Al día siguiente del Festival de los Pájaros amaneció con vientos tan fuertes procedentes del Mar de las Tormentas que, de hecho, la temperatura bajó en Ebou Dar. Un cielo despejado y el disco dorado rojizo del sol en el horizonte, sin embargo, prometían la vuelta del calor una vez que el viento encalmara. Mat recorría el palacio de Tarasin a buen paso, con la chaqueta verde desabrochada y la camisa con la mitad de las lazadas sueltas en previsión del aumento de la temperatura. No brincaba sobresaltado exactamente con cada ruido, pero sí daba un respingo, con los ojos más abiertos de lo que habría sido su gusto, cada vez que una de las criadas pasaba a su lado en medio del frufrú de enaguas y sonriéndole. Todas sonreían de un modo particularmente… cómplice. A duras penas se controló para no echar a correr.
En el último tramo redujo la velocidad de sus pasos hasta casi ir de puntillas por la galería cubierta que rodeaba el patio del establo. Entre las columnas estriadas de la arcada, juncias amarillentas en grandes macetas de cerámica roja y enredaderas de hojas anchas con nervadura encarnada que colgaban de cestas metálicas, suspendidas por cadenas, formaban una pantalla vegetal poco tupida. Se caló el sombrero para ocultar la cara y sus manos se deslizaron sobre la lanza —una ashandarei, la había llamado Birgitte— acariciando el astil como si acaso necesitara defenderse, todo ello de manera inconsciente. Los dados rodaban como locos en su cabeza, pero eso no tenía nada que ver con su inquietud. El origen de su desasosiego era Tylin.
Seis carruajes cerrados, con el emblema verde del Ancla y la Espada de la casa Mitsobar en la puerta, los troncos enganchados y los cocheros uniformados al pescante, esperaban ya delante de las altas puertas en arco que daban al exterior. A la cabecera de los carruajes, Mat vio a Nalesean, vestido con una chaqueta de rayas amarillas y bostezando. Localizó a Vanin cerca de las puertas del establo, sentado en un barril dado la vuelta; parecía dormido. Casi todos los demás Brazos Rojos esperaban pacientemente, puestos en cuclillas en las losas del patio; unos pocos jugaban a los dados a la sombra de los enormes establos blancos. Elayne se encontraba entre Mat y los carruajes, justo al otro lado de la pantalla vegetal. Reanne Corly estaba con ella, y no muy lejos, otras siete mujeres que habían tomado parte en la peculiar reunión que se había celebrado repentinamente la tarde anterior; Reanne era la única que no llevaba el cinturón rojo de las Mujeres Sabias. Mat casi había esperado que no aparecieran por allí esa mañana. Tenían el aire de mujeres acostumbradas a dirigir sus vidas y las de los demás, y en su mayor parte lucían canas en el cabello; sin embargo, miraban a la bisoña Elayne con expectación, casi en vilo, como dispuestas a obedecer prontamente cualquier orden de ella. No obstante, el grupo entero apenas atrajo su atención; ninguna de ellas era la mujer que lo tenía en vilo a él, con los nervios a flor de piel. Tylin hacía que se sintiera… «Indefenso» era el término que lo describía mejor, por ridículo que pudiese parecer.
—No las necesitamos, señora Corly —decía Elayne. La forma de hablar de la heredera del trono recordaba la actitud de un adulto que da palmaditas en la cabeza a un niño—. Les he dicho que se queden aquí hasta que regresemos. Llamaremos menos la atención, en especial al otro lado del río, sin mujeres fácilmente reconocibles como Aes Sedai.
Su idea de cómo ir vestida para visitar la zona más peligrosa de la ciudad sin llamar la atención era un amplio sombrero verde con plumas del mismo color, un ligero guardapolvo de lino de igual tonalidad con bordados dorados, y un traje de montar con el cuello alto, asimismo en seda verde y bordados de oro a lo largo de la falda pantalón y remarcando el escote ovalado que dejaba al aire la mitad de su busto. Incluso llevaba uno de esos collares para el Cuchillo de Esponsales. Aquella ancha banda de oro tejido despertaría picazón en la mano de todos los ladrones del Rahad. Aparte de un pequeño puñal al cinturón, no portaba arma alguna. Pero ¿qué arma necesitaba una mujer capaz de encauzar? Ni que decir tiene que en cada uno de los cinturones rojos de las otras mujeres iba metida una daga curva, y también en el de cuero corriente de Reanne.
Ésta se quitó un amplio sombrero de paja azul, lo miró ceñuda y luego volvió a ponérselo y ató las cintas. No parecía que fuera el tono de Elayne lo que la molestaba. Sonrió con cortedad antes de hablar en tono tímido.
—Pero ¿por qué Merilille Sedai cree que mentimos, Elayne Sedai?
—Todas lo creen —intervino una de las mujeres con cinturón rojo. Todas llevaban vestidos ebudarianos en colores discretos, con escotes estrechos y profundos y faldas recogidas a un lado para dejar a la vista capas de enaguas, pero sólo ésa, flaca como un palo y con más canas que cabellos negros, tenía la tez olivácea y los ojos oscuros de una ebudariana—. Sareitha Sedai me llamó mentirosa a la cara con respecto a nuestro número, y por… —Enmudeció de golpe ante el ceño fruncido y la seca orden de «Cállate, Tamarla» por parte de Reanne; la señora Corly estaría más que dispuesta a inclinar la testa y a sonreír como una tonta ante una chiquilla si esa chiquilla era Aes Sedai, pero mantenía un férreo control sobre sus compañeras.
Mat alzó la vista a las ventanas que se asomaban al patio del establo, a las que divisaba desde su posición. Verjas blancas de hierro, profusamente trabajadas, cubrían algunas, mientras que otras quedaban ocultas tras celosías minuciosamente labradas. No era probable que Tylin se encontrara allá arriba, y tampoco que apareciera de improviso en el patio del establo. Había puesto mucho cuidado en no despertarla mientras se vestía. Además, la mujer no intentaría nada allí. Bueno, al menos él no creía que lo hiciera. Aunque, pensándolo bien, ¿a qué no se atrevería una mujer que había utilizado una docena de sirvientas para atraparlo en los pasillos y arrastrarlo hasta sus aposentos la noche anterior? ¡La maldita mujer lo trataba como si fuese un juguete! No iba a aguantar esa situación más. Ni hablar. Luz ¿a quién quería engañar? Si no encontraban el dichoso Cuenco de los Vientos y se marchaban de Ebou Dar, Tylin estaría pellizcándole el trasero y llamándolo «mi pichoncito» otra vez por la noche.
—Es por vuestra edad, Reanne. —Elayne no titubeó exactamente, ella nunca mostraba inseguridad al hablar, pero su tono se volvió muy cuidadoso—. Entre las Aes Sedai se considera de mala educación referirse a la edad, pero… Reanne, al parecer ninguna Aes Sedai desde el Desmembramiento ha vivido tantos años como afirmáis tener cualquiera de las componentes del Círculo de Labores de Punto. —Éste era el extraño nombre que las tal Allegadas daban a su consejo rector—. En tu caso, concretamente, con una diferencia de más de cien años.
Las mujeres de cinturón rojo soltaron una exclamación ahogada y abrieron los ojos como platos. A una de ellas, delgada, de ojos castaños y cabello dorado, se le escapó una risita nerviosa y al instante se tapó la boca cuando Reanne le espetó secamente:
—¡Famelle! —Luego, Reanne se volvió hacia Elayne y añadió con un hilo de voz—: Eso es imposible. Las Aes Sedai deben de…
—Buenos días —saludó Mat, atravesando la pantalla de plantas. La conversación era una completa estupidez; todo el mundo sabía que las Aes Sedai vivían más que cualquiera. En lugar de perder tiempo, deberían ponerse en camino hacia el Rahad—. ¿Dónde están Thom y Juilin? ¿Y Nynaeve? —La antigua Zahorí debía de haber vuelto la noche anterior o, en caso contrario, Elayne ya habría armado un buen revuelo—. Rayos y centellas, tampoco veo a Birgitte por aquí. Hemos de ponernos en marcha, Elayne, no quedarnos mano sobre mano.
La joven frunció levemente el entrecejo y lanzó una fugaz mirada de reojo a Reanne; ello bastó para que Mat adivinara que Elayne se planteaba qué actitud adoptar con él. Los ojos muy abiertos en un gesto inocente perjudicarían su posición ante esas mujeres tanto como dedicarle una sonrisa toda hoyuelos; Elayne esperaba siempre que una sonrisa encantadora tuviera efecto allí donde cualquier otro recurso fallaba; su mentón se alzó ligeramente.
—Thom y Juilin han ido con Aviendha y Birgitte para ayudarlas a vigilar el palacio de Carridin, Mat. —Al parecer, se había decantado por el papel de heredera del trono casi en todo su esplendor. No al cien por ciento, ya que sin duda sabía cómo reaccionaría él a eso, pero su voz rebosaba firmeza, sus azules ojos eran imperiosos, y aquella cara bonita traslucía arrogancia sin llegar a mostrarla. ¿Habría alguna mujer en el mundo que tuviera una única personalidad?—. Nynaeve bajará enseguida, a buen seguro. No hay razón para que vengas, Mat, ¿sabes? Nalesean y tus soldados bastan y sobran como guardia personal. Puedes entretenerte y pasar el rato aquí en palacio, hasta que volvamos.
—¡Carridin! —exclamó—. Elayne, no hemos venido a Ebou Dar para ajustar cuentas con Jaichim Carridin. Conseguiremos el Cuenco y después, Nynaeve o tú, abriréis un acceso y nos largaremos. ¿Queda claro? Y voy a ir con vosotros al Rahad. —¡Que se entretuviera en palacio! Sólo la Luz sabía qué jugarreta le prepararía Tylin si se quedaba en palacio todo el día. La mera idea le provocó el deseo de echarse a reír histéricamente.
Las Mujeres Sabias le dirigieron miradas gélidas; la fornida Sumeko apretó los labios en un gesto furioso, y Melore, una domani metida en carnes de mediana edad, cuyo busto le gustó ver el día anterior, se puso en jarras con una expresión tormentosa. Por lo ocurrido la víspera, deberían saber que a él no lo intimidaban las Aes Sedai; sin embargo, hasta Reanne le dirigió una mirada tan ceñuda que temió que intentara darle una bofetada. Por lo visto, como ellas iban a desvivirse por las Aes Sedai, todo el mundo tenía que hacer igual.
La lucha de Elayne consigo misma era evidente. Apretó los labios, pero Mat tenía que reconocer una cosa sobre ella: era demasiado lista para seguir con lo que obviamente no daría resultado. Por otro lado, era altiva hasta la médula, por mucho que se esforzara. Además, las otras mujeres estaban observando.
—Mat, sabes que no podemos marcharnos hasta que hayamos usado el Cuenco. —Aquella altanera barbilla seguía levantada, y su tono era, en el mejor de los casos, entre explicativo y contundente—. Quizá necesitemos días para saber cómo utilizarlo, tal vez media semana o más, y podríamos acabar el asunto de Carridin si es factible mientras tanto.
Pronunció el nombre del Capa Blanca con un timbre tan cortante que habríase dicho que tenía algo personal contra él. Pero fue otra frase la que cobró protagonismo en la mente de Mat.
—¡Media semana! —exclamó. Sintió tal ahogo que metió un dedo por el pañuelo anudado al cuello e intentó aflojarlo. Tylin había utilizado la pieza de seda negra para atarle las manos la noche anterior antes de que él supiera qué hacía. Media semana. ¡O más! A despecho de su denodado esfuerzo por hablar normalmente, la voz le salió con un timbre de pánico—. Elayne, sin duda podréis usar el Cuenco en cualquier otra parte. No tiene por qué ser aquí. Egwene debe querer que volváis cuanto antes; apuesto que no le vendría mal un par de amigas. —Por lo que él había visto la última vez, le vendrían bien unos cuantos cientos. Tal vez, cuando hubiese llevado de vuelta a esas mujeres, Egwene se mostraría más inclinada a renunciar a esa tontería sobre ser Amyrlin y dejaría que la llevase con Elayne, Nynaeve y Aviendha junto a Rand—. ¿Y qué pasa con Rand, Elayne? Y Caemlyn. Y el Trono del Sol. Rayos y centellas, sabes que quiero llegar lo antes posible a Caemlyn para que Rand te entregue el Trono del León.
Por alguna razón, el rostro de la joven se ensombreció más y más con cada palabra, y sus ojos centellearon. Mat habría jurado que estaba indignada, salvo, naturalmente, que no tenía razón para ello. Elayne abrió la boca para discutir tan pronto como él terminó de hablar, y Mat se preparó para enumerar las promesas que le había hecho, y al infierno con el menoscabo de su imagen a los ojos de Reanne y las demás. Por sus caras, de haber estado en el lugar de Elayne, ellas ya lo habrían puesto en su sitio.
Sin embargo, antes de que nadie tuviese ocasión de decir nada, una mujer canosa y oronda, con el uniforme de la casa Mitsobar, hizo una reverencia, a Elayne en primer lugar, luego a las mujeres de cinturón rojo y, por último, a él.
—La reina Tylin os envía esto, maese Cauthon —informó Laren, que sostenía una cesta con un paño de rayas tapando el contenido y con pequeñas flores rojas entretejidas en el asa—. No desayunasteis, y tenéis que conservar las fuerzas.
A Mat le ardieron las mejillas. La mujer se limitó a mirarlo, pero ya lo conocía mucho más que cuando lo llevó por primera vez en presencia de Tylin. Muchísimo más. Fue ella la que le llevó una bandeja la noche anterior, mientras él intentaba esconderse debajo de la sábana. No lo entendía. Esas mujeres lo tenían sobresaltado y haciéndolo enrojecer como a una muchachita. No lo entendía, simplemente.
—¿Seguro que no prefieres quedarte aquí? —preguntó Elayne—. No me cabe duda de que Tylin disfrutaría de tu compañía durante el desayuno. La reina dice que le resultas tremendamente entretenido y cortésmente aquiescente —agregó en un tono dudoso.
Mat corrió hacia los carruajes con la cesta en una mano y su ashandarei en la otra.
—¿Todos los hombres del norte son tan vergonzosos? —quiso saber Laren.
Mat echó una ojeada hacia atrás, sin detenerse, y soltó un suspiro de alivio. La criada se recogía las faldas y se daba la vuelta para cruzar entre la pantalla de plantas, y Elayne hacía señas a Reanne y a las Mujeres Sabias para que se agruparan en círculo a su alrededor. Aun así, no pudo evitar un escalofrío. Las mujeres todavía iban a ser su ruina. Al rodear el primer carruaje, casi dejó caer la cesta al ver a Beslan sentado en el pescante, con la fina espada brillando al sol mientras examinaba el filo.
—¿Qué haces aquí? —exclamó Mat.
Beslan enfundó el arma y sonrió de oreja a oreja.
—Os acompaño al Rahad. Sospecho que encontraréis más diversión para nosotros.
—Más vale que sea así. —Nalesean ahogó un bostezo tras la mano—. Anoche apenas dormí, y ahora me arrastráis a la calle cuando hay por aquí mujeres de los Marinos.
Sentado en el barril, Vanin miró en derredor, comprobó que no había actividad y se acomodó de nuevo, con los ojos cerrados.
—No habrá diversión si puedo evitarlo —rezongó Mat. ¿Que Nalesean apenas había dormido? ¡Ja! Todos ellos se lo habían pasado de lo lindo en el festival. No es que él no lo hubiese pasado bien a ratos, pero sólo cuando podía olvidar que estaba con una mujer que lo consideraba como una especie de jodido muñeco—. ¿A qué mujeres de los Marinos te refieres?
—Cuando Nynaeve Sedai regresó anoche, trajo consigo una docena o más. —Beslan silbó mientras sus manos trazaban curvas en el aire—. Cómo se mueven, Mat…
Éste sacudió la cabeza. No razonaba con claridad; Tylin le estaba consumiendo el seso. Nynaeve y Elayne le habían hablado de las Detectoras de Vientos, a regañadientes y bajo juramento de que guardaría el secreto, después de intentar no decirle dónde quería ir Nynaeve y, menos aún, por qué. Y todo ello sin el menor sonrojo. Como rezaba el dicho, «Las mujeres cumplen las promesas a su modo». Ahora que caía en la cuenta, Lawtin y Belwin no se encontraban con los demás Brazos Rojos. Tal vez Nynaeve pensó compensar lo otro manteniéndolos ahora con ella. Cumplir las promesas a su modo, sí. Pero si ya tenía a las Detectoras de Vientos en palacio, no podía ser que se tardara media semana en utilizar el Cuenco. ¡Luz, no, por favor!
Como si pensar en ella la hubiese convocado, Nynaeve apareció entre la pantalla de plantas y salió al patio del establo. Mat se quedó boquiabierto. ¡El hombre alto con capa verde que iba de su brazo era Lan! O, mejor dicho, era ella quien iba del brazo de él, agarrada con las dos manos y sonriéndole. Tratándose de cualquier otra mujer, Mat habría dicho que estaba embobada y colada, pero ésa era Nynaeve.
La mujer dio un respingo cuando cayó en la cuenta de dónde se encontraba y se apartó rápidamente del hombre, aunque siguió asida de la mano de Lan un instante. Su elección de vestido no era mejor que la de Elayne, todo seda azul y bordados verdes, con un escote lo bastante bajo para que se viera un grueso sello de oro que colgaba entre sus senos de una fina cadena y en el que le cabrían dos dedos juntos. El ancho sombrero que llevaba por las cintas iba adornado con plumas azules, y el guardapolvo de lino, bordado con hilo azul. Ella y Elayne hacían que, en comparación, las otras mujeres parecieran sosas y apagadas con sus ropas de paño.
En cualquier caso, tanto si antes había mirado a Lan con ojos de cordero como si no, ahora volvía a ser la de siempre y se echó atrás la coleta con un movimiento de cabeza.
—Únete a los otros hombres ahora, Lan —dijo en tono perentorio—. Y ya podemos irnos. Los últimos cuatro carruajes son para los hombres.
—Como ordenes —contestó Lan mientras hacía una reverencia con la mano sobre la empuñadura de la espada.
Ella lo vio dirigirse hacia Mat con una expresión de asombro, probablemente por resultarle increíble que obedeciera con tanta docilidad; luego se obligó a salir del pasmo y recobró su carácter incisivo de siempre. Tras reunir a Elayne y a las otras mujeres, las condujo hacia los dos primeros carruajes como haría una granjera con un grupo de gansos. Por el modo en que gritó que alguien abriese las puertas del patio nadie habría dicho que era ella la que había retrasado la partida. También les gritó a los cocheros y de un modo tan apremiante que al punto tomaron las bridas, y los látigos ondearon en el aire; fue un milagro que esperaran a que alguien se montara en los vehículos.
Apresurándose a subir en pos de Lan, Nalesean y Beslan en el tercer carruaje, Mat apoyó la lanza contra la puerta y se sentó pesadamente, con la cesta sobre las rodillas, cuando el vehículo se puso bruscamente en movimiento.
—¿De dónde has salido, Lan? —inquirió tan pronto como cumplió con el trámite de las presentaciones—. Eres el último hombre que esperaba ver aquí. ¿Dónde has estado? Luz, creí que habías muerto. Sé que Rand teme que haya sido así. Como lo de dejar que la mandona de Nynaeve te mangonee. ¿Por qué, en nombre de la Luz, se lo consientes?
El Guardián de rostro impávido pareció meditar qué pregunta contestar primero.
—La Señora de los Barcos nos casó anoche a Nynaeve y a mí —repuso finalmente—. Los Atha’an Miere tienen ciertas tradiciones nupciales bastante… insólitas. Hubo sorpresas para los dos. —Un atisbo de sonrisa asomó a sus labios, al menos. Se encogió de hombros ligeramente; por lo visto, aquélla era la única respuesta que pensaba dar.
—Que la bendición de la Luz sea contigo y con tu esposa —deseó cortésmente Beslan mientras hacía una reverencia hasta donde se lo permitía la estrechez del carruaje, y Nalesean murmuró algo a su vez, aunque saltaba a la vista, por su expresión, que pensaba que Lan debía de estar loco. El teariano había «disfrutado» bastante de la compañía de Nynaeve.
Mat, mecido por el balanceo del carruaje, se había quedado mudo de asombro. ¿Nynaeve casada? ¿Lan casado con Nynaeve? Ese hombre había perdido la chaveta. No era de extrañar que sus ojos tuvieran una expresión tan sombría. De estar en su pellejo, Mat se habría metido un zorro rabioso debajo de la camisa. Sólo los necios se casaban, y sólo un demente lo haría con Nynaeve.
Si el Guardián advirtió que no todos se mostraban encantados con la noticia, no dio señales de ello. Salvo por sus ojos, seguía siendo el mismo Lan que Mat recordaba. Tal vez un poco más duro, si tal cosa era posible.
—Hay otra cosa más importante —dijo Lan—. Nynaeve no quiere que te enteres, Mat, pero debes saberlo. Tus dos hombres han muerto, asesinados por Moghedien. Lo lamento, pero, si te sirve de consuelo, estaban muertos antes de darse cuenta. Nynaeve cree que Moghedien debe de haberse ido o, de lo contrario, habría vuelto a intentarlo, pero yo no lo aseguraría. Por lo visto, la Renegada tiene algo personal contra ella, si bien Nynaeve se las arregló para evitar explicarme el porqué. —De nuevo apareció la sombra de una sonrisa en sus labios; Lan parecía hacerlo sin darse cuenta—. Al menos, no del todo, y tampoco es que importe. Sin embargo, mejor es que estés al corriente de lo que puede aguardarnos al otro lado del río.
—Moghedien —exclamó Beslan, cuyos ojos brillaban. A buen seguro, veía aquello como algo que prometía diversión.
—Moghedien —exclamó Nalesean, pero, en su caso, sonó más a gemido, y el teariano se dio un seco tirón de la barba en un gesto reflejo.
—Esas puñeteras mujeres —renegó Mat.
—Espero que no incluyas a mi esposa —manifestó fríamente Lan, que había llevado la mano a la empuñadura de la espada.
—Por supuesto que no —se apresuró a contestar Mat, que había alzado las suyas en gesto de paz—. Sólo a Elayne y… y a las Allegadas.
Al cabo de un instante, Lan asintió, y Mat soltó un pequeño suspiro de alivio. Sería muy propio de Nynaeve hacer que lo matara su marido —¡su marido!— cuando ella le habría ocultado, tan seguro como que el sol salía cada mañana, el hecho de que una de las Renegadas podría hallarse en la ciudad. Ni siquiera Moghedien lo asustaba realmente, siempre y cuando llevara puesta al cuello su cabeza de zorro, pero el medallón no protegería a Nalesean ni a los demás. Seguro que Nynaeve pensaba que Elayne y ella se encargarían de hacerlo. Lo dejaban que llevara a los Brazos Rojos mientras se reían para su capote de él desde el principio y entre tanto ellas…
—¿No vas a leer la nota de mi madre, Mat?
Hasta que Beslan la mencionó, no se había dado cuenta de que había una hoja de papel, plegada en pequeños dobleces y metida entre la cesta y el paño de rayas. Sobresalía lo suficiente para mostrar el sello verde impreso, con el Ancla y la Espada.
Mat rompió el lacre con el pulgar y desdobló el papel, sosteniéndolo de manera que Beslan no viera lo que había escrito en él. Y menos mal que lo hizo; aunque, bien pensado, habida cuenta del modo en que el joven enfocaba ciertas cosas, a lo mejor habría dado igual. En cualquier caso, Mat se alegró de que sólo sus ojos vieran aquellas palabras. A medida que avanzaba en la lectura, el alma se le caía a los pies.
«Mat, tesoro mío,
Acabo de ordenar que trasladen tus cosas a mis aposentos. Es mucho más práctico. Para cuando regreses, Riselle se habrá instalado en tu antiguo dormitorio para cuidar del joven Olver. El chico parece disfrutar de su compañía.
He mandado venir a las modistas para que te tomen medidas. Me encantará ver eso. Debes llevar chaquetas más cortas. Y polainas ajustadas, por supuesto. Tienes un delicioso trasero. Pichoncito, ¿quién es esa Hija de las Nueve Lunas que hice que se te viniera a las mientes? Se me han ocurrido varios métodos deliciosos para obligarte a que me lo digas.
Los demás lo observaban con expectación. Bueno, Lan sólo lo observaba, pero su mirada resultaba más turbadora que las otras; era una mirada casi… muerta.
—La reina piensa que necesito ropa nueva —comentó mientras se guardaba la nota en el bolsillo de la chaqueta—. Creo que voy a dar una cabezada.
Se caló el sombrero para taparse los ojos, pero no los cerró; mantuvo fija la vista en la ventanilla, donde la cortina recogida a un lado permitía que entraran remolinos de polvo de vez en cuando. No obstante, también dejaba pasar aire, lo que era mucho mejor que el bochorno de un carruaje cerrado.
Moghedien y Tylin. De las dos, preferiría enfrentarse a la Renegada. Toqueteó la cabeza de zorro que colgaba entre el cuello abierto de la camisa. Al menos contra Moghedien tenía alguna protección. Por el contrario, con Tylin se encontraba tan en desventaja como con la jodida Hija de las malditas Nueve Lunas, quienquiera que fuese. A menos que encontrara algún modo de hacer que Nynaeve y Elayne dieran orden de partir antes de esa noche, todo el mundo iba a saberlo. Resentido, se caló más el sombrero. Esas puñeteras mujeres realmente hacían que se comportara como una muchachita timorata. Temió echarse a llorar en cualquier momento.