraba a medio camino, más o menos, de su cenit, pero los festejadores llenaban ya calles, plazas y puentes. Volatineros, malabaristas y músicos, con plumas cosidas en las ropas, actuaban en todas las esquinas, y con frecuencia la música quedaba ahogada por las risas y los gritos. La gente más pobre tenía que conformarse con adornarse el pelo con unas cuantas plumas, y los golfillos y mendigos con las de paloma, recogidas en la calle, pero las máscaras y los disfraces se volvían más pomposos cuanto más abultaban las bolsas de dinero. Y no sólo más pomposos, sino también más escandalosos. Hombres y mujeres por igual se engalanaban con plumas que dejaban a la vista más piel que Riselle o que la mujer en la plaza de Mol Hara. Ese día no había movimiento comercial en las calles y los canales, aunque al parecer unas cuantas tiendas estaban abiertas —además de todas las tabernas y posadas, por supuesto—, pero, aquí y allí, una carreta se abría paso entre la multitud o una barcaza impulsada por pértigas se deslizaba por los canales sirviendo de soporte a una plataforma, en la que jóvenes de ambos sexos posaban con llamativas máscaras de aves que les tapaban completamente la cabeza, algunas de ellas luciendo crestas que en ocasiones alcanzaban más de tres palmos de altura, y movían las largas alas de tal manera que los restantes disfraces sólo se vislumbraban durante un fugaz momento. Quizá fuera mejor así, pensándolo bien.

Según Beslan, esas escenografías, como se las llamaba, por lo general se ofrecían en casas gremiales, palacios y casas. En su mayor parte, el festival se llevaba a cabo, normalmente, dentro de los edificios. En Ebou Dar no nevaba siquiera cuando el tiempo era como debería ser en esa época —Beslan comentó que le gustaría ver la nieve algún día— pero, por lo visto, en un invierno normal la temperatura era lo bastante baja para impedir que la gente saliera a la intemperie casi en cueros. Sin embargo, con el calor actual, todos se habían echado a la calle. «Espera a la noche y entonces verás lo que es bueno», le había dicho Beslan a Mat. Al parecer, a medida que el sol menguaba, ocurría otro tanto con las inhibiciones.

Contemplando a la alta y esbelta mujer que se deslizaba entre la multitud, cubierta con máscara, capa emplumada y, aparte de eso, siete plumas como mucho, Mat se preguntó qué inhibiciones les quedaban por despojarse a algunas de aquellas personas. Casi gritó a la mujer que se cubriese con la capa. Era bonita, pero ¿ir así por la calle, a la vista de la Luz y de todo el mundo?

Algunas carretas que transportaban escenografías atraían seguidores, por supuesto, grupos apiñados de hombres y mujeres que gritaban y reían mientras echaban monedas, y a veces notas dobladas, a las carretas, obligando a los demás a apretujarse a los lados de la calle. Mat se acostumbró a correr por delante de las carretas hasta que podían meterse por una calle lateral o a esperar hasta que la escenografía pasaba de largo para poder cruzar en una intersección o a través de un puente. Cuando ocurría esto último, Birgitte y Nalesean lanzaban monedas a sucios pilluelos y a mendigos aún más mugrientos. Es decir, Nalesean echaba monedas; Birgitte se concentraba en los arrapiezos y ponía una moneda en cada mano mugrienta como un regalo.

Durante una de aquellas esperas, Beslan puso de repente la mano en el brazo de Nalesean.

—Perdona, teariano, pero a ése no le des —gritó para hacerse oír por encima de la algarabía de la gente y la música.

Un hombre harapiento retrocedió hacia la multitud, cautelosamente; huesudo y con las mejillas hundidas, al parecer había perdido las patéticas plumas que hubiese encontrado para su cabello.

—¿Por qué no? —demandó Nalesean.

—No lleva anillo de latón en el meñique —respondió Beslan—. No pertenece al gremio.

—Luz —exclamó Mat—. ¿Es que en esta ciudad un hombre ni siquiera puede mendigar si no pertenece a un gremio?

Quizá fue por su tono, pero el mendigo saltó sobre él al tiempo que en su mano mugrienta aparecía un cuchillo. Instintivamente, Mat asió el brazo del hombre y giró, lanzando al tipo contra la multitud; algunas personas maldijeron a Mat, otras al mendigo despatarrado en el suelo, y otras le echaron monedas.

Por el rabillo del ojo, Mat atisbó a un segundo tipo delgaducho y harapiento que intentaba apartar a Birgitte para llegar hasta él con un largo cuchillo. Era un estúpido error subestimar a la mujer por su vestimenta; de alguna parte, debajo de aquellas plumas, Birgitte sacó un cuchillo y le asestó una puñalada de arriba abajo.

—¡Cuidado! —gritó Mat, pero no hubo tiempo para más advertencias; todavía no había acabado de gritar cuando sacó una daga de la manga y la lanzó al través. El arma pasó casi rozando la mejilla de Birgitte y se hundió profundamente en la garganta de otro mendigo que blandía un cuchillo, antes de que éste tuviese tiempo de clavárselo en las costillas a la mujer.

De repente había mendigos por todas partes armados con cuchillos y porras rematadas con clavos; cundieron los gritos mientras la gente disfrazada intentaba quitarse de en medio sin miramientos. Nalesean asestó un puñetazo a un hombre harapiento, que reculó trastabillando; Beslan atravesó a otro de parte a parte con su espada, en tanto que sus amigotes se enfrentaban a varios.

Mat no tuvo tiempo de fijarse en nada más; se encontró espalda contra espalda con Birgitte y frente a sus propios adversarios. Sentía a la mujer moviéndose detrás, oía sus maldiciones entre dientes, pero apenas era consciente de ello; Birgitte podía cuidar de sí misma y, a la vista de los dos tipos que tenía delante, Mat no estaba muy seguro de ser capaz de hacer lo mismo. El corpulento individuo de sonrisa desdentada sólo tenía un brazo, además de un pliegue fruncido en la cuenca ocular, donde debería haber estado su ojo izquierdo, pero en la mano sostenía un garrote de medio metro, reforzado con bandas de hierro de las que sobresalían puntas aceradas. Su compañero, pequeño y con cara de rata, tenía los dos ojos y varios dientes, y a pesar de las mejillas hundidas y unos brazos que parecían puro hueso, se movía como una serpiente y se lamía los labios mientras se pasaba una daga oxidada de una mano a otra. Mat amagó, primero a uno y luego al otro, con su cuchillo corto, aunque era lo bastante largo para alcanzar los puntos vitales, de modo que los dos tipos se movieron para esquivarlo y cada cual esperó que su compañero tomara la iniciativa.

—Al viejo Dolo no va a hacerle ninguna gracia esto, Fuste —gruñó el corpulento, y el de la cara de rata se adelantó como una flecha sin dejar de pasar la oxidada arma de una mano a otra.

No contaba con el cuchillo que apareció de repente en la mano izquierda de su adversario y que le asestó un tajo en la muñeca. La daga cayó al suelo, pero aun así el tipo se abalanzó sobre él. Chilló cuando el otro cuchillo se hundió en su pecho, sus ojos se desorbitaron y sus brazos se ciñeron en un gesto convulso alrededor de Mat. Se ensanchó la mueca del individuo desdentado, que enarboló el garrote a la par que se adelantaba.

El gesto burlón se borró de su semblante cuando dos mendigos se le echaron encima gruñendo y asestando puñaladas.

Estupefacto por el giro de los acontecimientos, Mat apartó de un empellón el cadáver del asesino que tenía cara de rata. En la calle se había abierto un claro de unos cincuenta pasos alrededor de los combatientes, y por doquier los mendigos rodaban por el pavimento, dos, tres o incluso cuatro apuñalando a otro, asestándole garrotazos o golpeándolo con piedras.

Beslan cogió a Mat por el brazo. El joven noble tenía la cara manchada de sangre, pero sonreía.

—Larguémonos de aquí y dejemos que la Hermandad de la Limosna se ocupe de sus asuntos. No es honroso luchar contra pordioseros y, además, el gremio no dejará vivo a ninguno de esos intrusos. Sígueme.

Nalesean exhibía un gesto ceñudo; obviamente tampoco consideraba honorable enfrentarse a mendigos. En cuanto a los amigos de Beslan, varios tenían torcidos los disfraces, y uno se había quitado la máscara para que otro le restañara la sangre de un corte en la frente; a pesar de la herida también sonreía. Por lo que Mat veía, Birgitte no tenía ni un arañazo, y su disfraz seguía tan impecable como antes de salir de palacio. Escamoteó su daga; era imposible que pudiese esconder el arma bajo aquellas plumas, pero lo hizo.

Mat no puso reparos a que lo alejaran de allí, pero sí rezongó:

—¿Es que los mendigos van por ahí atacando a la gente en esta… ciudad? —Omitió el epíteto «jodida» suponiendo que a Beslan no le gustaría que calificara así a su ciudad.

—Eres ta’veren, Mat —rió el joven noble—, y siempre ocurren cosas emocionantes en torno a los ta’veren.

Mat le devolvió la sonrisa con los dientes prietos. Maldito idiota, maldita ciudad y malditos ta’veren. En fin, si un mendigo le rebanaba el cuello no tendría que volver a palacio para que Tylin lo trinchara como un lechón tierno. Y, ahora que lo pensaba, así era como lo había llamado: «lechoncito». ¡Maldito fuera todo!

También la calle entre la tintorería y La Rosa del Eldar estaba ocupada por los festejadores, si bien eran contados los que lucían disfraces escasos de tela. Al parecer, había que contar con una buena bolsa para ir casi desnudo. No obstante, los acróbatas que actuaban en la esquina, delante de la casa del mercader, le andaban cerca: los hombres iban descalzos, con el torso al aire y polainas ajustadas de colores chillones; las mujeres, con polainas aún más ceñidas y blusas finísimas. Todos lucían unas cuantas plumas en el cabello, al igual que los músicos que tocaban y hacían cabriolas delante del pequeño palacio, en la otra esquina de la calle; el grupo lo componían una mujer con una flauta, otra soplando un tubo negro, largo y retorcido, cubierto de llaves, y un tipo aporreando un tambor a más no poder. La casa que Mat y los otros iban a vigilar estaba cerrada a cal y canto.

El té en La Rosa del Eldar era tan malo como siempre, lo que significaba que su calidad superaba con mucho la del vino. Nalesean se decidió por la amarga cerveza local. Birgitte dio las gracias sin decir por qué, y Mat le restó importancia limitándose a encogerse de hombros; intercambiaron una sonrisa e hicieron chocar sus tazas en un brindis mudo. El sol ascendió en el cielo; Beslan permanecía sentado, con el tacón de una bota apoyado en la puntera de la otra primero, y después al contrario, pero sus compañeros empezaban a impacientarse por muchas veces que él hiciera notar que Mat era ta’veren. Una refriega con pordioseros difícilmente podía considerarse una diversión como era debida, la calle era demasiado estrecha para que pasara ninguna escenografía, las mujeres de allí no eran tan bonitas como en los demás sitios, e incluso mirar a Birgitte dejó de parecerles interesante una vez que comprendieron que la mujer ni siquiera pensaba darles un beso. Lamentando que Beslan no quisiera acompañarlos, se marcharon apresuradamente para buscar diversión en otro lugar. Nalesean dio un paseo hasta el final del callejón que había a un lado de la tintorería, y Birgitte desapareció en el sombrío interior de La Rosa para, según ella, mirar si había algo apropiado para beber escondido en algún rincón olvidado.

—Jamás habría imaginado que un Guardián se vistiese así —comentó Beslan mientras invertía la posición de las botas.

Mat parpadeó. El chico tenía muy buena vista. Birgitte no se había quitado la máscara un solo instante. En fin, mientras no se hubiese dado cuenta de…

—Creo que a mi madre le vendrá bien vuestra relación, Mat.

Mat se atragantó y roció de té a los viandantes. Algunos le asestaron miradas furiosas, y una esbelta mujer, con un bonito trasero, le dedicó una tímida sonrisa por debajo de la máscara azul que, en opinión de Mat, debía de intentar semejar una gallina. La mujer pateó el suelo y se alejó al ver que él no le devolvía la sonrisa. Por suerte, nadie se dio por ofendido tanto como para no contentarse con la mirada iracunda antes de proseguir su camino. O tal vez por desgracia. A Mat no le habría importado si en ese momento se le hubiesen echado encima seis o siete ebudarianos con ganas de desquitarse.

—¿A qué te refieres? —preguntó, ronca la voz.

Beslan giró la cabeza y lo miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—Vaya, pues a que te haya escogido como su joven galán, desde luego. ¿Por qué te pones tan colorado? ¿Te has enfadado? ¿Por qué…? —De repente se dio una palmada en la frente y se echó a reír—. Pensaste que yo me enfadaría. Perdona, se me olvida que eres forastero. Mat, ella es mi madre, no mi esposa. Padre murió hace diez años, y madre siempre alegó que estaba demasiado ocupada. Me alegra que haya elegido a alguien que me cae bien. Eh, ¿dónde vas?

Mat no se dio cuenta de que se había puesto de pie hasta que Beslan le hizo la pregunta.

—Eh… Necesito despejarme.

—Pero si estás bebiendo té, Mat.

Mientras rodeaba una silla de manos, columbró que la puerta de la casa se abría y que una mujer, vestida con una capa azul adornada con plumas, salía por ella. Sin pensar lo que hacía —la cabeza le daba demasiadas vueltas para pensar con claridad— empezó a seguirla. ¡Beslan lo sabía! ¡Y lo aprobaba! Su propia madre, y a él no…

—¡Mat! —gritó Nalesean a su espalda—. ¿Adónde vas?

—Si no he vuelto mañana —respondió Mat, también en voz bastante alta, por encima del hombro—, ¡diles que tendrán que encontrarlo ellas mismas!

Fue en pos de la mujer, aturdido, sin oír si Nalesean o Beslan le gritaban algo más. ¡El chico lo sabía! Recordó que en cierta ocasión había pensado que los dos, Beslan y su madre, estaban locos. ¡Estaban peor que locos! ¡Toda Ebou Dar estaba loca! Apenas si advirtió que los dados seguían rodando dentro de su cabeza.


Desde una ventana de la sala de reuniones, Reanne vio desaparecer a Solain calle abajo, en dirección al río. Un tipo con chaqueta de color bronce fue tras ella, pero si lo que se proponía era abordarla, no tardaría en descubrir que Solain no disponía de tiempo para los hombres ni tenía paciencia con ellos.

Reanne no sabía con certeza por qué motivo la sensación de urgencia se había vuelto tan intensa ese día. Desde hacía días había surgido casi con el amanecer y se había disipado al caer el sol, y durante días ella había luchado contra el impulso —según las estrictas reglas que no se atrevían a llamar leyes, esa orden se ejecutaba en la media luna, para lo que todavía quedaban otras seis noches—, pero ese día… Había dado la orden antes de pensarlo y no había sido capaz de retractarse y retrasarla hasta el día señalado. No pasaría nada. Nadie había vuelto a ver por la ciudad a esas dos jovencitas necias que se hacían llamar Elayne y Nynaeve; no había sido necesario correr riesgos innecesarios.

Suspiró y se volvió hacia las otras, que esperaban a que ella se sentara para tomar asiento a su vez. Los secretos se guardarían, como había ocurrido siempre. Aun así… No poseía el Talento de la Predicción ni nada que se le pareciese, pero, sin embargo, quizás esa sensación de urgencia le había estado advirtiendo de algo. Doce mujeres la observaban con expectación.

—Creo que deberíamos plantearnos la conveniencia de mandar a la granja durante una temporada a todas las que no llevan el cinturón.

Apenas hubo discusión; eran las Decanas, pero ella era la Rectora. En ese aspecto, al menos, no había nada malo en actuar como lo hacían las Aes Sedai.

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