LIBRE ALBEDRÍO

‹Algunos de los nuestros piensan que debemos impedir a los humanos que estudien la descolada. La descolada está en el núcleo de nuestro ciclo vital. Tememos que encuentren un medio de matarla en todo el mundo, y eso nos destruiría a nosotros en el plazo de una generación.›

‹Y si conseguís detener la investigación humana, serán ellos quienes serán aniquilados en unos pocos años.›

‹¿Tan peligrosa es la descolada? ¿Por qué no pueden seguir conteniéndola como hasta ahora?›

‹Porque la descolada no muda aleatoriamente según las leyes naturales. Se adapta de forma inteligente para destruirnos.›

‹¿A vosotros?›

‹Hemos estado combatiendo a la descolada desde el principio. No en laboratorios, como los humanos, sino en nuestro interior. Antes de poner los huevos, hay una fase en que preparo sus cuerpos para que fabriquen todos los anticuerpos que necesitarán a lo largo de sus vidas. Cuando la descolada cambia, lo sabemos porque las obreras empiezan a morir. Entonces un órgano situado cerca de mis ovarios crea nuevos anticuerpos, y ponemos huevos para nuevas obreras que puedan soportar a la descolada revisada.›

‹Entonces también vosotros estáis intentando destruirla.›

‹No. Nuestro proceso es completamente inconsciente. Se produce en el cuerpo.de la reina colmena, sin intervención consciente. No podemos ir más allá del peligro actual. Nuestro órgano de inmunidad es mucho más efectivo y adaptable que ningún mecanismo del cuerpo humano, pero a la larga sufriremos el mismo destino que ellos, si la descoloda no es destruida. La diferencia es que si acabamos aniquilados por la descolada, no habrá otra reina colmena en el universo para que asegure la supervivencia de nuestra especie. Somos los últimos.›

‹Vuestro caso es aún más desesperado que el de ellos.›

‹Y estamos aún más indefensas. No tenemos ciencia biológica más allá del simple apareamiento. Nuestros métodos naturales fueron muy efectivos para combatir la enfermedad, de forma que nunca tuvimos los mismos ímpetus que los humanos para comprender la vida y controlarlo.›

‹¿Eso será todo, entonces? O somos destruidos, o lo seréis vosotros y los humanos. Si la descolada continúa, os matará. Si lográis detenerla, moriremos nosotros.›

‹Éste es vuestro mundo. La descolada está en vuestros cuerpos. Si hay que elegir entre vosotros y nosotros, seréis vosotros quienes sobreviviréis.›

‹Hablas por ti mismo, amigo mía. Pero ¿qué decidirán los humanos?›

‹Si tienen el poder de destruir a la descolada de una forma que también os destruya, les prohibiremos hacerlo.›

‹¿Prohibírselo? ¿Cuándo han obedecido los humanos alguna vez?›

‹Nunca prohibimos cuando no tenemos también el poder de prevenir.›

‹Ah.›

‹Éste es vuestro mundo. Ender lo sabe. Y si los demás humanos lo olvidan, se lo recordaremos.›

‹Tengo otra pregunto.›

‹Adelante.›

‹¿Qué hay de aquellos, como Guerrero, que quieren extender la descolada por todo el universo? ¿También se lo prohibiréis?›

‹No deben llevar la descolada a mundos que tienen vida multicelular.›

‹Pero eso es exactamente lo que pretenden hacer.›

‹No deben hacerlo.›

‹Pero estáis construyendo naves para nosotros. Cuando tengan el control de una, irán a donde quieran.›

‹No deben ir.›

‹Entonces, ¿se lo prohibirás?›

‹Nunca prohibimos cuando no tenemos también el poder de prevenir.›

‹Entonces, ¿seguiréis construyendo esas naves?›

‹La flota humana se acerca, con un arma que puede destruir este mundo. Ender está convencido de que la usarán. ¿Debemos conspirar con ellos y dejar vuestra herencia genética completa aquí, en este planeta único, para que podáis ser aniquilados?›

‹Entonces nos construís naves sabiendo que alguno de nosotros tal vez las use para la destrucción.›

‹Lo que vosotros hagáis con el poder de volar entre los estrellas será vuestra responsabilidad. Si actuáis como enemigos de la vida, entonces la vida se convertirá en vuestro enemigo. Nosotros os proporcionoremos naves como especie. Entonces vosotros, como especie, decidiréis quién se marcha de Lusitania y quién no.›

‹Hay muchos posibilidades de que el grupo de Guerrero obtenga entonces la mayoría. De que ellos sean quienes tomen las decisiones.›

‹Entonces, ¿debemos juzgar, y decidir que los humanos tienen derecho a intentar destruirnos? Tal vez Guerrero tenga razón. Tal vez los humanos sean quienes merecen ser aniquilados. ¿Quiénes somos nosotros para juzgaros? Ellos, con su Ingenio de Desintegración Molecular. Vosotros, con la descolada. Cada uno tiene el poder de destruir al otro, y sin embargo cada especie tiene muchos miembros que nunca causarían conscientemente ese daño y merecen vivir. No decidiremos. Simplemente construiremos las naves y dejaremos que vosotros y los humanos decidáis vuestro destino.›

‹Podríais ayudarnos. Podríais mantener las naves fuera del alcance del grupo de Guerrero y tratar sólo con nosotros.›

‹Entonces la guerra civil entre vosotros sería terrible. ¿Destruiríais su herencia genética, simplemente porque no estáis de acuerdo? ¿Quién será entonces el monstruo y el criminal? ¿Cómo juzgamos entre vosotros, cuando ambas partes están dispuestas a continuar la absoluta destrucción de la otra?›

‹Entonces no tengo ninguna esperanza. Alguien acabará destruido.›

‹A menos que los científicos humanos encuentren un medio de cambiar la descolada, para que podáis sobrevivir como especie, y la descolada pierda a su vez el poder de matar.›

‹¿Cómo es posible eso?›

‹No somos biólogos. Sólo los humanos pueden conseguirlo, si es que puede hacerse.›

‹Entonces no podemos impedir que investiguen la descolada. Tenemos que ayudarlos. Aunque estuvieran a punto de destruir nuestro bosque, no tenemos más remedio que ayudarlos.›

‹Sabíamos que llegaríais a esa conclusión.›

‹¿Lo sabíais?›

‹Por eso estamos construyendo naves para los pequeninos. Porque sois capaces de ser sabios.›


A medida que la noticia de la restauración de la Flota Lusitania se extendía entre los agraciados por los dioses de Sendero, empezaron a visitar la casa de Han Fei-tzu para presentarle sus respetos.

—No quiero verlos —dijo Han Fei-tzu.

—Tienes que hacerlo, padre. Es correcto que vengan a honrarte por un éxito tan importante.

—Entonces iré y les diré que fue todo cosa suya, y que yo no tuve nada que ver.

—¡No! —gimió Qing-jao—. No debes hacer eso.

—Es más, les diré que pienso que fue un gran crimen y que causará la muerte de un espíritu noble. Les diré que los agraciados de Sendero son esclavos de un gobierno cruel y pernicioso, y que debemos redoblar nuestros esfuerzos para destruir al Congreso.

—¡No me hagas oír eso! —chilló Qing-jao—. ¡Esas cosas no se pueden decir!

Y era cierto. Si Wang-mu observó desde la esquina cómo los dos, padre e hija, empezaban cada uno un ritual de purificación, Han Fei-tzu por haber pronunciado palabras rebeldes y Han Qing-jao por haberlas oído. El Maestro Fei-tzu nunca diría aquellas cosas a otras personas, porque aunque lo hiciera, ellos verían cómo tenía que purificarse de inmediato, y lo considerarían una prueba de que los dioses repudiaban sus palabras. «Los científicos que el Congreso empleó para crear a los agraciados realizaron bien su trabajo —pensó Wang-mu—. Incluso sabiendo la verdad, Han Fei-tzu está indefenso.»

Así, fue Qing-jao quien se reunió con los visitantes que acudieron a la casa y aceptó graciosamente sus alabanzas en nombre de su padre. Wang-mu permaneció con ella durante las primeras visitas, pero le resultó insoportable escuchar una y otra vez el relato de Qing-jao acerca de cómo su padre y ella habían descubierto la existencia de un programa de ordenador que habitaba en la red filótica de los ansibles, y cómo sería destruido. Una cosa era saber que, en su corazón, Qing-jao no creía estar cometiendo asesinato, y otra muy distinta oírla alardear de cómo sería llevado a cabo.

Pues no hacía más que alardear, aunque sólo Wang-mu lo sabía. Qing-jao concedía todo el crédito a su padre, pero ya que Wang-mu sabía que todo era cosa de Qing-jao, sabía también que cuando describía el hecho como un digno servicio a los dioses, en realidad estaba alabándose a sí misma.

—Por favor, no me hagas quedarme y seguir escuchando —suplicó Wang-mu.

Qing-jao la estudió por un momento, juzgándola. Entonces contestó, fríamente.

—Vete si quieres. Veo que sigues estando cautiva de nuestro enemigo. No te necesito.

—Por supuesto que no. Tienes a los dioses —replicó Wang-mu, pero al decirlo no pudo esconder la amarga ironía de su voz.

—Dioses en los que tú no crees —replicó Qing-jao, mordaz—. Naturalmente, a ti nunca te han hablado los dioses, ¿por qué deberías creer? Te despido como mi doncella secreta, ya que ése es tu deseo. Vuelve con tu familia.

—Como los dioses ordenen —acató Wang-mu.

Y esta vez no hizo ningún esfuerzo por ocultar su amargura ante la mención de los dioses.

Ya había salido de la casa y recorría el camino cuando Mu-pao fue tras ella. Ya que era vieja y gorda, Mu-pao no tenía ninguna esperanza de alcanzarla a pie. Fue a lomos de un burro, y parecía ridícula al acicatear al animal para que se apresurara. Burros, palanquines, todos los residuos de la antigua China…, ¿de verdad creían los agraciados que todas esas afectaciones los hacían más santos? ¿Por qué no viajaban simplemente en voladores y hovercoches, como hacía gente honrada en todos los demás mundos? Entonces Mu-pao no se humillaría, botando y rebotando en un animal que sufría bajo su peso. Para ahorrarle pasar vergüenza, Wang-mu se volvió y se reunió con Mu-pao a medio camino.

—El Maestro Han Fei-tzu te ordena que regreses.

—Dile al Maestro Han que es amable y bueno, pero mi señora me ha despedido.

—El Maestro Han dice que la señora Qing-jao tiene autoridad para despedirte como doncella secreta suya, pero no para echarte de su casa. Tu contrato es con él, no con ella.

Era cierto, Wang-mu no había pensado en eso.

—Te suplica que regreses —insistió Mu-pao—. Me dijo que te lo dijera así, para que vinieras amablemente, si no querías hacerlo de manera obediente.

—Dile que obedeceré. No debería suplicar a una persona tan humilde como yo.

—Se alegrará de saberlo —dijo Mu-pao.

Wang-mu caminó junto al burrito de Mu-pao. Fueron a paso lento, lo que hizo más cómodo el viaje tanto para Mu-pao como para el animal.

—Nunca le había visto tan trastornado —comentó Mu-pao—. Probablemente no debería decírtelo. Pero cuando le dije que te habías ido, casi se puso frenético.

—¿Le hablaban los dioses?

Sería triste que el Maestro la llamara de vuelta sólo porque, por algún motivo, se lo hubiera exigido el impulso esclavo de su interior.

—No. No lo parecía. Aunque, naturalmente, nunca lo he visto cuando le hablan los dioses.

—Naturalmente.

—No quería que te marcharas, nada más.

—Probablemente acabaré marchándome de todas formas —suspiró Wang-mu—. Pero con sumo placer le explicaré por qué he dejado de ser útil a la Casa de Han.

—Oh, por supuesto. Siempre has sido inútil. Pero eso no significa que no seas necesaria.

—¿Qué quieres decir?

—La felicidad puede depender tan fácilmente de las cosas útiles como de las inútiles.

—¿Es un dicho de un antiguo maestro?

—Es un dicho de una mujer gorda y vieja a lomos de un burro —replicó Mu-pao—. Y no lo olvides.

Cuando Wang-mu estuvo a solas con el Maestro Han en su cámara privada, él no mostró ningún signo de la agitación de la que había hablado Mu-pao.

—He conversado con Jane —dijo—. En su opinión, ya que tú también conoces su existencia y no crees que sea enemiga de los dioses, sería mejor que te quedaras.

—Entonces, ¿ahora serviré a Jane? —preguntó Wang-mu—. ¿He de ser su doncella secreta?

Wang-mu no pretendía que sus palabras parecieran irónicas; la idea de servir a una entidad no humana la intrigaba. Pero el Maestro Han reaccionó como si intentara suavizar una ofensa.

—No —respondió—. No debes ser sirviente de nadie. Has actuado con valentía y dignidad.

—Sin embargo, me llamaste para que cumpliera mi contrato contigo.

El Maestro Han inclinó la cabeza.

—Te llamé porque eres la única que conoce la verdad. Si te vas, entonces estaré solo en esta casa.

Wang-mu casi estuvo a punto de preguntar: «¿Cómo puedes estar solo, cuando tu hija está aquí». Y hasta unos cuantos días antes, decirlo no habría sido una crueldad, porque el Maestro Han y la señorita Qing-jao compartían una amistad tan íntima como pueden compartir padre e hija. Pero ahora, la barrera entre ambos era insuperable. Qing-jao vivía en un mundo donde era una sierva triunfal de los dioses, e intentaba mostrarse paciente con la locura temporal de su padre. El Maestro Han vivía en un mundo donde su hija y toda su sociedad eran esclavos de un Congreso opresor, y sólo él sabía la verdad. ¿Cómo podían hablarse cuando los separaba un abismo tan ancho y profundo?

—Me quedaré —prometió Wang-mu—. Te serviré como pueda.

—Nos serviremos mutuamente —dijo el Maestro Han—. Mi hija prometió enseñarte. Yo continuaré con su labor.

Wang-mu tocó el suelo con su frente.

—Soy indigna de tanta amabilidad.

—No. Los dos sabemos ahora la verdad. Los dioses no me hablan. Tu cara nunca debe volver a tocar el suelo ante mí.

—Tenemos que vivir en este mundo —alegó Wang-mu—. Te trataré como a un hombre honorable entre los agraciados, porque eso es lo que todo el mundo esperará de mí. Y tú debes tratarme como a una criada, por la misma razón.

La cara del Maestro Han se retorció amargamente.

—El mundo también espera que cuando un hombre de mi edad toma a una muchacha joven del servicio de su hija y la emplea en el propio, la use como concubina. ¿Debemos actuar cumpliendo las expectativas del mundo?

—No es propio de tu naturaleza aprovecharte de tu poder de esa forma —objetó Wang-mu.

—No es propio de mi naturaleza recibir tu humillación. Antes de conocer la verdad sobre mi aflicción, aceptaba la obediencia de otras personas porque creía que realmente se ofrecían a los dioses, y no a mí.

—Eso es ahora tan cierto como siempre. Los que creen que eres un agraciado ofrecen su obediencia a los dioses, mientras que aquellos que son deshonestos lo hacen para halagarte.

—Tú no eres deshonesta. Ni crees que los dioses me hablen.

—Ignoro si los dioses te hablan o no, o si lo han hecho alguna vez o si pueden hablar con alguien. Sólo sé que los dioses no te piden a ti ni a nadie que realices esos rituales ridículos y humillantes; ésos os fueron impuestos por el Congreso. Sin embargo, debes continuar con esos rituales porque tu cuerpo lo requiere. Por favor, permíteme continuar los rituales de humillación que se requieren a la gente de mi posición en el mundo.

El Maestro Han asintió con gravedad.

—Eres sabia más allá de tus años y educación, Wang-mu.

—Soy una muchacha muy tonta. Si tuviera alguna sabiduría, te suplicaría que me enviaras lo más lejos posible de este lugar. Compartir ahora la casa con Qing-jao será muy peligroso para mí. Sobre todo si ve que estoy cerca de ti, cuando ella no puede estarlo.

—Tienes razón. Soy un egoísta al pedirte que te quedes.

—Sí —convino Wang-mu—. Sin embargo, me quedaré.

—¿Por qué?

—Porque nunca podré regresar a mi antigua vida. Ahora sé demasiado del mundo y del universo, acerca del Congreso y de los dioses. Tendría en la boca el sabor del veneno todos los días de mi vida, si volviera a casa y fingiera ser lo que era antes.

El Maestro Han asintió gravemente, pero luego sonrió, y pronto se echó a reír.

—¿Por qué te ríes de mí, Maestro Han?

—Me río porque creo que nunca fuiste lo que solías ser.

—¿Qué significa eso?

—Creo que siempre has fingido. Tal vez incluso te engañabas a ti misma. Pero una cosa es segura. Nunca has sido una muchacha corriente, y nunca podrías haber llevado una vida corriente.

Wang-mu se encogió de hombros.

—El futuro es un millar de hilos, pero el pasado es un tejido que nunca puede ser rehecho. Tal vez me podría haber contentado. Tal vez no.

—Entonces estamos juntos, los tres.

Sólo entonces se volvió a Wang-mu para ver que no estaban solos. En el aire, sobre la pantalla, vio la cara de Jane, que le sonreía.

—Me alegro de que hayas vuelto —dijo Jane.

Por un momento, su presencia hizo que Wang-mu saltara a una esperanzada conclusión.

—¡Entonces no has muerto! ¡Te has salvado!

—Qing-jao nunca pretendió que muriera al instante —respondió Jane—. Su plan para destruirme avanza a su ritmo, y sin duda moriré según lo previsto.

—¿Por qué vuelves entonces a esta casa, si fue aquí donde se puso en marcha tu muerte?

—Tengo muchas cosas que hacer antes de morir, incluyendo la leve posibilidad de descubrir una forma de supervivencia. Da la casualidad de que el mundo de Sendero contiene muchos millares de personas que son mucho más inteligentes que el resto de la humanidad.

—Sólo debido a la manipulación genética del Congreso —puntualizó el Maestro Han.

—Cierto —admitió Jane—. Los agraciados del Sendero ya no son, hablando estrictamente, ni siquiera humanos. Sois otra especie, creada y esclavizada por el Congreso para tener ventaja sobre el resto de la humanidad. Sin embargo, se da la circunstancia de que un miembro de esa especie está de algún modo libre del Congreso.

—¿Es esto la libertad? —se lamentó el Maestro Han—. Incluso ahora, mi ansia de purificarme es casi irresistible.

—Entonces no te resistas —dijo Jane—. Puedo hablar contigo mientras te contorsionas.

Casi de inmediato, el Maestro Han empezó a extender los brazos y retorcerlos en el aire en su ritual de purificación. Wang-mu apartó la cara.

—No lo hagas —pidió él—. No ocultes tu rostro. No puedo avergonzarme al mostrarte esto. Soy un lisiado, eso es todo. Si hubiera perdido una pierna, mis amigos más íntimos no tendrían miedo de ver el muñón.

Wang-mu captó la sabiduría de sus palabras, y no apartó el rostro de la aflicción de su señor.

—Como iba diciendo —continuó Jane—, un miembro de esta especie está de algún modo libre del Congreso. Espero contar con tu ayuda en las tareas que intento ejecutar en los pocos meses que me quedan.

—Haré todo lo que pueda —aseguró el Maestro Han.

—Y si yo puedo ayudar, lo haré —ofreció Wang-mu.

Sólo después de decirlo se dio cuenta de lo ridículo que era por su parte. El Maestro Han era uno de los agraciados, uno de los seres con habilidades intelectuales superiores. Ella era sólo un espécimen sin educación de la humanidad común y corriente, sin nada que ofrecer.

Sin embargo, ninguno de ellos se mofó y Jane aceptó su oferta graciosamente. Tal amabilidad demostró una vez más a Wang-mu que Jane tenía que ser un organismo vivo, no sólo una simulación.

—Quisiera contaros los problemas que espero resolver.

Los dos prestaron atención.

—Como sabéis, mis amigos más queridos están en el planeta Lusitania. Los amenaza la Flota del Congreso. Estoy muy interesada en impedir que esa flota cause un daño irreparable.

—Pero estoy seguro de que ya han recibido la orden de usar el Pequeño Doctor-objetó el Maestro Han.

—Oh, sí, ya lo sé. Mi preocupación es impedir que esa orden cause la destrucción no sólo de los humanos de Lusitania, sino también de otras dos especies raman.

Entonces Jane les habló de la reina colmena y de cómo los insectores habían vuelto a la vida.

—La reina colmena está ya construyendo naves, esforzándose al límite para conseguir cuanto esté en su mano antes de que llegue la flota. Pero no hay ninguna posibilidad de que pueda construir suficientes para salvar más que a una pequeña fracción de los habitantes de Lusitania. La reina colmena podrá marcharse, o enviar a otra reina que comparta sus recuerdos, y le importa poco que sus obreras viajen con ella o no. Pero los pequeninos y los humanos no son tan autosuflcientes. Me gustaría salvarlos a todos. Sobre todo porque mis amigos más queridos, un portavoz de los muertos y un joven que sufre lesiones cerebrales, se negarían a abandonar Lusitania a menos que todos los demás humanos y pequeninos puedan salvarse.

—¿Son héroes, entonces? —preguntó el Maestro Han.

—Los dos lo han demostrado varias veces en el pasado.

—No estaba seguro de que los héroes existieran todavía en la especie humana.

Si Wang-mu no dijo lo que albergaba en su corazón: que el propio Maestro Han era uno de esos héroes.

—Estoy estudiando todas las posibilidades —dijo Jane—. Pero todo se reduce a una imposibilidad, o eso ha creído la humanidad durante más de tres mil años. Si pudiéramos construir una nave que viajara más rápido que la luz, que viajara tan rápidamente como los mensajes del ansible que se transmiten de mundo en mundo, entonces aunque la reina colmena pudiera construir sólo una docena de naves, podrían enviar fácilmente a todos los habitantes de Lusitania a otros planetas antes de que llegara la flota.

—Si lograras construir esa nave, podrías crear una flota propia para atacar a la Flota Lusitania y destruirla antes de que causara ningún daño —sugirió Han Fei-tzu.

—Ah, pero eso es imposible.

—¿Puedes concebir el viaje más rápido que la luz y sin embargo no puedes imaginar la destrucción de la Flota Lusitania?

—Oh, puedo imaginarlo —dijo Jane—. Pero la reina colmena no construiría una nave semejante. Le ha dicho a Andrew, mi amigo, el Portavoz de los Muertos…

—El hermano de Valentine —susurró Wang-mu—. ¿También vive?

—La reina colmena le ha dicho que nunca construirá un arma por ningún motivo.

—¿Ni siquiera para salvar a su propia especie?

—Tendrá la nave que necesita para salir del planeta, y los otros recibirán también suficientes naves para salvar a su especie. Se contenta con eso. No hay ninguna necesidad de matar a nadie.

—¡Pero si el Congreso se sale con la suya, morirán millones!

—Entonces será su responsabilidad. Al menos eso es lo que Andrew me dice que la reina le responde cada vez que llega a ese punto.

—¿Qué clase de razonamiento moral es ése?

—Olvidas que ella ha descubierto hace poco la existencia de otra forma de vida inteligente, y que estuvo peligrosamente cerca de destruirla. Y luego esa vida inteligente casi la destruyó a ella. Pero fue el hecho de que estuviera a punto de cometer el crimen de xenocidio lo que surtió más efecto sobre su razonamiento moral. No puede impedir a otras especies que hagan una cosa semejante, pero ella puede asegurarse de no hacerlo. Sólo matará cuando ésa sea la única esperanza que tenga para salvar la existencia de su especie. Y como ya tiene otra esperanza, no construirá una nave de guerra.

—Viajar más rápido que la luz —dijo el Maestro Han—. ¿Es ésa tu única esperanza?

—La única que considero con un mínimo de posibilidad. Al menos sabemos que algo en el universo se mueve más rápido que la luz: la información se pasa de un ansible a otro por el rayo filótico sin que se detecte el paso del tiempo. Un joven físico de Lusitania, que está en la cárcel en estos momentos, se pasa los días y las noches trabajando en este problema. Ejecuto para él todos los cálculos y simulaciones. En este mismo instante está probando una hipótesis sobre la naturaleza de los filotes usando un modelo tan complejo que para ejecutar el programa estoy robando tiempo de los ordenadores de casi un millar de universidades diferentes. Existe una esperanza.

—La habrá mientras tú vivas —dijo Wang-mu—. ¿Quién se encargará de esos grandes experimentos cuando tú ya no estés?

—Por eso hay tanta prisa —contestó Jane.

—¿Para qué me necesitas? —preguntó el Maestro Han—. No soy físico ni tengo ninguna esperanza de aprender suficiente sobre el tema en los próximos meses para que sirva de algo. Si alguien puede hacer algo, es tu físico encarcelado. O tú misma.

—Todo el mundo necesita un crítico imparcial para que diga: «¿Habéis pensado en esto?», o incluso: «Ya basta de ese callejón sin salida, pensad en otro sistema». Para eso te necesito. Te informaremos acerca de nuestro trabajo, y tú lo examinarás y dirás todo lo que se te ocurra. No sabemos qué observación casual podrá disparar la idea que estamos buscando.

El Maestro Han asintió, admitiendo aquella posibilidad.

—El segundo problema en el que estoy trabajando es aún más retorcido —dijo Jane—. Consigamos o no viajar más rápido que la luz, algunos pequeninos tendrán naves estelares y podrán abandonar Lusitania. El problema es que llevan en su interior el virus más insidioso y terrible conocido, uno que destruye toda forma de vida que toca excepto las pocas que pueden convertirse en una especie deformada de vida simbiótica que depende por completo de la presencia de ese virus.

—La descolada —dijo el Maestro Han—. Una de las justificaciones que se han usado a veces para que el Pequeño Doctor acompañara a la flota.

—Y puede que en efecto sea una justificación. Desde el punto de vista de la reina colmena, es imposible elegir entre una forma de vida u otra, pero como Andrew me ha señalado frecuentemente, los seres humanos no tienen ese problema. Si hay que elegir entre la supervivencia de la humanidad y la de los pequeninos, él elegiría a la humanidad, y por su bien yo también lo haría.

—Y yo —asintió el Maestro Han.

—Puedes estar seguro de que los pequeninos sienten lo mismo al revés —dijo Jane—. Si no en Lusitania, entonces en algún lugar, de algún modo, se producirá una terrible guerra en la que los humanos usarán el Ingenio D.M. y los pequeninos la descolada como arma biológica definitiva. Existe una buena probabilidad de que las dos especies se aniquilen. Así que siento cierta urgencia por la necesidad de encontrar un virus sustituto de la descolada, uno que ejecute todas las funciones necesarias en el ciclo vital de los pequeninos sin ninguna de sus capacidades depredadoras y autoadaptadoras. Una forma inerte y selectiva del virus.

—Creía que había formas de neutralizar la descolada. ¿No toman fármacos con el agua que beben en Lusitania?

—La descolada sigue anulando sus fármacos y adaptándose a ellos. Es una serie de carreras contrarreloj. Tarde o temprano la descolada ganará una, y entonces ya no habrá más humanos contra los que correr.

—¿Quieres decir con eso que el virus es inteligente? —preguntó Wang-mu.

—Así lo cree una de las científicas de Lusitania. Una mujer llamada Quara. Otros disienten. Pero, desde luego, el virus actúa como si fuera inteligente, al menos cuando se trata de adaptarse a los cambios de su entorno y a transformar a otras especies para que sirvan sus necesidades. Personalmente, considero que Quara tiene razón. Creo que la descolada es una especie inteligente con un lenguaje propio, que usa para difundir rápidamente información de un extremo del mundo a otro.

—No soy virólogo —objetó el Maestro Han.

—Sin embargo, si pudieras echar un vistazo a los estudios de Elanora Ribeira von Hesse…

—Por supuesto que los miraré. Sólo desearía poder tener tu esperanza en que podré serte de ayuda.

—Y luego está el tercer problema —prosiguió Jane—. Tal vez el más simple de todos. Los agraciados por los dioses de Sendero.

—Ah, sí —suspiró el Maestro Han—. Tus destructores.

—No por elección libre. No tengo nada contra vosotros. Pero hay algo que me gustaría conseguir antes de morir: encontrar un medio de alterar vuestros genes ya alterados, de forma que al menos las generaciones futuras puedan quedar libres de los DOC inducidos deliberadamente, sin que pierdan su extraordinaria inteligencia.

—¿Dónde encontrarás científicos dispuestos a trabajar en algo que el Congreso considerará seguramente una traición? —preguntó el Maestro Han.

—Lusitania —apuntó Wang-mu.

—Sí —dijo Jane—. Con vuestra ayuda, puedo pasar el problema a Elanora.

—¿No está trabajando en el problema de la descolada?

—Nadie puede trabajar en algo a todas horas. Esto será un cambio de ritmo que tal vez la ayude a relajarse de su trabajo en la descolada. Además, vuestro problema en Sendero puede ser relativamente fácil de resolver. Después de todo, vuestros genes alterados fueron creados originariamente por genetistas normales y corrientes que trabajaban para el Congreso. Las únicas barreras han sido políticas, no científicas. Ela quizá lo considere un asunto simple. Ya me ha dicho cómo debemos empezar. Necesitamos unas cuantas muestras de tejidos, al menos para empezar. Que un técnico médico de aquí realice un análisis por ordenador a nivel molecular. Puedo encargarme de la maquinaria el tiempo suficiente para asegurarme de que los datos que Elanora necesita se reúnan durante el análisis, y luego le transmitiré los datos genéticos. Es simple.

—¿De quién necesitas el tejido? —preguntó el Maestro Han—. No puedo pedirle a todos mis visitantes que me den una muestra.

—La verdad es que esperaba que pudieras —dijo Jane—. Hay tantos que van y vienen… Podemos usar piel muerta, ya sabes. Quizás incluso muestras fecales o de orina puedan contener células sanguíneas.

El Maestro Han asintió.

—Puedo hacerlo.

—Si son muestras fecales, yo me encargaré —sugirió Wang-mu.

—No —replicó el Maestro Han—. No estoy por encima de hacer todo lo que sea necesario para ayudar, incluso con mis propias manos.

—¿Tú? —preguntó Wang-mu—. Me he ofrecido voluntaria porque temía que humillaras a otros sirvientes pidiéndoles que lo hicieran.

—Nunca volveré a pedir a nadie que haga algo tan bajo y humillante que yo me niegue a hacer.

—Entonces lo haremos juntos —apuntó Wang-mu—. Por favor, recuerda, Maestro Han: tú ayudarás a Jane leyendo y respondiendo a los informes, mientras que las tareas manuales son la única manera en que yo puedo colaborar. No insistas en hacer lo que puedo hacer yo. Dedica en cambio tu tiempo a las cosas que sólo dependen de ti.

Jane interrumpió antes de que el Maestro Han tuviera tiempo de responder.

—Wang-mu, quiero que tú también leas los informes.

—¿Yo? Pero si no tengo educación ninguna.

—No importa —insistió Jane.

—Ni siquiera los entenderé.

—Entonces yo te ayudaré —dijo el Maestro Han.

—Esto no es justo —protestó Wang-mu—. No soy Qing-jao. Éste es el tipo de trabajo que ella podría hacer. No es para mí.

—Os observé a Qing-jao y a ti a través de todo el proceso que condujo a mi descubrimiento. Muchas de las claves procedieron de ti, Si Wang-mu, no de ella.

—¿De mí? Nunca intenté…

—No intentaste. Observaste. Estableciste relaciones en tu mente. Formulaste preguntas.

—Fueron preguntas estúpidas —objetó Wang-mu.

Sin embargo, en su corazón, se sintió contenta: ¡alguien lo había visto!

—Preguntas que ningún experto habría hecho —replicó Jane—. No obstante, fueron exactamente las preguntas que condujeron a Qing-jao a sus más importantes logros conceptuales. Puede que no seas una agraciada, Wang-mu, pero tienes dones propios.

—Leeré y responderé —accedió Wang-mu—, pero también reuniré muestras de tejidos. Todas las muestras de tejidos, para que el Maestro Han no tenga que hablar a esos visitantes agraciados y escuchar las alabanzas por un acto terrible que no ha cometido.

El Maestro Han todavía se opuso.

—Me niego a aceptar que tus actos…

Jane lo interrumpió.

—Han Fei-tzu, sé sabio. Wang-mu, como criada, es invisible. Tú, como señor de la casa, eres tan sutil como un tigre en un patio de recreo. Nada de lo que hagas pasará inadvertido. Deja que Wang-mu haga lo que sabe hacer mejor.

«Sabias palabras —pensó Wang-mu—. ¿Por qué me pides entonces que responda al trabajo de científicos, si cada persona debe dedicarse a lo que sabe hacer mejor?»

Sin embargo, guardó silencio. Jane les indicó que empezaran tomando sus propias muestras de tejidos; luego Wang-mu se dedicó a recoger muestras del resto del servicio de la casa. Encontró la mayoría de lo que necesitaba en peines y ropas sin lavar. En cuestión de unos días reunió muestras de una docena de visitantes agraciados, también tomadas de sus ropas. Nadie tuvo que tomar muestras fecales, después de todo. Pero ella habría estado dispuesta.

Qing-jao se dio cuenta de su presencia, por supuesto, pero la ignoró. A Wang-mu le dolía que la tratara tan fríamente, pues antes fueron amigas y Wang-mu todavía la amaba, o al menos amaba a la joven que había sido Qing-jao antes de la crisis. Sin embargo, no había nada que Wang-mu pudiera decir o hacer para restaurar su amistad. Ella había elegido otro camino.

Wang-mu guardó todas las muestras de tejidos cuidadosamente separadas y etiquetadas. No obstante, en vez de llevarlas a un técnico médico, encontró un medio mucho más simple. Vestida con algunas de las ropas viejas de Qing-jao, para parecer una estudiante agraciada en vez de una criada, se dirigió a la facultad más cercana y les dijo que trabajaba en un proyecto cuya naturaleza no podía divulgar, y solicitó humildemente que realizaran un análisis de las muestras de tejidos que llevaba. Como esperaba, no hicieron ninguna pregunta a una muchacha agraciada, aunque fuera una completa desconocida. En cambio, llevaron a cabo los análisis moleculares, y Wang-mu sólo pudo asumir que Jane había cumplido su promesa: que había tomado el control del ordenador y conseguido que el análisis incluyera todas las operaciones que Ela necesitaba.

De vuelta a casa, Wang-mu destruyó todas las muestras que había recogido y quemó el informe que le habían dado en la facultad. Jane tenía ya lo que necesitaba: era absurdo correr el riesgo de que Qing-jao o tal vez un criado de la casa a sueldo del Congreso descubriera que Han Fei-tzu estaba trabajando en un experimento biológico. Y en cuanto a alguien que la reconociera como la joven agraciada que había visitado la facultad…, no había ninguna posibilidad. Nadie que buscara a una muchacha agraciada por los dioses miraría siquiera a una criada como ella.


Así que has perdido a tu mujer y yo he perdido a la mía —dijo Miro.

Ender suspiró. De vez en cuando a Miro le apetecía charlar, y como su amargura estaba siempre a flor de piel, su charla tendía a ir directamente al grano y además era bastante desagradable. Ender no podía pedirle que se callara: Valentine y él eran casi las únicas personas que podían escuchar con paciencia la lenta articulación de Miro, sin mostrarle signos de impaciencia. Miro pasaba tanto tiempo acumulando pensamientos sin expresarlos, que sería una crueldad hacerle callar solamente porque no tenía tacto.

A Ender no le complacía que le recordara que Novinha lo había abandonado. Intentaba mantener aquella idea apartada de su mente, mientras trabajaba en otros problemas: en el de la supervivencia de Jane, sobre todo, y también un poco en todos los demás. Pero con las palabras de Miro, aquella sensación de dolor, vacío y pánico regresó. «Ella no está aquí. No puedo hablar y tener su respuesta. No puedo preguntar y hacerla recordar. No puedo cogerla de la mano. Y, lo más terrible de todo: tal vez no podré volver a hacerlo nunca.»

—Eso parece-dijo Ender.

—Probablemente no te gustará equipararlas —prosiguió Miro—. Después de todo, ella ha sido tu esposa durante treinta años, y Ouanda fue mi novia tal vez durante unos cinco. Pero eso sólo si empiezas a contar a partir de la pubertad. Ella fue mi amiga, mi amiga más íntima a excepción de Ela, desde que era pequeño. Así que, bien pensado, he pasado con Ouanda la mayor parte de mi vida, mientras que tú sólo has estado con madre la mitad de la tuya.

—Ahora me siento mucho mejor-dijo Ender.

—No te pongas de mala leche conmigo.

—No me obligues a ello.

Miro se echó a reír. Con demasiada fuerza.

—¿Estás de mal humor, Andrew? —Rió—. ¿Has perdido los estribos?

Era demasiado. Ender giró en su silla, apartándose del terminal donde había estado estudiando un modelo simplificado de la red ansible, intentando imaginar dónde podría encontrarse el alma de Jane en aquel entramado aleatorio. Se quedó mirando firmemente a Miro, hasta que éste dejó de reír.

—¿Te he hecho algo? —preguntó Ender.

Miro pareció más enfadado que avergonzado.

—Tal vez necesitara que lo hicieras —espetó—. ¿No se te ha ocurrido nunca? Todos os habéis mostrado muy respetuosos. Dejad que Miro conserve su dignidad. Dejadlo que se obsesione hasta volverse loco, ¿no? No habléis de lo que le sucedió. ¿No te parece que alguna vez me hizo falta alguien que me alegrara?

—¿No crees que yo no necesito eso?

Miro se volvió a reír, pero esta vez un poco más tarde, con más amabilidad.

—Has dado en el clavo. Me trataste como te gusta que te traten cuando estás apenado, y ahora te estoy tratando como a mí me gustaría ser tratado. Nos prescribimos mutuamente nuestra propia medicina.

—Tu madre y yo estamos casados todavía.

—Déjame decirte una cosa con la sabiduría de mis veinte años de vida. Será más fácil cuando empieces a admitir que nunca la recuperarás. Que está permanentemente fuera de tu alcance.

—Ouanda lo está. Novinha no.

—Ella está con los Hijos de la Mente de Cristo. Es un convento de monjas, Andrew.

—No tanto. Es una orden monástica en la que sólo pueden ingresar parejas casadas. No puede hacerlo sin mí.

—Ya —dijo Miro—. Podrás recuperarla cuando te unas a los Filhos. Ya te veo como dom Cristáo.

Ender no pudo dejar de reírse ante la idea.

—Durmiendo en camas separadas. Rezando todo el tiempo. Sin tocarse mutuamente.

—Si eso es el matrimonio, Andrew, entonces Ouanda y yo estamos casados ahora mismo.

—Lo es, Miro. Porque las parejas de los Filhos da Mente de Cristo trabajan juntos, y realizan un trabajo juntos.

—Entonces nosotros estamos casados. Tú y yo. Porque estamos intentando salvar a Jane juntos.

—Sólo amigos —objetó Ender—. Somos sólo amigos.

—Rivales es más exacto. Jane nos mantiene a los dos como a amantes en vilo.

Miro hablaba de forma muy parecida a Novinha en sus acusaciones contra Jane.

—No somos amantes —corrigió Ender—. Jane no es humana. Ni siquiera tiene cuerpo.

—¿No eras el lógico de los dos? ¿No acabas de decir que tú y madre podíais seguir casados, sin tocaros?

A Ender no le gustó la analogía, porque parecía entrañar cierta verdad. ¿Tenía razón Novinha al sentir celos de Jane, como los había tenido durante muchos años?

—Ella vive prácticamente dentro de nuestras cabezas —continuó Miro—. Un lugar al que ninguna esposa puede acceder.

—Siempre pensé que tu madre sentía celos de Jane porque deseaba tener a alguien así de cerca.

—Bobagem. Lixo —dijo Miro. (Tonterías. Basura.)—. Madre estaba celosa de Jane porque quería estar así de cerca de ti, y nunca pudo.

—¿Tu madre? Siempre fue autosuficiente. Hubo épocas en que compartimos mucha intimidad, pero siempre volvía a su trabajo.

—Igual que tú siempre volvías a Jane.

—¿Te lo ha dicho ella?

—No con esas palabras. Pero hablabas con ella, y de repente guardabas silencio, y aunque eres hábil subvocalizando, siguen habiendo pequeños movimientos en la mandíbula, y tus ojos y labios reaccionan un poco a todo lo que te dice Jane. Ella se daba cuenta. Estabas con madre, cerca, y de repente te encontrabas en otro lugar.

—Eso no es lo que nos separó —apuntó Ender—. Fue la muerte de Quim.

—La muerte de Quim fue la gota que desbordó el vaso. Si no hubiera sido por Jane, si madre hubiera creído de verdad que tú le pertenecías a ella, en cuerpo y alma, se habría vuelto hacia ti cuando murió Quim, en vez de alejarse.

Miro dijo lo que Ender había estado temiendo desde el principio. Que la culpa era del propio Ender. Que no había sido el marido perfecto. Que la había perdido. Y lo peor: él sabía que era verdad. La sensación de pérdida, que ya había considerado insoportable, se duplicó de pronto, se triplicó, se hizo infinita en su interior. Sintió la mano de Miro, pesada, torpe, sobre su hombro.

—Como Dios es mi testigo, Andrew, te juro que no pretendía hacerte llorar.

—A veces pasa.

—No es todo culpa tuya. Ni de Jane. Tienes que recordar que madre está loca de atar. Lo ha estado siempre.

—Sufrió mucho de niña.

—Perdió a todos los que amaba, uno a uno —dijo Miro.

—Y yo la dejé creer que también me había perdido a mí.

—¿Qué ibas a hacer, desconectar a Jane? Lo intentaste una vez, ¿recuerdas?

—La diferencia es que ahora ella te tiene a ti. Todo el tiempo que estuviste fuera, podría haberme alejado de Jane, porque te tenía a ti. Podría haber hablado menos con ella, le podría haber pedido que se retirara. Me habría perdonado.

—Tal vez —convino Miro—. Pero no lo hiciste.

—Porque no quise. Porque no quería dejarla marchar. Porque creía que podía mantener esta antigua amistad y seguir siendo un buen marido.

—No fue sólo Jane —suspiró Miro—. También fue Valentine.

—Supongo que sí. Entonces, ¿qué hago? ¿Me uno a los Filhos hasta que llegue la flota y nos destruya a todos?

—Haz lo mismo que yo.

—¿Qué?

—Toma aire. Déjalo escapar. Luego inspira otra vez.

Ender reflexionó un momento.

—Puedo hacerlo. Lo he estado haciendo desde que era niño.

Sólo un momento más, la mano de Miro sobre su hombro. «Por esto debería haber tenido un hijo propio —pensó Ender—. Para que se apoyara en mí cuando fuera pequeño, y para apoyarme yo en él cuando sea viejo. Pero nunca he tenido un hijo de mi propia simiente. Soy como el viejo Marcáo, el primer marido de Novinha. Rodeado de estos niños y sabiendo que no son míos. La diferencia es que Miro es mi amigo, no mi enemigo. Eso ya es algo. Puede que haya sido un mal esposo, pero puedo entablar una amistad y conservarla.»

—Deja de compadecerte de ti mismo y vuelve al trabajo.

Era Jane, hablando en su oído, y había esperado tanto tiempo antes de hacerlo que Ender casi estuvo a punto de llamarla para que se burlara de él. Casi, pero no del todo, y por eso lamentó su intrusión. Lamentó saber que ella había estado escuchando y observando todo el tiempo.

—Estás enfadado —dijo Jane.

«No sabes lo que siento —pensó Ender—. No puedes saberlo. Porque no eres humana.»

—Crees que no sé lo que sientes —observó ella.

Ender sintió un momento de vértigo, porque por un instante le pareció que ella había estado escuchando algo mucho más profundo que la conversación.

—Pero también yo te perdí una vez.

—Volví —subvocalizó Ender.

—Nunca del todo. Nunca fue como antes. Así que coge un par de esas lágrimas de autocompasión de tus mejillas y considera que son mías. Sólo para igualar el marcador.

—No sé por qué me molesto en intentar salvarte la vida —masculló Ender silenciosamente.

—Yo tampoco —respondió Jane—. Sigo diciéndote que es una pérdida de tiempo.

Ender volvió al terminal. Miro permaneció a su lado, contemplando la pantalla mientras simulaba la red ansible. Ender no tenía ni idea de lo que Jane le estaba diciendo a Miro, aunque estaba seguro de que le decía algo, ya que hacía tiempo que había descubierto que ella era capaz de mantener muchas conversaciones a la vez. No podía evitarlo: le molestaba un poco que Jane mantuviera una relación tan íntima con Miro como con él.

«¿No es posible que una persona quiera a otra sin intentar poseerla? —se preguntó—. ¿O está enterrado tan profundamente en nuestros genes que nunca podremos superarlo? Territorialismo. Mi esposa. Mi amiga. Mi amante. Mi molesta y deslumbrante personalidad computadorizada que está a punto de ser desconectada por culpa de una muchacha medio loca con desórdenes obsesivo-compulsivos en un planeta del que nunca había oído hablar. ¿Cómo podré vivir sin Jane cuando ya no esté?»

Ender amplió la pantalla, hasta que sólo aparecieron unos pocos parsecs en cada dimensión. Ahora la simulación mostraba una pequeña porción de la red, y el entramado era sólo media docena de rayos filóticos en el espacio profundo. Ahora, en vez de parecer un tejido intrincado y entretejido, los rayos filóticos parecían líneas aleatorias que pasaban a millones de kilómetros unas de otras.

—Nunca se tocan —comentó Miro.

No, nunca lo hacen. Era algo que Ender no había advertido nunca. En su mente, la galaxia era plana, como la mostraban siempre los mapas estelares, una visión boca abajo de la sección del brazo en espiral de la galaxia donde los humanos se habían extendido desde la Tierra. Pero no era plana. No había dos estrellas que estuvieran en el mismo plano que otras dos. Los rayos filóticos conectaban las naves y los planetas y los satélites en líneas perfectamente rectas, de ansible a ansible: parecían intersectarse cuando se veían en un mapa plano, pero en esta ampliación tridimensional, estaba claro que nunca se tocaban.

—¿Cómo puede vivir en eso? —preguntó Ender—. ¿Cómo puede existir en eso cuando no hay ninguna conexión entre esas líneas excepto en los puntos finales?

—Tal vez no lo hace. Tal vez vive en la suma de los programas de ordenador de cada terminal.

—En ese caso, podría almacenarse en todos los ordenadores y entonces…

—Y entonces nada. Nunca podría volver a reunirse porque sólo van a usar ordenadores limpios para dirigir los ansibles.

—No podrán mantenerlo eternamente —manifestó Ender—. Es demasiado importante que los ordenadores de planetas diferentes puedan hablar entre sí. El Congreso descubrirá muy pronto que no hay suficientes seres humanos para dirigir a mano, en un año, la cantidad de información que los ordenadores tienen que enviarse mutuamente por ansible cada hora.

—¿Entonces Jane se esconde? ¿Espera? ¿Se escabulle y se restaura hasta que vea una oportunidad dentro de cinco o diez años?

—Si en efecto es eso: un conjunto de programas.

—Tiene que ser más que eso.

—¿Por qué?

—Porque si no es más que un conjunto de programas, aunque sean programas que se autoescriben y se autorrevisan, fue creada por algún programador o algún grupo de programadores en alguna parte. En ese caso, sólo está ejecutando el programa que le fue dado desde el principio. No tiene libre albedrío. Es una marioneta. No una persona.

—Bueno, en ese tema, tal vez estás definiendo el libre albedrío de una manera muy limitada —opinó Ender—. ¿No somos iguales los seres humanos, programados por nuestros genes y nuestro entorno?

—No.

—¿Qué si no, entonces?

—Nuestras conexiones filóticas dicen que no somos iguales. Porque somos capaces de conectar unos con otros por simple voluntad, cosa que ninguna otra forma de vida de la Tierra puede hacer. Hay algo que tenemos, algo que somos, que no fue causado por ninguna otra cosa.

—¿Qué, nuestra alma?

—Ni siquiera eso —dijo Miro—. Porque los sacerdotes dicen que Dios creó nuestras almas, y eso nos pone bajo el control de otro marionetista. Si Dios creó nuestra voluntad, entonces Él es responsable de todas las opciones que tomamos. Dios, nuestros genes, nuestro entorno, o algún estúpido programador que teclea un código en un antiguo terminal…; no hay ningún libre albedrío que pueda existir si nosotros como individuos somos el resultado de alguna causa externa.

—Entonces, según recuerdo, la respuesta filosófica oficial es que el libre albedrío no existe. Sólo la ilusión de tal cosa, porque las causas de nuestra conducta son tan complejas que no podemos explicarlas. Si tienes una fila de piezas de dominó que se derriban unas a otras, entonces siempre puedes decir: mira, esta pieza se cayó porque esta otra la empujó. Pero cuando tienes un número infinito de piezas que pueden seguir en un número infinito de direcciones, nunca encontrarás dónde comienza la cadena causal. Así que piensas: esa pieza se cayó porque quiso.

—Bobagem —masculló Miro.

—Bueno, admito que es una filosofía sin ningún valor práctico. Valentine me lo explicó una vez de esta forma: aunque no existe el libre albedrío, tenemos que tratarnos unos a otros como si existiera para poder vivir juntos en sociedad. Porque de otro modo, cada vez que alguien hace algo terrible no se le puede castigar, porque sus genes o su entorno o Dios le instaron a hacerlo, y cada vez que alguien hace algo bueno, no se le puede honrar, porque también fue una marioneta. Si piensas que los que te rodean son marionetas, ¿por qué molestarte en hablarles? ¿Por qué idear nada o crear nada, ya que todo lo que ideas o creas o deseas o sueñas surge sólo del guión que el marionetista te dio?

—Desesperación —dijo Miro.

—Así, nos consideramos a nosotros mismos y a todos los que nos rodean seres volitivos. Nos tratamos como si hiciéramos las cosas con un propósito determinado, y no porque nos empujan desde atrás. Castigamos a los criminales. Recompensamos a los altruistas. Ideamos y construimos cosas juntos. Hacemos promesas y esperamos que los demás las mantengan. Todo es una ficción, pero cuando todo el mundo cree que las acciones de todos son el resultado de una elección libre, y da y toma responsablemente según eso, el resultado es la civilización.

—Sólo una ficción.

—Así es como lo explicó Valentine. Es decir, si no existe el libre albedrío. No estoy seguro de que ella lo crea. Supongo que diría que es civilizada, y por tanto debe creer en la historia, en cuyo caso cree absolutamente en el libre albedrío y piensa que toda idea de una historia inventada es una tontería…, pero eso es lo que ella creería aunque fuera cierto, y por eso no podemos estar seguros de nada.

Entonces Ender se echó a reír, porque Valentine se rió la primera vez que le contó esto hacía muchos años. Cuando los dos acababan de dejar la infancia, y él estaba escribiendo el Hegemón e intentaba comprender por qué su hermano Peter había hecho todas aquellas cosas grandes y terribles.

—No es gracioso —dijo Miro.

—A mí me lo pareció.

—O somos libres, o no lo somos. O la historia es cierta, o no lo es.

—La cuestión es que debemos creer que es cierta para poder vivir como seres humanos civilizados.

—No, no es eso. Porque si es mentira, ¿por qué deberíamos molestarnos en vivir como seres civilizados?

—Porque la especie tiene mejor posibilidad de sobrevivir de esta forma. Porque nuestros genes requieren que creamos en la historia para poder ampliar nuestra habilidad de transmitir esos mismos genes durante muchas generaciones en el futuro. Porque todo aquel que no cree en la historia empieza a actuar de formas improductivas y anticooperativas, y al final la comunidad, el rebaño, lo rechazará, de forma que sus posibilidades de reproducción disminuirán. Por ejemplo, lo meterán en la cárcel, y los genes que producen su conducta incrédula acabarán extinguidos.

—Entonces el marionetista requiere que creamos que no somos marionetas. Estamos obligados a creer en el libre albedrío.

—Eso es lo que me explicó Valentine.

—Pero ella no lo cree realmente, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Sus genes no se lo permiten.

Ender volvió a reírse. Sin embargo, Miro no se tomaba este asunto a la ligera, como un juego filosófico. Estaba furioso. Cerró los puños y extendió los brazos en un gesto rígido que introdujo su mano en el centro de la pantalla. Causó una sombra sobre ella, un espacio donde no era visible ningún rayo filótico. Un auténtico espacio vacío. Excepto que ahora Ender pudo ver las motas de polvo flotando en la pantalla, capturando la luz de la ventana y la puerta abierta de la casa. En concreto, una gran mota, como un filamento de pelo, una diminuta fibra de algodón, flotaba brillantemente en mitad del espacio donde sólo se veían los rayos filóticos.

—Cálmate —aconsejó Ender.

—No —gritó Miro—. ¡Mi marionetista está haciendo que me enfurezca!

—Calla. Escúchame.

—¡Estoy cansado de escucharte!

Sin embargo, guardó silencio y escuchó.

—Creo que tienes razón —suspiró Ender—. Creo que somos libres, y no pienso que sea sólo una ilusión en la que creemos porque tenga valor de supervivencia. También creo que somos libres porque no somos sólo este cuerpo, actuando según un guión genético. Y no somos almas que Dios creara de la nada. Somos libres porque existimos siempre. Desde el principio de los tiempos, sólo que no hubo principio y existimos todo el tiempo. Nada nos causó. Nada nos hizo. Simplemente somos, y siempre fuimos.

—¿Filotes? —preguntó Miro.

—Tal vez. Como esa mota de polvo en la pantalla.

—¿Dónde?

Ahora era invisible, pues la simulación holográfica dominaba de nuevo el espacio sobre el terminal. Ender introdujo la mano en la pantalla y proyectó una sombra que cayó sobre el holograma. Movió la mano y reveló la brillante mota que había visto antes. O tal vez no era la misma. Tal vez era otra, pero no importaba.

—Nuestros cuerpos, todo el mundo a nuestro alrededor, son como esa pantalla holográfica. Son reales, pero no muestran la verdadera causa de las cosas. Es lo único de lo que nunca podremos estar seguros, al mirar la pantalla del universo: por qué suceden las cosas. Pero detrás de todo, dentro de todo, si pudiéramos ver a través, encontraríamos la verdadera causa de todo. Filotes que existieron siempre, haciendo lo que quieren.

—Nada existió siempre-objetó Miro.

—¿Quién lo dice? El supuesto principio de este universo fue sólo el comienzo del orden actual: esta pantalla, todo lo que pensamos que existe. Pero ¿quién dice que los filotes que actúan según las leyes naturales que comenzaron en ese momento no existían antes? Y si todo el universo se pliega sobre sí mismo, ¿quién dice que los filotes no se liberarán simplemente de las leyes que siguen ahora, y volverán a…?

—¿A qué?

—Al caos. Al desorden. A la oscuridad. A donde estuvieran antes de que este universo fuera creado. ¿Por qué no podían ellos, nosotros, haber existido siempre y continuar existiendo siempre?

—Entonces, ¿dónde estaba yo entre el día en que comenzó el universo y el día en que nací? —dijo Miro.

—No lo sé. Improviso sobre la marcha.

—¿Y de dónde salió Jane? ¿Está su filote flotando por alguna parte, y de repente se puso al mando de un puñado de programas de ordenador y se convirtió en una persona?

—Tal vez.

—Y aunque exista algún sistema natural que de algún modo asigne filotes para que se pongan al mando de todo organismo que haya nacido, brotado o germinado, ¿cómo podría haber creado ese sistema natural a Jane? Ella no nació.

Jane, por supuesto, había estado escuchando todo el tiempo, y ahora intervino.

—Tal vez eso no sucedió —apuntó—. Tal vez no tengo filote propio. Tal vez no estoy viva.

—No —zanjó Miro.

—Tal vez —replicó Ender.

—Así que quizá no puedo morir —prosiguió Jane—. Tal vez en cuanto me desconectes será sólo un programa complicado apagándose.

—Tal vez —admitió Ender.

—No —intervino Miro—. Desconectarte será un asesinato.

—Tal vez hago las cosas que hago porque me han programado así, sin advertirlo. Tal vez sólo creo que soy libre.

—Ya hemos repasado ese argumento —dijo Ender.

—Tal vez sea cierto conmigo, aunque no lo sea con vosotros.

—Y tal vez no. Pero tú has repasado tu propio código, ¿no?

—Un millón de veces —asintió Jane—. Lo he examinado todo.

—¿Ves algo que te dé la ilusión de libre albedrío?

—No. Pero vosotros tampoco habéis encontrado ese gen en los humanos.

—Porque no lo hay —puntualizó Miro—. Como dijo Andrew, lo que somos, en el fondo, en nuestra esencia, lo que somos es un filote que se ha entrelazado con todos los trillones de filotes que componen los:,átomos y moléculas de nuestros cuerpos. Y lo que tú eres es también un filote, como nosotros.

—No es probable —objetó Jane.

Su rostro apareció ahora en la pantalla, una cara en sombras atravesada por los rayos filóticos.

—No digamos tonterías —le conminó Ender—. Nada de lo que sucede es probable hasta que existe, y entonces es seguro. Tú existes.

—Sea lo que sea yo —dijo Jane.

—Ahora mismo creemos que eres una entidad consciente de que existe, porque te hemos visto actuar de una forma que hemos aprendido a asociar con el libre albedrío. Tenemos exactamente tantas pruebas de que eres una inteligencia libre como las tenemos de que lo seamos nosotros. Si resulta que no lo eres, tendremos que cuestionarnos qué somos entonces. Ahora mismo, nuestra hipótesis es que nuestra identidad individual, lo que nos crea, es el filote que está en el centro de nuestro enlace. Si tenemos razón, entonces hay motivos para razonar que tú puedas tener uno también, y en ese caso debemos encontrar dónde está. Ya sabes que los filotes no son fáciles de encontrar. Nunca hemos detectado uno. Sólo suponemos que existen porque hemos visto evidencias del rayo filótico, que se comporta como si tuviera dos extremos con una localización concreta en el espacio. No sabemos dónde estás tú o a qué estás conectada.

—Si ella es como nosotros, como los seres humanos —intervino Miro—, entonces sus conexiones pueden cambiar y dividirse. Como cuando esa muchedumbre se formó en torno a Grego. He hablado con él acerca de lo que sintió. Como si toda esa gente formara parte de su cuerpo. Y cuando se separaron y se fueron cada uno por su lado, sintió como si lo hubieran sometido a una amputación. Creo que fue un enlace filótico. Creo que esas personas se conectaron realmente con él durante un momento, que realmente estuvieron parcialmente bajo su control, que formaron parte de su esencia. De modo que tal vez Jane sea así, todos esos programas de ordenador entrelazados con ella, y ella misma conectada a quienquiera que tenga ese tipo de relación. Tal vez a ti, Andrew. Tal vez a mí. O a parte de cada uno.

—Pero ¿dónde está? —dijo Ender—. Si tiene de verdad un filote…, no, si es de verdad un filote, entonces debe de tener un emplazamiento específico, y si pudiéramos encontrarlo, tal vez lograríamos mantener vivas las conexiones aunque todos los ordenadores sean desconectados de ella. Tal vez esté en nuestras manos impedir su muerte.

—No sé. Podría estar en cualquier parte —dudó Miro.

Hizo un gesto hacia la pantalla. Se refería a cualquier lugar en el espacio. Cualquier lugar en el universo. Y allí en la pantalla estaba la cabeza de Jane, con los rayos filóticos atravesándola.

—Para averiguar dónde está, tenemos que encontrar cómo y dónde comenzó —aseguró Ender—. Si es realmente un filote, fue conectada de algún modo, en alguna parte.

—Un detective siguiendo una pista de tres mil años —rió Jane—. Será divertido veros hacer todo esto en los próximos meses.

Ender la ignoró.

—Y si vamos a hacer esto, en primer lugar debemos averiguar cómo funcionan los filotes.

—El físico es Grego —declaró Miro.

—No quiero distraerle con un proyecto que no puede tener éxito —dijo Jane.

—Escucha, Jane, ¿no quieres vivir? —preguntó Ender.

—No puedo hacerlo de todas formas, ¿por qué perder el tiempo?

—Se está haciendo la mártir —protestó Miro.

—No. Estoy siendo práctica.

—Estás siendo idiota —espetó Ender—. Grego no podrá idear una teoría para viajar más rápido que la luz quedándose sentado y pensando en la física de la luz, o lo que sea. Si funcionara así, habrías conseguido ese tipo de viaje hace tres mil años, porque había cientos de físicos trabajando en el tema entonces, cuando se conocieron por primera vez los rayos filóticos y el Principio de la Instantaneidad de Park. Si a Grego se le ocurre, será por algún destello de intuición, alguna absurda conexión que haga en su mente, y eso no lo conseguirá concentrándose con toda su inteligencia en una simple cadena de pensamiento.

—Lo sé —admitió Jane.

—Sé que lo sabes. ¿No me dijiste que ibas a introducir a esa gente de Sendero,en nuestros proyectos por esa razón concreta? ¿Para tener pensadores no entrenados e intuitivos?

—No quiero que perdáis el tiempo.

—No quieres mantener la esperanza —se enfureció Ender—. No quieres admitir que hay una posibilidad de que puedas vivir, porque entonces empezarías a sentir miedo de la muerte.

—Ya lo siento.

—Ya te consideras muerta —dijo Ender—. Hay una gran diferencia.

—Lo sé —murmuró Miró.

—Así pues, querida Jane, no me importa si estás dispuesta a admitir que hay una posibilidad de que sobrevivas. Trabajaremos en esto y pediremos a Grego que piense en el tema, y ya que estamos en ello, repite esta conversación entera a esa gente de Sendero…

—Han Fei-tzu y Si Wang-mu.

—Eso es. Porque también pueden dedicarse a esto.

—No —dijo Jane.

—Sí —zanjó Ender.

—Quiero ver resueltos los problemas reales antes de morir. Quiero que Lusitania se salve, y que los agraciados de Sendero sean libres, y que la descolada sea domada o destruida. Y no os frenaré intentando trabajar en el proyecto imposible de salvarme.

—No eres Dios —asentó Ender—. De todas formas no sabes cómo resolver ninguno de esos problemas ni cómo van a ser resueltos, y por eso ignoras si el hecho de averiguar lo que eres para salvarte ayudará o perjudicará a esos otros proyectos, y desde luego también ignoras si concentrarnos en esos otros problemas los resolverá antes que si nos fuéramos de excursión hoy y jugáramos al tenis hasta la noche.

—¿Qué demonios es el tenis? —preguntó Miro.

Pero Ender y Jane permanecieron en silencio, mirándose. O más bien, Ender miraba a la imagen de Jane en la pantalla del ordenador, y esa imagen lo miraba a su vez.

—No sabes si tienes razón —precisó Jane.

—Y tú no sabes si estoy equivocado —replicó Ender.

—Es mi vida.

—Un cuerno. También formas parte de Miro y de mí, y estás atada al futuro de la humanidad, de los pequeninos y de la reina colmena. Lo que me recuerda, ya que estás haciendo que Han cómo-se-llame y Si Wang quién-sea…

—Mu.

—… trabajen en este asunto filosófico, yo voy a consultar con la reina colmena. Creo que no he discutido acerca de ti con ella. Tiene que saber más de los filotes que nosotros, ya que tiene conexiones filóticas con todas sus obreras.

—No he dicho que vaya a involucrar a Han Fei-tzu y a Si Wang-mu en tu estúpido proyecto para salvarme.

—Pero lo harás.

—¿Por qué lo haré?

—Porque Miro y yo te queremos y te necesitamos, y no tienes derecho a morirte sin intentar al menos vivir.

—No puedo dejar que me influyan cosas como ésa.

—Sí que puedes —intervino Miro—. Porque si no fuera por cosas como ésa, yo me habría suicidado hace tiempo.

—Yo no me suicidaré.

—Si no nos ayudas a encontrar una forma de salvarte, entonces eso será exactamente lo que harás —censuró Ender.

La cara de Jane desapareció de la pantalla del terminal.

—Huir no servirá tampoco de nada —advirtió Ender.

—Dejadme en paz —respondió Jane—. Tengo que pensar en esto durante un rato.

—No te preocupes, Miro —lo tranquilizó Ender—. Lo hará.

—Eso es-dijo Jane.

—¿Ya has vuelto?

—Pienso muy rápidamente.

—¿Y vas a trabajar en esto o no?

—Lo considero mi cuarto proyecto —anunció Jane—. Ahora mismo estoy informando a Han Fei-tzu y a Si Wang-mu.

—Está alardeando —murmuró Ender—. Puede mantener dos conversaciones a la vez, y le gusta fanfarronear para hacer que nos sintamos inferiores.

—Sois inferiores.

—Tengo hambre —dijo Ender—. Y sed.

—Almorcemos —propuso Miro.

—Ahora sois vosotros los que estáis alardeando —protestó Jane—. Presumiendo de vuestras funciones corporales.

—Alimentación —enumeró Ender—. Respiración. Excreción. Podemos hacer cosas que tú no puedes hacer.

—En otras palabras, no sois muy listos, pero al menos podéis comer y respirar y sudar.

—Eso es —sonrió Miro.

Sacó el pan y el queso mientras Ender servía el agua fría, y comieron. Comida sencilla pero buena, y se sintieron satisfechos.

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