MILAGROS

‹Ender nos ha estado acosando últimamente. Insiste en que ideemos una forma de viajar más rápida que la luz.›

‹Dijisteis que era imposible.›

‹Eso pensamos. Eso piensan los científicos humanos. Pero Ender insiste en que si los ansibles pueden transmitir información, deberíamos poder transmitir materia a la misma velocidad. Eso es una tontería, claro: no hay comparación entre información y realidad física.›

‹¿Por qué ansía tanto viajar más rápido que la luz?›

‹Es una idea absurda, ¿verdad? Llegar a algún sitio antes de que lo hago tu imagen. Como atravesar un espejo para encontrarte a ti mismo al otro lado›

‹Ender y Raíz han hablado mucho acerca de esto. Los he oído. Ender piensa que tal vez materia y energía sólo estén compuestas de información. Esa realidad física no es más que el mensaje que los filotes se transmiten unos a otros.›

‹¿Qué dice Raíz?›

‹Dice que Ender está a medias en lo cierto. Raíz dice que la realidad física es un mensaje… y el mensaje es una pregunta que los filotes hacen continuamente a Dios›

‹¿Cuál es la pregunta?›

‹Dos palabras: ¿Por qué?›

‹¿Y cómo les contesta Dios?›

‹Con vida; Raíz dice que la vida es la manera en que Dios da sentido al universo.›


Toda la familia de Miro fue a recibirlo cuando regresó a Lusitania. Después de todo, lo querían. Y él los amaba también a ellos, y después de un mes en el espacio ansiaba su compañía. Sabía (intelectualmente, al menos) que su mes en el espacio había sido para ellos un cuarto de siglo. Se había preparado para las arrugas en la cara de su madre, incluso para que Grego y Quara fueran adultos en la treintena. Lo que no había previsto, al menos no visceralmente, era qué se hubieran convertido en extraños. No, peor que extraños. Eran extraños que lo compadecían y creían conocerlo y lo trataban como a un niño. Todos eran más viejos que él. Todos ellos. Y todos más jóvenes, porque el dolor y la pérdida no los había tocado de la forma en que lo habían tocado a él.

Ela fue la mejor, como de costumbre. Lo abrazó y lo besó.

—Me haces sentir mortal —le dijo—. Pero me alegro de verte joven.

Al menos tuvo el coraje de admitir que entre ellos había una barrera inmediata, aunque pretendiera que esa barrera era su juventud. Cierto, Miro estaba exactamente tal como lo recordaban. Su rostro, al menos. El hermano perdido durante tanto tiempo había regresado de entre los muertos; el fantasma que viene a atormentar a la familia, eternamente joven. Pero la auténtica barrera era la forma en que se movía. La forma en que hablaba.

Obviamente, habían olvidado lo incapacitado que estaba, lo mal que su cuerpo respondía a su lesión cerebral. El paso vacilante, el habla retorcida y difícil: sus recuerdos habían anulado todas aquellas cosas desagradables y le recordaban como era antes del accidente. Después de todo, sólo llevaba impedido unos pocos meses antes de que se marchara a su viaje dilatador en el tiempo. Resultaba fácil olvidarlo, y recordar en cambio al Miro que habían conocido durante tantos años antes. Fuerte, sano, el único capaz de enfrentarse al hombre que habían llamado padre. No podían ocultar su conmoción. Él notaba en sus vacilaciones, en sus miradas furtivas, el intento de ignorar que su forma de hablar resultaba difícil de entender, que caminaba lentamente.

Él podía sentir su impaciencia. En cuestión de minutos vio que algunos empezaban a buscar excusas para marcharse. Tenían mucho que hacer esta tarde. «Te veré en la cena.» Toda la situación los incomodaba tanto que debían escapar, tomarse su tiempo para asimilar aquella versión de Miro que acababa de volver a ellos, o quizá para planear cómo evitarlo lo máximo posible en el futuro. Grego y Quara fueron los peores, los más impacientes por marcharse, lo que le dolió: antaño le adoraban. Por supuesto, comprendía que por eso les resultaba tan difícil tratar con el Miro roto que encontraban ante ellos. Su visión del antiguo Miro era la más ingenua y por tanto la más dolorosamente contradicha.

—Pensamos en celebrar una gran cena familiar —dijo Ela—. Madre quería, pero se me ocurrió que deberíamos esperar. Darte más tiempo.

—Espero que no me hayáis estado esperando para cenar todo este tiempo —ironizó Miro.

Sólo Ela y Valentine parecieron advertir que estaba bromeando: fueron los únicos en responder de manera natural, con una risita. Los demás, por lo que Miro sabía, ni siquiera habían entendido sus palabras.

Todos se encontraban en la alta hierba que se extendía junto al campo de aterrizaje, su familia entera: su madre, ahora en la sesentena, el cabello gris acero, la cara sombría de intensidad, como siempre. Sólo que ahora la expresión estaba marcada profundamente en las líneas de su frente, en las arrugas junto a la boca. Su cuello era una ruina. Miro advirtió que algún día moriría. No hasta dentro de treinta o cuarenta años, probablemente, pero algún día. ¿Se había dado cuenta antes de lo hermosa que era? Había creído que, de algún modo, casarse con el Portavoz de los Muertos la suavizaría, la rejuvenecería. Y tal vez así había sido, tal vez Andrew Wiggin la había vuelto joven de corazón. Pero el cuerpo seguía siendo lo que el tiempo había hecho de él. Era vieja.

Ela, en la cuarentena. No la acompañaba marido alguno, pero tal vez estaba casada y él simplemente no había venido. Aunque lo más probable era que no lo estuviera. ¿Estaba casada con su trabajo? Parecía sinceramente contenta de verlo, pero ni siquiera ella podía ocultar la expresión de piedad y preocupación. ¿Había esperado que un mes de viajar a la velocidad de la luz lo curaría de algún modo? ¿Había creído que saldría de la lanzadera tan fuerte y osado como un dios que surcara los espacios en alguna vieja novela?

Quim, ahora con la túnica de sacerdote. Jane le había dicho a Miro que su hermano, el que le seguía, era un gran misionero. Había convertido más de una docena de bosques de pequeninos, los había bautizado y, bajo la autoridad del obispo Peregrino, había ordenado sacerdotes entre ellos, para que administraran los sacramentos a su propio pueblo. Bautizaron a todos los pequeninos que emergieron de las madres-árbol, a todas las madres antes de que murieran, a todas las esposas estériles que atendían a las pequeñas madres y sus retoños, a todos los hermanos que buscaban una muerte gloriosa, y a todos los árboles. Sin embargo, sólo las esposas y los hermanos podían recibir la comunión, y en cuanto al matrimonio, resultaba difícil pensar en una forma significativa para ejecutar un rito semejante entre un padre-árbol y las larvas ciegas y sin mente que se emparejaban con ellos. Sin embargo, Miro descubrió en los ojos de Quim una especie de exaltación. Era el brillo del poder bien usado: Quim era el único miembro de la familia Ribera que había sabido toda la vida lo que deseaba hacer. Y ahora lo estaba haciendo. A pesar de las dificultades teológicas, era el san Pablo de los cerdis, y eso lo llenaba de constante alegría. «Has servido a Dios, hermanito, y Dios te ha convertido en su siervo.»

Olhado, con sus ojos plateados resplandeciendo, el brazo alrededor de una mujer hermosa, rodeado por seis niños; el más joven, un bebé; la mayor, una adolescente. Aunque todos los niños miraban con ojos naturales, habían adquirido la expresión alejada de su padre. No fijaban la vista, simplemente se quedaban mirando. Con Olhado, aquello era natural. A Miro le perturbó pensar que tal vez Olhado había engendrado una familia de observadores, registradores ambulantes que acumulaban experiencias para reproducirlas más tarde, pero no se implicaban nunca del todo. Pero no, eso tenía que ser una mala impresión. Miro nunca se había sentido cómodo con Olhado, y cualquiera que fuese el parecido que los hijos de Olhado tuvieran con su padre estaba destinado a hacer que Miro se sintiera también incómodo con ellos. La madre era bastante bonita. Probablemente todavía no tenía los cuarenta años. ¿Qué edad tendría cuando Olhado se casó con ella? ¿Qué tipo de mujer era, para aceptar a un hombre con ojos artificiales? ¿Grababa Olhado cuando hacían el amor, y repetía las imágenes para que ella observara cómo se veía en sus ojos?

Miro se sintió inmediatamente avergonzado por la idea. «¿Es esto todo lo que puedo pensar cuando observo a Olhado… en su deformidad? ¿Después de todos los años que hace que lo conozco? Entonces, ¿cómo puedo esperar que vean en mí algo más que mis deformidades cuando me miren?

Marcharse de aquí fue una buena idea. Me alegro de que Andrew Wiggin la sugiriera. Lo único absurdo es haber vuelto. ¿Por qué estoy aquí?»

Casi contra su voluntad, Miro se volvió hacia Valentine. Ella le sonrió, y le pasó el brazo por los hombros.

—No es tan malo —dijo.

«¿No es tan malo el qué?»

Yo sólo tengo un hermano para recibirme —explicó—. Toda tu familia ha venido a verte.

—Es verdad.

Sólo entonces habló Jane, y su voz le atormentó al oído.

—No toda.

«Cállate», dijo Miro en silencio.

—¿Sólo un hermano? —dijo Andrew Wiggin—. ¿Sólo yo?

El Portavoz de los Muertos dio un paso al frente y abrazó a su hermana. Pero ¿veía Miro incomodidad allí también? ¿Era posible que Valentine y Andrew Wiggin sintieran timidez el uno del otro? Qué risa. Valentine, atrevida como nadie (era Demóstenes, ¿no?), y Wiggin, el hombre que había irrumpido en sus vidas y rehecho su familia sin tener siquiera dá licença. ¿Podían ser tímidos? ¿Podían sentirse extraños?

—Has envejecido miserablemente —observó Andrew—. Fina como un cable: ¿No te mantiene bien Jakt?

—¿No cocina Novinha? —preguntó Valentine—. Además, pareces más estúpido que nunca. He llegado justo a tiempo para ser testigo de tu estado vegetativo mental completo.

—Y yo que creía que venías a salvar el mundo.

—El universo. Pero primero a ti.

Ella volvió a poner un brazo alrededor de Miro, y rodeó a Andrew con el otro. Se dirigió a los demás.

—Sois muchos, pero siento como si os conociera a todos. Espero que pronto sintáis lo mismo hacia mí y mi familia.

Tan simpática. Tan capaz de tranquilizar a la gente. «Incluso a mí —pensó Miro—. Simplemente, maneja a la gente. Igual que hace Andrew Wiggin. ¿Lo aprendió ella de él, o fue al revés? ¿O es algo innato en la familia? Después de todo, Peter fue el manipulador supremo de todos los tiempos, el Hegemón original. Qué familia. Tan extraña como la mía. Sólo que la de ellos es extraña por ser genios, mientras que la mía es extraña por el dolor que compartimos durante muchos años a causa de lo retorcido de nuestras almas. Y yo soy el más extraño, el más dañado de todos. Andrew Wiggin vino a sanar las heridas entre nosotros, y lo hizo bien. Pero las heridas internas, ¿pueden llegar a curarse alguna vez?»

—¿Qué tal una merienda campestre? —preguntó Miro.

Esta vez, todos se echaron a reír. «¿Cómo ha sido, Andrew, Valentine? ¿Los he tranquilizado? ¿He ayudado a calmar las cosas? ¿He ayudado a todos a pretender que se alegran de verme, de que tienen alguna idea de quién soy?»

—Ella quiso venir-dijo Jane al oído de Miro.

«Cállate —repitió Miro—. De todas formas no quiero que venga.»

—Pero te verá más tarde.

«No.»

—Está casada. Tiene cuatro hijos.

«Eso para mí no es nada ahora.»

—No ha pronunciado tu nombre en sueños durante años.

«Creía que eras mi amiga.»

—Lo soy. Puedo leer tu mente.

«Eres una zorra metomentodo y no puedes leer nada.»

—Irá a verte mañana por la mañana. A la casa de tu madre.

«No estaré allí.»

—¿Crees que puedes escapar de esto?

Durante la conversación con Jane, Miro no oyó nada de lo que los otros decían, pero no importaba. El marido y los hijos de Valentine habían salido de la nave, y ella los estaba presentando. Sobre todo a su tío, naturalmente. A Miro le sorprendió ver el respeto con que le hablaban. Pero claro, ellos sabían quién era en

realidad Ender el Xenocida, sí, pero también el Portavoz de los Muertos, el que había escrito la Reina Colmena y el Hegemón. Miro lo sabía ahora, por supuesto, pero cuando conoció a Wiggin fue con hostilidad: sólo era un Portavoz de los Muertos itinerante, un ministro de la religión humanista que parecía decidida a alterar la familia de Miro. Cosa que había hecho. «Creo que tuve más suerte que ellos —pensó Miro—. Llegué a conocerlo como persona antes de conocerlo como una gran figura en la historia humana. Probablemente, ellos nunca lo conocerán como yo.

»En realidad yo tampoco lo conozco en absoluto. No conozco a nadie, y nadie me conoce a mí. Nos pasamos la vida suponiendo lo que pasa dentro de los demás, y cuando tenemos suerte y acertamos, creemos "comprender". Qué tontería. Incluso un mono ante un ordenador puede teclear una palabra de vez en cuando.

»No me conocéis, ninguno —dijo en silencio—. Menos que nadie la zorra metomentodo que vive en mi oído. ¿Has oído eso?»

—Con ese volumen tan alto, ¿cómo podría evitarlo?

Andrew colocaba el equipaje en un coche. Había espacio solamente para un par de pasajeros.

—Miro, ¿quieres venir en el coche con Novinha y conmigo?

Antes de que pudiera responder, Valentine le cogió del brazo.

—Oh, no lo hagas —rogó—. Camina con Jakt y conmigo. Hemos pasado demasiado tiempo en la nave.

—Es verdad —ironizó Andrew—. Su madre no lo ha visto en veinticinco años, pero tú quieres que dé un paseo. Eres todo consideración.

Andrew y Valentine mantenían el tono peleón que habían establecido desde el principio, de forma que no importaba lo que Miro decidiera; lo convertirían entre risas en una elección entre los dos Wiggin. En ningún momento tendría Miro que decir: «Necesito dar un paseo porque estoy lisiado». Ni tendría ninguna excusa para ofenderse porque le habían dispuesto un tratamiento especial. Salió tan bien que se preguntó si Valentine y Andrew lo habían preparado de antemano. Tal vez no tenían que discutir cosas así. Tal vez habían pasado tantos años juntos que sabían cómo cooperar para suavizar las cosas para otras personas sin tener siquiera que hablar de ello. Como actores que han representado los mismos papeles juntos tan a menudo que pueden improvisar sin la más mínima confusión.

—Iré caminando —decidió Miro—. Cogeré el camino largo. Los demás podéis adelantaros.

Novinha y Ela protestaron, pero Miro vio que Andrew ponía la mano sobre el brazo de su esposa, y en cuanto a Ela, guardó silencio cuando Quim le pasó el brazo por los hombros.

—Ven derecho a casa —pidió Ela—. Por mucho que tardes, ven a casa.

—¿Adónde si no? —preguntó Miro.


Valentine no sabía qué hacer con Ender. Era sólo su segundo día en Lusitania, pero estaba segura de que pasaba algo malo. No es que no hubiera causas para que Ender estuviera preocupado, distraído. La había informado de los problemas que tenían los xenobiólogos con la descolada, las tensiones entre Grego y Quara, y por supuesto, siempre estaba la flota del Congreso, amenazándolos con la muerte desde el cielo. Pero Ender se había enfrentado a preocupaciones y tensiones antes, muchas veces en sus años como Portavoz de los Muertos. Se había zambullido en los problemas de naciones y familias, comunidades e individuos, esforzándose por comprenderlos y luego purgar y sanar las enfermedades del corazón. Nunca había respondido como ahora.

O quizá lo había hecho, en una ocasión.

Cuando eran niños y Ender estaba siendo educado para comandar la flota enviada contra todos los mundos insectores, lo enviaron de regreso a la Tierra para pasar unas vacaciones… la calma antes de la última tormenta. Ender y Valentine habían estado separados desde que él tenía cinco años, sin permitírseles siquiera una carta sin supervisar entre ellos. Entonces, de repente, cambiaron de política, y lo enviaron con Valentine. Ender se encontraba en una residencia privada cerca de su ciudad natal, y se pasaba los días nadando y flotando tranquilamente en un lago privado.

Al principio Valentine pensó que todo iba bien y que simplemente se sentía contenta por verlo al fin. Pero pronto comprendió que sucedía algo grave. En aquellos días no conocía a Ender tan a fondo; después de todo, él había estado apartado de ella más de la mitad de su vida. Sin embargo, Valentine supo que no era normal que pareciera tan preocupado. No, no era eso. No estaba preocupado, sino desocupado. Se había apartado del mundo. Y el trabajo de ella era volver a conectarlo. Traerlo de vuelta y mostrarle su lugar en la telaraña de la humanidad.

Como tuvo éxito, Ender pudo volver al espacio y comandar las flotas que destruyeron por completo a los insectores. Desde esa época, su conexión con el resto de la humanidad pareció segura.

Ahora, de nuevo, Ender había vuelto a estar separado de ella media vida. Veinticinco años para Valentine, treinta para él. Y de nuevo parecía apartado. Ella lo estudió mientras los conducía, junto con Miro y Plikt, sobre las interminables praderas de capim.

—Somos como un barquito en el océano —comentó Ender.

—No del todo —respondió ella, recordando la vez que Jakt la llevó en una de las pequeñas lanchas de pesca.

Las olas de tres metros los alzaban, luego los precipitaban en la trinchera abierta tras ellas. En los grandes barcos pesqueros aquellas olas apenas los habían sacudido mientras recorrían cómodamente el mar, pero en la diminuta lancha las olas resultaban abrumadoras. Literalmente sobrecogedor. Valentine tuvo que escurrirse en su asiento en la cubierta y abrazar la plancha con ambas manos antes de poder recuperar el aliento. No había comparación posible entre el salvaje océano y aquella plácida llanura de hierba.

Pero, de nuevo, tal vez la hubiera para Ender. Tal vez cuando contemplaba las hectáreas de capim veía dentro el virus de la descolada, adaptándose malévolamente para masacrar a la humanidad y todas sus especies compañeras. Tal vez para él esta pradera se agitaba y cabriolaba tan brutalmente como el océano.

Los marineros de Trondheim se rieron de ella, no con burla, sino con ternura, como padres que se ríen de los temores de un niño.

—Estas olas no son nada —dijeron—. Tendría que ver las de veinte metros.

Ender estaba tranquilo en apariencia, como lo estuvieron los marineros. Calmado, desconectado. Conversaba con ella y Miro y la silenciosa Plikt, pero seguía rumiando algo. «¿Hay problemas entre Ender y Novinha?» Valentine no los había visto juntos el tiempo suficiente para saber qué era natural entre ellos y qué era forzado; desde luego, no había peleas obvias. Así que tal vez el problema de Ender fuera una barrera creciente con la comunidad de Milagro. Eso cabía en lo posible. Valentine recordaba lo difícil que le resultó ganarse la confianza de los habitantes de Trondheim, y se había casado con un hombre que tenía un enorme prestigio entre ellos. ¿Cómo sería para Ender, casado con una mujer cuya familia entera había estado distanciada siempre del resto de Milagro? ¿Era posible que la curación de este lugar no fuera tan completa como todos suponían?

No. Cuando Valentine se reunió con el alcalde, Kovano Zeljezo, y con el viejo obispo Peregrino aquella mañana, éstos mostraron verdadero afecto hacia Ender. Valentine había asistido a demasiadas reuniones para no distinguir la diferencia entre cortesías formales, hipocresías políticas y amistad genuina. Si Elder se sentía

separado de aquella gente, no era por culpa de ellos.

«Estoy sacando demasiadas conclusiones —pensó Valentine—. Si Ender parece tan extraño y apartado, es porque nosotros hemos estado separados mucho tiempo. O tal vez porque siente timidez ante este joven airado, Miro; o quizás es Plikt, con su silenciosa y calculadora adoración de Ender Wiggin, quien le hace mostrarse distante con nosotros. O acaso no sea más que mi insistencia en que veamos a la reina colmena hoy, de inmediato, incluso antes de entrevistarnos con ninguno de los líderes de los cerdis. No hay ningún motivo que buscar más allá de esta visita para la causa de su desconexión.»

Localizaron primero la ciudad de la reina colmena por la columna de humo.

—Combustibles fósiles —explicó Ender—. Los está quemando a una velocidad preocupante. Normalmente, nunca haría eso las reinas atienden sus mundos con gran cuidado, y nunca producen tantos residuos y hedor. Pero últimamente tiene mucha prisa, y Humano asegura que le han dado permiso para que queme y contamine cuanto sea necesario.

—¿Necesario para qué? —preguntó Valentine.

—Humano no quiere decirlo, ni lo hará la reina colmena, pero tengo mis suposiciones, e imagino que vosotros también.

—¿Esperan los cerdis saltar a una sociedad plenamente tecnológica en una sola generación, confiando en el trabajo de la reina colmena?

—No es probable. Son demasiado conservadores para eso. Quieren aprender cuanto sea posible, pero no les interesa rodearse de máquinas. Recuerda que los árboles de los bosques les dan libre y amablemente todas las herramientas útiles. Lo que nosotros llamamos industria a ellos les parece brutalidad.

—Entonces, ¿qué? ¿Por qué todo este humo?

—Pregúntale a ella-bufó Ender—. Tal vez contigo sea sincera.

—¿La veremos de verdad? —preguntó Miro.

—Oh, sí. O al menos estaremos en su presencia. Puede que incluso nos toque. Pero tal vez cuanto menos veamos, mejor. Normalmente donde vive está oscuro, a menos que esté a punto de poner huevos. En ese momento necesita ver, y las obreras abren túneles para que entre la luz.

—¿No tienen luz artificial? —preguntó Miro.

—Nunca la usan, ni siquiera en las astronaves con las que llegaron al Sistema Solar durante las Guerras Insectoras. Ven el calor como nosotros vemos la luz. Para ellos, cualquier fuente de calor resulta claramente visible. Creo que incluso disponen sus fuentes de calor en pautas que sólo podrían ser interpretadas estéticamente. Pintura termal.

—Entonces, ¿por qué usan la luz para poner huevos? —preguntó Valentine.

—Vacilaría en llamarlo ritual…; la reina desprecia la religión humana. Digamos que forma parte de su herencia genética. Sin luz, no hay puesta.

Entonces llegaron a la ciudad insectora.

Valentine no se sorprendió ante lo que vieron. Después de todo, cuando eran jóvenes, Ender y ella estuvieron en la primera colonia de Rov, un antiguo mundo insector. Pero sabía que la experiencia sería sorprendente y extraña para Miro y Plikt, y de hecho volvió a experimentar parte de la antigua desorientación. No había nada obviamente extraño en la ciudad. Había edificios, la mayoría de ellos bajos, pero basados en los mismos principios estructurales que cualquier edificio humano. La extrañeza se producía por como estaban dispuestos. No había carreteras ni calles, ninguna intención de alinear los edificios para que miraran hacia el mismo sitio. Algunos no eran más que un tejado apoyado sobre el suelo; otros se alzaban a gran altura. La pintura parecía usada sólo como conservante: no había decoración ninguna. Ender había sugerido que tal vez utilizaban el calor con propósitos estéticos. Estaba claro que era algo que no sucedía con nada más.

—No tiene sentido —dijo Miro.

—No desde la superficie —le informó Valentine, recordando Rov—. Pero si pudieras recorrer los túneles, te darías cuenta de que bajo tierra todo tiene sentido. Siguen las grietas y texturas naturales de la roca. Hay un ritmo en la geología, y los insectores lo sienten.

—¿Qué hay de los edificios altos? —preguntó Miro.

—La capa freática es su límite hacia abajo. Si necesitan más altura, tienen que subir.

—¿Qué están haciendo que requiera un edificio tan alto? —preguntó Miro.

—No lo sé —respondió Valentine.

Estaban sorteando un edificio que tenía al menos trescientos metros de altura; en las inmediaciones se veían más de una docena de edificaciones similares.

Plikt habló, por primera vez en esta excursión.

—Cohetes —dijo.

Valentine vio que Ender sonreía y asentía levemente. De modo que Plikt había confirmado sus propias sospechas.

—¿Para qué? —preguntó Miro.

«¡Para salir al espacio, desde luego!», estuvo a punto de decir Valentine. Pero eso no era justo: Miro nunca había vivido en un mundo que se esforzara por saltar a las estrellas por primera vez. Para él, salir del planeta significaba coger la lanzadera para ir a la estación orbital. Pero la única lanzadera usada por los humanos de Lusitania apenas serviría para transportar material para ningún programa importante de construcción en el espacio. Y aunque pudiera hacer el trabajo, era poco probable que la reina colmena pidiera ayuda humana.

—¿Qué están construyendo, una estación espacial? —preguntó Valentine.

—Eso creo —asintió Ender—. Pero tantos cohetes, y tan grandes… Creo que pretenden construirlos todos a la vez. Probablemente canibalizando los propios cohetes. ¿Cuál crees que puede ser el objetivo?

Valentine casi respondió con exasperación: «¿cómo puedo saberlo?». Entonces advirtió que Ender no se lo estaba preguntando a ella. Porque casi de inmediato él mismo proporcionó la respuesta. Eso significaba que debía de haber preguntado al ordenador de su oído. No, no era un «ordenador». Jane. Estaba preguntando a Jane. A Valentine todavía le resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que, aunque fueran cuatro personas en el coche, había una quinta presente, mirando y escuchando a través de las joyas que llevaban Ender y Miro.

—Podría hacerlo todo a la vez —dijo Ender—. De hecho, con lo que se sabe de las emisiones químicas de aquí, la reina colmena ha fundido metal suficiente no sólo para construir una estación espacial, sino también dos pequeñas naves de largo alcance como las que usaban las primeras expediciones insectoras. Su versión de una nave colonial.

—Antes de que llegue la flota —dijo Valentine.

Comprendió de inmediato. La reina colmena se preparaba para emigrar. No tenía intención de dejar que la especie quedara atrapada en un solo planeta cuando volviera el Pequeño Doctor.

—Ya veis el problema —indicó Ender—. No nos quiere decir lo que está haciendo, y por eso tenemos que confiar en lo que Jane observe y lo que pueda suponer. Y lo que yo estoy imaginando no parece muy agradable.

—¿Qué tiene de malo que los insectores salgan del planeta? —preguntó Valentine.

—No sólo los insectores —intervino Miro.

Valentine hizo la segunda conexión. Por eso los pequeninos habían dado permiso para que la reina colmena contaminara tanto su mundo. Por eso se habían construido dos naves, desde el principio.

—Una nave para la reina colmena y otra para los pequeninos.

—Eso es lo que pretenden —dijo Ender—. Pero tal como yo lo veo son… dos naves para la descolada.

—Nossa Senhora —susurró Miro.

Valentine sintió que la recorría un escalofrío. Una cosa era que la reina colmena buscara la salvación de su especie. Pero otra muy distinta que llevara el letal virus autoadaptable a otros mundos.

—Ya veis mi preocupación —suspiró Ender—. Ya veis por qué no quiere decirme directamente lo que está haciendo.

—Pero de todas formas no podrías detenerla, ¿no? —preguntó Valentine.

—Podría advertir a la flota del Congreso —sugirió Miro.

Eso era. Docenas de astronaves armadas, convergiendo sobre Lusitania desde todas las direcciones…, si se les advertía de dos naves que salían de Lusitania, si se les daba sus trayectorias originales, podrían interceptarlas. Destruirlas.

—No puedes —se horrorizó Valentine.

—No puedo detenerlos ni puedo dejarlos marchar —se lamentó Ender—. Detenerlos sería arriesgarnos a destruir a insectores y cerdis por igual. Dejarlos marchar significaría arriesgarnos a destruir a toda la humanidad.

—Tienes que hablar con ellos y llegar a algún tipo de acuerdo.

—¿Qué valdría un acuerdo con nosotros? —preguntó Ender—. No hablamos por la humanidad en general. Además, si la amenazamos, la reina colmena simplemente destruirá todos nuestros satélites y probablemente también nuestro ansible. Puede hacerlo, de todas formas, para sentirse a salvo.

—Entonces estaríamos realmente aislados —concluyó Miro.

—De todo —afirmó Ender.

Valentine tardó un instante en advertir que estaban pensando en Jane. Sin ansible, no podrían seguir hablando con ella. Y sin los satélites que orbitaban Lusitania, los ojos de Jane en el espacio quedarían cegados.

—Ender, no comprendo —dijo Valentine—. ¿Es la reina colmena nuestra enemiga?

—Ésta es la cuestión, ¿verdad? Éste es el problema de haber restaurado su especie. Ahora que vuelve a tener libertad, ahora que no está acurrucada en una crisálida en una bolsa bajo mi cama, la reina actuará en interés de su especie… sea cual fuere.

—Pero Ender, no puede haber guerra entre humanos e insectores otra vez.

—Si no hubiera ninguna flota humana dirigiéndose a Lusitania, la cuestión no se presentaría.

—Pero Jane ha interrumpido sus comunicaciones —insistió Valentine—. No pueden recibir la orden de usar el Pequeño Doctor.

—Por ahora —dijo Ender—. Pero Valentine, ¿por qué crees que Jane arriesgó su propia vida para cortar sus comunicaciones?

—Porque la orden fue enviada.

—El Congreso Estelar envió la orden para destruir este planeta. Ahora que Jane ha revelado su poder, están más decididos que nunca a destruirnos. Cuando encuentren un medio de eliminar a Jane, estarán aún más convencidos de actuar contra este mundo.

—¿Se lo has dicho a la reina colmena?

—Todavía no. Pero claro, no estoy seguro de cuánto puede aprender de mi mente sin que yo me lo proponga. No es exactamente un medio de comunicación que sepa controlar.

Valentine colocó la mano sobre el hombro de Ender.

—¿Por eso intentaste persuadirme de que no viniera a ver a la reina colmena? ¿Porque no quieres que conozca el verdadero peligro?

—No quiero volver a enfrentarme a ella —dijo Ender—. Porque la quiero y la temo. Porque no estoy seguro de que deba ayudarla o intentar destruirla. Y porque cuando ponga esos cohetes en el espacio, cosa que podría suceder cualquier día de éstos, podría llevarse nuestro poder para detenerla. Y nuestra conexión con el resto de la humanidad.

Y, de nuevo, lo que no dijo: podría apartar a Ender y Miro de Jane.

—Creo que definitivamente tenemos que hablar con ella —resolvió Valentine.

—Eso o matarla —intervino Miro.

—Ahora comprendéis mi problema —repitió Ender.

Siguieron su camino en silencio.

La entrada al cubil de la reina colmena era un edificio que parecía igual que cualquier otro. No había ninguna guardia especial. De hecho, en toda la excursión no habían visto a un solo insector. Valentine recordó cuando era joven, en su primer mundo colonial, cuando intentaba imaginar cómo habrían sido las ciudades

insectoras completamente habitadas. Ahora lo sabía: tenían exactamente el mismo aspecto que cuando estaban muertas. No había insectores correteando como hormigas por las colinas. Sabía que en algún lugar había campos y huertos atendidos bajo el sol, pero ninguno se veía desde aquí.

¿Por qué le proporcionaba esto tanto alivio?

Supo la respuesta a la pregunta incluso mientras la formulaba. Había pasado su infancia en la Tierra durante las Guerras Insectoras; los alienígenas insectoides habían poblado sus pesadillas, igual que habían aterrado a todos los demás niños de la Tierra. Sin embargo, sólo un puñado de seres humanos había visto a un insector en persona, y unos pocos de éstos estaban todavía vivos cuando era una niña. Ni siquiera en su primera colonia, entre las ruinas de la civilización insectora, había podido encontrar ni un solo cadáver disecado. Todas sus imágenes visuales de los insectores eran horribles escenas de los vids.

Sin embargo, ¿no fue ella la primera persona en leer el libro de Ender, la Reina Colmena? ¿No fue la primera, además de Ender, que llegó a considerar a la reina colmena como una persona de extraña belleza y gracia?

Fue la primera, sí, pero eso significaba poco. Todo el mundo había crecido en un universo moral formado en parte por la Reina Colmena y el Hegemón. Mientras que Ender y ella eran las únicas personas vivas que habían crecido durante la firme campaña de repulsa hacia los insectores. Era normal que sintiera un alivio irracional al no tener que ver a los insectores. Para Miro y Plikt, la primera visión de la reina colmena y sus obreras no tendría la misma tensión emocional que para ella.

«Soy Demóstenes —se recordó—. Soy la teórica que insistió en que los insectores eran raman, alienígenas que podían ser comprendidos y aceptados. Simplemente, debo esforzarme al máximo para superar los prejuicios de mi infancia. A su debido tiempo, toda la humanidad se enterará del resurgir de la reina colmena. Sería una vergüenza que Demóstenes fuera la única persona que no pudo recibir a la reina colmena como raman.»

Ender hizo que el coche trazara un círculo sobre un edificio más pequeño.

—Éste es el lugar adecuado —indicó.

Detuvo el coche y lo hizo posarse lentamente sobre el capim, cerca de la única puerta del edificio. La puerta era muy baja: un adulto tendría que entrar arrastrándose.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Miro.

—Porque ella lo dice —respondió Ender.

—¿Jane? —preguntó Miro.

Parecía aturdido, porque por supuesto Jane no le había dicho nada.

—La reina colmena —intervino Valentine—. Habla directamente a la mente de Ender.

—Buen truco —exclamó Miro—. ¿Puedo aprenderlo?

—Ya veremos —contestó Ender—. Cuando la conozcas.

Mientras bajaban del coche y se internaban en la alta hierba, Valentine advirtió que Miro y Ender no dejaban de mirar a Plikt. Naturalmente, les molestaba que Plikt fuera tan callada. O, más bien, pareciera tan callada. Valentine consideraba a Plikt una mujer locuaz y elocuente. Pero también se había acostumbrado a la forma en que Plikt se hacía la muda en ciertas ocasiones. Ender y Miro, por supuesto, sólo estaban descubriendo su perverso silencio por primera vez, y eso los molestaba. Lo cual era una de las principales razones por las que lo hacía. Creía que las personas se revelaban más cuando estaban vagamente ansiosas, y pocas cosas provocaban más ansiedades no específicas que estar en presencia de alguien que no habla nunca.

Valentine no consideraba la técnica como una forma de tratar con desconocidos, pero había visto que, al actuar de tutora, los silencios de Plikt obligaban a sus estudiantes (los hijos de Valentine) a revisar sus propias ideas. Cuando Valentine y Ender enseñaban, desafiaban a sus estudiantes con diálogos, preguntas, argumentos. Pero Plikt obligaba a sus estudiantes a jugar a ambos lados de la discusión, proponiendo sus propias ideas, y luego atacándolas para refutar sus propias objeciones. El método probablemente no funcionaría con la mayoría de la gente. Valentine había llegado a la conclusión de que funcionaba tan bien con Plikt

porque su silencio no era ausencia completa de comunicación. Su mirada firme y penetrante era en sí una elocuente expresión de escepticismo. Cuando un estudiante se enfrentaba a aquella mirada inflexible, pronto sucumbía a sus propias inseguridades. Todas las dudas que el estudiante había conseguido ignorar volvían

ahora, donde el estudiante tenía que descubrir en su interior las razones de la aparente duda de Plikt.

La hija mayor de Valentine, Syfte, había llamado a estas confrontaciones de un solo bando «mirar al sol». Ahora les tocaba a Ender y Miro el turno de cegarse en una lucha con el ojo que todo lo veía y la boca que nunca decía nada. Valentine hubiese querido reírse de su inseguridad, para tranquilizarlos. También hubiese querido dar a Plikt una palmadita y decirle que no se mostrara tan severa.

En vez de eso, se dirigió a la puerta del edificio y la abrió. No había cerrojo, sólo una manivela que agarrar. La puerta cedió con facilidad. Valentine la mantuvo abierta mientras Ender se arrodillaba y entraba arrastrándose. Plikt lo siguió inmediatamente. Luego Miro suspiró y lentamente se puso de rodillas. Era más torpe arrastrándose que andando: cada movimiento de un brazo 0 una pierna se hacía individualmente, como si fuera necesario un segundo para pensar en cómo hacerlo. Por fin, atravesó la puerta, y ahora le tocó el turno a Valentine de agacharse y repetir la maniobra. Era la más menuda, y no tuvo que arrastrarse.

La única luz del interior procedía de la puerta. La habitación carecía de rasgos, y el suelo era de tierra. Sólo cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra advirtió Valentine que la sombra más oscura era un túnel que se hundía en la tierra.

—No hay luces en los túneles —informó Ender—. Ella me dirigirá. Tendréis que cogeros de la mano. Valentine, tú irás la última, ¿de acuerdo?

—¿Podemos bajar de pie? —preguntó Miro,obviamente, la cuestión importaba.

—Sí. Por eso eligió esta entrada.

Se cogieron de la mano: Plikt de la de Ender, Miro entre las dos mujeres. Ender los guió unos pocos pasos hacia el túnel. Estaba inclinado, y la completa negrura que los aguardaba resultaba aterradora. Pero Ender se detuvo antes de que la oscuridad fuera absoluta.

—¿A qué estamos esperando? —preguntó Valentine.

—A nuestro guía.

En ese momento, el guía llegó. En la oscuridad, Valentine apenas distinguió el brazo de junco negro dotado de un solo dedo y pulgar cuando agarró la mano de Ender. Inmediatamente, Ender se agarró al dedo de la mano izquierda. El pulgar negro parecía una pinza sobre su cabeza. Siguiendo el brazo, Valentine intentó ver el insector al que pertenecía. Sin embargo, sólo distinguió una sombra del tamaño de un niño, y quizás un leve brillo reflejado en un caparazón.

Su imaginación proporcionó lo que faltaba, y contra su voluntad, se estremeció.

Miro murmuró algo en portugués. También él estaba afectado por la presencia del insector. Plikt, sin embargo, continuó en silencio y Valentine no sabía si temblaba o si permanecía completamente impertérrita. Entonces Miro dio un tembloroso paso hacia delante, tirando de la mano de Valentine y guiándola hacia la oscuridad.

Ender sabía lo dificultoso que sería este pasadizo para los demás. Hasta ahora, sólo Novinha, Ela y él mismo habían visitado a la reina colmena, y Novinha únicamente lo había hecho en una ocasión. La oscuridad, moverse interminablemente hacia abajo sin la ayuda de los ojos, sabiendo a partir de pequeños sonidos que había vida y movimiento, invisibles pero cercanos, era demasiado enervante.

—¿Podemos hablar? —preguntó Valentine. Su voz sonó muy débil.

—Es una buena idea —asintió Ender—. No los molestarás. No hacen mucho caso al sonido.

Miro dijo algo. Sin poder ver cómo movía los labios, Ender no consiguió entenderlo.

—¿Qué? —preguntó.

—Los dos queremos saber si está muy lejos —intervino Valentine.

—No lo sé —respondió Ender—. Está por aquí, y ella podría hallarse en cualquier parte. Hay docenas de criaderos. Pero no os preocupéis. Estoy seguro de que podría encontrar la salida.

—Y yo —dijo Valentine—. Con una linterna, al menos.

—Nada de luces. La puesta de huevos requiere luz solar, pero después de eso la luz retarda el desarrollo de los huevos. Y en una etapa puede matar a las larvas.

—Pero ¿podrías encontrar una salida de esta pesadilla en la oscuridad? —preguntó Valentine.

—Probablemente —dijo Ender—. Hay pautas. Como telas de araña. Cuando sientes la estructura general, cada sección del túnel cobra más sentido.

—¿Estos túneles no son aleatorios? —la voz de Valentine sonó escéptica.

—Es como los túneles de Eros —explicó Ender.

En realidad no había tenido muchas oportunidades de explorar cuando vivió en Eros como niño-soldado. El asteroide había sido peinado por los insectores cuando lo convirtieron en su base de avanzadilla en el Sistema Solar, y luego se convirtió en el cuartel general de la flota humana cuando fue capturado durante la primera Guerra Insectora. Durante sus meses de estancia allí, Ender había dedicado la mayor parte de su tiempo y atención a aprender a controlar flotas de astronaves en el espacio. Sin embargo, debió de aprender mucho más acerca de los túneles de lo que había supuesto en un principio, porque la primera vez que la reina colmena lo llevó a su cubil en Lusitania, Ender descubrió que las curvas y giros nunca parecían sorprenderle. Le parecían bien…, no, en realidad le parecían inevitables.

—¿Qué es Eros? —preguntó Miro.

—Un asteroide cercano a la Tierra —explicó Valentine—. El lugar donde Ender perdió la cabeza.

Ender intentó explicarles algo referente a la forma en que estaba organizado el sistema de túneles. Pero era demasiado complicado. Como fracciones, había demasiadas excepciones posibles para comprender el sistema en detalle: seguía eludiendo la comprensión cuando más atentamente se perseguía. Sin embargo, a Ender siempre le parecía lo mismo, una pauta que se repetía una y otra vez. O tal vez fuera que de algún modo había entrado en la mente colmena, cuando estudiaba a los insectores para derrotarlos. Tal vez, simplemente, había aprendido a pensar como un insector. En ese caso, Valentine tenía razón: había perdido parte de su mente humana, o al menos le había añadido un poco de la mente colmena.

Por fin, cuando doblaron una esquina, vieron un destello de luz.

—Graças a Deus —susurró Miro.

Ender advirtió con satisfacción que Plikt (esta mujer de piedra que no podía ser la misma persona que la brillante estudiante que recordaba) también dejaba escapar un suspiro de alivio. Tal vez había algo de vida en ella, después de todo.

—Ya casi hemos llegado —indicó Ender—. Y ya que está poniendo, estará de buen humor.

—¿No quiere intimidad? —preguntó Miro.

—Es como un clímax sexual menor que dura varias horas —explicó Ender—. La hace sentirse muy alegre. Las reinas están normalmente rodeadas por obreras y zánganos que funcionan como partes de sí mismas. No conocen la timidez.

Sin embargo, en su mente, Ender pudo sentir la intensidad de su presencia. La reina podía comunicarse con él en cualquier momento, naturalmente. Pero cuando estaba cerca, era como si respirara en su cráneo; se convertía en algo pesado, obsesivo. ¿Lo sentían los demás? ¿Podría hablarles a ellos? Con Ela no había pasado nada, nunca captó un destello de la silenciosa conversación. Y en cuanto a Novinha, se negó a hablar del tema y negó haber oído nada, pero Ender sospechaba que simplemente había rechazado la presencia alienígena. La reina colmena decía que podía sentir sus mentes con bastante claridad, siempre que estuvieran presentes, pero no podía hacerse «oír». ¿Pasaría hoy lo mismo?

Sería buena cosa que la reina colmena pudiera hablar a otro ser humano. Ella sostenía que era capaz de hacerlo, pero Ender había aprendido a lo largo de los últimos treinta años que la reina no sabía distinguir entre sus confiadas declaraciones del futuro y sus recuerdos del pasado. Parecía confiar tanto en sus suposiciones como en sus recuerdos; y sin embargo, cuando sus suposiciones resultaban equivocadas, no parecía recordar que esperaba un futuro diferente de lo que ahora era pasado.

Era uno de los detalles de su mente alienígena que más preocupaba a Ender, que había crecido en una cultura que juzgaba la madurez de la gente y su adaptación social según su habilidad para anticipar los resultados de sus elecciones. En algunos aspectos, la reina colmena parecía notablemente deficiente en esta área; a pesar de su gran sabiduría y experiencia, parecía tan osada e injustificablemente confiada como un niño pequeño.

Ésa era una de las cosas que asustaban a Ender en su trato con ella. ¿Podría mantener una promesa? Si no cumplía una, ¿se daría cuenta de lo que había hecho?

Valentine intentó concentrarse en lo que decían los demás, pero no podía apartar sus ojos de la silueta del insector que los guiaba. Era más pequeño de lo que había imaginado: no medía más de metro y medio, probablemente menos. Delante de los otros sólo podía distinguir partes del insector, pero eso era casi peor que verlo entero. No podía evitar pensar que aquel brillante enemigo negro tenía una tenaza de muerte sobre la mano de Ender.

No es una tenaza de muerte. No es un enemigo. No es ni siquiera una criatura en sí misma. Tenía tanta identidad individual como una oreja o un dedo: cada insector era sólo otro de los órganos de acción y sensación de la reina colmena. En cierto sentido, la reina estaba ya presente con ellos, pues lo estaba dondequiera que pudiera encontrarse una de sus obreras o zánganos, incluso a cientos de años luz de distancia. «No se trata de un monstruo —pensó Valentine—. Es la misma reina colmena que aparece en el libro de Ender. Es la que él llevó consigo y nutrió durante todos nuestros años juntos, aunque yo no lo sabía. No tengo nada que temer.»

Valentine había intentado reprimir su miedo, pero no sirvió de nada. Estaba sudando; pudo sentir que su mano resbalaba en la de Miro. A medida que se acercaban al cubil de la reina colmena (no, su casa, su hogar), notaba que se sentía más y más asustada. Si no podía encargarse de este asunto sola, no tendría más remedio que pedir ayuda. ¿Dónde estaba Jakt? Alguien más tendría que servir.

—Lo siento, Miro —susurró—. Creo que estoy sudando.

—¿Tú?-dijo él—. Creí que era mi sudor.

Eso estaba bien. Él se echó a reír. Ella lo imitó, o al menos dejó escapar una risita nerviosa.

El túnel se abrió de pronto y se encontraron parpadeando en una amplia cámara donde un rayo de brillante luz solar se filtraba a través de un agujero en la cúpula del techo. La reina colmena estaba sentada en el centro de la luz. Había obreras alrededor, pero ahora, a la luz, en presencia de la reina, todas parecían pequeñas y frágiles. La mayoría medía cerca de un metro, no metro y medio, mientras que la reina tendría unos tres. Y la altura no lo era todo. Sus alas cubiertas parecían enormes, pesadas, casi metálicas, con un arco iris de colores que reflejaban la luz. Su abdomen era largo y lo suficientemente grueso para contener el cadáver entero de un humano. Sin embargo, se estrechaba, como un embudo, hasta un oviscapto en la punta que brillaba con un líquido amarillento transparente, denso y pegajoso, y que se hundía en un agujero en el suelo, todo lo posible, y luego volvía a salir, el

fluido siguiéndolo como baba, por todo el agujero.

Resultaba grotesco y aterrador que una criatura tan grande actuara de forma tan parecida a un insecto, pero aquello no preparó a Valentine para lo que sucedió a continuación. Pues en vez de hundir simplemente el oviscapto en otro agujero, la reina se volvió y agarró a una de las obreras cercanas. Sujetando al tembloroso insector entre sus largas patas delanteras, lo atrajo hacia sí y le arrancó las patas, una a una. Mientras cada pata era arrancada, los restantes miembros gesticulaban cada vez más salvajemente, como en un grito silencioso. Valentine se sintió aliviada cuando la última pata quedó arrancada y el grito desapareció por fin de su vista.

Entonces la reina colmena empujó a la obrera sin patas hacia el siguiente agujero, de cabeza. Sólo entonces colocó su oviscapto sobre el agujero. Mientras Valentine seguía observando, el fluido en la punta del oviscapto pareció espesarse y convertirse en una pelota. Pero no era fluido después de todo, no enteramente. Dentro de la gran gota había un huevo blando, como gelatina. La reina colmena se movió para que su cara recibiera directamente la luz del sol, y sus ojos multifacetados brillaron como cientos de estrellas esmeralda. Entonces el oviscapto se hundió. Cuando salió, el huevo todavía se aferraba al extremo, pero en la siguiente emergencia desapareció. Varias veces más el abdomen se precipitó hacia abajo, y cada vez surgió con más cadenas de fluido confluyendo hacia la punta.

—Nossa Senhora —susurró Miro.

Valentine reconoció las palabras por su equivalente español: Nuestra Señora. Por lo general era una expresión casi carente de significado, pero ahora se convertía en una repulsiva ironía. En esta profunda caverna no estaba la Santa Virgen. La reina colmena era Nuestra Señora de la Oscuridad. Ponía huevos sobre los cadáveres de las obreras, para alimentar a las larvas cuando maduraran.

—No puede ser siempre así —casi rogó Plikt.

Durante un momento, Valentine simplemente se sorprendió de oír su voz. Entonces advirtió lo que Plikt decía, y que tenía razón. Si una obrera viva tenía que ser sacrificada por cada insector que salía del huevo, sería imposible que la población aumentara. De hecho, habría sido imposible que esta colmena llegara a existir en primer lugar, ya que la reina tuvo que dar vida a sus primeros huevos sin el beneficio de ninguna obrera mutilada para alimentarlos.

‹Sólo una nueva reina›

Aquello apareció en la mente de Valentine como si fuera una idea propia. La reina colmena sólo tenía que colocar el cuerpo de una obrera viva en el huevo cuando éste fuera a convertirse en una nueva reina. Pero la idea no pertenecía a Valentine: había demasiada certeza para serlo. No había ninguna forma en que ella pudiera conocer esta información, y sin embargo la idea le había llegado clara, incuestionable, de repente. Como Valentine había imaginado siempre que oían la voz de Dios los antiguos profetas y místicos.

—¿La habéis oído? ¿Todos? —preguntó Ender.

—Sí —respondió Plikt.

—Eso creo —asintió Valentine.

—¿Oír qué? —preguntó Miro.

—A la reina colmena —dijo Ender—. Ha explicado que sólo tiene que colocar una obrera en el huevo cuando se trata de una nueva reina colmena. Va a poner cinco… y dos ya están listas. Nos invitó a venir para que viéramos esto. Es su manera de decirnos que va a lanzar al espacio una nave colonial. Pone cinco huevos de reina, y luego espera a ver cuál es el más fuerte. Enviará ése.

—¿Qué sucederá con las demás? —quiso saber Valentine.

—Si alguna merece la pena, meterá la larva en una crisálida. Eso es lo que hicieron con ella. A las demás, las matará y se las comerá. Tiene que hacerlo: si algún rastro del cuerpo de una reina rival tocara a uno de los zánganos que todavía no se ha apareado con esta reina colmena, se volvería loco e intentaría matarla. Los zánganos son compañeros muy fieles.

—¿Todos lo habéis oído? —se extrañó Miro.

Parecía decepcionado. La reina colmena no era capaz de hablarle.

—Sí —dijo Plikt.

—Vacía tu mente todo lo que puedas —aconsejó Ender—. Tararea mentalmente alguna tonada. Eso ayuda.

Mientras tanto, la reina colmena casi acabó con la siguiente tanda de amputaciones. Valentine imaginó que pisaba la creciente pila de patas alrededor de la reina; en su mente, se quebraban como ramitas con horribles chasquidos.

‹Muy suaves. Las patas no se rompen. Se doblan.›

La reina respondía a sus pensamientos.

‹Tú formas parte de Ender. Puedes oírme.›

Los pensamientos en su mente cobraron nitidez. Ahora no eran tan intrusivos, sino más controlados. Valentine podía establecer la diferencia entre las comunicaciones de Ja reina colmena y sus propios pensamientos.

—Ouvi —susurró Miró. Había oído algo por fin—. Fala mais, escuto. (Habla más, escucho.)

‹Conexiones filóticas. Estáis unidos a Ender. Cuando le hablo a través del enlace filótico, vosotros oís. Ecos. Reverberaciones›

Valentine intentó concebir cómo conseguía la reina hablar stark en su mente. Entonces advirtió que seguramente no lo hacía: Miro la oía en su lengua materna, el portugués; y la propia Valentine no oía stark en realidad, sino el inglés en el que estaba basado, el inglés americano con el que había crecido. La reina colmena no les enviaba lenguaje, sino pensamiento, y sus cerebros lo expresaban en el lenguaje que más profundamente enraizado estuviera en su mente. Cuando Valentine oyó Ja palabra ecos seguida de reverberaciones no era la reina colmena esforzándose por hallar la expresión adecuada, sino la propia mente de Valentine buscando palabras que encajaran con el significado.

‹Unidos a él. Como mi pueblo. Sólo que vosotros tenéis libre albedrío. Filote independiente. Pueblo díscolo, todos vosotros›


—Está haciendo un chiste —susurró Ender—. No es un juicio de valor.

Valentine agradeció su interpretación. La imagen visual que acompañó a la frase «pueblo díscolo» fue la de un elefante[1] aplastando a un hombre. Era una imagen de su infancia, la historia donde había aprendido la palabra «díscolo». La imagen la asustó, como la había asustado cuando era niña. Ya odiaba la presencia de la reina colmena en su mente. Odiaba la forma en que podía conjurar pesadillas olvidadas. Todo en la reina colmena parecía una pesadilla. ¿Cómo podía Valentine haber imaginado alguna vez que este ser era raman? Sí, había comunicación. Demasiada. Comunicación como enfermedad mental.

Y lo que decía: que la percibían tan bien porque estaban conectados filóticamente a Ender. Valentine pensó en lo que Miro y Jane habían discutido durante el viaje: ¿era posible que su hilo filótico, estuviera entrelazado con el de Ender y a través de él a la reina colmena? ¿Cómo podía Ender haberse conectado con la reina?

‹Lo buscamos. Era nuestro enemigo. Intentaba destruirnos. Quisimos domarlo. Como a un elefante díscolo.›

Entonces la comprensión llegó de repente, como una puerta que se abre de golpe. Los insectores no nacían todos siendo dóciles. Podían tener su propia identidad. O al menos una liberación del control. Y por eso las reinas habían desarrollado una forma de capturarlos, de envolverlos filóticamente para tenerlos bajo control.

‹Lo encontramos. No pudimos doblegarlo. Demasiado fuerte.›

Y nadie supuso el peligro en que estaba Ender. La reina colmena esperaba capturarlo, convertirlo en el mismo tipo de herramienta sin mente que cualquier insector.

‹Preparamos una telaraña para él. Encontramos lo que ansiaba. Pensamos. La conseguimos. Le dimos un núcleo filótico. La unimos a él. Pero no fue suficiente. Ahora tú. Tú.›

Valentine sintió la palabra como un martillazo en el interior de su mente. «Se refiere a mí. Se refiere a mí, a mí, a mí… Se estremeció al recordar quién era. Soy Valentine. Se refiere a Valentine.»

‹Tú fuiste. Tú. Deberíamos haberte encontrado. Lo que él más ansiaba. No la otra cosa›

Valentine sintió un escalofrío interior. ¿Era posible que los militares hubieran tenido razón desde el principio? ¿Era posible que la cruel separación de Valentine y Ender lo hubiera salvado? Si ella hubiera estado con Ender, ¿podrían haberla usado los insectores para controlarlo?

‹No. No podíamos hacerlo. También tú eres fuerte. Estábamos condenadas. Estábamos muertas. Él no podía pertenecernos. Pero a ti tampoco. Ya no. No pudimos domarlo, pero nos enlazamos con él.›

Valentine pensó en la imagen que había vislumbrado en la nave: personas entrelazadas, familias atadas por cordones invisibles, hijos a padres, padres entre sí, o a sus propios padres. Una cadena cambiante de cables que unían a las personas, dondequiera que encajara su relación. Sólo que ahora la imagen era de sí misma, atada a Ender. Y luego de Ender, atado… a la reina colmena…, la reina sacudiendo su oviscapto, los filamentos temblando, y al final del filamento, la cabeza de Ender, agitándose, sacudiéndose…

Movió la cabeza, intentando despejar la imagen.

‹No lo controlamos. Es libre. Puede matarme si quiere. No lo detendré. ¿Me matarás tú?›

Esta vez tú no era Valentine: pudo sentir que la pregunta pasaba sobre ella. Y ahora, mientras la reina colmena esperaba una respuesta, percibió otro pensamiento en su mente. Tan cercano a su propia forma de pensar que si no hubiera estado en sobreaviso, esperando que Ender respondiese, habría asumido que era su propio pensamiento natural.

«Nunca —dijo el pensamiento en su mente—. Nunca te mataré. Te quiero.»

Y con este pensamiento vino un destello de genuina emoción hacia la reina colmena. De inmediato la imagen mental de la reina que tenía Valentine dejó de incluir repulsión. En cambio, le pareció majestuosa, regia, magnífica. Los arcos iris de sus alas ya no parecían una costra viscosa sobre el agua: la luz que se reflejaba en sus ojos era como un halo; los fluidos resplandecientes de la punta de su abdomen eran los hilos de la vida, como la leche en el pezón de una mujer cubierto de saliva de la boca de su bebé. Valentine había estado combatiendo la náusea hasta aquel momento, pero de repente casi adoró a la reina colmena.

Sabía que era el pensamiento de Ender en su mente: por eso los pensamientos se parecían tanto a los suyos propios. Con esta visión de la reina colmena supo de inmediato que había tenido razón desde el principio, cuando escribió como Demóstenes tantos años antes. La reina era raman, extraña pero capaz de compren-

der y ser comprendida.

Mientras la visión se difuminaba, Valentine oyó a alguien sollozando. Plikt. En todos los años que habían pasado juntos, Valentine nunca había oído a Plikt mostrar tanta fragilidad.

—Bonita —comentó Miro, en portugués.

¿Eso era todo lo que había visto? ¿La reina colmena era bonita?

La comunicación debía de ser realmente débil entre Miro y Ender… pero, ¿por qué no debería serlo? No conocía a Ender tan a fondo ni desde hacía tanto tiempo como ella.

Pero si por eso la recepción del pensamiento de Ender era mucho más intensa para Valentine que para Miro, ¿cómo podía explicar el hecho de que Plikt lo hubiera recibido tan claramente, mucho más que ella? ¿Era posible que en todos sus años de estudiar a Ender, de admirarlo sin conocerlo, Plikt hubiera conseguido unirse a él con más intimidad que Valentine?

Por supuesto que sí. Por supuesto. Valentine estaba casada. Valentine tenía un marido. Tenía hijos. Su conexión filótica a su hermano estaba destinada a debilitarse. En cambio, Plikt no tenía ninguna relación lo bastante intensa para competir. Se había entregado por completo a Ender. Y con la reina colmena haciendo posible que los enlaces filóticos transmitieran el pensamiento, era evidente que recibía a Ender casi a la perfección. No había nada que la distrajera. No había ninguna parte de ella retenida.

¿Podía siquiera Novinha, que después de todo estaba unida a sus hijos, albergar una devoción tan completa hacia Ender? Era imposible. Y si Ender sospechaba algo de esto, debía de ser preocupante para él. ¿O atractivo? Valentine conocía lo suficiente acerca de hombres y mujeres para saber que la adoración era el más seductor de los atributos. «¿He traído conmigo a una rival para poner en peligro el matrimonio de Ender? ¿Pueden Ender y Plikt leer mis pensamientos, incluso ahora?» Valentine se sintió profundamente expuesta, asustada. Como en respuesta, como para calmarla, la voz mental de la reina colmena regresó, ahogando cualquier pensamiento que Ender pudiera estar enviando.

‹Sé que tenéis miedo. Pero mi colonia no matará a nadie. Cuando dejemos Lusitania, podemos matar todo el virus de la descolada de nuestra nave›

«Tal vez», pensó Ender.

‹Encontraremos un medio. No transmitiremos el virus. No tenemos que morir para salvar a los humanos. No nos matéis, no nos matéis›

«Nunca os mataré». El pensamiento de Ender llegó como un susurro, casi ahogado en la súplica de la reina colmena.

«No podríamos mataros de todas formas —pensó Valentine—. Sois vosotras quienes podríais matarnos fácilmente. Cuando construyáis vuestras naves. Vuestras armas. Podríais estar preparados para la flota humana. Ender no la comanda esta vez.»

‹Nunca. Nunca matar a nadie. Nunca, prometimos.›

«Paz —dijo el susurro de Ender—. Paz. Permanece en paz, calma, tranquila, descansa. No temas nada. No temas a ningún hombre.»

«No construyas una nave para los cerdis —pensó Valentine—. Construye una nave para ti, porque puedes matar a la descolada que te lleves. Pero no para ellos.»

Los pensamientos de la reina colmena cambiaron bruscamente de la súplica a la ruda respuesta.

‹¿No tienen también derecho a vivir? Les prometí una nave. Os prometí no matar nunca. ¿Quieres que rompa mis promesas?›

«No», pensó Valentine. Ya se sentía avergonzada de sí misma por haber sugerido semejante traición. ¿O eran los sentimientos de la reina colmena? ¿O de Ender? ¿Estaba realmente segura de qué pensamientos y sentimientos eran propios y cuáles ajenos? El miedo que sentía era suyo, estaba casi segura de ello.

—Por favor —susurró—. Quiero marcharme.

—Eu também —dijo Miro.

Ender avanzó un solo paso hacia la reina colmena, extendió una mano. Ella no extendió los brazos, pues los estaba utilizando para meter al último de sus sacrificios en la cámara de los huevos. En cambio, la reina alzó un ala, la giró, la acercó a Ender hasta que por fin su mano se posó sobre la negra superficie irisada.

«¡No la toques! —gritó Valentine en silencio—. ¡Te capturará! ¡Quiere domarte!»

—Calla —ordenó Ender en voz alta.

Valentine no estuvo segura de si él hablaba en respuesta a sus gritos silenciosos o si intentaba acallar algo que la reina colmena decía sólo para él. No importaba. Momentos después, Ender agarró el dedo de un insector y los guió de nuevo por el oscuro túnel. Esta vez hizo que Valentine fuera en segundo lugar, Miro en el tercero, dejando a Plikt para el final. Así que fue Plikt quien dirigió la última mirada hacia la reina colmena; fue Plikt quien alzó la mano en señal de despedida.

Todo el camino de regreso a la superficie, Valentine se debatió para encontrar sentido a lo que había sucedido. Siempre había pensado que si la gente pudiera comunicarse mentalmente, eliminando todas las ambigüedades del lenguaje, entonces la comprensión sería perfecta y no habría más conflictos innecesarios. En

cambio, había descubierto que en vez de ampliar las diferencias entre la gente, el lenguaje también podía suavizarlas con la misma facilidad, minimizarlas, de forma que las personas podían llevarse bien aunque en realidad no se comprendieran. La ilusión de comprensión permitía que la gente creyera que eran más parecidos que lo que realmente eran. Tal vez el lenguaje les convenía más.

Salieron arrastrándose del edificio, parpadeando ante la luz, riéndose aliviados.

—No tiene gracia —dijo Ender—. Pero tú insististe, Val. Tenías que verla inmediatamente.

—Así que soy una idiota —contestó Valentine—. Vaya noticia.

—Fue maravilloso —suspiró Plikt.

Miro tan sólo se tendió de espaldas en el capim y se cubrió los ojos con el brazo.

Valentine lo observó allí tendido y vio un atisbo del hombre que había sido, del cuerpo que tuvo. Allí tumbado no se tambaleaba; callado, no había interrupciones en su habla. No era extraño que su compañera xenóloga se hubiera enamorado de él. Ouanda. Fue trágico descubrir que compartían el mismo padre. Eso fue lo peor

que Ender reveló cuando habló en nombre del muerto en Lusitania, hacía treinta años. Éste era el hombre que Ouanda había perdido; el propio Miro lo había perdido también. No era extraño que se hubiera arriesgado a morir cruzando la verja para ayudar a los cerdis. Tras perder a su amada, consideró que su vida carecía de sentido. Su único pesar era no haber muerto después de todo. Había seguido viviendo, tan maltratado por fuera como por dentro. ¿Por qué pensaba todas estas cosas al mirarlo? ¿Por qué de repente le pareció tan real? ¿Era porque él pensaba así en este momento? ¿Estaba Valentine capturando una imagen de sí mismo? ¿Había alguna conexión entre sus mentes?

—Ender-dijo—, ¿qué ha pasado allá abajo?

—Fue mejor de lo que esperaba-contestó Ender.

—¿El qué?

—El enlace entre nosotros.

—¿Lo esperabas?

—Lo quería. —Ender se sentó en lo alto del coche, dejando que sus pies colgaran sobre la alta hierba—. Estuvo apasionada, ¿eh?

—¿Ah, sí? No tengo datos para comparar.

—A veces es muy intelectual. Hablar con ella es como hacer cálculos matemáticos superiores. Esta vez fue como un niño. Por supuesto, nunca la había visitado mientras ponía huevos de reina. Creo que tal vez nos ha dicho más de lo que pretendía.

—¿Quieres decir que su promesa no era en serio?

—No, Val, no, ella siempre cumple sus promesas. No sabe mentir.

—Entonces, ¿a qué te referías?

—Estaba hablando del enlace que compartimos. Cómo intentaron domarme. Fue interesante, ¿no? Ella se enfureció durante un momento, cuando pensó que tú podrías haber sido el enlace que necesitaban. Incluso podrían haberme usado para comunicarse con los gobiernos humanos. Podrían haber compartido la galaxia con nosotros. Perdieron una gran oportunidad.

—Habrías sido como un insector. Un esclavo para ellos.

—Cierto. No me habría gustado. Pero todas las vidas que podrían haberse salvado…, yo era soldado, ¿no? Si un soldado, con su muerte, puede salvar las vidas de millones…

—Pero no podía funcionar. Tienes una voluntad independiente —objetó Valentine.

—Cierto. O, al menos, es más independiente de lo que la reina colmena puede manejar. Tú también. Es reconfortante, ¿no?

—Ahora mismo no me siento nada reconfortada. Estuviste dentro de mi cabeza allá abajo. Y también la reina colmena. Me siento tan violada…

Ender pareció sorprendido.

Yo nunca me siento así.

—Bueno, no es sólo eso —masculló Valentine—. Fue también abrumador. Y aterrador. Es tan… grande dentro de mi cabeza. Como si intentara contener a alguien mayor que yo.

—Ya veo —asintió Ender. Se volvió hacia Plikt—. ¿También fue así para ti?

Por primera vez, Valentine advirtió cómo miraba Plikt a Ender, con ojos llenos y temblorosos. Pero Plikt no respondió.

—Fue toda una experiencia, ¿eh? —dijo Ender.

Se echó a reír y se volvió hacia Miro.

¿Acaso no se daba cuenta? Plikt ya había estado obsesionada con Ender. Ahora, tenerlo dentro de su cabeza, tal vez fuera demasiado para ella. La reina colmena habló de domar a obreras díscolas. ¿Era posible que Plikt hubiera sido domada por Ender? ¿Era posible que hubiera perdido su alma dentro de él?

«Absurdo. Imposible. Espero por Dios que no sea así.»

—Vamos, Miro —dijo Ender.

Miro permitió que Ender lo ayudara a levantarse. Luego subieron al coche y regresaron a Milagro.


Miro les había dicho que no quería ir a misa. Ender y Novinha fueron sin él. Pero en cuanto se marcharon, le resultó imposible permanecer en la casa. Lo dominaba la constante sensación de que había alguien fuera de su radio de visión. En las sombras, una figura pequeña lo observaba. Envuelto en una lisa armadura, con sólo dos dedos como garras en sus flexibles brazos, brazos que podían ser arrancados de un bocado y arrojados como madera frágil. La visita del día anterior a la reina colmena le había molestado más de lo que había soñado posible.

«Soy xenólogo —se recordó—. He dedicado mi vida al estudio de los alienígenas. Estuve presente cuando Ender despedazó el cuerpo mamaloide de Humano y ni siquiera parpadeé, porque soy un científico desapasionado. A veces tal vez me identifico demasiado con mis sujetos. Pero no sufro pesadillas con ellos. No empiezo a verlos en las sombras.»

Sin embargo, aquí estaba, ante la puerta de la casa de su madre, porque en los campos de hierba, bajo el brillante sol de la mañana de domingo, no había sombras donde un insector pudiera aguardar al acecho.

«¿Soy el único que se siente de esta forma? La reina colmena no es un insecto. Su pueblo y ella tienen sangre caliente, igual que los pequeninos. Respiran, sudan como mamíferos. Puede que lleven consigo los ecos estructurales de su enlace evolutivo con los insectos, al igual que nosotros guardamos un parecido con los lemures, las musarañas y las ratas; pero ellos crearon una civilización brillante y hermosa. O al menos oscura y hermosa. Debería verlos como los ve Ender, con respetó, con admiración, con afecto. Y sólo conseguí soportarlos a duras penas. No cabe ninguna duda de que la reina colmena es raman, capaz de comprendernos y tolerarnos. La cuestión es si yo soy capaz de comprenderla y tolerarla a ella. Y no seré el único. Ender acertó al ocultar la existencia de la reina colmena a la mayor parte de la gente de Lusitania. Si vieran lo que yo vi, o entrevieran siquiera a un solo insector, el miedo se extendería, y el terror de cada uno alimentaría al de los demás, hasta…, hasta que sucediera algo. Algo malo. Algo monstruoso. Tal vez nosotros somos los varelse. Tal vez el xenocidio se fundamenta en la psique humana como no sucede en ninguna otra especie. Tal vez lo mejor que podría suceder para el bien moral del universo es que la descolada quedara libre, se extendiera por el universo humano y nos redujera a la nada. Tal vez la descolada es la respuesta de Dios a nuestra indignidad.»

Miro se encontró ante la puerta de la catedral. Estaba abierta al frío aire matinal. Todavía no habían llegado a la eucaristía. Entró y ocupó su sitio al fondo. No tenía ningún deseo de comulgar con Cristo aquel día. Simplemente, necesitaba ver a otras personas. Necesitaba estar rodeado de seres humanos. Se arrodilló, se persignó y se quedó allí, aferrado al banco que tenía delante, con la cabeza inclinada. Tendría que haber rezado, pero no había nada en el Pai Nosso para tratar con su miedo. ¿Danos hoy nuestro pan de cada día? ¿Perdona nuestras deudas? ¿Venga a nosotros tu reino así en la tierra como en el cielo? Eso sería maravilloso. El reino de Dios, donde el león podía convivir con el cordero.

Entonces llegó a su mente una imagen de la visión de san Esteban: Cristo sentado a la derecha de Dios. Pero a la izquierda había alguien más. La reina del cielo. No la Santa Virgen, sino la reina colmena, con baba blanquecina temblando en la punta de su abdomen. Miro apretó con fuerza el banco de madera que tenía delante. «Dios, aparta esta visión de mí. Atrás, Enemigo.»

Alguien llegó y se arrodilló junto a él. Miro no se atrevió a abrir los ojos. Prestó atención a algún sonido que declarara que su acompañante era humano. Pero el roce de la ropa podía ser igualmente el de las alas frotando un duro tórax.

Tuvo que obligarse a rechazar la imagen. Abrió los ojos. Con su visión periférica, pudo ver que su acompañante estaba arrodillado. Por la forma del brazo, por el color de la manga, supo que era una mujer.

—No puedes esconderte de mí eternamente —susurró ella.

La voz no era normal. Demasiado ronca. Una voz que había hablado cien mil veces desde la última vez que él la escuchó. Una voz que había arrullado a bebés, gemido en los embates del amor, gritado a los niños para que volvieran a casa, a casa. Un voz que antaño, cuando era joven, le había hablado de amor eterno.

—Miro, si hubiera podido tomar tu cruz sobre mí misma, lo habría hecho.

«¿Mi cruz? ¿Es eso lo que llevo conmigo, pesada e incómoda, aplastándome? Y yo que pensaba que era mi cuerpo.»

—No sé qué decirte, Miro. Me lamenté durante mucho tiempo. A veces pienso que todavía lo hago. Perderte…, me refiero a nuestra esperanza de futuro, fue mejor de lo que podía esperar. He tenido una buena familia, una buena vida, y tú también la tendrás. Pero perderte como mi amigo, como mi hermano, eso fue lo peor de todo. Me sentí abandonada. No sé si en realidad logré superarlo.

«Perderte como hermana mía fue lo fácil. No necesito otra hermana.»

—Me rompes el corazón, Miro. Eres tan joven. No has cambiado, y eso es lo más duro, no has cambiado en treinta años.

Aquello fue más de lo que Miro podía soportar en silencio. No alzó la cabeza, pero sí la voz. Con demasiada intensidad en medio de la misa, respondió:

—¿No?

Se levantó, vagamente consciente de que la gente se volvía a mirarlo.

—¿No he cambiado? —Su voz era pastosa, difícil de entender, y él no hacía nada por aclararla. Dio un tambaleante paso hacia el pasillo, y luego se volvió por fin a mirarla—. ¿Es así como me recuerdas?

Ella lo observó, impresionada…, ¿de qué? ¿De la forma de hablar de Miro, de sus movimientos ineficaces? ¿O simplemente la estaba avergonzando por no haber convertido este encuentro en la escena trágicamente romántica que ella había imaginado durante los últimos treinta años?

Su cara no era vieja, pero tampoco era la de Ouanda. Madura, más gruesa, con arrugas en los ojos. ¿Qué edad tenía ahora? ¿Cincuenta? Casi. ¿Qué tenía que ver con él aquella mujer de cincuenta años?

—Ni siquiera te conozco —espetó Miro.

Entonces se dirigió a la puerta y se perdió en la mañana.

Poco después se encontró descansando a la sombra de un árbol.

¿Cuál era, Raíz o Humano? Miro intentó recordar. Sólo había pasado una semana desde que se marchó, ¿no? Pero cuando lo hizo, el árbol de Humano era todavía sólo un retoño, y ahora los dos árboles parecían tener el mismo tamaño y no podía recordar con seguridad si Humano había sido plantado colina arriba o colina abajo con respecto a Raíz. No importaba: Miro no tenía nada que decirle a un árbol, y ellos tampoco tenían nada que contestarle.

Además, Miro nunca había aprendido el lenguaje de los árboles; ni siquiera supieron que todos aquellos golpes que daban a los troncos era un lenguaje hasta que fue demasiado tarde para Miro. Ender podía hacerlo, y Ouanda, y probablemente otra media docena de personas, pero Miro nunca podría aprender, porque no había forma alguna de que pudiera sujetar los palos y llevar el ritmo. Sólo otra forma más de hablar en la que ahora era un inútil.

—Que dia chato, meu filho.

Ésa era una voz que nunca cambiaría. Y la actitud tampoco: «Qué día más malo, hijo mío.» Piadosa y maliciosa al mismo tiempo, y burlándose de sí misma por ambos puntos de vista.

—Hola, Quim.

—Me temo que ahora soy el padre Esteváo.

Quim había adoptado todas las regalías de un sacerdote, con túnica y todo; ahora las recogió y se sentó en la hierba delante de Miro.

—Das el papel —comentó Miro. Quim había madurado bien. De niño, parecía piadoso y malicioso. La experiencia con el mundo real en vez de con la teoría teológica le había dado arrugas, pero la cara resultante evidenciaba compasión. También fuerza—. Lamento haber hecho una escena en la misa.

—¿Lo hiciste? —preguntó Quim—. No estuve allí. O más bien, estuve en misa, pero no en la catedral.

—¿Comunión para los raman?

—Para los hijos de Dios. La Iglesia ya tenía un vocabulario para tratar con los extranjeros. No tuvimos que esperar a Demóstenes.

—Bueno, no tienes que molestarte por eso, Quim. Tú no inventaste los términos.

—No discutamos.

—Entonces, no nos metamos en las meditaciones de los demás.

—Un noble sentimiento. Excepto que has decidido descansar a la sombra de un amigo mío, con quien necesito conversar. Pensé que sería más amable hablar contigo primero antes de empezar a golpear con palos a Raíz.

—¿Éste es Raíz?

—Dile hola. Sé que estaba esperando ansiosamente tu regreso.

—No llegué a conocerlo.

—Pero él lo sabe todo acerca de ti. Creo que no te das cuenta, Miro, del héroe que eres entre los pequeninos. Saben lo que hiciste por ellos, y lo que te costó.

—¿Y saben lo que probablemente nos costará a todos al final?

—Al final, todos nos encontraremos ante el juicio de Dios. Si todo el planeta de almas es destruido a la vez, entonces la única preocupación es asegurarse de que no quede sin bautizar ninguna alma que pudiera ser bienvenida entre los santos.

—Entonces, ¿no te importa?

—Claro que me importa. Pero digamos que hay una visión a largo plazo donde la vida y la muerte son materias menos importantes que elegir qué clase de vida y qué clase de muerte tendremos.

—Crees de verdad en todo esto, ¿no?

—Depende de lo que quieras decir con «todo esto», sí, creo.

—Me refiero a todo. Un Dios vivo, Cristo resucitado, milagros, visiones, bautismo, transubstanciación…

—Sí.

—Milagros. Curación.

—Sí.

—Como en el altar de los abuelos.

—Hemos sido informados de muchas curaciones allí.

—¿Las crees?

—Miro, no lo sé. Algunas pudieron deberse a la histeria. Algunas pudieron ser un efecto placebo. Algunas curaciones tal vez fueron remisiones espontáneas o recuperaciones naturales.

—Pero algunas fueron reales.

—Tal vez.

—Crees que los milagros son posibles.

—Sí.

—Pero no crees que sucedan de verdad.

—Miro, creo que sí suceden. Lo que ignoro es si la gente percibe adecuadamente los hechos que son milagros y los que no. No cabe duda de que muchos supuestos milagros no lo fueron. Probablemente también existen muchos milagros que nadie reconoció cuando ocurrieron.

—¿Qué hay de mí, Quim?

—¿Qué hay de ti?

—¿Por qué no hay ningún milagro para mí?

Quim agachó la cabeza y arrancó algunas briznas de hierba. Era una costumbre que tenía desde niño: intentar evitar una pregunta difícil. Era la forma en que respondía cuando su supuesto padre, Marcáo, sufría una de sus iras de borracho.

—¿Qué pasa, Quim? ¿Acaso los milagros sólo existen para los demás?

—Parte del milagro es que nadie sabe por qué sucede.

—¿Qué rata eres, Quim?

Quim se ruborizó.

—¿Quieres saber por qué no recibes una curación milagrosa? Porque no tienes fe, Miro.

—¿Que hay del hombre que dijo: «Sí, Maestro, creo. Olvida mi incredulidad»?

—¿Eres tú ese hombre? ¿Has pedido siquiera ser curado?

—Lo estoy pidiendo ahora —dijo Miro. Y entonces, irrefrenables, las lágrimas asomaron en sus ojos—. Oh, Dios —susurró—. Estoy muy avergonzado.

—¿De qué? —preguntó Quim—. ¿De haber pedido ayuda a Dios? ¿De llorar delante de tu hermano? ¿De tus pecados? ¿De tus dudas?

Miro sacudió la cabeza. No lo sabía. Las preguntas eran demasiado penosas. Entonces se dio cuenta de que sabía la respuesta. Extendió los brazos hacia los costados.

—De este cuerpo —respondió.

Quim lo cogió por los hombros, lo atrajo hacia sí, y sus manos resbalaron por los brazos de Miro hasta detenerse en las muñecas.

—Éste es mi cuerpo que será entregado por vosotros, nos dijo Él. Igual que tú entregaste tu cuerpo por los pequeninos.

—Sí, Quim, pero Él recuperó su cuerpo, ¿no?

—También murió.

—¿Es así como me curaré? ¿Encontrando una forma de morir?

—No seas gilipollas —espetó Quim—. Cristo no se suicidó. Fue un plan de Judas.

La furia de Miro explotó.

—Toda esa gente que se cura de un resfriado, que se libran milagrosamente de las migrañas…, ¿me estás diciendo que merecen más a Dios que yo?

—Tal vez no se base en lo que te mereces. Tal vez se base en lo que necesitas.

Miro se abalanzó hacia delante, agarrando la parte delantera de la túnica de Quim con sus dedos medio rígidos.

—¡Necesito recuperar mi cuerpo!

—Tal vez —dijo Quim.

—¿Qué quieres decir con eso, cretino gilipollas?

—Quiero decir —explicó Quim mansamente— que aunque tú quieras recuperar tu cuerpo, tal vez Dios, en su gran sabiduría, sepa que para que te conviertas en el mejor hombre posible necesitas pasar cierto tiempo como lisiado.

—¿Cuánto tiempo? —demandó Miro.

—Desde luego, no más que el resto de tu vida.

Miro gruñó disgustado y soltó la túnica de Quim.

—Tal vez menos —prosiguió Quim—. Así lo espero.

—Esperanza —bufó Miro.

—Junto con la fe y el amor puro, es una de las grandes virtudes. Deberías intentarlo.

—He visto a Ouanda.

—Ha intentado hablar contigo desde que llegaste.

—Es vieja y gorda. Ha tenido un puñado de críos, ha vivido treinta años y el tipo con quien se casó la ha ido desgastando todo ese tiempo. ¡Habría preferido visitar su tumba!

—Qué generoso de tu parte.

—¡Sabes lo que quiero decir! Dejar Lusitania fue una buena idea, pero treinta años no han bastado.

—Habrías preferido volver a un mundo donde nadie te conociera.

—Nadie me conoce aquí tampoco.

—Tal vez no. Pero te queremos, Miro.

—Queréis lo que yo era.

—Eres el mismo hombre, Miro. Sólo tienes un cuerpo diferente.

Miro se levantó con esfuerzo, apoyándose contra Raíz para equilibrarse.

—Habla a tu amigo árbol, Quim. Nada de lo que tengas que decir me interesa.

—Eso crees —replicó Quim.

—¿Sabes qué es peor que un gilipollas, Quim?

—Claro. Un gilipollas inútil, hostil, amargado, autocompasivo, abusivo y miserable que tiene una opinión demasiado elevada de su propio sufrimiento.

Fue más de lo que Miro pudo soportar. Gritó lleno de furia y se lanzó contra Quim, para derribarlo al suelo. Naturalmente, Miro perdió el equilibrio y cayó encima de su hermano, y luego se enredó en la túnica del sacerdote. Pero no importaba: Miro no intentaba levantarse, sino causar dolor a Quim si de esta forma pudiera librarse de algo.

Sin embargo, después de unos pocos golpes, Miro dejó de debatirse y se echó a llorar sobre el pecho de su hermano. Un instante después, sintió los brazos de Quim a su alrededor. Oyó su suave voz, entonando una plegaria.

—Pai Nosso, que estás no céu.

A partir de aquí, sin embargo, el sortilegio se rompió y las palabras se volvieron nuevas y por tanto reales.

—0 teu filho está com dor, o meu irmáo precisa a resurreiço da alma, ele merece o refresco da esperança.

Al oír Miro poner voz a su dolor, a sus desaforadas demandas, Miro volvió a avergonzarse. ¿Por qué debería imaginar que se merecía una nueva esperanza? ¿Cómo podía atreverse a exigir que Quim rezara pidiendo un milagro para él, para que su cuerpo volviera a estar completo? Miro supo que era injusto poner en juego

la fe de Quim para un agnóstico autocompasivo como él.

Pero la oración continuó:

—Ele deu tudo aos pequeninos, e tu nos disseste, Salvador, que qualquer coisa que fazemos a estes pequeninos, fazemos a ti.

Miro quiso interrumpir. «Si lo di todo a los pequeninos, lo hice por ellos, no por mí mismo.» Pero las palabras de Quim lo mantuvieron en silencio: «Nos dijiste, Salvador, que lo que hiciéramos a estos pequeños te lo haríamos a ti». Era como si Quim exigiera a Dios que cumpliera su parte del acuerdo. La relación que Quim debía mantener con Dios era extraña, como si tuviera derecho a pedirle cuentas.

—Ele náo é como Jó, perfecto na coraçâo.

«No, no soy tan perfecto como Job. Pero lo he perdido todo, igual que lo perdió Job. Otro hombre fue padre de mis hijos con la mujer que debería haber sido mi esposa. Otros han conseguido mis logros. Y donde Job tuvo llagas, yo tengo esta semiparálisis. ¿Se cambiaría de lugar Job conmigo?»

—Restabeleçe ele como restabeleceste Jó. Em nome do Pai, e do Filho, e do Espirito Santo. Amem.

Miro sintió que los brazos de su hermano lo soltaban, y como si hubieran sido ellos, y no la gravedad, los que lo sujetaban contra el pecho de Quim, Miro se levantó de inmediato y se quedó mirando a su hermano. Una magulladura crecía en la mejilla de Quim. Su labio sangraba.

—Te he hecho daño —dijo Miro—. Lo siento.

—Sí. Me lastimaste. Y yo a ti. Este pasatiempo tiene mucho éxito por aquí. Ayúdame a levantarme.

Por un momento, sólo por un breve momento, Miro olvidó que estaba lisiado, que apenas podía mantener el equilibrio él solo. Durante ese instante, empezó a extender la mano hacia Quim. Pero entonces se tambaleó. cuando su equilibrio peligró, y recordó.

—No puedo —dijo.

—Oh, deja de quejarte por ser un lisiado y échame una mano.

Así que Miro separó mucho las piernas y se inclinó sobre su hermano. Su hermano menor, que ahora le aventajaba en tres décadas, y era aún mayor en sabiduría y compasión. Miro extendió la mano. Quim la agarró y con su ayuda se levantó del suelo. El esfuerzo fue agotador para Miro: no tenía fuerza para esta labor, y Quim no fingía, confiaba en él para que lo levantara. Terminaron mirándose a la cara, hombro con hombro, las manos todavía juntas.

—Eres un buen sacerdote —dijo Miro.

—Sí. Y si alguna vez necesito un sparring, te llamaré.

—¿Responderá Dios a tu plegaria?

—Por supuesto. Dios responde a todas las plegarias.

Miro tardó un instante en comprender qué quería decir Quim.

—Me refiero a si atenderá mi ruego.

—Ah. Nunca estoy seguro de esa parte. Dime más tarde si lo hace.

Quim se dirigió, envarado y cojeando, hacia el árbol. Se inclinó y recogió del suelo un par de palos habladores.

—¿De qué vas a hablar con Raíz?

—Mandó decirme que tenía que hablar con él. Hay una especie de herejía nueva en uno de los bosques.

—Los conviertes y luego se vuelven locos, ¿eh?

—La verdad es que no. Es uno de los grupos a los que nunca he predicado. Los padres-árbol se hablan entre sí, de forma que las ideas del cristianismo ya están en todas partes del mundo. Como siempre, la herejía se extiende más rápidamente que la verdad. Y Raíz se siente culpable porque se basa en una especulación suya.

—Supongo que para ti es un asunto serio —observó Miro.

Quim dio un respingo.

—No sólo para mí.

—Lo siento. Me refería a la Iglesia. A los creyentes.

—Nada tan parroquial como eso, Miro. Los pequeninos han encontrado una herejía realmente interesante. Una vez, no hace mucho, Raíz especuló que, igual que Cristo vino a los humanos, el Espíritu Santo podría venir algún día a los pequeninos. Es una burda malinterpretación de la Santísima Trinidad, pero este bosque se lo tomó bastante en serio.

—Me parece bastante parroquial.

—A mí también. Hasta que Raíz me contó los detalles. Verás, están convencidos de que el virus de la descolada es la encarnación del Espíritu Santo. Tiene una especie de sentido perverso; ya que el Espíritu Santo siempre ha habitado en todas partes, en todas las creaciones de Dios, es apropiado que su encarnación sea la descolada, que también penetra en todas las partes de cada ser vivo.

—¿Adoran al virus?

—Oh, sí. Después de todo, ¿no descubristeis vosotros que los pequeninos fueron creados, como seres conscientes, por el virus de la descooada? Así que el virus está imbuido con el poder creador, lo que significa que tiene naturaleza divina.

—Supongo que hay tantas pruebas literales para eso como para la encarnación de Dios en Cristo.

—No, hay muchas más. Pero si eso fuera todo, Miro, lo consideraría un asunto de la Iglesia. Complicado, difícil, pero, como tú dijiste, parroquial.

—¿Qué pasa entonces?

—La descolada es el segundo bautismo. Por el fuego. Sólo los pequeninos pueden soportar ese bautismo, y los conduce a la tercera vida. Están claramente más cerca de Dios que los humanos, a quienes les ha sido negada la tercera vida.

—La: mitología de la superioridad. Supongo que era de esperar —observó Miro—. La mayoría de las comunidades que intentan sobrevivir bajo la presión irresistible de una cultura dominante desarrollan un mito que les permite creer que son de algún modo un pueblo especial. Elegidos. Favoritos de los dioses. Gitanos, judíos…, hay muchos precedentes históricos.

—Prueba con esto, senhor zenador. Ya que los pequeninos son los elegidos por el Espíritu Santo, su misión es esparcir el segundo bautismo a cada lengua y cada pueblo.

—¿Esparcir la descolada?

—A todos los mundos. Una especie de juicio final ambulante. Llegan, la descolada se extiende, se adapta, mata… y todo el mundo va al encuentro de su Hacedor.

—Dios nos ampare.

—Eso esperamos.

Entonces Miro hizo una conexión con algo que sabía tan sólo desde el día anterior.

—Quim, los insectores están construyendo una nave para los pequeninos.

—Eso me ha dicho Ender. Y cuando confronté el tema con el padre Amanecer…

—¿Es un pequenino?

—Uno de los hijos de Humano. Dijo «desde luego», como si todo el mundo lo supiera. Tal vez eso es lo que pensó, que si los pequeninos lo saben, entonces se sabe. También me dijo que ese grupo herético está presionando para conseguir el mando de la nave.

—¿Por qué?

—Para poder llevarla a un mundo habitado, desde luego. En vez de encontrar un planeta deshabitado que terraformar y colonizar.

—Creo que tendríamos que llamarlo lusiformar.

—Es gracioso. —Sin embargo, Quim no se rió—. Puede que se salgan con la suya. Esta idea de que los pequeninos son una especie superior es bien recibida, sobre todo entre los pequeninos no cristianos. La mayoría no son muy sofisticados. No comprenden que están hablando de xenocidio. De aniquilar a la especie humana.

—¿Cómo pueden pasar por alto un detallito como ése?

—Porque los herejes refuerzan el hecho de que Dios ama tanto a los humanos que les envió a Su único Hijo. Recuerda las Escrituras.

—Quien crea en Él no perecerá.

—Exactamente. Los que creen tendrán la vida eterna. Como ellos lo ven, la tercera vida.

—Y los que mueran serán los infieles.

—No todos los pequeninos se apuntan para servir como ángeles exterminadores itinerantes. Pero son los suficientes para que debamos detenerlos. No sólo por el bien de la Madre Iglesia.

—De la Madre Tierra.

—Así que ya ves, Miro, a veces un misionero como yo tiene mucha importancia en el mundo. De algún modo tengo que persuadir a estos pobres herejes del error de sus creencias y hacer que acepten la doctrina de la Iglesia.

—¿Por qué vas a hablar con Raíz ahora?

—Para conseguir la única información que los pequeninos no nos dan nunca.

—¿Cuál es?

—Direcciones. Hay miles de bosques pequeninos en Lusitania. ¿Cuál es la comunidad hereje? Su nave habrá partido mucho antes de que yo la encuentre por mi cuenta viajando de bosque en bosque.

—¿Vas a ir solo?

—Lo hago siempre. No puedo llevar conmigo a ninguno de los hermanitos, Miro. Hasta que un bosque ha sido convertido, suelen matar a los pequeninos extraños. Un caso donde es mejor ser raman que utlanning.

—¿Sabe madre adónde vas?

—Por favor, sé práctico, Miro. No tengo miedo a Satanás, pero a madre…

—¿Lo sabe Andrew?

—Desde luego. Insiste en venir conmigo. El Portavoz de los Muertos tiene un prestigio enorme, y cree que puede ayudarme.

—Entonces no estarás solo.

—Por supuesto que sí. ¿Cuándo ha necesitado la ayuda de un humanista un hombre vestido con la armadura de Dios?

—Andrew es católico.

—Va a misa, recibe la comunión, se confiesa regularmente, pero sigue siendo un portavoz de los muertos y no creo que realmente crea en Dios. Iré solo.

Miro observó a Quim con nueva admiración.

—Eres un duro hijo de puta, ¿eh?

—Los soldados y los herreros son duros. Los hijos de puta tienen sus propios problemas. Sólo soy un siervo de Dios y de la Iglesia, con una misión que cumplir. Creo que las recientes pruebas sugieren que corro más peligro con mi hermano que entre los pequeninos más heréticos. Desde la muerte de Humano, los pequeninos han mantenido el juramento en todo el mundo: nadie ha levantado una mano contra un ser humano. Puede que sean herejes, pero siguen siendo pequeninos. Mantendrán el juramento.

—Lamento haberte golpeado.

—Lo recibí como si fuera un abrazo, hijo mío.

—Ojalá hubiera sido eso, padre Esteváo.

—Entonces lo fue.

Quim se volvió hacia el árbol y empezó a golpear marcando un ritmo. Casi de inmediato, el sonido empezó a cambiar, en tono y volumen, mientras los espacios huecos en el interior del árbol variaban de forma. Miro esperó unos instantes, escuchando, aunque no comprendía el lenguaje de los padres-árbol. Raíz hablaba con la única voz posible que éstos tenían. Una vez habló con voz propia, tuvo labios articulados con lengua y dientes. Había más de una forma de perder el cuerpo. Miro había atravesado una experiencia que debería haberlo matado. Había salido de ella lisiado. Pero todavía podía moverse, aunque torpemente; podía hablar, aunque despacio. Pensaba que sufría como Job. Raíz y Humano, mucho más lisiados que él, creían haber recibido la vida eterna.

—Una situación bastante fea —intervino Jane en su oído.

«Sí», respondió Miro en silencio.

—El padre Esteváo no debería ir solo —añadió ella—. Los pequeninos eran guerreros con efectos devastadores. No han olvidado cómo serlo.

«Entonces díselo a Ender —contestó Miro—. Aquí no tengo ningún poder.»

—Muy bien dicho, mi héroe —dijo lane—. Hablaré con Ender mientras tú te quedas esperando tu milagro.

Miro suspiró y regresó a casa colina abajo.

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