II. LA GRAN PARADA

Su voz viajó rápidamente, pero estuvo en camino largo tiempo. Las ondas de radio que la llevaban recorrieron segundo tras segundo la pesada atmósfera de Dhrawn, que se iba adelgazando, y el espacio detrás de ésta. Al viajar se debilitaban, pero medio minuto después de haber sido radiadas, su energía todavía estaba lo suficientemente concentrada como para afectar a una antena parabólica de tres metros. La que encontraron sobresalía de un cilindro de unos noventa metros de diámetro y la mitad de longitud; formaba el extremo de una estructura parecida a una barbilla de pez, que giraba lentamente sobre un eje perpendicular a su barra y a medio camino entre sus centros de gravedad.

La corriente producida por las ondas de la antena pasó en un tiempo mucho más corto al interior de un cristal del tamaño de una cabeza de alfiler, que la rectificó, la envolvió, usó la envoltura para modular una corriente de electrones proveída por un generador del tamaño de un dedo y manipuló así un cono dinámico asombrosamente pasado de moda en una habitación de tres metros cuadrados cerca del centro del cilindro. Sólo treinta y dos segundos después de que Dondragmer hubiese pronunciado sus palabras, éstas fueron reproducidas para los oídos de tres de los quince seres humanos que se encontraban en la habitación. Él no sabía quién podría estar allí en aquel momento, y por tanto habló el lenguaje humano que había aprendido, en lugar del suyo propio; así se entendieron los tres.

—Este es un informe provisional del Kwembly. Nos detuvimos hace dos horas y media para una revisión de rutina y para investigar. En aquel tiempo el viento era del oeste, a unos 200 cables, con cielo parcialmente nuboso. Poco después de empezar a trabajar, el viento subió hasta pasar los 3.000 cables…

Uno de los escuchas humanos tenía una expresión perpleja. Después de un momento, se las arregló para cruzar la mirada con otro.

—Un cable mesklinita mide unos 63 metros, Boyd —dijo suavemente este último—. El viento saltó de unos ocho kilómetros por hora a más de cien.

—Gracias, Easy.

Su atención volvió al que hablaba.

—Ahora la niebla nos ha rodeado completamente, y está espesando todavía más. No me atrevo a continuar, como había planeado; sólo en círculo para que las cadenas no se hielen. Según mis científicos, la niebla es amoníaco superenfriado, y la superficie local, aguanieve. Parece que no se les ha ocurrido a mis investigadores, pero con la temperatura en los setenta yo creo que hay probabilidades de que la niebla disuelva en líquido parte del aguanieve. Entiendo que se supone que esta máquina flota; de todas formas, no creo que la superficie se derritiese muy profundamente, pero me pregunto si alguien ha pensado en lo que ocurrirá si un líquido se hiela alrededor de nuestras cadenas. Debo admitir que nunca lo he hecho, pero la idea de liberar el vehículo a fuerza de músculos no es excitante. Sé que a bordo no hay maquinaria especial para enfrentarse a una situación de este tipo, ya que yo mismo rearmé y equipé esta máquina. Llamo simplemente para informar que quizá debamos estar aquí mucho más tiempo del previsto. Os tendré al corriente, y si nos quedásemos inmovilizados, recibiremos encantados cualquier proyecto que mantenga ocupados a nuestros científicos. Ya han hecho la mayor parte de las cosas programadas para una parada normal.

—Gracias, Don —replicó Easy—. Estaremos atentos. Preguntaré a nuestros observadores y meteorólogos si pueden predecir el tamaño del banco de niebla y cuánto tiempo estará a vuestro alrededor. Es posible que ya tengan algún material de utilidad, puesto que hace un día o algo más que estáis en el lado de la noche. Incluso es posible que tengan fotos del momento; no conozco todas las limitaciones de sus instrumentos. De todas formas, lo comprobaré y te lo diré.

La mujer abrió su micrófono y se volvió hacia los otros, mientras sus palabras eran llevadas hacia Dhrawn.

—Me gustaría poder decir por su voz si Don está realmente preocupado o no —observó—. Cada vez que esa gente tropieza con algo nuevo en ese horrible mundo, me pregunto cómo hemos tenido la desfachatez de enviarles allí y cómo han tenido el coraje de ir.

—Ciertamente no fueron ni forzados ni engañados, Easy —señaló uno de los compañeros—. Un mesklinita que ha pasado la mayor parte de su vida navegando y que ha recorrido su planeta nativo desde el ecuador hasta el polo sur, es seguro que no se hace ilusiones sobre ninguno de los aspectos a explorar o colonizar. Aunque hubiésemos querido engañarles, no habríamos podido.

—Mi cabeza conoce eso, Boyd, pero mi estómago no siempre se lo cree. Cuando el Kwembly fue atrapado por la arena a sólo ochocientos kilómetros de la colonia, estuve moliendo el esmalte de mis dientes hasta que lo desatascaron. Cuando el Smof de Densigeref fue atrapado en una grieta por una riada de barro que se formó bajo él y le dejó caer, fui casi la única en respaldar la decisión de Barlennan de enviar otro de los grandes cruceros terrestres para rescatarlo. Cuando desapareció la tripulación del Esket, entre ellos un par de muy buenos amigos míos, me peleé con Alan y Barlennan por la decisión de no enviar una brigada de rescate, y todavía pienso que estaban equivocados. Ya sé que tenemos que hacer un trabajo y que los mesklinitas estuvieron de acuerdo en hacerlo, entendiendo claramente sus riesgos, pero cuando uno de esos grupos tiene problemas, no puedo evitar imaginarme a mí misma con ellos y tiendo a estar de su lado siempre que hay una discusión sobre acciones de rescate. Supongo que tarde o temprano me despedirán de este puesto a causa de ello, pero yo soy así.

Boyd Mesereau se echó a reír.

—No te preocupes, Easy. Tienes este trabajo precisamente porque reaccionas así. Por favor, recuerda que si disintiésemos fuertemente de Barlennan o alguna de su gente, estamos a nueve millones de kilómetros y a cuarenta ges de potencia, y es probable que de todas formas haga lo que quiera. Cuando eso suceda, será una ventaja para nosotros tener aquí a alguien a quien él considere como de su bando. No cambies, por favor.

—¡Hum! —Si Easy Hoffman se sentía complacida o aliviada, no lo demostró—. Eso es lo que Ib dice siempre, pero le considero lleno de prejuicios.

—Estoy seguro de que los tiene, pero eso no impide necesariamente que sea capaz de formar una opinión sensata. Debes creer algo de lo que dice.

La respuesta de Dondragmer interrumpió la discusión. Esta vez empleaba su propia lengua, que ninguno de los hombres entendía demasiado bien.

—Estaré encantado de cualquier cosa que puedan suministrar tus observadores. No necesitas informar a Barlennan, a menos que quieras hacerlo particularmente. Todavía no estamos realmente apurados, y tiene bastante en su cabeza sin que se le moleste con «quizás». Las sugerencias de investigación pueden enviarlas directamente al laboratorio por el equipo dos; yo probablemente las mezclaría al retransmitirlas. Ahora me despediré, pero conservaremos nuestros cuatro equipos vigilados.

Hubo un silencio, y Aucoin, el tercer escucha humano, se puso en pie mirando a Easy, en espera de que tradujese. Ella lo hizo.

—Eso significa trabajo —dijo él—. Tenemos varios programas más largos planeados más adelante en el viaje del Kwembly, pero si Dondragmer permanece bastante donde está, será mejor que vea cuál de ellos vendría bien ahora. He entendido lo suficiente de esa otra frase para sugerirme que en realidad no tiene muchas esperanzas de poder moverse pronto. Iré primero a computación y les haré reproducir un conjunto bien preciso de orientaciones de posición procedentes de los satélites. Después me presentaré en Atmosféricos para que me den su opinión, y luego estaré en el laboratorio de planificación.

—Te veré en Atmosféricos —replicó Easy—; ahora voy a buscar la información que quería Dondragmer, si tú te quedas aquí de guardia, Boyd.

—Por un rato, de acuerdo. Tengo otro trabajo que hacer, pero me aseguraré de que las pantallas del Kwembly estén cubiertas. Sin embargo, será mejor que le digas a Don quién está aquí. Así no enviará un mensaje de emergencia en stenno, o como se llame en su lengua nativa. Ahora que lo pienso, supongo que un retraso de sesenta segundos no importará mucho, considerando lo poco que podríamos hacer por él desde aquí.

La mujer se encogió de hombros, pronunció unas cuantas palabras por el transmisor en el lenguaje del pequeño marinero, se despidió de Mersereau y se marchó antes de que Dondragmer recibiese su última frase. Alan Aucoin ya se había marchado.

El laboratorio de meteorología estaba en un nivel más alto del cilindro, lo bastante cerca del eje central de la estación para hacer que una persona pesase un diez por ciento menos que en la sala de comunicaciones. Por ser las facilidades para el ejercicio muy limitadas, los ascensores habían sido omitidos en el diseño de la estación y los intercomunicadores estaban considerados estrictamente como equipamiento de emergencia. Easy Hoffman podía escoger entre una escalera en espiral en el eje de simetría del cilindro o cualquiera entre las diversas escalas. Puesto que no llevaba nada, no se molestó con las escaleras. Su destino estaba casi directamente «encima» de Comunicaciones, y lo alcanzó en menos de un minuto.

Los rasgos más prominentes de la habitación eran dos mapas hemisféricos de Dhrawn, de unos seis metros de diámetro. Cada uno era una pantalla donde estaba marcada la temperatura, la referencia altitud-presión, la velocidad del viento —cuando podía obtenerse— y otros datos que pudiesen conseguirse de los satélites que registraban las imágenes reflejadas, dispuestas en órbitas bajas, o de las brigadas exploradoras mesklinitas. Una mancha de luz verde marcaba la posición de la colonia, justo al norte del ecuador, y nueve chispas amarillas más débiles, esparcidas a su alrededor, indicaban los vehículos de exploración. Sobre el fondo del gigantesco planeta, sus rastros formaban un despliegue embarazosamente pequeño, esparcidos en un radio de unos doce mil kilómetros al este y al oeste y de treinta a cuarenta mil al norte y al Sur en el costado occidental de lo que los meteorólogos llaman Low Alfa. Las luces amarillas, excepto las adentradas en las regiones más frías del oeste, formaban un tosco arco que rodeaba al Low. Pronto iba a ser jalonado de estaciones sensoras, pero hasta entonces se había cubierto poco más de la cuarta parte de su perímetro de ciento treinta mil kilómetros.

El coste había sido alto, no sólo en dinero, que Easy tendía a considerar como una simple medida del esfuerzo empleado, sino también en vidas. Sus ojos buscaron la luz amarilla bordeada de rojo, justo en el interior de Low, que marcaba la posición del Esket. Habían pasado siete meses —tres días y medio de Dhrawn— desde que un ser humano había visto alguna señal de su tripulación, aunque sus transmisores todavía enviaban imágenes de su interior. De vez en cuando, Easy pensaba lúgubremente en sus amigos Kabremm y Destigmet, y ocasionalmente molestaba la conciencia de Dondragmer hablándole de ellos al comandante del Kwembly.

—Hola, Easy, y hola, mamá —cortaron sus melancólicos pensamientos.

—Hola, meteorólogos —respondió—. Tengo un amigo que necesita una predicción. ¿Podéis hacer algo?

—Si es para alguien de la estación, seguro —contestó Benj.

—No seas cínico, hijo. Eres lo suficientemente mayor para entender la diferencia entre no saber nada y no saberlo todo. Es para Dondragmer en el Kwembly —indicó la luz amarilla en el mapa, y describió la situación en líneas generales—. Alan traerá la posición exacta, si eso os ayuda.

—Realmente no es mucho —admitió Seumas McDevitt—. Si no te gusta el cinismo, tendré que escoger mis palabras cuidadosamente; pero la luz en ese mapa puede estar dentro de unos cuantos cientos de kilómetros. Dudo de que podamos confeccionar un pronóstico lo suficientemente preciso para que eso haga una diferencia significativa.

—No estaba seguro de que tuvieseis material para hacer una predicción en absoluto —contrarrestó Easy—. Creo recordar que incluso en este mundo el tiempo viene del oeste y el área al oeste hace días que ha estado fuera de la luz solar.

¿Podéis ver esos lugares lo bastante bien como para conseguir datos de utilidad?

—Oh, seguro —el sarcasmo de Benj se había esfumado, y estaba siendo sustituido por el entusiasmo que le había inducido a escoger la física atmosférica como su primera tentativa—. De todas formas, gran parte de nuestras medidas no provienen de la luz solar reflejada; casi todas son radiaciones directas del planeta. Además, emite mucho más de lo que recibe del sol; conoces la vieja discusión sobre si Dhrawn debe ser considerado un planeta o una estrella. Podemos decir la temperatura del suelo, bastante sobre la naturaleza del terreno, la proporción entre el descenso del termómetro y la altura; las nubes. Los vientos son más difíciles…

Dudó viendo la mirada de McDevitt fija en él y siendo incapaz de leer en el impasible rostro del meteorólogo.

El hombre comprendió a tiempo la dificultad y asintió, antes de que la riada de autoconfianza hubiese perdido fuerza. McDevitt nunca había sido profesor, pero tenía el instinto.

—Los vientos son más difíciles, a causa de la ligera incertidumbre en las alturas de las nubes y del hecho de que los cambios adiabáticos de temperatura muchas veces tienen más que ver con la localización de las nubes que las identidades de las masas de aire. En esa gravedad, la densidad del aire baja a la mitad cada noventa metros de ascensión, y eso provoca terroríficos cambios en la temperatura… —se detuvo de nuevo, esta vez mirando a su madre—. ¿Conoces esto o debo ir más despacio?

—No me gustaría tener que resolver problemas cuantitativos sobre lo que has estado diciendo —replicó Easy—, pero creo tener una buena imagen cualitativa. Tengo la impresión de que dudas un poco de decirle a Don muy exactamente cuándo va a levantar la niebla. ¿Serviría de algo un informe suyo sobre la presión y vientos de superficie? Ya sabes que el Kwembly tiene instrumentos.

—Quizá —admitió McDevitt, mientras Benj asentía silenciosamente—. ¿Puedo hablar directamente con el Kwembly? ¿Me entenderá alguno de ellos? Mi stenno todavía no existe.

—Yo traduciré si puedo conservar tus términos técnicos sin variaciones —replicó Easy—. Aunque si planeas hacer algo más que una visita de un mes aquí, sería una buena idea intentar adquirir el lenguaje de nuestros amiguitos. Muchos de ellos conocen algo del nuestro, pero lo apreciarían.

—Pienso hacerlo. Si puedes ayudarme, estaré encantado.

—Ciertamente, siempre que pueda; pero verás a Benj mucho más.

—¿Benj? Ha llegado aquí conmigo hace tres semanas, y no ha tenido más oportunidades que yo de practicar idiomas. Los dos hemos estado revisando las redes de observación y de computación locales, completando el mapa del proyecto.

Easy hizo una mueca a su hijo.

—Eso está bien. Él es como yo para los idiomas, y creo que te será de utilidad, aunque admito que ha aprendido su stenno más por mí que por los mesklinitas. Insistió en que le enseñase algo que sus hermanas no fueron capaces de entender. Atribúyelo, si quieres, a orgullo materno, mas ponlo a prueba, pero más tarde; me gustaría tener esa información para Dondragmer lo antes posible. Dijo que el viento era del oeste a unos cien kilómetros por hora, si eso sirve de ayuda.

Los meteorólogos pensaron por un momento.

—Operaré lo que tenemos en integración, añadiendo eso último —dijo al fin—. Entonces podremos llamarle y proporcionarle algo, y si los detalles numéricos que nos dé son demasiado diferentes, podemos operar otra vez con bastante facilidad.

El y el muchacho se volvieron hacia el equipo, y durante varios minutos sus actividades no significaron nada para la mujer. Por supuesto, ella sabía que estaban proporcionando datos numéricos y factores influyentes a unos ingenios computadores que, presumiblemente, estaban ya programados para manejar los datos en forma apropiada. Se sintió complacida al ver a Benj realizando su parte del trabajo aparentemente sin supervisión. Ella y su esposo habían sido avisados de que los poderes matemáticos del muchacho quizá no estuviesen a la altura necesitada por su campo de interés. Por supuesto, lo que él hacía ahora era rutina que podía ser manejada por cualquiera con un poco de entrenamiento, lo entendiese realmente o no, pero Easy prefirió interpretar su actuación como alentadora.

—Por supuesto —observó McDevitt, mientras la máquina iba digiriendo su contenido—; de todas formas, quedará lugar para las dudas. Este sol no afecta mucho la temperatura superficial de Dhrawn, pero su efecto no es totalmente despreciable. El planeta ha estado acercándose al sol casi desde que vinimos aquí hace tres años. No tuvimos ningún informe sobre la superficie, excepto los de media docena de robots, hasta que se estableció un año y medio más tarde la colonia mesklinita, e incluso sus medidas cubren solamente una fracción diminuta del planeta. Por mucho que queramos creer en las leyes de la física, nuestro trabajo de predicción es casi por completo empírico. En realidad, todavía no tenemos datos suficientes para reglas empíricas.

Easy asintió.

—Comprendo eso, y también Dondragmer —dijo—. Sin embargo, tenéis más información que él, y supongo que en este momento cualquier cosa le viene bien. Sé que si yo estuviese allá abajo, a miles de kilómetros de cualquier tipo de ayuda, dentro de una máquina que, en realidad, está en período de ensayo e incapaz de ver lo que me rodea… Por mi experiencia puedo deciros que estar en contacto con el exterior ayuda, no sólo en forma de conversaciones, sino de tal modo que puedan más o menos verte y saber lo que estás pasando.

—Sería dificilísimo verle —intervino Benj—. Incluso si el aire estuviese claro en el otro extremo, seis millones de kilómetros es mucha distancia para un telescopio.

—Por supuesto, tienes razón, pero creo que sabes lo que quiero expresar —dijo tranquilamente su madre.

Benj se encogió de hombros y no dijo más; de hecho siguió un silencio bastante tenso quizá durante medio minuto.

Fue interrumpido por el computador, que arrojó delante de McDevitt una página con símbolos crípticos. Los otros dos se inclinaron sobre sus hombros para verla, aunque Easy no se enteró de mucho. El muchacho, después de ojear durante cinco segundos las líneas de la información, emitió un sonido a medio camino entre un gruñido de desprecio y una risotada. El meteorólogo levantó la vista.

—Adelante, Benj. Puedes ser todo lo sarcástico que quieras con éste. Aconsejaría que no se le den a Dondragmer estos resultados sin haberlos censurado.

—¿Por qué? ¿Qué hay de malo en ellos? —preguntó la mujer.

—Bueno, la mayor parte de los datos, por supuesto, provenían de las lecturas de los satélites. Incluí tu información sobre el viento, con algunas dudas. No conozco qué clase de instrumentos tienen las orugas allá abajo, o la precisión con que las cifras te han sido transmitidas, y hablaste de que la velocidad del viento era alrededor de sesenta. No mencioné la niebla, puesto que no me dijiste más que estaba allí, y no tenía cifras. La primera línea de esta operación del computador dice que la visibilidad con luz normal —normal para los ojos humanos, y supongo que será lo mismo para los mesklinitas— es de treinta y cinco kilómetros para una mancha de un grado.

Easy enarcó las cejas.

—¿Pero cómo explicáis algo así? Creía que todos los antiguos chistes sobre los hombres del tiempo estaban completamente pasados de moda.

—En realidad, están rancios. Lo explico por el sencillo hecho de que no tenemos, ni podemos tener, una información completa que darle a la máquina. La carencia más obvia es un mapa topográfico detallado del planeta, especialmente de tres millones de kilómetros cuadrados al oeste del Kwembly. Un viento que bajase o subiese una pendiente de veinticinco metros por kilómetro a una velocidad respetable, cambiaría la temperatura de la masa de aire rápidamente, tal y como Benj apuntó hace unos minutos. En realidad, los mejores mapas que tenemos de la topografía fueron realizados teniendo en cuenta ese efecto, pero son bastante esquemáticos. Habrá que conseguir medidas más detalladas de la gente de Dondragmer y operarlas de nuevo. ¿Dijiste que Aucoin iba a conseguir una posición más exacta para el Kwembly?

Easy no tuvo tiempo de contestar; el mismo Aucoin apareció en la puerta de la habitación. No se molestó en saludar y dio por hecho que los meteorólogos habrían recibido de Easy la información pertinente.

—Ocho punto cuatro cinco grados al sur del ecuador, siete punto nueve dos tres al este del meridiano de la colonia. Es lo más cerca que se atreven a confirmar. ¿Mil metros, o algo así, es demasiada diferencia para lo que necesitas?

—Hoy todo el mundo es sarcástico —musitó McDevitt—. Gracias, eso está muy bien. Easy, ¿podemos bajar a Comunicación y hablar con Dondragmer?

—De acuerdo. ¿Te importa que venga Benj? ¿O tiene algún trabajo aquí? Me gustaría que él también conociese a Dondragmer.

—Y de paso, que despliegue sus poderes lingüísticos. De acuerdo, puede venir. ¿Tú también, Alan?

—No. Hay otros trabajos que hacer. Me gustaría conocer los detalles de cualquier pronóstico que consideréis de confianza y todo lo que informe Dondragmer que concebiblemente pueda afectar a Planificación. Estaré allí.

El meteorólogo asintió. Aucoin salió en una dirección y los otros tres bajaron por las escalas hasta la sala de Comunicaciones. Como había dicho que haría, Mersereau había desaparecido, pero uno de los otros vigilantes había cambiado de posición para observar la pantalla del Kwembly.

Movió la mano y volvió a su puesto cuando Easy entró. Los otros prestaron poca atención al grupo. Se habían dado cuenta de las partidas de Easy y de Mersereau simplemente a causa de la importante norma de que nunca habría en la sala menos de diez observadores a la vez. Los puestos no eran asignados siguiendo un plan rígido; se había demostrado que esto provocaba un equivalente de la hipnosis de la carretera.

Los cuatro equipos de comunicación conectados con el Kwembly tenían sus micrófonos centrados delante de un grupo de seis asientos. Las correspondientes pantallas visuales estaban colocadas más altas, de forma que también podían ser vistas desde los asientos generales más atrás. Cada uno de los seis asientos que formaban la estación estaba equipado con un micrófono y un conmutador selector, que permitía el contacto con uno o con los cuatro radios del Kwembly.

Easy se acomodó en una silla y conectó su micrófono al equipo en el puente de Dondragmer. En la pantalla correspondiente no se veía mucho, puesto que la lente del transmisor apuntaba hacia las ventanas del puente y el informe de los mesklinitas sobre la existencia de la niebla era perfectamente correcto. En la esquina inferior izquierda de la pantalla podía verse parte del puesto del timonel con su ocupante; el resto era un vacío gris enmarcado en rectángulos por la forma de las ventanas. Las luces del puente estaban bajas, pero a Easy le pareció que la niebla detrás de las ventanas estaba iluminada por las luces exteriores del Kwembly.

—¡Don! —llamó—. Aquí Easy. ¿Estás en el puente?

Pulsó un cronometrador y conectó su conmutador de selección con el equipo del laboratorio.

—Borndender, o quienquiera que esté ahí —llamó, todavía en stenno—. Con la información que tenemos no podemos conseguir una predicción del tiempo segura. Estamos hablando con puente, pero estaremos muy agradecidos si podéis darnos tan exactamente como sea posible vuestra temperatura actual, la velocidad del viento, la presión exterior, todo lo que sepáis sobre la niebla y… —vaciló.

—Y la misma información durante las últimas horas, con los tiempos tan exactos como sea posible —intervino Benj en el mismo idioma.

—Estaremos preparados para recibirla en cuanto puente termine de hablar —continuó la mujer.

—También podríamos utilizar cualquier cosa que sepáis sobre la composición del aire, la niebla y la nieve —añadió su hijo.

—Si hay más material que penséis que pueda servir de algo, también será bienvenido —terminó Easy—. Vosotros estáis ahí; nosotros no; por ello debe haber alguna idea sobre el clima de Dhrawn que hayáis formado por vuestra cuenta. —El cronometrador dejó oír un timbrazo—. Ahora llega puente. Esperaremos vuestras palabras cuando termine el capitán.

Las primeras palabras del micrófono se mezclaron con la frase final. El cronometrador había sido dispuesto para el tiempo de un mensaje en viaje de ida y vuelta a la velocidad de la luz entre Dhrawn y la estación, y el puente había contestado rápidamente.

—Aquí Kervenser, señora Hoffman. El capitán está abajo en la sala de soporte vital. Si quiere, le diré que venga, o puede usted conectar con el equipo de allá abajo, pero si tiene algún consejo para nosotros, nos gustaría recibirlo lo antes posible. Desde el puente no se puede ver ni a un cuerpo de distancia. No nos atrevemos a movernos, excepto en círculos. Los exploradores aéreos nos proporcionaron una idea de la región antes de detenernos y parece bastante sólida, pero ciertamente no podemos arriesgarnos a continuar. Vamos muy lentamente, formando un círculo de unos veinticinco cables de diámetro. Excepto cuando estamos de proa o de popa al viento, la nave parece a punto de volcar a cada segundo. La niebla se ha helado en las ventanas, por lo que no podemos ver. Las ruedas todavía parecen estar libres, quizá porque se están moviendo, y el hielo se rompe antes de que pueda ser un problema. Espero que los cables de guardín se hielen de un momento a otro. Desprender el hielo de ellos será un trabajo glorioso. Supongo que será posible trabajar en el exterior, pero a mí no me gustaría hacerlo hasta que se detenga el viento. Un traje espacial congelado suena muy desagradable. ¿Alguna idea?

Easy esperó pacientemente a que Kervenser terminase. El retraso de sesenta y cuatro segundos en los mensajes había tenido un efecto general sobre todos los que hablaban a menudo entre la estación y el planeta; desarrollaban una fuerte tendencia a decir de una vez tanto como fuese posible, adivinando lo que el otro grupo quería oír. Cuando supo que Kervenser había terminado y estaba esperando una respuesta, resumió rápidamente el mensaje que había dado a los científicos. Igual que a ellos, omitió cualquier mención del resultado del computador que había insistido en que el tiempo era despejado. Los mesklinitas sabían que la ciencia humana no era infalible; de hecho, la mayoría de ellos tenía una idea de sus limitaciones más realista y saludable que muchos seres humanos, pero no tenía sentido aparecer como tontos si podían evitarlo. Por supuesto, ella no era meteoróloga, pero era humana, y Kervenser probablemente la hubiese colocado en el mismo montón que a los demás. Cuando terminó, el grupo esperó casi en silencio la respuesta del primer oficial. La traducción susurrada por Benj en beneficio de McDevitt duró sólo unos pocos segundos más que el propio mensaje. Cuando llegó la respuesta, fue simplemente un acuse de recibo y un cortés deseo de que los seres humanos pudiesen proporcionar pronto información de utilidad; los científicos del Kwembly enviaban ya el material solicitado.

Easy y su hijo se prepararon para tomar los datos. Ella puso en marcha un magnetófono para comprobar cualquier término técnico antes de intentar una traducción, pero el mensaje llegó en el lenguaje de los humanos. Evidentemente, era Borndender quien lo enviaba. McDevitt se recobró rápidamente de su sorpresa y comenzó a tomar nota, mientras el muchacho tenía sus ojos puestos en la punta del lápiz y sus oídos en el micrófono.

Era casi mejor que no necesitasen a Easy para la traducción. Aunque conocía bien el stenno, había muchas palabras en los dos lenguajes extrañas para ella; no las podría haber interpretado de ninguna forma. Sabía que no debía sentirse molesta por esto, pero no podía evitarlo. No podía dejar de pensar en los mesklinitas como representantes de una cultura como la de Robin Hood o Harún-Al-Raschid, aunque sabía perfectamente que varios cientos de ellos habían recibido educación científica y técnica muy comprensible durante los últimos cincuenta años. El hecho no había sido muy publicado, puesto que existía la idea, muy extendida, de que proporcionar conocimientos muy avanzados a pueblos «atrasados» era erróneo. Verosímilmente, podría producirles un complejo de inferioridad que impediría mayores progresos.

Los meteorólogos no se preocuparon. Cuando llegó el «enterado» final, McDevitt y su ayudante susurraron un apresurado «Gracias» por el micrófono más cercano y salieron corriendo hacia el laboratorio. Easy, observando que el conmutador de selección había sido conectado con la radio del puente, lo corrigió y envió un acuse de recibo más cuidadoso antes de despedirse. Entonces, decidiendo que no sería de ninguna utilidad en el laboratorio de meteorología, se acomodó en la silla que le permitía la mejor vista de las cuatro pantallas del Kwembly y esperó a que pasase algo.

Mersereau volvió unos pocos minutos después de que los otros se hubiesen marchado, y tuvo que ser puesto al día. Por lo demás, no ocurría nada importante. De vez en cuando había una visión de una forma larga con muchas piernas sobre una de las pantallas, pero los mesklinitas atendían a sus propios asuntos, sin una consideración particular de los observadores.

Easy pensó en comenzar otra conversación con Kervenser; conocía a este oficial y le gustaba casi tanto como su capitán. Sin embargo, la idea del retraso entre una observación y su respuesta la descorazonó, como sucedía a menudo cuando no había nada importante que decir.

La conversación languidecía incluso sin retraso. Había pocas cosas que decir entre Easy y Mersereau que no hubiesen sido dichas ya; un año lejos de la Tierra había agotado casi todos los temas de conversación, excepto asuntos profesionales de poca importancia y asuntos de interés privado y personal. Tenía poco en común con Mersereau, aunque le gustaba bastante, y sus profesiones se relacionaban sólo en cuanto a las charlas con los mesklinitas.

En consecuencia, había pocos ruidos en la sala de Comunicaciones. Cada pocos minutos uno u otro de los vehículos terrestres exploradores enviaría un informe, que era debidamente retransmitido a la colonia; pero la mayor parte de los seres humanos de guardia no tenían más motivos para el cotilleo que Easy y Boyd Mersereau. Easy se encontró intentando adivinar cuándo volverían los hombres del tiempo con su pronóstico y lo seguro que podría ser éste: dos minutos en el laboratorio, o uno, si se daban prisa; uno más para proporcionar el nuevo material al computador; dos para la operación repetida con factores modificados en las variables; dos minutos para volver a la sala de Comunicaciones, ya que ciertamente esta vez no se apresurarían. Todavía estarían discutiendo. Pronto estarían aquí.

Pero antes de que llegasen, algo cambió. De repente, la pantalla del puente demandó atención. Había estado tranquila, con las ventanas grises enmascaradas por el amoníaco helado dominando la escorzada imagen de parte del timonel. Este último había permanecido casi inmóvil, con la barra del guardín completamente a un lado, mientras el Kwembly seguía el curso circular descrito por Kervenser.

De repente, las ventanas se aclararon, aunque poca cosa podía verse detrás de ellas; el ángulo de visión del comunicador no estaba lo suficientemente inclinado como para alcanzar el terreno dentro del radio de las luces. Aparecieron dos mesklinitas más y se lanzaron a las ventanas, mirando al exterior y gesticulando obviamente muy excitados. Mersereau señaló otra pantalla. También había excitación en el laboratorio. Hasta entonces, ninguno de los pequeños exploradores había pensado en informar de lo que pasaba. Easy juzgó que estaban demasiado ocupados con problemas inmediatos. Además, era costumbre en ellos conservar bajo su volumen de sonido o completamente desconectado, a menos que específicamente quisiesen hablar con los seres humanos.

En este momento regresaron los hombres del tiempo. Easy miró a su hijo por el rabillo del ojo y le preguntó sin volverse:

—¿Traéis algo útil esta vez? McDevitt contestó brevemente.

—Sí. ¿Puede traducirlo Benj?

—No. Parece que tienen algún problema. Díselo tú mismo. Con algún suceso como éste, Dondragmer tiene que estar en el puente, o regresará cuando llegues allí. Aquí usa este asiento y el micrófono.

El meteorólogo obedeció sin vacilar. Sería la última vez durante muchos meses que haría este cumplido a Easy. Mientras se sentaba, comenzaba a hablar.

—Dondragmer, tendrás unas diecinueve horas más de visibilidad reducida. La niebla congelada durará menos de una hora; la temperatura está bajando y la niebla se convertirá en cristales de amoníaco, que no se pegarán a tus ventanas. Si puedes librarte del viento que tienen ya, por lo menos podrás ver la nieve a través de ellas. El viento decrecerá gradualmente durante cinco horas más. Para entonces, la temperatura será lo bastante baja; así que no necesitas preocuparte por la fusión eutética. Las nubes serán más altas durante cuarenta y cinco horas más…

Continuaba, pero Easy había dejado de escucharle.

Hacia el final de la segunda frase de McDevitt, mucho antes de que el inicio de su mensaje pudiese haber alcanzado Dhrawn, un mesklinita se había acercado al micrófono del puente, tan cerca que su grotesco rostro llenaba casi toda la pantalla. Uno de sus brazos, equipados con pinzas, se extendió a un lado, fuera de la vista, y Easy supo que estaba activando el transmisor sonoro. No se sintió sorprendida de ver que el capitán hablaba en un tono mucho más calmoso de lo que ella habría hecho bajo las mismas circunstancias.

—Easy, o quienquiera que esté de guardia, por favor, enviad un informe especial a Barlennan. La temperatura ha subido de seis a ciento tres grados en los últimos minutos, el hielo de las ventanas se ha derretido y estamos flotando.

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