IV. DE CHARLA

Para Beetchermarlf constituía una sensación curiosa de inutilidad. El timón del Kwembly estaba conectado a las ruedas por sencillos aparejos de poleas y cuerdas; ni siquiera los músculos mesklinitas podían hacer girar las ruedas cuando el vehículo estaba parado y, aunque el movimiento hacia delante posibilitaba el gobierno de la nave, no lo facilitaba demasiado. Ahora, mientras el vehículo flotaba con las unidades de tracción sin tocar fondo, el timón caía flojamente en respuesta a un pequeño empujón, incluso por un ligero balanceo del casco. En teoría, el vehículo podía manejarse en el mar, pero esto requería la instalación de paletas en las cadenas, algo que se hacía mucho más fácilmente en tierra. Dondragmer había pensado momentáneamente, cuando comprendió que estaban a la deriva, en enviar al exterior hombres con trajes especiales para intentar la tarea; después decidió que no valía la pena correr el riesgo, aunque todo el mundo estuviese sólidamente atado al casco por cables salvavidas. De todas formas, era bastante probable, por lo que ellos sabían, que pudiesen llegar al final o al borde de aquel río o lago o lo que fuese sobre lo que flotaban, antes que estuviese completo un trabajo como aquél. Si cuando eso sucediese había hombres fuera, los cables salvavidas no servirían de nada.

Los mismos pensamientos habían pasado por la mente del timonel, mientras permanecía en su puesto. Beetchermarlf era joven, pero no tanto como para pensar que nadie sino él podía ver lo evidente. Estaba completamente dispuesto a dar por sentada la competencia profesional de su capitán.

Sin embargo, según pasaron los minutos empezó a preocuparse ante el fallo de Dondragmer en emitir alguna orden. Algo tendría que hacerse; no podían derivar hacia el este sin más. Miró la brújula; sí, hacia el este indefinidamente. Según los últimos informes aéreos, hacia aquel lado hubo colinas, las mismas que habían bordeado a la izquierda el campo de nieve, mostrándose a veces ligeramente sobre el lejano horizonte en los últimos cinco o seis mil kilómetros. A juzgar por su color eran roca, no hielo. Si la superficie sobre la que el Kwembly flotaba resultaba simplemente el campo de nieve derretido, tenían que chocar pronto con algo. Beetchermarlf no tenía más idea que los demás sobre la rapidez de su marcha, pero su confianza en la resistencia del casco igualaba a la de su capitán. No tenía más deseos de chocar contra una roca en Dhrawn de los que había tenido en Mesklin.

De todas formas, el viento no debería moverlos muy rápidamente, teniendo en cuenta la densidad del aire. La parte superior del casco era ligeramente curva, excepto el puente, y las ruedas en el fondo deberían proporcionar suficiente resistencia al avance. Por todo lo que los exploradores aéreos habían podido ver, el campo nevado era llano; por tanto, el líquido no debería estar en movimiento. Se le ocurrió que la presión exterior lo comprobaría. El timonel se sobresaltó al pensarlo, miró hacia el capitán, vaciló y después habló:

—Señor, ¿y si revisamos las observaciones sobre la presión en el casco? Si donde estamos flotando hay alguna corriente, tendríamos que estar yendo cuesta abajo, y eso se notaría…

Dondragmer le interrumpió.

—Pero la superficie era plana… No, tienes razón. Podemos mirar.

Se elevó hasta la fila de micrófonos y llamó al laboratorio.

—Born, ¿cómo está la presión? Por supuesto, la seguirás.

—Claro, capitán. Las ampollas de seguridad de proa y popa han comenzado a expandirse desde que comenzamos a flotar. Hemos bajado unos seis cuerpos en doce minutos. Estoy preparado para introducir más argón.

Dondragmer acusó ese recibo y miró a su timonel.

—Bien por ti. Tenía que habérseme ocurrido. Eso significa que estamos siendo empujados por una corriente, además de por el viento, y cualquier apuesta sobre la velocidad, la distancia y dónde pararemos queda descartada. A menos que los exploradores aéreos no advirtiesen una pendiente, no puede haber corriente. Si hay una pendiente, esta llanura tiene que desaguar por alguna parte.

—Estamos preparados para un viaje difícil, señor. No veo qué más podemos hacer.

—Una cosa —dijo Dondragmer lúgubremente.

Se acercó de nuevo a los micrófonos y emitió la llamada general semejante a una sirena. Cuando estuvo razonablemente seguro de que todos estaban escuchando, echó su cabeza hacia atrás de forma que estuviese distante por igual de todos los tubos y habló alto, lo suficiente para llegar a todos.

—Todo el mundo en traje especial lo antes posible. Tenéis permiso para dejar vuestros puestos con ese propósito, pero volved tan pronto como podáis —descendió hasta su banco de comandante y se dirigió a Beetchermarlf—. Coge tu traje y el mío y tráelos aquí. ¡Rápido!

El timonel estuvo de vuelta con los trajes en noventa segundos. Comenzó a ayudar al capitán a ponerse el suyo, pero fue impedido con un gesto enfático, y se dedicó a ponerse el suyo. En unos minutos, los dos completamente protegidos, excepto la cubierta de la cabeza, habían vuelto a sus puestos.

La prisa, según resultó, era innecesaria. Pasaron más minutos mientras Beetchermarlf jugaba con el inútil timón y Dondragmer se preguntaba si los científicos humanos proporcionarían alguna vez información y de qué serviría ésta si lo hacían. Esperaba que las vistas de los satélites le diesen alguna idea sobre la velocidad del Kwembly; que sería agradable saber la fuerza probable con la que golpearían cualquier cosa que les detuviese al final. Sabía que aquellas vistas eran difíciles de ordenar; había más de treinta satélites de imágenes reflejadas en órbita, pero estaban a menos de cinco mil kilómetros sobre la superficie. No se había intentado preparar sus órbitas de forma que sus limitados campos de cobertura visual y micróndica fuesen uniformes o complejos. La comunicación no era su objetivo primordial. La principal base humana, en órbita sincrónica a más de nueve millones de kilómetros por encima del meridiano de la colonia, no necesitaba supuestamente ayuda para esta tarea. Además, también la velocidad de los satélites orbitales más bajos (más de ciento cuarenta kilómetros por segundo), por muy útil que los observadores humanos la proclamasen para la comprobación de la localización de las líneas de las bases móviles, le parecía a Dondragmer una causa inevitable de dificultad. No estaba muy esperanzado en obtener su velocidad gracias a esta fuente. Mejor así, porque nunca lo hizo.

Una vez, media hora después de comenzar a derivar, un breve estremecimiento recorrió el Kwembly. El capitán informó a la estación de que probablemente había tocado fondo. A bordo, todos los demás supusieron lo mismo, y la tensión comenzó a subir.

Un poco antes del final hubo un pequeño aviso. Un grito de laboratorio, proveniente del micrófono, fue seguido por un informe de que la presión había comenzado a aumentar más rápidamente y que había sido necesaria una liberación adicional de argón en la atmósfera de la nave para evitar que las ampollas de seguridad explotasen. No se percibía ninguna sensación de velocidad creciente, pero las implicaciones del informe eran lo suficientemente claras. Bajaban más deprisa. ¿A qué velocidad iban horizontalmente? El capitán y el timonel se miraron sin hacer la pregunta en voz alta, pero leyéndola en sus expresiones; la tensión aumentaba, en tanto que las pinzas se agarraron a puntales y estribos con más fuerza.

Entonces se oyó un ruido atronador y el casco se inclinó abruptamente; otro ruido, y se ladeó fuertemente a estribor. Durante varios segundos cabeceó con violencia. Aquellos que se encontraban cerca de la proa y de la popa pudieron sentir cómo guiñaba, además, aunque la niebla continuaba bloqueando cualquier vista del exterior que pudiese explicar la sensación. Después otro ruido, mucho más alto, y el Kwembly volcó a unos sesenta grados a estribor; pero esta vez no se recobró. Unos sonidos raspantes y rechinantes sugerían que algo se movía, pero no fueron acompañados de ningún cambio real. Por primera vez se hizo audible el sonido del líquido corriendo por el casco.

Dondragmer y su compañero no estaban heridos. Para unos seres que consideraban doscientas gravedades terrestres como algo normal y seiscientas como una pequeña inconveniencia, aquel tipo de aceleración no significaba nada. Ni siquiera se habían soltado, y todavía continuaban en sus puestos. El capitán no estaba preocupado por los daños directos de su tripulación. Sus primeras palabras demostraron que consideraba asuntos mucho más lejanos.

—¡Puestos de guardia, informen! —aulló por los micrófonos—. Revisad la firmeza del casco en todos los puntos e informad de todas las grietas, roturas, melladuras y cualquier otra evidencia de escapes. El personal del laboratorio a sus puestos de emergencia, controlad el oxígeno. Soporte vital, cortad la circulación de la cisterna hasta que termine la revisión del oxígeno. ¡Ya!

Aparentemente, los micrófonos estaban intactos. Inmediatamente comenzaron a sonar gritos de respuesta. Mientras los informes se acumulaban, Beetchermarlf comenzó a relajarse. En realidad no esperaba que el estuche que le protegía del aire venenoso de Dhrawn resistiese un choque como aquél, y por su respeto por los ingenieros alienígenas subió varios grados. Había considerado las estructuras artificiales de cualquier tipo inferiores normalmente en fuerza y duración a cualquier otro cuerpo viviente. Por supuesto, tenía excelentes razones para una creencia así. Sin embargo, cuando todos los informes llegaron, pareció que nadie había observado fallos importantes en la estructura, ni siquiera grietas visibles. Si las aberturas normales, inevitables en una estructura con entradas para el personal y el equipo (sin mencionar los orificios en el casco para los instrumentos y cables de control), estaban peor de lo que habían estado, no se sabría durante algún tiempo. Por supuesto, la vigilancia de la presión y la comprobación del oxígeno continuarían como asunto rutinario.

La energía todavía funcionaba, lo que no sorprendió a nadie. Los veinticinco transformadores independientes de hidrógeno, módulos idénticos que podían ser transportados desde cualquier instrumento dentro del Kwembly que utilizase energía a cualquier otro, eran artificios en estado sólido, sin partes móviles mayores que las moléculas de carburante gaseoso con que eran alimentados. Podrían haber sido colocados bajo el martillo de una fragua sin sufrir daños. La mayor parte de las luces exteriores del Kwembly habían sufrido daños, o al menos no funcionaban, aunque podían ser reemplazadas. Algunas, sin embargo, todavía funcionaban, y desde el extremo sumergido del Kwembly se podían ver. En el extremo superior la niebla aún bloqueaba la visión. Drondragmer se aproximó, muy cautelosamente, al extremo inferior y echó una breve ojeada al conglomerado de rocas redondeadas —cuyos diámetros iban desde la mitad de su propia juventud hasta veinte veces más—, entre el cual su nave había conseguido incrustarse. Después trepó con cuidado regresando a su puesto. Conectó el sistema sonoro de su radio y transmitió el informe que Barlennan iba a conocer algo más de un minuto después. Sin esperar una respuesta, comenzó a dar órdenes al timonel.

—Beech, quédate aquí en caso de que los hombres tuviesen algo que decir. Voy a hacer una revisión completa yo mismo, especialmente de las compuertas. A pesar de todo lo que puede decirse en favor de nuestro diseño, no contábamos con un balanceo tan fuerte como éste cuando nos metimos dentro. Quizá sólo podamos utilizar las pequeñas compuertas de emergencia, puesto que en este momento la mayor parece estar por debajo de nosotros. Puede estar bloqueada en el exterior, aunque consiguiésemos abrir la puerta interna y encontrar el tabique todavía sumergido. Si quieres, habla con los seres humanos. Cuantos más de nosotros podamos emplear su lenguaje y más entre ellos el nuestro, mejor. El puente está a tu cargo.

Dondragmer hizo el gesto habitual, aunque ahora bastante inútil, de golpear la escotilla pidiendo salida; después la abrió y desapareció, dejando solo a Beetchermarlf.

El timonel no tenía por el momento deseos de charlar ociosamente con la estación. Su capitán le había dejado con muchas cosas en qué pensar.

No se sentía exactamente feliz de quedar encargado del puente bajo aquellas circunstancias. Ni siquiera estaba demasiado preocupado por el bloqueo de la compuerta principal. Las pequeñas serían suficientes, aunque recordó repentinamente que no lo eran para el equipamiento de soporte vital. Bien, por el momento la conveniencia de salir al exterior parecía muy pequeña; pero si el Kwembly estuviese permanentemente inmovilizado, habría que hacer frente a esa necesidad.

En esa eventualidad, la cuestión principal era de qué serviría salir al exterior. Los veinte mil kilómetros aproximadamente en que Beetchermarlf pensaba, como en cerca de veinte millones de cables, era un camino muy largo, especialmente cargados con el equipamiento de soporte vital. Sin este aparato no podía ni pensarse en ello. Los mesklinitas eran organismos asombrosamente resistentes mecánicamente, y tenían un radio de tolerancia de las temperaturas que todavía muchos biólogos humanos no podían creer; pero el oxígeno era otra cosa. En aquel momento su presión parcial en el exterior era de tres atmósferas y media, más que suficiente para matar a cualquier miembro de la tripulación del Kwembly en unos segundos.

Lo más deseable era colocar de nuevo la enorme máquina sobre sus cadenas. El cómo y el si se podía hacer esto, dependían grandemente de la corriente líquida que fluía alrededor del encallado casco. Trabajar en el exterior en medio de esta corriente quizá no fuese imposible, mas sería difícil y peligroso. Los mesklinitas vestidos con traje especial tendrían que estar pesadamente lastrados para poder realizar cualquier tarea, y los cables salvavidas complicarían los detalles.

Claro que la corriente quizá no fuese permanente. Aparentemente acababa de comenzar su existencia, junto con el cambio del tiempo, y podía dejar de fluir repentinamente. Sin embargo, como Beetchermarlf sabía muy bien, hay una diferencia entre tiempo y clima. Si el río era estacional, su naturaleza «temporal» podría resultar demasiado larga para los mesklinitas: el año en Dhrawn era ocho veces más largo que el de la Tierra y más de una vez y media que el de Mesklin.

Esta era una zona donde la información humana podría ser de utilidad. Los alienígenas habían estado observando a Dhrawn cuidadosamente durante casi medio año, y superficialmente, durante mucho más tiempo. Deberían tener alguna idea sobre sus estaciones. El timonel se preguntó si podría plantear la cuestión a alguien de la estación orbital, puesto que el capitán no lo había hecho. Por supuesto, el capitán había dicho que podía utilizar la radio para charlar y no había mencionado lo que podía o no decirse.

La idea de que hubiese algo, además del incidente del Esket, que no debiera discutirse con los patrocinadores humanos de la expedición a Dhrawn, no había llegado por la cadena de mandos hasta Beetchermarlf. El joven timonel casi había decidido iniciar una llamada cuando habló la radio, a su lado. Y es más, habló en su propio lenguaje, aunque el acento no fuese irreprochable.

—Dondragmer, sé que debes estar ocupado, pero si tú no puedes hablar ahora, me gustaría que alguien pudiese. Me llamo Benjamin Hoffman, un ayudante en el laboratorio aerológico de la estación, y necesito ayuda de dos tipos, si es que alguien puede encontrar tiempo para hablar. Necesito practicar vuestro lenguaje; debe ser obvio que lo necesito. En cuanto al laboratorio, estamos en una posición muy embarazosa. Dos veces seguidas hemos confeccionado pronósticos del tiempo para vuestra zona del planeta que han resultado completamente incorrectos. Sencillamente, no tenemos la suficiente información detallada para hacer el trabajo apropiadamente. Las observaciones que podemos hacer desde aquí no resuelven mucho, y no hay en ningún punto cercano estaciones que informen sobre lo que ocurre ahí abajo. Tú y los otros habéis colocado un montón de automáticos en vuestros viajes; pero como sabes, todavía no cubren más que una pequeña parte del planeta. Puesto que unas buenas predicciones serán tan útiles para ti como para nosotros, pensé que quizá podría hablar detalladamente con alguno de vuestros científicos y elaborar los factores del tiempo sobre los que conozcáis lo suficiente como para completar los cálculos generales y conseguir así unos pronósticos aceptables, por lo menos en vuestras cercanías.

El timonel contestó ansiosamente.

—Benjamín Hoffman, el capitán no está en el puente. Me llamo Beetchermarlf, uno de los timoneles, y estoy de guardia. Hablando por mí, me gustaría intercambiar práctica en el lenguaje cuando lo permitan las obligaciones, como ahora mismo. Me temo que los científicos estarán muy ocupados durante un rato; quizá yo también lo esté la mayor parte del tiempo. Tenemos problemas, aunque no conozcas todos los detalles. El capitán no tenía tiempo para contar la historia completa en el informe que le oí enviar hace unos minutos. Te daré un cuadro de la situación tan completo como pueda y algunas ideas que se me han ocurrido después que el capitán abandonase el puente. Podrías grabar la información para tu gente y comentar mis ideas si lo deseas. Si crees que no vale la pena mencionarlas al capitán, no lo haré. De todas formas, estará bastante ocupado sin ellas. Esperaré hasta que me digas que estás listo para grabar, o si no vas a hacerlo, antes de empezar.

Beetchermarlf se detuvo, no sólo por la razón que acababa de dar. De repente se preguntó si debería molestar a uno de aquellos seres alienígenas con sus propias ideas, que comenzaban a parecerle pobres y toscas.

Sin embargo, los informes sobre los hechos tenían que ser útiles. Había mucha información detallada sobre la situación actual del Kwembly que los hombres no podían conocer posiblemente todavía. Cuando la aprobación de Benj llegó por el micrófono, el timonel había recobrado parte de su confianza.

—Espléndido, Beetchermarlf. Estoy preparado para grabar tu informe. Lo iba a hacer de todas maneras para practicar tu lenguaje. Transmitiré lo que quieras. Incluso si tus meteorólogos están ocupados, quizá nosotros dos podamos intentar hacer lo que yo sugería con la información sobre el tiempo. Probablemente tú puedes conseguir esos datos. Estás en el lugar y puedes verlo todo. Si eres uno de los marineros que Barlennan reclutó en Mesklin, es seguro que sabes un montón de cosas sobre el clima. A juzgar por lo que sé, quizá hayas pasado doble cantidad de años de los que yo he vivido en ese lugar de Mesklin, donde aprendéis métodos de investigación e ingeniería. Adelante, estoy preparado.

Estas palabras terminaron de restaurar la moral de Beetchermarlf. Habían pasado solamente diez años en Mesklin desde que había comenzado la educación alienígena para unos pocos nativos seleccionados. Este ser humano debía tener cinco años o menos. Por supuesto, no había forma de decir lo que esto significaba en términos de madurez de las especies, y no era fácil preguntarlo; pero a pesar del aura de supernormalidad que tendía a rodear a todos los alienígenas, uno no pensaba en un ser de cinco años como en un ser superior.

Tan relajado como cualquiera podía estarlo sobre un suelo con una pendiente de sesenta grados, el marinero comenzó su descripción de la situación del Kwembly. Dio una descripción detallada del viaje sobre lo que ahora tenía que ser reconocido como un río y su final. Describió minuciosamente lo que podía ver desde el puente. Comentó cómo ahora estaban varados fuera de sus rieles y recalcó la situación que esperaba a la tripulación si esto no podía ser corregido. Incluso detalló la estructura de las compuertas neumáticas y explicó por qué la mayor estaba probablemente inutilizada, y quizá las otras también.

—Será una gran ayuda para los planes del capitán —continuó—, si podemos obtener alguna estimación de confianza sobre lo que le sucederá a este río, especialmente si se secará y cuándo. Si todo el campo de nieve se funde en dicha época del año y corre fuera de la llanura a través de esta única corriente, supongo que estaremos aquí durante la mayor parte del año y tendremos que hacer nuestros planes según esto. Si podéis darnos alguna esperanza de que podremos trabajar sobre tierra seca sin esperar demasiado, nos serviría de mucho.

Benj tardó bastante más de sesenta y cuatro segundos en contestar; también él tenía bastante material para pensar.

—Tengo tus detalles grabados y los he enviado a Planificación —llegaron al fin sus palabras—. Ellos distribuirán copias a los laboratorios. Hasta yo puedo ver que imaginarse la historia vital de tu río va a ser un trabajo pesado; quizá imposible sin tener muchos más datos. Como dices, todo el campo de nieve podría estar comenzando una fusión estacional. Si las aguas de Norteamérica tuviesen que fluir a través de un solo río, estarías ahí durante un largo tiempo. No sé qué proporción de la región cubren vuestros informes aéreos obtenidos por los exploradores ni lo ambiguas que puedan ser las fotos desde aquí arriba, pero apuesto a que cuando todo esté pasado a los mapas, todavía habrá lugar para la discusión. Aunque todo el mundo estuviese de acuerdo en una conclusión, aún no sabemos mucho sobre ese planeta.

—¡Pero habéis tenido muchas experiencias en otros planetas! —replicó Beetchermarlf—. Eso debiera ayudaros.

De nuevo la respuesta tardó en llegar más de lo que el simple retraso en la velocidad de la luz podría explicar.

—Los hombres y sus amigos han tenido experiencias en muchos planetas, es cierto, y yo he leído mucho sobre ello. El problema está en que prácticamente nada de todo eso ayuda aquí. Hay tres tipos de planetas básicamente. Uno es el terrestre, como mi propio mundo; es pequeño, denso y prácticamente no tiene hidrógeno. El segundo es el joviano, o Tipo Dos, que tiende a ser mucho más grande y mucho menos denso, a causa de que estos planetas han conservado la mayor parte de su hidrógeno desde el tiempo en que fueron originalmente formados, según creemos.

Esos dos eran los únicos tipos que conocíamos antes de abandonar la vecindad de nuestro propio sol, porque son los únicos tipos en nuestro sistema.

»El Tipo Tres es muy grande, muy denso y muy difícil de explicar. Las teorías que presumían que el Tipo Uno había perdido su hidrógeno a causa de su pequeña masa inicial y que el Dos lo había conservado a causa de su mayor tamaño, estuvieron muy bien en tanto no supimos de la existencia del Tipo Tres. Nuestras ideas eran perfectamente satisfactorias y convincentes mientras no sabíamos demasiado, si me perdonas por expresarme como mi profesor de ciencia básica.

»El Tipo Tres es en el que estás ahora. No hay ninguno de ellos alrededor de un sol con un planeta de Tipo Uno. Supongo que debe haber una razón para eso, pero no la conozco. Bien, entre las razas de la comunidad no sabíamos nada sobre ellos, hasta que aprendimos a viajar entre las estrellas y comenzamos a hacerlo en gran escala, lo suficientemente grande para que el principal interés de las naves errantes no fuese simplemente el encontrar nuevos planetas habitables. Incluso entonces no pudimos estudiarlos directamente, como tampoco podíamos hacerlo en los mundos jovianos. Enviamos a ellos unos cuantos robots especiales, muy caros y generalmente muy poco fiables, pero eso fue todo. Tu especie es la primera que hemos encontrado capaz de soportar la gravedad de un Tipo Tres o la presión de un Tipo Dos.

—Pero según tu descripción, ¿no es Mesklin un Tipo Tres? A estas alturas, debes saber mucho sobre ellos; habéis estado en contacto con nuestro pueblo durante diez años y algunos de vosotros han llegado a aterrizar en el Borde, quiero decir, en el ecuador.

—Sí, hace unos cincuenta años nuestros. El problema estriba en que Mesklin no es un Tipo Tres. Es un Dos peculiar. Hubiese tenido todo el hidrógeno de cualquier mundo joviano, si no fuese por su rotación, ese terrorífico giro que da a vuestro mundo un día de dieciocho minutos y una forma de huevo frito. No hay ningún otro como el vuestro todavía, y nadie ha encontrado casos intermedios, que yo sepa. Esa es la razón por la que las razas de la comunidad estuvieron dispuestas a tomarse tantas molestias, a perder tantísimo esfuerzo en desarrollar el contacto con vuestro mundo y en preparar esta expedición a Dhrawn. En treinta años más o menos averiguaremos muchísimo sobre las condiciones de ese mundo a través de los contadores de neutrino en los satélites de imágenes reflejadas, pero el equipamiento sísmico que vosotros habéis estado plantando añadirá muchísimo detalle y hará desaparecer las ambigüedades. Lo mismo ocurrirá con vuestro trabajo químico. En cinco o seis de nuestros años podremos saber lo bastante sobre esa pelota rocosa como para hacer una adivinanza sensata de por qué está ahí, o por lo menos, si debemos llamarlo una estrella o un planeta.

—¿Quieres decir que sólo entrasteis en contacto con la gente de Mesklin para aprender más cosas sobre Dhrawn?

—No, no quise decir eso en absoluto. La gente merece la pena conocerla por lo que vale… Por lo menos mis dos padres piensan así, aunque conozco personas que ciertamente no lo hacen. Creo que la idea del proyecto de Dhrawn no apareció hasta mucho después de que vuestro colegio estuviese en marcha. Mucho antes de que yo naciese. Por supuesto, cuando se le ocurrió a alguien que vosotros podíais hacer investigación de primera mano en un sitio como Dhrawn, todo el mundo saltó ante la oportunidad.

Esto impulsó a Beetchermarlf a hacer una pregunta que ordinariamente habría considerado como un asunto estrictamente humano en el que no debía meterse: la madurez de un ser humano de cinco años. Se le escapó antes de que pudiese controlarse; durante una hora él y Benj estuvieron discutiendo sobre las razones para actividades tales como el proyecto de Dhrawn y por qué debería dedicarse un esfuerzo tan impresionante a una actividad sin perspectivas claras de provecho material. Benj no defendió su parte demasiado bien, dando usuales respuestas sobre la fuerza de la curiosidad, que Beetchermarlf entendía hasta cierto punto. Conocía la suficiente historia como para saber lo cerca de la extinción que el hombre y otras especies habían llegado, antes de que hubiesen desarrollado el transformador de fusión de hidrógeno; pero era demasiado joven para ser demasiado elocuente. Le faltaba experiencia para ser capaz de afirmar con convencimiento, incluso para sí mismo, que cualquier cultura dependía por completo de su comprensión de las leyes del universo. La conversación nunca se hizo acalorada, lo que hubiese sido difícil en cualquier discusión donde hay un período de enfriamiento entre una observación y su respuesta. El único progreso realmente satisfactorio fue el realizado en el progreso del stenno de Benj.

La conversación se interrumpió cuando Beetchermarlf se dio cuenta de repente de que su ambiente había cambiado. Durante la última hora toda su atención había estado en las palabras de Benj y en sus propias contestaciones. El puente inclinado y el goteante líquido habían pasado al fondo de su mente. Se sintió muy sorprendido al comprender abruptamente que el esquema de luces parpadeando sobre su cabeza era la constelación de Orión. La niebla se había ido.

Alerta una vez más a lo que le rodeaba, advirtió que la línea del agua alrededor del puente parecía un poco más baja. Diez minutos de observación cuidadosa le convencieron de que así era, en efecto. El río estaba bajando.

Por supuesto, a medio camino en esos diez minutos había sido interrogado por Benj sobre su repentino silencio y le había dicho la razón. Inmediatamente el muchacho se lo había notificado a McDevitt, de forma que cuando Beetchermarlf estaba seguro sobre el cambio en el nivel del agua, había varios seres humanos interesados allá arriba escuchándole. El timonel les informó brevemente por la radio, y únicamente entonces llamó a Dondragmer por los micrófonos.

El capitán estaba mucho más allá, detrás de la sección del laboratorio, justo al lado del compartimiento que contenía la ampolla de presión, cuando recibió la llamada. Al terminar de hablar el timonel hubo una pausa. Beetchermarlf esperaba que el capitán entraría corriendo por la escotilla del puente en unos cuantos segundos; pero Dondragmer no cedió a la tentación. Los portillos del resto del casco, incluyendo el compartimiento donde él estaba, eran demasiado pequeños para permitir una estimación clara del nivel del agua; así que tuvo que aceptar el juicio de su timonel. Dondragmer se encontraba dispuesto a hacerlo así, con bastante sorpresa del joven marinero.

—Observa lo más exactamente que puedas la velocidad del descenso, hasta que te releven —fueron sus órdenes—. Comunícame a mí y a los humanos la velocidad en cuanto la sepas con exactitud; después avísanos cuando cambies tu estimación.

Beetchermarlf se dio por enterado de la orden y gateó por el puente hasta un punto donde podía marcar la línea del agua con una raspadura sobre uno de los puntales de las ventanas. Habiendo informado de esto al capitán y a los escuchas humanos, volvió a su estación, conservando los ojos fijos en la marca. Las arrugas en el líquido tenían varios centímetros de alto y se calmaban sólo a intervalos espaciados; de aquí que pasase algún tiempo antes de que pudiese estar absolutamente seguro del cambio en profundidad. Hubo dos o tres preguntas impacientes desde arriba, que contestó cortésmente reuniendo lo mejor de su limitado lenguaje humano, antes de que Benj le informase de que una vez más estaba solo, si exceptuaba ciertos seres sin importancia que vigilaban los otros vehículos. Por tanto, pasaron la mayor parte del tiempo, hasta la llegada de Takoorch como relevo del puente, describiendo sus planetas nativos, corrigiéndose mutuamente los errores sobre la Tierra y Mesklin, como forma de practicar el idioma, y, aunque ninguno se diese cuenta de ello, desarrollando una cariñosa amistad personal. Beetchermarlf volvió seis horas más tarde para relevar a Takoorch (en realidad, el intervalo era de veinticuatro días mesklinitas, la duración estándar de un turno). Observó que el nivel del agua había bajado cerca de medio metro desde la marca de referencia. Takoorch le informó de que el humano Benj acababa de volver de un período de descanso. El más joven de los timoneles se preguntó para sí cuánto tiempo después de la llegada de Tak había decidido el otro que era el momento de descansar. Naturalmente, no podía preguntarlo, pero mientras se acomodaba en su puesto, envió una llamada hacia arriba.

—He vuelto, Benj. No sé lo recientemente que Tak te ha informado, pero el agua ha bajado más de medio cuerpo y la corriente parece mucho más lenta. El viento está bastante tranquilo. ¿Tus científicos tienen algo para nosotros?

Durante el retraso en la respuesta tuvo tiempo de comprender que su última pregunta era bastante inútil, puesto que las principales noticias que se requerían de los científicos humanos eran la probable duración del río, que ahora ya no importaba. De todas formas, quizá tuviesen algo valioso.

—Tu amigo Takoorch nos dijo lo del agua y lo del viento, además de otras muchas cosas —anunció la voz de Benj—. Me alegro de que estés de vuelta, Beetch. No sé nada de los laboratorios, pero por lo que dijiste sobre la forma en que volcasteis, por la velocidad en el descenso del agua y por lo que puedo ver en el modelo de vehículo que tengo aquí, me parece que estaréis en seco dentro de sesenta o setenta horas. Eso, por supuesto, si el agua continuase descendiendo a la misma velocidad. Podría hacerlo si fluyese a través de un canal despejado, pero yo no contaría con eso. No me gusta ser pesimista, pero creo que la velocidad del descenso se detendrá antes de que todo el líquido haya desaparecido.

—Quizá tengas razón —dijo Beetchermarlf—. Por otra parte, si la corriente se remansa, probablemente podremos trabajar en el exterior con bastante comodidad, antes de que todo esto se haya ido.

Fue una observación profética. Estaba todavía regresando a su puesto, cuando el micrófono pidió atención.

—¡Beetchermarlf! Informa a los seres humanos que serás relevado inmediatamente por Kervenser y preséntate ahora mismo en la compuerta de emergencia de estribor con tu traje especial. Quiero una revisión de las ruedas y cables de guardín. Irán contigo otros dos por cuestiones de seguridad. Me interesa más la eficiencia que la rapidez. Quiero saber si hay algún daño que sea más fácil de arreglar mientras todavía estamos volcados que cuando estemos en posición normal. Después de la revisión echa un vistazo general a tu alrededor. Quiero una idea general sobre lo sólidamente que estamos metidos en este lugar y sobre el trabajo necesario para enderezarnos y libertarnos. Yo mismo estaré en el exterior haciendo una revisión similar, pero necesito otra opinión.

—Sí, señor —respondió el timonel.

Esta vez la orden constituía una clara sorpresa, y casi se olvidó de contárselo a Benj. La sorpresa no era el hecho de ir al exterior, sino que el capitán le hubiese escogido para verificar su propio juicio.

Se habían quitado los trajes especiales cuando Dondragmer se convenció de que el casco no había sufrido daños, pero en medio minuto Beetchermarlf se había puesto el suyo otra vez, y momentos más tarde se encontraba junto a la compuerta designada. El capitán y cuatro marineros, todos con los trajes, le esperaban. Los tripulantes llevaban carretes de cuerda.

—Muy bien, Beetch —dijo el capitán—. Stakendee saldrá el primero y atará su cuerda al estribo más cercano; tú irás detrás, y después Praffen. Cada uno de vosotros atará su cable a un estribo diferente. Después debéis dedicaros a vuestra tarea. Esperad… Unid esto al arnés de vuestros trajes. Sin lastre flotaríais.

Les tendió cuatro pesas equipadas con grapas de cierre rápido para sujetarlas al arnés del timonel.

Salieron en silencio por la diminuta escotilla. Esencialmente, era una compuerta líquida en forma de U. similar en su forma de operar a la principal y bastante profunda, de forma que la inclinación del Kwembly no impedía por completo su operación. El hecho de que de todas formas el extremo exterior estaba inmerso en líquido, podría constituir la diferencia. Al emerger dentro de la corriente, Beetchermarlf se alegró del fuerte apretón de Stakendee, mientras buscaba un lugar donde sujetar su propio cable salvavidas. Un minuto más tarde se reunió con ellos el tercer miembro del grupo, y juntos recorrieron la corta distancia que les separaba del lecho del río, compuesto por las rocas redondeadas, visibles desde el puente, dispuestas en un extraño dibujo semejante a unas olas cuyas crestas se extendían contrarias a la dirección de la corriente. A la primera ojeada, Beetchermarlf obtuvo la impresión de que el vehículo había encallado en el seno entre dos de estas olas. La visión era posible, aunque no ideal, porque bastantes de las luces exteriores todavía funcionaban.

El trío se dirigió, bordeando la popa, a echar un vistazo a la parte inferior de su vehículo. Aunque estaba mucho peor iluminado, desde el primer momento se hizo obvio que había mucho que pedirle a Dondragmer.

El Kwembly se sostenía sobre un conjunto de sesenta ruedas de un metro de anchura y dos de longitud, dispuestas en cinco hileras longitudinales de doce ruedas. Todas giraban sobre ruedecillas y estaban interconectadas por un laberinto de cables de guardín, que eran la principal responsabilidad de Beetchermarlf. Cada una de las ruedas tenía una cavidad donde se instalaba una unidad energética y su propio motor, consistente en una barra de quince centímetros de grosor, cuya microestructura le daba un poder directo del campo magnético rotatorio, una de las formas en las que las unidades de fusión podrían entregar su energía. Al no estar instalado el motor, la rueda giraba libremente. En el momento del accidente, diez de los veinticinco transformadores del Kwembly estaban en las ruedas, dispuestos en forma de V, con la punta hacia delante en la proa y en la popa.

En la parte trasera del vehículo habían desaparecido dieciocho ruedas, incluyendo las cinco que tenían motor en aquel lado.

Загрузка...