Los días siguientes a la partida de Perrin se le hicieron interminables a Rand, y las noches, aún más largas. Se retiró a sus aposentos y se quedó allí, ordenando a las Doncellas que no dejasen entrar a nadie. Sólo a Nandera se le permitió cruzar las puertas con los soles dorados para llevar las comidas. La nervuda Doncella dejaba la bandeja, cubierta con un paño, tras lo cual recitaba los nombres de quienes habían pedido verlo, y le lanzaba una mirada reprobadora cuando él repetía que no recibiría a nadie. A menudo Rand oía comentarios desaprobadores de las Doncellas en el exterior, antes de que Nandera cerrara la puerta al salir; lo hacían a propósito para que las oyera o, de otro modo, habrían utilizado el lenguaje de señas. Pero si creían que iban a azuzarlo afirmando que estaba enfurruñado… Las Doncellas no lo entendían, y puede que tampoco lo entendiesen aunque se lo explicara. Si él hubiese sido capaz de hacerlo.
Picoteaba las comidas sin apetito e intentaba leer, pero sus libros favoritos sólo lo distraían durante unas cuantas páginas. Al menos una vez al día, aunque se había prometido no hacerlo, levantaba el enorme armario de madera de negral y marfil que había en el dormitorio, lo apartaba desplazándolo con flujos de Aire y retiraba cuidadosamente las trampas que había puesto y la Máscara de Espejos que hacía parecer lisa la pared, todo ello invertido para que ningunos ojos salvo los suyos pudiesen verlo. Allí, en un nicho vaciado con el Poder, se encontraban dos estatuillas de piedra blanca, de unos treinta centímetros de altura, un hombre y una mujer, ambos con ropajes ondeantes y sosteniendo en alto, con una mano, una esfera de cristal. La noche que había ordenado ponerse en marcha al ejército en dirección a Illian, él había ido a Rhuidean solo para recoger esos ter’angreal: si por cualquier circunstancia los necesitara, no dispondría de mucho tiempo. Ésa era la explicación que se había dado a sí mismo. Alargaba la mano hacia la figurilla del hombre barbudo, la única de la pareja que un varón podía utilizar, pero se paraba a mitad de camino, temblorosa. El roce de un solo dedo, y más Poder Único del que podría imaginar sería suyo. Con eso, nadie lo derrotaría, nadie podría oponérsele. Con eso, había dicho una vez Lanfear, podría desafiar al Creador.
—Es mío por derecho —murmuraba en cada ocasión, con la temblorosa mano muy próxima a la figurilla—. ¡Mío! ¡Soy el Dragón Renacido!
Y todas las veces se obligaba a retirarse, a tejer de nuevo la Máscara de Espejos y las trampas invisibles que reducirían a cenizas a cualquiera que intentara traspasarlas sin la clave. El inmenso armario se desplazaba por el aire como una pluma para ocupar de nuevo su sitio. Él era el Dragón Renacido. Pero ¿sería eso suficiente? Tendría que serlo.
—Soy el Dragón Renacido —musitaba a las paredes de cuando en cuando, y a veces les gritaba—. ¡Soy el Dragón Renacido!
Tanto en silencio como en voz alta se enfurecía con quienes se le oponían, los estúpidos ciegos que no podían ver y los que se negaban a ver, ya fuera por ambición o avaricia o miedo. Él era el Dragón Renacido, la única esperanza del mundo contra el Oscuro. Y la Luz ayudara al mundo por ello.
Pero sus accesos de ira y sus ideas de usar el ter’angreal no eran más que intentos de escapar de otras cosas, y lo sabía. En soledad, picoteaba las comidas —menos cada día—, intentaba leer —muy de vez en cuando— y trataba de dormir. Eso último con más frecuencia con el paso de los días, sin importarle si el sol se había ocultado o brillaba en el cielo. Dormía de forma intermitente, dando cabezadas, porque lo que lo angustiaba en las horas que pasaba despierto también lo acechaba en los sueños y lo acosaba hasta despertarlo, demasiado pronto para servirle de descanso. Escudar sus sueños no podía impedir que penetrara en ellos lo que ya estaba dentro. Tenía que enfrentarse a los Renegados y, antes o después, al propio Oscuro. Y tenía a los necios que luchaban contra él o huían, cuando su única esperanza era seguirlo. ¿Por qué no lo dejaban en paz los sueños? De uno de ellos siempre se despertaba bruscamente, antes casi de que hubiese empezado, para luego yacer allí, henchido de desprecio hacia sí mismo y desquiciado por la falta de descanso, pero los otros… Se merecía todos, lo sabía.
Colavaere se le aparecía en sueños, con el rostro amoratado y el pañuelo que había utilizado para ahorcarse todavía enterrado en la carne hinchada del cuello. Colavaere, silenciosa y acusadora, con todas las Doncellas que habían muerto por él desplegadas tras ella en calladas filas; todas las mujeres que habían muerto por su causa. Conocía cada rostro tan bien como el suyo propio, y todos sus nombres salvo uno. De esos sueños, despertaba sollozando.
Un centenar de veces arrojaba por el aire a Perrin a través del Gran Salón del Sol, y un centenar de veces lo asaltaban un miedo arrollador y una ira ardiente. Un centenar de veces, mataba a Perrin en sus sueños y se despertaba con sus propios gritos. ¿Por qué había tenido que elegir ese hombre a las prisioneras Aes Sedai como tema para su discusión? Rand intentaba no pensar en ellas; había hecho todo lo posible por olvidar su existencia desde el principio. Eran demasiado peligrosas para mantenerlas cautivas mucho tiempo, y no tenía ni idea de qué hacer con ellas. Lo asustaban. A veces soñaba que estaba de nuevo reducido dentro del baúl, y que Galina, Erian, Katerine y las demás lo sacaban para golpearlo; despertaba llorando y su llanto no cesaba incluso después de convencerse de que tenía los ojos abiertos y se encontraba fuera. Lo asustaban porque temía ceder al miedo y a la rabia, y entonces… Procuraba no pensar en qué haría entonces, pero a veces lo soñaba, y se despertaba temblando y bañado en sudor frío. No podía hacer eso. A pesar de lo que había hecho ya, eso no lo haría.
En sueños reunía a los Asha’man para atacar la Torre Blanca y castigar a Elaida; salía del acceso henchido de justificada ira y de saidin. Y entonces descubría que la carta de Alviarin había sido una mentira; la veía junto a Elaida, y a Egwene también, y a Nynaeve e incluso a Elayne, todas con rostros Aes Sedai, porque él era demasiado peligroso para dejarlo en libertad. Presenciaba la destrucción de los Asha’man por mujeres que contaban con años de estudio del Poder Único, no sólo unos pocos meses de duro aprendizaje, y de esos sueños nunca podía despertarse hasta que el último hombre con chaqueta negra había muerto y él se encontraba solo para enfrentarse al poderío de las Aes Sedai. Solo.
Una y otra vez, Cadsuane pronunciaba aquellas palabras sobre dementes que oían voces, hasta que él se encogía al oírlas, además de por los azotes del látigo, y se encogía en sus sueños cuando ella aparecía. En sueños y en la vigilia llamaba a Lews Therin, a voz en grito, y sólo le respondía el silencio. Solo. Y aquel pequeño manojo de sensaciones y emociones en el fondo de su mente, la impresión del roce casi físico de Alanna, se convertía poco a poco en un consuelo. En muchos aspectos, eso era lo que más lo asustaba.
La cuarta mañana se despertó como grogui de un sueño sobre la Torre Blanca, alzando una mano para protegerse los ojos irritados de lo que creía era una llamarada creada con el saidar. Motitas de polvo flotaban brillantes en los rayos de sol que penetraban a través de la ventana para llegar a su lecho, con sus grandes pilares cuadrados. Todos los muebles del dormitorio eran de pulida madera negral y marfil, de línea cuadrada y sobria, y lo bastante pesados para encajar con su estado de ánimo. Permaneció tendido un momento, pero si volvía a dormirse también regresarían los sueños.
«¿Estás ahí, Lews Therin?», pensó, sin esperanza de recibir respuesta, y se levantó cansinamente, colocando la arrugada chaqueta mediante tirones. No se había mudado de ropa desde que se encerró en sus aposentos.
Cuando entró en la antesala dando traspiés, al principio creyó que estaba dormido y tenía el sueño del que siempre despertaba bruscamente, abrumado por la vergüenza, la culpabilidad y el desprecio hacia sí mismo. Pero Min alzó la vista desde una de las altas y doradas sillas, donde estaba sentada con un libro encuadernado en piel sobre las rodillas, y él no se despertó. Los oscuros tirabuzones enmarcaban su rostro, y sus ojos oscuros lo observaban tan intensamente que casi sentía su roce. Las polainas de seda verde brocada se le ajustaban como una segunda piel, y la chaqueta a juego, desabrochada, dejaba a la vista una blusa de color crema que subía y bajaba al ritmo de su respiración. Rand rezó para despertarse. No había sido el miedo ni la rabia ni la culpabilidad por Colavaere o por la desaparición de Lews Therin lo que lo había empujado a encerrarse en sus aposentos.
—Hay una especie de fiesta dentro de cuatro días —anunció alegremente ella—, con la media luna. El Día del Arrepentimiento, lo llaman por alguna razón, pero habrá baile esa noche. Baile tranquilo, oí decir, pero cualquier tipo de baile es mejor que ninguno. —Puso una tira de cuero para señalar la página y dejó cuidadosamente el libro en el suelo—. Es la excusa perfecta para hacerme un vestido, si consigo que la costurera se ponga a trabajar hoy. Es decir, si es que piensas bailar conmigo.
Rand apartó los ojos de ella con esfuerzo y los posó en la bandeja cubierta con un paño que había junto a las altas puertas. La mera idea de la comida le revolvió el estómago. ¡Se suponía que Nandera no debía dejar entrar a nadie, así se abrasara! Y menos que a nadie a Min. ¡Él no había mencionado el nombre de la joven, pero había dicho «nadie»!
—Min, yo… no sé qué decir. Yo…
—Pastor, tienes el aspecto de unos despojos por los que se han peleado perros. Ahora entiendo que Alanna esté tan fuera de sí, aunque no entiendo cómo lo ha sabido. Prácticamente me suplicó que hablase contigo después de que las Doncellas la echaran unas cinco veces. Nandera tampoco me habría dejado pasar a mí si no la tuvieras histérica porque no comes nada, e incluso así tuve que suplicar un poco. Estás en deuda conmigo, palurdo.
Rand se encogió. Imágenes de sí mismo pasaron como fogonazos por su mente: desgarrándole las ropas, forzándola como una bestia salvaje. Estaba en deuda con ella más de lo que imaginaba, tanto que jamás podría resarcirla. Se pasó los dedos por el pelo y se obligó a girar sobre sus talones para mirarla cara a cara. Ella había subido los pies a la silla y estaba sentada cruzada de piernas, con las manos apoyadas en las rodillas. ¿Cómo podía mirarlo tan tranquila?
—Min, no hay disculpa para lo que hice. Si hubiese justicia, iría a la horca. Si pudiera, yo mismo me pondría la cuerda al cuello. Juro que lo haría. —Las palabras le sabían amargas. Era el Dragón Renacido, y Min tendría que esperar a que se le hiciera justicia hasta la Última Batalla. Qué necio había sido al desear sobrevivir al Tarmon Gai’don. No lo merecía.
—¿De qué hablas, pastor? —inquirió lentamente ella.
—Hablo de lo que te hice —gimió. ¿Cómo pudo comportarse así con nadie, pero principalmente con ella?—. Min, sé que tiene que ser duro para ti estar en la misma habitación conmigo. —¿Cómo podía recordar aún la morbidez de su cuerpo, la sedosa suavidad de su piel? Después de que le hubiese quitado la ropa desgarrándola—. Jamás pensé que fuera un animal, un monstruo. —Pero lo era. Se despreciaba a sí mismo por lo que había hecho. Y se despreciaba aún más porque deseaba hacerlo otra vez—. La única excusa que tengo es la locura. Cadsuane estaba en lo cierto. Oía voces. La voz de Lews Therin, creía. ¿Podrás…? No. No tengo derecho a pedirte que me perdones. Pero debes saber cuánto lo siento, Min. —Lo sentía. Y sus manos ansiaban deslizarse por su espalda desnuda, por sus caderas. Era un monstruo—. Lo lamento enormemente. Al menos, quiero que lo sepas.
Ella permanecía sentada allí, inmóvil, mirándolo como si nunca hubiese visto algo igual. Ahora dejaría de disimular. Ahora diría lo que pensaba realmente, de él y, por tremendo que fuera, no llegaría a la mitad de la verdad.
—Así que es por eso por lo que me has mantenido alejada —dijo finalmente la joven—. Escúchame, estúpido zoquete. Estaba a punto de ponerme a gritar y a llorar a moco tendido porque había presenciado demasiadas muertes, y tú también estabas a punto de hacer lo mismo por idéntica razón. Lo que hicimos, mi inocente cordero, fue consolarnos el uno al otro. A veces los amigos se confortan así. Y cierra la boca, cateto de Dos Ríos con pelo de dehesa.
Rand la cerró, pero sólo para tragar saliva. Creyó que los ojos se le iban a salir de las cuencas. Habló tan deprisa que las palabras le salieron atropelladas.
—¿Consolar? ¡Min, si las Mujeres del Círculo en casa oyeran que llamas «consolar» a lo que hicimos, se pondrían en fila para arrancarnos la piel a tiras aunque tuviésemos cincuenta años!
—Vaya, al menos ahora ya somos «nosotros», en lugar de «yo» —instó con gesto severo. Se levantó ágilmente y avanzó hacia él agitando un dedo—. ¿Crees que soy una muñeca, granjero? ¿Me crees tan idiota como para no habértelo hecho saber si no hubiese querido que me tocaras? ¿Crees que no te lo habría dejado muy claro de manera contundente? —Su otra mano sacó un cuchillo de debajo de la chaqueta, lo giró en el aire y volvió a guardarlo en su sitio, todo ello sin que cesara el torrente de palabras—. Recuerdo haberte rasgado la camisa por la espalda porque no podías sacártela por la cabeza lo bastante deprisa para mi gusto. ¡Eso es lo poco que deseaba sentir tus brazos estrechándome! Hice contigo lo que jamás había hecho con un hombre, ¡y no pienses que nunca tuve la tentación! ¡Y ahora dices que todo lo hiciste tú! ¡Como si yo no hubiese estado siquiera allí!
La parte posterior de las piernas de Rand chocaron contra una silla, y sólo entonces él fue consciente de haber estado reculando. Min frunció el entrecejo antes de rezongar:
—Me parece que no me gusta que me mires desde arriba ahora.
De repente le dio una patada en la espinilla, plantó las manos en su pecho y empujó. Rand cayó en la silla con tanta fuerza que casi la volcó hacia atrás. Los tirabuzones oscuros se mecieron cuando Min sacudió la cabeza y se ajustó la chaqueta brocada.
—De acuerdo, puede que fuera así, Min, pero…
—Fue así, pastor —lo cortó firmemente—, y si vuelves a decir lo contrario, más te vale gritar para que acudan las Doncellas y que encauces con todas tus fuerzas, porque te correré a golpes por toda la habitación hasta que chilles pidiendo clemencia. Tienes que afeitarte. Y necesitas un baño.
Rand respiró hondo. Perrin disfrutaba de un matrimonio tan tranquilo, con una esposa dulce y afectuosa. ¿Por qué él siempre topaba con mujeres que lo volvían loco? Si conociera a las mujeres una décima parte que Mat, habría sabido qué responder a todo aquello, pero, en sus circunstancias, lo único que podía hacer era seguir adelante a tientas y metiendo la pata.
—En cualquier caso —dijo cautelosamente—, sólo tengo una alternativa.
—¿Y cuál es? —Min se cruzó de brazos y empezó a dar golpecitos con la punta del pie de manera amenazadora, pero Rand sabía que su decisión era la correcta.
—Alejarte de mí. —Igual que había hecho con Elayne y con Aviendha—. Si hubiese tenido un mínimo de autocontrol, no habría… —La punta del pie empezó a golpear más deprisa. Quizá fuera mejor no mencionar eso. ¿Consolarse? ¡Luz!—. Min, cualquiera cercano a mí corre peligro. Los Renegados no son los únicos que harían daño a alguien allegado con tal de herirme a mí también. Y no hemos de olvidarnos de mí mismo. Ya no soy capaz de controlar el genio. ¡No maté a Perrin por poco! Cadsuane tenía razón. Me estoy volviendo loco, o quizá ya lo estoy. He de mandarte lejos por tu propia seguridad.
—¿Quién es Cadsuane? —inquirió ella con tanta calma que Rand dio un respingo al advertir que seguía golpeando el suelo con el pie—. Alanna mencionó ese nombre como si fuese la hermana del Creador. No, no me lo digas; no me importa. —Aun en el caso de que hubiese querido contestarle, no le dio la oportunidad—. Y tampoco me preocupa Perrin. Ni a él ni a mí nos harías daño. Creo que esa gran pelea en público sólo fue un montaje, eso es lo que pienso. No me importa tu mal genio y no me importa si estás loco. Si realmente lo estuvieras, no te preocuparías tanto por ello. Lo que sí me importa es… —Se inclinó hasta que aquellos grandes y oscuros ojos se encontraron a la altura de los de él, muy próximos, y de repente centellearon con tal intensidad que Rand asió el saidin, dispuesto a defenderse.
»¿Mandarme lejos por mi propia seguridad? —gruñó la joven—. ¿Cómo te atreves? ¿Qué derecho crees tener para mandarme a ninguna parte? ¡Me necesitas, Rand al’Thor! ¡Si te contase sólo una parte de las visiones que he tenido de ti, la mitad del pelo se te pondría de punta y la otra mitad se te caería! ¡Atrévete y verás! ¿De modo que dejas a las Doncellas afrontar cualquier riesgo que quieran y a mí pretendes alejarme de aquí como si fuese una niña?
—A las Doncellas no las amo. —Desde el profundo vacío carente de emociones en el que flotaba, Rand oyó aquellas palabras saliendo de su boca y la impresión hizo saltar en pedazos el vacuo aislamiento e interrumpió el contacto con el saidin.
—Vaya. —Min se irguió. Una leve sonrisa acentuó la curva de sus labios—. Resuelto un punto de la controversia. —Y se sentó en su regazo.
Afirmaba que nunca les haría daño a Perrin ni a ella, pero ahora tenía que lastimarla. No había más remedio, por su propio bien.
—Y también amo a Elayne —manifestó brutalmente—. Y a Aviendha. ¿Ves la clase de monstruo que soy?
Por alguna razón, Min no se inmutó al oírlo confesar aquello.
—Rhuarc ama a más de una mujer —contestó ella con una sonrisa que recordaba la serenidad Aes Sedai—. Y lo mismo le ocurre a Bael, y no he visto que ninguno de los dos tenga cuernos de trolloc ni nada semejante. No, Rand, me amas, y no puedes remediarlo. Debería dejarte colgado y tenerte sobre ascuas por lo mal que me lo has hecho pasar, pero… Que sepas que yo también te amo. —Su sonrisa se borró y frunció el entrecejo, como si se debatiera en un conflicto consigo misma; finalmente suspiró—. La vida sería mucho más fácil para mí si mis tías no me hubiesen enseñado a ser una persona decente —masculló—. Y, para ser justa, Rand, he de decirte que Elayne también te ama. Al igual que Aviendha. Si a Mandelain pueden amarlo sus dos esposas, supongo que tres mujeres sabrán arreglárselas para amarte a ti. Pero yo estoy aquí, y si intentas alejarme de tu lado, me ataré a tu pierna. —Encogió la nariz—. Después de que te hayas bañado, desde luego. En fin, que no me iré, te pongas como te pongas.
Igual que una peonza, así le daba vueltas la cabeza.
—¿Que me amas? —instó con incredulidad—. ¿Cómo sabes lo que sienten por mí Elayne o Aviendha? ¡Luz! Mandelain puede hacer lo que le dé la gana, Min, pero yo no soy Aiel. —Frunció el entrecejo—. ¿Y qué es eso que has dicho sobre contarme sólo parte de tus visiones? Creía que me contabas todo. Y entérate: a ti también te mandaré lejos, a un lugar donde estés a salvo. ¡Y deja de encoger la nariz así! ¡No huelo mal!
Retiró bruscamente la mano con la que se rascaba por debajo de la chaqueta. Las cejas arqueadas de Min hablaban por sí solas, pero, aun así, su lengua no renunció a poner su granito de arena.
—¿Te atreves a usar ese tono? ¿Como si no lo creyeses? —De repente empezó a subir el timbre de voz con cada palabra y le hincó el índice en el pecho como si intentara traspasarlo con él—. ¿Crees que me acostaría con un hombre al que no amo? ¿Lo crees? ¿O es que piensas que no mereces que te amen? ¿Es eso? —Emitió un ruido como el de un gato al que le pisan la cola—. De modo que soy una especie de casquivana sin pizca de cerebro, enamorada de un patán inútil, ¿no? Te sientas ahí, boquiabierto como un buey atontado y menospreciando mi inteligencia, mis gustos, mi…
—Si no te calmas y dejas de decir tonterías —gruñó él—, ¡juro que te daré de azotes! —Sus últimas palabras salieron sin saber cómo, seguramente el producto de noches en vela y confusión, pero antes de que tuviese tiempo de discurrir una disculpa, Min sonrió. ¡Sonrió!
—Por lo menos ya no estás enfurruñado —comentó—. No vuelvas a compadecerte y a lloriquear, Rand; no se te da bien. Bueno, vamos a ver. ¿Quieres sentido común? Te amo, y no voy a marcharme. Si intentas alejarme, les diré a las Doncellas que me deshonraste y ahora me das de lado. Se lo diré a todo el que quiera escucharme. Les contaré…
Rand alzó la mano derecha y examinó la palma, donde resaltaba claramente la marca de la garza, y después la miró a ella. Min echó una ojeada a la mano del joven, con cautela, y rebulló en sus rodillas; luego hizo caso omiso, ostentosamente, de todo salvo su rostro.
—No me iré, Rand —repitió en tono quedo—. Me necesitas.
—¿Cómo lo consigues? —suspiró él mientras se recostaba prestamente en el sillón—. Incluso cuando me llevas la contraria y me calientas la cabeza, logras que mis problemas disminuyan.
—Te hace falta que te lleven la contraria más a menudo —repuso ella con un resoplido—. Bueno, dime. Esa Aviendha, supongo que no tendremos la suerte de que sea tan huesuda y marcada de cicatrices como Nandera.
Rand se echó a reír a despecho de sí mismo. Luz, ¿cuánto hacía que no reía con ganas?
—Min, podría decirte que es tan hermosa como tú, pero ¿acaso pueden compararse dos bellos amaneceres?
Durante unos segundos se quedó mirándolo, con una sonrisa apuntando en sus labios como si no supiera si reaccionar con sorpresa o deleite.
—Eres un hombre muy peligroso, Rand al’Thor —murmuró al tiempo que se inclinaba lentamente hacia él. Rand pensó que podría sumergirse en sus ojos y perderse en ellos. Todas esas ocasiones en las que se había sentado en sus rodillas y lo había besado, todas esas veces que él pensó que sólo se burlaba de un chico de campo, casi se había vuelto loco de ganas por besarla y no parar nunca. Ahora, si lo besaba de nuevo…
La agarró firmemente por los brazos, se puso de pie y la soltó en el suelo. La amaba, y ella le correspondía, pero tenía que recordar que deseaba besar a Elayne cuando pensaba en ella, y también a Aviendha. Dijera lo que dijera Min sobre Rhuarc o cualquier hombre Aiel, había hecho un mal negocio el día que se enamoró de él.
—Hablaste de parte de las visiones, Min. ¿Qué es lo que no me has contado? —preguntó en tono tranquilo.
La mujer lo miró con lo que podría interpretarse como frustración, salvo que, por supuesto, eso no podía ser.
—Estás enamorada del Dragón Renacido, Min Farshaw, y más te vale que lo recuerdes —rezongó ella—. Y también será mejor que lo recuerdes tú, Rand —añadió mientras se apartaba. Él la soltó de mala gana. O con gusto; no habría sabido discernirlo—. Hace media semana que regresaste a Cairhien y aún no has hecho nada con respecto a los Marinos. Berelain pensó que quizás intentarías dar largas al asunto otra vez. Me dejó una carta en la que me pedía que te lo recordara sin descanso, sólo que tú no me permitiste… En fin, dejemos eso. Berelain cree que son importantes para ti de algún modo; dice que eres la realización de cierta profecía que tienen.
—Sé todo eso, Min. Yo… —Se había planteado no involucrar a los Marinos con él; en las Profecías del Dragón no había mención sobre eso que él hubiese visto. Pero, si iba a dejar que Min se quedase a su lado, que corriera el riesgo… La mujer había ganado, comprendió. Se le había partido el alma al ver marcharse a Elayne. El corazón se le puso en un puño cuando se separó de Aviendha. No podría pasar por lo mismo otra vez. Min seguía esperando a que hablara—. Iré a su barco. Hoy. Los Marinos podrán arrodillarse ante el Dragón Renacido en todo su esplendor. Supongo que en ningún momento hubo otra opción. O son míos, o están contra mí. Así es como parece ocurrir siempre. Y ahora, ¿querrás hablarme de esas visiones?
—Rand, deberías informarte de sus costumbres y de cómo son antes de ir…
—Las visiones, Min.
Ella se cruzó de brazos y lo miró ceñuda. Se mordisqueó el labio inferior, dirigió una ojeada malhumorada hacia la puerta. Sacudió la cabeza y rezongó algo entre dientes.
—En realidad es sólo una —dijo por fin—. Estaba exagerando. Te vi a ti y a otro hombre. No distinguí ninguno de los dos rostros, pero sabía que uno eras tú. Os tocabais y parecía que os fundíais el uno en el otro, y… —Su boca se puso tensa en un gesto preocupado; cuando habló, casi lo hizo en un susurro—. Ignoro lo que significa, Rand, excepto que uno de vosotros muere y el otro, no. Yo… ¿Por qué sonríes? No tiene ninguna gracia, Rand. No sé cuál de vosotros muere.
—Sonrío porque me has dado una noticia muy buena —contestó él mientras le acariciaba la mejilla. El otro hombre tenía que ser Lews Therin. «No estoy loco ni oigo voces que no existen», pensó, jubiloso. Uno vivía y el otro moría, pero sabía desde hacía mucho tiempo que él iba a morir. Al menos no había perdido la razón. O no tanto como había temido. Seguía quedando el genio que controlaba a duras penas—. Verás, yo…
De repente cayó en la cuenta de que había pasado de rozarle la mejilla a tomar su cara con las dos manos. Las retiró como si se hubiese quemado. Min apretó los labios y le asestó una mirada de reproche, pero Rand no estaba dispuesto a aprovecharse de ella. No sería justo para la mujer. Por suerte, su estómago sonó ruidosamente en ese momento.
—Necesito comer algo si voy a ir a reunirme con los Marinos. Vi una bandeja en…
Más que aspirar por la nariz con desdén, Min resopló mientras se daba media vuelta y se encaminaba hacia las altas puertas.
—Lo que necesitas es un baño si vamos a visitar a los Marinos.
Nandera se mostró encantada, asintió enérgicamente e impartió órdenes a las Doncellas, que salieron corriendo. Se inclinó hacia Min para hablar.
—Debería haberte dejado entrar el primer día. Habría querido darle de patadas, pero eso no se hace al Car’a’carn. —Por su tono, habría que haberlo hecho. Habló en voz baja, pero no tanto como para que él no la oyera. Rand estaba seguro de que era a propósito; la mirada que le lanzó era demasiado cortante para interpretarla de otro modo.
Las Doncellas mismas llevaron la enorme bañera de cobre y, una vez que la soltaron en el suelo, intercambiaron comentarios con el lenguaje de las manos, riendo y demasiado excitadas para dejar que los sirvientes del Palacio del Sol se encargasen del trabajo y llevasen los humeantes cubos de agua caliente. A decir verdad, Rand tuvo que luchar a brazo partido para desnudarse él solo y también para bañarse sin ayuda, aunque no pudo escapar de que Nandera le enjabonara el pelo. La rubísima Somera y la pelirroja Enaila insistieron en afeitarlo mientras seguía sentado en la bañera, y se concentraron en la tarea de tal modo que parecían temer que pudieran cortarle el cuello. Rand ya estaba acostumbrado a eso de ocasiones anteriores, en las que se habían negado a dejarlo utilizar la brocha y la navaja por sí mismo. También se había acostumbrado a que las Doncellas se quedaran mientras se bañaba, mirándolo y preguntándole si le restregaban la espalda o los pies, todo ello acompañado de muchos movimientos de manos en una charla silenciosa, mostrándose aún bastante escandalizadas al ver a alguien sentado en agua. Por suerte, se las ingenió para librarse al menos de unas cuantas despachándolas con distintas órdenes.
A lo que no estaba acostumbrado era a Min, sentada de piernas cruzadas en la cama, con la barbilla apoyada en las manos y observando todo el proceso con evidente fascinación. En medio de tantas Doncellas, Rand no se había percatado de la presencia de la mujer hasta que se hubo desnudado, y entonces sólo le quedó sentarse lo más rápido posible, de manera que el agua rebosó y se salió por los costados de la bañera. Min no desentonaba con las Doncellas; hablaba de él con las demás sin recato, ¡sin ruborizarse en absoluto! Fue él quien se puso colorado.
—Sí, es muy modesto —decía Min, mostrándose de acuerdo con Malindare, una mujer más metida en carnes de lo que era habitual en las Doncellas, y con el pelo más negro que había visto en un Aiel—. La modestia corona las cualidades de un hombre.
Malindare asentía muy seria, pero Min exhibía una sonrisa de oreja a oreja. Los comentarios siguieron.
—Oh, no, Domeille, sería una lástima estropear una cara tan bonita con una cicatriz.
Domeille, más canosa y nervuda que Nandera y con una barbilla prominente, insistía en que, para que Rand fuera realmente guapo, le faltaba una cicatriz que resaltara su hermosura. Literalmente. Y lo que vino luego fue peor. A las Doncellas parecía gustarles sacarle los colores a la menor oportunidad. Min, desde luego, disfrutaba haciéndolo.
—Tendrás que salir antes o después, Rand —dijo mientras sostenía en alto una gran toalla blanca. La mujer se encontraba a tres o cuatro pasos de la bañera, y las Doncellas se habían retirado y formaban un círculo expectante. La sonrisa de Min era tan ingenua que cualquier magistrado la habría hallado culpable sólo por ello—. Sal y sécate, Rand.
En toda su vida se había sentido más aliviado de ponerse la ropa.
Para entonces, todas sus órdenes se habían llevado a cabo y todo estaba preparado. Rand al’Thor podría haber echado raíces en la bañera, pero el Dragón Renacido iría a visitar a los Marinos con un aspecto que los haría arrodillarse ante él con sobrecogido pasmo.