‹Es curioso que los humanos llegaron a ser lo bastante inteligentes para poder viajar de un mundo a otro.›
‹Lo verdad es que no. He estado pensando en eso últimamente. Aprendieron de vosotros a viajar entre las estrellas. Ender dice que no comprendieron la física necesaria para hacerlo hasta que vuestra primero flota colonial llegó a su sistema solar.›
‹¿Tendríamos que habernos quedado en casa por temor o enseñar a volar a unas babosas sin pelo, con cuerpos blandos y cuatro extremidades?›
‹Hablaste hace un momento como si creyeras que los seres humanos tuvieran inteligencia.›
‹Está claro que la tienen.›
‹Yo creo que no. Creo que han encontrado un medio de falsificar la inteligencia.›
‹Sus naves vuelan. No hemos visto a ninguna de las vuestros surcando las ondas de luz a través del espacio.›
‹Todavía somos una especie muy joven. Pero míranos. Mírate. Ambas especies hemos desarrollado un sistema muy similar. Ambas tenemos cuatro tipos de vida. Los jóvenes, que son larvas indefensas. Las parejos, que nunca tienen inteligencia…, entre vosotros son los zánganos, entre nosotros las pequeños madres. Luego están los muchos individuos que poseen suficiente inteligencia para ejecutar tareas manuales: nuestras esposas y hermanos, vuestras obreras. Y finalmente los inteligentes: nosotros, los padres-árbol, y tú, la reina colmena. Somos los depositarios de la sabiduría de la especie, porque tenemos tiempo para pensar, para contemplar. Nuestra actividad primario es la reflexión.›
‹Mientras que los humanos están siempre de un lado para otro como los hermanos y los esposas. Como los obreras.›
‹No sólo los obreras. Sus jóvenes también atraviesan una etapa larval en la que están indefensos, y que duro más de lo que algunos de ellos piensan. Y cuando es la hora de reproducirse, todos se convierten en zánganos o pequeñas madres, pequeños máquinas que tienen sólo un objetivo en la vida: gozar del sexo y morir.›
‹Ellos creen que son racionales a lo largo de todos esas etapas.›
‹Se engañan a sí mismos. Incluso en sus mejores ejemplos, nunca, como individuos se alzan sobre el nivel de trabajadores manuales. ¿Quién entre ellos tiene tiempo poro volverse inteligente?›
‹Ninguno.›
‹Nunca saben nada. No gozan de suficientes años en sus cortas vidas para llegar a comprender nada en absoluto. Sin embargo, creen que comprenden. Desde la más tierno infancia, se engañan para pensar que comprenden el mundo, mientras que lo que en realidad sucede es que tienen algunos primitivos prejuicios y suposiciones. A medido que se hacen mayores, aprenden un vocabulario más elevado con el que expresar su seudo-conocimiento y engañar a otras personas para que acepten sus prejuicios como si fueran la verdad, pero todo se reduce o lo mismo. Individualmente, los seres humanos son todos idiotas.›
‹Mientras que, colectivamente…›
‹Colectivamente, son un conjunto de idiotas. Pero con tanto correr de un lado o otro pretendiendo ser sabios, lanzando teorías idiotas a medio comprender sobre esto y aquello, un por de ellos se topan con alguna idea que se acerca un poco más a la verdad de lo que ya se sabía. Y en una especie de vacilante prueba de tanteo y error, aproximadamente la mitad de las veces la verdad se obre paso y es aceptada por personas que todavía no la comprenden, que simplemente lo adoptan como un nuevo prejuicio en el que confiar a ciegas hasta que el siguiente idiota se encuentre por casualidad con uno mejora.›
‹Entonces estás diciendo que ninguno de ellos es inteligente individualmente, y que los grupos son aún más estúpidos que los individuos. Sin embargo al mantener a tantos idiotas entretenidos en fingir ser inteligentes, se encuentran con algunos de los mismos resultados con los que se encontraría una especie inteligente.›
‹En efecto.›
‹Si ellos son tan estúpidos y nosotros ton inteligentes, ¿por qué tenemos sólo una colmena, que sobrevive aquí porque nos trajo un humano? ¿Y por qué habéis dependido vosotros de ellos de una forma tan completa paro todos los avances técnicos y científicos que habéis realizado?›
‹Tal vez la inteligencia no lo es todo.›
‹Tal vez nosotros somos los estúpidos, al pensar que sabemos. Tal vez los humanos son los únicos que pueden tratar con el hecho de que nada puede ser conocido.›
Quara fue la última en llegar a la casa de su madre. Fue Plantador, el pequenino que servía como ayudante de Ender en los campos, quien la recibió. Estaba claro por el expectante silencio del salón que Miro no se lo había dicho a nadie todavía. Pero todos sabían, igual que Quara, por qué los había convocado allí. Tenía que ser Quim. Ender debía de haberlo alcanzado ya, y podía hablar con Miro a través de los transmisores que llevaban.
Si Quim estuviera bien, no los habrían reunido. Simplemente, se lo habrían dicho.
Así que todos lo sabían. Quara escrutó sus rostros mientras permanecía en la puerta. Ela, con aspecto dolorido. Grego, el rostro furioso, siempre furioso, idiota petulante. Olhado, sin expresión, con los ojos brillantes. Y madre. ¿Quién podía leer la terrible máscara que llevaba? Pena, desde luego, como Ela, y furia tan ardiente como la de Grego, y también la fría e inhumana distancia de la cara de Olhado. «Todos llevamos la cara de madre, de un modo u otro. ¿Qué parte de ella es mía? Si pudiera comprenderme, ¿qué reconocería entonces en la retorcida postura que tiene madre en su silla?»
—Murió por la descolada —anunció Miro—. Esta mañana. Andrew acababa de llegar.
—No pronuncies ese nombre —ordenó Novinha.
Su voz estaba ronca por el dolor mal contenido.
—Murió como un mártir —dijo Miro—. Murió como habría querido.
Novinha se levantó de la silla, torpemente. Por primera vez, Quara advirtió que su madre envejecía. Caminó con pasos inseguros hasta plantarse delante de Miro, que estaba sentado con las piernas abiertas. Entonces lo abofeteó con todas sus fuerzas.
Fue un momento de dolor. Ver a una mujer adulta golpeando a un lisiado indefenso ya era bastante penoso, pero ser testigos de cómo su madre golpeaba a Miro, que siempre fue su fuerza y salvación durante la infancia, resultó insoportable. Ela y Grego se levantaron de un salto y la arrastraron de vuelta a su silla.
—¿Qué intentas hacer? —chilló Ela—. ¡Golpear a Miro no nos devolverá a Quim!
—¡Miro y esa joya de su oído! —gritó Novinha. Se abalanzó de nuevo hacia Miro; los demás apenas pudieron contenerla, a pesar de su aparente fragilidad—. ¿Qué sabes tú de cómo quiere morir la gente?
Quara tuvo que admirar la forma en que Miro la observó, impertérrito, aunque tenía la mejilla roja por el golpe.
—Sé que la muerte no es lo peor que hay-dijo Miro.
—Sal de mi casa —ordenó Novinha.
Miro se levantó.
—No estás llorando por él —la acusó—. Ni siquiera sabes quién era.
—¡No te atrevas a decirme eso!
—Si lo amaras, no habrías intentado impedirle ir —dijo Miro. Su voz no era fuerte, y su habla era penosa y difícil de comprender. Todos lo escucharon, en silencio. Incluso su madre, pues sus palabras eran terribles—. Pero no lo amas. No sabes cómo amar a la gente. Sólo sabes cómo poseerla. Y como la gente nunca actuará como tú quieres, madre, siempre te sentirás traicionada. Y como tarde o temprano todo el mundo muere, siempre te sentirás engañada. Pero eres tú quien engaña, madre. Tú eres la que usa nuestro amor para intentar controlarnos.
—Miro —llamó Ela.
Quara reconoció el tono de su voz. Era como si volvieran a ser niños pequeños y Ela intentara calmar a Miro, para persuadirlo de que suavizara su actitud. Quara recordó haber oído a Ela hablarle así una vez, cuando su padre acababa de golpear a Novinha y Miro dijo: «Lo mataré. No sobrevivirá a esta noche». Esto era lo mismo. Miro decía cosas dolorosas a su madre, palabras que tenían el poder de matar. Sólo que Ela no podría detenerlo a tiempo, esta vez no, porque las palabras ya habían sido pronunciadas. El veneno estaba ahora dentro de su madre, haciendo su trabajo, buscando su corazón para quemarlo.
—Ya has oído a madre —espetó Grego—. Sal de aquí.
—Me voy —contestó Miro—. Pero sólo he dicho la verdad.
Grego avanzó hacia Miro, lo cogió por los hombros y lo empujó hacia la puerta.
—¡No eres uno de nosotros! —gritó—. ¡No tienes ningún derecho a decirnos nada!
Quara se interpuso entre ellos, enfrentándose a Grego.
—¡Si Miro no se ha ganado el derecho a hablar en esta familia, entonces no somos una familia!
—Tú lo has dicho —murmuró Olhado.
—Apártate de mi camino —masculló Grego.
Quara le había oído proferir amenazas antes, un millar de veces al menos. Pero esta vez, al estar tan cerca de él, con su aliento en la cara, se dio cuenta de que estaba fuera de control. La noticia de la muerte de Quim le había golpeado con fuerza, y tal vez en este momento no estaba cuerdo del todo.
—No estoy en tu camino —dijo Quara—. Adelante. Golpea una mujer. Empuja a un lisiado. Está en tu naturaleza, Grego. Naciste para destruir. Me avergüenza pertenecer a la misma especie que tú, no digamos a la misma familia.
Sólo después de hablar se dio cuenta de que tal vez estaba presionando demasiado a Grego. Después de todos estos años de discusión continuada, esta vez había logrado herirlo. Su expresión era aterradora.
Pero él no la golpeó. Pasó por su lado rodeándola, rodeando también a Miro, y se plantó en la puerta, las manos en el marco. Empujaba hacia fuera, como si intentara apartar a las paredes de su camino. O tal vez se aferraba a ellas, esperando que pudieran sujetarlo.
—No voy a dejar que me enfurezcas, Quara —manifestó—. Sé quién es mi enemigo.
Entonces salió por la puerta y se perdió en la oscuridad. Un momento después, sin decir nada más, Miro lo siguió. Ela habló mientras se dirigía también a la puerta:
—Sean cuales fueran las mentiras que te estás diciendo, madre, no ha sido Ender ni nadie más quien ha destruido a esta familia esta noche. Has sido tú.
Entonces se marchó.
Olhado se levantó y salió, sin pronunciar palabra. Quara quiso abofetearlo cuando pasó por su lado, para hacerle hablar. «¿Lo has grabado todo en los ordenadores de tus ojos, Olhado? ¿Tienes todas las imágenes grabadas en la memoria? Bien, no te sientas demasiado orgulloso de ti mismo. Puede que yo sólo tenga un cerebro hecho de tejidos para grabar esta maravillosa noche en la historia de la familia Ribeira, pero apuesto a que mis imágenes son tan claras como las tuyas.»
Novinha contempló a Quara. Su rostro estaba surcado de lágrimas. Quara no pudo recordar: ¿había visto llorar a su madre alguna vez antes?
—Entonces tú eres todo lo que queda-suspiró.
—¿Yo? —preguntó Quara—. Soy la hija a quien prohibiste el acceso al laboratorio, ¿recuerdas? Soy la que ha quedado apartada del trabajo de mi vida. No esperes que sea tu amiga.
Entonces también Quara se marchó. Salió al aire de la noche sintiéndose revitalizada, justificada. «Que la vieja bruja reflexione todo eso durante un tiempo, a ver si le gusta estar aislada, como hizo conmigo.»
Unos cinco minutos después, cuando Quara estaba cerca de la verja y el brillo de su ira se había difuminado, empezó a advertir lo que le había hecho a su madre. Lo que le habían hecho todos. Dejarla sola. Dejarla sintiendo que había perdido no sólo a Quim, sino a su familia entera. Aquello fue algo terrible, y su madre no lo merecía.
Quara se volvió de inmediato y regresó a la casa. Pero cuando atravesaba la puerta, Ela entró también en el salón por la otra, la que conducía al interior de la casa.
—No está aquí —dijo Ela.
—Nossa Senhora —susurró Quara—. Le dije cosas terribles.
—Todos lo hicimos.
—Nos necesita. Quim está muerto, y nosotros sólo supimos…
—Cuando ella golpeó así a Miro, fue…
Para su sorpresa, Quara descubrió que estaba llorando, abrazada a su hermana mayor. «¿Entonces todavía soy una niña, después de todo? Sí, lo soy, lo somos todos, y Ela sigue siendo la única que sabe consolarnos.»
—Ela, ¿era Quim el único que nos mantenía unidos? Ahora que ya no está, ¿hemos dejado de formar una familia?
—No lo sé.
—¿Qué podemos hacer?
Por respuesta, Ela la cogió de la mano y ambas salieron de la casa. Quara preguntó adónde iban, pero Ela no respondió, sólo le sujetó la mano y siguió avanzando. Quara la acompañó sin ofrecer resistencia: no tenía ni idea de qué hacer, y de algún modo seguir a Ela parecía algo seguro. Al principio pensó que Ela estaba buscando a su madre, pero no, no se dirigió al laboratorio ni a ningún otro lugar donde pudiera estar. Se sorprendió aún más al ver dónde terminó su camino.
Se encontraban delante del altar que el pueblo de Lusitania había erigido en mitad de la ciudad. El altar de Gusto y Cida, sus abuelos, los primeros xenobiólogos que descubrieron una forma para contener al virus de la descolada y salvar así a la colonia humana de Lusitania.
Aunque encontraron las drogas que impidieron que la descolada siguiera matando gente, ellos mismos murieron, demasiado infectados ya para que su propia droga los salvara.
El pueblo los adoró, construyó aquel altar, los llamó Os Venerados incluso antes de que la iglesia los beatificara. Y ahora que estaban a sólo un paso de ser canonizados como santos, estaba permitido rezarles.
Para sorpresa de Quara, Ela había acudido allí para rezar. Se arrodilló ante el altar, y aunque Quara no era demasiado creyente, se arrodilló junto a su hermana.
Abuelo, abuela, rezad a Dios por nosotros. Rezad por el alma de nuestro hermano Esteváo. Rezad por todas nuestras almas. Rezad a Cristo para que nos perdone.
Era una oración a la que Quara podía unirse con todo su corazón.
—Proteged a vuestra hija, nuestra madre, protegedla de… de su pena y su ira, y hacedle saber que la amamos y que vosotros la amáis y que… Dios la ama. Oh, por favor, pedidle a Dios que la ame y no la deje hacer ninguna locura.
Quara nunca había oído rezar así a nadie. Siempre eran oraciones memorizadas, o leídas. No este tropel de palabras. Pero, claro, Os Venerados no eran como los demás santos. Eran sus abuelos, aunque nunca habían llegado a conocerlos en vida.
—Decidle a Dios que ya hemos tenido suficiente —continuó Ela—. Tenemos que encontrar una salida a todo esto. Cerdis matando humanos. Esa flota que viene a destruirnos. La descolada intentando arrasar con todo. Nuestra familia odiándose. Encontradnos una salida, abuelo, abuela, y si no la hay entonces que Dios abra una, porque esto no puede continuar.
Ela y Quara respiraron pesadamente en medio del silencio agotador.
—En nome do Pai e do Filho e do Espírito Santo —dijo Ela—. Amem.
Amem —susurró Quara.
Entonces Ela abrazó a su hermana y las dos continuaron llorando en la noche.
Valentine se sorprendió al descubrir que el alcalde y el obispo eran las dos únicas personas en la reunión de emergencia. ¿Por qué estaba ella allí? No tenía fuerza, ni autoridad.
El alcalde Kovano Zeljezo le acercó una silla. Todos los muebles de la habitación privada del obispo eran elegantes, pero las sillas estaban diseñadas para resultar dolorosas. El asiento era tan estrecho que para poder sentarse había que mantener el trasero bien pegado al respaldo. Y el respaldo era en sí mismo recto como un ariete, sin ninguna concesión a la columna vertebral humana, y subía tan alto que la cabeza quedaba hacia delante. De permanecer sentada en ella algún tiempo, la silla acabaría obligando a quien la usara a inclinarse hacia delante, para apoyar los brazos sobre las rodillas.
«Tal vez eso era lo que se pretendía —pensó Valentine—. Sillas que te hacen inclinarte ante la presencia de Dios.»
O tal vez era aún más sutil. Las sillas estaban diseñadas para hacerte sentir tan físicamente incómodo que ansiabas una existencia menos corpórea. Castigaba la carne para preferir vivir en el espíritu.
—Parece sorprendida —comentó el obispo Peregrino.
—Comprendo que ustedes dos se reúnan en una situación de emergencia. ¿Me necesitan para que tome notas?
—Dulce humildad —dijo Peregrino—. Pero hemos leído sus escritos, hija mía, y seríamos estúpidos si no buscáramos su sabiduría en un momento problemático.
—Les ofreceré la sabiduría que tenga, pero yo no esperaría demasiada.
Con eso, el alcalde Kovano se zambulló en el tema de la reunión.
—Hay muchos problemas a largo plazo, pero no tendremos muchas posibilidades de resolverlos si no lo hacemos primero con el más inmediato. Anoche hubo una especie de pelea en la casa de los Ribeira…
—¿Por qué tienen que estar nuestras mejores mentes agrupadas en nuestra familia más inestable? —murmuró el obispo.
—No son la familia más inestable, obispo Peregrino —objetó Valentine—. Son simplemente la familia cuyas disputas internas causan más perturbación en la superficie. Otras familias sufren peores enfrentamientos, pero no se notan porque no importan tanto a la comunidad.
El obispo asintió sabiamente, pero Valentine sospechaba que se sentía molesto por verse corregido en un tema tan trivial. A pesar de todo, ella sabía que no lo era. Si el obispo y el alcalde empezaban pensando que en la familia Ribeira eran más inestables de lo que ya de por sí eran, podían perder su confianza en Ela, o en Miro, o en Novinha, todos los cuales eran absolutamente esenciales si Lusitania quería sobrevivir a las crisis futuras. Para esa cuestión, incluso los miembros más inmaduros de la familia, Quara y Grego, podían ser necesarios. Ya habían perdido a Quim, probablemente el mejor de todos. Sería una tontería perder también a los demás.
Si los líderes de la colonia empezaban a juzgar equivocadamente a los Ribeira como grupo, pronto los juzgarían también mal como individuos.
—Anoche la familia se dispersó —continuó el alcalde—, y por lo que sabemos, pocos son los que se hablan entre sí. He intentado encontrar a Novinha, y acabo de enterarme de que se ha refugiado con los Hijos de la Mente de Cristo y se niega a ver o a hablar con nadie. Ela me ha comunicado que su madre ha sellado todos los archivos del laboratorio xenobiológico, de forma que el trabajo se ha paralizado por completo esta mañana. Quara está con Ela, lo crea o no. Miro se encuentra fuera del perímetro, en alguna parte. Olhado está en su casa y su esposa dice que se ha desconectado los ojos, que es su forma de aislarse de la vida.
—Hasta ahora, parece que se están tomando muy mal la muerte del padre Esteváo —observó Peregrino—. Tengo que visitarlos y ayudarlos.
—Todas ésas son respuestas perfectamente aceptables al dolor —dijo Kovano—, y no habría convocado esta reunión si eso fuera todo. Como usted dice, Su Eminencia, debe tratar este asunto como su líder espiritual, sin mí.
—Grego —apuntó Valentine al advertir que Kovano no lo había incluido en la lista.
—Exactamente —asintió el alcalde—. Su respuesta fue irse a un bar…, a varios bares, antes de que acabara la noche, y decir a todos los matones borrachos y paranoides de Milagro, y tenemos unos cuantos, que los cerdis han asesinado al padre Quim a sangre fría.
—Que Deus nos avençóe —murmuró el obispo Peregrino.
—Hubo problemas en uno de los bares —prosiguió Kovano—. Ventanas destrozadas, sillas rotas, dos hombres hospitalizados.
—¿Una reyerta? —preguntó el obispo.
—No del todo. Sólo ira descargada en general.
—Entonces ya pasó.
—Eso espero. Pero parece que sólo se acabó cuando salió el sol. Y cuando llegó el alguacil.
—¿Alguacil? —preguntó Valentine—. ¿Sólo uno?
—Lidera una fuerza policial de voluntarios —explicó Kovano—. Como la brigada de bomberos voluntarios. Patrullas de dos horas. Despertamos a algunos. Hicieron falta veinte para calmar las cosas. Sólo contamos con unos cincuenta hombres en la brigada, por lo general sólo cuatro prestan servicio cada vez. Normalmente se pasan la noche contándose chistes. Y algunos de los policías fuera de servicio estaban entre los que destrozaron el bar.
—Eso significa que no son muy de fiar en una emergencia.
—Se comportaron espléndidamente anoche —objetó Kovano—. Los que estaban de servicio, quiero decir.
—Con todo, no hay esperanza ninguna de que controlen un disturbio real —suspiró Valentine.
—Se encargaron de las cosas anoche —insistió el obispo—. Esta noche la primera oleada se habrá agotado.
—Esta noche la noticia se habrá extendido. Todo el mundo conocerá la muerte de Quim y la furia será mayor —dijo Valentine.
—Tal vez —convino el alcalde Kovano—. Pero lo que me preocupa es mañana, cuando Andrew traiga el cadáver a casa. El padre Esteváo no era una figura muy popular, nunca iba a beber con los muchachos, pero se había convertido en una especie de símbolo espiritual. Como mártir, tendremos a mucha más gente queriendo vengarlo que discípulos dispuestos a seguirlo tuvo en vida.
—Entonces está diciendo que debemos celebrar un funeral sencillo y discreto —aventuró Peregrino.
—No lo sé. Tal vez lo que la gente necesita es un gran funeral, donde pueda descargar su dolor y superarlo de una vez por todas.
—El funeral no es nada —rebatió Valentine—. El problema es esta noche.
—¿Por qué esta noche? La primera oleada de la noticia de la muerte del padre Esteváo habrá pasado. El cadáver no llegará hasta mañana. ¿Qué pasa esta noche?
—Tienen que cerrar todos los bares. No permita que fluya el alcohol. Arreste a Grego y manténgalo aislado hasta después del funeral. Declare el toque de queda al anochecer y ponga de servicio a todos los policías. Patrulle la ciudad en grupos durante toda la noche, con porras y armas.
—Nuestra policía no tiene armas.
—Déselas de todas formas. No tienen que cargarlas, sólo mostrarlas. Una porra es una invitación para discutir con la autoridad, porque siempre se puede salir corriendo. Una pistola es un incentivo para comportarse con educación.
—Eso parece muy extremo —opinó el obispo Peregrino—. ¡Un toque de queda! ¿Qué pasa con los trabajos nocturnos?
—Cancélenlos todos menos los servicios vitales.
—Perdóneme, Valentine —dijo el alcalde—, pero si reaccionamos de forma excesiva, ¿no sacará eso las cosas de quicio? ¿No causará el tipo de pánico que queremos evitar?
—Nunca ha visto un motín, ¿verdad?
—Sólo lo que pasó anoche.
—Milagro es un pueblo muy pequeño —expuso el obispo Peregrino—. Sólo unas quince mil personas. Apenas somos suficientemente grandes para tener disturbios reales…, eso queda para las grandes ciudades, en mundos densamente poblados.
—No es cuestión de tamaño de la población, sino de su densidad y el miedo público. Sus quince mil personas están apiñadas en un espacio apenas mayor que el centro comercial de una ciudad. Tienen una verja alrededor, por decisión propia, porque más allá hay criaturas que son insoportablemente extrañas y que creen poseer el planeta entero, aunque todo el mundo puede ver grandes praderas que deberían abrirse al uso de los humanos, si no fuera porque los cerdis se oponen. La ciudad ha sido diezmada por una plaga, y ahora están aislados de los demás mundos y hay una flota que llegará dentro de poco para invadirlos, oprimirlos y castigarlos. Y en sus mentes, todo esto, todo, es culpa de los cerdis. Anoche se, enteraron de que los cerdis han vuelto a matar, aunque hicieron el solemne juramento de no dañar a ningún ser humano. Sin duda, Grego les ofreció una descripción bien detallada de la traición de los cerdis. El muchacho tiene habilidad con las palabras, sobre todo con las desagradables. Y los pocos hombres que estaban en el bar reaccionaron con violencia. Les aseguro que las cosas empeorarán esta noche, a menos que se adelanten.
—Si tomamos esa acción represora, pensarán que nos dejamos ` llevar por el pánico —alegó el obispo Peregrino.
—Pensarán que tienen firmemente el control. La gente equilibrada se lo agradecerá. Restaurarán la confianza pública.
—No sé —dudó Kovano—. Ningún alcalde ha hecho nada parecido antes.
—Ningún alcalde tuvo la necesidad.
—La gente dirá que utilicé la menor excusa para asumir poderes dictatoriales.
—Tal vez —admitió Valentine.
—Nunca creerán que podría haberse producido un motín.
—Y tal vez lo derrotarán en las próximas elecciones —apuntó Valentine—. ¿Y qué?
—Piensa como un clérigo —rió Peregrino.
—Estoy dispuesto a perder las elecciones para hacer lo que sea más adecuado —declaró Kovano, un poco resentido.
—Pero no está seguro de qué es lo adecuado —dijo Valentine.
—Bueno, no puede saber si habrá una revuelta esta noche.
—Sí puedo. Le aseguro que a menos que tome el control con mano firme ahora mismo y anule cualquier posibilidad de que la gente forme grupos, perderá mucho más que las próximas elecciones.
El obispo todavía estaba riéndose.
—¿No nos dijo que no esperáramos demasiada sabiduría por su parte?
—Si piensa que estoy actuando de forma exagerada, ¿qué propone usted?
—Anunciaré un servicio en memoria de Quim esta noche, y oraciones por la paz y la calma.
—Eso llevará a la catedral exactamente a la gente que nunca formaría parte de una revuelta-objetó Valentine.
—No comprende lo importante que es la fe para el pueblo de Lusitania —dijo Peregrino.
—Y usted no comprende lo devastadores que pueden ser el miedo y la ira, y lo rápidamente que se olvidan la religión, la civilización y la decencia humana cuando se forma una muchedumbre.
—Pondré en alerta a toda la policía esta noche —anunció el alcalde Kovano—, y a la mitad de ellos de servicio desde el atardecer a la medianoche. Pero no cerraré los bares ni declararé el toque de queda. Quiero que la vida siga con toda la normalidad posible. Si empezamos a cambiarlo y a cerrarlo todo, les estaremos dando más razones para sentirse asustados y furiosos.
—Les estaría dando una sensación de que la autoridad tiene el mando —discutió Valentine—. Estaría emprendiendo acciones comparables a los terribles sentimientos que albergan. Sabrían que alguien está haciendo algo.
—Es usted muy sabia —dijo el obispo Peregrino—, y éste sería un gran consejo para una ciudad grande, sobre todo en un planeta menos fiel a la fe cristiana. Pero nosotros somos un simple pueblo, y la gente es piadosa. No necesitan que los atemoricen. Necesitan apoyo y tranquilidad esta noche, no toques de queda, cierres, pistolas ni patrullas.
—Son ustedes quienes deben tomar la decisión. Como dije, la sabiduría que tengo la comparto.
—Y se lo agradecemos. Puede estar segura de que observaremos con atención los hechos de esta noche —dijo Kovano.
—Gracias por invitarme —contestó Valentine—. Pero ya pueden ver que, como predije, no he servido de gran cosa.
Se levantó de la silla, con el cuerpo dolorido por haber permanecido tanto tiempo en aquella postura imposible. No se había inclinado hacia delante. Tampoco lo hizo ahora, cuando el obispo extendió la mano para que se la besara. En cambio, Valentine la estrechó fuertemente; luego repitió la operación con el alcalde. Como a iguales. Como a extraños.
Salió de la habitación, ardiendo interiormente. Les había advertido y les había indicado lo que deberían hacer. Pero como la mayoría de los líderes que jamás se habían enfrentado con una crisis auténtica, no creían que esta noche se pudiera producir nada distinto a las otras noches. La gente sólo cree de verdad en lo que ha visto antes. Después de esta noche, Kovano creerá en toques de queda y cierres en momentos de tensión pública. Pero para entonces será demasiado tarde. Para entonces estarán contando las bajas.
¿Cuántas tumbas se cavarían junto a la de Quim? ¿Y de quién serían los cadáveres que reposarían en ellas?
Aunque Valentine era allí una extraña y conocía a pocas personas, no podía aceptar la revuelta como inevitable. Sólo había otra esperanza. Hablaría con Grego. Intentaría persuadirle de la seriedad de lo que estaba sucediendo. Si él iba de bar en bar esa noche, aconsejando paciencia, hablando con calma, entonces los disturbios se podrían atajar. Sólo él tenía la posibilidad de hacerlo. Ellos lo conocían. Era el hermano de Quim. Sus palabras los habían enfurecido la noche anterior. Ahora podrían escucharlo para que la revuelta fuera contenida, impedida, canalizada. Tenía que encontrar a Grego.
Si Ender estuviera allí… Ella era historiadora. Era Ender quien había conducido a los hombres a la batalla. Bueno, en realidad a niños. Había conducido a niños. Pero era lo mismo: él sabría qué hacer. «¿Por qué no está aquí ahora? ¿Por qué queda este asunto en mis manos? No tengo estómago para la violencia y la confrontación. Nunca lo he tenido.» Para eso nació Ender, un tercer hijo concebido a instancias del gobierno en una era en que no se permitía a los padres más que dos hijos sin sufrir devastadores sanciones legales: porque Peter fue demasiado sañudo, y ella, Valentine, demasiado mansa.
Ender habría convencido al alcalde y al obispo para que actuara con sensatez. Y si no hubiera podido hacerlo, habría sabido cómo ir a la ciudad a calmar los ánimos, a mantenerlos bajo control.
Sin embargo, aunque deseaba que Ender estuviera allí, sabía que ni siquiera él podría controlar lo que iba a suceder aquella noche. Tal vez lo que ella había sugerido ni siquiera sería suficiente. Había basado sus conclusiones sobre lo que sucedería en todo lo que había visto y leído en muchos mundos diferentes en muchas épocas distintas. La conflagración de la noche anterior se extendería muchísimo más aquella noche. Pero ahora Valentine empezaba a comprender que las cosas podrían ser mucho peores de lo que había supuesto en un principio. La gente de Lusitania había vivido sin expresar su miedo en un mundo extraño durante demasiado tiempo. Todas las otras colonias humanas se habían extendido inmediatamente, tomando posesión de sus mundos, apropiándoselos en cuestión de unas pocas generaciones. Los humanos de Lusitania todavía vivían en una pequeña reserva, virtualmente en un zoo donde terribles criaturas parecidas a cerdos los contemplaban a través de los barrotes. No se podía calcular lo que se había acumulado en el interior de esta gente. Probablemente no podría contenerse. Ni siquiera un día.
Las muertes de Pipo y Libo en el pasado ya habían sido graves. Pero ellos eran científicos que trabajaban entre los cerdis. Con ellos fue como cuando los aviones se estrellan o las naves espaciales estallan. Si sólo la tripulación estaba a bordo, el público no se preocupaba tanto: a la tripulación se le pagaba por el riesgo que corría. Este tipo de accidentes sólo causaba miedo y furia cuando morían civiles. Y en la mente de la gente de Lusitania, Quim era un civil inocente.
No, más que eso: era un hombre santo que llevaba hermandad y beatitud a aquellos semianimales que nada se merecían. Matarlo no fue sólo un acto bestial y cruel, sino también sacrílego.
La gente de Lusitania era tan piadosa como creía el obispo Peregrino. Lo que él olvidaba era la forma en que la gente piadosa había reaccionado siempre a los insultos contra su dios. Peregrino no recordaba lo suficiente de la historia del cristianismo, pensó Valentine, o quizá simplemente creía que todas aquellas cosas habían terminado con las cruzadas. Si la catedral era, de hecho, el centro de la vida en Lusitania, y si la gente sentía devoción por sus sacerdotes, ¿por qué imaginaba Peregrino que su pena ante el asesinato de un cura se expresaría en un simple servicio de oración? Si el obispo parecía pensar que la muerte de Quim carecía de importancia, aquello sólo serviría para aumentar la furia. Estaba añadiendo matices al problema, no resolviéndolo.
Valentine estaba todavía buscando a Grego cuando oyó que las campanas empezaban a doblar. La llamada a la oración. Sin embargo, ésta no era la hora normal de misa. La gente debía de estar alzando la cabeza sorprendida, preguntándose, ¿por qué doblan las campanas? Y entonces recordaban: el padre Esteváo ha muerto. El padre Quim fue asesinado por los cerdis. «Oh, sí, Peregrino, qué excelente idea, tocar esa campana. Eso ayudará a la gente a pensar que las cosas están tranquilas y normales. Líbranos, Señor, de todos los hombres sabios.»
Miro yacía acurrucado en un doblez de las raíces de Humano. No había dormido mucho la noche anterior, si es que había llegado a hacerlo, e incluso ahora estaba tendido sin moverse, con los pequeninos a su alrededor, golpeando con sus bastones ritmos en los troncos de Humano y Raíz. Miro oía las conversaciones y comprendía la mayor parte, aunque todavía no dominaba la lengua de los padres, porque los hermanos no hacían ningún esfuerzo por ocultarle sus agitadas conversaciones. Él era Miro, después de todo. Confiaban en él. No estaba mal que se diera cuenta de lo furiosos y asustados que estaban.
El padre-árbol llamado Guerrero había matado a un humano. Y no a uno cualquiera: su tribu y él habían asesinado al padre Esteváo, el ser humano más amado de todos después del propio Portavoz de los Muertos. Era inenarrable. ¿Qué deberían hacer? Habían prometido al Portavoz no entablar nunca más la guerra, ¿pero cómo si no podrían castigar a la tribu de Guerrero y mostrar a los humanos que los pequeninos repudiaban su pernicioso acto? La guerra era la única respuesta, y todos los hermanos de cada tribu atacarían el bosque de Guerrero y talarían sus árboles excepto aquellos que habían discutido contra el plan de Guerrero. ¿Y su árbol-madre? Ése era el debate que todavía continuaba: discutían si bastaría con matar a todos los hermanos y padres-árbol implicados en el bosque de Guerrero, o talar también el árbol-madre, para que no hubiera oportunidad de que ninguna semilla de Guerrero volviera a enraizar en el mundo. Dejarían vivo a Guerrero el tiempo suficiente para ver la destrucción de su tribu, y luego lo quemarían, la más terrible de todas las ejecuciones, y la única ocasión en que los pequeninos usaban el fuego dentro de un bosque.
Miro oyó todo esto, y quiso intervenir, quiso decir: «¿Para qué sirve todo eso ahora?». Pero sabía que nadie podría detener a los pequeninos. Estaban demasiado furiosos. En parte, se debía a la pena por la muerte de Quim, pero también porque sentían vergüenza. Guerrero los había avergonzado a todos al romper su tratado. Los humanos nunca volverían a confiar en los pequeninos, a menos que destruyeran por completo a Guerrero y a su tribu.
La decisión estaba tomada. Al día siguiente por la mañana todos los hermanos empezarían el viaje hacia el bosque de Guerrero. Pasarían muchos días agrupándose, porque ésta tenía que ser una acción de todos los bosques del mundo juntos. Cuando estuvieran preparados, con el bosque de Guerrero completamente rodeado, lo destruirían tan concienzudamente que nadie podría imaginar que allí se había alzado un bosque antes.
Los humanos lo verían. Sus satélites mostrarían cómo trataban los pequeninos a sus cobardes asesinos que transgredían los tratados. Entonces volverían a confiar en los pequeninos. Entonces los pequeninos podrían alzar la cabeza sin vergüenza en presencia de un humano.
Gradualmente, Miro se dio cuenta de que no sólo le estaban dejando escuchar sus conversaciones y deliberaciones. Se estaban asegurando de que oía y comprendía todo lo que hacían. «Esperan que lleve la noticia a la ciudad. Esperan que explique a los humanos de Lusitania cómo los pequeninos pretenden castigar a los asesinos de Quim. ¿No se dan cuenta de que ahora soy un extraño? ¿Quién me escucharía entre todos los humanos de Lusitania, a mí, a un muchacho lisiado surgido del pasado, con un habla casi ininteligible? No tengo ninguna influencia sobre los demás humanos. Apenas ten-go influencia sobre mi propio cuerpo.»
Sin embargo, era el deber de Miro. Se levantó lentamente, liberándose de su lugar entre las raíces de Humano. Lo intentaría. Iría a ver al obispo Peregrino y le diría lo que pretendían los pequeninos. El obispo difundiría la noticia y entonces la gente podría sentirse reconfortada al saber que miles de inocentes retoños de pequeninos serían asesinados para compensar la muerte de un hombre.
«¿Qué son los bebés pequeninos, después de todo? Sólo gusanos que viven en el oscuro vientre de un árbol-madre.» A la gente nunca se le ocurriría que apenas había diferencia entre este asesinato en masa de bebés pequeninos y la masacre de inocentes del rey Herodes en la época del nacimiento de Jesús. Sólo buscaban justicia. «¿Qué es la completa aniquilación de una tribu de pequeninos comparado con eso?»
Grego: «de pie en mitad de la plaza, la multitud alerta a mi alrededor, cada uno de ellos conectado a mí por un tenso cable invisible de forma que mi voluntad es la suya, mi boca pronuncia sus palabras, sus corazones laten a mi ritmo. Nunca he sentido esto antes, esta clase de vida, formar parte de un grupo como éste, y no ser sólo una parte, sino su mente, el centro, de forma que mi esencia los incluye a todos ellos, a cientos; mi furia es su furia, sus manos son mis manos, sus ojos sólo ven lo que yo les muestro».
La música, la cadencia de invocación, respuesta, invocación, respuesta:
—El obispo dice que recemos por la justicia, pero ¿es suficiente para nosotros?
—¡No!
—Los pequeninos dicen que ellos destruirán el bosque que asesinó a mi hermano, ¿pero les creemos?
—¡No!
«Ellos completan mis frases; cuando me paro a tomar aliento, ellos gritan por mí, de forma que mi voz no se calla nunca, sino que surge de las gargantas de quinientos hombres y mujeres. El obispo vino a verme, lleno de paz y paciencia. El alcalde vino a verme con sus advertencias de policía y tumultos, y sus amenazas de prisión. Valentine vino a verme, todo intelecto helado, hablando de mi responsabilidad.'Todos conocen mi poder, un poder que yo ignoraba, un poder que empezó sólo cuando dejé de obedecerlos y transmití finalmente a la gente lo que albergaba mi corazón. La verdad es mi poder. Dejé de engañar al pueblo y les di la verdad y ahora ven en qué me he convertido, en lo que nos hemos convertido juntos.»
—Si alguien castiga a los cerdis por matar a Quim, debemos ser nosotros. ¡Una vida humana debe ser vengada por manos humanas! Dicen que la sentencia para los asesinos es la muerte… ¡Pero somos nosotros quienes tenemos el derecho a decidir el verdugo! ¡Somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que la sentencia se cumple!
—¡Sí! ¡Sí!
—¡Dejaron morir a mi hermano en la agonía de la descolada! ¡Contemplaron su cuerpo ardiendo desde dentro! ¡Ahora quemaremos ese bosque hasta el final!
—¡Quemadlos! ¡Fuego! ¡Fuego!
«Ved cómo prende la cerilla, cómo arrancan puñados de hierba y la encienden. ¡La llama que encenderemos juntos!»
—Mañana partiremos en expedición de castigo…
—¡Esta noche! ¡Esta noche! ¡Ahora!
—Mañana. No podemos partir esta noche, tenemos que proveernos de agua y suministros.
—¡Ahora! ¡Esta noche! ¡A quemarlos!
—Os digo que no podremos llegar allí en una sola noche, está a cientos de kilómetros de distancia, harán falta días para llegar…
—¡Los cerdis están justo al otro lado de la verja!
—No los que mataron a Quim…
—¡Todos son unos asesinos hijos de puta!
—Son los que mataron a Libo, ¿no?
—¡Mataron a Pipo y Libo!
—¡Todos son asesinos!
—¡Quemémoslos esta noche!
—¡Quemémoslos a todos!
—¡Lusitania para nosotros, no para los animales!
«¿Están locos? ¿Cómo pueden pensar que los dejaría matar a estos cerdis? Ellos no han hecho nada.»
—¡Es Guerrero! ¡Es a Guerrero y su bosque a quienes tenemos que castigar!
—¡Castigadlos!
—¡Muerte a los cerdis!
—¡Quemadlos!
—¡Fuego!
«Un silencio momentáneo. Un instante de calma. Una oportunidad. Piensa en las palabras adecuadas. Piensa en algo para recuperarlos, se te están escapando. Formaban parte de mi cuerpo, eran parte de mi esencia, pero ahora se escabullen, un espasmo y he perdido el control, si es que alguna vez he llegado a tenerlo. ¿Qué puedo decir en esta fracción de segundo de silencio para devolverlos a la cordura?»
Demasiado tiempo. Grego esperó demasiado para pensar en algo. Fue una voz infantil la que llenó el breve silencio, la voz de un niño que todavía no había alcanzado la adolescencia, exactamente el tipo de voz inocente que podría causar que la santa furia de sus corazones entrara en erupción, para llevarlos a una acción irrevocable.
—¡Por Quim y por Cristo! —gritó el niño.
—¡Quim y Cristo! ¡Quim y Cristo!
—¡No! —gritó Grego—. ¡Esperad! ¡No podéis hacer esto!
Lo rodearon, lo derribaron. Estaba a gatas, alguien le pisó la mano. «¿Dónde está el banco en el que me había subido? Aquí está, agárrate, no dejes que te arrollen, me matarán si no me levanto, tengo que moverme con ellos, levantarme y caminar con ellos, correr con ellos o me aplastarán.»
Entonces se marcharon, dejándolo atrás, rugiendo, gritando, el tumulto de pies saliendo de la plaza a las calles, mientras pequeñas llamas prendían, y las voces gritaban «Fuego» y «Quemadlos» y «Quim y Cristo», fluyendo como una corriente de lava desde la plaza hacia el bosque que esperaba en la colina cercana.
—Dios del cielo, ¿qué están haciendo?
Era Valentine. Grego se arrodilló junto al banco, apoyándose en él, y vio que ella estaba a su lado, mirando la turba que se marchaba de aquel frío cráter vacío donde había comenzado la conflagración.
—Grego, engreído hijo de puta, ¿qué has hecho?
—Iba a conducirlos hasta Guerrero. Iba a guiarlos hacia la justicia.
—Eres físico, joven idiota. ¿No has oído hablar nunca del principio de incertidumbre?
—Física de partículas. Física filótica.
—Física de turbas, Grego. Nunca llegaste a poseerlos. Ellos te poseyeron a ti. Y ahora te han utilizado y van a destruir el bosque de nuestros mejores amigos y abogados entre los pequeninos. ¿Qué vamos a hacer? Será la guerra entre humanos y pequeninos, a menos que tengan un autocontrol inhumano, y será nuestra culpa.
—Guerrero mató a Quim.
—Un crimen. Lo que tú has iniciado aquí, Grego, es una atrocidad.
—¡Yo no lo hice!
—El obispo Peregrino te aconsejó. El alcalde Kovano te advirtió. Yo te supliqué. Y lo hiciste de todas formas.
—Me advirtió de una revuelta, no sobre esto…
—Esto es una revuelta, idiota. Peor que una revuelta. Es un pogrom. Es una masacre. Es un asesinato de niños. Es el primer paso en el largo y terrible camino hacia el xenocidio.
—¡No puede culparme por eso!
La cara de Valentine es terrible a la luz de la luna, a la luz de las puertas y las ventanas de los bares.
—Te echo la culpa sólo de lo que hiciste. Empezaste un fuego en un día seco, caluroso y con viento, a pesar de todas las advertencias. Te responsabilizo de eso, y si no te consideras responsable de todas las consecuencias de tus propios actos, entonces eres realmente indigno de la sociedad humana y espero que pierdas tu libertad para siempre.
«Se ha ido. ¿Adónde? ¿A hacer qué? No puede dejarlo aquí solo. No es justo que lo dejen solo.» Unos momentos antes era un coloso, con quinientos corazones, mentes y bocas; un millar de manos y pies; ahora todo había desaparecido, como si su gran cuerpo nuevo hubiera muerto y él se hubiera convertido en el tembloroso fantasma de un hombre, la débil alma de un gusano despojado de la poderosa carne que solía gobernar. Nunca había estado tan asustado. Casi lo mataron en su ansia por dejarlo, casi lo aplastaron contra la hierba.
Eran suyos, de todas formas. Él los había creado, los había convertido en una simple muchedumbre, y aunque habían malinterpretado para qué los había creado, todavía actuaban según la ira que había provocado en ellos, y con el plan que había introducido en sus mentes. Su intención era mala, eso es todo…; por lo demás, estaban haciendo exactamente lo que quería que hicieran. Valentine tenía razón. Era su responsabilidad. Lo que hicieran ahora, lo había cometido él igual que si todavía estuviera al frente del grupo. Entonces, ¿qué podía hacer?
Detenerlos. Conseguir el control de nuevo. Plantarse ante ellos y suplicarles que se detuvieran. No iban a quemar el lejano bosque del loco Guerrero, sino a masacrar a los pequeninos que él conocía, aunque no los apreciara mucho. Tenía que detenerlos, o la sangre mancharía sus manos como savia que no podría ser lavada ni frotada, un dolor que permanecería siempre en su interior.
Echó a correr, siguiendo el fangoso rastro de sus pisadas entre las calles, donde la hierba quedó convertida en cieno. Corrió hasta que le dolió el costado, atravesó la verja por donde la habían roto. ¿Dónde estaba el campo disruptor cuando lo necesitaban? ¿Por qué no lo conectaba nadie? Entonces llegó al lugar donde las llamas lamían ya el cielo.
—¡Alto! ¡Apagad el fuego!
—¡Quemadlos!
—¡Por Quim y Cristo!
—¡Morid, cerdos!
—¡Ése, que se escapa!
—¡Mátalo!
—¡Quémalo!
—¡Los árboles no están aún secos…, el fuego no prende!
—¡Sí arde!
—¡Talad el árbol!
—¡Ahí hay otro!
—¡Mirad, los pequeños bastardos están atacando!
—¡Partidlos por la mitad!
—¡Dame esa azada si no vas a usarla!
—¡Destroza al pequeño cerdo!
—¡Por Quim y Cristo!
La sangre salta en un amplio arco y rocía la cara de Grego cuando se abalanza hacia delante, intentando detenerlos. «¿Conocí a éste? ¿Conocí la voz de este pequenino antes de que se convirtiera en este grito de agonía y muerte? No puedo controlar esto, lo han roto. A ella. La han destrozado. Una esposa. Una esposa nunca vista. Entonces debemos estar cerca del centro del bosque, y ese gigante debe ser el árbol-madre.»
—¡Aquí hay un árbol asesino si alguna vez he visto uno!
Alrededor del perímetro del claro donde se alzaba el gran árbol, los árboles menores empezaron súbitamente a inclinarse, y luego se desplomaron, rotos sus troncos. Por un momento, Grego pensó que eran los humanos talándolos, pero entonces advirtió que no había nadie cerca de aquellos árboles. Se quebraban ellos solos, lanzándose a la muerte para aplastar a los humanos asesinos en un intento por salvar al árbol-madre.
Por un instante, funcionó. Los hombres gritaron en agonía; tal vez una docena o dos fueron aplastados o quedaron atrapados o rotos bajo los árboles caídos. Pero todos los que podían caer terminaron por hacerlo, y el árbol-madre continuaba allí, el tronco ondulando extrañamente, como si estuviera en marcha una extraña peristalsis, deglutiendo profundamente.
—¡Dejadlo vivir! —gritó Grego—. ¡Es el árbol-madre! ¡Es inocente!
Pero los gritos de los heridos y atrapados ahogaron su voz, igual que el terror cuando advirtieron que el bosque podía contraatacar, que éste no era un juego vengativo de justicia y retribución, sino una guerra real, donde ambos bandos eran peligrosos.
—¡Quemadlo! ¡Quemadlo!
El cántico era tan intenso que ahogaba también los gritos de los moribundos. Y ahora las ramas y hojas de los árboles caídos se estiraron hacia el árbol-madre. Los hombres encendieron esas ramas, que ardieron rápidamente. Unos cuantos se dieron cuenta de que si el fuego arrasaba el árbol-madre también quemaría a los hombres atrapados, y empezaron a intentar rescatarlos. Pero la mayoría quedó prendida en la pasión de su éxito. Para ellos, el árbol-madre era Guerrero, el asesino. Era todo lo que resultaba extraño en este mundo, el enemigo que los mantenía recluidos en una verja, el terrateniente que los había restringido arbitrariamente a un pequeño pedazo de tierra en un mundo tan amplio. El árbol-madre era todo opresión y autoridad, todo extrañeza y peligro, y ellos lo habían conquistado.
Grego retrocedió ante los gritos de los hombres atrapados que contemplaban el avance del fuego, ante los aullidos de los hombres a quienes las llamas habían alcanzado ya, ante el cántico triunfal de los hombres que habían cometido este asesinato.
—¡Por Quim y Cristo! ¡Por Quim y Cristo!
Grego estuvo a punto de echar a correr, incapaz de soportar todo lo que podía ver y oler y oír, las brillantes llamas anaranjadas, el olor de la carne quemada, el chasquido de la madera viva ardiendo.
Pero no corrió. En cambio, trabajó junto a los hombres que avanzaban hacia las llamas para liberar a los otros hombres atrapados en los árboles caídos. Estaba chamuscado, y una vez sus ropas empezaron a arder, pero aquel caliente dolor no fue nada, casi lo agradecía, porque era el castigo que merecía. Debería morir en este lugar. Incluso debería de haberlo hecho, debería de haberse internado profundamente en las llamas y no salir hasta que su crimen quedara purgado y todo cuanto restara de él fueran huesos y cenizas, pero todavía había personas heridas que sacar del alcance del fuego, todavía había vidas que salvar. Además, alguien le apagó las llamas del hombro y le ayudó a levantar el árbol para que el chiquillo que yacía debajo de él pudiera liberarse. ¿Cómo podía morir cuando formaba parte de algo como esto, parte del salvamento de este muchacho?
—¡Por Quim y Cristo! —gimió el niño mientras se arrastraba para ponerse fuera del alcance de las llamas.
Aquí estaba, el niño cuyas palabras habían llenado el silencio y vuelto a la multitud en esta dirección. «Tú lo hiciste —pensó Grego—. Tú los apartaste de mí.»
El niño lo miró y lo reconoció.
—¡Grego! —gritó, y se abalanzó hacia delante. Sus manos se agarraron a los muslos de Grego, su cabeza se apoyó contra su cadera—.¡Tío Grego!
Era el hijo mayor de Olhado, Nimbo.
—¡Lo hicimos! —gritó Nimbo—. ¡Por el tío Quim!
Las llamas chisporroteaban. Grego alzó al niño y lo apartó del alcance de las llamas más peligrosas, y luego lo llevó más allá, a la oscuridad, a un lugar donde hacía fresco. Todos los hombres se dirigieron hacia allí, pues las llamas los conducían, y el viento impulsaba a las llamas. La mayoría estaba como Grego, agotados, asustados, doloridos por efecto del fuego o tras haber ayudado a alguien.
Pero algunos, tal vez muchos, no habían sido tocados más que por el fuego interno que Grego y Nimbo habían encendido en la plaza.
—¡Quemadlos a todos!
Voces aquí y allá, turbas más pequeñas como remolinos diminutos en una corriente mayor, pero ahora sostenían antorchas y tizones que habían encendido en el fuego que ardía en el corazón del bosque.
—¡Por Quim y Cristo! ¡Por Pipo y Libo! ¡No más árboles! ¡No más árboles!
Grego avanzó, tambaleándose.
—Suéltame —pidió Nimbo.
Siguió avanzando.
—Puedo caminar.
Pero la misión de Grego era demasiado urgente. No podía detenerse por Nimbo, no podía dejar caminar al niño, no podía esperarlo y tampoco podía dejarlo atrás. No se abandona al hijo del hermano en un bosque incendiado. Así que lo llevó, y después de un rato, las piernas y los brazos doloridos por el esfuerzo, el hombro convertido en un blanco sol de agonía en el lugar donde se había quemado, salió del bosque y llegó a la vieja verja, al sendero que conducía a los laboratorios xenobiológicos.
La muchedumbre se había congregado allí, muchos de ellos con antorchas, pero por algún motivo todavía estaban a cierta distancia de los dos árboles que allí había: Humano y Raíz. Grego se abrió paso entre la turba, todavía sujetando a Nimbo. El corazón le redoblaba en el pecho, y estaba lleno de miedo y angustia y a la vez de una chispa de esperanza, pues sabía por qué se habían detenido los hombres de las antorchas. Cuando llegó al final de la multitud, vio que tenía razón.
Alrededor de los dos últimos padres-árbol había congregados unos doscientos hermanos y esposas cerdis, pequeños y sitiados, pero con un aire de desafío en su porte. Lucharían hasta la muerte en este lugar, antes de dejar que estos dos últimos árboles fueran quemados. Pero ése sería su destino si la muchedumbre lo decidía, pues no había ninguna esperanza de que los pequeninos se interpusieran en el camino de hombres decididos a matar.
Pero entre los cerdis y los hombres se encontraba Miro, que parecía un gigante comparado con los pequeninos. No llevaba ninguna arma, sin embargo extendió los brazos como para proteger a los pequeninos, o tal vez para contenerlos. Con su habla pastosa y difícil, desafiaba a la muchedumbre.
—¡Matadme a mí primero! —decía—. ¡Os gusta matar! ¡Matadme primero! ¡Igual que ellos mataron a Quim! ¡Matadme primero!
—¡Tú no! —respondió uno de los hombres que sujetaban una antorcha—. Pero esos árboles van a morir. Y todos esos cerdis también, si no tienen seso para salir corriendo.
—A mí primero. ¡Éstos son mis hermanos! ¡Matadme a mí primero!
Habló con fuerza, despacio, para que su lengua pastosa pudiera ser comprendida. La muchedumbre todavía estaba enfurecida, algunos de sus miembros al menos. Sin embargo, había muchos que ya estaban hartos de todo, muchos de ellos avergonzados, descubriendo ya en sus corazones los terribles actos que habían ejecutado aquella noche, cuando entregaron sus almas a la voluntad de la turba. Grego todavía sentía su conexión con los otros y supo que podían seguir cualquier camino: los que todavía ardían de ira podrían iniciar un último incendio esta noche; o tal vez prevalecieran los que se habían enfriado, cuyo único calor interno era un destello de vergüenza.
Grego tenía una última oportunidad de redimirse, al menos en parte. Y por eso avanzó, todavía sujetando a Nimbo.
—A mí también —dijo—. ¡Matadme a mí también, antes de levantar una mano contra estos hermanos y estos árboles!
—¡Quitaos de enmedio, Grego, tú y el lisiado!
—¿Cómo podréis ser diferentes de Guerrero, si matáis a estos pequeños?
Ahora Grego se colocó junto a Miro.
—¡Quitaos de enmedio! Vamos a quemar los últimos y acabaremos. —Pero la voz tenía menos seguridad.
—Hay un incendio detrás de vosotros —dijo Grego—, y demasiadas personas han muerto ya, humanos y pequeninos por igual. —Su voz era ronca, y le costaba trabajo respirar por todo el humo que había inhalado. Pero todavía podía hacerse oír—. El bosque que mató a Quim está lejos de aquí, y Guerrero todavía permanece intacto. No hemos hecho justicia esta noche. Hemos causado asesinatos y masacre.
—¡Los cerdis son cerdis!
—¿Lo son? ¿Te gustaría que fuera al revés? —Grego dio unos pocos pasos hacia uno de los hombres que parecía cansado y poco dispuesto a continuar, y le habló directamente, mientras señalaba al portavoz de la turba—. ¡Tú! ¿Te gustaría ser castigado por lo que él ha hecho?
—No —murmuró el hombre.
—Si él matara a alguien, ¿crees que sería justo que alguien viniera a tu casa y matara a tu esposa y tus hijos por ello?
Varias voces contestaron ahora.
—No.
—¿Por qué no? Los humanos son humanos, ¿no?
—Yo no he matado a ningún niño —espetó el portavoz.
Ahora se estaba defendiendo. Y el nosotros había desaparecido de su discurso. Ahora era un individuo, solo. La muchedumbre se difuminaba, separándose.
—Quemamos al árbol-madre —manifestó Grego.
A su espalda se produjo un sonido penetrante, varios gemidos agudos. Para los hermanos y esposas supervivientes, era la confirmación de sus peores temores. El árbol-madre había ardido.
—El árbol gigante en mitad del bosque…, en su interior estaban todos sus bebés. Todos ellos. Este bosque no nos hizo ningún daño, y nosotros fuimos y matamos a sus bebés.
Miro dio un paso al frente, colocó la mano sobre el hombro de Grego. ¿Se apoyaba en él? ¿O le ayudaba a permanecer en pie?
—Todos vosotros. Marchaos a casa.
—Tal vez deberíamos intentar apagar el fuego —sugirió Grego.
Pero todo el bosque estaba ya ardiendo.
—Marchaos a casa —repitió Miro—. Quedaos dentro de la verja.
Todavía quedaba algo de furia.
—¿Quién eres tú para decirnos lo que debemos hacer?
—Quedaos dentro de la verja. Ahora viene alguien para proteger a los pequeninos.
—¿Quién? ¿La policía?
Varias personas se rieron amargamente, ya que ellos eran policías, o habían visto a agentes entre la muchedumbre.
Aquí están —declaró Miro.
Pudieron oír un zumbido bajo, débil al principio, apenas audible con el rugir del fuego, pero fue aumentando de volumen, hasta que cinco voladores aparecieron, rozando la hierba mientras revoloteaban sobre la multitud, a veces negros en su silueta contra el bosque ardiente, a veces brillantes con el fuego reflejado cuando estaban en el lado opuesto. Por fin se detuvieron. Sólo entonces pudo la gente distinguir una forma negra tras otra, mientras los seis pilotos se alzaban de cada plataforma. Lo que habían tomado por la brillante maquinaria de los voladores no lo era en absoluto, sino criaturas vivientes, no tan grandes como los hombres pero tampoco tan pequeños como los pequeninos, con grandes cabezas y ojos multifacetados. No hicieron ningún gesto amenazador, sólo formaron filas ante cada volador; pero no hizo falta ningún gesto. Su misión bastó para despertar recuerdos de antiguas pesadillas e historias de terror.
—Deus nos perdoe! —gimieron varios hombres—. Dios nos perdone.
Creyeron morir.
—Marchaos a casa —repitió Miro—. Quedaos dentro de la verja.
—¿Qué son? —La voz infantil de Nimbo habló por todos ellos.
Las respuestas llegaron en susurros.
—Diablos.
—Ángeles destructores.
—La muerte.
Y entonces la verdad, por boca de Grego, pues sabía lo que debían ser, aunque era impensable.
—Insectores —dijo—. Insectores, aquí en Lusitania.
No se marcharon corriendo del lugar. Se fueron caminando, observando con cuidado, temerosos de las extrañas nuevas criaturas cuya existencia ninguno de ellos había sospechado, cuyos poderes sólo podían imaginar o recordar de antiguos vídeos estudiados en el colegio. Los insectores, que habían estado a punto de destruir a la humanidad, hasta que fueron aniquilados por Ender el Xenocida. El libro de la Reina Colmena decía que eran hermosos y que no tenían por qué haber muerto. Pero ahora, al verlos, con sus brillantes exoesqueletos negros, un millar de lentes en sus resplandecientes ojos verdes, lo que sentían no era belleza,. sino terror. Y cuando llegaran a casa, sería con el conocimiento de que eran estos seres, y no sólo los pequeños y retrasados cerdis, los que les esperaban al otro lado de la verja. ¿Estuvieron aprisionados antes? Así pues, ahora estaban atrapados en uno de los círculos del infierno.
Por fin, de todos los humanos sólo quedaron Miro, Grego y Nimbo. A su alrededor también los cerdis observaban asombrados, pero no con terror, pues no tenían insectos de pesadilla acechando sus sueños como sucedía con los humanos. Además, los insectores habían acudido a ellos como salvadores y protectores. Lo que pesaba más sobre ellos no era curiosidad hacia los desconocidos, sino pena por lo que habían perdido.
—Humano pidió a la reina colmena que los ayudara, pero ella dijo que no podía matar humanos —explicó Miro—. Entonces Jane vio el fuego desde los satélites y se lo comunicó a Andrew Wiggin. Él habló con la reina y le indicó lo que tenía que hacer. Que no tendría que matar a nadie.
—¿No van a matarnos? —preguntó Nimbo.
Grego advirtió que Nimbo había pasado los últimos minutos creyendo que iba a morir. Entonces se dio cuenta de que también lo había esperado él, y que sólo ahora, con la explicación de Miro, estaba seguro de que no habían venido a castigarlos por lo que habían provocado esta noche. O, más bien, por lo que él había puesto en movimiento, preparado por el pequeño empujoncito que Nimbo, en su inocencia, había dado.
Lentamente, Grego se arrodilló y soltó al niño. Los brazos apenas le respondían y el dolor de su hombro era insoportable. Empezó a llorar. Pero no lo hacía por el dolor.
Los insectores se movieron rápidamente. La mayoría permaneció allí, tomando posiciones alrededor del perímetro de la ciudad. Unos cuantos volvieron a subir a los voladores, uno en cada máquina, y las devolvieron al cielo, volando sobre el bosque incendiado y la hierba quemada, para rociarlo con algo que cubrió el fuego y lo consumió lentamente.
El obispo Peregrino se encontraba en la baja pared de cimientos que había sido levantada aquella mañana. Todo el pueblo de Lusitania estaba congregado, sentado en la hierba. Usó un pequeño amplificador, para que nadie dejara de enterarse de sus palabras. Pero probablemente no lo habría necesitado: todos permanecían en silencio, incluso los niños pequeños, que parecían percibir el ambiente sombrío.
Tras el obispo se hallaba el bosque, ennegrecido pero no carente de vida del todo: unos cuantos árboles volvían a reverdecer. Ante él se encontraban los cadáveres cubiertos, cada uno junto a su tumba. El más cercano de todos era el de Quim, el padre Esteváo. Los otros pertenecían a los humanos que habían muerto dos noches atrás, bajo los árboles y en el incendio.
—Estas tumbas formarán el suelo de la capilla, de forma que cada vez que entremos en ella pisemos sobre los cuerpos de los muertos. Los cuerpos de aquellos que murieron mientras intentaban llevar muerte y desolación a nuestros hermanos los pequeninos. Por encima de todos, el cuerpo del padre Esteváo, que murió intentando llevar el evangelio de Jesucristo a un bosque de herejes. Murió martirizado. Los demás murieron con asesinato en el corazón y sangre en las manos.
»Hablo muy claramente, para que el Portavoz de los Muertos no tenga que añadir ninguna palabra después de mí. Hablo muy claramente, como habló Moisés a los hijos de Israel después de que adoraran al becerro de oro y rechazaran su alianza con Dios. De todos nosotros, sólo hay un puñado que no comparten la culpa de este crimen. El padre Esteváo, que murió puro, y cuyo nombre estaba en los blasfemos labios de aquellos que mataron. El Portavoz de los Muertos y los que viajaron con él para traer a casa el cadáver de este sacerdote martirizado. Y Valentine, la hermana del Portavoz, que nos advirtió al alcalde y a mí de lo que sucedería. Valentine conocía la historia, conocía a la humanidad, pero el alcalde y yo pensamos que os conocíamos a vosotros y que erais más fuertes que la historia. Pobres de nosotros, pues sois tan indignos como cualquier otro hombre, igual que yo. ¡El pecado recae sobre cada uno de nosotros, que pudimos evitar esto y no lo hicimos! Sobre las esposas que no intentaron retener a sus maridos en casa. Sobre los hombres que observaron pero no dijeron nada. Y sobre todos aquellos que sostuvieron las antorchas y mataron a una tribu de hermanos cristianos por un crimen cometido por sus primos lejanos a medio continente de distancia.
»La ley está haciendo su pequeña porción de justicia. Geráo Gregorio Ribeira von Hesse se encuentra en prisión, pero por otro crimen, por haber violado nuestra confianza y contado secretos que no tenía derecho a revelar. No está en prisión por la masacre de los pequeninos, porque no tiene más culpa que los demás que le seguisteis. ¿Me comprendéis? ¡La culpa es de todos nosotros, y todos debemos arrepentirnos juntos, y hacer juntos nuestra penitencia, y rezar a Cristo para que nos perdone a todos juntos por la terrible acción que cometimos con su nombre en nuestros labios!
»Estoy de pie sobre los cimientos de esta nueva capilla, que llevará el nombre del padre Esteváo, Apóstol de los Pequeninos. Los bloques de los cimientos fueron arrancados de las paredes de nuestra catedral: allí hay agujeros ahora, y el viento podrá soplar y la lluvia podrá caer sobre nosotros cuando recemos. Y así permanecerá la catedral, herida y rota, hasta que esta capilla quede terminada.
»¿Y cómo la terminaremos? Os iréis a casa, todos vosotros, a vuestras casas, y abriréis las paredes, y cogeréis los bloques que caigan, y los traeréis aquí. Y también vosotros dejaréis vuestras paredes abiertas hasta que esta capilla se complete.
»Luego abriremos agujeros en las paredes de cada fábrica, de cada edificio de nuestra colonia, hasta que no quede ninguna estructura que muestre la herida de nuestro pecado. Y todas esas heridas permanecerán abiertas hasta que las paredes sean lo suficientemente altas para poner el tejado, que será entonces cubierto y techado con los troncos de los árboles quemados que cayeron en el bosque, intentando defender a su pueblo de nuestras manos asesinas.
»Y entonces vendremos, todos nosotros, a esta capilla, y entraremos de rodillas, uno a uno, hasta que todos nos hayamos arrastrado sobre las tumbas de nuestros muertos, y bajo los cuerpos de esos viejos hermanos que vivieron como árboles en la tercera vida que nuestro Dios misericordioso les concedió hasta que nosotros le pusimos fin. Entonces todos rezaremos pidiendo perdón. Rezaremos a nuestro venerado padre Esteváo para que interceda por nosotros. Rezaremos a Cristo para que incluya nuestro terrible pecado en Su expiación, para que no tengamos que pasar la eternidad en el infierno. Rezaremos a Dios para que nos purifique.
»Sólo entonces repararemos nuestras paredes dañadas y curaremos nuestras casas. Ésa es nuestra penitencia, hijos míos. Recemos para que sea suficiente.
En mitad de un claro cubierto de ceniza, Ender, Valentine, Miro, Ela, Quara, Ouanda y Olhado contemplaban cómo la más honorable de las esposas era descuartizada viva y plantada en el suelo, para que se convirtiera en un nuevo árbol-madre a partir del cadáver de su segunda vida. Mientras moría, las madres supervivientes metieron la mano en una abertura del viejo árbol-madre y rescataron los cadáveres de los hijos muertos y las pequeñas madres que habían vivido allí, y los colocaron sobre el cuerpo sangrante hasta que formaron una pila. En cuestión de una hora, su retoño se alzaría de los cadáveres y buscaría la luz del sol.
Usando su sustancia, crecería rápidamente, hasta tener suficiente grosor y altura para crear una abertura en el tronco. Si crecía suficientemente rápido, si se abría pronto, los pocos bebés supervivientes que se aferraban al interior de la cavidad del viejo árbol-madre muerto podrían transferirse al pequeño refugio del nuevo árbol-madre. Si alguno de los bebés supervivientes eran pequeñas madres, serían llevadas a los padres-árbol supervivientes, Humano y Raíz, para que se apareasen. Si se concebían nuevos bebés dentro de sus cuerpos diminutos, entonces el bosque que había conocido todo lo bueno y lo malo que podían ofrecer los seres humanos sobreviviría.
Si no…, si los bebés eran todos machos, lo cual era posible, o si todas las hembras que hubiera eran estériles, o si todos estaban demasiado heridos por el calor del suelo que arrasó el tronco del árbol-madre hasta matarlo, o si estaban demasiado debilitados por los días de hambre que sufrirían hasta que el nuevo árbol-madre estuviera preparado para ellos…, entonces el bosque moriría con estos hermanos y esposas, y Humano y Raíz vivirían durante un milenio como padres sin tribu. Tal vez alguna otra tribu los honraría y les traería a sus pequeñas madres para que se aparearan. Tal vez. Pero no serían padres de su propia tribu, rodeados de sus hijos.
Serían árboles solitarios sin bosque propio, monumentos únicos al trabajo para el que habían vivido: unir a humanos y pequeninos. En cuanto a la ira contra Guerrero, se había desvanecido. Los padres-árbol de Lusitania estuvieron todos de acuerdo en que la deuda moral en que habían incurrido con la muerte del padre Esteváo había quedado saldada con creces con la masacre del bosque de Raíz y Humano. De hecho, Guerrero había ganado muchos nuevos conversos a su herejía, pues ¿no habían demostrado los humanos que eran indignos del evangelio de Cristo? Eran los pequeninos —decía Guerrero—, los auténticos elegidos para ser receptáculos del Espíritu Santo, mientras que los humanos no tenían ninguna parte de Dios en ellos. «No tenemos necesidad de matar a ningún otro ser humano —dijo—. Sólo tenemos que esperar, y el Espíritu Santo acabará con todos ellos. Mientras tanto, Dios nos ha enviado a la reina colmena para que nos construya naves espaciales. Llevaremos al Espíritu Santo con nosotros para que juzgue cada mundo que visitemos. Seremos el ángel exterminador. Seremos Josué y los israelitas, purgando Canaán para abrir camino al pueblo elegido de Dios.»
Muchos pequeninos lo creían ahora. Guerrero ya no les parecía loco: habían sido testigos de las primeras sacudidas del apocalipsis en las llamas de un bosque inocente. Para muchos pequeninos, ya no había nada que aprender de la humanidad. Dios ya no necesitaba para nada a los seres humanos.
Aquí, sin embargo, en este claro del bosque, con los pies hundidos en cenizas hasta los tobillos, los hermanos y esposas que velaban a su nuevo árbol-madre no creían en la doctrina de Guerrero. Ellos, que conocían mejor que nadie a los seres humanos, habían elegido incluso a humanos para que estuvieran presentes como testigos y ayudantes en su intento de resurrección.
—Porque sabemos que no todos los humanos son iguales, como tampoco lo son todos los pequeninos —dijo Plantador, que era ahora el portavoz de los hermanos supervivientes—. Cristo vive en algunos de vosotros, no así en otros. No todos somos como el bosque de Guerrero, ni vosotros sois todos asesinos.
Así, Plantador estrechó las manos de Miro y Valentine por la mañana, cuando el nuevo árbol-madre consiguió abrir una grieta en su fino tronco, y las esposas transfirieron tiernamente los cuerpos débiles y hambrientos de los bebés supervivientes a su nuevo hogar. Era demasiado pronto para decirlo, pero había motivos para la esperanza: el nuevo árbol-madre se había preparado en sólo un día y medio, y había más de tres docenas de bebés que sobrevivieron para hacer la transición. Al menos una docena podrían ser hembras fértiles, y aunque sólo una cuarta parte de ellas consiguieran engendrar jóvenes, el bosque podría volver a vivir. Plantador estaba temblando.
—Los hermanos nunca han visto esto en toda la historia del mundo —dijo.
Varios de los hermanos se arrodillaron e hicieron la señal de la cruz. Muchos habían estado rezando durante toda la vigilia. Eso hizo pensar a Valentine en algo que le había dicho Quara. Se acercó a Miro y susurró:
—También Ela rezó.
—¿Ela?
Antes del incendio. Quara estaba en el Altar de los Venerados. Rezó a Dios para que nos abriera un camino con el que resolver nuestros problemas.
—Para eso reza todo el mundo.
Valentine pensó en lo que había sucedido en los días transcurridos desde entonces.
—Supongo que estará bastante decepcionada por la respuesta que le ha dado Dios.
—Es lo normal.
—Pero tal vez esto, el árbol-madre abriéndose tan rápidamente, tal vez esto sea el principio de la respuesta.
Miro miró a Valentine, aturdido.
—¿Eres creyente?
—Digamos que sospecho. Sospecho que tal vez hay alguien que se preocupa por lo que nos sucede. Es un paso por encima del simple deseo. Y un paso por debajo de la esperanza.
Miro sonrió débilmente, pero Valentine no supo si eso significaba que estaba complacido o divertido.
—¿Y qué hará Dios a continuación, como respuesta a la plegaria de Ela?
—Esperemos a ver —dijo Valentine—. Nuestro trabajo es decidir qué vamos a hacer nosotros. Sólo tenemos los misterios más profundos del universo por resolver.
—Bueno, eso debe estar justo en el terreno de Dios —observó Miro.
Entonces llegó Ouanda. Como xenóloga, también había estado relacionada con la vigilia, y aunque éste no era su turno, la noticia de la abertura del árbol-madre le había llegado de inmediato. Su aparición había coincidido siempre con la rápida partida de Miro. Esta vez no fue así. Valentine se alegró al ver que los ojos de Miro no se entretenían en Ouanda ni la esquivaban: ella estaba allí, trabajando con los pequeninos, igual que él. Sin duda, todo era una elaborada pretensión de normalidad, pero en la experiencia de Valentine, la normalidad era siempre una pretensión, y la gente actuaba según lo que creía que se esperaba de ellos. Miro había llegado a un punto en que estaba dispuesto a actuar de forma normal en relación a Ouanda, no importaba lo falso que esto pudiera ser para sus auténticos sentimientos. Por otra parte, tal vez no era tan falso, después de todo. Ella le doblaba ahora en edad. No era ya la muchacha que amó.
Los dos se habían amado, aunque nunca habían dormido juntos. Valentine se alegró de oírlo cuando Miro se lo dijo, aunque él lo hizo con furioso pesar. Valentine había observado hacía tiempo que en una sociedad que esperaba castidad y fidelidad, como Lusitania, los adolescentes que controlaban y canalizaban sus pasiones juveniles eran los que crecían para convertirse en fuertes y civilizados. Los adolescentes de comunidades similares que eran demasiado débiles para controlarse o desdeñaban demasiado las normas de la sociedad, normalmente acababan siendo lobos o corderos, miembros sin mente del rebaño o depredadores que cogían lo que podían sin dejar nada a cambio.
Cuando conoció a Miro, temió que fuera un muchacho débil autocompasivo o un depredador egoísta que lamentaba su confinamiento. No era una cosa ni otra. Ahora podría lamentar su castidad de adolescente (era natural que deseara haberse acostado con Ouanda cuando todavía era fuerte y los dos tenían la misma edad), pero Valentine no lo lamentaba. Aquello demostraba que Miro tenía fuerza interior y sentido de responsabilidad hacia su comunidad. Para Valentine, era predecible que Miro, por su cuenta, hubiera contenido a la multitud en aquellos momentos cruciales que salvaron la vida de Raíz y Humano.
También era predecible que Miro y Ouanda hicieran ahora los mayores esfuerzos para fingir que eran simplemente dos personas cumpliendo con su trabajo, que todo era normal entre ellos. Fuerza interior y respeto exterior. Éstas son las personas que mantienen unida a una comunidad, quienes la lideran. Contrariamente a los lobos y los corderos, ejecutan un papel mejor que el que les da el guión con sus miedos y deseos internos. Actúan siguiendo el guión de la decencia, del autosacrificio, del honor público, de la civilización. Y la pretensión se convierte en realidad. «Hay realmente civilización en la historia humana —pensó Valentine—, pero sólo gracias a personas como éstas. Los pastores.»
Novinha se encontró con él en la puerta del colegio. Se apoyaba en el brazo de dona Cristá, la cuarta directora de los Hijos de la Mente de Cristo desde que Ender llegara a Lusitania.
—No tengo nada que decirte. Todavía estamos casados ante la ley, pero eso es todo —dijo Novinha.
—Yo no maté a tu hijo.
—Tampoco lo salvaste.
—Te quiero.
—Todo lo que eres capaz de amar —espetó ella—. Y sólo cuando te queda algo de tiempo después de atender a otras personas. Crees que eres una especie de ángel guardián, con responsabilidades hacia todo el universo. Sólo te pedí que aceptaras la responsabilidad de mi familia. Eres bueno amando a la gente a millones, pero no tanto cuando es por docenas, y resultas un completo fracaso para amar a una sola.
Era un juicio duro, y él sabía que no era cierto, pero no había ido a discutir.
—Por favor, vuelve a casa —suplicó—. Me amas y me necesitas tanto como yo a ti.
—Ésta es mi casa ahora. He dejado de necesitarte a ti o nadie. Y si esto es todo lo que has venido a decir, estás perdiendo mi tiempo y el tuyo.
—No, no es todo.
Ella esperó.
—Los archivos del laboratorio. Los sellaste todos. Tenemos que encontrar una solución a la descolada antes de que nos destruya a todos.
Ella le dirigió una sonrisa ajada y amarga.
—¿Por qué me molestas con esto? Jane puede superar el código en clave, ¿no?
—No lo ha intentado.
—Sin duda para no herir mis sentimientos. Pero puede hacerlo, no?
—Probablemente.
—Entonces que lo haga ella. Es todo lo que necesitas ahora. Nunca me necesitaste a mí, no cuando la tenías a ella.
—He intentado ser un buen marido —dijo Ender—. Nunca dije que pudiera protegerte de todo, aunque hice cuanto estuvo en mi mano.
—Si lo hubieras hecho, mi Esteváo estaría vivo.
Se dio la vuelta y dona Cristá la escoltó al interior de la escuela. Ender se la quedó mirando hasta que dobló una esquina. Entonces se volvió y abandonó la escuela.
No estaba seguro de adónde iba, pero sabía que tenía que llegar allí.
—Lo siento —dijo Jane suavemente.
—Sí.
—Cuando yo ya no esté, tal vez Novinha vuelva contigo.
—No morirás si puedo impedirlo —dijo él.
—Pero no puedes. Van a desconectarme dentro de un par de meses.
—Cállate.
—Es sólo la verdad.
—Cállate y déjame pensar.
—¿Qué, vas a salvarme ahora? últimamente tu récord de salvaciones no es muy alto.
Ender no respondió y ella no volvió a hablarle durante el resto de la tarde. Deambuló hasta llegar más allá de la verja, pero no se internó en el bosque. Pasó la tarde en la pradera, solo, bajo el cálido sol.
A veces pensaba, intentando luchar con los problemas que aún le acechaban: la flota venía contra ellos, Jane sería desconectada pronto, los constantes esfuerzos de la descolada por destruir a los humanos de Lusitania, el plan de Guerrero para extender la descolada por toda la galaxia, y la sombría situación en la ciudad ahora que la reina colmena mantenía constante vigilancia sobre la verja y la estricta penitencia que hacían todos derribando las paredes de sus propias casas.
A veces su mente estaba casi vacía de pensamiento, mientras permanecía de pie, se sentaba o se tumbaba sobre la hierba, demasiado aturdido para llorar, el rostro de ella atravesándole la memoria, los labios y la lengua formando su nombre, suplicándole en silencio, sabiendo que aunque emitiera un sonido, aunque gritara, aunque pudiera hacerla oír su voz, no le respondería. Novinha.