VII. ATRAPADOS POR EL HIELO

Beetchermarlf y Takoorch, como el resto de la tripulación del Kwembly, fueron sorprendidos por la congelación del lago. Durante varias horas ninguno había tenido un momento para mirar a su alrededor, puesto que el laberinto de finos cables en el que se centraba su atención era considerablemente más complicado que, por ejemplo, el cordaje de un buque de vela. Los dos sabían exactamente lo que tenían que hacer, y había poca necesidad de conversación. Incluso aunque sus ojos se hubiesen apartado de su tarea, no había mucho que ver. Se hallaban bajo la inmensa masa del vehículo, techados por el «colchón» neumático que distribuía el peso entre las ruedas, parcialmente ocultos por las mismas ruedas y por la negrura de la noche de Dhrawn, que ocultaba todo más allá del radio de sus pequeñas luces portátiles.

Por tanto, no habían visto, como tampoco los marineros en el interior de la nave, los diminutos cristales que comenzaron a formarse sobre la superficie del lago y a aposentarse en el fondo, brillando y centelleando bajo los focos del Kwembly.

Habían terminado de conectar de nuevo la fila primera de babor, completa de proa a popa; cuando descubrieron que estaban atrapados, trabajaban en la fila segunda.

La luz de la batería de Takoorch se estaba debilitando. Por este motivo se acercó al transformador de fusión más cercano —que casualmente se encontraba en una rueda de la fila primera— para recargarla. Se sobresaltó al comprobar que no podía acercarse al transformador, ni siquiera verlo; después de unos cuantos segundos de manipulaciones y observación, llamó a Beetchermarlf. Les llevó casi diez minutos observar que estaban completamente rodeados de una pared blanca opaca, impenetrable incluso para su fuerza. Había unido todas las ruedas exteriores y rellenado todos los espacios entre ellas, desde el colchón de arriba hasta las piedras abajo, a un metro de altura por término medio. Dentro de la muralla todavía tenían libertad de movimientos.

Sus herramientas eran de filo, más que puntiagudas, y demasiado pequeñas para horadar el hielo de forma apreciable, aunque les llevó una hora completa la acción de raspar para convencerse. No se sentían muy preocupados todavía; obviamente el hielo estaba inmovilizando al Kwembly, y el resto de la tripulación tendría que llegar hasta ellos para libertar el vehículo, suponiendo que rescatarlos no fuese su propósito principal. Por supuesto, el suministro de hidrógeno vital era limitado, pero esto para ellos significaba menos que una escasez de oxígeno equivalente para un ser humano. Tenían diez u once horas todavía de actividad completa, y cuando la presión parcial del hidrógeno descendiese bajo un cierto calor, simplemente perderían la conciencia. Su química corporal se haría más y más lenta, pero deberían pasar cincuenta o cien horas antes de que ocurriese algo irreversible. Una de las razones de la durabilidad de los mesklinitas, aunque los biólogos humanos no tuviesen forma de averiguarlo, era la extraordinaria simplicidad de su bioquímica.

De hecho, los dos estaban lo bastante tranquilos como para volver a la tarea asignada, y habían llegado casi a la parte delantera de la fila segunda antes de hacer otro descubrimiento. Este sí les preocupó.

El hielo se acercaba. No demasiado rápidamente, pero se acercaba. Resultó que ninguno de ellos conocía mejor que Ib Hoffman lo que les pasaría si quedaban congelados en un bloque de aquel material. Ninguno tenía el menor deseo de aprender.

Por lo menos, todavía tenían luz. No todas las unidades de energía estaban en ruedas exteriores, y Takoorch había podido recargar su batería. Eso hizo posible realizar otra investigación, muy cuidadosa, de los límites de su prisión. Beetchermarlf esperaba encontrar espacio libre hacia el fondo o cerca del tope de las murallas que le rodeaban. No sabían si la helada habría empezado desde la superficie o desde el fondo del estanque. No conocían como cualquier ser humano que el hielo flota sobre el agua líquida. Era mejor así, puesto que en este caso habrían llegado a una conclusión errónea. En realidad, los cristales se habrían formado en la superficie, pero al ser más densos que el líquido que los rodeaba, se habían posado para volverse a disolver cuando alcanzaron niveles de amoníaco más ricos. Este efecto había producido el resultado de dejar el lago sin amoníaco de forma bastante uniforme, hasta que hubo alcanzado una composición susceptible de helarse casi simultáneamente. En consecuencia, la búsqueda no procuró espacios abiertos.

Durante algún tiempo permanecieron allí entre dos de las ruedas, estudiando y comprobando cada cierto tiempo el progreso de la helada. No tenían equipos para medir el tiempo ni, por tanto, ninguna base para evaluar la velocidad del proceso. Takoorch suponía que estaba disminuyendo; Beetchermarlf no estaba tan seguro.

De vez en cuando uno de ellos tenía una idea, pero el otro generalmente se las arreglaba para encontrar un punto flaco.

—Podemos mover algunas de esas piedras, las más pequeñas —observó en un momento Takoorch—. ¿Por qué no podríamos excavar un camino bajo el cielo?

—¿Dónde? —contestó su compañero—. El extremo del lago más cercano está a cuarenta o cincuenta cables; fue lo último que supe. No podemos comenzar a excavar tanto en esas rocas antes de que nuestro aire se termine, aunque exista alguna razón para suponer que la helada no incluye el agua entre las rocas, por debajo. Salir antes del borde no nos llevaría a ninguna parte.

Takoorch admitió la veracidad de este aserto con un gesto de aquiescencia y se hizo silencio, mientras el hielo se acercaba un centímetro más.

Beetchermarlf tuvo la siguiente idea constructiva.

—Esas luces deben desprender algo de calor, aunque nosotros no lo sintamos por los trajes —exclamó repentinamente—. ¿Por qué no podrían evitar que se forme hielo a su alrededor, y hasta permitirnos derretir un paso hacia el exterior?

—Vale la pena intentarlo —fue la lacónica respuesta de Takoorch.

Juntos se aproximaron a la barrera helada. Beetchermarlf construyó un pequeño montón de piedras que se apoyaba en el hielo y colocó la luz, ajustada para un brillo completo, en su cima. Después los dos se apiñaron allí, con sus partes delanteras sobre el montón de guijarros, y observaron el espacio entre la lámpara y el hielo.

—Ahora que lo pienso —observó Takoorch mientras esperaban—, nuestros cuerpos desprenden algo de calor, ¿no es así? Quizá simplemente con estar aquí ayudemos a derretir el hielo.

—Supongo que sí —Beetchermarlf tenía sus dudas—. Será mejor que estemos atentos para asegurarnos de que no se hiela el agua a los lados y detrás nuestro, mientras estamos aquí esperando.

—¿Qué importa eso? Si lo hace, quiere decir que nosotros y la luz juntos nos bastamos para hacer retroceder el hielo, y debiéramos ser capaces de derretir un paso al exterior.

—Eso es verdad. Vigila, sin embargo, para que sepamos lo que está pasando.

Takoorch hizo un gesto de asentimiento. De nuevo permanecieron silenciosos.

Pero el mayor de los timoneles no era alguien que soportase el silencio indefinidamente, y pronto lanzó otra idea.

—Ya sé que nuestros cuchillos no hicieron mucha marca en el hielo, pero quizá sirva de algo que lo arañemos justo aquí, en el punto más cercano a la luz.

Desenganchó una de las hojas que llevaba para uso general, y se acercó al hielo.

—¡Espera un momento! —exclamó Beetchermarlf—. Si comienzas a trabajar aquí, ¿cómo vamos a saber nunca si el calor tiene efecto o no?

—Si mi cuchillo nos lleva a alguna parte, ¿a quién le importa si es el calor o mi trabajo? —replicó Takoorch.

Beetchermarlf no encontró una buena respuesta; por tanto, se sometió mientras murmuraba algo sobre «experimentos controlados»; el otro mesklinita comenzó el trabajo con su diminuta hoja.

Su interferencia no resultó en el experimento, aunque quizá retrasase ligeramente la aparición de resultados observables. El calor unido del cuerpo, de la lámpara y el cuchillo resultó ser inadecuado para la tarea; el hielo continuó su progreso. Al final, tuvieron que retirar sus lámparas del montón de piedras y observar cómo iba siendo recubierto lentamente por la muralla cristalina.

—Ahora no tardará mucho —observó Takoorch, mientras balanceaba las luces a su alrededor—. Ahora sólo quedan libres dos unidades energéticas. ¿Recargamos las luces otra vez antes de que desaparezcan, o no vale la pena?

—Quizá sea mejor que lo hagamos —contestó Beetchermarlf—. Es una pena que ese sea el único uso que podamos conseguir de toda esta energía. Cuatro de esas cosas pueden empujar al Kwembly sobre terreno llano. Una vez oí a un ser humano decir que sólo una podría hacerlo si conseguía tracción. Ciertamente eso lograría cortar el hielo si tuviésemos una forma de aplicarlo. Podríamos sacar el transformador con bastante facilidad, pero no sé qué haríamos después. Las unidades pueden transmitir corriente eléctrica, pero no veo cómo podríamos aplicarlos al hielo. La rotación mecánica que se obtiene de ellas funciona únicamente en los ejes del motor.

—Si utilizásemos esa corriente, lo más probable será que nos hagamos daño. No conozco mucho sobre electricidad. En el poco tiempo que estuve en el colegio, aprendí principalmente mecánica, pero sé que eso puede matar. Piensa en otra cosa.

Takoorch se dedicó a cumplir la sugerencia. Igual que su joven compañero, únicamente había estado expuesto al conocimiento alienígena durante un corto período; los dos se habían presentado como voluntarios para el proyecto de Dhrawn, prefiriéndole a más trabajo en las aulas. Ninguno se sentía realmente cómodo pensando en asuntos para los que no podía alcanzar ningún modelo fácilmente visualizable.

Sin embargo, no les faltaba habilidad para pensar en abstracto. Los dos habían oído que el calor representaba uno de los más bajos denominadores comunes de la energía, aunque no se lo imaginasen como un movimiento de partículas al azar.

Fue Beetchermarlf el primero en pensar en otro efecto de la electricidad.

—¡Tak! ¿Recuerdas las explicaciones que nos dieron sobre que no transmitiésemos demasiada energía a las ruedas hasta que el vehículo comenzase a moverse? Los humanos dijeron que eran posibles roturas en las ruedas y daños en los motores si intentábamos acelerar demasiado deprisa. Por debajo de los cien cables por hora, el límite es un cuarto de la energía. Bien, los controles de la energía están aquí, en un punto donde podemos alcanzarlos, y esos motores ciertamente no van a girar. ¿Por qué no proporcionamos energía a esa rueda y dejamos que el motor se caliente todo lo que quiera?

—¿Qué te hace pensar que te calentará? No sabes lo que hace andar a esos motores más que yo. No dijeron que se calentarían; sólo que no era bueno para ellos.

—Ya sé, pero ¿qué otra cosa podría ser? Tú sabes que cualquier tipo de energía que no sea utilizada en alguna otra forma se convierte en calor.

—No suena del todo bien, no sé por qué —replicó el mayor de los marineros—. Sin embargo, supongo que ahora vale la pena intentarlo todo. Ellos no dijeron que el motor rompería también el resto de la nave. Si esto nos daña, no estaremos mucho peor.

Beetchermarlf se detuvo; el pensamiento de que podría poner al Kwembly en peligro no había pasado por su mente. Cuanto más pensaba en ello, menos justificado se sentía para correr el riesgo. Miró la relativamente diminuta unidad energética que descansaba entre las cadenas de la rueda más cercana y se preguntó si una cosa tan pequeña podría realmente suponer un peligro para la enorme masa que se encontraba sobre ellos. Entonces recordó el tamaño, muchísimo mayor, de la máquina que había transportado a él y a sus compañeros a Dhrawn y comprendió que el tipo de energía que podía empujar unas masas tan inmensas a través del cielo no era para ser manipulado descuidadamente. Puesto que había tenido la oportunidad de familiarizarse con su funcionamiento normal y correcto, nunca tendría miedo de usar aquellos motores; pero usar mal deliberadamente uno de ellos era una historia diferente.

—Tienes razón —admitió algo inseguro—. Después de todo, Takoorch había estado dispuesto a correr el riesgo—. Tendremos que hacerlo de forma diferente. Mira, si las ruedas están libres para girar, no podemos dañar el motor o el transformador; además, agitar el agua la calentará.

—¿Lo crees así? Recuerdo haber oído algo semejante, pero si yo, con mi propia fuerza, no puedo romper este hielo, es difícil comprender cómo va a hacerlo el remover simplemente el agua. Además, las ruedas no están libres; se encuentran sobre el fondo, con el peso del Kwembly encima.

—Así es. Tú querías excavar. Comienza a mover las rocas; ese hielo se está acercando.

Beetchermarlf dio el ejemplo y comenzó a remover los redondeados guijarros de los bordes de las cadenas. Era un trabajo duro, hasta para músculos mesklinitas. Las piedras estaban fuertemente prensadas, además. Cuando una se movía, no había mucho lugar donde ponerlas. Las piedras bajo las cadenas, que eran las que realmente tenían que ser desplazadas, no podían ni siquiera ser tocadas hasta que las de los lados estuviesen fuera del camino. Los dos trabajaron furiosamente para dejar libre una trinchera alrededor de la rueda. Se sintieron asustados del tiempo que tardaron en hacerlo.

Cuando el surco fue bastante profundo, intentaron retirar las piedras bajo las cadenas; esto aún fue más desalentador.

El Kwembly tenía una masa de unas doscientas toneladas. En Dhrawn, esto quería decir un peso de siete mil toneladas a distribuir entre las cincuenta y seis ruedas que quedaban; el colchón hacía que la distribución fuese posible. Ciento cuarenta toneladas, aunque fuesen escasas, es demasiado hasta para un mesklinita cuyo peso, incluso en el polo de Mesklin, está un poco por encima de los trescientos. Demasiado hasta para un metro cuadrado de cadena. Si la gravedad de Dhrawn no comprimiese de forma igualmente impresionante los materiales de la superficie, el Kwembly y sus vehículos gemelos se hundirían probablemente dentro de sus colchones antes de viajar un metro.

En otras palabras, las rocas bajo la cadena estaban sujetas muy firmemente. Los dos marineros no podían hacer nada en absoluto para mover una de ellas. No había ningún objeto que pudiese utilizarse como una palanca; sus amplios suministros de cuerda no servían sin poleas; sin ayuda, sus músculos resultaban penosamente inadecuados, situación todavía menos familiar para ellos que para razas cuya revolución mecánica había quedado unos cuantos siglos atrás.

Sin embargo, el hielo aproximándose era un estímulo para el pánico, pero ninguno de los marineros tendía a esa forma de desintegración. Otra vez Beetchermarlf llevó la voz cantante.

—Tak, sal de ahí abajo. Podemos mover esas piedras. Vete hacia delante; van a salir hacia el otro lado.

El joven trepaba por las ruedas mientras hablaba, y Takoorch rápidamente comprendió la idea. Se esfumó detrás de la siguiente rueda, sin una palabra. Beetchermarlf se tendió a lo largo del cuerpo principal de la unidad conductora entre las cadenas. En este espacio de un medio metro de ancho, debajo y por delante de él, estaba la cavidad que albergaba el transformador de energía. Era un objeto rectangular, del mismo tamaño que los comunicadores, con tirantes de control guarnecidos por argollas sobresaliendo de su superficie y ganchos-guía equipados en los extremos con poleas diminutas. Los cables para el control remoto desde el Kwembly estaban enhebrados a través de alguna de las guías y unidos a las argollas, pero el timonel los ignoró. No podía ver mucho, puesto que las luces continuaban sobre el fondo a varios metros de distancia y la parte superior del camino estaba en la sombra; sin embargo, no necesitaba ver. Incluso enfundado en su traje, podía manejar aquellas palancas por el tacto.

Cuidadosamente colocó el control principal del reactor de «operar»; después, todavía más cautelosamente, conectó los motores, que respondieron apropiadamente; a cada lado, las cadenas se movieron hacia delante, y un martilleo de pequeños objetos duros se hizo audible durante un momento, chocando unos contra otros. Después esto cesó y las cadenas comenzaron a correr. Instantáneamente Beetchermarlf cortó la energía y se deslizó fuera de la rueda para ver los resultados.

El plan había funcionado, igual que un programa de computador con un error lógico; hay una respuesta, pero no la deseada. Según el plan del timonel, las cadenas habían arrastrado hacia atrás las rocas que se encontraban debajo, pero se habían olvidado del efecto del colchón neumático encima. Bajo su propio peso y el empujón hacia abajo de la presión del gas, la rueda se había asentado hasta que el chasis entre las cadenas tocó fondo. Mirando hacia arriba, Beetchermarlf podía ver la curva en el colchón, donde la unidad conductora había descendido unos diez centímetros.

Takoorch apareció en su refugio y observó la situación, pero no dijo nada. No había nada útil que decir.

Ninguno de ellos podía adivinar cuánto más cedería el colchón y cuánto tendría que descender la rueda antes de quedar realmente libre, aunque conocían los detalles de la construcción del Kwembly. El colchón no era una sola bolsa de gas, sino que estaba dividido en treinta células separadas, con dos ruedas en equipo unidas a cada una. Los timoneles conocían los detalles de los empalmes —ambos acababan de pasar muchas horas reparando los desperfectos—, pero incluso la reciente visión de la parte inferior del Kwembly, con casi todas las ruedas libres de peso, les dejó muy dudosos sobre lo lejos que una rueda podría llegar sola.

—Bien. Volvamos a acarrear piedras —observó Takoorch mientras introducía sus pinzas bajo una roca—. Quizá ahora éstas hayan sido aflojadas; de otra forma va a ser difícil llegar hasta ellas sólo desde los extremos.

—No tenemos tiempo para eso. El hielo continúa avanzando hacia nosotros. Quizá tendríamos que llevar las cadenas a un cuerpo más de profundidad para que pudiesen correr. Deja las ruedas, Tak. Tendremos que intentar otra cosa.

—Lo que yo quiero saber es qué.

Beetchermarlf se lo enseñó. Cogiendo una luz consigo, trepó una vez más a la parte superior de la rueda. Perplejo, Takoorch le siguió. El marinero más joven se elevó hasta el eje que formaba el soporte giratorio de la rueda y atacó el colchón con su cuchillo.

—¡Pero no puedes dañar la nave! —objetó Takoorch.

—Podemos arreglarlo más tarde. No me gusta más que a ti, y si pudiésemos alcanzarla, de buena gana dejaría salir el aire por la válvula regular de descarga; pero no podemos, y si no sacamos peso de encima de esta rueda muy pronto, no lo haremos en absoluto.

Mientras hablaba, continuó apuñalando el colchón.

No era mucho más fácil que remover las piedras. La fábrica del colchón era extremadamente gruesa y resistente; para soportar al Kwembly tenía que contener una presión de más de siete atmósferas sobre el terreno. Una de las molestias de los viajes largos era la necesidad de hinchar manualmente las células o de descargar el exceso de presión cuando la altura del terreno que atravesaban cambiaba unos cuantos metros más de lo previsto. En aquel momento, el colchón estaba ligeramente fofo, puesto que no se había hinchado después de la bajada por el río; pero la presión interna era, por tanto, mucho más alta.

Una vez y otra Beetchermarlf golpeó el mismo punto sobre la tensa superficie. Cada vez la hoja avanzaba un poco más. Takoorch, convencido por fin de la necesidad, se le unió. El rastro de la segunda hoja cruzaba el de la primera, relampagueando los dos alternativamente con un ritmo casi demasiado rápido para que un ojo humano pudiese seguirlo. Un testigo humano, si hubiese sido posible, hubiese estado esperando que se cortasen mutuamente las tenazas en cualquier momento.

Incluso así, les llevó muchos minutos terminar. La primera señal del éxito fue el fino chorro de burbujas extendiéndose en todas direcciones sobre la hendidura de la combada célula de gas. Unos cuantos golpes más, y el agujero en forma de cruz, con sus brazos de tres centímetros de largo, chorreaba aire de Dhrawn en un flujo de burbujas que hizo el trabajo invisible.

Los prisioneros cesaron en sus esfuerzos.

Lenta, pero visiblemente, el tejido extendido se desplomaba. Las burbujas subían más pausadamente sobre su superficie, reuniéndose en el punto más alto cerca de la muralla de hielo. Durante unos cuantos minutos, Beetchermarlf pensó que el material se deshincharía por completo, pero el peso de la rueda suspendida lo impidió. El centro de la célula, o el punto donde estaba unida la rueda (ninguno de ellos conocía dónde estaban los límites de la célula con precisión), estaba colgando hacia abajo: ahora era un tirón, en lugar de un empujón.

—Conectaré otra vez el motor y veré qué pasa —dijo Beetchermarlf—. Adelántate otra vez un momento.

Takoorch obedeció. Deliberadamente, el más joven de los timoneles colocó unas cuantas piedrecitas bajo los extremos delanteros de las cadenas. Una vez más trepó por la rueda y se acomodó. Esta vez había llevado la luz con él, no para ayudarle a manejar los controles, sino para hacer más fácil decir cómo y si la unidad se movía. Miró hacia el punto de unión a unos cuantos centímetros por encima de él, mientras intentaba de nuevo activar el motor.

Las piedras proporcionaban alguna tracción; el bolsillo se arrugó y el torniquete se ladeó ligeramente, mientras la rueda se lanzaba hacia delante. Una cavidad superior, inaccesible en el interior de las células, dentro de la cual se introducía el eje, impedía que la inclinación excediese de unos cuantos grados. Por supuesto, no podía permitirse que las ruedas se tocasen, pero podía verse el esfuerzo. Mientras el movimiento alcanzó su límite, las ruedas continuaron moviéndose; pero esta vez no lo hacían libremente. Vibraciones sonoras y táctiles indicaban que se estaban deslizando sobre las piedras, y después de unos pocos segundos, la sensación de agua girando, arremolinándose, se hizo perceptible sobre el traje de Beetchermarlf. Comenzó a descender de la rueda, y estuvo a punto de ser barrido por una de las cadenas al cambiar de agarraderas. Con un rápido golpe al control paró a tiempo el motor. Después necesitó varios segundos para recobrar su compostura; incluso su resistente físico difícilmente habría sobrevivido al ser llevado por el espacio entre las cadenas y las rocas. En el mejor de los casos, su traje hubiese resultado arruinado.

Después necesitó un tiempo para rastrear muy cuidadosamente los cables de control que llegaban desde el reactor hasta las vías superiores a lo largo del fondo del colchón, siguiéndolas con los ojos hasta un punto sobre la próxima rueda delantera donde pudiese alcanzarlos. Unos cuantos segundos más tarde estaba encima de la otra rueda, activando de nuevo el motor desde una distancia segura y culpándose mentalmente por no haberlo hecho así desde el principio.

Takoorch reapareció a su lado y observó.

—Bien, pronto sabremos si remover el agua la calienta un poco.

—Lo hará —replicó Beetchermarlf—. Además, las cadenas están frotándose contra las piedras del fondo, en lugar de despedirlas. Lo creas o no, el movimiento produce calor. Sabes muy bien que la fricción sí lo hace. Vigila el hielo o dime si los alrededores se calientan demasiado. Esto está en su punto más bajo, pero sigue siendo un montón de energía.

Con bastante pesimismo, Takoorch llegó hasta un punto donde podía verse el montón de piedras si quedaba libre del hielo. Se sentó a esperar. Las corrientes allí no eran demasiado peligrosas, aunque podía sentir cómo empujaban su cuerpo, no muy bien lastrado. Se ató a un par de rocas de tamaño mediano y se dejó arrastrar bajo las cadenas.

Realmente no comprendía cómo el simple calentamiento del agua podía resolver algo, pero el punto de Beetchermarlf sobre la fricción era reconfortante. Además, aunque no lo habría admitido así en palabras, tendía a conceder a la opinión del joven marinero más peso que a la suya propia y esperaba ver cómo el hielo retrocedía en muy poco tiempo. No fue desilusionado. En cinco minutos le pareció que aumentaba la parte del fondo rocoso visible entre él y la barrera. En diez minutos estaba seguro, y un alarido de alegría advirtió a Beetchermarlf del hecho. Esto último corrió el riesgo de dejar desatendidos los cables de control para acercarse a verlo por sí mismo, y estuvo de acuerdo. El hielo se retiraba. Inmediatamente empezó a planear.

—De acuerdo, Tak. Hagamos que las otras unidades funcionen en cuanto estén libres y podamos llegar hasta sus controles. Quizá seamos capaces de liberar al Kwembly del hielo, además de salir nosotros.

Takoorch hizo una pregunta.

—¿Vas a agujerear las células bajo las unidades dotadas de energía? Eso extraería el aire de un tercio del colchón.

Beetchermarlf se sintió un poco cogido por sorpresa.

—Lo había olvidado. No; podríamos remendarlas todas, pero… No, no es una idea muy buena. Veamos. Cuando tengamos libre otra unidad energética, podremos colocarla sobre la otra rueda que está sobre la célula ya vaciada; eso nos dará el doble de calor. Después, no sé. Podríamos tratar de excavar bajo las demás. No, eso no funcionó demasiado bien. Bueno, de todas formas, podemos colocar una más. Quizá eso sea suficiente.

—Esperémoslo así —dijo Takoorch dubitativamente.

La incertidumbre del joven lo había desilusionado bastante, y no se sentía demasiado impresionado con el plan de sustitución, pero él mismo no tenía nada mejor que ofrecer.

—¿Qué tengo que hacer primero? —preguntó.

—Será mejor que yo regrese y me quede junto a aquellas cuerdas, aunque supongo que todo es bastante seguro —replicó Beetchermarlf indirectamente—. ¿Por qué no continúas comprobando los bordes del hielo y consigues otro transformador en cuanto se deshiele? Podemos ponerlo en esa rueda —indicó la otra que también estaba unida a la célula deshinchada— y activarla lo antes posible. ¿De acuerdo?

Takoorch hizo un gesto de asentimiento y comenzó a vigilar la barrera del hielo. Beetchermarlf volvió junto a los cables de control, esperando pasivamente. Takoorch dio varias vueltas por los límites, observando alegremente que el hielo se retiraba en todas direcciones. Se sintió un poco molesto por el descubrimiento de que el proceso se hacía más lento según aumentaba el espacio libre, pero no demasiado sorprendido. Pronto decidió cuál de los transformadores congelados sería el primero en quedar libre, y se situó cerca para esperar.

Igual que su compañero esperando en los controles, su actitud no puede ser descrita a un ser humano con exactitud. Sabía que la espera era inevitable, y estaba completamente inafectado emocionalmente por el inconveniente. Por los estándares humanos y mesklinitas era razonablemente inteligente, incluso imaginativo, pero no sentía la necesidad de algo que se pareciese remotamente a soñar despierto para ocupar su mente durante la espera. Un reloj mental semiconsciente le hacía comprobar el progreso del deshielo a intervalos razonablemente frecuentes. Esto es todo lo que un ser humano pudo entender sobre lo que pasaba por su mente.

No estaba ni dormido ni preocupado, porque reaccionó rápidamente ante un repentino chasquido y un repiqueteo de piedras a su alrededor. El lugar donde se encontraba estaba casi directamente detrás de la rueda que corría; por tanto, supo al instante lo que había pasado.

Lo mismo le ocurrió a Beetchermarlf, y la unidad energética fue cerrada por un tirón del cable de control antes de que un hombre hubiese percibido algún problema. Los dos mesklinitas se reunieron un segundo o dos más tarde al lado de la rueda que había estado corriendo.

Beetchermarlf tuvo que admitir para sí que estaba en una condición predecible. Los materiales orgánicos mesklinitas eran muy resistentes, y por el uso de un viaje normal la cadena hubiese durado muchos meses más; la fricción deliberada contra rocas resistentes, incluso con tan poca energía en los motores, era demasiado.

Quizá la palabra resistente no describa bien las rocas; aquellas que habían estado bajo la banda de material móvil habían sido visiblemente alisadas en la parte superior por expertos de última hora. Algunas perdieron más de la mitad. Después de un cuidadoso examen, el joven timonel decidió que el fallo de la cadena había sido debido, más que al simple uso, a un corte causado por un guijarro originariamente esférico, que se había desgastado hasta convertirse en una fina lámina de bordes afilados. Cuando la evidencia se hizo patente, Takoorch estuvo de acuerdo.

No hubo preguntas sobre qué hacer, y lo hicieron rápidamente. En menos de cinco minutos el transformador de fusión había sido retirado de la rueda dañada e instalado en la de atrás, que también había sido descargada agujereando la celda de presión. Sin preocuparse por la certeza de destruir otro equipo de cadenas, Beetchermarlf la activó rápidamente.

Ahora Takoorch se sentía intranquilo. El razonable optimismo de una hora antes había quedado sin cimientos. Dudaba que el segundo equipo de cadenas durara lo suficiente como para derretir un paso hacia la libertad. Después de varios minutos de luchar por la cuestión, se le ocurrió que concentrar el agua tibia en un punto podría ser una buena idea, y se lo sugirió a su compañero. Beetchermarlf se sintió molesto consigo mismo por no haber pensado lo mismo antes. Durante una hora los dos trabajaron amontonando piedrecillas entre las ruedas que rodeaban la fuente de calor a su alrededor. Pronto construyeron una pared bastante sólida, encerrando parte del agua que estaban calentado en una región entre la rueda y la parte más cercana de la pared de hielo. Takoorch tuvo la satisfacción de ver derretirse el hielo a lo largo de un frente de dos metros hacia el costado de estribor del Kwembly, retrocediendo casi visiblemente.

Por supuesto, no era completamente feliz. No le parecía posible, lo mismo que tampoco a Beetchermarlf, que las cadenas durasen bastante en las segundas ruedas; si se perdiesen antes de que el camino estuviese libre, era difícil ver qué otra solución podrían tomar para salvarse. En situaciones semejantes, un hombre a veces puede salvarse y esperar que sus amigos le rescatarán a tiempo; de hecho, puede llevar esa esperanza hasta su último momento consciente. Hay pocos mesklinitas constituidos de esa forma. Ninguno de los timoneles se contaba entre ellos. Había una palabra en stenno que Easy había traducido como «esperanza», pero ésta era una de sus acepciones menos eficaces.

Takoorch, guiado por esta indefinible actitud, se colocó entre la zumbante rueda y el hielo que se derretía, abrazando el fondo para evitar desviar la corriente del agua tibia, intentando vigilar simultáneamente las dos cosas. Beetchermarlf permaneció junto a los cables de control.

Puesto que no se había hecho ninguna excavación bajo la segunda rueda, la fusión fue mayor y el efecto calorífero más fuerte. El control era para la velocidad, más que para la energía, a pesar de las palabras que había empleado el timonel. Natural, pero infortunadamente, la presión sobre las cadenas resultaba también mayor. El pesado chasquido que anunciaba su fallo vino muy pronto después de terminar la pared de piedras. Igual que antes, las dos bandas de material habían cedido casi a la vez: el tirón del eje convector, al forzar una de ellas, hizo lo mismo con la otra.

De nuevo los mesklinitas actuaron instantáneamente de acuerdo y sin consultarse. Beetchermarlf cortó la energía mientras se lanzaba desde su puesto a la superficie en deshielo; Takoorch llegó allí antes que él únicamente porque comenzó a medio camino. Los dos habían sacado las hojas cuando alcanzaron la barrera, y ambos comenzaron a arañar frenéticamente la helada superficie. Sabían que se encontraban bastante próximos al costado del Kwembly; quedaba menos de un cuerpo de longitud por penetrar en el hielo, por lo menos horizontalmente. Quizá antes de que la helada sobreviniese, una vez más podrían Ilegal a fuerza de músculo…

El cuchillo de Takoorch se rompió en el primer minuto. Arriba, algunos seres humanos se hubiesen interesado por los sonidos que profirió, aunque ni siquiera Easy Hoffman los hubiese comprendido. Beetchermarlf los cortó con una sugerencia.

—Ponte detrás de mí y muévete tanto como puedas, de forma que el agua enfriada por el hielo sea transportada lejos y se mezcle con el resto. Yo continuaré arañando; tú sigue moviendo.

El mayor de los marineros así lo hizo. Pasaron varios minutos más sin ningún sonido, excepto el del cuchillo.

El progreso continuaba, pero ambos podían ver que su velocidad iba en disminución. El calor en el agua que les rodeaba estaba desapareciendo. Aunque ninguno lo sabía, la única razón de que sus proximidades hubiesen permanecido líquidas durante tanto tiempo estribaba en que la helada a su alrededor había cortado el escape del amoníaco. Los teóricos, tanto humanos como mesklinitas, eran perfectamente correctos, aunque no hubiesen servido de nada a Dondragmer. La congelación bajo el Kwembly había sido más un asunto de amoníaco difundiéndose lentamente en el hielo a través de los límites todavía líquidos entre los cristales sólidos.

Incluso con esta información, el capitán no podría haber hecho más que sus dos hombres atrapados ahora bajo el barco. Por supuesto, si la afirmación hubiese llegado como una predicción, en lugar de una inspirada conclusión, quizá habría llevado al Kwembly a tierra firme, en caso de moverse a tiempo. Beetchermarlf, aun disponiendo en aquel momento de información, no hubiese estado considerándola conscientemente. Estaba demasiado ocupado.

Su cuchillo relampagueaba a la luz de la lámpara tan rápida y fuertemente como era capaz. Su mente consciente se encontraba preocupada únicamente por conseguir lo más que pudiese de la herramienta con el menor riesgo de romperla.

Pero la rompió. Más tarde, nunca se preocuparía de discutir la razón. Sabía que su progreso se hacía más lento, mientras la ansiedad de profundizar más cambiaba en proporción inversa; siendo la clase de persona que era, no admitía ni la más ligera sugerencia de que hubiese podido ser víctima del pánico. Ser así le impedía sugerir que el hueso del cuchillo hubiese sido defectuoso. No podía pensar en otras explicaciones distintas a aquellas dos. Fuese cual fuese la razón, el cuchillo agarrado por el par de pinzas delanteras derechas se quedó repentinamente sin punta, y las briznas de material delante de él no eran más prácticas para ser manejadas por sus pinzas de lo que lo hubiesen sido para los dedos humanos. Molesto, lanzó el mango a un lado; puesto que estaba bajo el agua, ni siquiera tuvo la satisfacción de oírle golpear violentamente el fondo.

Takoorch comprendió la situación inmediatamente. Su comentario hubiese sido considerado cínico, de haber sido oído a diez millones de kilómetros por encima, pero Beetchermarlf lo estimó en su justo valor.

—¿Crees que sería mejor quedarnos aquí y congelarnos cerca del costado o volver hacia el centro? No habrá mucha diferencia en el tiempo, diría yo.

—No lo sé. Quizá cerca del costado nos encuentren antes; depende de dónde penetren primero, si consiguen hacerlo. Si no pueden hacerlo, no veo qué diferencia puede haber. Me gustaría saber lo que sería para una persona estar helada en un bloque de hielo.

—Bien, alguien lo sabrá pronto —dijo Takoorch.

—Quizá. Recuerda el Esket.

—¿Qué tiene que ver eso? Se trata de una emergencia genuina.

—Sólo que hay un montón de gente que no sabe qué pasó allí.

—Oh, ya veo. Bueno, personalmente me volveré al medio, y mientras pueda, pensaré.

Beetchermarlf se sorprendió.

—¿En qué hay que pensar? Estamos aquí para quedarnos, a menos que alguien nos saque o que el tiempo se caliente y nos derritamos de forma natural. Quédate.

—Aquí no. ¿Crees que hacer correr los conductores sin cadenas produciría una fricción suficiente para evitar que el agua…?

—Inténtalo si quieres. Yo no lo esperaría, sin un verdadero peso sobre ellos, incluso en su punto más rápido. Además, me daría miedo acercarme si van realmente rápidos. Acéptalo, Tak; estamos bajo agua; agua, no un océano normal, y cuando se hiele estaremos dentro. No hay ningún otro lugar…

—¿Qué?

—Tú ganas. Nunca deberíamos dejar de pensar. Lo siento. Ven.

Noventa segundos más tarde, los dos mesklinitas, después de tener cierta dificultad en escurrirse por las hendiduras causadas por el cuchillo, estaban a salvo fuera del agua, en el interior de la célula de aire agujereada.

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