¡Nos largamos de aquí ahora mismo! —repitió Mat horas más tarde, pero en esta ocasión sí hubo discusión. La había habido durante la última media hora, más o menos. Fuera, el sol había pasado su cenit. Los alisios aliviaban un poco el calor, y las cortinas amarillas colgadas en los altos ventanales se hinchaban y se sacudían con las rachas de aire. Habían transcurrido tres horas desde que habían vuelto al palacio de Tarasin y los dados seguían rodando en su cabeza; tenía unas ganas enormes de dar una patada a algo. O a alguien. Se tiró del pañuelo atado alrededor del cuello; lo sentía como la cuerda que le había hecho la cicatriz que tapaba el pañuelo, apretándose más y más, lentamente. ¡Por el amor de la Luz! ¿Estáis todas ciegas? ¿O sólo sordas?
La habitación que Tylin les había proporcionado era grande, con paredes verdes y el alto techo azul, sin más mobiliario que unas sillas doradas y mesitas pequeñas incrustadas con madreperla, pero aun así estaba abarrotada. O era lo que parecía. La propia Tylin se hallaba sentada delante de uno de los tres hogares de mármol con una pierna cruzada sobre la otra, observándolo con aquellos oscuros ojos de águila y una sonrisa insinuada; mecía la pierna y daba golpecitos a las enaguas en capas de colores azules y amarillos, y jugueteaba con la empuñadura enjoyada de su cuchillo curvo. Mat sospechaba que Elayne o Nynaeve ya habían hablado con ella. También se encontraban allí las dos, sentadas a uno y otro lado de la reina; a saber cómo, habían tenido tiempo para ponerse ropa limpia y, aparentemente, para bañarse aunque sólo las había perdido de vista unos minutos como máximo desde que regresaron a palacio. Casi igualaban a Tylin en regia dignidad con sus brillantes vestidos de seda; Mat no sabía a quién intentaban impresionar con aquella exhibición de puntillas y bordados complejos. Más parecía que se habían vestido para un gran baile que para emprender viaje. Él seguía hecho un asco, con la polvorienta chaqueta verde desabrochada y la cabeza de zorro enganchada en el cuello de la camisa, cerrada sólo a medias. Había hecho un nudo al cordón, por lo que éste se había acortado, pero quería tener el medallón en contacto con su piel; después de todo, lo rodeaban mujeres que podían encauzar.
Cierto, esas tres mujeres seguramente habrían bastado para darle la sensación de que la estancia estaba abarrotada; incluso Tylin lo habría conseguido por sí misma, en lo que a él concernía; si Elayne o Nynaeve habían hablado con ella, entonces era una buena cosa que estuviera a punto de marcharse. Sí, las tres por sí solas habrían sido más que suficiente, pero…
—Esto es ridículo —manifestó Merilille—. Nunca he oído hablar de un Engendro de la Sombra llamado gholam. ¿Alguna de vosotras lo ha oído? —Su pregunta iba dirigida a Adeleas, Vandene, Sareitha y Careane. Sentadas enfrente de Tylin, la fría serenidad Aes Sedai de las cinco conseguía que sus sillones de respaldo alto parecieran tronos.
Mat no entendía por qué Nynaeve y Elayne se limitaban a seguir sentadas como estatuas, también fríamente serenas, pero encastilladas en el más absoluto mutismo. Lo sabían, lo comprendían y, a saber por qué, Merilille y esa pandilla se hacían mieles con ellas ahora. Por otro lado, Mat Cauthon sólo era un patán de orejas velludas que necesitaba unas cuantas patadas, y desde Merilille hasta la última de ellas parecían más que dispuestas a dárselas.
—Lo vi —espetó—. Elayne lo vio. Reanne y las Mujeres Sabias lo vieron. ¡Preguntadle a cualquiera de ellas!
Agrupadas en un extremo de la estancia, Reanne y las cinco Mujeres Sabias supervivientes se encogieron como gallinas asustadas, temerosas de que les hicieran esa o cualquier otra pregunta. Es decir, todas menos Sumeko; la oronda mujer, con los pulgares metidos bajo el largo cinturón rojo, observaba ceñuda a las Aes Sedai, sacudía la cabeza, volvía a fruncir el entrecejo y luego sacudía la cabeza otra vez. Nynaeve había sostenido una conversación bastante extensa con ella en la intimidad de la cabina del bote, durante el viaje de vuelta, y Mat creía que tenía algo que ver con su nueva actitud. Había captado que mencionaban a las Aes Sedai más de una vez, aunque en ningún momento él había intentado escuchar a escondidas. Las demás parecían estar preguntándose si deberían ofrecerse para ir por té. Sólo Sumeko había dado la impresión de considerar la oferta de ocupar una silla. Sibella, agitando los flacos brazos por la impresión, casi se desmayó.
—Nadie pone en duda la palabra de Elayne Aes Sedai, maese Cauthon —dijo Renaile din Calon con voz fría y profunda.
Aunque no le hubiesen presentado a la regia mujer vestida con sedas de colores rojo y amarillo, los arcaicos recuerdos mezclados con los suyos propios habrían hecho que Mat la identificara como la Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos merced a los diez gruesos aros de oro que lucía en las orejas; los aros estaban unidos a cada lado por una cadena de oro y medio ocultos bajo los finos aladares blancos, que contrastaban con el resto de su largo y liso cabello negro. Los medallones ensartados a lo largo de la cadena más fina que iba hasta el anillo de la nariz le indicaba el clan al que pertenecía, entre otras cosas. Lo mismo ocurría con los tatuajes de sus esbeltas y oscuras manos.
—Lo que cuestionamos es el peligro —continuó la imponente mujer—. No nos gusta dejar el agua sin una buena razón.
De pie, detrás de su silla, se agrupaban casi veinte mujeres de los Marinos en un estallido de sedas multicolores, pendientes y medallones en cadenas en su mayor parte. El primer detalle extraño que le había llamado la atención sobre ellas era su actitud hacia las Aes Sedai. Se mostraban impecablemente respetuosas, al menos de cara al exterior, pero Mat no había visto en su vida que nadie más las mirase con aires de suficiencia. Lo segundo le llegó de los recuerdos de aquellos otros hombres; no sabía mucho sobre los Marinos por ellos, pero sí lo suficiente. Todo Atha’an Miere, hombre o mujer, empezaba desde abajo, como grumete, ya estuviera destinado a convertirse algún día en el Maestro de Armas o en la Señora de los Barcos, y, en cada escalón intermedio, los Marinos eran tan puntillosos con respecto al rango que harían parecer descuidados a reyes y Aes Sedai en comparación. Por ello, las mujeres que había detrás de Renaile formaban un grupo de lo más peculiar —Detectoras de Vientos de Señoras de las Olas situadas hombro con hombro con Detectoras de Vientos de remontadores, de acuerdo con sus medallones—, pero dos llevaban blusas de fuertes colores de paño sencillo sobre las polainas untadas de grasa, propias de los marineros de cubierta, cada una con un único aro en la oreja izquierda. Un segundo y un tercer pendientes en la derecha indicaban que se las estaba instruyendo para Detectoras de Vientos, pero todavía les faltaba ganarse otros dos, por no mencionar el aro de la aleta de la nariz y, por consiguiente, pasaría aún mucho tiempo antes de que cualquiera de ellas dejara de encontrarse en la situación de ponerse a izar las velas siguiendo las órdenes del oficial de cubierta y de recibir en el trasero el golpe de látigo del oficial si no se movía lo bastante deprisa. Esas dos no encajaban en una reunión así conforme a los recuerdos que Mat tenía; normalmente, la Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos ni siquiera les habría dirigido la palabra.
—Exactamente lo que he dicho yo, Renaile —intervino Merilille en una actitud fríamente altiva. Era obvio que no les habían pasado inadvertidas aquellas miradas engreídas. El tono no varió cuando volvió su atención hacia Mat—. No os enfurruñéis, maese Cauthon. Estamos dispuestas a atender a razones. Si es que nos dais alguna.
Mat hizo acopio de paciencia; esperaba reunir suficiente. Tal vez lo conseguía si utilizaba las dos manos y los dos pies.
—Los gholams fueron creados a mediados de la Guerra del Poder, durante la Era de Leyenda —empezó por el principio. Casi por el principio de lo que Birgitte le había contado. Se volvió y miró a cada grupo de mujeres mientras hablaba. Así la Luz lo abrasara si le dejaba a una sola de ellas pensar que era más importante que él. O que les estaba rogando. Sobre todo teniendo en cuenta que era eso exactamente lo que estaba haciendo—. Fueron creados para asesinar Aes Sedai. Exclusivamente. Para matar personas capaces de encauzar. El Poder Único no os ayudará; el Poder no alcanza a un gholam. De hecho, perciben la habilidad de encauzar si se encuentran, digamos, a cincuenta pasos de la mujer en cuestión. También pueden sentir el poder dentro de vosotras. No distinguiréis a un gholam hasta que sea demasiado tarde, porque su aspecto es como el de cualquier otra persona. Exteriormente. Por dentro… Los gholams no tienen huesos; pueden deslizarse por debajo de una puerta. Y son lo bastante fuertes para arrancar una puerta con goznes de acero con una sola mano. —O desgarrar gargantas. Luz, debería haber dejado que Nalesean se quedara en la cama. Reprimió un escalofrío y continuó. Las mujeres, todas ellas, lo observaban, sin parpadear siquiera. No permitiría que lo viesen temblar.
»Sólo se crearon seis gholams: tres varones y tres hembras; al menos, eso es lo que aparentan. Por lo visto, incluso los Renegados sentían cierta inquietud por ellos. O tal vez decidieron simplemente que con seis era suficiente. En cualquier caso, sabemos que uno se encuentra en Ebou Dar, probablemente mantenido con vida desde el Desmembramiento dentro de una cámara estática. Ignoramos si se pusieron a otros en esa cámara, pero uno solo es más que suficiente. Quienquiera que enviara al gholam, y tuvo que ser uno de los Renegados, sabía que debía seguirnos al otro lado del río. Tuvo que mandarlo por el Cuenco de los Vientos y, por lo que me dijo, para matar a Nynaeve o a Elayne, posiblemente a ambas.
Les dirigió una rápida ojeada a las dos, reconfortante y comprensiva; nadie podía sentirse tranquilo sabiendo que esa cosa andaba detrás de uno. A cambio, obtuvo un gesto de extrañeza por parte de Elayne, apenas una leve arruga en la frente, y de Nynaeve un ligero ademán impaciente que restaba importancia a sus palabras y a la vez lo instaba a seguir con su explicación.
—Es de suponer —prosiguió mientras les lanzaba una mirada iracunda y pensaba que resultaba muy difícil no suspirar cuando se trataba con mujeres—, que quienquiera que enviara al gholam tiene que saber que el Cuenco se encuentra ahora aquí, en el palacio de Tarasin. Si él, o ella, envía al gholam a palacio, algunas de vosotras moriréis. Puede que muchas. No puedo protegeros a todas a la vez. Y también es posible que se apodere del Cuenco. Además, está Falion Bhoda, quien sin duda no debe de encontrarse sola, sin contar a Ispan, a la que habéis hecho prisionera, lo cual significa que tenemos que preocuparnos por el Ajah Negro asimismo, en caso de que los Renegados y el gholam no os parezcan suficiente peligro. —Reanne y las Mujeres Sabias adoptaron un aire aún más indignado que Merilille y sus amigas ante la mención del Ajah Negro, y las Aes Sedai, tensas y recogiéndose las faldas, parecían dispuestas a salir de la habitación encorajinadas a más no poder. Presionar, ése era el único recurso que le quedaba—. Bien, ¿entendéis ahora por qué todas debéis abandonar el palacio y llevar el Cuenco a algún lugar que no sepa el gholam, algún lugar que desconozca el Ajah Negro? ¿Veis por qué hay que hacerlo de inmediato?
El resoplido despectivo de Renaile habría sobresaltado a una bandada de gansos que se hubiese encontrado en el cuarto contiguo.
—Os repetís, maese Cauthon. Merilille Sedai afirma que nunca ha oído hablar de esos gholams. Elayne Sedai dice que había un hombre extraño, una criatura, pero poco más. ¿Y qué es esa… cámara estática? Eso no lo habéis explicado. ¿Cómo sabéis lo que afirmáis que sabéis? ¿Por qué habríamos de alejarnos más del agua de lo que ya estamos sin más motivos que lo que cuenta un hombre que se saca fábulas de la manga?
Mat miró a Nynaeve y a Elayne, aunque con escasa esperanza. Si hubieran abierto la boca este asunto habría acabado hacía rato; no obstante, se limitaron a devolverle la mirada y a practicar la máscara inexpresiva Aes Sedai hasta que las mandíbulas debieron de dolerles. No entendía su silencio. Un sucinto relato de lo acaecido en el Rahad era lo único que habían facilitado, y Mat habría apostado que ni siquiera habrían hecho la menor mención del Ajah Negro si hubiese habido otro modo de explicar que aparecieran en palacio con una Aes Sedai atada y escudada. A Ispan se la había confinado en otra parte del palacio y sólo un puñado de personas conocía su presencia allí. Nynaeve la había obligado a tragar alguna clase de brebaje, una mezcla de hierbas de olor repulsivo que había hecho que los ojos de la mujer se desorbitaran a medida que le bajaba por la garganta, y que se riera tontamente y, acto seguido, se tambaleara. A las restantes Mujeres Sabias las mandó que se quedaran en la habitación con ella como guardianas. Unas guardianas reacias pero muy aplicadas; Nynaeve había dejado extremadamente claro que, si dejaban que Ispan se escapara, más les valía echar a correr antes de que les pusiera las manos encima.
Mat puso gran empeño en no mirar hacia Birgitte, que se encontraba de pie junto a la puerta, con Aviendha. La Aiel llevaba un vestido ebudariano; no el de sencillo paño con el que había regresado a palacio, sino un traje de montar de seda gris que desentonaba con su cuchillo de puño de hueso y vaina sin adornos. Birgitte se había cambiado rápidamente el vestido por su habitual atuendo de chaqueta corta y pantalones amplios, en azul oscuro y verde oscuro. De su cadera colgaba una aljaba. Ella era la fuente de información sobre todo lo que Mat sabía acerca de los gholams —y de las cámaras estáticas— aparte de lo que había visto con sus propios ojos en el Rahad, pero no revelaría tal cosa ni aunque lo pusieran sobre una parrilla al rojo vivo.
—Una vez leí un libro que hablaba acerca de… —empezó, pero Renaile lo cortó.
—Un libro —se mofó—. No abandonaré la sal por un libro que las Aes Sedai no conocen.
De repente Mat cayó en la cuenta de que era el único varón presente en la estancia. Lan se había marchado por orden de Nynaeve, orden que obedeció tan sumisamente como Beslan la de su madre. Thom y Juilin habían ido a hacer el equipaje para el viaje y seguramente ya habrían acabado a esas alturas. Si es que servía para algo; si es que alguna vez se marchaban. El único hombre, y rodeado por un montón de mujeres que al parecer intentaban que se diese cabezazos contra la pared hasta que se le desparramaran los sesos por el suelo. No tenía sentido. Ni pizca. Seguían mirándolo, esperando.
Nynaeve, vestida de azul con rayas amarillas y remates de puntilla, se había echado la trenza hacia adelante, de manera que colgaba entre sus senos, pero aquel grueso sello de oro —el sello de Lan, ya se había enterado de ese detalle— permanecía colocado cuidadosamente para que no dejara de verse. Su semblante era sereno y sus manos reposaban sobre el regazo, pero a veces sus dedos se crispaban ligeramente. Elayne, con un vestido ebudariano de seda verde, que hacía parecer que Nynaeve iba tapada a pesar del cuello de encaje finísimo que le subía hasta la barbilla, le sostuvo la mirada con unos ojos que semejaban fríos estanques de un color azul profundo. También sus manos reposaban en el regazo, pero de vez en cuando empezaban a seguir el trazo del bordado con hilo de oro que adornaba la falda para, de inmediato, parar. ¿Por qué no decían nada? ¿Intentaban vengarse de él? ¿Era un simple caso de «Mat tiene muchas ganas de mandar; dejemos que vea hasta dónde puede llegar sin nosotras»? Eso lo habría creído de Nynaeve, en cualquier otro momento, pero no de Elayne, ya no. Entonces, ¿por qué?
Reanne y las Mujeres Sabias se mantenían apartadas de él del modo que lo hacían con las Aes Sedai, pero su actitud hacia él había cambiado. Tamarla le dedicó una inclinación de cabeza bastante respetuosa. La rubia Famelle llegó incluso a dedicarle una sonrisa amistosa. Y, cosa extraña, Reanne se sonrojó levemente. Pero, en realidad, no contaban como oposición. Las seis mujeres no habían pronunciado ni diez palabras motu proprio entre todas desde que entraron en la habitación. Todas ellas saltarían si Nynaeve o Elayne chascaran los dedos, y seguirían saltando hasta que les dijeran que pararan.
Se volvió hacia las otras Aes Sedai. Rostros infinitamente sosegados, infinitamente pacientes. Salvo… Los ojos de Merilille dirigieron una fugaz ojeada más allá de él, hacia Nynaeve y Elayne. Sareitha empezó a alisarse la falda lentamente bajo su escrutinio, al parecer sin ser consciente de lo que hacía. Una imprecisa sospecha empezó a aflorar en su mente: manos moviéndose sobre las faldas, el sonrojo de Reanne, la aljaba presta de Birgitte. Una sospecha velada, y no sabía exactamente de qué, sólo que había enfocado el asunto de manera equivocada. Le asestó a Nynaeve una mirada severa, y a Elayne otra más severa aún. La mantequilla no se habría fundido en sus malditas lenguas.
Lentamente, se dirigió hacia las mujeres de los Marinos. Sólo caminó, pero oyó un resoplido que parecía el de Merilille, y a Sareitha murmurar «¡qué insolencia!». De acuerdo, ahora les enseñaría lo que era insolencia. Si a Nynaeve y a Elayne no les gustaba, entonces tendrían que haberlo incluido en sus confidencias. Luz, cómo detestaba que lo utilizasen. Sobre todo cuando no sabía cómo ni por qué.
Se paró frente a la silla de Renaile y estudió los oscuros rostros de las Atha’an Miere que se encontraban detrás antes de bajar la vista hacia ella. La mujer frunció el entrecejo mientras acariciaba un cuchillo, con piedras de la luna engastadas, que llevaba metido en el fajín. Más que hermosa era atractiva, de mediana edad, y, en otras circunstancias, Mat habría disfrutado mirándose en sus grandes ojos, unos oscuros estanques en los que un hombre podría pasarse toda una tarde sumergido. En otras circunstancias. De algún modo, las mujeres de los Marinos eran la mosca en el cántaro de leche, y él no tenía la menor idea de cómo sacarla. Se las arregló para controlar su irritación, aunque apenas. ¿Qué infiernos tenía que hacer?
—Todas podéis encauzar, según creo —empezó sosegadamente—, pero eso no tiene la menor trascendencia en mi caso. —Mejor ir al grano desde el principio—. Podéis preguntarles a Adeleas o a Vandene cuánto me importa el hecho de que una mujer sea capaz de encauzar.
Renaile miró hacia Tylin, pero no fue a la reina a quien se dirigió:
—Nynaeve Sedai —dijo secamente—, creo que no se hizo mención alguna en vuestro trato de que tuviera que escuchar a este joven calafatín. Yo…
—Me importa una mierda tus tratos con nadie, hija de las arenas —espetó Mat. Vaya, no tenía tan controlada la irritación como había imaginado. Un hombre aguantaba hasta cierto límite.
A la espalda de la mujer hubo respingos y exclamaciones ahogadas. Más de un milenio atrás, una Atha’an Miere había llamado hijo de las arenas a un soldado esseniano justo un momento antes de intentar clavarle un cuchillo en las costillas; ahora el recuerdo se hallaba implantado en el cerebro de Mat Cauthon. No era el peor insulto entre los Marinos, pero no le andaba lejos. El rostro de Renaile se congestionó, los ojos le echaron chispas y, emitiendo un siseo, se incorporó velozmente con aquella daga incrustada de piedras de luna empuñada en la mano.
Mat se la arrebató antes de que la hoja llegara a su pecho y volvió a sentar a la mujer de un empellón. Thom tenía razón: sí que era rápido de reflejos. Y también seguía controlando el mal genio; por muchas mujeres que creyeran que podían hacerlo bailar como una marioneta, podía controlarlo.
—Escúchame bien, cuesco de pantoque. —Vale, a lo mejor no podía controlarlo del todo—. Nynaeve y Elayne os necesitan, de otro modo os dejaría al alcance del gholam para que os partiera los huesos y que el Ajah Negro se repartiera lo que quedara de vosotras. Bien, en lo que a ti concierne, soy el Maestro de Armas, y mis armas están desenvainadas. —Ignoraba lo que significaba eso exactamente, salvo lo que había oído una vez: «Cuando se desenvainan las armas, hasta la Señora de los Barcos se inclina ante el Maestro de Armas»—. Éste es el trato entre tú y yo: ¡iréis donde Nynaeve y Elayne quieran y, a cambio, no os ataré a todas vosotras sobre las grupas de caballos como albardas para arrastraros hasta dondequiera que sea!
Ése no era modo de comportarse; no con la Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos. Ni con el grumete de un barcucho de mala muerte, para el caso. Renaile temblaba por el esfuerzo de no lanzarse sobre él con las manos desnudas, sin importarle que tuviera una daga en la mano.
—¡Queda acordado, con la Luz por testigo! —bramó y los ojos casi se le salieron de las órbitas. Su boca se abrió y se cerró sin emitir sonidos mientras por su semblante pasaban la confusión y la incredulidad. En esta ocasión, los respingos y las exclamaciones ahogadas sonaron como si una ráfaga de viento hubiese arrancado las cortinas.
—Queda acordado —se apresuró a ratificar Mat, que se tocó los labios con los dedos y a continuación los puso sobre la boca de ella.
Al cabo de un momento la mujer hizo otro tanto; sus dedos temblaron sobre los labios del joven. Mat le tendió la daga y ella la contempló fijamente antes de cogérsela. El arma volvió a su vaina enjoyada; no era educado matar a alguien con el que se acababa de cerrar un acuerdo. Al menos, no hasta que los términos se cumplieran. Se alzaron susurros entre las mujeres apiñadas detrás de su silla que fueron creciendo de tono, y Renaile salió de su apatía para dar una fuerte palmada. Aquello hizo callar a todas, a las Detectoras de Vientos y a las Señoras de las Olas con tanta rapidez como a las dos aprendizas que eran marineras de cubierta.
—Creo que acabo de cerrar un trato con un ta’veren —dijo con aquella voz fría, profunda. La mujer podía dar clases a las Aes Sedai sobre cómo recobrar la compostura en cuestión de segundos—. Pero algún día, maese Cauthon, si la Luz quiere, creo que caminarás por una cuerda por mí.
Él ignoraba lo que significaba tal cosa, pero por el modo en que lo dijo no debía de ser agradable. Sacó a relucir todo su encanto e hizo su mejor reverencia.
—Todo es posible, si la Luz quiere —murmuró. Ser cortés convenía, después de todo. Pero la sonrisa de la mujer fue inquietantemente esperanzada.
Cuando se volvió hacia las otras mujeres, cualquiera habría pensado que le habían crecido cuernos y alas a juzgar por el modo en que lo miraban de hito en hito.
—¿Hay alguna otra objeción? —inquirió en tono irónico—. Suponía que no. En tal caso, sugiero que escojáis algún lugar bien lejos de aquí, y nos pondremos en marcha tan pronto como hayáis recogido vuestras pertenencias.
Hicieron un gran montaje fingiendo deliberar. Elayne mencionó Caemlyn y casi pareció que hablaba en serio, y Careane sugirió varios pueblos remotos de las Colinas Negras, a todos los cuales era fácil llegar a través de un acceso. Luz, cualquier sitio era factible con los accesos. Vandene habló de Arafel, y Aviendha propuso Rhuidean, en el Yelmo de Aiel, mientras que la expresión de las Atha’an Miere se tornaba más cabizbaja cuanto más lejos del mar se encontraban los lugares mencionados. Todo puro fingimiento. Para Mat, al menos, eso estaba claro viendo a Nynaeve toquetearse la trenza con impaciencia a pesar de que las sugerencias se sucedían sin pausa.
—Si se me permite hablar, Aes Sedai —dijo tímidamente Reanne, por último. Incluso levantó la mano—. Las Allegadas tenemos una granja al otro lado del río, unos cuantos kilómetros al norte. Todo el mundo sabe que es un lugar de retiro para las mujeres que necesitan un tiempo de silencio y contemplación, pero nadie la relaciona con nosotras. Los edificios son grandes y bastante cómodos, si fuese necesaria una estancia prolongada, y…
—Sí —la interrumpió Nynaeve—. Sí, suena perfecto. ¿Tú qué opinas, Elayne?
—Me parece estupendo, Nynaeve. Sé que Renaile agradecerá quedarse cerca del mar.
Las otras cinco hermanas casi se quitaron la palabra de la boca manifestando que les parecía maravilloso y la mejor sugerencia de todas.
Mat alzó los ojos al cielo. Tylin era todo un estudio del arte de no ver lo que tenía delante de las narices, pero Renaile saltó al cebo como una trucha a una mosca. Que era de lo que se trataba, naturalmente. Por alguna razón, no debía saber que Nynaeve y Elayne lo tenían planeado todo de antemano. Condujo a las otras mujeres de los Marinos a recoger las pertenencias que hubieran traído consigo antes de que Nynaeve y Elayne cambiaran de parecer.
Las dos habrían ido en pos de Merilille y las demás Aes Sedai, pero Mat les hizo un gesto con el dedo, llamándolas. Intercambiaron una mirada —Mat tendría que haber hablado durante una hora para relacionar todo lo que se transmitieron en esos instantes— y luego, para su sorpresa, se acercaron a él. Aviendha y Birgitte observaban desde la puerta, en tanto que Tylin lo hacía desde su sillón.
—Siento mucho haberte utilizado —se anticipó Elayne antes de que pudiera decir una palabra. Le dedicó una sonrisa llena de hoyuelos—. Teníamos razones para hacerlo, Mat, debes creerme.
—Razones que no necesitas saber —intervino Nynaeve con firmeza mientras se echaba la coleta a la espalda con un experto movimiento de cabeza que hizo que el sello de oro botara sobre sus senos. Lan tenía> que estar loco—. Y he de decir que jamás esperé que actuaras como lo hiciste. ¿Qué te dio la idea de tratarlas de ese modo, «intimidándolas»? Podrías haber echado todo a rodar.
—¿Qué es la vida sin correr riesgos de vez en cuando? —replicó despreocupadamente. Por él, estupendo si pensaban que lo había planeado en lugar de deberse a un arranque de mal genio. Pero lo habían utilizado otra vez sin advertirle, y deseaba una pequeña venganza por ello—. La próxima vez que tengáis que hacer un trato con los Marinos, dejadme que lo resuelva yo. Tal vez de ese modo no resulte tan desastroso como el último.
El rubor de las mejillas de Nynaeve le reveló que había dado de lleno en el blanco. No estaba nada mal, considerando que había sido un tiro a ciegas.
Pero Elayne se limitó a comentar en un tono que intentaba ser contrito aunque sonó regocijado:
—Un argumento propio de un súbdito muy «observante»… Eh, quiero decir, observador.
Al final iba a resultar que estar a bien con ella era peor que estar a mal.
Se encaminaron hacia la puerta sin dejarlo añadir más. En fin, en realidad no había esperado que le explicaran nada. Ambas eran Aes Sedai hasta la médula. Y un hombre aprendía a vivir con lo que fuera necesario.
Se había olvidado de Tylin por completo, pero no al contrario, y no había dado dos pasos cuando la mujer lo alcanzó. Nynaeve y Elayne se detuvieron en la puerta con Aviendha y Birgitte y los observaron. Así, todas vieron cómo Tylin le pellizcaba el trasero. Había ciertas cosas con las que nadie podría aprender a vivir. Elayne hizo un gesto de conmiseración, y Nynaeve otro de severa desaprobación. Aviendha se esforzó en contener la risa, sin mucho éxito, y Birgitte, por su parte, sonreía de oreja a oreja sin disimulo. Maldición, «todas» lo sabían.
—Nynaeve cree que eres un muchachito que necesita protección —le dijo la reina—. Yo sé que eres un hombre hecho y derecho. —Su ronca risita convirtió sus palabras en el comentario más obsceno que Mat había oído en su vida. Las cuatro mujeres que seguían en la puerta lo vieron ponerse rojo como un tomate—. Te echaré de menos, pichón. Lo que hiciste con Renaile fue magnífico. Admiro muchísimo a los hombres autoritarios.
—Yo también os echaré de menos —murmuró. Fue una conmoción darse cuenta de que era la pura verdad. Se marchaba de Ebou Dar justo a tiempo—. Pero si volvemos a encontrarnos, el acoso y derribo serán cosa mía.
Tylin rió quedamente y aquellos oscuros ojos de águila resplandecieron.
—Admiro a los hombres autoritarios, lechoncito, pero no cuando intentan serlo conmigo.
Luego lo agarró de las orejas y le hizo agachar la cabeza para besarlo.
No reparó cuándo se marcharon Nynaeve y las demás, y él salió de la habitación sintiendo las piernas temblorosas y metiéndose la camisa en los pantalones. Tenía que volver para recoger la lanza y el sombrero, que había dejado en un rincón. Esa mujer no tenía recato. Ni pizca.
Encontró a Thom y a Juilin saliendo de los aposentos de Tylin, seguidos por Nerim y Lopin, el mayordomo de Nalesean, cada cual cargado con una alforja de mimbre hecha para meter en las albardas. En ellas iban sus pertenencias, advirtió. Juilin llevaba el arco sin encordar de Mat y su aljaba colgada al hombro. Bueno, ella le había dicho que lo trasladaba.
—Encontré esto en tu almohada —comentó Thom mientras le lanzaba el anillo que había llevado puesto lo que ahora le parecía hacía un año—. Un regalo de despedida, al parecer; había nudos de amor y algunas flores esparcidas sobre ambas almohadas.
Mat se metió el anillo bruscamente.
—Es mío, maldita sea. Lo compré y lo pagué yo.
El viejo juglar se atusó el bigote con los nudillos y tosió en un intento fallido de disimular una amplia sonrisa. Juilin se quitó el ridículo gorro tarabonés y se enfrascó en la contemplación de la parte interior de la prenda.
—¡Rayos y centellas…! —Mat respiró hondo—. Espero que los dos hayáis dedicado un rato a ocuparos de vuestras pertenencias —continuó con tono tranquilo—, porque tan pronto como recoja a Olver, nos pondremos en marcha, incluso si resulta que nos dejamos atrás un arpa carcomida o un quiebra espadas roñoso.
Juilin se tocó el rabillo del ojo con el dedo, significara lo que significara tal cosa, pero Thom frunció el entrecejo. Los insultos a la flauta o al arpa del juglar eran insultos a él.
—Milord —llamó Lopin con voz lastimera. Era un hombre moreno, calvo, más orondo que Sumeko, y su chaqueta negra, propia de un plebeyo teariano, ajustada a la cintura y luego abriéndose hacia abajo, como la de Juilin, le quedaba verdaderamente apretada. Por lo general tan solemne como Nerim, ahora tenía los ojos enrojecidos como si hubiese estado llorando—. Milord, ¿existe la posibilidad de que me quede para estar presente en el entierro de lord Nalesean? Fue un buen amo.
Mat detestaba tener que decir que no.
—Cualquiera que dejemos atrás podría quedarse solo mucho tiempo, Lopin —respondió suavemente—. Escucha, necesitaré a alguien que me ayude a cuidar de Olver, y Nerim tiene trabajo de sobra conmigo. A decir verdad, Nerim tendrá que volver con Talmanes, ¿sabes? Si quieres, te tomaré a mi servicio.
Se había acostumbrado a tener un mayordomo y corrían muy malos tiempos para un hombre que buscara trabajo.
—Me gustaría mucho, milord —respondió en tono lúgubre el mayordomo—. El joven Olver me recuerda mucho al hijo menor de mi hermana.
Sólo que, cuando entraron en los antiguos aposentos de Mat, lady Riselle estaba allí, mucho más decentemente vestida que la última vez que Mat la había visto y totalmente sola.
—¿Y por qué iba a tenerlo atado a mí? —instó la mujer, con aquel busto realmente impresionante subiendo y bajando agitado mientras ella se ponía en jarras. Al parecer, el pichoncito de la reina no debía utilizar un tono brusco con las camareras de su majestad—. Si se corta demasiado las alas a un chiquillo, nunca se convertirá en un hombre como es debido. Leyó las páginas de su tarea en voz alta, sentado en mis rodillas; se habría pasado el día leyendo si lo hubiese dejado. Y también hizo las cuentas, así que lo dejé salir. ¿Por qué os preocupáis tanto? Prometió que regresaría al caer el sol, y parece tener mucha experiencia en lo de guardar promesas.
Mat dejó la ashandarei en el rincón de costumbre, les dijo a los otros hombres que soltaran los bultos y fueran a buscar a Vanin y a los demás Brazos Rojos. Después se despidió para sus adentros del espectacular busto de Riselle y regresó apresuradamente a los aposentos que compartían Nynaeve y las otras mujeres. Todas se encontraban allí, en la salita, así como Lan, con su capa de Guardián echada a la espalda y las alforjas cargadas al hombro, al parecer, las de Nynaeve. Repartidos por el suelo había muchos fardos de vestidos y baúles de un tamaño considerable. Mat se preguntó si también le harían cargar a Lan con todo eso.
—Pues claro que tienes que encontrarlo, Mat Cauthon —dijo Nynaeve—. ¿Crees que íbamos a abandonar al chiquillo?
Cualquiera que la hubiese oído pensaría que eso era exactamente lo que se proponía hacer él. De repente se le vino encima un aluvión de ofertas de ayuda, no sólo por parte de Nynaeve y Elayne, que proponían posponer el viaje a la granja, sino también de Lan, Birgitte y Aviendha brindándose a colaborar en la búsqueda. Lan lo hizo con su habitual aire frío e impasible, pero la arquera y la Aiel…
—Se me rompería el corazón si le ocurriera algo a ese chico —manifestó Birgitte.
—Siempre he dicho que no lo cuidabas como es debido —añadió Aviendha en el mismo tono afectuoso.
Mat apretó los dientes tanto que le rechinaron. En las calles de la ciudad, Olver podría eludir a ocho hombres hasta que apareciera de vuelta en palacio al caer el sol. Mantenía sus promesas, sí, pero había pocas esperanzas de que renunciara a un instante de libertad sin tener por qué. Cuantos más ojos hubiera, más rápida sería la búsqueda, en especial si todas las Mujeres Sabias se sumaban a ella. Dudó durante dos o tres segundos; también él tenía unas promesas que cumplir, bien que fue lo bastante listo para no plantearlo desde ese punto de vista.
—El Cuenco es demasiado importante —contestó—. Ese gholam sigue ahí fuera, y puede que Moghedien también, y huelga decir que el Ajah Negro. —Los dados atronaban dentro de su cabeza. A Aviendha no le haría gracia que la incluyera en el grupo con Nynaeve y Elayne, pero en ese momento le importaba un bledo lo que pensara la Aiel, de modo que se dirigió a Birgitte y a Lan—. Cuidad de ellas hasta que pueda reunirme con vosotros. A todas ellas.
—Lo haremos —respondió inopinadamente Aviendha—. Lo prometo —añadió mientras toqueteaba la empuñadura de su cuchillo. Por lo visto no había entendido que ella era una a las que había que proteger.
Sí lo comprendieron Nynaeve y Elayne, y la mirada que le asestó la antigua Zahorí habría podido perforarle el cráneo; Mat esperaba que se propinara un tirón de la trenza, pero, cosa curiosa, la mano de la mujer sólo se alzó brevemente hacia el pelo para, de inmediato, bajar firmemente al costado. Elayne se contentó con alzar el mentón y clavar aquellos enormes ojos azules en él con expresión gélida. Nada de sonrisa con hoyuelos esta vez.
Lan y Birgitte también lo entendieron.
—Nynaeve es mi vida —repuso simplemente Lan al tiempo que posaba una mano en el hombro de la mujer. Lo curioso fue que, de repente, su expresión se tornó muy triste y acto seguido, de manera igualmente repentina, apretó las mandíbulas y pareció dispuesto a atravesar un muro de piedra abriendo un agujero con su propio cuerpo. Birgitte dedicó a Elayne una mirada cariñosa, aunque sus palabras iban dirigidas a Mat:
—Lo haré. En verdad y honor.
Mat se tiró de la chaqueta, sintiéndose incómodo. Aún no tenía muy claro cuánto le había revelado estando ebrio. Luz, y cómo bebía esa mujer; parecía una esponja. A pesar de todo, le dio la respuesta apropiada de un lord barashandino aceptando la promesa:
—El honor de la sangre; la verdad de la sangre.
Birgitte asintió y, a juzgar por las miradas sorprendidas que recibió de Nynaeve y de Elayne, la arquera seguía manteniendo sus secretos. Luz, si cualquier Aes Sedai descubría alguna vez lo de esos recuerdos, tanto daba que supieran que había tocado el Cuerno también; ni con cabeza de zorro ni sin ella, lo exprimirían hasta sacarle el último por qué y el último cómo. Cuando se volvía para marcharse, Nynaeve lo agarró de la manga.
—Recuerda la tormenta, Mat. Estallará muy pronto; lo sé. Ten cuidado, Mat Cauthon, ¿me has oído? Tylin tiene las indicaciones para llegar a la granja, cuando regreses con Olver.
Él asintió y se marchó a toda prisa; los dados en la cabeza parecían ecos del taconeo de sus botas. ¿Era durante la búsqueda cuando se suponía que debía tener cuidado o mientras Tylin le daba la dirección de la granja? Nynaeve y su Escuchar el Viento. ¿Acaso pensaba que un poco de lluvia iba a derretirlo? Porque, ahora que lo pensaba, una vez hubiesen utilizado el Cuenco de los Vientos volvería a llover. Parecía que habían pasado años sin que cayera una gota. Algo le rondó por la cabeza con respecto al tiempo y a Elayne, cosa que no tenía sentido, pero se desentendió de ello. Las cosas, de una en una, y lo más importante en ese momento era Olver.
Los hombres esperaban en la larga estancia de los Brazos Rojos, cerca de los establos, todos de pie excepto Vanin, quien yacía despatarrado en una de las camas, con las manos enlazadas sobre el orondo vientre. Vanin decía que un hombre debía descansar cuando tenía ocasión de hacerlo. Sin embargo, bajó los pies al suelo y se levantó en cuanto Mat entró. Estaba tan encariñado con Olver como los demás; lo único que Mat temía era que empezara a enseñar al chico cómo robar caballos y a cazar faisanes furtivamente. Siete pares de ojos se clavaron en él con fijeza.
—Riselle dijo que Olver llevaba puesta la chaqueta roja —les explicó—. A veces regala la ropa, pero si veis a cualquier golfillo de la calle con una buena chaqueta de ese color, probablemente sabrá dónde se encuentra Olver. Que cada uno vaya en una dirección, empezando desde Mol Hara y trazando espirales, e intentad volver dentro de una hora más o menos. Esperad hasta que todo el mundo haya regresado antes de reanudar la búsqueda, para que así, si alguien da con él, los demás no sigamos buscando hasta mañana. ¿Habéis entendido?
Los hombres asintieron. A veces esos hombres lo sorprendían. El larguirucho Thom, con su pelo y su bigote blancos, que en otro tiempo había sido amante de una reina, y mucho más de buen grado que él mismo, por no mencionar que fue algo más que un amante, si se daba crédito a lo que decía. Harnan, con su mandíbula cuadrada y su tatuaje en la mejilla, y alguno más en otros sitios, que había sido soldado toda su vida. Juilin, con su vara de bambú y su quiebra espadas a la cadera, que se consideraba tan bueno como cualquier lord, aunque la idea de llevar espada todavía lo hacía sentirse incómodo, y el gordo Vanin, que hacía que Juilin pareciese un lameculos en comparación. El flaco Fergin; Gorderan, con unos hombros casi tan anchos como los de Perrin, y Metwyn, cuyo rostro de tez pálida todavía parecía el de un muchacho a pesar de ser varios años mayor que él. Algunos seguían a Mat Cauthon porque creían que era afortunado, porque su suerte podría mantenerlos con vida cuando las armas se desenvainaban, y otros por razones que todavía Mat no tenía muy claras; pero lo seguían. Ni siquiera Thom había discutido una orden suya. Quizá lo ocurrido con Renaile había sido algo más que suerte. Tal vez, ser ta’veren influía en algo más que en meterlo en jaleos. De repente se sintió… responsable de aquellos hombres. Fue una sensación incómoda. La responsabilidad y Mat Cauthon no iban de la mano; no era natural.
—Cuidaos y no bajéis la guardia —advirtió—. Ya sabéis lo que hay ahí fuera. Y se aproxima una tormenta. —Vaya, ¿por qué demonios había dicho eso?—. Vamos, moveos. Estamos desperdiciando la luz del día.
El viento seguía soplando con fuerza y arrastraba polvo en la plaza de Mol Hara, con su estatua de una reina muerta mucho tiempo antes situada encima de la fuente, pero no había otra señal que anunciara una tormenta. La tal Nariene había tenido fama de honesta, aunque no tanto como para ser representada con el torso completamente desnudo. El sol de la tarde brillaba en lo alto de un cielo despejado, sin rastro de nubes, pero la gente se movía por la plaza tan deprisa como en las horas frescas de la mañana. Esa templanza había desaparecido ya, a pesar del viento, y bajo sus botas los adoquines parecían una parrilla.
Tras echar una ojeada a La Mujer Errante, al otro lado de la plaza, Mat se encaminó hacia el río. Cuando estaban en la posada, Olver no había salido con los golfillos de la calle ni la mitad de las veces que ahora; se había sentido más que conforme con comerse con los ojos a las camareras y a las hijas de Setalle Anan. Menudo acierto el de los dados induciéndolo a trasladarse a palacio. Todo lo que había hecho desde que dejó la posada —todo lo que había querido hacer, se corrigió al pensar en Tylin y sus ojos, y sus manos—, cualquiera de esas cosas habría podido llevarla a cabo de igual forma sin necesidad de trasladarse. Los dados rodaban ahora, y Mat deseó que desaparecieran de su cabeza de una vez por todas.
Intentó avanzar a buen paso, adelantando por los lados a los lentos carros y carretas con impaciencia, maldiciendo a los lacados palanquines y carruajes que casi lo arrollaron, en todo momento ojo avizor a una chaqueta roja de niño, pero el ajetreo de las calles lo frenaba al tener que avanzar en zigzag. Pensándolo bien, ello era conveniente; no tenía sentido pasar por alto al chico a causa de la prisa. Deseando haber cogido a Puntos de los establos de palacio, miró a la multitud que pasaba a su lado con el entrecejo fruncido; un hombre a lomos de un caballo no habría avanzado más rápido entre el gentío, pero sí habría alcanzado a ver más lejos. Claro que, hacer preguntas desde una silla de montar habría resultado muy incómodo; de hecho, eran pocos los que iban a caballo por la ciudad, y había gente que tendía a rehuir a cualquiera que fuera montado.
Siempre la misma pregunta; la primera vez que la hizo fue en un puente, nada más dejar atrás Mol Hara, a un tipo que vendía manzanas asadas con miel en una bandeja que llevaba colgada de una correa al cuello. A Olver le gustaban los dulces.
—¿Has visto a un chico, de esta estatura más o menos, con una chaqueta roja?
—¿Un chico, milord? —dijo el tipo, casi escupiendo las palabras entre los contados dientes que le quedaban—. Chicos he visto a cientos, pero no recuerdo una chaqueta roja. ¿Le gustaría a milord una manzana o dos? —Cogió un par con los huesudos dedos y se las tendió a Mat; por el modo en que cedían a la presión de sus dedos, estaban más pasadas de lo que podría justificar el asado—. ¿Se ha enterado milord de los disturbios callejeros?
—No —replicó secamente Mat, que siguió avanzando. Al otro lado del puente paró a una mujer metida en carnes, con una bandeja de cintas. Olver no sentía interés alguno por las cintas, pero seguro que le habrían llamado la atención las enaguas rojas que asomaban bajo la falda recogida con puntadas hasta casi la cintura de la mujer, así como el escote del corpiño que dejaba a la vista parte de un busto muy semejante al de Riselle—. ¿Has visto a un chico…?
La mujer también le comentó lo de los disturbios, al igual que la mitad de las personas a las que preguntó. Sospechaba que ese rumor había empezado con los acontecimientos ocurridos en cierta casa del Rahad, aquella misma mañana. La conductora de una carreta, con el largo látigo enrollado al cuello, le dijo incluso que el tumulto había sido al otro lado del río, después de responder que nunca se fijaba en los chicos a menos que se metieran debajo de las patas de sus mulas. Un tipo de cara cuadrada que vendía panales de miel —unos panales de aspecto increíblemente seco— afirmó que los disturbios habían sucedido cerca del faro del final de la calzada de la Bahía, en la Punta Oeste de la boca del estuario, un lugar tan poco probable para ser escenario de una asonada como el centro de la propia bahía. Si uno prestaba oídos, en una ciudad siempre había cientos de rumores, y Mat, al parecer, estaba abocado a escuchar fragmentos de todos ellos. Una de las mujeres más preciosas que había visto en su vida, a la cual encontró en la puerta de una taberna —Maylin era camarera de El Borrego Viejo, pero en apariencia su única ocupación era estar de pie en la puerta para atraer clientes, objetivo que ciertamente conseguía—, le dijo que esa mañana se había producido una batalla, en las colinas Cordese, al oeste de la ciudad, creía, o quizás en las colinas Rhannor, al otro lado de la bahía. O puede que en… Verdaderamente guapa, la tal Maylin, pero con muy pocas luces; seguro que Olver se habría pasado horas contemplándola, siempre y cuando la chica no abriese la boca. Sin embargo, no recordaba haber visto a un chico con una chaqueta… ¿De qué color había dicho? Le hablaron de tumultos y batallas, de tantas y tantas cosas raras vistas en el cielo o en las colinas como para poder poblar la Llaga con ellas. Oyó que el Dragón Renacido iba a descender sobre la ciudad en cualquier momento, acompañado por miles de hombres capaces de encauzar; que los Aiel se aproximaban; que venía un ejército de Aes Sedai; no, era un ejército de Capas Blancas; que Pedron Niall había muerto y que los Hijos se proponían vengarlo, aunque, por qué hacerlo en Ebou Dar no estaba muy claro. Cualquiera habría pensado que la ciudad se encontraría sumida en el pánico con todas esas historias rondando por las calles, pero lo cierto era que, incluso los que contaban el rumor, generalmente sólo lo creían a medias. Es decir, que le hablaron de todo tipo de estupideces, pero ni una palabra sobre el chico de chaqueta roja.
A unas pocas calles del río empezó a oír truenos, unos fuertes y secos estampidos que parecían llegar del mar. La gente alzaba la vista con curiosidad hacia un cielo despejado, se rascaba la cabeza y volvía a sus quehaceres. Mat hizo otro tanto y siguió preguntando a todos los vendedores de dulces o frutas que vio, así como a todas las mujeres bonitas con las que se cruzó. Todo ello sin resultado. Al llegar al largo muelle de piedra que se extendía a lo largo de la ribera de la ciudad hizo una pausa para observar los grises embarcaderos que se adentraban en el agua y los barcos amarrados a ellos. El viento soplaba con fuerza y mecía las embarcaciones, rozándolas contra los muelles de piedra a pesar de las bolsas rellenas de lana que colgaban de los costados como defensas. A diferencia de los caballos, a Olver no le interesaban los barcos, salvo como un medio de viajar de aquí para allí, y los barcos eran asunto de hombres en Ebou Dar aun cuando, a menudo, el cargamento que transportaban no lo fuera. Las mujeres presentes en los muelles eran mercaderes vigilando sus mercancías o miembros del gremio de estibadores armados hasta los dientes; además, allí no encontraría vendedores de dulces.
A punto de darse media vuelta, Mat cayó en la cuenta de que casi nadie se movía. Por lo general, los muelles bullían de actividad y, sin embargo, en todos los barcos que alcanzaba a ver los tripulantes se alineaban en la borda o trepaban a los aparejos para otear hacia la bahía. Barriles y cajas habían quedado abandonados, mientras hombres sin camisa y mujeres fibrosas con chalecos de cuero se apiñaban en la punta de los embarcaderos para atisbar entre los barcos, en dirección sur, hacia la tronada. Allí, un humo negro se alzaba en gruesas columnas, inclinadas de manera notoria hacia el norte, por el viento.
Tras una breve vacilación, Mat corrió hacia el extremo del embarcadero más cercano. Al principio, los barcos amarrados a los muelles de piedra hacia el sur le tapaban la vista de cualquier cosa que no fuese el humo. Sin embargo, debido a la línea que trazaba la costa, cada embarcadero sobresalía más que su inmediato anterior; una vez que logró abrirse paso a codazos entre la cuchicheante multitud apiñada en la punta del muelle, tuvo a la vista el ancho río, que formaba un paso abierto de agitadas aguas verdosas hasta la bahía de olas encrespadas.
Al menos dos docenas de barcos, puede que más, ardían en el extenso estuario, envueltos en llamas de punta a punta. Otros cuantos ya habían naufragado y sólo se veía su proa o su popa, que poco a poco se hundía en las aguas. Mientras observaba, la proa de un navío de dos palos, en el que ondeaba una bandera roja, azul y oro, el estandarte de Altara, de repente explotó con un gran estruendo semejante al trueno, y columnas de humo, que se engrosaron rápidamente, fueron barridas por el viento a la par que la embarcación se hundía. Por el agua se deslizaban cientos de naves, todas las que había en la bahía —los surcadores y rasadores de tres palos y los remontadores de dos palos de los Marinos, barcos costeros con sus velas triangulares, los fluviales impulsados por vela o remos—, algunas huyendo río arriba y la mayoría intentando ganar mar abierto. Veintenas de embarcaciones penetraban en la bahía a favor del viento, naves de proas imponentes, más altas que las de cualquiera de los surcadores, cortando las embravecidas olas y salpicando espuma. A Mat se le cortó la respiración cuando divisó las velas cuadradas, con nervaduras.
—¡Rayos y centellas! —exclamó, conmocionado—. ¡Son los jodidos seanchan!
—¿Quiénes? —demandó una mujer de semblante serio que estaba a su lado. El vestido de paño azul oscuro y buena confección la señalaba como una mercader, tanto como la carpeta de cuero que llevaba para los conocimientos de embarque o la insignia del gremio, un alfiler de plata, prendida en la pechera—. Son las Aes Sedai —manifestó en tono convencido—. Sé reconocer el encauzamiento cuando lo veo. Los Hijos de la Luz acabarán con ellas tan pronto como lleguen. Ya lo veréis.
Una mujer larguirucha y canosa, con un mugriento chaleco verde, se giró para enfrentarse a ella mientras toqueteaba la empuñadura de madera de su daga.
—¡Mucho ojo con lo que dices sobre las Aes Sedai, asquerosa arrampla monedas, o te pelaré y haré que te tragues un jodido Capa Blanca para rellenarte como un capón!
Mat las dejó agitando los brazos y gritándose una a la otra, y se abrió paso entre la muchedumbre para después correr hacia el muelle principal. Ya alcanzaba a ver tres —no, cuatro— enormes criaturas volando en círculo sobre la ciudad, hacia el sur, sustentadas por grandes alas semejantes a las de los murciélagos. En sus lomos se distinguían figuras, al parecer montadas en alguna especie de silla. Apareció otra criatura, y otra más. Bajo ellas, las llamas brotaban de los tejados en medio de un gran estruendo.
La gente corría, zarandeando a Mat mientras se abría paso trabajosamente por las calles.
—¡Olver! —gritó con la esperanza de ser oído por encima de otros gritos que sonaban por doquier, así como también chillidos—. ¡Olver!
De pronto, todo el mundo pareció dirigirse en sentido contrario al que él llevaba, y pasó a su lado a empellones. Mat resistió con empeño para no ser arrastrado por la avalancha de gente, y llegó a una calle donde la razón por la que los demás habían huido quedó patente.
Una columna montada venía por ella, un centenar o más de seanchan con los yelmos que recordaban cabezas de insectos y las armaduras de láminas imbricadas, todos cabalgando animales que parecían felinos, del tamaño de caballos, pero con el cuerpo cubierto de escamas broncíneas en lugar de pelo. Inclinados hacia adelante en las sillas, las lanzas adornadas con cintas azules en ristre, galopaban hacia la plaza de Mol Hara sin mirar hacia los lados. Aunque el término «cabalgar» no era el más adecuado para el modo en que se desplazaban esos animales; la velocidad sí encajaba, pero se movían… deslizándose. Había llegado el momento de largarse de allí; cuanto antes. Tan pronto como encontrara a…
Cuando pasaba el final de la columna, un manchón rojo, a la altura de la cintura de un hombre, atrajo su atención hacia la multitud de la calle, al otro lado del cruce.
—¡Olver!
Cruzó a todo correr, casi cuando acababa de pasar la última criatura de piel escamosa, empujando a la gente y a tiempo de ver a una mujer que, con los ojos desorbitados por el espanto, cogía a una niñita de vestido rojo y echaba a correr con la pequeña apretada contra su pecho. Desesperado, Mat siguió abriéndose camino y propinando empellones y codazos cuando chocaban contra él y a su vez chocando no pocas veces contra los demás.
—¡Olver! ¡Olver!
Dos veces más vio una columna de fuego alzándose fugazmente sobre los tejados, y el humo elevándose hacia el cielo en una docenas de sitios distintos. En varias ocasiones oyó aquellos estampidos ensordecedores, ya no en la bahía, sino mucho más cerca, dentro de la ciudad, no le cabía duda, y sintió el suelo sacudiéndose bajo sus pies.
Y entonces la calle volvió a encontrarse casi vacía ya que la gente huía en todas direcciones, por los callejones y en el interior de casas y tiendas; los seanchan se aproximaban en caballos. No todos eran hombres armados; casi a la cabeza del pequeño bosque de lanzas cabalgaba una mujer de tez oscura, con un vestido azul. Mat sabía que las anchas franjas plateadas de la falda y la pechera tenían forma de rayos. Una cadena de plata, reluciente al sol, conectaba su muñeca izquierda con el cuello de una mujer de gris, una damane, que trotaba junto al caballo de la sul’dam como un perro faldero. En Falme, Mat había visto más seanchan de lo que le habría gustado, pero, inconscientemente, hizo un alto en la boca del callejón y observó. Los estampidos y los fuegos eran la prueba de que alguien en la ciudad intentaba al menos presentar resistencia, y ahora iba a ser testigo de uno de esos intentos.
Los seanchan no eran la única razón por la cual la gente se había escabullido. Al otro extremo de la calle, alrededor de un centenar de hombres montados pusieron lanzas en ristre. Vestían anchos pantalones blancos y chaquetas verdes, y entre ellos brillaron los galones dorados del yelmo de un oficial. Con un grito general, el centenar de soldados de Tylin se lanzó contra los atacantes de la ciudad. Superaban en dos a uno a los seanchan que tenían delante.
—Malditos estúpidos —masculló Mat—. Así no. Esa sul’dam os…
El único movimiento entre los seanchan fue el de la mujer con el vestido de franjas en zigzag, que levantó la mano y señaló, como haría un cazador para lanzar al aire a un halcón posado en su muñeca o para azuzar a un perro. La mujer de cabello dorado situada al otro extremo de la correa de plata dio un paso adelante. El medallón de la cabeza de zorro se tornó frío contra el pecho de Mat.
Bajo los cascos de la vanguardia del pelotón ebudariano a la carga, la calle explotó repentinamente y adoquines, hombres y caballos salieron lanzados por el aire en medio de un ensordecedor estampido. La onda expansiva tiró a Mat patas arriba, o tal vez fuera por el modo en que el suelo pareció combarse bajo sus pies. Se incorporó justo a tiempo de presenciar cómo se desplomaba la fachada de una posada de la calle en medio de una nube de polvo; el interior de las habitaciones quedó a la vista.
Hombres y caballos —y trozos de hombres y caballos— yacían por doquier, los que aún vivían sacudidos por violentas convulsiones, alrededor de un agujero que ocupaba la mitad de la calle. Los gritos de los heridos llenaban el aire. Menos de la mitad de los ebudarianos se levantaron con esfuerzo, aturdidos y tambaleándose; algunos agarraron las riendas de caballos tan temblorosos e inestables como ellos, se subieron a las sillas y taconearon a los animales para emprender algo parecido a un galope. Otros se limitaron a correr a pie. Todos alejándose de los seanchan, huyendo. Podían enfrentarse a armas de acero, pero no a eso.
Huir, comprendió Mat, era una buena idea en ese momento. Una ojeada hacia la parte posterior del callejón le descubrió polvo y escombros apilados hasta casi la altura de un piso. Echó a correr calle abajo, delante de los ebudarianos que huían, manteniéndose tan cerca de las paredes como era posible, confiando en que ninguno de los seanchan lo tomara por uno de los soldados de Tylin. No debió ponerse una chaqueta verde esa mañana.
Al parecer, la sul’dam no se había quedado satisfecha con el resultado. La cabeza de zorro se puso fría de nuevo y, a su espalda, otro estampido lo lanzó al suelo al tiempo que el pavimento se combaba y le salía al encuentro. A través del zumbido de los oídos, Mat oyó el crujido de mampostería. Sobre él, la pared de ladrillos estucados empezó a inclinarse.
—¿Qué ocurre con mi jodida suerte? —gritó.
Tuvo tiempo para eso, y también para darse cuenta, mientras ladrillos y vigas se derrumbaban encima de él, de que los dados dentro de su cabeza habían enmudecido de golpe.