26 Palabras irrevocables

Morgase yacía despierta, con la vista fija en el techo, en medio de la oscuridad sólo aliviada por la luz de la luna. Intentó pensar en su hija. Sólo estaba cubierta por una sábana de lino, y a pesar del calor llevaba puesto un grueso camisón de lana, atado al cuello. El sudor no importaba; por mucho que se bañara, por muy caliente que estuviese el agua, no se sentía limpia. Elayne tenía que hallarse a salvo en la Torre Blanca. A veces le parecía que habían pasado años desde que había dejado de fiarse de las Aes Sedai, pero a pesar de la paradoja, sin duda la Torre era el lugar más seguro para Elayne. Intentó pensar en Gawyn, que estaría en Tar Valon con su hermana, lleno de orgullo por ella, tan anhelante en su deseo de ser su escudo cuando ella necesitase uno. Y en Galad; ¿por qué no le permitían verlo? Lo quería tanto como si lo hubiese dado a luz, y en muchos aspectos él necesitaba más su cariño que los otros dos. Intentó pensar en ellos. Resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera… Los ojos muy abiertos miraban fijamente en la oscuridad, relucientes por las lágrimas contenidas.

Siempre se había considerado lo bastante valiente para hacer lo que exigiese su deber, para afrontar lo que fuera que le deparara el destino; siempre había creído que podría incorporarse y seguir luchando. En una hora interminable, sin dejar más huella que unos pocos moretones que ya empezaban a borrarse, Rhadam Asunawa había empezado a demostrarle lo contrario. Elmon Valda había completado la lección con una pregunta. El verdugón que su respuesta había dejado en su corazón no se había borrado. Tendría que haber regresado ante Asunawa y haberle dicho que llegara hasta el final. Tendría que… Rogó por que Elayne estuviese a salvo. Quizá no era justo desear mejor suerte para Elayne que para Gawyn o Galad, pero ella sería la próxima reina de Andor. La Torre no perdería la oportunidad de sentar a una Aes Sedai en el Trono del León. Ojalá pudiera ver a Elayne, a todos sus hijos, otra vez.

Algo se movió en el oscuro dormitorio y Morgase contuvo la respiración al tiempo que procuraba no temblar. La débil luz de la luna apenas bastaba para distinguir las columnas de la cama. Valda había partido hacia el norte de Amador el día anterior, así como Asunawa, con miles de Capas Blancas para enfrentarse al Profeta, pero si había regresado, si él…

La sombra en la oscuridad se concretó en la figura de una mujer, demasiado baja para tratarse de Lini.

—Pensé que estaríais despierta —dijo quedamente la voz de Breane—. Bebeos esto, os ayudará. —La cairhienina intentó poner una copa de plata en la mano de Morgase. El contenido tenía un ligero olor amargo.

—Espera a que se te llame para traerme de beber —espetó mientras empujaba la copa. Un líquido templado se derramó en su mano y sobre la sábana de lino—. Casi me había dormido cuando entraste metiendo ruido —mintió—. ¡Márchate!

En lugar de obedecer, la mujer se quedó mirándola, el rostro envuelto en las sombras. A Morgase no le caía bien Breane Taborwin. Tanto si era de noble cuna y los acontecimientos la habían hecho perder su posición, como afirmaba en ocasiones, o si era meramente una criada que se hacía pasar por alguien de una clase superior a la suya, lo cierto es que sólo obedecía cuando quería y lo que le apetecía, además de darse excesivas libertades con lo que decía, como se hizo patente en ese momento.

—Gemís como una oveja, Morgase Trakand. —A pesar del timbre bajo, su voz rezumaba cólera. Dejó la copa en la mesilla con brusquedad y más líquido se derramó sobre la superficie del mueble—. ¡Bah! Muchas otras personas han pasado por situaciones mucho peores. Estáis viva. No tenéis ningún hueso roto. Vuestra mente sigue funcionando. Aguantad, dejad que el pasado quede atrás y seguid adelante. Habéis estado tan tensa que los hombres caminan de puntillas, incluso maese Gill. Lamgwin apenas ha dormido estas tres últimas noches.

Morgase enrojeció, irritada; ni siquiera en Andor los criados se permitían hablar de ese modo. Asió el brazo de la mujer con fuerza, pero cuando habló en su voz se debatían la ansiedad y el desagrado:

—No lo saben, ¿verdad? —Si lo supieran, intentarían vengarla, rescatarla. Morirían. Tallanvor moriría.

—Lini y yo les hemos puesto vendas en los ojos por vos —se mofó Breane mientras retiraba de un tirón la mano de la otra mujer—. Si con ello pudiera salvar a Lamgwin, los pondría en antecedentes para que supieran la oveja gemebunda que sois realmente. Él ve la Luz reencarnada en vos; yo veo una mujer sin coraje para afrontar el día a día. No permitiré que lo destruyáis con vuestra cobardía.

Cobardía. La ira colmó a Morgase, pero aun así la reina no pronunció una sola palabra. Sus dedos se crisparon sobre la sábana. No creía que hubiese sido capaz de decidir a sangre fría yacer con Valda pero, de haberlo hecho, habría podido soportarlo. Al menos, eso creía. Otra cosa era decir sí porque temía afrontar de nuevo las cuerdas de nudos y las agujas de Asunawa, por temer más que consiguiera su propósito con violencia. Por mucho que hubiese gritado con las torturas de Asunawa, Valda era quien le había demostrado la verdadera medida de su valor, tan inferior a lo que ella creía. El tacto de Valda, su lecho, podría olvidarlos con el tiempo, pero jamás sería capaz de borrar la vergüenza de aquel «sí» en sus labios. Breane le había arrojado la verdad a la cara y no sabía cómo replicar.

El ruido de unos pasos apresurados en la antesala le ahorraron el mal trago. La puerta del dormitorio se abrió violentamente y un hombre penetró un paso en la estancia.

—Estáis despierta. Bien —dijo la voz de Tallanvor al cabo de un momento.

El corazón de Morgase volvió a latir y la reina, que había contenido la respiración, inhaló de nuevo. Intentó soltar la mano de Breane —no recordaba haberla asido— pero para su sorpresa la mujer se la apretó un instante antes de aflojar los dedos.

—Algo pasa —prosiguió Tallanvor, aproximándose a la única ventana de la habitación. Se quedó a un lado, como para evitar ser visto, y oteó en la noche. La luz de la luna perfilaba su alta figura—. Maese Gill, entrad y contad lo que visteis.

Una cabeza calva, que brillaba en la oscuridad, asomó en el umbral. Detrás, en la otra habitación, se movió una figura corpulenta: Lamgwin Dorn. Cuando Basel Gill reparó en que la reina se hallaba en el lecho, el débil brillo de su calva se movió al volver el hombre la vista hacia otro lado, aunque probablemente no distinguía nada aparte de la cama. Maese Gill era aún más ancho que Lamgwin, pero ni por asomo tan alto.

—Disculpad, mi reina, no era mi intención… —Carraspeó fuerte y sus botas rasparon sobre el suelo al mover los pies con inquietud. Si hubiese tenido sombrero, le habría estado dando vueltas en las manos con nerviosismo—. Me encontraba en la Gran Galería de camino a… a… —Los retretes, era lo que no se atrevía a decir a la reina—. En fin, eché una ojeada por una de las ventanas y vi… una gran ave, creo, posarse encima del Cuartel Sur.

—¡Un ave! —La fina voz de Lini provocó que maese Gill diese un brinco de sobresalto y entrara en el cuarto, dejando libre la puerta. O tal vez fue un codazo en las costillas. Por lo general Lini aprovechaba todas las ventajas derivadas de su edad. Pasó junto al hombre, todavía abrochándose la bata—. ¡Necios! ¡Zopencos con cerebro de buey! ¡Habéis despertado a mi ni…! —Enmudeció de repente y tosió fuerte; Lini nunca olvidaba que había sido nodriza de Morgase y también de su madre, pero nunca cometía deslices delante de otros. Haberlo hecho ahora la habría irritado, y su voz lo denotó—. ¡Despertasteis a mi señora por un ave! —Se tanteó la redecilla y, con un gesto inconsciente, metió algunos mechones que se habían soltado mientras dormía—. ¿Habéis bebido, maese Gill?

Morgase se estaba preguntando lo mismo.

—No sé si era un ave —protestó el hombre—. No tenía aspecto de serlo, pero ¿qué otra cosa vuela, aparte de los murciélagos? Era grande. Desmontaron hombres de su espalda, y aún iba otro montado en su cuello cuando volvió a levantar el vuelo. Mientras me daba cachetes para despertarme, otra de esas… cosas aterrizó, y más hombres desmontaron de su espalda. Y a continuación llegó otra, y entonces decidí que había llegado el momento de informar a lord Tallanvor.

Lini ni aspiró aire por la nariz con desdén, pero Morgase casi podía sentir su mirada penetrante, y eso que no iba dirigida a ella. El hombre que había abandonado su posada para seguirla, la sintió sin ninguna duda.

—Juro por la Luz que es cierto, mi reina —insistió.

—¡Luz! —exclamó Tallanvor como un eco—. Algo… Algo acaba de posarse sobre el Cuartel Norte.

Morgase jamás lo había oído hablar con voz tan agitada. Lo único que deseaba era que todos se marchasen y la dejaran sola con su desdicha, pero al parecer había pocas esperanzas de que ocurriera tal cosa. Tallanvor era peor que Breane en muchos aspectos. Mucho peor.

—Mi bata —pidió y, por una vez, Breane se apresuró a entregarle la prenda.

Maese Gill se volvió hacia la pared mientras Morgase se ponía la bata de seda. La reina se dirigió hacia la ventana mientras se ataba el cinturón. El alargado Cuartel Norte se alzaba al otro lado del amplio patio; era un edificio de cuatro plantas, con techo plano, construido con piedra oscura. No se veía ninguna luz encendida, ni allí ni en ninguna otra parte de la Fortaleza de la Luz. Todo era quietud y silencio.

—No veo nada, Tallanvor.

—Observad —dijo él, mientras la hacía echarse hacia atrás.

En otro momento habría lamentado que la mano del hombre se apartara de su hombro, y se habría irritado consigo misma por ello, además de por el tono empleado por Tallanvor. Ahora, después de lo de Valda, sintió alivio. E irritación por ese alivio, además de por su tono. Era demasiado irrespetuoso, demasiado testarudo, demasiado joven. Sólo un poco mayor que Galad.

Las sombras cambiaban conforme la luna se desplazaba, pero no había ningún otro movimiento. Fuera, en la ciudad de Amador, un perro aulló, y otros le contestaron. Entonces, cuando Morgase abría la boca para despedir a Tallanvor y a todos los demás, la oscuridad en lo alto del gran cuartel se encorvó y saltó del tejado.

Algo, lo había llamado Tallanvor, y a ella no se le ocurría nada mejor. La imagen de un cuerpo largo que parecía más grueso que la altura de un hombre; enormes alas con nervaduras, como las de los murciélagos, batiendo mientras la criatura se zambullía hacia el patio; una figura, un hombre, sentada justo detrás del cuello sinuoso. Y entonces las alas se sustentaron en el aire y la… cosa se elevó, ocultando la luz de la luna mientras planeaba en lo alto, ondeando una cola larga y fina.

Morgase cerró lentamente la boca. La única idea que le vino a la mente fue Engendros de la Sombra. Los trollocs y los Myrddraal no eran las únicas criaturas transmutadas por la Sombra que habitaban en la Llaga. Nunca le habían hablado de algo semejante, pero sus tutoras en la Torre decían que allí vivían cosas que nadie había visto claramente ni había vivido para describirlas. Sin embargo, ¿cómo podían encontrarse tan al sur?

De repente surgió un destello de luz acompañado de un gran retumbo, en dirección a las puertas principales; se repitió en otros dos sitios, a lo largo de la gran muralla exterior. Morgase creía que también había puertas por allí.

—Por la Fosa de la Perdición ¿qué demonios ha sido eso? —masculló Tallanvor en el instante de silencio que se produjo antes de que los gongs de alarma empezaran a resonar en la oscuridad. Se oyeron gritos, chillidos y toques roncos, como de algún tipo de cuerno. El fuego estalló con la violencia de un trueno, y después se repitió en otro sitio.

—El Poder Único —musitó Morgase. Puede que no fuera capaz de encauzar, pero eso sí podía notarlo. Las ideas sobre Engendros de la Sombra se borraron de su mente—. Deben de ser Aes Sedai.

Oyó dar un respingo a alguien a su espalda; quizá Lini o Breane.

—Aes Sedai —susurró, excitado, maese Gill, y Lamgwin murmuró algo en voz demasiado baja para entender qué decía.

Fuera, en la oscuridad, sonaba el estrépito de metal chocando contra metal, el fuego rugía y los rayos se descargaban desde un cielo sin nubes. Apagado por el estruendo, se oyó finalmente el toque de las campanas de alarma de la ciudad, pero pocas, cosa extraña.

—Aes Sedai. —Tallanvor no parecía convencido—. ¿Por qué ahora? ¿Para rescataros, Morgase? Creía que sólo podían usar el Poder Único contra Engendros de la Sombra, no contra hombres. Además, si esa criatura alada no era un Engendro de la Sombra, entonces es que jamás he visto uno.

—¡No sabes de qué estás hablando! —se enfrentó a él, acalorada—. ¡Tú…!

La saeta de una ballesta chocó contra el cerco de la ventana y lanzó una rociada de esquirlas de piedra; el aire se agitó frente a su cara cuando el proyectil pasó culebreando entre los dos y se hincó en una de las columnas de la cama con un impacto seco. Unos centímetros más a la derecha y todos su problemas se habrían terminado.

No se movió, pero Tallanvor la apartó de la ventana al tiempo que barbotaba un juramento. Incluso a la luz de la luna distinguió su ceño cuando la miró intensamente. Por un instante pensó que iba a tocarle la cara; si lo hacía, no sabía si se echaría a llorar o a gritar o le ordenaría que se marchara de su lado para siempre o…

—Me parece más probable —dijo él en cambio—, que se trate de esos sanchin o comoquiera que se llamen a sí mismos. —Insistía en aceptar como ciertos los rumores que se habían colado incluso en la Fortaleza—. Creo que puedo sacaros de aquí ahora. Reinará una gran confusión. Venid conmigo.

No le llevó la contraria; pocas personas sabían algo sobre el Poder Único, cuanto menos la diferencia entre el saidar y el saidin. La idea de Tallanvor tenía posibilidades. Quizá podrían escapar en el pandemónium de la batalla.

—¡Sacarla a ese caos! —chilló Lini. Luces llameantes amortiguaban la luz de la luna en la ventana; estallidos y truenos ahogaban el estruendo de hombres y armas—. Creía que tenías más sentido común, Martyn Tallanvor. «Sólo los necios besan avispones o comen fuego». Ya le has oído decir que son Aes Sedai. ¿Crees que no lo sabe? ¿Lo crees?

—Milord, si son Aes Sedai… —abundó maese Gill.

Tallanvor apartó las manos de Morgase y rezongó entre dientes algo de que ojalá tuviera su espada. Pedron Niall le había permitido conservarla; Elmon Valda no era tan confiado.

Por un instante, la desilusión se apoderó de la reina. Si él hubiese insistido, si la hubiese obligado a seguirlo… ¿Qué demonios le pasaba? Si Tallanvor hubiese intentado llevarla a la fuerza a cualquier sitio, por cualquier razón, lo habría desollado. Tenía que recuperar el autocontrol. Valda había hecho mella en su seguridad en sí misma —a decir verdad, la había hecho jirones—, pero debía aferrarse a esos guiñapos y remendarlos. De algún modo. Y si es que merecía la pena intentarlo.

—Al menos puedo enterarme de lo que ocurre —gruñó Tallanvor mientras se encaminaba a la puerta—. Si no son Aes Sedai…

—¡No! Te quedarás aquí. Por favor. —Morgase se alegró de la penumbra que reinaba en el cuarto, ya que ocultaba el fuerte sonrojo de su rostro. Se habría mordido la lengua antes que pronunciar las dos últimas palabras, pero éstas salieron de su boca sin darle tiempo a contenerlas. Prosiguió en tono más firme—: Te quedarás aquí, protegiendo a tu reina, como es tu obligación.

En la tenue luz alcanzó a ver el rostro del hombre, en apariencia impasible, y su inclinación de cabeza pareció respetuosa y adecuada, pero aun así Morgase habría apostado hasta el último céntimo a que Tallanvor se había puesto furioso.

—Estaré en la antesala —respondió.

En fin, su tono de voz no dejaba lugar a dudas. Por una vez, sin embargo, a Morgase no le importó lo enfadado que estuviera ni su escaso esfuerzo por disimularlo. Era más que probable que acabara matando a ese condenado hombre con sus propias manos, pero no iba a morir esa noche, aniquilado por soldados que no podían saber de parte de quién luchaba.

Ahora era imposible conciliar el sueño, aun en el caso de que su estado de ánimo se lo hubiese permitido. Sin encender las lámparas, se lavó la cara y los dientes. Breane y Lini la ayudaron a ponerse un vestido de seda azul con cuchillas verdes y montones de puntilla blanca en los puños y en el cuello alto. Resultaría muy apropiado para recibir a unas Aes Sedai. El saidar colmaba el aire nocturno. Tenían que ser Aes Sedai. ¿Quiénes otras, si no?

Cuando se reunió con los hombres en la antesala, éstos se encontraban sentados en la oscuridad excepto por la luz de la luna que se colaba a través de las ventanas y los esporádicos destellos del fuego creado por el Poder. Incluso una vela habría atraído la atención, cosa que no querían que ocurriera. Lamgwin y maese Gill se incorporaron rápidamente de las sillas en actitud respetuosa; Tallanvor se puso de pie con más lentitud, y Morgase no necesitó luz para saber que la miraba con gesto hosco. Furiosa por tener que hacer caso omiso de su actitud —¡al fin y al cabo era su reina!— y consiguiendo sólo a duras penas que su voz no trasluciese ira, ordenó a Lamgwin que llevara más sillas de las que había colocadas cerca de las ventanas. Se sentaron y aguardaron en silencio. Al menos, en silencio por su parte, ya que fuera resonaba el estruendo de lucha, gritos y toques de cuernos, y durante todo el tiempo Morgase no dejó de percibir el saidar, con mayor o menor intensidad, de manera ininterrumpida.

Poco a poco, al cabo de una hora como mínimo, el fragor de la batalla menguó y por último cesó. Se oían voces que impartían órdenes ininteligibles, los gemidos de los heridos y alguna que otra vez la ronca y rara voz de los cuernos, pero ya no se oía el entrechocar de armas. También disminuyó la sensación del saidar, si bien Morgase estaba segura de que había mujeres dentro de la Fortaleza que lo seguían abrazando, aunque no creía que estuviesen encauzando entonces. Todo parecía casi tranquilo tras el clamor y la conmoción.

Tallanvor rebulló, pero la reina le indicó con un gesto que no se moviera antes de que el hombre tuviera ocasión de incorporarse; por un instante creyó que no iba a obedecer. La noche llegó a su fin y la claridad del día penetró a través de las ventanas, poniendo de manifiesto el gesto ceñudo del capitán. Morgase continuó con las manos enlazadas sobre el regazo. La paciencia era una de las muchas virtudes que ese joven tenía todavía que aprender; tras el valor, ocupaba la posición más alta de las virtudes nobles. El sol ascendió en el cielo. Lini y Breane empezaron a cuchichear entre ellas en tono cada vez más preocupado a la par que lanzaban ojeadas en su dirección. Tallanvor, ceñudo y echando fuego por los ojos, permanecía sentado rígido; llevaba una chaqueta azul oscuro que le sentaba muy bien. Maese Gill rebullía inquieto y se pasaba las manos alternativamente por el cabello entrecano o se enjugaba el sudor de las rubicundas mejillas con un pañuelo. Lamgwin estaba repantigado en la silla, y los abultados párpados entornados daban al antiguo camorrista callejero aspecto de adormilado, pero cuando miraba a Breane una fugaz sonrisa asomaba a su rostro surcado de cicatrices. Morgase se concentró en su respiración, casi como en los ejercicios que había practicado durante los meses pasados en la Torre. Paciencia. ¡Como alguien no apareciese pronto, iba a decir unas palabras ásperas, tanto si eran Aes Sedai como si no!

A despecho de sí misma, dio un brinco cuando sonó una fuerte llamada en la puerta que daba al pasillo. Antes de que tuviese tiempo de ordenar a Breane que fuera a ver quién era, la puerta se abrió violentamente y golpeó contra la pared. Morgase miró de hito en hito a la persona que entró.

Un hombre alto, de tez oscura y nariz aguileña, le sostuvo la mirada fríamente; por encima de su hombro asomaba la empuñadura de una espada. Cubría su torso un extraño peto hecho con láminas superpuestas y lacadas en dorado y negro, y sostenía en el brazo un yelmo que semejaba la cabeza de un insecto, también dorado y negro, rematado por tres plumas verdes, largas y finas. Tras él venían otros dos hombres que lucían el mismo tipo de armadura, si bien las suyas parecían pintadas en lugar de lacadas, e iban tocados con los yelmos, éstos sin el penacho de plumas; empuñaban ballestas cargadas, listas para ser disparadas. Había más de esos hombres en el pasillo, equipados con lanzas que adornaban unos borlones dorados y negros.

Tallanvor, Lamgwin e incluso el orondo maese Gill se levantaron precipitadamente y se interpusieron entre ella y los peculiares visitantes. Morgase tuvo que empujarlos para abrirse paso.

Los ojos del hombre de nariz aguileña se clavaron directamente en ella antes de que pudiera exigir una explicación.

—¿Sois Morgase, reina de Andor? —Su timbre era áspero y arrastraba tanto las palabras al pronunciarlas que costaba trabajo entenderle. El hombre continuó sin esperar su respuesta—. Vendréis conmigo. Sola —añadió cuando Tallanvor, Lamgwin y maese Gill se adelantaron a la par. Los que manejaban las ballestas las aprestaron; las gruesas saetas parecían hechas para atravesar armaduras, de modo que un hombre desprotegido no tenía ninguna posibilidad.

—No tengo ninguna objeción a que mi gente aguarde aquí hasta mi regreso —respondió Morgase aparentando mucha más tranquilidad de la que sentía realmente. ¿Quiénes eran esas personas? Conocía el acento de todos los países, y también los distintos tipos de armaduras—. Estoy convencida de que velaréis muy bien por mi seguridad, capitán…

El individuo no le dio su nombre y se limitó a indicar con un ademán brusco que lo siguiera. Para gran alivio de Morgase, Tallanvor no alborotó a pesar de la furia abrasadora que traslucían sus ojos. La reina advirtió con gran irritación que maese Gill y Lamgwin miraban a Tallanvor antes de retroceder un paso.

En el pasillo, los soldados formaron alrededor de ella, con el oficial de nariz aguileña y los dos ballesteros situados a la cabeza. Morgase intentó convencerse de que era una guardia de honor. Deambular por ahí sin protección, transcurrido tan poco tiempo después de una batalla, era una solemne necedad; podrían quedar resistentes que aprovecharían la ocasión de tomar un rehén o de matar a cualquiera que los viera. Deseó poder creerlo.

Trató de preguntar al oficial, pero el hombre no dijo una sola palabra, sin perder el ritmo del paso ni volver la cabeza, de modo que la reina dejó de intentarlo. Ninguno de los soldados le dirigió una ojeada; eran hombres de aspecto duro, del tipo de los que componían la Guardia Real, hombres que habían combatido en más de una ocasión. Pero ¿quiénes eran? Sus botas golpeaban el suelo al unísono, creando un sonido ominoso semejante al batir de un tambor que en los corredores de la Fortaleza resonaba con mayor fuerza. En los pasillos apenas había colorido, nada que los ornamentara excepto alguno que otro tapiz representando a los Capas Blancas batiéndose en sangrientas batallas.

Morgase cayó en la cuenta de que la conducían hacia las dependencias del capitán general, y se le hizo un nudo en la boca del estómago. Casi había llegado a gustarle ir hacia allí en vida de Pedron Niall, pero había temido hacer el mismo camino en los escasos días transcurridos desde su muerte. Sin embargo, al girar en una esquina, vio a unas dos docenas de arqueros que marchaban detrás de otro oficial; iban vestidos con pantalones amplios y coseletes de cuero endurecido, pintados a rayas azules y negras. Tenían las cabezas cubiertas con cascos de los que colgaba una fina malla de acero que les tapaba el rostro hasta los ojos; bajo esas mallas se atisbaban las puntas de bigotes aquí y allí. El oficial de los arqueros inclinó la cabeza ante el que dirigía la guardia que la escoltaba, y éste se limitó a alzar una mano en respuesta.

Taraboneses. Hacía muchos años que no veía soldados taraboneses; si aquellos hombres no lo eran, a pesar de las rayas de los coseletes, ella se comería las zapatillas. Empero, no tenía sentido. Tarabon era la viva imagen del caos, con una guerra civil de cientos de frentes entre pretendientes al trono y los Juramentados del Dragón. Tarabon jamás habría podido lanzar aquel ataque contra la mismísima Amador. A menos que, increíblemente, uno de los aspirantes al trono se hubiese impuesto sobre los demás y sobre los Juramentados del Dragón y sobre… Imposible. Además, eso no explicaba la presencia de aquellos soldados de extrañas armaduras ni las bestias aladas ni…

Morgase creía que había visto rarezas. Creía que había experimentado la zozobra. Entonces ella y su guardia giraron en otra esquina y se encontraron con dos mujeres.

Una era esbelta, baja como una cairhienina y de tez más oscura que cualquier teariana. Llevaba un vestido azul que apenas le llegaba a los tobillos; el dibujo de relámpagos plateados zigzagueaba sobre franjas rojas en el pecho y los costados de la amplia falda dividida. La otra mujer, con atuendo gris oscuro, era más alta que la mayoría de los hombres; tenía el cabello rubio, lustroso, largo hasta los hombros, y sus verdes ojos traslucían miedo. Una correa plateada unía el brazalete del mismo metal, que llevaba en la muñeca la mujer más baja, al collar ceñido al cuello de la más alta.

Se apartaron para dejar paso a la guardia de Morgase y, cuando el oficial de nariz aguileña murmuró «Der’sul’dam» —al menos, eso le pareció a Morgase, ya que el extraño acento hacía difícil la comprensión de las palabras—, en un tono casi como haría un igual aunque no del todo, la mujer atezada inclinó ligeramente la cabeza, tiró de la correa, y la mujer rubia se arrodilló, agachándose hasta tocar con la frente las rodillas y poniendo las manos en el suelo. Mientras Morgase y sus guardias pasaban ante las dos mujeres, la de piel morena se inclinó para dar unas palmaditas afectuosas en la cabeza de la otra, como si fuese un perro; pero lo peor de todo fue que la mujer postrada alzó la vista hacia la otra y la miró con complacencia y gratitud.

Morgase hizo un arduo esfuerzo para seguir caminando, para que las rodillas no se le doblaran, para evitar que su revuelto estómago se vaciara allí mismo. El total servilismo ya era malo de por sí, pero estaba segura de que la mujer arrodillada podía encauzar. ¡Imposible! Caminó aturdida, preguntándose si aquello no sería un sueño, una pesadilla. Rezó por que lo fuera. Fue vagamente consciente de cruzarse con más soldados, éstos también con armaduras rojas y negras, y después…

La sala de audiencias de Pedron Niall —ahora de Valda, o más bien de quienquiera que hubiese tomado la Fortaleza— había cambiado. El gran sol radiante del suelo continuaba allí, pero todas las banderas capturadas por Niall, que Valda había conservado como si fuesen trofeos suyos, habían desaparecido, igual que el mobiliario excepto el sillón de respaldo alto y talla sencilla utilizado por Niall, y después por Valda, que ahora aparecía flanqueado por dos biombos altos adornados con dibujos chillones. Uno de ellos mostraba un ave de presa negra con penacho blanco, pico de aspecto cruel y alas blancas en las puntas, extendidas; el otro, un felino de pelaje amarillo, moteado en negro, con una de las garras plantada sobre un animal semejante a un ciervo, de cuernos largos y rectos y franjas blancas en el lomo, la mitad de grande que el felino.

Había varias personas en la sala, pero eso fue todo cuanto tuvo tiempo de observar antes de que se adelantara una mujer de rostro anguloso, con la mitad de la cabeza afeitada y el resto de cabello, largo y castaño, recogido en una trenza que le caía sobre el hombro derecho. Sus ojos, tan azules como el vestido que llevaba, rebosaban desdén y no tenían nada que envidiar a los del felino o los del ave de presa de los biombos.

—Estáis en presencia de la Augusta Señora Suroth, dirigente de Los que Llegan Antes y coadyuvante del Retorno —entonó con el mismo acento que arrastraba las palabras.

Sin previa advertencia, el oficial de nariz aguileña asió a Morgase por la nuca y la hizo postrarse a su lado. Aturdida, y no era una de las razones de menos peso el hecho de haberse quedado sin resuello por el empellón, la reina vio que el hombre besaba el suelo.

—Suéltala, Elbar —ordenó otra mujer, con el peculiar acento cadencioso teñido de ira—. No debe tratarse así a la reina de Andor.

El oficial, Elbar, se incorporó parcialmente, aunque todavía de rodillas y con la cabeza inclinada.

—Me humillo, Augusta Señora. Suplico el perdón. —Su voz sonaba tan fría e inexpresiva como podía permitir aquel acento.

—Me siento poco inclinada a perdonar esto, Elbar.

Morgase alzó la vista. La imagen de Suroth la sorprendió. Tenía la cabeza afeitada en ambos lados de manera que dejaba una reluciente cresta negra en la parte superior, que caía en melena por la espalda.

—Quizá lo haga cuando hayas sido castigado —continuó Suroth—. Ve a dar parte de tu transgresión ahora mismo. ¡Fuera de mi vista! ¡Vete! —Un ademán displicente dejó a la vista unas uñas de casi tres centímetros de largo, las dos primeras de cada mano lacadas en azul.

Elbar volvió a inclinarse sobre las rodillas y después se incorporó lentamente, tras lo cual retrocedió de espaldas hacia la puerta. Por primera vez, Morgase advirtió que ninguno de los otros soldados los había seguido al interior de la sala. Y también reparó en algo más. Antes de desaparecer, el oficial le dirigió una última mirada, y que en lugar de traslucir resentimiento por ser la causa de su castigo, el hombre… la observó pensativo, reflexivo. No habría castigo; toda la escena se había preparado de antemano.

Suroth se deslizó hacia Morgase sosteniendo con todo cuidado la veste azul a fin de dejar a la vista las faldas, de un blanco níveo y plisada con centenares de diminutos pliegues. A Morgase no le pasó inadvertido el hecho de que la mujer se demoró lo suficiente para no llegar ante ella hasta que se hubo puesto de pie.

—¿Habéis sufrido algún daño? —inquirió Suroth—. En tal caso, haré que se doble su castigo.

Morgase se sacudió el vestido para no tener que contemplar la falsa sonrisa que en ningún momento se reflejó en los ojos de la mujer. Aprovechó la oportunidad para mirar alrededor de la sala. Había cuatro hombres y cuatro mujeres arrodillados junto a una pared, todos ellos jóvenes y de gran belleza, y todos vestidos… Apartó bruscamente los ojos. ¡Aquellas largas vestimentas blancas eran casi transparentes! En los extremos de los biombos había otras dos parejas de mujeres arrodilladas, una de cada par con vestido gris y la otra azul, con los relámpagos plateados bordados, unidas entre sí por la correa de plata de la muñeca al cuello. Morgase no estaba lo bastante cerca para poder afirmarlo con certeza, pero tenía la desagradable sensación de que las dos mujeres de gris eran capaces de encauzar.

—Me encuentro muy bien, gracias… —Enmudeció al reparar en una forma grande, de color pardo rojizo, que yacía en el suelo; quizás un montón de pieles de vaca curtidas. Entonces se movió—. ¿Qué es eso? —Se las arregló para no quedarse boquiabierta, pero no pudo evitar hacer la pregunta.

—¿Os gusta mi lopar? —Suroth se apartó con bastante más rapidez con la que se había aproximado. La inmensa forma levantó una cabeza redonda y colosal para que la mujer le acariciara debajo de la barbilla con un nudillo. La criatura le recordó a Morgase a un oso, aunque a buen seguro duplicaba el tamaño del oso más grande que había visto en su vida, además de no tener un solo pelo y carecer de hocico, pero con prominentes arcos ciliares—. Almandaragal me fue entregado, cuando era cachorro, como regalo el primer día de mi verdadero nombre. Frustró el primer intento de asesinarme ese mismo año, cuando apenas había alcanzado la cuarta parte de su desarrollo.

Había verdadero afecto en la voz de la mujer. El… lopar separó los labios y dejó a la vista unos grandes dientes puntiagudos mientras la mujer lo acariciaba; flexionó las zarpas delanteras, de manera que sacó y retrajo las garras de seis largos dedos en cada una de ellas. Y empezó a ronronear, un sordo retumbo que igualaría al de cien gatos.

—Extraordinario —dijo débilmente Morgase. ¿Día del verdadero nombre? ¿Cuántos intentos de asesinar a esa mujer había habido para que pudiera referirse al «primero» de manera tan intrascendente?

El lopar emitió un corto gemido cuando Suroth se apartó de él, pero enseguida volvió a reposar la cabeza entre las patas. De forma sorprendente, no la siguió con la mirada, sino que mantuvo los ojos fijos en Morgase, apartándolos sólo de tanto en tanto para echar un vistazo hacia la puerta o a las ventanas, estrechas como saeteras.

—Por supuesto, por muy leal que sea un lopar no puede compararse con las damane. —Ahora no había el menor atisbo de afecto en la voz de Suroth—. Pura y Jinjin podrían acabar con cien asesinos antes de que Almandaragal tuviese tiempo de pestañear. —Al oír aquellos nombres, las mujeres vestidas de azul tiraron de las correas y las otras dos mujeres que había en el extremo de cada traílla se postraron como lo había hecho la del corredor—. Tenemos muchas más damane desde que regresamos. Éste es un campo rico para la caza de marath’damane. Pura —añadió con indiferencia— fue antaño una mujer de la… Torre Blanca.

A Morgase le flojearon las rodillas. ¿Una Aes Sedai? Observó con detenimiento la espalda doblada de la mujer llamada Pura, sin poder creer lo que oía. Ninguna Aes Sedai se doblegaría de ese modo. Pero cualquier mujer capaz de encauzar, no sólo una Aes Sedai, debería ser capaz de coger aquella correa y estrangular con ella a quien la atormentaba. De hecho, cualquiera debería ser capaz de hacerlo. No, imposible; la tal Pura no podía ser Aes Sedai. Morgase se preguntó si debería osar pedir una silla.

—Todo eso es muy… interesante. —Al menos su voz sonaba firme—. Pero dudo mucho que me hayáis pedido venir aquí para hablar de Aes Sedai. —No le habían pedido que fuera, desde luego.

Suroth la miró de hito en hito, sin mover un solo músculo, salvo una leve tensión en aquellos dedos de largas uñas de su mano izquierda.

—¡Thera! —gritó de repente la mujer de rostro anguloso y media cabeza afeitada—. ¡Kaf para la Augusta Señora y su invitada!

Una de las mujeres ataviadas con las ropas diáfanas, la mayor de todas pero aun así joven, se incorporó grácilmente. Su bonita boca tenía un gesto enfurruñado, pero corrió presurosa hacia la parte posterior del biombo con el ave de presa pintada y en cuestión de segundos reapareció llevando una bandeja de plata con dos pequeñas tazas blancas. Se arrodilló con movimientos sinuosos ante Suroth e inclinó la oscura testa mientras alzaba la bandeja, de manera que ésta quedó por encima de ella. Morgase sacudió la cabeza; si se pidiera a cualquiera de las sirvientes de Andor que hiciera eso —¡o que llevara ese tipo de ropa!— pondría el grito en el cielo.

—¿Quiénes sois? ¿De dónde venís?

Suroth cogió una de las tazas con las puntas de los dedos e inhaló el aromático vapor que salía del recipiente. En su gesto de asentimiento hubo un exceso de permiso para el gusto de Morgase, pero en cualquier caso cogió la otra taza. Dio un sorbo y miró el líquido con sorpresa. Más oscuro que el té, también su gusto era más amargo. Por mucha miel que se le pusiera, seguiría siendo imbebible. Suroth se llevó su taza a los labios y suspiró de satisfacción.

—Hay muchas cosas de las que debemos hablar, Morgase, pero seré breve en esta primera conversación. Nosotros, los seanchan, regresamos para reclamar lo que les fue robado a los herederos del Rey Supremo, Artur Paendrag Tanreall. —La complacencia por el kaf se tornó en un placer diferente en su voz, un timbre mezcla de expectación y certeza, y la mujer observó atentamente el semblante de Morgase, quien era incapaz de apartar los ojos—. Lo que era nuestro, volverá a serlo. En realidad lo ha sido siempre. Un ladrón no obtiene la propiedad de nada. He iniciado la recuperación en Tarabon. Muchos nobles de esa tierra ya han jurado obedecer, esperar y servir; no pasará mucho tiempo antes de que todos lo hayan hecho. Su rey, no recuerdo su nombre, murió en su confrontación conmigo. Si hubiese vivido, al estar en abierta rebeldía contra el Trono de Cristal y sin pertenecer siquiera a la Sangre, habría sido empalado. No fue posible encontrar a su familia para hacerla propiedad, pero ya hay un nuevo rey y una nueva Panarch que han jurado lealtad a la emperatriz. Ahora he empezado con esta tierra llamada Amadicia. Muy pronto, todos se arrodillarán ante la emperatriz, que viva eternamente, descendiente directa del gran Artur Hawkwing.

Si la criada no se hubiese retirado, Morgase habría dejado la taza en la bandeja. La superficie del oscuro líquido no acusaba la menor agitación, pero gran parte de lo que decía esa mujer no tenía significado alguno para ella. ¿Emperatriz? ¿Seanchan? Habían corrido absurdos rumores hacía un año o más sobre unos ejércitos de Artur Hawkwing que habían regresado a través del Océano Aricio, pero sólo los más crédulos dieron pábulo a tales historias, y Morgase dudaba de que siquiera las peores chismosas del mercado se acordaran de ese cuento. ¿Podría haber sido verdad? En cualquier caso, lo que sí entendió era más que suficiente.

—Todos honran la memoria de Artur Hawkwing, Suroth. —La mujer de rostro anguloso abrió la boca con aire indignado, pero se contuvo con un levísimo gesto del dedo de uña azul de la Augusta Señora—. Sin embargo, todo eso pertenece a un pasado remoto. Todas las naciones tienen un linaje antiguo aquí. Ninguna se rendirá a vos ni a vuestra emperatriz. Si habéis logrado usurpar parte de Tarabon… —Suroth inhaló con un siseo y sus ojos centellearon—, recordad que se trata de un país sumido en el caos, donde sus habitantes están divididos y enfrentados entre sí. Amadicia no caerá tan fácilmente, y muchas otras naciones acudirán en su ayuda cuando tengan noticia de vuestra presencia. —¿Ocurriría realmente así?—. Por muchos que seáis, descubriréis que no es una pieza de caza fácil para ensartar en vuestro espetón. Nos hemos enfrentado a peores amenazas con anterioridad y las hemos superado. Os aconsejo que intentéis sellar la paz antes de que os aplasten.

Morgase recordó el saidar desatando destrucción en las últimas horas de la noche y evitó mirar a las… ¿damane, las había llamado? Merced a un gran esfuerzo, consiguió no humedecerse los labios.

Suroth volvió a adoptar aquella máscara sonriente, con los ojos relucientes como gemas pulidas.

—Todos debemos tomar decisiones. Algunos elegirán obedecer, esperar y servir y dirigirán sus tierras en nombre de la emperatriz, que viva eternamente.

Apartó una de las manos de la taza para hacer un gesto, un leve movimiento de los dedos de largas uñas, y la mujer de rostro anguloso gritó secamente:

—¡Thera! ¡Poses del Cisne!

Por alguna razón, los labios de Suroth se pusieron tensos.

—¡No del Cisne, Alwhin, grandísima necia! —siseó entre dientes, aunque con su acento resultaba difícil de entender. La sonrisa gélida reapareció al instante.

La criada volvió a levantarse de donde permanecía arrodillada y corrió hacia el centro de la sala de un modo extraño, de puntillas, con los brazos echados hacia atrás. Lentamente, justo encima del dorado sol radiante, símbolo de los Hijos de la Luz, inició una danza estilizada. Sus brazos se movían a los lados como alas, arriba y abajo. Girando, adelantó el pie izquierdo y se inclinó sobre la rodilla flexionada, extendiendo ambos brazos como suplicando, hasta que brazos, cuerpo y pierna derecha formaron una línea recta e inclinada. Su vestimenta transparente convertía el espectáculo en algo escandaloso. Morgase sintió que sus mejillas enrojecían a medida que se desarrollaba la danza, si es que podía llamarse así.

—Thera es nueva y todavía no está bien entrenada —murmuró Suroth—. Las Poses se realizan casi siempre con diez o veinte da’covale, hombres y mujeres elegidos por la limpia belleza de sus líneas, pero a veces es agradable contemplar a uno solo. Resulta muy placentero poseer cosas bellas, ¿verdad?

Morgase frunció el entrecejo. ¿Cómo podía poseerse una persona? Suroth se había referido antes a «hacer propiedad» a alguien. Tenía amplios conocimientos de la Antigua Lengua y la palabra da’covale no le resultaba familiar, pero al analizarla llegó al significado de «persona que es propiedad». Repugnante. ¡Horrendo!

—Increíble —dijo secamente—. Quizá debería dejaros para que disfrutéis de la… danza.

—Dentro de un momento —repuso Suroth, sonriendo mientras contemplaba la secuencia postural de Thera—. Como ya he dicho, todos hemos de tomar decisiones. El antiguo rey de Tarabon eligió rebelarse y murió. La antigua Panarch fue capturada, pero rehusó el Juramento. Cada cual tiene su lugar y a él pertenece, a menos que sea ascendido por la emperatriz, pero aquellos que no aceptan ocupar el lugar que les corresponde también pueden ser degradados, incluso a lo más bajo. Thera posee cierta gracia. Cosa extraña, Alwhin muestra grandes dotes para la enseñanza, de modo que espero que en pocos años Thera aprenda la destreza en las Poses acorde con su gracia. —Aquella sonrisa, aquellos ojos chispeantes, se volvieron hacia Morgase.

Una mirada muy significativa, pero ¿por qué? ¿Algo relacionado con la danzarina? Su nombre, mencionado tan a menudo como para ponerlo de relieve. Pero qué… Morgase volvió bruscamente la cabeza y miró de hito en hito a la mujer, que puesta de puntillas giraba lentamente sobre un punto, con las manos unidas y los brazos extendidos al máximo por encima de su cabeza.

—No lo creo —exclamó con voz ahogada—. ¡Imposible!

—Thera —dijo Suroth—. ¿Cómo te llamabas antes de convertirte en mi propiedad? ¿Qué título tenías?

La danzarina se quedó completamente inmóvil en la postura estirada, temblorosa, y dirigió una rápida ojeada a medio camino entre el pánico y el terror a Alwhin y otra de puro terror a Suroth.

—Thera se llamaba Amathera, con permiso de la Augusta Señora —respondió con voz entrecortada—. Thera era la Panarch de Tarabon, con permiso de la Augusta Señora.

La taza cayó de la mano de Morgase y se hizo añicos contra el suelo, derramando el negro kaf. Tenía que ser mentira. No había conocido personalmente a Amathera, pero sí le habían dado su descripción una vez. No. Muchas mujeres con la edad adecuada podían tener grandes ojos oscuros y una boca llena de gesto mohíno. Pura no había sido jamás Aes Sedai, y esa mujer no…

—¡Danza! —espetó Alwhin, y Thera prosiguió sin siquiera dirigir una sola mirada más a Suroth ni a nadie. Fuera quien fuese, resultaba obvio que su pensamiento primordial en ese momento era el deseo urgente de no cometer error alguno.

Morgase tuvo que hacer arduos esfuerzos para no vomitar. Suroth se acercó a ella hasta casi tocarla, con su rostro tan gélido como el invierno más crudo.

—Todos afrontamos decisiones —dijo quedamente. Su voz podría haber hecho muescas en el acero—. Algunos de mis prisioneros afirman que pasasteis un tiempo en la Torre Blanca. Según la ley, ninguna marath’damane puede librarse de la correa, pero os prometo que vos, que habéis osado llamarme por mi nombre en mi presencia y habéis tildado de mentira mis palabras, no arrostraréis esa suerte. —El énfasis dejaba claro que su promesa no cubría que sufriera cualquier otro destino. La sonrisa que nunca se reflejaba en sus ojos reapareció—. Confío en que elijáis prestar el Juramento, Morgase, y gobernéis Andor en nombre de la emperatriz, así viva eternamente. —Por primera vez, Morgase tuvo la absoluta certeza de que la mujer mentía—. Volveré a hablar con vos mañana o tal vez pasado mañana, si tengo tiempo.

Suroth giró sobre sus talones y pasó junto a la solitaria bailarina dirigiéndose hacia el sillón de respaldo alto. Mientras tomaba asiento, extendiendo la túnica con elegancia, Alwhin volvió a pronunciar una orden con voz seca; al parecer no sabía hablar de otra manera:

—¡Todos! ¡Las Poses del Cisne!

Los hombres y mujeres jóvenes que se encontraban arrodillados junto a la pared se incorporaron con presteza y se unieron a Thera en una fila, ejecutando sus mismos movimientos con exactitud ante el sillón de Suroth. Sólo la mirada del lopar seguía pendiente de la presencia de Morgase, que pensó que jamás en su vida la habían despedido de manera tan tajante. Recogiendo los vuelos de su falda a la par que hacía lo mismo con lo que le quedaba de dignidad, se marchó.

No llegó muy lejos sola, desde luego. Los soldados de armaduras rojas y negras aguardaban en la antesala cual estatuas con sus lanzas adornadas con borlones bicolores, los semblantes impasibles bajo los cascos lacados, los duros ojos mirando fijamente tras lo que parecían las mandíbulas de insectos monstruosos. Uno de ellos, no mucho más alto que Morgase, se situó junto a su hombro sin pronunciar palabra y la escoltó de vuelta a sus aposentos, donde dos taraboneses, equipados con espadas y petos de acero pintados a rayas horizontales, flanqueaban la puerta. Hicieron una profunda reverencia, con las manos apoyadas en las rodillas, y Morgase creyó que el gesto de respeto iba dedicado a ella hasta que su escolta habló por primera vez:

—Saludo visto. Firmes —dijo en tono áspero, y los taraboneses se irguieron sin dirigir una sola mirada a Morgase hasta que el seanchan añadió—: Vigiladla bien. No ha prestado el Juramento.

Los oscuros ojos de los guardias se desviaron fugazmente hacia ella tras las mallas de acero, pero sus leves inclinaciones de asentimiento estuvieron dirigidas al oficial seanchan.

Procuró entrar sin apresuramiento, pero una vez que la puerta se cerró a sus espaldas se recostó contra la hoja e intentó poner orden al torbellino de ideas. Seanchan y damane, emperatriz y juramentos y gente que era una posesión. Lini y Breane se encontraban en medio de la habitación y la observaban.

—¿Qué has descubierto? —inquirió impaciente Lini, en un tono muy parecido al que antaño utilizaba para preguntar a una Morgase niña sobre un libro que había leído.

—Pesadillas y locura —musitó Morgase. De repente se puso erguida y miró en derredor con ansiedad—. ¿Dónde está…? ¿Dónde están los hombres?

—Tallanvor fue a ver qué podía descubrir —contestó Breane a la pregunta no formulada con un timbre entre seco y burlón. Estaba puesta en jarras y la expresión de su semblante se tornó mortalmente seria—. Lamgwin lo acompañó, y también maese Gill. ¿Qué descubristeis vos? ¿Quiénes son esos… seanchan? —Pronunció el nombre con torpeza mientras frunció el entrecejo—. De eso también nos hemos enterado nosotras. —Fingió no advertir la intensa y dura mirada de Lini—. ¿Qué vamos a hacer ahora, Morgase?

Morgase pasó entre las dos mujeres y se dirigió a la ventana más cercana. No tan angosta como las de la sala de audiencias, se asomaba al patio, seis metros por encima de los adoquines del pavimento. Una columna de hombres abatidos, destocados y despeinados, algunos con vendajes manchados de sangre, cruzaba el patio arrastrando los pies bajo la atenta mirada de taraboneses que portaban lanzas. Había varios seanchan en lo alto de una torre cercana, oteando a lo lejos entre las almenas. Uno de ellos lucía un yelmo adornado con las tres finas plumas. Una mujer se asomó a una ventana, al otro lado del patio, y contempló ceñuda a los prisioneros Capas Blancas; la cenefa roja con el bordado de relámpagos resultaba claramente visible sobre su pecho. Aquellos hombres tambaleantes parecían estupefactos, incapaces de creer lo que había ocurrido.

¿Qué iban a hacer? Morgase sabía que debía tomar una decisión y eso la aterraba. Tenía la impresión de que todas las decisiones que había tomado desde hacía meses, por nimias que fueran, sólo habían conducido al desastre. Una elección, había dicho Suroth. Ayudar a esos seanchan a apoderarse de Andor o… Un último servicio que podía hacer para Andor. El final de la columna apareció, seguida por más taraboneses a los que se unían sus compatriotas a medida que pasaban. Una caída de seis metros y Suroth habría perdido su palanca. Quizá fuera la salida de un cobarde, pero ella ya había demostrado serlo. Con todo, la reina de Andor no debería morir de ese modo.

En un susurro, casi para sí, pronunció las palabras irrevocables que sólo se habían utilizado dos veces en los dos mil años de historia de Andor:

—Con la Luz por testigo, dimito como Cabeza Insigne de la casa Trakand a favor de mi heredera, Elayne. Con la Luz por testigo, renuncio a la Corona de la Rosa y abdico del Trono de León en favor de Elayne, Cabeza Insigne de la casa Trakand. Con la Luz por testigo, me inclino ante Elayne de Andor como su obediente súbdita. —Nada de eso convertía en reina a Elayne, cierto, pero despejaba el camino.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Lini.

—Pensaba en Elayne. —Morgase se volvió lentamente. No creía que su antigua niñera hubiese estado lo bastante cerca para oír lo que nadie tenía por qué oír.

Los ojos de la anciana se abrieron de par en par, sin embargo, y la mujer dio un respingo.

—¡Apártate de ahí ahora mismo! —espetó, y llevando a cabo sus palabras la agarró del brazo y tiró de ella, retirándola de la ventana.

—¡Lini, te estás propasando! ¡Dejaste de ser mi nodriza hace…! —Morgase inhaló hondo y suavizó el tono. Contemplar aquellos ojos espantados no resultaba fácil, porque no había nada que asustase a Lini—. Lo que hago es por el bien de todos, créeme —añadió afablemente—. No queda otra alternativa…

—¿Que no queda otra alternativa? —intervino furiosa Breane, asiendo su falda con tanta fuerza que las manos le temblaban. Saltaba a la vista que habría preferido cerrarlas en torno al cuello de Morgase—. ¿Qué sarta de tonterías estáis farfullando? ¿Y si esos seanchan creen que os hemos matado?

Morgase apretó los labios; ¿tan transparente se había vuelto?

—¡Cállate, mujer! —Lini tampoco se enfadaba nunca ni levantaba la voz, pero entonces hizo ambas cosas mientras sus arrugadas mejillas enrojecían de ira. Alzó su huesuda mano—. ¡Cuidado con lo que dices o te soltaré una bofetada que te dejará más estúpida de lo que ya eres!

—Abofetéala a ella si quieres pegar a alguien —replicó a gritos Breane, tan rabiosa que al hablar escupía gotitas de saliva—. ¡La reina Morgase! ¡Acabará enviándonos a ti, a mí, a mi Lamgwin y hasta a su precioso Tallanvor al cadalso, y todo porque tiene menos agallas que un ratón!

La puerta se abrió para dar paso a Tallanvor y puso bruscamente fin a la escena. Nadie tenía la menor intención de chillar delante de él. Lini fingió estar examinando la manga de Morgase como si hiciera falta remendarla, mientras maese Gill y Lamgwin entraron en pos del oficial. Breane mostró una sonrisa radiante y se arregló los pliegues de la falda. Los hombres, claro está, no se dieron cuenta de nada.

Morgase sí reparó en ciertos detalles. Para empezar, Tallanvor llevaba ceñida una espada a la cintura, al igual que maese Gill e incluso Lamgwin, aunque la de éste era corta. Morgase siempre había tenido la impresión de que el hombre se sentía más cómodo luchando con sus puños que con cualquier otra arma. No obstante, antes de que le diera tiempo a preguntar cómo las habían conseguido, el hombrecillo bajo y delgado que cerraba la marcha atrancó la puerta a sus espaldas.

—Majestad —dijo Sebban Balwer—, disculpad la intrusión.

Hasta su reverencia y su sonrisa eran secas y escuetas como él. Sin embargo, mientras sus ojos pasaban rápidamente de ella a las otras mujeres, Morgase tuvo la certeza de que si bien los demás hombres no habían notado la tensión en el ambiente, el otrora secretario de Pedron Niall sí lo había advertido.

—Me sorprende veros, maese Balwer —contestó—. Tenía entendido que había habido ciertas tiranteces entre Elmon Valda y vos.

Lo que había oído realmente era que Valda había dicho que si veía al secretario lo echaría de una patada por encima de las murallas de la Fortaleza. La sonrisa de Balwer se tornó tirante; sabía lo que Valda había dicho.

—Tiene un plan para sacarnos a todos de aquí —intervino Tallanvor—. Hoy. Ahora. —Le dirigió una mirada que no era la de un súbdito a su reina—. He aceptado su oferta.

—¿Cómo? —inquirió lentamente, obligando a sus piernas a mantenerse derechas. ¿Qué ayuda podía proporcionarles ese remilgado hombrecillo? Escapar. Oh, cómo deseaba sentarse, pero no iba a hacerlo; sobre todo cuando Tallanvor la miraba de aquel modo. Claro que ahora ya no era su reina, pero eso él no lo sabía. Se le ocurrió otra pregunta—. ¿Por qué? Maese Balwer, no rechazaré ninguna oferta de ayuda válida, pero ¿por qué razón ibais a correr el riesgo? Esos seanchan os harían lamentarlo si lo descubriesen.

—Había hecho mis planes antes de que llegaran —respondió con cuidado—. Me parecía… imprudente dejar a la reina de Andor en manos de Valda. Podéis considerarlo mi forma de desquitarme con él. Sé que no parezco gran cosa con mi aspecto, majestad —disimuló una tosecilla autodespectiva tras la mano—, pero el plan funcionará. De hecho, esos seanchan lo han facilitado; todavía habría tardado unos cuantos días en tenerlo preparado si no fuera por ellos. Considerando que ésta es una ciudad recién conquistada, permiten una libertad considerable a quienes aceptan pronunciar su Juramento. Antes de que hubiese transcurrido una hora desde el amanecer, ya había obtenido un pase que nos permitirá a mí y hasta diez personas más que hayan pronunciado el Juramento a marcharnos de Amador. Creen que me propongo comprar vino y carretas para transportarlo hacia el este.

—Debe de ser una trampa. —Las palabras le supieron amargas a Morgase. Mejor era la ventana que caer en un ardid—. No os permitirán que corráis la voz de su presencia adelantando la noticia a su ejército.

Balwer ladeó la cabeza y empezó a frotarse las manos como si se las secara, pero se detuvo bruscamente.

—A decir verdad, majestad, también me planteé eso. El oficial que me proporcionó el pase dijo que no importaba. Sus palabras exactas fueron: «Cuéntale a quienes quieras lo que has visto y hazles saber que no podrán oponer resistencia. Vuestras tierras tendrán noticias de nosotros muy pronto, de todos modos». He visto a varios mercaderes prestar el Juramento esta mañana y partir con sus carretas.

Tallanvor se aproximó a Morgase. Demasiado. La mujer casi podía sentir su aliento; casi podía notar su mirada como un roce físico.

—Vamos a aceptar su oferta —dijo lo bastante bajo para que sólo ella lo oyera—. Y si no me queda más remedio que amordazaros y ataros, creo que es capaz de encontrar el modo de hacerlo incluso así. Parece un hombrecillo con muchos recursos.

Morgase le sostuvo la mirada. Era la ventana o… una oportunidad. Si Tallanvor hubiese mantenido cerrada la boca le habría resultado más fácil decir las siguientes palabras:

—Acepto con gratitud, maese Balwer. —Se apartó de Tallanvor como para poder mirar a Balwer sin necesidad de estirar el cuello sobre su hombro. Siempre resultaba perturbador sentirlo tan cerca. Era demasiado joven—. ¿Qué es lo primero que debemos hacer? Dudo que esos guardias apostados en la puerta acepten vuestro pase para nosotros.

Balwer inclinó la cabeza como aprobando su agudeza y previsión.

—Me temo que deberán sufrir un lamentable accidente, majestad.

Tallanvor sacó parcialmente su daga de la vaina y Lamgwin flexionó las manos del mismo modo que el lopar había flexionado sus garras.

Morgase seguía sin creer que todo resultara tan sencillo, incluso después de que empaquetaran lo que podían llevarse consigo y de que hubiesen metido a los dos taraboneses debajo de la cama. Ya en las puertas principales, manteniendo bien cerrada la capa polvorienta, no sin dificultad debido al bulto que cargaba en la espalda, se inclinó en una reverencia con las manos apoyadas en las rodillas, del modo en que Balwer le había enseñado, mientras el hombrecillo les decía a los guardias que todos ellos habían jurado obedecer, esperar y servir. Pensó cómo asegurarse de que no la apresaran con vida. Y no fue hasta que salieron de Amador en los caballos que Balwer tenía preparados cuando empezó a albergar esperanzas. Claro que Balwer esperaría probablemente una buena recompensa por rescatar a la reina de Andor. No le había dicho a nadie que eso ya había terminado, sin posibilidad de dar marcha atrás; ella sabía que había pronunciado las palabras y no hacía falta que lo supiera nadie más. Lamentarlo ahora era inútil. Más adelante vería qué clase de vida iba a llevar sin ocupar un trono. Una vida lejos de un hombre que era mucho más joven y demasiado perturbador.

—¿Por qué esa sonrisa tan triste? —preguntó Lini, que tiró de las riendas de la yegua parda que montaba para acercarse. La bestia parecía estar apolillada, y la castaña que montaba Morgase no tenía mucho mejor aspecto; en realidad, no lo tenía ninguna de las monturas. Puede que los seanchan no tuvieran inconveniente en dejar marchar a Balwer con su pase, pero no en caballos decentes.

—Todavía nos aguarda un largo camino —contestó Morgase. Taconeó a su yegua y consiguió que el animal iniciara algo parecido a un trote, siguiendo a Tallanvor.

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