‹Ender dice que cuando la flota de guerra del Congreso Estelar nos alcance, pretenden destruir este mundo.›
‹Interesante.›
‹¿No teméis a la muerte?›
‹No tenemos intención de estar aquí para cuando lleguen.›
Qing-jao ya no era la niña pequeña cuyas manos sangraban en secreto. Su vida se había transformado a partir del momento en que se demostró que era una agraciada, y en los diez años que habían transcurrido desde ese día llegó a aceptar la voz de los dioses en su vida y el papel que esto le daba en sociedad. Aprendió a aceptar los privilegios y honores que se le ofrecían como dones dirigidos hacia los dioses: como su padre le había enseñado, no se vanagloriaba, sino que en cambio se volvía más humilde a medida que los dioses y el pueblo depositaban cargas cada vez más pesadas sobre ella.
Aceptaba sus deberes seriamente y encontraba alegría en ellos. Durante los diez últimos años atravesó un riguroso y estimulante plan de estudios. Su cuerpo fue moldeado y entrenado en compañía de otros niños; corría, nadaba, cabalgaba, combatía con espadas, combatía con bastones, combatía con huesos. Junto con los otros niños, su memoria se llenó de lenguajes: el stark, el idioma común de las estrellas, que se empleaba en los ordenadores; el antiguo chino, que se cantaba con la garganta y se dibujaba en hermosos ideogramas sobre papel de arroz o sobre fina arena; y el nuevo chino, que se hablaba solamente con la boca y se anotaba con un alfabeto común sobre papel ordinario o sobre tierra. Nadie se sorprendió, excepto la propia Qing-jao, de que aprendiera todos estos lenguajes con mucha más facilidad, más rápidamente y más a fondo que cualquiera de sus compañeros.
Otros maestros la atendían sólo a ella. Así aprendió ciencias e historia, matemáticas'y música. Además, cada semana acudía a ver a su padre y pasaba con él medio día, que empleaba en mostrarle todo lo que había aprendido y en escuchar lo que él decía en respuesta. Sus halagos la hacían danzar en el camino de regreso a su habitación; su más leve reproche la hacía pasar horas siguiendo vetas en las tablas del suelo de su clase, hasta que se sentía digna para regresar a los estudios.
Otra parte de su educación era completamente privada. Había visto que su padre era tan fuerte que podía posponer su obediencia a los dioses. Sabía que cuando los dioses exigían un ritual de purificación, el ansia, la necesidad de obedecerlos era tan intensa que no podía ser negada. Sin embargo, su padre, de algún modo, lo negaba. Lo suficiente, al menos, para que sus rituales fueran siempre en privado.
Qing-jao ansiaba tener esa fuerza y por eso empezó a disciplinarse para retrasarse en su sumisión. Cuando los dioses la hacían sentir su opresiva indignidad, y sus ojos empezaban a buscar vetas en la madera o empezaba a sentir las manos insoportablemente sucias, esperaba, tratando de concentrarse en lo que sucedía en el momento y retardar la obediencia cuanto podía.
Al principio era un triunfo si conseguía posponer su purificación durante un minuto entero; y cuando su resistencia se rompía, los dioses la castigaban por ello haciendo el ritual más oneroso y difícil que de costumbre. Pero ella se negaba a rendirse. Era la hija de Han Fei-tzu, ¿no? Con el tiempo, a lo largo de los años, aprendió lo que había aprendido su padre: que se puede vivir con el ansia, contenerla, a menudo durante horas, como un brillante fuego atrapado en una caja de jade transparente, un fuego de los dioses peligroso y terrible que ardía dentro de su corazón.
Entonces, cuando estaba sola, podía abrir esa caja y dejar salir el fuego, no con una erupción única y terrible, sino lenta, gradualmente, llenándose de luz mientras inclinaba la cabeza y seguía las líneas del suelo, o se inclinaba sobre la palangana sagrada de sus santos lavados y frotaba tranquila y metódicamente sus manos con piedra pómez, lejía y aloe.
Así, convirtió la airada voz de los dioses en un culto privado y disciplinado. Sólo en los raros momentos de súbita desazón perdía el control y se abalanzaba al suelo delante de un maestro o una visita. Aceptaba estas humillaciones como la forma que tenían los dioses de recordarle que su poder sobre ella era absoluto. Estaba satisfecha con esta disciplina incompleta. Después de todo, sería presuntuoso por su parte igualarse al perfecto autocontrol de su padre. La extraordinaria nobleza de Han Fei-tzu existía porque los dioses lo honraban, y por eso no requería su humillación pública. Ella no había hecho nada para ganarse ese honor.
Por último, su educación escolar incluía un día a la semana en que ayudaba al pueblo llano en su labor virtuosa. Ésta, por supuesto, no era el trabajo que el pueblo llano hacía diariamente en sus oficinas y fábricas. La labor virtuosa significaba el duro trabajo en los arrozales. Cada hombre, mujer y niño de Sendero tenía que ejecutar esta labor, inclinándose y chapoteando en agua hasta la rodilla para plantar y recolectar el arroz, o perdía la ciudadanía.
—Así honramos a nuestros antepasados —le explicó su padre cuando era pequeña—. Les mostramos que ninguno de nosotros se alzará jamás sobre su labor.
El arroz cultivado a través de la labor virtuosa era considerado sagrado. Se ofrecía en los templos, se comía en los días sagrados y se colocaba en pequeños cuencos como ofrenda a los dioses de la casa.
Una vez, cuando Qing-jao tenía doce años, el día era terriblemente caluroso y estaba ansiosa por terminar su trabajo en un proyecto de investigación.
—No me hagas ir a los arrozales hoy —le rogó a su maestro—. Lo que estoy haciendo aquí es mucho más importante.
El maestro hizo una reverencia y se marchó, pero pronto su padre entró en la habitación. Llevaba una pesada espada, y ella gritó aterrada cuando la alzó por encima de su cabeza. ¿Pretendía matarla por haber hablado de forma tan sacrílega? Pero él no la hirió, ¿cómo había podido imaginar que lo haría? En cambio, la espada cayó sobre su ordenador. Las partes metálicas se retorcieron, el plástico se quebró y voló. La máquina quedó destruida.
Su padre no alzó la voz. Con un débil susurro, dijo:
—Primero los dioses. Segundo los antepasados. Tercero el pueblo. Cuarto los gobernantes. Lo último, el yo.
Era la expresión más clara del Sendero. Era la razón por la que este mundo fue habitado en primer lugar. Ella lo había olvidado: si estaba demasiado ocupada para ejecutar la labor virtuosa, no estaba en el Sendero.
Nunca volvería a olvidarlo. Con el tiempo, aprendió a amar al sol que le golpeaba la espalda, al agua fría y pegajosa alrededor de sus piernas y manos, los tallos de las plantas como dedos que se alzaban desde el lodo para entrelazarse con sus propios dedos. Cubierta por el barro de los arrozales, nunca se sentía falta de limpieza, porque sabía que estaba sucia en servicio a los dioses.
Finalmente, a la edad de dieciséis años, su educación terminó. Sólo tenía que demostrarse capaz de ejecutar la tarea de una mujer adulta: una tarea que fuera lo suficientemente difícil e importante para poder ser confiada sólo a una agraciada.
Visitó al gran Han Fei-tzu en su habitación. Como la suya, era un gran espacio abierto; como la suya, las instalaciones para dormir eran simples: una esterilla en el suelo; como la suya, la habitación estaba dominada por una mesa con un terminal de ordenador. Ella nunca había entrado en la habitación de su padre sin ver algo flotando en la pantalla situada sobre el terminal: diagramas, modelos tridimensionales, simulaciones en tiempo real, palabras. Casi siempre palabras. Letras o ideogramas flotaban en el aire sobre páginas simuladas, moviéndose adelante y atrás, de lado a lado, según su padre necesitara compararlas.
En la habitación de Qing-jao, todo el resto del espacio estaba vacío. Ya que su padre no seguía vetas en la madera, no había necesidad para tanta austeridad. Incluso así, sus gustos eran simples. Una rara alfombra con mucha decoración. Una mesita baja, con una escultura en ella. Paredes desnudas a excepción de una pintura. Y como la habitación era tan grande, cada una de estas cosas parecía casi perdida, como la débil voz de alguien que gritara desde muy lejos.
El mensaje de esta habitación a las visitas era claro: Han Fei-tzu escogió la simpleza. Una sola cosa de cada bastaba para un alma pura.
Sin embargo, el mensaje para Qing-jao fue bastante diferente, pues sabía lo que nadie fuera de la casa advertía: la alfombra, la mesa, la escultura y la pintura cambiaban cada día. Y nunca en su vida había reconocido ninguna de ellas. Así que la lección que aprendió fue ésta: un alma pura nunca debe acostumbrarse a una sola cosa. Un alma pura debe exponerse a cosas nuevas cada día.
Como ésta era una ocasión formal, no se acercó y se plantó tras él mientras trabajaba, estudiando lo que aparecía en su pantalla, intentando adivinar qué estaba haciendo. Esta vez se dirigió al centro de la habitación y se arrodilló en la alfombra, que hoy era del color de un huevo de petirrojo, con una pequeña mancha en una esquina. Mantuvo la mirada baja, sin estudiar siquiera la mancha, hasta que su padre se levantó de la silla y se acercó a ella.
—Han Qing-jao —dijo—. Déjame ver el amanecer del rostro de mi hija.
Ella alzó la cabeza, lo miró y sonrió.
Él le devolvió la sonrisa.
—Lo que te impondré no será una tarea fácil, ni siquiera para un adulto con experiencia —advirtió su padre.
Qing-jao inclinó la cabeza. Esperaba que su padre le impusiera un desafío difícil y estaba dispuesta a cumplir su voluntad.
—Mírame, mi Qing-jao —insistió el padre.
Ella alzó la cabeza, lo miró a los ojos.
—Esto no va a ser una tarea de la escuela. Es una tarea del mundo real. Una tarea que el Congreso Estelar me ha impuesto, y de la que puede depender el destino de pueblos y naciones.
Qing-jao ya estaba nerviosa, pero ahora su padre la estaba asustando.
—Entonces, debes encargar esta tarea a alguien en quien puedas confiar, no a una niña sin experiencia.
—Hace años que no eres una niña, Qing-jao. ¿Estás preparada para oír tu tarea?
—Sí, padre.
—¿Qué sabes de la Flota Lusitania?
—¿Quieres que te diga todo lo que sé?
—Quiero que me digas todo lo que tú consideres importante.
De modo que esto era una especie de prueba, para ver hasta qué punto podía discernir lo importante de lo accesorio en su conocimiento de un tema concreto.
—La flota fue enviada para someter una colonia rebelde en Lusitania, donde las leyes referidas a la no interferencia con la única especie alienígena conocida se rompieron desafiantemente.
¿Era eso suficiente? No…, su padre estaba todavía esperando.
—Hubo gran controversia, desde el principio —siguió ella diciendo—. Unos ensayos atribuidos a una persona llamada Demóstenes causaron problemas.
—¿Qué problemas, en concreto?
—Demóstenes advirtió a los mundos coloniales que la Flota Lusitania era un precedente peligroso: sería sólo cuestión de tiempo el hecho de que el Congreso Estelar usara la fuerza para conseguir también su obediencia. Demóstenes advirtió a los mundos católicos y las minorías católicas de todas partes que el Congreso intentaba castigar al obispo de Lusitania por enviar misioneros a los pequeninos para salvar sus almas del infierno. A los científicos, advirtió que el principio de investigación independiente estaba en juego: todo un mundo estaba bajo ataque militar porque se atrevía a preferir el juicio de los científicos del lugar al de los burócratas situados a muchos años luz de distancia. Demóstenes también advirtió a todo el mundo que la Flota Lusitania llevaba el Ingenio de Desintegración Molecular. Por supuesto, eso es obviamente una mentira, pero algunos lo creyeron.
—¿Qué efectividad tuvieron esos ensayos? —preguntó el padre.
—No lo sé.
—Fueron muy efectivos. Hace quince años, los primeros ensayos enviados a las colonias fueron tan efectivos que casi provocaron una revolución.
¿Una rebelión en las colinas? ¿Hacía quince años? Qing-jao sólo conocía un suceso así, pero nunca había advertido que tuviera nada que ver con los ensayos de Demóstenes. Se sonrojó.
—Ésa fue la época de la Carta de la Colonia…, tu primer gran tratado.
—El tratado no fue mío —objetó Han Fei-tzu—. El tratado pertenecía por igual al Congreso y las colonias. Gracias a él, se evitó un conflicto terrible. Y la Flota Lusitania continúa con su gran misión.
—Escribiste cada palabra del tratado, padre.
—Al hacerlo sólo expresé los anhelos y deseos que ya existían en los corazones de los hombres a ambos lados del problema. Fui sólo un escriba.
Qing-jao inclinó la cabeza. Sabía la verdad, igual que todo el mundo. Fue el principio de la grandeza de Han Fei-tzu, pues no sólo escribió el tratado, sino que también persuadió a ambas partes para que lo aceptaran casi sin revisión. Incluso después de eso, Han Fei-tzu fue uno de los consejeros en quienes el Congreso más confiaba: a diario llegaban mensajes de los más grandes hombres y mujeres de todos los mundos. Si él decidía considerarse un escriba en tan gran tarea, era solamente porque era un hombre de gran modestia. Qing-jao también sabía que su madre estaba ya muriéndose cuando él culminó todo aquel trabajo. Así era su padre, pues no dejó de prestar atención a su esposa ni a su deber. No pudo salvar la vida de su madre, pero sí las vidas que podrían haberse perdido en la guerra.
—Qing-jao, ¿por qué dices que es obviamente una mentira que la flota lleve el Ingenio D.M?
—Porque…, porque eso sería monstruoso. Sería como Ender el Xenocida, destruir un mundo entero. Tanto poder no tiene derecho ni razón de existir en el universo.
—¿Quién te enseñó esto?
—La decencia —dijo Qing-jao—. Los dioses crearon las estrellas y todos los planetas. ¿Quién es el hombre para destruirlos?
—Pero los dioses también crearon las leyes de la naturaleza que hacen posible destruirlos…, ¿quién es el hombre para rehusar recibir el don de los dioses?
Qing-jao permaneció en silencio, aturdida. Nunca había oído a su padre hablar en aparente defensa de ningún aspecto de la guerra: la repudiaba en cualquier forma.
—Vuelvo a preguntarte: ¿quién te enseñó que tanto poder no tiene derecho a existir en el universo?
—Es mi propia opinión.
—Pero esa frase es una cita exacta.
—Sí. De Demóstenes. Pero si creo en una idea, se vuelve mía. Tú me enseñaste eso.
—Debes comprender todas las consecuencias de una idea antes de creerla.
—El Pequeño Doctor no podrá ser usado jamás en Lusitania, y por tanto no debe haber sido enviado.
Han Fei-tzu asintió gravemente.
—¿Cómo sabes que no podrá ser usado jamás?
—Porque destruiría a los pequeninos, un pueblo joven y hermoso, que está ansioso por cumplir su potencial como especie consciente.
—Otra cita.
—Padre, ¿has leído la Vida de Humano?
—En efecto.
—Entonces, ¿cómo puedes dudar que los pequeninos deben ser preservados?
—He dicho que he leído la Vida de Humano. No que la creyera.
—¿No la crees?
—Ni creo ni dejo de creer. El libro apareció por primera vez después de que el ansible de Lusitania fuera destruido. Por tanto, es probable que el libro no se originara allí, y si no se originó allí, entonces es ficción. Eso parece particularmente probable porque está firmado «La Voz de los Muertos», que es el mismo nombre que firmó la Reina Colmena y el Hegemón, que tienen miles de años de antigüedad. Obviamente, alguien intentaba capitalizar la reverencia que el pueblo siente hacia esas antiguas obras.
—Yo creo que la Vida de Humano es verdad.
—Ése es tu privilegio, Qing-jao. Pero ¿por qué lo crees así?
Porque parecía auténtico cuando lo leyó. ¿Podría decirle eso a su padre? Sí, podía decir cualquier cosa.
—Porque cuando lo leí sentí que tenía que ser verdad.
—Ya veo.
—Ahora piensas que soy una tonta.
—Al contrario. Sé que eres sabia. Cuando oyes una historia verdadera, hay una parte de ti que responde a ella sin importarle el arte, sin importarle la evidencia. Aunque esté torpemente narrada, seguirás amando la historia, si amas la verdad. Aunque sea la invención más obvia creerás lo que sea verdad en ella, porque no puedes negar la verdad, no importa lo torpemente que esté vestida.
—Entonces, ¿cómo es que no crees en la Vida de Humano?
—Me he expresado mal. Estamos usando dos significados diferentes para las palabras «verdad» y «creencia». Tú crees que la historia es verdadera, porque respondiste a ella desde el sentido de la verdad que hay en tu interior. Pero ese sentido de la verdad no responde a la realidad de una historia, a si describe literalmente un hecho real en el mundo real. Tu sentido interno de la verdad responde a una causalidad histórica, a si muestra fielmente la forma en que funciona el universo, la forma en que los dioses ejercen su voluntad entre los seres humanos.
Qing-jao pensó sólo durante un instante y luego asintió, comprendiendo.
—Entonces la Vida de Humano puede ser universalmente verdadera, pero específicamente falsa.
—Sí —convino Han Fei-tzu—. Puedes leer el libro y conseguir de él gran sabiduría, porque es verdad. Pero ¿es el libro una representación adecuada de los propios pequeninos? Resulta difícil creerlo…, una especie mamaloide que se convierte en árbol al morir. Es hermoso como poesía. Ridículo como ciencia.
—Pero ¿puedes saber eso, padre?
—No puedo estar seguro, no. La naturaleza ha hecho muchas cosas extrañas, y existe la posibilidad de que la Vida de Humano sea auténtica y verdadera. Sin embargo, ni la creo ni la dejo de creer. La mantengo en suspenso. Espero. Pero mientras espero, no creo que el Congreso vaya a tratar a Lusitania como si estuviera poblada por las amables criaturas de la Vida de Humano. Por lo que sabemos, los pequeninos pueden ser criaturas terriblemente peligrosas para nosotros. Son alienígenas.
—Raman.
—En la historia. Pero ignoramos si son raman o varelse. La flota lleva al Pequeño Doctor porque podría ser necesario para salvar a la humanidad de un peligro inenarrable. No es cosa nuestra decidir si debe ser usado o no: el Congreso decidirá. No es cosa nuestra decidir si debería haber sido enviado o no: el Congreso lo hizo. Y desde luego no es cosa nuestra decidir si debería existir o no: los dioses han decretado que una cosa así es posible y que puede existir.
—Entonces, Demóstenes tenía razón. El Ingenio D.M. viaja con la flota.
—Sí.
—Y los archivos acerca del gobierno que publicó Demóstenes eran genuinos.
—Sí.
—Pero, padre, te uniste a muchos otros al declarar que eran falsificaciones.
—Igual que los dioses hablan sólo a unos pocos elegidos, los secretos de los gobernantes deben ser conocidos sólo por aquellos que usarán adecuadamente el conocimiento. Demóstenes estaba dando secretos poderosos a personas que no eran adecuadas para usarlos sabiamente, y por el bien del pueblo esos secretos tenían que ser retirados. La única manera de retirar un secreto, una vez se conoce, es reemplazarlo por una mentira. Entonces el conocimiento de la verdad es una vez más tu secreto.
—Me estás diciendo que Demóstenes no es un mentiroso y que el Congreso sí lo es.
—Te estoy diciendo que Demóstenes es el enemigo de los dioses. Un gobernante sabio nunca habría enviado la Flota Lusitania sin concederle la posibilidad de responder a cualquier circunstancia. Pero Demóstenes ha usado su conocimiento de que el Pequeño Doctor va con la flota para intentar obligar al Congreso a retirarla. Así, desea quitar el poder de las manos de aquellos a quienes los dioses han ordenado que gobiernen la humanidad. ¿Qué le sucedería al pueblo si rechazara a los gobernantes que le han concedido los dioses?
—Caos y sufrimiento —dijo Qing-jao.
La historia estaba llena de épocas de caos y sufrimiento, hasta que los dioses enviaban gobernantes e instituciones fuertes para mantener el orden.
Así que Demóstenes dijo la verdad acerca del Pequeño Doctor.
—¿Creías que los enemigos de los dioses nunca podrían decir la verdad? Ojalá fuera así. Los haría mucho más fáciles de identificar.
—Si podemos mentir en servicio de los dioses, ¿qué otros crímenes podemos cometer?
—¿Qué es un crimen?
—Un acto contra la ley.
—¿Qué ley?
—Ya veo: el Congreso hace la ley, así que la ley es todo lo que el Congreso dice. Pero el Congreso está compuesto de hombres y mujeres, que pueden hacer el bien o el mal.
—Ahora estás más cerca de la verdad. No podemos cometer crímenes sirviendo al Congreso, porque el Congreso dicta las leyes. Pero si el Congreso se vuelve alguna vez maligno, entonces al obedecerlo podemos estar haciendo el mal. Es una cuestión de conciencia. Sin embargo, si eso sucediera, el Congreso perdería seguramente el mandato del cielo. Y nosotros, los agraciados, no tenemos que esperar y preguntarnos por el mandato del cielo, como hacen otros. Si el Congreso pierde alguna vez el mandato de los dioses, nosotros lo sabremos de inmediato.
—Entonces mentiste por el Congreso porque el Congreso tenía el mandato del cielo.
—Y por tanto supe que ayudarlos a mantener su secreto era la voluntad de los dioses por el bien del pueblo.
Qing-jao nunca había pensado de esta forma en el Congreso. Todos los libros de historia que había estudiado presentaban al Congreso como el gran unificador de la humanidad y, según los libros de texto, todos sus actos eran nobles. Ahora, sin embargo, comprendía que algunas de las acciones podrían no parecer buenas. Sin embargo, eso no significaba necesariamente que no lo fueran.
—Debo aprender de los dioses, entonces, si la voluntad del Congreso es también su voluntad —dijo ella.
—¿Lo harás? —preguntó Han Fei-tzu—. ¿Obedecerás la voluntad del Congreso, aunque pueda parecer equivocada, mientras el Congreso ostente el mandato del cielo?
—¿Me estás pidiendo un juramento?
—Sí.
—Entonces, sí, obedeceré, mientras tenga el mandato del cielo.
—He de tener tu juramento antes de satisfacer los requerimientos de seguridad del Congreso —dijo el padre—. No podría darte tu tarea sin él. —Carraspeó—. Pero ahora te pido otro juramento.
—Te lo daré si puedo.
—El juramento es de…, surge de un gran amor. Han Qing-jao, ¿servirás a los dioses en todas las cosas, de todas las maneras, a través de tu vida?
—Oh, padre, no necesitamos ningún juramento para esto. ¿No me han elegido ya los dioses, guiándome con su voz?
—Sin embargo, te pido este juramento.
—Siempre, en todas las cosas, de todas las maneras, serviré a los dioses.
Para su sorpresa, su padre se arrodilló ante ella y le cogió las manos. Las lágrimas le surcaban las mejillas.
—Has aliviado mi corazón de la carga más pesada que jamás ha tenido.
—¿Cómo he hecho eso, padre?
—Antes de que tu madre muriera, me pidió una promesa. Dijo que ya que todo su carácter se expresaba por su devoción a los dioses, la única manera en que yo podía ayudarte a conocerla era enseñarte también a servir a los dioses. Toda mi vida he temido fracasar, que te apartaras de los dioses. Que pudieras llegar a odiarlos. O que no fueras digna de su voz.
Esto emocionó a Qing-jao. Siempre fue consciente de su profunda insignificancia ante los dioses, de su suciedad ante su mirada, incluso cuando éstos no le requerían que observara o siguiera las líneas en las vetas de la madera. Sólo ahora comprendió lo que estaba en juego: el amor de su madre por ella.
—Todos mis miedos han desaparecido ahora. Eres en verdad una hija perfecta, mi Qing-jao. Ya sirves bien a los dioses. Y ahora, con tu juramento, puedo estar seguro de que continuarás eternamente. Esto causará gran regocijo en la casa del cielo donde habita tu madre.
«¿De verdad? En el cielo conocen mi debilidad. Tú, padre, sólo ves que no he fallado todavía a los dioses. Madre debe saber lo cerca que he estado tantísimas veces, lo sucia que estoy cada vez que los dioses me miran.»
Pero él parecía tan pletórico de alegría que ella no se atrevió a mostrarle lo mucho que temía el día en que demostrara su indignidad para que todos la vieran. Así que lo abrazó.
Con todo, no pudo evitar preguntar:
—Padre, ¿crees de verdad que madre me ha oído hacer ese juramento?
—Eso espero —dijo Han Fei-tzu—. De lo contrario, los dioses seguramente guardarán el eco y lo pondrán en una concha marina y dejarán que la escuche cada vez que se la lleve al oído.
Este tipo de cuento era un juego al que habían jugado juntos cuando ella era niña. Qing-jao hizo a un lado su miedo y rápidamente elaboró una respuesta.
—No, los dioses guardarán el contacto de nuestro abrazo y lo tejerán en un chal, que ella podrá llevar alrededor de los hombros cuando llegue el invierno al cielo.
De todas formas, se sintió aliviada de que su padre no hubiera dicho que sí. Él sólo esperaba que su madre hubiera oído el juramento que había hecho. Tal vez no lo había oído, y por eso no se sentiría decepcionada cuando su hija fracasara.
Su padre la besó y luego se incorporó.
—Ahora estás preparada para oír tu tarea —declaró.
La cogió de la mano y la condujo a su mesa. Ella se colocó junto a él cuando se sentó en su silla; no era mucho más alta, de pie, que él sentado. Probablemente no había alcanzado todavía su altura adulta, pero esperaba no crecer mucho más. No quería convertirse en una de esas mujeres grandes y gordas que llevaban pesadas cargas en los campos. Es mejor ser un ratón que un cerdo, eso era lo que Mu-pao le había dicho hacía años.
Su padre hizo aparecer un mapa estelar en la pantalla. Ella reconoció la zona inmediatamente. Estaba centrada en el sistema estelar de Lusitania, aunque la escala era demasiado pequeña para que los planetas individuales fueran visibles.
—Lusitania está en el centro —dijo ella.
Su padre asintió. Tecleó unas cuantas órdenes más.
—Ahora observa esto. No la pantalla, sino mis dedos. Ésta, más la identificación de tu voz, es la clave que te dará acceso a la información que necesitarás.
Ella le vio teclear: 4Banda. Reconoció la referencia de inmediato. La antepasada-del-corazón de su madre fue Jing-qing, la viuda del primer emperador comunista, Mao Tse-Tung. Cuando Jing-qing y sus aliados fueron expulsados del poder, la Conspiración de Cobardes los vilipendió bajo el nombre «Banda de los Cuatro». La madre de Qing-jao fue una verdadera hija-del-corazón de aquella gran mártir del pasado. Y ahora Qing-jao podría seguir honrando a la antepasada-del-corazón de su madre cada vez que tecleara el código de acceso. Era un detalle por parte de su padre.
En la pantalla aparecieron muchos puntos verdes. Ella contó rápidamente, casi sin pensar: había diecinueve, agrupados a cierta distancia de Lusitania, pero rodeándola en la mayoría de las direcciones.
—¿Es la Flota Lusitania?
—Ésa era su posición hace cinco meses. —Volvió a teclear. Todos los puntos verdes desaparecieron—. Y ésta es su posición actual.
Ella los buscó. No encontró puntos verdes en ninguna parte. Sin embargo, su padre esperaba claramente que viera algo.
—¿Han llegado ya a Lusitania?
—Las naves están donde las ves —respondió su padre—. Hace cinco meses, la flota desapareció.
—¿Adónde fue?
—Nadie lo sabe.
—¿Fue un motín?
—Nadie lo sabe.
—¿La flota entera?
—Hasta la última nave.
—Cuando afirmas que desaparecieron, ¿qué quieres decir?
Su padre la miró con una sonrisa.
—Bien hecho, Qing-jao. Has hecho la pregunta adecuada. Nadie las vio; estaban todas en el espacio profundo. Así que no desaparecieron físicamente. Por lo que sabemos, puede que continúen avanzando, todavía en su curso. Sólo desaparecieron en el sentido de que perdimos todo contacto con ellas.
—¿Y los ansibles?
—En silencio. Todo dentro del mismo período de tres minutos. Ninguna transmisión se interrumpió. Una acabó y la siguiente nunca llegó a producirse.
—¿La conexión de cada nave con cada ansible planetario en todas partes? Imposible. Ni siquiera con una explosión, si pudiera haber una tan grande…, pero no sería un solo caso, de todas formas, porque las naves estaban muy ampliamente esparcidas alrededor de Lusitania.
—Bueno, podría ser, Qing-jao. Si puedes imaginar un hecho tan cataclísmico: podría ser que la estrella de Lusitania se convirtiera en supernova. Pasarían décadas antes de que viéramos el destello en los mundos más cercanos. El problema es que sería la supernova más improbable de la historia. No imposible, pero sí improbable.
—Y habría habido algunas indicaciones previas. Algunos cambios en el estado de la estrella. ¿Detectaron algo los instrumentos de las naves?
—No. Por eso no creemos que fuera ningún fenómeno astronómico conocido. A los científicos no se les ocurre nada para explicarlo. Así que hemos intentado investigarlo como sabotaje. Hemos buscado penetraciones en los ordenadores ansibles. Hemos escrutado todos los archivos personales de cada nave, en busca de alguna conspiración posible entre la tripulación. Se han efectuado criptoanálisis de todas las comunicaciones mantenidas en cada nave, para buscar alguna clase de mensaje entre los conspiradores. Los militares y el gobierno han analizado todo lo analizable. La policía de cada planeta ha llevado a cabo investigaciones, hemos comprobado el historial de cada operador del ansible.
—Aunque no se envíen mensajes, ¿están todavía conectados los ansibles?
—¿Tú qué crees?
Qing-jao se sonrojó.
—Claro que deben estarlo, aunque un Ingenio D.M. hubiera sido enviado contra la flota, porque los ansibles están enlazados por fragmentos de partículas subatómicas. Todavía estarían allí aunque toda la nave fuera reducida a cenizas.
—No te avergüences, Qing-jao. Los sabios no son sabios porque no cometan errores. Son sabios porque corrigen sus errores en cuanto los reconocen.
Sin embargo, Qing-jao se ruborizaba ahora por otro motivo. La sangre caliente se agolpaba en su cabeza porque acababa de ocurrírsele cuál iba a ser la orden de su padre. Pero eso era imposible. No podía darle a ella una tarea en la que miles de personas más sabias y expertas ya habían fracasado.
—Padre —susurró—. ¿Cuál es mi tarea?
Todavía esperaba que fuera algún problema menor relacionado con la desaparición de la flota. Pero sabía que su esperanza era vana incluso mientras hablaba.
—Debes descubrir toda explicación posible a la desaparición de la flota, y calcular la probabilidad de cada una. El Congreso Estelar debe poder decir cómo sucedió esto y cómo asegurarse de que nunca vuelva a suceder.
—Pero padre —protestó Qing-jao—, sólo tengo dieciséis años. ¿No hay muchas otras personas que son más sabias que yo?
—Tal vez son demasiado sabias para intentar la tarea. Pero tú eres lo bastante joven para no considerarte sabia. Eres lo bastante joven para pensar en cosas imposibles y descubrir por qué podrían ser posibles. Por encima de todo, los dioses te hablan con extraordinaria claridad, mi inteligente hija, mi Gloriosamente Brillante.
Era eso lo que temía, que su padre esperara que tuviese éxito por el favor de los dioses. No comprendía lo indigna que la encontraban los dioses, lo poco que la apreciaban.
Además había otro problema.
—¿Y si tengo éxito? ¿Y si averiguo dónde está la Flota Lusitania y restauro las comunicaciones? ¿No sería entonces culpa mía si la flota destruyera Lusitania?
—Es bueno que tu primer pensamiento sea compasión por la gente de Lusitania. Te aseguro que el Congreso Estelar me ha prometido no usar el Ingenio D.M. a menos que sea absolutamente inevitable, y eso es tan improbable que no puedo creer que vaya a suceder. Aunque así fuera, sin embargo, es el Congreso quien debe decidir. Como dijo mi antepasado-del-corazón: «Aunque los castigos del sabio pueden ser livianos, esto no es debido a su compasión; aunque sus penalizaciones puedan ser severas, no es porque sea cruel: simplemente sigue la costumbre adecuada al momento. Las circunstancias cambian según la edad, y las formas de tratar con ellas cambian con las circunstancias». Puedes estar segura de que el Congreso Estelar tratará con Lusitania no atendiendo a la amabilidad o a la crueldad, sino según lo que sea necesario para el bien de toda la humanidad. Por eso servimos a los gobernantes: porque ellos sirven al pueblo, que sirve a los antepasados, que sirven a los dioses.
—Padre, fui indigna al pensar otra cosa-dijo Qing-jao.
Ahora sentía su suciedad, en vez de conocerla en su mente. Necesitaba lavarse las manos. Necesitaba seguir una línea. Pero se contuvo. Esperaría.
«Haga lo que haga —pensó—, habrá una consecuencia terrible. Si fracaso, entonces mi padre perderá el honor ante el Congreso y por tanto ante todo el mundo de Sendero. Eso demostraría a muchos que no es digno de ser elegido dios de Sendero cuando muera.
«Si tengo éxito, el resultado puede ser xenocidio. Aunque la decisión pertenezca al Congreso, yo seguiría sabiendo que hice posible semejante atrocidad. La responsabilidad sería parcialmente mía. No importa lo que haga, estaré cubierta de fracaso y manchada de indignidad.»
Entonces su padre le habló como si los dioses le hubieran mostrado su corazón.
—Sí, fuiste indigna —manifestó—, y sigues siendo indigna en tus pensamientos incluso ahora.
Qing-jao se sonrojó e inclinó la cabeza, avergonzada, no de que sus pensamientos hubieran sido tan claramente visibles para su padre, sino de haber tenido pensamientos tan desobedientes.
Su padre le tocó amablemente el hombro con la mano.
—Pero creo que los dioses te harán digna. El Congreso Estelar tiene el mandato del cielo, pero tú has sido también elegida para seguir tu propio camino. Puedes tener éxito en esta gran labor. ¿Lo intentarás?
—Lo intentaré.
«También fracasaré, pero eso no sorprenderá a nadie, y menos a los dioses, que conocen mi indignidad.»
—Se han abierto todos los archivos pertinentes para que los investigues, cuando pronuncies tu nombre y teclees la clave. Si necesitas ayuda, avísame.
Se marchó de la habitación de su padre con dignidad y se obligó a subir lentamente las escaleras hasta su dormitorio. Sólo cuando estuvo dentro con la puerta cerrada se arrojó de rodillas y se arrastró por el suelo. Siguió vetas en la madera hasta que apenas pudo ver. Su indignidad era tan grande que no se sentía del todo limpia; fue al lavabo y se frotó las manos hasta que supo que los dioses estaban satisfechos. Dos veces los sirvientes intentaron interrumpirla con comidas o mensajes (poco le importaba qué), pero cuando vieron que estaba comulgando con los dioses se inclinaron y se marcharon en silencio.
No fue lavarse las manos lo que finalmente la dejó limpia. Fue el momento en que apartó de su corazón el último vestigio de inseguridad. El Congreso Estelar tenía el mandato del cielo. Ella tenía que purgarse de toda duda. Fuera lo que fuese lo que pretendían hacer con la Flota Lusitania, lo que cumplían era la voluntad de los dioses. Si de hecho ella estaba acatando la voluntad de los dioses, entonces le abrirían un camino para resolver el problema que le había sido planteado. Cada vez que pensara lo contrario, cada vez que las palabras de Demóstenes regresaran a su mente, tendría que anularlas recordando que debía obedecer a los gobernantes que tenían el mandato del cielo.
Para cuando su mente estuvo en calma, tenía las palmas despellejadas y manchadas de sangre. «Es así como surge mi comprensión de la verdad —se dijo—. Si me aparto lo suficiente de mi mortalidad, entonces la verdad de los dioses subirá hasta la luz.»
Quedó limpia por fin. Era tarde y sentía los ojos cansados. Sin embargo, se sentó ante su terminal y empezó a trabajar.
—Muéstrame los sumarios de toda la investigación que se ha realizado hasta ahora acerca de la Flota Lusitania —pidió—, empezando por el más reciente.
Casi de inmediato, las palabras empezaron a aparecer en el aire sobre su terminal, página tras página, alineadas como soldados marchando al frente. Leía una, luego la hacía correr, sólo para que la página que la seguía ocupara su lugar. Leyó siete horas hasta que no pudo más. Entonces se quedó dormida ante el terminal.
«Jane lo observa todo. Puede ocuparse de un millón de tareas y prestar atención a un millar de cuestiones a la vez. Ninguna de esas capacidades es infinita, pero son mucho mayores que nuestra patética habilidad para pensar en una cosa mientras hacemos otra. Sin embargo, ella tiene una limitación sensorial de la que nosotros carecemos; o, más bien, nosotros somos su mayor limitación. No puede ver o saber nada que no se haya introducido como dato en un ordenador que esté conectado a la gran telaraña entre mundos.
Es una limitación menor de lo que cabría suponer. Ella tiene acceso casi inmediato a los crudos inputs de cada nave, cada satélite, cada sistema de control de tráfico, y a casi todos los aparatos espías controlados electrónicamente en el universo humano. Pero sí significa que prácticamente nunca es testigo de las peleas de los amantes, de las historias de cama, de las discusiones de clase, de los chismorreos de sobremesa o las amargas lágrimas derramadas en privado. Sólo conoce ese aspecto de nuestras vidas que representamos como información digital.
Si le preguntaran el número exacto de seres humanos que habitan los mundos colonizados, daría rápidamente un número basado en las cifras censadas combinadas con las probabilidades de nacimientos y muertes en todos nuestros grupos de población. En la mayoría de los casos, podría encajar números y nombres, aunque ningún humano lograría vivir lo suficiente para leer la lista. Y si escogieran ustedes un nombre en el que acabaran de pensar (Han Qing-jao, por ejemplo), y le preguntaran a Jane: "¿Quién es esta persona?", ella les daría casi inmediatamente los datos vitales: fecha de nacimiento, ciudadanía, parentesco, altura, peso, último reconocimiento médico y calificaciones en el colegio.»
Pero todo eso es información gratuita, ruido de fondo para ella: sabe que está allí, pero no significa nada. Preguntarle acerca de Han Qing-jao sería como hacerle una pregunta sobre una molécula concreta de vapor de agua en una nube distante. La molécula está en efecto allí, pero no hay nada para diferenciarla del millón de otras en su inmediata vecindad.
Eso fue cierto hasta el momento en que Han Qing-jao empezó a usar su ordenador para acceder a todos los informes referidos a la desaparición de la Flota Lusitania. Entonces el nombre de Qing-jao subió muchos niveles en la atención de Jane, que empezó a mantener un archivo sobre todo lo que hacía Qing-jao con el ordenador. Rápidamente le resultó claro que Han Qing-jao, aunque sólo tenía dieciséis años, representaba un grave problema para Jane. Porque Han Qing-jao, desconectada como estaba de cualquier burocracia concreta, sin tener ningún eje ideológico sobre el que girar o un interés oculto que proteger, daba una perspectiva más amplia y por tanto más peligrosa a toda la información que todas las agencias humanas habían recogido.
¿Por qué era peligroso? ¿Había dado Jane pistas que Qing-jao pudiera seguir?
No, por supuesto que no. Jane no dejaba ninguna huella. Había pensado en dejar algunas, para intentar que la desaparición de la Flota Lusitania pareciera sabotaje, un fallo mecánico o algún desastre natural. Tuvo que renunciar a aquella idea, porque no podía crear ninguna prueba física. Sólo podía dejar datos confusos en las memorias de los ordenadores. Ninguno tendría jamás un análogo físico en el mundo real, y por tanto cualquier investigador medianamente inteligente advertiría enseguida que las pistas eran datos falsos. Entonces el mundo llegaría a la conclusión de que la desaparición de la Flota Lusitania tenía que haber sido causada por alguna agencia que tenía acceso detallado e inimaginable a los sistemas informáticos que poseían los datos falsos. Seguramente eso conduciría a su descubrimiento con más rapidez que si no dejaba ninguna evidencia.
No dejar rastro era el mejor rumbo, sin duda; y hasta que Han Qing-jao empezó su investigación, funcionó muy bien. Cada agencia investigadora buscó sólo en los lugares donde miraban normalmente. La policía de muchos planetas comprobó todos los grupos disidentes conocidos (y, en algunos lugares, torturó a varios hasta que éstos hicieron confesiones inútiles, y en ese punto los interrogadores terminaron sus informes y dieron el caso por cerrado). Los militares buscaron pruebas en la oposición militar, sobre todo en naves alienígenas, ya que tenían precisos recuerdos de la invasión insectora de hacía tres mil años. Los científicos buscaban la evidencia de algún fenómeno astronómico invisible que permitiera explicar la destrucción de la flota o el colapso selectivo de la comunicación por ansible. Los políticos buscaron a otra gente a quien echar la culpa. Nadie imaginó a Jane, y por tanto nadie la encontró.
Pero Han Qing-jao estaba atando todos los cabos, de manera cuidadosa, sistemática, siguiendo precisas investigaciones de datos. Inevitablemente, acumularía la evidencia que al final demostraría (y acabaría con) la existencia de Jane. Esa evidencia era, expresado en pocas palabras, la falta de evidencias. Nadie más podía verlo, porque nadie había introducido en la investigación una mente metódica que no tuviera ninguna tendencia prefijada.
Lo que Jane no podía saber era que la paciencia aparentemente inhumana de Qing-jao, su meticulosa atención a los detalles, su constante reformulación y reprogramación de las investigaciones informáticas, era el resultado de interminables horas de permanecer arrodillada sobre un suelo de madera, siguiendo con sumo cuidado una veta en la superficie desde el final de un tablón hasta otro, de un lado de la habitación a otro. Jane no podía imaginar que la gran lección que le habían enseñado los dioses convertía a Qing-jao en su oponente más formidable. Jane sólo sabía que en algún momento, esta investigadora llamada Qing-jao, descubriría lo que nadie más había comprendido realmente: que toda explicación concebible de la desaparición de la Flota Lusitania había sido ya eliminada por completo.
En ese punto, sólo quedaría una conclusión: alguna fuerza que todavía no había sido encontrada en ningún lugar de la historia de la humanidad tenía suficiente poder para hacer que una flota dispersa de astronaves desapareciera simultáneamente o, igual de improbable, para lograr que los ansibles de esa flota dejaran todos de funcionar al mismo tiempo. Y si esa misma mente metódica empezara entonces a hacer una lista de las presuntas fuerzas que pudieran tener ese poder, tarde o temprano encontraría la verdad: una entidad independiente que habitaba entre (no, que estaba compuesta de) los rayos filóticos que conectaban todos los ansibles. Como esta idea era verdadera, ningún escrutinio o investigación lógica la eliminaría. Al final, esta idea permanecería. En ese punto, alguien actuaría seguramente sobre el descubrimiento de Qing-jao y decidiría destruir a Jane.
Así que Jane seguía la investigación de Qing-jao cada vez con más fascinación. La hija de Han Fei-tzu, a sus dieciséis años, con sus treinta y nueve kilos de peso y su metro sesenta centímetros de altura, en la clase social e intelectual superior del mundo chino taoísta de Sendero, era el primer ser humano que Jane había conocido que se acercaba a la precisión y minuciosidad de un ordenador y, por tanto, de la propia Jane. Aunque Jane podía conseguir en una hora la investigación que Qing-jao tardaba semanas y meses en completar, la peligrosa verdad era que Qing-jao estaba siguiendo casi los mismos pasos que la propia Jane habría realizado; y por tanto no había ningún motivo para que Jane esperara que Qing-jao no fuera a llegar a la conclusión que ella misma alcanzaría.
Qing-jao era por tanto la enemiga más peligrosa de Jane, y Jane estaba indefensa y no podía detenerla, al menos físicamente. Intentar bloquear el acceso de Qing-jao a la información tan sólo conseguiría guiarla más rápidamente al conocimiento de su existencia. Así que, en vez de abierta oposición, Jane buscó otra forma de detener a su enemiga. No comprendía toda la naturaleza humana, pero Ender le había enseñado que para impedir que un ser humano haga algo, hay que encontrar un medio para conseguir que deje de querer hacerlo.