Estaba firmado: «El propietario». Valentine abrió la puerta. Jakt estaba apoyado contra la pared tan cerca de la puerta que ella se asustó y soltó un gritito.
—Cuánto me alegra saber que mi sola visión puede hacerte gritar de placer.
—De espanto.
—Pasa, mi dulce sediciosa.
—¿Sabes? Técnicamente soy la propietaria de esta nave.
—Lo que es tuyo es mío. Me casé contigo por tus propiedades.
Ella entró en el compartimento. Jakt cerró la puerta y la selló.
—¿Eso es todo lo que soy para ti? —preguntó ella—. ¿Bienes raíces?
—Un trocito de terreno en el que puedo arar y plantar y cosechar, todo en su estación adecuada —extendió la mano hacia Valentine, y ella se echó en sus brazos. Suavemente, deslizó las manos por su espalda, le acarició los hombros. Ella se sentía contenida en su abrazo, nunca confinada.
—El otoño se acaba-comentó ella—. Nos acercamos al invierno.
—Tiempo de desbrozar, tal vez —contestó Jakt—. O tal vez ya sea hora de encender el fuego y mantener cálida la vieja cabaña antes de que lleguen las nieves.
La besó, y fue como la primera vez.
—Si hoy volvieras a pedirme que me casara contigo, te diría que sí —dijo Valentine.
—Si yo te hubiera visto hoy por primera vez, te lo habría pedido.
Habían pronunciado aquellas palabras muchas, muchas veces antes. Sin embargo, oírlas todavía les hacía sonreír, porque seguían siendo ciertas.
Las dos naves habían completado su amplia danza, bailando a través del espacio con grandes saltos y giros delicados hasta que por fin pudieron encontrarse y tocarse. Miro Ribeira había contemplado todo el proceso desde el puente de su nave, los hombros encogidos, la cabeza echada hacia atrás sobre el reposacabezas del asiento. Para otras personas, esta postura siempre parecía incómoda. En Lusitania, cada vez que su madre lo veía sentado de esta forma se acercaba y lo reprendía, e insistía en traerle una almohada para que estuviera cómodo. Nunca pareció comprender que sólo en aquella extraña postura, aparentemente molesta, conseguía que la cabeza se le mantuviera erecta sin ningún esfuerzo consciente por su parte.
Él soportaba sus reproches porque no merecía la pena discutir con ella. Su madre siempre se movía y pensaba rápidamente, y era casi imposible que frenara el ritmo de su vida para escucharlo.
Desde la lesión cerebral que sufrió al atravesar el campo disruptor que separaba la colonia humana del bosque de los cerdis, su habla se había vuelto insoportablemente lenta, dolorosa de producir y difícil de comprender. Quim, el hermano de Miro, el religioso, le había dicho que debía dar gracias a Dios por poder hablar al menos; los primeros días fue incapaz de comunicarse excepto a través de un escáner alfabético, deletreando mensajes símbolo a símbolo. Sin embargo de algún modo, el deletreo fue lo mejor. Al menos Miro guardaba silencio, no escuchaba su propia voz. El sonido torpe y pastoso, su agonizante lentitud. ¿Quién tuvo en su familia paciencia para escucharlo? Incluso en los que lo intentaron —su hermano menor, Ela; su amigo y padre adoptivo, Andrew Wiggin, el Portavoz de los Muertos; y Quim, por supuesto…—, podía sentir su impaciencia. Tendían a terminar las frases por él. Necesitaban apresurar las cosas. Por eso, aunque afirmaban que querían hablar con él, aunque se sentaban y escuchaban mientras él hablaba, no podía dirigirse a ellos libremente. No podía comunicar ideas: no podía hablar con frases largas y relacionadas, porque cuando llegaba al final sus oyentes habían perdido el hilo del principio.
El cerebro humano, concluyó Miro, era como un ordenador, únicamente puede recibir datos a ciertas velocidades. Si eres demasiado lento, la atención del oyente divaga y la información se pierde.
Y no sólo la de los oyentes. Miro tenía que ser justo: se impacientaba tanto consigo mismo como con ellos. Cuando pensaba en el crudo esfuerzo que implicaba explicar una idea complicada, cuando intentaba formar por anticipado las palabras con unos labios y lengua y mandíbulas que no le obedecían, cuando pensaba en cuánto tiempo requeriría, normalmente se sentía demasiado cansado para hablar. Su mente seguía y seguía corriendo, con la velocidad de siempre, produciendo tantos pensamientos que a veces Miro quería que su cerebro se cerrara, que guardara silencio y lo dejara en paz. Pero sus pensamientos continuaban siendo propios, sin que nadie los compartiera.
Excepto con Jane. Podía hablar con Jane. Ella le había abordado por primera vez en el terminal que tenía en casa, cuando su rostro tomó forma en la pantalla. «Soy amiga del Portavoz de los Muertos —le dijo—. Creo que podemos hacer que este ordenador sea un poco más adecuado.» A partir de entonces, Miro descubrió que Jane era la única persona con quien podía hablar fácilmente. Para empezar, mostraba una paciencia infinita. Nunca terminaba sus frases. Podía esperar a que él mismo las acabara, y por eso nunca se sentía apremiado, nunca sentía que la estaba aburriendo.
Tal vez más importante todavía, no tenía que formar sus palabras tan completamente para ella como para sus interlocutores humanos. Andrew le había dado un terminal personal, un receptor informático incrustado en una joya como la que el propio Andrew llevaba en el oído. Desde esa perspectiva, usando los sensores de la joya, Jane podía detectar todos los sonidos que hacía, cada movimiento de los músculos de su cabeza. Ya no tenía que completar cada sonido, sino comenzarlo, y ella comprendía. Podía ser perezoso. Él podía hablar más rápidamente y ser comprendido.
Y también podía hablar en silencio. Podía subvocalizar, no tenía que usar aquella voz torpe, molesta y aullante que era todo lo que podía producir ahora su garganta. Cuando hablaba con Jane, podía hablar rápidamente, de modo natural, sin recordar que estaba lisiado. Con Jane podía sentirse él mismo.
Ahora estaba sentado en el puente de la nave de carga que había traído a Lusitania al Portavoz de los Muertos hacía tan sólo unos pocos meses. Temía el encuentro con la nave de Valentine. Si hubiera pensado en otro sitio al que ir, se habría escapado: no sentía el menor deseo de conocer a la hermana de Andrew ni a nadie más. Si pudiera quedarse solo eternamente en la nave, hablando sólo con Jane, se habría sentido satisfecho.
No, no era así. Nunca volvería a estar satisfecho.
Como mínimo, esta Valentine y su familia serían gente nueva. En Lusitania conocía a todo el mundo, o al menos a todo el mundo que valoraba: toda la comunidad científica, la gente con educación y conocimiento. Los conocía tan bien que no podía dejar de ver su compasión, su pesar, su frustración ante lo que le había sucedido. Cuando lo miraban, percibía la diferencia entre lo que era antes y lo que era ahora. Ellos sólo veían pérdida.
Existía la posibilidad de que gente nueva (Valentine y su familia) pudieran mirarlo y ver otra cosa.
Sin embargo, era improbable. Los desconocidos lo mirarían y verían menos, no más, que quienes lo conocieron antes de quedar lisiado. Al menos, su madre y Andrew y Ela y Ouanda y todos los demás sabían que tenía una mente, que era capaz de comprender ideas. «¿Qué pensarán cuando me vean? Verán un cuerpo que se está atrofiando; encorvado; me verán andar con paso torpe; me verán usar las manos como garras, agarrar la cuchara como un niño de tres años; oirán mi habla pastosa y casi ininteligible; y supondrán, sabrán, que una persona así no puede comprender nada que sea complicado o difícil.
¿Por qué he venido?
No he venido. Me fui. No venía a encontrarme con esta gente. Me marchaba de allí. Escapaba. Sólo que me engañé a mí mismo. Pensé en marcharme en un viaje de treinta años, que es sólo como les parecerá a ellos. Para mí únicamente ha transcurrido una semana y media. Eso no es tiempo ninguno. Y mi soledad ya se ha acabado. Mi tiempo de estar a solas con Jane, que me escucha como si todavía fuera un ser humano, se ha terminado.»
Casi. Casi había pronunciado las palabras que hubiesen abortado el encuentro. Podría haber robado la nave de Andrew para marcharse en un viaje eterno sin tener que enfrentarse a otra alma viviente.
Pero una acción nihilista de esas características no era propia de él, todavía no. Decidió que aún no estaba desesperado. Tal vez había algo que pudiera hacer para justificar el hecho de continuar viviendo en aquel cuerpo. Y tal vez todo comenzaría conociendo a la hermana de Andrew.
Las naves se unían ahora, mientras los umbilicales se retorcían y se estiraban, hasta encontrarse. Miro observaba los monitores y escuchaba en los informes del ordenador cada maniobra completa. Las naves se unían de todas las formas posibles para poder realizar el resto del viaje a Lusitania en perfecto tándem. Todas las fuentes serían compartidas. Ya que la nave de Miro era de carga, no podía aceptar más que a un puñado de personas, pero se encargaría de algunos de los suministros vitales de la otra nave: juntos, los dos ordenadores de a bordo calculaban un equilibrio perfecto.
Cuando calcularon la carga, decidieron exactamente cuánto debía acelerar cada nave mientras giraban para iniciar juntas la maniobra de acercamiento a la velocidad de la luz al mismo ritmo exacto. Era una negociación extremadamente delicada y complicada entre dos ordenadores que tenían que conocer casi a la perfección lo que llevaban sus naves y cómo podían ejecutar sus movimientos. Terminó antes de que el tubo de tránsito entre las naves se conectara por completo.
Miro oyó los pasos en el corredor. Giró la silla (lentamente, porque todo lo hacía así) y la vio acercarse hacia él. Encorvada, pero no mucho, porque no era alta. El pelo casi blanco, con unos cuantos pelos castaños oscuros. Cuando se plantó ante él, la miró a la cara y la juzgó. Mayor, pero no vieja. Si el encuentro la inquietaba, no lo demostraba. Pero claro, por lo que Andrew y Jane le habían contado de ella, había conocido a un montón de gente mucho más temible que un lisiado de veinte años.
—¿Miro? —preguntó ella.
—¿Quién, si no? —respondió él.
Hizo falta un momento, sólo un parpadeo, para que ella procesara los extraños sonidos que surgieron de la boca del muchacho y reconociera las palabras. Miro estaba ya acostumbrado a esa pausa, pero seguía odiándola.
—Soy Valentine.
—Lo sé —respondió él.
No estaba facilitando las cosas con sus respuestas lacónicas, ¿pero qué otra cosa podía decir? Esto no era exactamente una reunión entre jefes de estado con una lista de decisiones vitales que tomar. Pero tenía que hacer algún esfuerzo, para al menos no parecer hostil.
—Tu nombre, Miro… significa «observo», ¿verdad?
—Observo con atención. Tal vez «presto atención».
—No es tan difícil comprenderte —comentó Valentine.
Él se sorprendió de que ella abordara el tema de una manera tan abierta.
—Creo que tengo más problemas con tu acento portugués que con la lesión cerebral.
Por un momento, le pareció como si recibiera un martillazo en el corazón: ella hablaba sobre su situación con más franqueza que nadie, excepto Andrew. Pero era su hermana, ¿no? Tendría que haber esperado que fuera directa.
—¿0 prefieres que finjamos que no hay una barrera entre los demás y tú?
Ella había advertido su sorpresa. Pero ya había pasado, y ahora se le ocurrió que no debería estar molesto, sino alegre de que no tuvieran que dar un rodeo ante el tema. Sin embargo, estaba molesto, y tardó un momento en pensar por qué. Entonces lo supo.
—Mi lesión cerebral no es su problema.
—Si me impide entenderte, entonces es un problema con el que tengo que tratar. No te vuelvas quisquilloso ya conmigo, jovencito. Sólo he empezado a molestarte, y tú sólo has empezado a molestarme a mí. Así que no te enfades porque yo haya mencionado tu lesión cerebral como si fuera de algún modo mi problema. No tengo ninguna intención de sopesar cada palabra que diga por temor a ofender a un joven supersensible que piensa que el mundo entero gira en torno a sus frustraciones.
A Miro le enfureció que ella lo hubiera juzgado ya, y de forma tan brusca. Era injusto, completamente opuesto a como debía ser la autora de la jerarquía de Demóstenes.
—¡No considero que el mundo entero gire en torno a mis frustraciones! ¡Pero no crea que podrá entrar aquí y dirigir mi nave!
Eso era lo que lo había molestado, no sus palabras. Ella tenía razón: sus palabras no eran nada. Era su actitud, su completa confianza en sí misma. Él no estaba acostumbrado a que la gente lo mirara sin asombro o piedad.
Valentine se sentó a su lado. Él se volvió para observarla. Ella, por su parte, no rehuyó la mirada. Al contrario, escrutó su cuerpo, de la cabeza a los pies, examinándolo con aire de fría apreciación.
—Él dijo que eras duro. Dijo que habías sido retorcido, pero no roto.
—¿Se supone que va a ser mi terapeuta?
—¿Se supone que vas a ser mi enemigo?
—¿Tendría que serlo? —preguntó Miro.
—No más que yo tu terapeuta. Andrew no nos ha hecho encontrarnos para que yo pudiera curarte, sino para que tú pudieras ayudarme. Si no piensas hacerlo, muy bien. Si lo vas a hacer, adelante. Pero déjame aclarar unas cuantas cosas. Estoy dedicando cada momento que paso despierta a escribir propaganda subversiva a fin de provocar un sentimiento público en los Cien Mundos y en las colonias. Estoy intentando que el pueblo se enfrente a la flota que el Congreso Estelar ha enviado para someter a Lusitania. Tu mundo, no el mío, por cierto.
—Su hermano está allí.
Miro no estaba dispuesto a dejarla proclamar su completo altruismo.
—Sí, los dos tenemos familia allí. Y a los dos nos preocupa salvar a los pequeninos de la destrucción. Y ambos sabemos que Ender ha devuelto a la vida a la reina colmena en tu mundo, de modo que hay dos especies alienígenas que serán destruidas si el Congreso Estelar se sale con la suya. Hay mucho en juego y yo ya estoy haciendo todo lo posible para detener esa flota. Si pasar unas cuantas horas contigo puede ayudarme a hacerlo mejor, merece la pena robar tiempo a mis escritos para hablar contigo. Pero no tengo ninguna intención de malgastar mi tiempo preocupándome por si voy a ofenderte o no. Así que si vas a ser mi adversario, puedes quedarte sentado aquí solo y yo volveré a mi trabajo.
—Andrew dijo que era usted la mejor persona que conocía.
—Llegó a esa conclusión antes de verme educar a tres niños bárbaros. Tengo entendido que tu madre tiene seis.
—Cierto.
—Y tú eres el mayor.
—Sí.
—Lástima. Los padres siempre cometen los peores errores con los hijos mayores. Es entonces cuando saben menos y se preocupan más, y es más probable que se equivoquen e insistan en que tienen razón.
A Miro no le gustaba que esta mujer llegara a rápidas conclusiones acerca de su madre.
—Ella no es como usted.
—Por supuesto que no. —Valentine se inclinó hacia delante en el asiento—. Bien, ¿te has decidido?
—¿Decidido a qué?
—¿Vamos a trabajar juntos o te desconectarás de treinta años de historia humana para nada?
—¿Qué quiere de mí?
—Historias, por supuesto. Los hechos puedo conseguirlos en el ordenador.
—¿Historias sobre qué?
—Sobre vosotros. Los cerdis. Los cerdis y vosotros. Todo este asunto de la Flota Lusitania empezó contigo y los cerdis, después de todo. Fue porque interferisteis con ellos que…
—¡Los ayudamos!
—Oh, ¿he vuelto a usar la palabra equivocada?
Miro la observó. Pero incluso al hacerlo, supo que ella tenía razón: estaba siendo supersensible. La palabra interferir, usada en contexto científico, apenas tenía connotaciones. Simplemente significaba que había introducido un cambio en la cultura que estaba estudiando. Y si tenía una connotación negativa, era que había perdido su perspectiva científica: había dejado de estudiar a los pequeninos y había empezado a tratarlos como amigos. Seguramente era culpable de eso. No, no culpable: estaba orgulloso de haber hecho esa transición.
—Continúe —pidió.
—Todo esto empezó porque quebrantasteis la ley y comenzasteis a cultivar amaranto.
—Ya no.
—Sí, es irónico, ¿verdad? El virus de la descolada se introdujo y mató a cada hembra de amaranto que tu hermana desarrolló para ellos. De modo que vuestra interferencia fue en vano.
—No lo fue —replicó Miro—. Están aprendiendo.
—Sí, lo sé. Es más, están eligiendo. Lo que quieren aprender, lo que quieren hacer. Les disteis la libertad. Apruebo de todo corazón vuestra decisión. Pero mi trabajo consiste en escribir acerca de vosotros para la gente de los Cien Mundos y las colonias, y ellos no se formarán necesariamente la misma opinión. Lo que necesito de ti es la historia de cómo y por qué quebrantasteis la ley e interferisteis con los cerdis, y por qué el gobierno y el pueblo de Lusitania se rebeló contra el Congreso en vez de enviaros a ser juzgados y castigados por vuestros crímenes.
—Andrew ya le ha contado esa historia.
—Y yo ya he escrito sobre ella, en términos amplios. Ahora necesito el punto de vista personal. Quiero poder conseguir que otra gente conozca a esos seres llamados cerdis como personas. Y a ti también. Tengo que hacer que te conozcan como persona. Si es posible, sería conveniente que pudiera conseguir que te apreciaran. Entonces la Flota Lusitania parecerá lo que es: una reacción desorbitada y monstruosa a una amenaza que nunca existió.
—La flota supone el xenocidio.
—Eso he dicho en mi propaganda —apuntó Valentine.
Él no podía soportar su seguridad y su irrefutable fe en sí misma. Por eso tenía que contradecirla, y sólo podía hacerlo ofreciendo ideas en las que aún no había pensado completamente. Ideas que todavía eran solamente dudas a medio formar en su mente.
—La flota es también defensa propia.
Tuvo el efecto deseado: ella interrumpió su conferencia e incluso levantó las cejas, cuestionándolo. El problema era que Miro tenía ahora que explicar lo que había querido decir.
—La descolada. Es la forma de vida más peligrosa que existe.
—La respuesta a eso es cuarentena. No enviar una flota armada con el Pequeño Doctor y la capacidad de convertir a Lusitania y todos sus habitantes en polvo estelar microscópico.
—¿Está segura de que tiene razón?
—Estoy segura de que es un error que el Congreso Estelar pretenda aniquilar a otra especie inteligente.
—Los cerdis no pueden vivir sin la descolada —explicó Miro—, y si la descolada se extiende alguna vez a otro planeta, destruirá toda la vida allí. Lo hará.
Era un placer ver que Valentine podía parecer aturdida.
—Creía que el virus estaba contenido. Fueron tus abuelos quienes encontraron un medio de detenerlo, para que quedara dormido en los seres humanos.
—La descolada se adapta —dijo Miro—. Jane me contó que ya ha cambiado un par de veces. Mi madre y mi hermana Ela están trabajando en el tema, intentando adelantarse a la descolada. A veces parece que la descolada lo hace deliberadamente. Con inteligencia. Busca estrategias para sortear los productos químicos que usamos para contenerla e impedir que mate a la gente. Se está metiendo en las cosechas terrestres que los humanos necesitan para sobrevivir. Ahora hay que fumigarlas. ¿Encontrará la descolada una forma de vencer esas barreras?
Valentine guardó silencio. Ahora no hubo ninguna respuesta lenguaraz. No se había enfrentado a esta cuestión antes. Nadie lo había hecho, excepto Miro.
—No le he dicho esto ni siquiera a Jane —suspiró Miro—. Pero ¿y si la flota tiene razón? ¿Y si la única forma de salvar a la humanidad de la descolada es destruir Lusitania ahora?
—No —contestó Valentine—. Esto no tiene nada que ver con los propósitos por los que el Congreso Estelar envió la flota. Sus razones únicamente obedecen a la política interplanetaria, para demostrar a las colonias quién es el amo. Tiene que ver con una burocracia fuera de control y unos militares que…
—¡Escúcheme! —la interrumpió Miro—. Ha dicho que quería escuchar mis historias, escuche ésta: no importa cuáles sean sus razones. No importa que sean un atajo de bestias asesinas. No me preocupa. Lo que importa es: ¿deberían destruir Lusitania?
—¿Qué clase de persona eres? —preguntó Valentine.
Él percibió a la vez asombro y repulsa en su voz.
—Usted es la filósofa moral —dijo Miro—. Dígamelo usted. ¿Se supone que debemos amar tanto a los pequeninos para permitir que el virus destruya a toda la humanidad?
—Por supuesto que no. Simplemente, tendremos que encontrar un modo de neutralizar a la descolada.
—¿Y si no podemos?
—Entonces, pondremos a Lusitania en cuarentena. Aunque todos los seres humanos del planeta mueran, tu familia y la mía, no habremos destruido a los pequeninos.
—¿De verdad? ¿Qué hay de la reina colmena?
—Ender me dijo que se estaba restableciendo, pero…
—Contiene en sí misma una sociedad industrializada completa. Construirá naves espaciales y abandonará el planeta.
—¡No se llevaría a la descolada consigo!
—No tiene elección. La descolada está ya dentro de ella. Está dentro de mí.
Fue entonces cuando realmente la alcanzó. Percibió el miedo en sus ojos.
—Estará también en usted. Aunque corra de regreso a su nave y la selle y se mantenga apartada de la infección, cuando aterrice en Lusitania la descolada entrará en usted, en su marido y en sus hijos. Tendrán que ingerir los productos químicos con la comida y el agua, todos los días de su vida. Y nunca podrán marcharse de Lusitania o llevarán consigo la muerte y la destrucción.
—Supongo que sabíamos que era una posibilidad —admitió Valentine.
—Cuando partieron, sólo era una posibilidad. Pensábamos que pronto controlaríamos la descolada. Ahora ni siquiera están seguros de que puedan controlarla alguna vez. Y eso significa que nunca podrán salir de Lusitania cuando lleguen allí.
—Espero que nos guste el clima.
Miro estudió su rostro, la forma en que procesaba la información que le había suministrado. El miedo inicial había desaparecido. Era de nuevo ella misma, pensando.
—Eso es lo que creo —dijo Miro—. Creo que no importa lo terrible que sea el Congreso, no importa lo malignos que puedan ser sus planes; esa flota tal vez significará la salvación de la humanidad.
Valentine respondió pensativamente, escogiendo las palabras. Miro se alegró de verlo: ella era una persona que no contraatacaba sin pensar. Podía aprender.
—Comprendo que aunque los hechos recorran sólo un camino posible, podría llegar un momento en que…, pero es muy improbable. Para empezar, sabiendo esto, es bastante improbable que la reina colmena construya ninguna nave espacial que lleve la descolada fuera de Lusitania.
—¿Conoce usted a la reina colmena? —demandó Miro—. ¿La comprende?
—Aunque hiciera una cosa así —dijo Valentine—, tu madre y tu hermana siguen trabajando en el tema, ¿no? Para cuando lleguemos a Lusitania, para cuando la flota llegue a Lusitania, puede que hayan encontrado una manera de controlar a la descolada de una vez por todas.
—Y si lo hacen, ¿deberían usarla?
—¿Por qué no iban a hacerlo?
—¿Cómo podrían matar a todo el virus de la descolada? Es una parte integral del ciclo de vida de los pequeninos. Cuando la forma-cuerpo del pequenino muere, es el virus de la descolada lo que permite la transformación en el estado-árbol, lo que los cerdis llaman la tercera vida…, y es sólo en la tercera vida, siendo árboles, como los pequeninos machos pueden fecundar a las hembras. Si el virus desaparece, será imposible el paso a la tercera vida, y esta generación de cerdis será la última.
—Eso no lo hace imposible, sólo más difícil. Tu madre y tu hermana tienen que encontrar un medio de neutralizar la descolada en los seres humanos y las cosechas que necesitamos para comer, sin destruir su facultad de permitir a los pequeninos llegar a la edad adulta.
—Y tienen menos de quince años para hacerlo —le señaló Miro—. No es probable.
—Pero tampoco imposible.
—Sí. Hay una posibilidad. Y basándose en eso, ¿quiere deshacerse de la flota?
—La flota destruirá Lusitania, controlemos la descolada o no.
—Y vuelvo a decírselo: el motivo por el que ha sido enviada es irrelevante. No importa cuál sea la razón, la destrucción de Lusitania podría ser la única protección segura para el resto de la humanidad.
—Y yo digo que te equivocas.
—Usted es Demóstenes, ¿verdad? Andrew me lo dijo.
—Sí.
—Entonces, piense en la jerarquía de los Extraños. Los utlannings son extraños a nuestro mundo. Los framlings son extraños a nuestra propia especie, pero capaces de comunicarse con nosotros, capaces de coexistir con la humanidad. Los últimos son los varelse…, ¿y qué son?
—Los pequeninos no son varelse. Tampoco la reina colmena.
—Pero la descolada lo es. Varelse. Una forma de vida alienígena que es capaz de destruir a toda la humanidad.
—A menos que podamos domarla…
—… y con la que no podemos comunicarnos, una especie alienígena con la que no podemos convivir. Usted dijo que en ese caso la guerra es inevitable. Si una especie alienígena parece decidida a destruirnos y no podemos comunicarnos con ella, si no podemos comprenderla, si no hay ninguna posibilidad de desviarlos pacíficamente de su rumbo, entonces estamos justificados en cualquier acción necesaria para salvarnos a nosotros mismos, incluyendo la destrucción completa de la otra especie.
—Sí —admitió Valentine.
—Pero ¿y si debemos destruir la descolada y sin embargo no podemos hacerlo sin destruir también a cada pequenino viviente, a la reina colmena, a todos los seres humanos de Lusitania?
Para sorpresa de Miro, los ojos de Valentine se llenaron de lágrimas.
—Entonces, te has convertido en esto.
Miro se sintió confundido.
—¿Cuándo se ha convertido esta conversación en una discusión acerca de mí?
—Has pensado en todo esto, has visto todas las posibilidades para el futuro, buenas y malas por igual, y sin embargo el único futuro en que estás dispuesto a creer, el único futuro imaginado que tomas como base para todas tus consideraciones morales, es el futuro en el cual todo el mundo que tú y yo hemos amado y todo lo que hemos anhelado debe ser aniquilado.
—No he dicho que me gustara ese futuro.
—Yo tampoco —atajó Valentine—. He dicho que ése es el futuro para el que has elegido prepararte. Pero yo no. Yo elijo vivir en un universo con esperanza. Yo elijo vivir en un universo donde tu madre y tu hermana encontrarán un modo de contener a la descolada, un universo en el que el Congreso Estelar pueda ser reformado o reemplazado, un universo en el que no existe el poder ni la voluntad de destruir a una especie entera.
—¿Y si está equivocada?
—Entonces tendré tiempo de sobra para desesperarme antes de morir. Pero tú…, ¿buscas todas las oportunidades antes de desesperarte? Puedo comprender el impulso que te lleva a ello. Andrew me ha dicho que eras un hombre atractivo, todavía lo eres, y que la pérdida del pleno uso de tu cuerpo te ha herido profundamente. Pero otras personas han perdido más que tú y no tienen una visión tan negra del mundo.
—¿Ése es su análisis sobre mí? —preguntó Miro—. ¿Hace media hora que nos conocemos, y ahora lo comprende todo sobre mí?
—Sé que ésta es la conversación más deprimente que he mantenido en toda mi vida.
—Y asume que es porque estoy lisiado. Bien, déjeme decirle una cosa, Valentine Wiggin. Espero las mismas cosas que usted. Incluso espero recuperar algún día el uso de mi cuerpo. Si no tuviera esperanza, estaría muerto. Las cosas que le he dicho no son por desesperación, sino porque caben en lo posible. Y porque son posibles tenemos que pensar en ellas para que no nos sorprendan más tarde. Tenemos que pensar en ellas para que, si se produce lo peor, ya sepamos cómo vivir en ese universo.
Valentine parecía estar estudiando su cara: él sintió su mirada, como una cosa casi palpable, como un leve cosquilleo bajo la piel, dentro de su cerebro.
—Sí —dijo ella.
—¿Sí qué?
—Sí, mi marido y yo nos trasladaremos aquí y viviremos en tu nave.
Se levantó de su asiento y se dirigió al corredor que conducía al tubo de tránsito.
—¿Por qué ha decidido eso?
—Porque nuestra nave está demasiado abarrotada. Y porque decididamente merece la pena hablar contigo. Y no sólo para conseguir material para los ensayos que tengo que escribir.
—Oh, entonces, ¿he aprobado su examen?
—Sí —respondió ella—. ¿He aprobado el tuyo?
—No la estaba examinando.
—Y un cuerno. Pero, por si no te has dado cuenta, te lo diré: he aprobado. De lo contrario no me habrías dicho todas las cosas que dijiste.
Se marchó. Miro pudo oírla pasillo abajo, y luego el ordenador informó que estaba atravesando el tubo entre las naves.
Ya la echaba de menos.
Porque tenía razón. Había aprobado su examen. Le había escuchado como no lo había hecho nadie, sin impaciencia, sin terminar sus frases, sin dejar que su mirada se apartara de su rostro. Él le había hablado no con cuidadosa precisión, sino con enorme emoción. Gran parte del tiempo sus palabras debieron parecer casi ininteligibles. Sin embargo, ella le había escuchado con tanta atención que comprendió todos sus argumentos y ni una sola vez le pidió que repitiera algo. Podía hablar con esta mujer con tanta naturalidad como hablaba con cualquier persona antes de su lesión cerebral. Sí, ella era porfiada, cabezota, mandona y rápida para sacar conclusiones. Pero también podía escuchar una visión opuesta, cambiar de opinión cuando era necesario. Sabía escuchar, y por eso él podía hablar.
Tal vez con ella podría seguir siendo Miro.