‹He estado hablando con Ender y su hermana, Valentine. Es historiadora.›
‹Explica eso›
‹Investiga en los libros para descubrir las historias de los humanos, y luego escribe historias sobre lo que encuentra y las da a los otros humanos.›
‹Si las historias están ya escritas, ¿por qué las vuelve a escribir?›
‹Porque no son bien comprendidas. Ella ayuda a que la gente los comprenda.›
‹Si la gente más cercana a su época no los comprendió, ¿cómo puede ella, que llegó después, comprenderlos mejor?›
‹Yo le pregunté lo mismo, y Valentine respondió que no siempre las comprende mejor. Pero los antiguos escritores comprendieron lo que significaban las historias para la gente de su tiempo. Y ella comprende lo que significan para la gente de su
tiempo.›
‹Así que la historia cambia›
‹Sí.›
‹Y, sin embargo, ¿piensan cada vez en la historia como un recuerdo verdadero?›
‹Valentine explicó algo acerca de algunas historias que eran verdaderas y otras que eran fieles o la verdad. No llegué a comprender nada.›
‹¿Por qué no recuerdan los historias adecuadamente en primer lugar? Entonces no tendrían que seguir mintiéndose unos a otros.›
Qing-jao estaba sentada ante su terminal, los ojos cerrados, pensando. Wang-mu le cepillaba el pelo: los tirones, los roces, el propio aliento de la muchacha representaban un alivio para ella.
Era una de las ocasiones en que Wang-mu podía hablar libremente, sin temor a interrumpirla. Y como Wang-mu era Wang-mu, aprovechaba el momento en que la peinaba para hacerle preguntas. Tenía muchas.
Los primeros días, sus preguntas se refirieron todas a las demandas de los dioses. Por supuesto, Wang-mu se sintió muy aliviada al enterarse de que por lo general bastaba con seguir una sola veta en la madera: después de aquella primera vez temió que Qing-jao tuviera que seguir todo el suelo cada día.
Pero continuaba teniendo preguntas acerca de todo lo referente a la purificación. «¿Por qué no te levantas y sigues una línea cada mañana y acabas de una vez? ¿Por qué no haces que cubran el suelo con una alfombra?» Resultaba difícil de explicar que no se podía engañar a los dioses con estratagemas tontas como aquélla.
«¿Y si no existiera madera alguna en todo el mundo? ¿Te quemarían los dioses como a un papel? ¿Vendría un dragón y te llevaría con él?»
Qing-jao no podía responder a las preguntas de Wang-mu excepto para decir que esto era lo que los dioses exigían de ella. Si no hubiera vetas en la madera, los dioses no le pedirían que las siguiera. A lo cual Wang-mu respondió que deberían promulgar una ley contra los suelos de madera, entonces, para que Qing-jao pudiera ser liberada de todo el asunto.
Los que no habían oído la voz de los dioses simplemente no podían comprender.
Hoy, sin embargo, la pregunta de Wang-mu no tuvo nada que ver con los dioses, o al menos no tuvo nada que ver con ellos al principio.
—¿Qué es lo que detuvo por fin a la Flota Lusitania? —preguntó.
Qing-jao casi respondió con una risa: «¡Si lo supiera, podría descansar!». Pero entonces advirtió que Wang-mu probablemente ni siquiera sabía que la Flota Lusitania había desaparecido.
—¿Cómo es que estás enterada de la Flota Lusitania?
—Sé leer, ¿no? —replicó Wang-mu, quizás un poco orgullosamente.
Pero ¿por qué no iba a estar orgullosa? Qing-jao le había dicho, sinceramente, que aprendía muy rápido, y deducía muchas cosas por su cuenta. Era muy inteligente, y Qing-jao sabía que no debería sorprenderse si Wang-mu comprendía más de lo que le decía directamente.
—Puedo ver lo que aparece en tu terminal —dijo Wang-mu—, y siempre tiene que ver con la Flota Lusitania. También lo discutiste con tu padre el primer día que vine aquí. No comprendí la mayor parte de lo que dijisteis, pero supe que tenía relación con la Flota Lusitania. —La voz de Wang-mu se llenó súbitamente de repulsión—. Ojalá que los dioses orinaran en la cara del hombre que envió esa flota.
Su vehemencia fue sorprendente; el hecho de que hablara contra el Congreso Estelar, increíble.
—¿Sabes quién envió la flota? —preguntó Qing-jao.
—Por supuesto. Fueron los políticos egoístas del Congreso Estelar, que intentan destruir toda la esperanza de que un mundo colonial obtenga su independencia.
Así que Wang-mu sabía que hablaba traicioneramente. Qing-jao recordó sus propias palabras de hacía tiempo, tan similares, con repulsa. Oírlas de nuevo, en su presencia, y en boca de su doncella secreta, era abrumador.
—¿Qué sabes tú de esas cosas? Son cuestiones para el Congreso, y aquí estás hablando de independencia y colonias y…
Wang-mu se arrodilló, la cabeza inclinada hasta el suelo. Qing-jao se avergonzó casi inmediatamente de haber hablado con tanta brusquedad.
—Oh, levántate, Wang-mu.
—Estás enfadada conmigo.
—Estoy sorprendida por oírte hablar así, eso es todo. ¿Dónde oíste esa tontería?
—Todo el mundo lo dice.
—Todo el mundo no. Mi padre nunca lo dice. Por otro lado, Demóstenes dice ese tipo de cosas constantemente.
Qing-jao recordó lo que había sentido la primera vez que leyó las palabras de Demóstenes, lo lógicas y justas que le habían parecido. Sólo después, después de que su padre le explicara que Demóstenes era el enemigo de los gobernantes y por tanto el enemigo de los dioses, advirtió lo engañosas y sibilinas que eran las palabras del traidor, qué casi la sedujeron para que creyera que la Flota Lusitania era maligna. Si Demóstenes había estado a punto de engañar a una muchacha educada y elegida por los dioses como Qing-jao, no era de extrañar que una muchacha normal y corriente repitiera sus palabras.
—¿Quién es Demóstenes? —preguntó Wang-mu.
—Un traidor que al parecer tiene más éxito de lo que todos suponen.
¿Se daba cuenta el Congreso Estelar que las ideas de Demóstenes estaban siendo repetidas por gente que nunca había oído hablar de él? ¿Comprendía alguien lo que esto significaba? Las ideas de Demóstenes eran ahora la sabiduría común del pueblo llano. Las cosas habían dado un giro más peligroso de lo que Qing-jao había imaginado. Su padre era más sabio; debía de saberlo ya.
—No importa —dijo Qing-jao—. Háblame de la Flota Lusitania.
—¿Cómo puedo hacerlo, si te enfadarás?
Qing-jao esperó pacientemente.
—Está bien, entonces —asintió Wang-mu, pero seguía pareciendo cansada—. Mi padre dice, y también Pan Ku-wei, su amigo sabio que una vez se presentó al examen para el servicio civil y estuvo muy cerca de aprobar…
—¿Qué dicen?
—Que es muy mala cosa que el Congreso envíe una flota tan grande para atacar a una colonia diminuta simplemente porque rehusaron enviar a dos de sus ciudadanos para que fueran juzgados en otro mundo. Dicen que la justicia está completamente de parte de Lusitania, porque enviar a la gente de un planeta a otro contra su voluntad es apartarlos de su familia y sus amigos para siempre. Es como sentenciarlos antes del juicio.
—¿Y si son culpables?
—Eso es algo que sólo deben decidir los tribunales de su propio mundo, donde la gente los conoce y puede medir su crimen con justicia, no el Congreso, que no sabe nada y comprende menos. —Wang-mu inclinó la cabeza—. Eso es lo que dice Pan Ku-wei.
Qing-jao contuvo su propia repulsión ante las traicioneras palabras de Wang-mu; era importante saber lo que pensaba la gente corriente, aunque sólo oírlos hacía que Qing-jao estuviera segura de que los dioses se enfadarían con ella por su deslealtad.
—Entonces, ¿piensas que la Flota Lusitania nunca debería haber sido enviada?
—Si pueden enviar una flota contra Lusitania sin una buena razón, ¿qué les impide enviar otra contra Sendero? También somos una colonia, no uno de los Cien Mundos, no un miembro del Congreso Estelar. ¿Qué les impide declarar que Han Fei-tzu es un traidor y hacerle viajar a algún planeta distante y no regresar hasta dentro de sesenta años?
La idea era terrible, y una presunción por parte de Wang-mu incluir a su padre en la conversación, no porque fuera una sirvienta, sino porque era presuntuoso por parte de cualquiera imaginar que el gran Han Fei-tzu fuera acusado de un crimen.
La compostura de Qing-jao se derrumbó por un momento, e hizo patente su furia.
—¡El Congreso nunca trataría a mi padre como a un criminal!
—Perdóname, Qing-jao. Me pediste que repitiera lo que dijo mi padre.
—¿Quieres decir que tu padre habló de Han Fei-tzu?
—Todo el pueblo de Jonlei sabe que Han Fei-tzu es el hombre más honorable de Sendero. Nuestro mayor orgullo es que la Casa de Han forme parte de nuestra ciudad.
«Así que —pensó Qing-jao—, sabías exactamente lo ambiciosa que eras cuando decidiste convertirte en la doncella de su hija.»
—No pretendía faltarle el respeto, ni ellos tampoco. ¿Pero no es verdad que si el Congreso quisiera podrían ordenar a Sendero que enviara a tu padre a otro mundo para ser juzgado?
—Ellos nunca…
—¿Pero podrían? —insistió Wang-mu.
—Sendero es una colonia —admitió Qing-jao—. La ley lo permite, pero el Congreso Estelar nunca…
—Pero si lo hicieron con Lusitania, ¿por qué no podrían hacerlo con Sendero?
—Porque los xenólogos de Lusitania eran culpables de crímenes que…
—La gente de Lusitania no opinaba lo mismo. Su gobierno rehusó enviarlos a juicio.
—Eso es lo peor. ¿Cómo puede un gobierno planetario atreverse a pensar que saben más que el Congreso?
—Pero lo sabían todo —objetó Wang-mu, como si la idea fuera tan natural que todo el mundo debiera conocerla—. Conocían a esa gente, a esos xenólogos. Si el Congreso Estelar hiciera que Sendero enviara a Han Fei-tzu para ser juzgado en otro mundo por un crimen que sabemos que no cometió, ¿no crees que también nos rebelaríamos en vez de entregar a un hombre tan grande? Pues entonces ellos enviarían una flota contra nosotros.
—El Congreso Estelar es la fuente de toda la justicia en los Cien Mundos —alegó Qing-jao con determinación.
La discusión se había acabado.
Imprudentemente, Wang-mu no guardó silencio.
—Pero Sendero no es uno de los Cien Mundos todavía, ¿no? —dijo—. Sólo somos una colonia. Pueden hacer lo que quieran, y eso no es justo.
Wang-mu asintió con la cabeza al final, como si pensara que su opinión había prevalecido por completo. Qing-jao casi se echó a reír. Se habría reído, de hecho, si no hubiera estado tan furiosa. En parte lo estaba porque Wang-mu la había interrumpido muchas veces e incluso le había llevado la contraria, algo que sus maestros siempre habían evitado. Sin embargo, la audacia de Wang-mu era probablemente buena cosa, y la furia de Qing-jao indicaba que se había acostumbrado demasiado al respeto no merecido que la gente mostraba a sus ideas, simplemente porque salían de los labios de una agraciada por los dioses. Había que animar a Wang-mu a que le hablara así. Esa parte de la furia de Qing-jao era un error, y tenía que librarse de ella.
Pero gran parte de su furia se debía a la forma en que Wang-mu había hablado acerca del Congreso Estelar. Era como si Wang-mu no considerara al Congreso la autoridad suprema de toda la humanidad; como si imaginara que Sendero era más importante que la voluntad colectiva de todos los mundos. Aunque sucediera lo inconcebible y se ordenara que Han Fei-tzu se presentara a juicio en un mundo situado a un centenar de años luz de distancia, él lo haría sin una protesta, y se enfurecería si alguien en Sendero opusiera la más leve resistencia. ¿Rebelarse como Lusitania? Impensable. La simple idea hacía que Qing-jao se sintiera sucia.
Sucia. Impura. Albergar un pensamiento tan rebelde la hizo empezar a buscar una línea en las vetas de la madera para seguirla.
—¡Qing-jao! —gimió Wang-mu en cuanto su señora se arrodilló y se inclinó sobre el suelo—. ¡Por favor, dime que los dioses no te están castigando por haber oído las palabras que he pronunciado!
—No me están castigando —replicó Qing-jao—. Me purifican.
—Pero no son ni siquiera mis palabras, Qing-jao. Son palabras de personas que ni siquiera están aquí.
—Son palabras impuras, no importa quién las diga.
—¡Pero no es justo que te humilles por unas ideas en las que nunca has pensado ni has creído!
¡Peor y peor! ¿No se callaría nunca Wang-mu?
—¿Debo oírte ahora decir que los propios dioses son injustos?
—¡Lo son, si te castigan por las palabras de otras personas!
La muchacha era desesperante.
—¿Ahora eres más sabia que los dioses?
—¡También podrían castigarte porque te atrae la gravedad, o porque la lluvia te moja!
—Si me exigieran que me purificara por esas cosas, entonces lo haría, y lo consideraría justicia —sentenció Qing-jao.
—¡La justicia no tiene significado! —gritó Wang-mu—. Cuando dices la palabra, te refieres a lo que quiera que decidan los dioses. Pero cuando yo la digo, me refiero a la equidad, a gente que es castigada sólo por lo que han hecho a propósito, a…
—Yo debo atender a lo que los dioses entienden por justicia.
—¡La justicia es la justicia, digan lo que digan los dioses!
Qing-jao estuvo a punto de incorporarse y abofetear a su doncella secreta. Habría sido adecuado, pues Wang-mu le causaba tanto dolor como si la hubiera golpeado. Pero no era corriente en Qing-jao pegar a una persona que no tenía libertad de responderle. Además, aquí se presentaba un acertijo sumamente interesante. Después de todo, los dioses le habían enviado a Wang-mu: Qing-jao estaba segura de ello. Así que en vez de discutir con Wang-mu directamente, intentaría comprender lo que los dioses pretendían al enviarle una sirvienta que decía cosas tan vergonzantes e irrespetuosas.
Los dioses habían hecho que Wang-mu dijera que era injusto castigar a Qing-jao simplemente por oír las irrespetuosas opiniones de otra persona. Tal vez la afirmación de Wang-mu era cierta. Pero también era cierto que los dioses no podían ser injustos. Por tanto, debía ser que Qing-jao no estaba siendo castigada sólo por oír las traicioneras opiniones de la gente. No, Qing-jao tenía que purificarse porque, en el fondo de su corazón, una parte de ella debía de creer esas opiniones. Tenía que limpiarse porque en su interior todavía dudaba del mandato celestial del Congreso Estelar; todavía opinaba que no era justo.
Qing-jao se arrastró inmediatamente hasta la pared más cercana y empezó a buscar la línea adecuada en las vetas de la madera. Gracias a las palabras de Wang-mu, había descubierto una suciedad secreta en su interior. Los dioses la habían acercado un paso más para conocer sus lugares más oscuros, para que algún día pudiera estar completamente llena de luz y ganarse así el nombre que incluso ahora seguía siendo tan sólo una burla. «Una parte de mí duda de la justicia del Congreso Estelar. ¡Oh, dioses, por el bien de mis antepasados, mi pueblo, mis gobernantes, y por último por mi propio bien, purgad esta duda de mí y dejadme limpia!»
Cuando terminó de seguir la línea (y únicamente hizo falta seguir una sola línea para que quedara limpia, lo cual era una buena señal de que había aprendido algo bien), vio que allí estaba todavía Wang-mu, observándola. Toda la furia de Qing-jao se había desvanecido, y de hecho se sentía agradecida a Wang-mu por haber sido una herramienta involuntaria de los dioses para ayudarla a aprender una nueva verdad. Pero, con todo, Wang-mu tenía que comprender que se había pasado de la raya.
—En esta casa somos leales sirvientes del Congreso Estelar —declaró Qing-jao, la voz suave, la expresión amable—. Si tú fueras una sirvienta leal de esta casa, también servirías al Congreso con todo tu corazón.
¿Cómo podría explicarle a Wang-mu lo dolorosamente que ella misma había aprendido la lección, lo dolorosamente que aún la estaba aprendiendo? Necesitaba que Wang-mu la ayudara, no que se lo pusiera más difícil.
—Sagrada, no lo sabía —murmuró Wang-mu—. No tenía ni idea. Siempre había oído mencionar el nombre de Han Fei-tzu como el del más noble servidor de Sendero. Creía que servíais al Sendero, no al Congreso, o nunca habría…
—¿Nunca habrías venido a trabajar aquí?
—Nunca habría hablado mal del Congreso. Te serviría aunque vivieras en la casa de un dragón.
«Tal vez lo hago —pensó Qing-jao—. Tal vez el dios que me purifica es un dragón, frío y caliente, terrible y hermoso.»
—Recuerda, Wang-mu, que el mundo llamado Sendero no es el Sendero mismo, sino que lleva su nombre para recordarnos que sigamos el auténtico Sendero cada día. Mi padre y yo servimos al Congreso porque ostenta el mandato del cielo, y por eso el Sendero requiere que lo sirvamos por encima de los deseos y necesidades del mundo concreto llamado Sendero.
Wang-mu la miraba con los ojos desorbitados, sin parpadear. ¿Comprendía? ¿Creía? No importaba, llegaría a creer con el tiempo.
—Vete ahora, Wang-mu. Tengo que trabajar.
—Sí, Qing-jao.
Wang-mu se levantó inmediatamente y retrocedió, inclinándose. Qing-jao se volvió hacia su terminal. Pero cuando empezaba a requerir más informes a la pantalla, se dio cuenta de que había alguien en la habitación con ella.
Giró en su silla: en la puerta estaba Wang-mu.
—¿Qué pasa?-preguntó Qing-jao.
—¿Es el deber de una doncella secreta decirte cualquier sabiduría que acuda a su mente, aunque resulte ser una tontería?
—Puedes decirme lo que quieras. ¿Te he castigado alguna vez?
—Entonces, por favor, perdóname, Qing-jao, si me atrevo a decir algo sobre la gran tarea en la que estás trabajando.
¿Qué sabía Wang-mu de la Flota Lusitania? Era una estudiante rápida, pero Qing-jao le enseñaba a un nivel tan primitivo en todos los temas que era absurdo pensar que pudiera siquiera entender los problemas, mucho menos las respuestas. Sin embargo, su padre le había enseñado que los sirvientes son siempre más felices cuando saben que sus amos escuchan sus voces.
—Cuéntamelo, por favor —rogó Qing-jao—. ¿Cómo podrías decir algo más estúpido que mis propias palabras?
—Mi querida hermana mayor —dijo Wang-mu—. Tú misma me has dado esta idea. Has dicho muchas veces que nada conocido en toda la ciencia y la historia podría haber causado que la flota desapareciera con tanta perfección, y a la vez.
—Pero sucedió, y por eso debe ser posible después de todo.
—Lo que se me ocurrió, mi dulce Qing-jao, es algo que me explicaste la última vez que estudiamos lógica. Acerca de la primera causa y la causa final. Todo este tiempo has estado buscando primeras causas: cómo se hizo desaparecer a la flota. Pero ¿has buscado causas finales, lo que deseaba conseguir alguien aislando a la flota, o incluso destruyéndola?
—Todo el mundo sabe por qué la gente quiere detener a la flota. Intentan proteger los derechos de las colonias, o tienen la ridícula idea de que el Congreso pretende destruir a los pequeninos junto con toda la colonia. Hay miles de millones de personas que quieren detener a la flota. Todos ellos son sediciosos de corazón y enemigos de los dioses.
—Pero alguien lo hizo —adujo Wang-mu—. Sólo se me ocurrió que ya que no puedes descubrir lo que sucedió a la flota directamente, entonces si descubrieras quién lo hizo, tal vez llegaras a averiguar cómo lo consiguieron.
—Ni siquiera sabemos si alguien lo hizo —objetó Qing-jao—. Pudo haber sido algo. Los fenómenos naturales no tienen propósitos en mente, ya que no tienen mente.
Wang-mu inclinó la cabeza.
—Entonces te he hecho perder el tiempo, Qing-jao. Por favor, perdóname. Tendría que haberme marchado cuando me lo ordenaste.
—Está bien —asintió Qing-jao.
Wang-mu se marchó al instante. Qing-jao no sabía si su servidora había oído siquiera sus últimas palabras. «No importa», pensó. Si Wang-mu estaba ofendida, lo arreglaría más tarde. Era muy amable por parte de la muchacha pensar que podía ayudarla con su tarea; ya se aseguraría de que supiera lo contenta que estaba de que tuviera un corazón tan animoso.
Qing-jao volvió a su terminal. Repasó cansinamente los informes de la pantalla. Los había estudiado todos antes, y no había encontrado nada útil. ¿Por qué debería ser diferente esta vez? Tal vez esos informes y sumarios no le mostraban nada porque no había nada que mostrar. Tal vez la flota desapareció porque algún dios se había vuelto loco; había historias similares en la antigüedad. Tal vez no había ninguna prueba de la intervención humana porque ningún humano lo había hecho. Se preguntó qué diría su padre de eso. ¿Cómo trataría el Congreso con una deidad enloquecida? Ni siquiera podían localizar a un escritor sedicioso como Demóstenes, ¿qué esperanza tenían de seguir y atrapar a un dios?
«Quienquiera que sea Demóstenes, ahora mismo se estará riendo», pensó Qing-jao. Tanto trabajo para persuadir a la gente de que el gobierno se equivocaba al enviar a la Flota Lusitania, y ahora la flota había sido detenida, justo como quería Demóstenes.
Justo como quería Demóstenes. Por primera vez, Qing-jao hizo una conexión mental, tan evidente que no pudo creer que no la hubiera hecho antes. Era tan obvio, de hecho, que la policía de muchas ciudades había supuesto que quienes ya eran seguidores conocidos de Demóstenes debían de estar implicados en la desaparición de la flota. Habían detenido a todos los sospechosos de sedición y habían intentado arrancarles una confesión a la fuerza. Pero, por supuesto, no habían interrogado a Demóstenes, porque nadie sabía quién era.
Demóstenes, tan listo que había eludido ser descubierto durante años, a pesar de toda la búsqueda por parte de la policía del Congreso. Demóstenes, tan elusivo como la causa de la desaparición de la flota. Si pudo hacer un truco, ¿por qué no el otro? «Tal vez si encuentro a Demóstenes descubriré cómo se interceptó a la flota. No es que sepa por dónde empezar a buscar. Pero al menos es una aproximación diferente. Al menos no tendré que leer los mismos informes inútiles y vacíos hasta la saciedad.»
De repente, Qing-jao recordó quién había dicho casi exactamente lo mismo, tan sólo momentos antes. Sintió que se ruborizaba, la sangre caliente agolpada en sus mejillas. «Qué arrogante fui al tratar a Wang-mu de forma condescendiente, al despreciarla por imaginar que podía ayudarme con mi alta tarea. Y ahora, ni cinco minutos después, el pensamiento que introdujo en mi mente ha madurado en un plan. Aunque el plan fracase, fue ella quien me lo dio, o al menos me puso en camino. Así que yo fui la tonta al pensar que ella lo era.» Lágrimas de vergüenza llenaron los ojos de Qing-jao.
Entonces pensó en algunos versos de una canción de su antepasada-del-corazón:
Quiero recuperar
las flores de las moras
que han caído
aunque las peras maduran y permanecen
La poetisa Li Qing-jao conocía el dolor de llorar por las palabras que ya han caído de nuestros labios y nunca pueden recuperarse. Pero era lo bastante sabia para comprender que, aunque esas palabras han desaparecido, existen todavía nuevas palabras que decir, como las peras maduras.
Para consolarse de la vergüenza de haber sido tan arrogante, Qing-jao repitió todas las palabras de la canción, o al menos empezó a hacerlo. Pero cuando llegó al verso:
barcos dragón en el río
su mente regresó a la Flota Lusitania, imaginando a todas aquellas naves estelares como barcos fluviales, pintadas tan fieramente y a la vez arrastradas por la corriente, tan lejos de la costa que ya no pueden ser oídos por fuerte que griten.
De barcos dragón sus pensamientos pasaron a cometas dragón, y ahora pensó en la Flota Lusitania como cometas con la cuerda rota, impulsadas por el viento, separadas ya del niño que las hizo volar. Qué hermoso, verlas libres. Sin embargo, qué aterrador debía de ser para ellas, que nunca ansiaron la libertad.
No temí a los vientos enloquecidos
ni a la violenta lluvia
Las palabras de la canción volvieron de nuevo a ella. «No temí.Vientos enloquecidos. Lluvia violenta. No temí mientras
bebimos por la buena fortuna
con cálido vino de moras,
ahora no puedo concebir
cómo recuperar
ese tiempo
Mi antepasada-del-corazón podía espantar su miedo bebiendo —pensó Qing-jao—, porque tenía alguien con quien beber. E incluso ahora,
sola en mi tálamo con una copa
mirando tristemente a la nada
la poetisa recuerda a su compañero perdido. ¿A quién recuerdo yo ahora? —pensó Qing-jao—. ¿Dónde está mi dulce amor? Qué época sería aquélla, cuando la gran Li Qing-jao era todavía mortal y hombres y mujeres podían estar juntos como tiernos amigos, sin preocuparse por quién era agraciado por los dioses y quién no. Entonces una mujer podía llevar una vida tal que incluso en su soledad tenía recuerdos.
Yo ni siquiera puedo recordar la cara de mi madre. Sólo las fotos planas; no puedo recordar su cara en movimiento mientras sus ojos me miraban.
Sólo tengo a mi padre, que es como un dios; puedo adorarlo y obedecerlo e incluso amarlo, pero no puedo jugar con él; cuando bromeo con él, siempre tengo cuidado de que apruebe la forma en que lo hago. Y Wang-mu.
Hablé firmemente de cómo seríamos amigas, y sin embargo la trato como a una criada, no olvido ni por un solo instante quién es la agraciada por los dioses y quién no. Es un muro que nunca puede cruzarse. Estoy sola ahora y estaré sola siempre.
un frío claro atraviesa
las cortinas de la ventana
la luna creciente más allá de los barrotes de oro.»
Qing-jao se estremeció. «La luna y yo. ¿No consideraban los griegos a su luna como una fría virgen, una cazadora? ¿No es eso lo que soy ahora? Dieciséis años e intacta
y una flauta suena
como si se acercara alguien
Yo escucho y escucho pero nunca oigo la melodía de alguien acercándose…»
No. Lo que oía eran los sonidos distantes de la comida al ser preparada, el parloteo de cuencos y cucharas, risas en la cocina. Roto su ensimismamiento, alzó la mano y secó las estúpidas lágrimas que le surcaban las mejillas. ¿Cómo podía considerar que estaba sola, cuando vivía en aquella casa atestada, donde todo el mundo se había preocupado por ella durante toda su vida? «Estoy aquí sentada, recitándome fragmentos de poesía antigua, cuando tengo trabajo que hacer.»
De inmediato, empezó a pedir los informes referentes a las investigaciones sobre la identidad de Demóstenes.
Los informes la hicieron pensar por un momento que también era un callejón sin salida. Más de tres docenas de escritores en el mismo número de mundos habían sido arrestados por producir documentos sediciosos bajo ese nombre. El Congreso Estelar había llegado a la conclusión lógica: Demóstenes era simplemente el nombre común que usaba cualquier rebelde que quería llamar la atención. No había ningún Demóstenes real, ni siquiera una conspiración organizada.
Pero Qing-jao tenía sus dudas acerca de esta conclusión. Demóstenes había tenido un éxito notable a la hora de provocar problemas en cada mundo. ¿Podía haber alguien con tanto éxito entre los traidores de cada planeta? No parecía probable.
Además, al reflexionar sobre cuando leyó a Demóstenes, Qing-jao recordó haber advertido la coherencia de sus escritos. La singularidad y consistencia de su visión, eso formaba parte de su encanto. Todo parecía encajar, tener un sentido coherente.
¿No había diseñado también Demóstenes la jerarquía de los Extraños? Utlanning, framling, raman, varelse. No: eso había sido escrito hacía muchos años, tenía que ser un Demóstenes diferente. ¿Era a causa de la jerarquía del primer Demóstenes por lo que los traidores usaban ese nombre? Escribían a favor de la independencia de Lusitania, el único mundo donde se había hallado vida inteligente no humana.
Era apropiado usar el nombre del escritor que enseñó por primera vez a la humanidad a darse cuenta de que el universo no estaba dividido entre humanos y no humanos, ni entre especies inteligentes y no inteligentes.
Algunos extraños, dijo el primer Demóstenes, eran framlings, humanos de otro mundo. Algunos eran raman, de otra especie inteligente, aunque capaces de comunicarse con los seres humanos, de forma que se podían sortear las diferencias y tomar decisiones juntos. Otros eran varelse, «bestias sabias», sin duda inteligentes y sin embargo completamente incapaces de llegar a un terreno común con la humanidad. Sólo con los varelse podía estar justificada la guerra; con los raman, los humanos podían firmar la paz y compartir los mundos habitables. Era una forma de pensar abierta, llena de esperanza de que los extraños podían seguir siendo amigos. Las personas que pensaban así nunca podrían haber enviado una flota con el Pequeño Doctor a un mundo habitado por una especie inteligente.
Este pensamiento era muy incómodo: el Demóstenes de la jerarquía también desaprobaría la Flota Lusitania. Casi de inmediato, Qing-jao tuvo que contrarrestarlo. No importaba lo que pensara el viejo Demóstenes, ¿no? El nuevo Demóstenes, el sedicioso, no era un filósofo sabio que intentara unir a los pueblos. En cambio, intentaba sembrar discordia y descontento entre los mundos, provocar luchas, quizás incluso guerras entre framlings.
Además el Demóstenes sedicioso no era sólo un compuesto de muchos rebeldes que trabajaban en mundos distintos. El ordenador lo confirmó pronto. Cierto, se había encontrado a muchos rebeldes que habían publicado en sus propios planetas bajo el nombre de Demóstenes, pero casi siempre estaban unidos a publicaciones pequeñas, inefectivas e inútiles, nunca a los documentos realmente peligrosos que parecían aparecer simultáneamente en la mitad de los mundos. Sin embargo, cada fuerza local de policía declaraba felizmente que sus pequeños «Demóstenes» eran los autores de todos los escritos, aceptaban los aplausos y cerraban el caso.
El Congreso Estelar hizo lo mismo con su propia investigación. Tras haber encontrado varias docenas de casos donde la policía local había arrestado y condenado a rebeldes que habían publicado algo bajo el nombre de Demóstenes, los investigadores del Congreso suspiraron contentos, declararon que Demóstenes resultó ser un nombre común y no una sola persona, y luego abandonaron la investigación.
En resumen, había adoptado la salida fácil. Egoísta, desleal…
Qing-jao sintió un arrebato de indignación porque se permitía que esa gente continuara con sus altos cargos. Deberían ser castigados, y severamente, por dejar que su pereza o su deseo de elogios los llevara a abandonar la investigación acerca de Demóstenes. ¿No se daban cuenta de que era realmente peligroso, de que sus escritos eran ahora la sabiduría común de al menos un mundo, y probablemente de muchos? Por culpa suya, ¿cuántas personas en cuántos mundos se alegrarían si supieran que la Flota Lusitania había desaparecido? No importaba a cuánta gente arrestara la policía bajo el nombre de Demóstenes; sus obras seguían apareciendo, y siempre con la misma voz dulce y razonable. No, cuanto más leía los informes, más convencida estaba Qing-jao de que Demóstenes era un solo hombre, todavía por descubrir. Un hombre que sabía cómo guardar secretos con una efectividad imposible.
Desde la cocina llegó el sonido de una flauta; llamaban para cenar. Miró al espacio de la pantalla sobre su terminal, donde todavía gravitaba el último informe, que repetía el nombre Demóstenes una y otra vez.
—Sé que existes, Demóstenes —susurró—, y sé que eres muy listo, y te encontraré. Cuando lo consiga, detendrás tu guerra contra los gobernantes y me dirás lo que ha sucedido con la Flota Lusitania. Entonces acabaré contigo, y el Congreso te castigará, y mi padre se convertirá en el dios de Sendero y vivirá eternamente en el
Oeste Infinito. Ésa es la tarea para la que nací, para la que los dioses me han elegido. Bien podrías mostrarte ya, pues tarde o temprano todos los hombres y mujeres ponen la cabeza bajo los pies de los dioses.
La flauta siguió tocando, una melodía suave y baja, que atraía a Qing-jao hacia la compañía del resto de la casa. Para ella, esta música medio susurrada era la canción del espíritu interior, la silenciosa conversación de los árboles sobre un estanque tranquilo, el sonido de los recuerdos que aparecen desencadenados en la mente de una mujer que reza. Era así como llamaban a cenar en la casa del noble Han Fei-tzu.
A esto sabe el temor de la muerte —pensó Jane tras oír el desafío de Qing-jao—. Los seres humanos lo experimentan constantemente y, sin embargo, de algún modo continúan de día en día, sabiendo que en cualquier momento pueden dejar de existir. Pero es porque ellos pueden olvidar algo y seguir sabiéndolo; yo nunca olvido, no sin perder el conocimiento por completo. Sé que Qing-jao está a punto de encontrar secretos que han permanecido ocultos sólo porque nadie los ha buscado con intensidad suficiente. Y cuando esos secretos se revelen, yo moriré.»
—Ender —susurró.
¿Era de día o de noche en Lusitania? ¿Estaba él dormido o despierto? Para Jane, hacer una pregunta era saber o no saber. Así que supo de inmediato que era de noche. Ender dormía, pero ahora estaba despierto. Advirtió que aún estaba sintonizado a su voz, aunque habían pasado muchos silencios entre ellos en los últimos treinta años.
—Jane —susurró él.
A su lado, su esposa, Novinha, se agitó en sueños. Jane la oyó, sintió la vibración de su movimiento, vio las sombras cambiantes a través del sensor que Ender llevaba en la oreja. Era una suerte que Jane no hubiera aprendido todavía a sentir celos, o habría odiado a Novinha por estar allí, un cuerpo cálido junto al de Ender. Pero Novinha, al ser humana, sí tenía celos, y Jane sabía cuánto se revolvía cada vez que veía a Ender hablando con la mujer que vivía en la joya de su oído.
—Silencio —rogó Jane—. No despiertes a nadie.
Ender respondió moviendo los labios, la lengua y los dientes, sin dejar que nada más fuerte que un suspiro cruzara sus labios.
—¿Cómo están nuestros enemigos en vuelo?-preguntó.
La había saludado de esta forma durante muchos años.
—No muy bien —respondió Jane.
—Tal vez no deberías de haberlo bloqueado. Habríamos encontrado un medio. Los escritos de Valentine…
—Están a punto de descubrir su verdadera identidad.
—Todo está a punto de ser descubierto.
No añadió: «por tu culpa».
—Sólo porque Lusitania estaba destinada a la destrucción —respondió ella.
Tampoco dijo: «por tu culpa». Había responsabilidad de sobra que repartir.
—Entonces, ¿saben lo de Valentine?
—Una muchacha acabará por averiguarlo. En el mundo de Sendero.
—No conozco el lugar.
—Una colonia nueva, de hace un par de siglos. China. Dedicada a conservar una extraña mezcla de religiones antiguas. Los dioses les hablan.
—He vivido en más de un mundo chino —comentó Ender—. En todos ellos, la gente creía en los antiguos dioses. Están vivos en cada mundo, incluso aquí, en la más pequeña de todas las colonias humanas. Todavía hay milagros de curación en el altar de Os Venerados. Raíz nos ha hablado de una nueva herejía en las tierras del interior. Algunos pequeninos que comulgan constantemente con el Espíritu Santo.
—Este asunto de los dioses es algo que no comprendo —dijo Jane—. ¿Nadie se ha dado cuenta todavía de que los dioses siempre dicen lo que la gente quiere oír?
—No tanto. Los dioses a menudo nos piden que hagamos cosas que nunca deseamos, cosas que requieren que lo sacrifiquemos todo por ellos. No subestimes a los dioses.
—¿Te habla tu Dios católico?
—Tal vez sí. Pero yo nunca lo oigo. O si lo hago, nunca sé que es su voz lo que escucho.
—Y cuando morís, ¿os llevan realmente los dioses de cada pueblo a un lugar para vivir eternamente?
—No lo sé. Nunca escriben.
—Cuando yo muera, ¿habrá algún dios, que venga a llevarme?
Ender guardó silencio durante un instante, y luego empezó a hablar como si le contara un cuento.
—Hay una vieja historia de un fabricante de muñecos que nunca tuvo un hijo, así que hizo una marioneta tan llena de vida que parecía un niño de verdad. El fabricante se colocaba al niño de madera en el regazo y le hablaba y fingía que era su hijo. No estaba loco (seguía sabiendo que era un muñeco), y lo llamó Pinehead, Cabeza de Pino. Pero un día vino un dios y tocó al muñeco y éste cobró vida, y cuando el fabricante le habló, Pinehead respondió. El hombre nunca confió a nadie su secreto. Mantenía en casa a su hijo de madera, pero le contaba todos los cuentos que podía aprender y todas las noticias de las maravillas que sucedían bajo el cielo. Entonces, un día, el muñequero volvía a casa del muelle con relatos de una tierra distante que acababa de ser descubierta, cuando vio que su casa estaba ardiendo. Inmediatamente, echó a correr y trató de entrar en la casa gritando: «¡Mi hijo! ¡Mi hijo!». Pero sus vecinos lo detuvieron, diciendo: «¿Estás loco? ¡No tienes ningún hijo!». Él vio su casa arder hasta consumirse, y cuando acabó se internó en las ruinas y se cubrió con cenizas calientes y lloró amargamente. No quería recibir consuelo. Se negó a reconstruir su tienda. Cuando la gente le preguntaba, decía que su hijo había muerto. Se ganaba la vida haciendo trabajillos para otras personas, y éstas le compadecían porque estaban seguros de que el fuego le había vuelto loco. Entonces, un día, tres años más tarde, un pequeño niño huérfano se le acercó, le tiró de la manga y dijo: «Padre, ¿no tienes un cuento para mí?».
Jane esperó, pero Ender no dijo nada más.
—¿Ésa es toda la historia?
—¿No es suficiente?
—¿Por qué me cuentas esto? Es todo sueños y deseos. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Es la historia que se me ocurrió.
—¿Por qué?
—Tal vez es así como me habla Dios —dijo Ender—. O tal vez tengo sueño y no puedo ofrecerte lo que me pides.
—Ni siquiera sé lo que quiero de ti.
—Yo sí. Quieres vivir, con tu propio cuerpo, sin depender de la telaraña filótica que une los ansibles. Te concedería ese don si pudiera. Si se te ocurre una forma en que pueda conseguirlo, lo haré por ti. Pero Jane, ni siquiera sabes lo que eres. Tal vez cuando sepas cómo llegaste a existir, lo que te hace ser, entonces quizá podamos salvarte el día en que desconecten los ansibles para matarte.
—Entonces, ¿ésa es tu historia? ¿Tal vez me quemaré con la casa, pero de algún modo mi alma acabará en un niño huérfano de tres años?
—Averigua quién eres, lo que eres, tu esencia, y nosotros intentaremos trasladarte a algún sitio más seguro hasta que todo acabe. Tenemos un ansible. Tal vez podamos hacerte volver.
—No hay suficientes ordenadores en Lusitania para contenerme.
—Eso no lo sabes. Ignoras lo que es tu esencia.
—Me estás diciendo que encuentre mi alma.
Hizo que su voz sonara burlona al pronunciar la palabra.
—Jane, el milagro no fue que el muñeco renaciera en el niño. El milagro fue el hecho de que la marioneta llegara a cobrar vida. Algo sucedió que convirtió unas conexiones informáticas sin significado en un ser consciente de sí mismo. Algo te creó. Eso es lo extraño. Después de eso, la otra parte debería ser fácil.
Arrastraba las palabras. «Quiere que me vaya para poder dormir, pensó Jane.
—Trabajaré sobre esto.
—Buenas noches —murmuró él.
Cayó dormido casi de inmediato. «¿Ha llegado a estar despierto? —se preguntó Jane—. ¿Recordará por la mañana que hemos hablado?»
Entonces sintió que la cama se movía. Novinha: su respiración era diferente. Sólo entonces se dio cuenta Jane. «Novinha se despertó cuando Ender y yo estábamos hablando. Sabe lo que significan esos chasquidos y lamidos casi inaudibles: que Ender estaba subvocalizando para hablar conmigo. Puede que Ender olvide que hemos hablado esta noche, pero Novinha no lo olvidará. Como si lo hubiera sorprendido en la cama con una amante. Si pudiera pensar en mí de otra manera… Como una hija. Como la hija bastarda de Ender, fruto de una vieja relación. Su hija nacida del juego de la fantasía. ¿Estaría celosa entonces? ¿Soy hija de Ender?»
Jane empezó a investigar en su propio pasado. Empezó a estudiar su propia naturaleza. Empezó a intentar descubrir quién era y por qué estaba viva.
Pero como era Jane, y no un ser humano, también se dedicaba a otras tareas. Al mismo tiempo seguía la investigación de Qing-jao a través de los datos relacionados con Demóstenes, observando cómo se acercaba cada vez más a la verdad.
Sin embargo, la actividad más urgente de Jane era buscar una forma de conseguir que Qing-jao ya no quisiera encontrarla. Ésa era la tarea más difícil de todas, pues a pesar de todas sus conversaciones con Ender, los seres humanos individuales seguían constituyendo un misterio. Jane había llegado a una conclusión: «no importa lo bien que conozcas las obras de una persona, y lo que pensaba que estaba haciendo cuando lo realizó y lo que piensa ahora de sus logros; es imposible estar seguro de lo que hará a continuación». Sin embargo, no tenía más remedio que intentarlo. Así que empezó a observar la casa de Han Fei-tzu de una manera en la que no había observado a nadie excepto a Ender y, más recientemente, a su hijastro Miro. Ya no podía esperar a que Qing-jao y su padre introdujeran datos en el ordenador e intentar comprenderlos a partir de ellos. Ahora tuvo que tomar el control del ordenador de la casa para usar los receptores de audio y vídeo de los terminales situados en casi todas las habitaciones para que se convirtieran en sus ojos y oídos. Los vigilaba. Sola y apartada, dedicó a ellos una considerable parte de su atención, estudiando y analizando sus palabras, sus acciones, intentando discernir lo que querían decirse.
No tardó mucho tiempo en advertir que Qing-jao podía ser influenciada mejor no confrontándola con argumentos, sino persuadiendo a su padre primero y dejando que él la convenciera luego. Eso estaba más en armonía con el Sendero. Han Qing-jao nunca desobedecería al Congreso Estelar a menos que se lo pidiera Han Fei-tzu. Y entonces estaría obligada a hacerlo.
En cierto modo, esto facilitaba en gran medida la tarea de Jane. Persuadir a Qing-jao, una adolescente inestable y apasionada que todavía no se comprendía a sí misma, sería arriesgado en el mejor de los casos. Pero Han Fei-tzu era un hombre de carácter ya establecido, un hombre racional, aunque de profundos sentimientos. Podía ser persuadido con argumentos, sobre todo si Jane podía convencerlo de que oponerse al Congreso era por el bien de su mundo y de la humanidad en general. Sólo necesitaba la información adecuada para permitirle llegar a esta conclusión.
Ahora Jane comprendía ya tanto de las pautas sociales de Sendero como cualquier humano, porque había absorbido cada historia, cada informe antropológico y cada documento producido por el pueblo de Sendero. Sus descubrimientos fueron preocupantes: el pueblo de Sendero estaba mucho más controlado por los dioses que ningún pueblo en ningún otro lugar o tiempo. Aún más, la forma en que les hablaban los dioses era perturbadora. Se conocía de sobras la alteración cerebral llamada desorden obsesivo compulsivo, DOC. A comienzos de la historia de Sendero, siete generaciones antes, cuando el mundo recibió los primeros asentamientos, los doctores trataron adecuadamente el desorden. Pero entonces descubrieron que los agraciados por los dioses de Sendero no respondían a las drogas normales que en todos los otros pacientes DOC restauraban el equilibrio químico de «suficiencia», esa sensación en la mente de una persona de que un trabajo se completa y no hay necesidad de preocuparse más por él. Los agraciados por los dioses exhibían todas las conductas asociadas con el DOC, pero la conocida alteración cerebral no estaba presente. Debía existir otra causa desconocida.
Ahora Jane exploró más profundamente en la historia, y encontró documentos en otros mundos, no en Sendero, que ampliaban el tema. Los investigadores llegaron inmediatamente a la conclusión de que debía ser una nueva mutación que causaba una alteración cerebral relacionada con resultados similares. Pero en cuanto dirigieron el informe preliminar, toda investigación terminó y los investigadores fueron asignados a otro mundo.
A otro mundo… era casi impensable. Significaba desarraigarlos y desconectarlos del tiempo, apartarlos de todos los amigos y familiares que no los acompañaran. Sin embargo ni uno de ellos rehusó, lo que seguramente explicaba la enorme presión a la que fueron sometidos. Todos dejaron Sendero y nadie continuó las líneas de investigación en todos los años siguientes.
La primera hipótesis de Jane fue que una de las agencias del gobierno en Sendero los había exiliado y cortado su investigación: después de todo, los seguidores del Sendero no querrían que su fe fuera molestada por el hallazgo de la causa física de que los dioses hablaran en sus cerebros. Pero Jane no encontró ninguna evidencia de que el gobierno local hubiera poseído el informe completo. La única parte que había circulado por Sendero fue la conclusión general de que el fenómeno del habla de los dioses no era definitivamente el familiar y tratable DOC. El pueblo de Sendero había sabido sólo lo suficiente del informe para convencerse de que el habla de los dioses no obedecía a ninguna causa física conocida. La ciencia había «demostrado» que los dioses eran reales. No había ningún registro de que nadie en Sendero hubiera emprendido ninguna acción para suprimir posteriores informaciones o investigaciones. Esas decisiones habían venido de fuera. Del Congreso.
Tenía que haber alguna información clave oculta incluso a Jane, cuya mente alcanzaba fácilmente toda memoria electrónica que estuviera conectada con la cadena ansible. Eso sólo sucedería si aquellos que conocieran el secreto hubieran temido tanto su descubrimiento que lo mantuvieron completamente aparte incluso de los ordenadores más restringidos y de alto secreto del gobierno.
Jane no podía dejar que eso la detuviera. Tendría que deducir la verdad a partir de los fragmentos de información que hubieran pasado desapercibidos en documentos y bases de datos no relacionados. Tendría que encontrar otros hechos que la ayudaran a rellenar los huecos. A la larga, los seres humanos nunca podrían guardar secretos a alguien con el tiempo y la paciencia ilimitada de Jane. Descubriría lo que estaba haciendo el Congreso con Sendero, y cuando tuviera la información la usaría, si podía, para apartar a Qing-jao de su rumbo destructor.
Pues también Qing-jao estaba descubriendo secretos más antiguos, secretos que llevaban ocultos tres mil años.