DONCELLA SECRETA

‹¿Es cierto que, en los antiguos tiempos, cuando enviasteis vuestras naves para colonizar muchos mundos, podíais hablaros unas o otras como si estuvierais en el mismo bosque.›

‹Suponemos que con vosotros sucederá lo mismo. Cuando los nuevos padres-árbol hayan crecido, estarán presentes en vosotros. Las conexiones filóticas no se ven afectadas por la distancia›

‹Pero testaremos conectados? No enviaremos ningún árbol al viaje. Sólo hermanos, unas cuantos esposas y un centenar de pequeñas madres para dar a luz a nuevas generaciones. El viaje durará como mínimo décadas. En cuanto lleguen, los mejores de entre los hermanos serán enviados a la tercera vida, pero transcurrirá al menos un año antes de que el primero de los padres-árbol envejezca lo suficiente para engendrar. ¿Cómo podrá saber el primer padre de ese nuevo mundo la forma de hablarnos? ¿Cómo podremos saludarlo, si no sabemos dónde está?›


El sudor corría por el rostro de Qing-jao. Inclinada como estaba, las gotas le cosquilleaban las mejillas, bajo los ojos y en la punta de la nariz. Desde allí, el sudor caía a las aguas del arrozal, o a las plantas de arroz que se alzaban sobre la superficie del agua.

—¿Por qué no te secas la cara, sagrada?

Qing-jao alzó la cabeza para ver quién estaba lo bastante cerca para hablarle. Por regla general, los otros miembros de su grupo en la labor virtuosa no trabajaban cerca de ella: les inquietaba estar con una de las agraciadas.

Era una niña, más joven que Qing-jao, de unos catorce años, con cuerpo de muchacho y el cabello muy corto. Miraba a Qing-jao con franca curiosidad. Había en ella una frescura, una completa falta de timidez que a Qing-jao le pareció extraña y un poco desagradable. Su primer impulso fue ignorar a la niña.

Pero ignorarla sería arrogante. Sería lo mismo que decir: «Como soy una agraciada, no necesito responder cuando me hablan». Nadie supondría jamás que la razón por la que no respondía era porque estaba tan preocupada con la tarea imposible que el gran Han Fei-tzu le había encomendado que resultaba casi doloroso pensar en otra cosa.

Así que respondió, pero con una pregunta:

—¿Por qué debería secarme la cara?

—¿No te cosquillea el sudor al caer? ¿No se te mete en los ojos y pica?

Qing-jao bajó el rostro para seguir con su trabajo unos instantes, y esta vez advirtió deliberadamente lo que sentía. Sí que hacía cosquillas, y el sudor que se le metía en los ojos picaba. De hecho, resultaba bastante incómodo y molesto. Con cuidado, Qing-jao se enderezó, y advirtió el dolor, la forma en que su espalda protestaba por el cambio de postura.

—Sí —respondió a la muchachita—. Hace cosquillas y pica.

—Entonces, sécate —dijo la niña—. Con la manga.

Qing-jao se miró la manga. Ya estaba empapada con el sudor de sus brazos.

—¿Sirve de algo secarse? —preguntó.

Ahora le tocó a la muchachita el turno de descubrir algo en lo que no había pensado. Por un momento, pareció pensativa. Entonces se secó la frente con la manga.

Sonrió.

—No, sagrada. No sirve de nada.

Qing-jao asintió con gravedad y se inclinó de nuevo para continuar con su labor. Pero ahora el cosquilleo del sudor, el picor de sus ojos, el dolor de su espalda, la molestaban demasiado. Su incomodidad apartó su mente de sus pensamientos, en vez de hacer al contrario. Esta muchacha, quienquiera que fuese, acababa de aumentar sus penalidades al señalarlo… y, sin embargo, irónicamente, al hacer que Qing-jao fuera consciente de la miseria de su cuerpo, la había liberado del martilleo de las preguntas en su cerebro.

Qing-jao empezó a reír.

—¿Te ríes de mí, sagrada? —preguntó la muchacha.

—Te doy las gracias a mi manera —dijo Qing-jao—. Has quitado una gran carga de mi corazón, aunque sólo sea por un momento.

—Te estás riendo de mí por haberte dicho que te secaras la frente, aunque no sirva de nada.

—Te aseguro que no me río por eso. —Qing-jao se irguió otra vez y miró a la muchachita a los ojos—. Yo no miento.

La niña pareció avergonzada, pero ni la mitad de lo que debería parecer. Cuando los agraciados usaban el tono de voz que Qing-jao acababa de emplear, los demás se inclinaban inmediatamente y mostraban su respeto. Pero esta muchacha sólo prestó atención, comprendió las palabras de Qing-jao, y luego asintió.

Qing-jao sólo pudo llegar a una conclusión.

—¿También eres una agraciada?

La muchacha abrió mucho los ojos.

—¿Yo? Mis padres son gente muy humilde. Mi padre extiende estiércol en los campos y mi madre friega en un restaurante.

Naturalmente, eso no era ninguna respuesta. Aunque con frecuencia los dioses elegían a los hijos de los agraciados, se sabía que habían hablado a algunos cuyos padres nunca habían oído sus voces. Sin embargo, era una creencia común que si tus padres eran de muy baja extracción social, los dioses no tendrían ningún interés en ti, y de hecho era muy raro que los dioses hablaran a aquellos cuyos padres no tuvieran una buena educación.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Qing-jao.

—Si Wang-mu —respondió la niña.

Qing-jao jadeó y se cubrió la boca, para sofocar una carcajada. Pero Wang-mu no parecía enfadada: sólo sonrió y pareció impacientarse.

—Lo siento —dijo Qing-jao cuando pudo hablar—. Pero ése es el nombre de…

—La Real Madre del Oeste —completó Wang-mu—. ¿Tengo yo la culpa de que mis padre eligieran ese nombre para mí?

—Es un nombre noble. Mi antepasada-del-corazón fue una gran mujer, pero sólo era mortal, una poetisa. La tuya es una de las más antiguas diosas.

—¿Y de qué sirve eso? —preguntó Wang-mu—. Mis padres fueron demasiado presuntuosos al ponerme el nombre de una diosa tan distinguida. Por eso los dioses no me hablarán nunca.

A Qing-jao le entristeció que Wang-mu hablara con tanta amargura. Si supiera lo dispuesta que estaría a cambiar de lugar con ella… ¡Quedar libre de la voz de los dioses! No tener que arrodillarse nunca en el suelo para seguir las vetas de la madera, no lavarse las manos excepto cuando se ensuciaran…

Sin embargo, Qing-jao no podía explicárselo a la muchacha. ¿Cómo iba a comprender? Para Wang-mu, los agraciados eran la elite privilegiada, infinitamente sabia e inaccesible. Si Qing-jao le explicara que las cargas de los agraciados eran mucho mayores que las recompensas, parecería una mentira.

Pero para Wang-mu la agraciada no había sido inaccesible: le había hablado a Qing-jao, ¿no? Así que Qing-jao decidió decir de todas formas lo que anidaba en su corazón.

—Si Wang-mu, viviría alegremente el resto de mis días ciega si pudiera quedar libre de las voces de los dioses.

La boca de Wang-mu se abrió, llena de sorpresa. Sus ojos se ensancharon.

Había sido un error hablar. Qing-jao lo lamentó de inmediato.

—Estaba bromeando —dijo.

—No —replicó Wang-mu—. Ahora estás mintiendo. Antes decías la verdad. —Se acercó, chapoteando descuidadamente por entre los arrozales—. Toda la vida he visto llevar a los agraciados al templo en sus palanquines, con sus brillantes sedas y toda la gente inclinándose a su paso, todos los ordenadores abiertos a ellos. Cuando hablan, su lenguaje suena a música. ¿Quién no querría ser uno de ellos?

Qing-jao no podía hablar abiertamente, no podía decir: «Todos los días los dioses me humillan y me hacen ejecutar tareas estúpidas y sin sentido para purificarme, y al día siguiente vuelven a empezar».

—No me creerás, Wang-mu, pero esta vida, aquí en los campos, es mejor.

—¡No! —exclamó Wang-mu—. Te lo han enseñado todo. ¡Sabes todo lo que hay que saber! Puedes hablar muchos idiomas, sabes leer todo tipo de palabras, puedes pensar pensamientos que están tan por encima de los míos como están mis pensamientos por encima de los pensamientos de un caracol.

—Hablas muy bien —dijo Qing-jao—. Tienes que haber ido al colegio.

—¡Colegio! —desdeñó Wang-mu—. ¿Qué es el colegio para niños como yo? Aprendimos a leer, pero sólo lo suficiente para entender las oraciones y los carteles de las calles. Aprendimos nuestros números, pero sólo lo suficiente para hacer la compra. Memorizamos dichos de los sabios, pero sólo los que nos enseñaron para que nos contentáramos con nuestro lugar en la vida y obedeciéramos a aquellos que son más sabios que nosotros.

Qing-jao no sabía que los colegios podían ser así. Pensaba que los niños aprendían las mismas cosas que ella había aprendido de sus tutores. Pero comprendió de inmediato que Si Wang-mu debía de estar diciendo la verdad: un maestro con treinta estudiantes no podía enseñar todas las cosas que Qing-jao había aprendido como única estudiante de muchos maestros.

—Mis padres son muy humildes —repitió Wang-mu—. ¿Por qué iban a perder el tiempo enseñándome más de lo que una sirviente necesita saber? Porque ésa es mi mayor esperanza en la vida, ser muy limpia y convertirme en sirviente en la casa de un hombre rico. Tuvieron mucho cuidado de enseñarme a limpiar un suelo.

Qing-jao pensó en las horas que había pasado en los suelos de su casa, siguiendo las vetas en la madera de pared a pared. Nunca se le había ocurrido pensar cuánto trabajo era para los sirvientes mantener los suelos tan limpios y pulidos para que las túnicas de Qing-jao nunca se ensuciaran visiblemente, a pesar de lo mucho que se arrastraba.

—Sé algo de suelos-dijo.

—Sabes algo de todo —replicó Wang-mu amargamente—. Así que no me digas lo duro que es ser agraciada. Los dioses nunca me han dirigido un pensamiento, y te digo que eso es mucho peor.

—¿Por qué no tuviste miedo de hablarme?

—He decidido no tener miedo de nada —dijo Wang-mu—. ¿Qué podrías hacerme que sea peor de lo que ya es mi vida?

«Podría hacer que te lavaras las manos hasta que sangraran todos los días de tu vida.»

Pero entonces algo se agitó en la mente de Qing-jao, y vio que la muchacha podría considerar que eso no era peor. Tal vez Wang-mu se lavaría alegremente las manos hasta que no quedara más que un amasijo sangrante de piel despellejada en los muñones de sus muñecas, con tal de aprender todo lo que ella sabía. Qing-jao se sentía oprimida por la imposibilidad de la tarea que su padre le había encomendado, aunque era una tarea que, tuviera éxito o fracasara, cambiaría la historia. Wang-mu consumiría toda su vida y nunca emprendería una sola tarea que no necesitara volver a ser hecha al día siguiente; toda la vida de Wang-mu se agotaría realizando trabajos que sólo serían advertidos o comentados si los hacía mal. ¿No era el trabajo de un sirviente casi tan carente de fruto, en el fondo, como los rituales de purificación?

—La vida de un sirviente debe de ser dura —comentó Qing-jao—. Me alegro por tu bien de que no hayas sido contratada todavía.

—Mis padres albergan la esperanza de que sea hermosa cuando me convierta en una mujer. Entonces conseguirán mejores condiciones en el contrato para ponerme a servir. Tal vez el mayordomo de un hombre rico me quiera como esposa; tal vez una dama rica me quiera como doncella secreta.

—Ya eres hermosa-aseguró Qing-jao.

Wang-mu se encogió de hombros.

—Mi amiga Fan-liu está sirviendo, y dice que las feas trabajan más, pero los hombres de la casa las dejan en paz. Las feas son libres de tener sus propios pensamientos. No tienen que decir cosas bonitas a sus señoras.

Qing-jao pensó en las sirvientas de la casa de su padre. Sabía que Han Fei-tzu nunca molestaría a ninguna de ellas. Y nadie tenía que decirle cosas bonitas a ella.

—En mi casa es diferente —declaró.

—Pero yo no sirvo en tu casa —contestó Wang-mu.

Entonces, de repente, toda la escena se aclaró. Wang-mu no le había hablado por impulso. Lo había hecho con la esperanza de que le ofreciera un lugar como sirviente en la casa de una dama agraciada por los dioses. Por lo que sabía, el chismorreo en la ciudad trataba de la joven dama agraciada Han Qing-jao, que había terminado su formación con sus tutores y se había embarcado en su primera tarea adulta, y que no tenía aún marido ni doncella secreta. Si Wang-mu se había abierto paso en la misma cuadrilla de la labor virtuosa que Qing-jao para mantener precisamente esta conversación. Durante un momento, Qing-jao se enfureció. Luego pensó: «¿Por qué no podría hacer exactamente lo que ha hecho? Lo peor que podría pasarle es que yo adivinara lo que hacía, me enfadara y no la contratara. Entonces no estaría peor que antes. Y si no me diera cuenta de sus intenciones y me cayera bien y la contratara, sería la doncella secreta de una dama agraciada por los dioses. Si yo estuviera en su lugar, ¿no haría lo mismo?».

—¿Crees que puedes engañarme? —preguntó—. ¿Crees que no sé que quieres que te contrate como sirvienta?

Wang-mu pareció aturdida, enfadada, temerosa. Sin embargo, prudentemente, no dijo nada.

—¿Por qué no me respondes con ira? —se extrañó Qing-jao—. ¿Por qué no niegas que me has hablado solamente para que te contrate?

—Porque es cierto —contestó Wang-mu—. Te dejo tranquila ahora.

Eso era lo que Qing-jao esperaba oír, una respuesta sincera. No tenía ninguna intención de dejar ir a Wang-mu.

—¿Cuánto de lo que me has dicho es verdad? ¿Quieres una buena educación? ¿Quieres hacer algo mejor en tu vida que servir?

—Todo —respondió Wang-mu, y había pasión en su voz—. Pero ¿qué te importa a ti? Soportas la terrible carga de la voz de los dioses.

Wang-mu pronunció su última frase con un sarcasmo tan desdeñoso que Qing-jao casi se rió en voz alta, pero se contuvo. No había ningún motivo para hacer que la muchacha se enfadara más de lo que ya lo estaba.

—Si Wang-mu, hija-del-corazón de la Real Madre del Oeste, te contrataré como mi doncella secreta, pero sólo si estás de acuerdo con las siguientes condiciones. Primero, me dejarás ser tu maestra y estudiarás todas las lecciones que te asigne. Segundo, siempre me hablarás como a una igual y nunca te inclinarás ante mí ni me llamarás «sagrada». Y tercero…

—¿Cómo podría hacer eso? —dijo Wang-mu—. Si no te trato con respeto, los demás dirán que soy indigna. Me castigarán cuando no estés mirando. Las dos caeremos en desgracia.

—Por supuesto que me tratarás con respeto cuando otras personas puedan vernos —declaró Qing-jao—. Pero cuando estemos a solas, nada más que tú y yo, nos trataremos como iguales o te despediré.

—¿La tercera condición?

—Nunca revelarás a nadie ni una sola palabra de lo que te diga.

El rostro de Wang-mu mostró claramente su ira.

—Una doncella secreta no lo hace nunca. En nuestras mentes se colocan barreras.

—Las barreras te ayudan a no decirlo, pero si quieres hacerlo, puedes sortearlas. Y hay quienes intentarán persuadirte para que hables.

Qing-jao pensó en la carrera de su padre, en todos los secretos del Congreso que mantenía en la cabeza. No se los decía a nadie; no tenía nadie en quien confiar excepto, a veces, en Qing-jao. Si Wang-mu resultaba ser fiel, Qing-jao tendría a alguien. Nunca estaría tan solitaria como su padre.

—¿Me comprendes? —preguntó—. Otras personas pensarán que te contrato como doncella secreta. Pero tú y yo sabremos que en realidad vienes a ser mi estudiante, y yo te traigo para que seas mi amiga.

Wang-mu la miró, asombrada.

—¿Por qué haces eso, cuando los dioses ya te han dicho cómo soborné al capataz para que me dejara estar en tu cuadrilla y no interrumpirnos mientras hablara contigo?

Los dioses no le habían dicho nada de eso, por supuesto, pero Qing-jao tan sólo sonrió.

—¿Por qué no piensas que tal vez los dioses quieran que seamos amigas?

Avergonzada, Wang-mu dio una palmada y se rió con nerviosismo. Qing-jao cogió las manos de la muchacha y descubrió que estaba temblando. Así que no era tan atrevida como parecía.

Wang-mu bajó la cabeza y Qing-jao siguió su mirada. Las manos estaban cubiertas de tierra y lodo, reseco ahora porque llevaban de pie mucho tiempo, sin tocar con ellas el agua.

—Estamos muy sucias —observó Wang-mu.

Hacía tiempo que Qing-jao había aprendido a no dar importan-cia a la suciedad de la labor virtuosa, para lo que no se requería ningún castigo.

—He tenido las manos mucho más sucias que ahora. Ven conmigo cuando nuestra labor virtuosa haya terminado. Le contaré nuestro plan a mi padre, y él decidirá si puedes ser mi doncella secreta.

La expresión de Wang-mu se agrió. Qing-jao se alegró de que su rostro no fuera tan inescrutable.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Los padres siempre lo deciden todo —se lamentó Wang-mu.

Qing-jao asintió, preguntándose por qué Wang-mu se molestaba en decir algo tan obvio.

—Ése es el principio de la sabiduría —dijo—. Además, mi madre está muerta.

La labor virtuosa siempre terminaba a primeras horas del atardecer. Oficialmente, era para que la gente que vivía lejos de los campos tuviera tiempo de regresar a su casa. En realidad, era en reconocimiento de la costumbre de celebrar una fiesta al final de la labor. Como habían trabajado sin descanso durante toda la hora de la siesta, mucha gente se sentía mareada después de la labor virtuosa, como si hubieran permanecido despiertos toda la noche. Otros se sentían torpes y vacilantes. Todo era una excusa para beber y cenar con los amigos, y luego desplomarse en la cama temprano para compensar el sueño perdido y el duro trabajo del día.

Qing-jao era de las que se sentían agotadas; Wang-mu era obviamente de las alegres. O tal vez se debía simplemente al hecho de que la Flota Lusitania pesaba sobre la mente de Qing-jao, mientras que Wang-mu acababa de ser aceptada como doncella secreta por una muchachita a quien hablaban los dioses. Qing-jao guió a Wang-mu a través de los trámites para solicitar empleo en la Casa de Han (lavarse, tomar las huellas, la comprobación de seguridad), hasta que finalmente se hartó de escuchar la voz temblorosa de Wang-mu y se retiró.

Mientras subía las escaleras hacia su habitación, Qing-jao oyó que Wang-mu preguntaba temerosamente:

—¿He ofendido a mi nueva señora?

Y Ju Kung-mei, el guardián de la casa, respondió:

—La agraciada responde a otras voces aparte de la tuya, pequeña.

Fue una respuesta amable. Qing-jao admiraba con frecuencia el tacto y la sabiduría de aquellos a quienes su padre había contratado. Se preguntó si habría elegido con el mismo acierto en su primer contrato.

En ese momento supo que se había precipitado al tomar una decisión tan rápida, sin consultar antes a su padre. Wang-mu resultaría inadecuada, y su padre la reprendería por haber actuado alocadamente.

Imaginar el reproche de su padre bastó para provocar el reproche inmediato de los dioses. Qing-jao se sintió sucia. Se apresuró a su habitación y cerró la puerta. Resultaba amargamente irónico que pudiera pensar hasta la saciedad lo odioso que era ejecutar los rituales que los dioses exigían, lo vacía que era su adoración, pero al pensar deslealmente en su padre o el Congreso Estelar tenía que cumplir una penitencia inmediatamente.

Por norma se pasaba media hora, una hora, quizá más, resistiendo la necesidad de la penitencia, soportando su propia suciedad. Hoy, sin embargo, ansiaba el ritual de purificación. A su modo, el ritual tenía sentido, estructura, principio y fin, reglas que seguir. No como el problema de la Flota Lusitania.

Tras arrodillarse, eligió deliberadamente la veta más estrecha y débil de la tabla más clara que encontró. Ésa sería una penitencia dura: tal vez los dioses la juzgarían lo bastante limpia para mostrarle la solución del problema que su padre le había planteado. Tardó media hora en cruzar la habitación, pues constantemente perdía la veta y tenía que empezar de nuevo una y otra vez.

Al final, exhausta por la labor virtuosa y con los ojos irritados por seguir las líneas, ansió desesperadamente el sueño. En cambio, se sentó en el suelo ante su terminal y solicitó el resumen de su trabajo hasta el momento. Después de examinar y eliminar todos los absurdos inútiles que se habían acumulado durante la investigación, Qing-jao se había quedado con tres amplias categorías de posibilidad. Primero, que la desaparición obedeciera a algún hecho natural que, a la velocidad de la luz, no resultara visible a los astrónomos que observaban el cielo. Segundo, la pérdida de las comunicaciones ansibles fue el resultado de un sabotaje o de una decisión de la propia flota. Tercero, que la pérdida de las comunicaciones se debiera a una conspiración planetaria.

La primera hipótesis quedaba virtualmente eliminada por la forma en que viajaba la flota. Las naves no estaban suficientemente cerca para que ningún fenómeno natural conocido las destruyera simultáneamente. La flota no se había encontrado antes de partir: el ansible hacía que esas cosas fueran una pérdida de tiempo. En cambio, todas las naves se dirigieron a Lusitania desde el lugar donde se encontraban cuando fueron asignadas a la flota. Incluso ahora, con sólo un año aproximado de viaje antes de colocarse todas en la órbita de la estrella de Lusitania, estaban tan separadas que ningún hecho natural concebible podría haberlas afectado a todas a la vez.

La segunda categoría podía considerarse casi tan improbable por el hecho de que la flota entera había desaparecido, sin excepción. ¿Podía algún plan humano funcionar con tanta perfección y eficiencia, y sin dejar ninguna prueba de su preparación en ninguna de las bases de datos o perfiles de personalidad o diarios de comunicación que se mantenían en los ordenadores planetarios? Tampoco había la más leve evidencia de que nadie hubiera alterado o escondido ningún dato, o enmascarado las comunicaciones para evitar dejar rastros. Si era un plan de la flota, no existía ninguna prueba, ni engaño, ni error.

La misma falta de evidencias hacía que la idea de una conspiración planetaria fuera aún más improbable. Por otra parte, el carácter simultáneo de la desaparición de la flota hacía que todas las posibilidades fueran aún menos dignas de crédito.

Por lo que podían determinar, todas las naves habían roto las comunicaciones ansibles casi en el mismo momento exacto. Podría haber una diferencia de segundos, quizás incluso de minutos, pero en cualquier caso no llegaron a cinco, ni hubo una abertura suficientemente amplia para que nadie a bordo de una nave hiciera ninguna observación de la desaparición de otra.

El resumen era elegante en su simpleza. No quedaba nada. La evidencia era tan completa como podría llegar a serlo jamás, y hacía inconcebible cualquier explicación imaginable.

«¿Por qué me ha hecho esto mi padre?», se preguntó, y no por primera vez.

Inmediatamente (como de costumbre), se sintió sucia por formular esa pregunta, por dudar de la perfecta corrección de su padre en todas las decisiones. Necesitaba lavarse, sólo un poco, para anular la impureza de su duda.

Pero no se lavó. En cambio, dejó que la voz de los dioses se hinchara en su interior, que su orden se volviera más urgente. Esta vez no resistía por un virtuoso deseo de volverse más disciplinada. Esta vez intentaba deliberadamente atraer la máxima atención posible de los dioses. Sólo cuando jadeaba ya con la necesidad de lavarse, sólo cuando se estremecía ante el contacto más casual con su propia carne (una mano que rozara una rodilla), sólo entonces dio voz a su pregunta.

—Vosotros lo hicisteis, ¿verdad? —interrogó a los dioses—. Lo que ningún ser humano pudo hacer, debisteis hacerlo vosotros. Extendisteis la mano y acabasteis con la Flota Lusitania.

La respuesta vino, no en palabras, sino en la necesidad cada vez mayor de purificarse.

—Pero el Congreso y el almirantazgo no pertenecen al Sendero. No pueden imaginar la puerta dorada de la Ciudad de la Montaña de Jade del Oeste. Si mi padre les dice: «Los dioses robaron vuestra flota para castigaros por vuestra maldad», sólo lo despreciarán. Si lo desprecian a él, a nuestro mayor estadista vivo, nos despreciarán también a nosotros. Y si Sendero es deshonrado a causa de mi padre, eso lo destruirá. ¿Por eso lo hicisteis?

Empezó a llorar.

—No os dejaré destruir a mi padre. Encontraré otro medio. Encontraré una respuesta que los complazca. ¡Os desafío!

En cuanto pronunció las palabras, los dioses le enviaron la más abrumadora sensación de su propia abominable suciedad que había experimentado jamás. Fue tan intensa que se quedó sin respiración, y cayó hacia delante, agarrándose al terminal. Intentó hablar, suplicar perdón, pero sólo logró farfullar, mientras deglutía con fuerza para no vomitar. Sentía como si sus manos estuvieran esparciendo limo sobre todo lo que tocaba; mientras luchaba por ponerse en pie, la túnica se le pegó a la piel como si estuviera cubierta de densa grasa negra.

Pero no se lavó. Ni cayó al suelo para seguir líneas en las vetas de la madera. En cambio, avanzó tambaleándose hacia la puerta, con la intención de bajar a la habitación de su padre.

La puerta se lo impidió. No físicamente (se abrió tan fácilmente como siempre), pero no fue capaz de franquearla. Había oído hablar de estas cosas, cómo los dioses capturaban a sus siervos desobedientes en las puertas, pero a ella nunca le había sucedido. No podía comprender cómo estaba retenida. Su cuerpo era libre de moverse. No había ninguna barrera. Sin embargo, sentía una amenaza tan asfixiante ante la idea de atravesar la puerta que comprendió que no podría hacerlo, que los dioses requerían algún tipo de penitencia, algún tipo de purificación o nunca la dejarían salir de la habitación. No era seguir las vetas de la madera, ni lavarse las manos. ¿Qué exigían los dioses?

Entonces, de repente, supo por qué los dioses no la dejaban atravesar la puerta. Era el juramento que su padre le había requerido por el bien de su madre. El juramento de que siempre serviría a los dioses, sin importar lo que sucediera. Y aquí había estado al borde del desafío. «¡Madre, perdóname! No desafiaré a los dioses. Pero debo ir a mi padre y explicarle la terrible situación en la que nos han colocado los dioses. ¡Madre, ayúdame a atravesar esta puerta!» Como en respuesta a su súplica, se le ocurrió cómo podría atravesarla. Sólo tenía que fijar la mirada en un punto en el aire justo ante la esquina superior derecha de la puerta, y sin apartar la mirada de ese punto, atravesar de espaldas la puerta con el pie derecho, sacar la mano izquierda, luego girar hacia la izquierda, arrastrar hacia atrás la pierna izquierda hasta atravesar la puerta, luego avanzar el brazo derecho. Fue complicado y difícil, como un baile, pero moviéndose lentamente, con mucho cuidado, logró hacerlo. La puerta la liberó. Y aunque todavía sentía la presión de su propia suciedad, parte de la intensidad se había difuminado. Era soportable. Podía respirar sin jadear, hablar sin tartamudeos.

Bajó las escaleras y llamó al timbre ante la puerta de su padre.

—¿Es mi hija, mi Gloriosamente Brillante? —preguntó el padre.

—Sí, noble señor-dijo Qing-jao.

—Estoy dispuesto a recibirte.

Abrió la puerta de su padre y entró en la habitación; esta vez no hizo falta ningún ritual. Se dirigió al lugar donde estaba sentado ante su terminal y se arrodilló ante él en el suelo.

—He examinado a tu Si Wang-mu, y creo que tu primer contrato ha sido digno —dijo su padre.

Las palabras tardaron un momento en adquirir significado. ¿Si Wang-mu? ¿Por qué le hablaba su padre de una antigua diosa? Alzó la cabeza, sorprendida, y entonces miró hacia donde su padre estaba mirando: a una joven criada con una limpia túnica gris, arrodillada humildemente, mirando al suelo. Tardó un instante en recordar a la niña del arrozal, en recordar que iba a ser su doncella secreta. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Sólo habían transcurrido unas pocas horas desde que la dejó. Sin embargo, en ese tiempo, Qing-jao había luchado contra los dioses, y si no había vencido, al menos no había resultado derrotada. ¿Qué era el contrato de una sirvienta comparada con una batalla con los dioses?

—Wang-mu es impertinente y ambiciosa —continuó su padre—, pero también es honesta y mucho más inteligente de lo que podrías suponer. Supongo por su mente brillante y su clara ambición que las dos pretendéis que sea tu alumna además de tu doncella secreta.

Wang-mu jadeó, y cuando Qing-jao la miró, vio lo aterrada que parecía la muchacha. «Oh, sí, debe de creer que yo sospecho que le ha contado a mi padre nuestro plan secreto.»

—No te preocupes, Wang-mu —intervino Qing-jao—. Mi padre casi siempre adivina los secretos. Sé que no se lo has dicho.

—Desearía que hubiera más secretos tan sencillos como éste —suspiró el padre—. Hija mía, alabo tu digna generosidad. Los dioses te honrarán por esto, como lo hago yo.

Las palabras de alabanza fueron como un ungüento para una herida punzante. Tal vez por eso su rebeldía no la había destruido, por eso algún dios se había apiadado de ella y le había mostrado cómo atravesar la puerta de su habitación. Porque había juzgado a Wang-mu con piedad y sabiduría, olvidando la impertinencia de la niña. La propia Qing-jao estaba siendo perdonada, al menos un poco, por su atrevimiento.

«Wang-mu no se arrepiente de su ambición —pensó Qing-jao—… Yo tampoco me arrepentiré de la decisión que he tomado. No debo permitir que mi padre sea destruido porque no puedo encontrar, o inventar, una explicación no divina a la desaparición de la Flota Lusitania. Sin embargo, ¿cómo puedo desafiar los designios de los dioses? Han escondido o destruido la flota. Las obras de los dioses deben ser reconocidas por sus obedientes siervos, aunque deban permanecer ocultas a los no creyentes de otros mundos.»

—Padre —dijo Qing-jao—, debo hablar contigo de mi tarea.

Su padre malinterpretó su vacilación.

—Podemos hablar delante de Wang-mu. Ha sido contratada para ser tu doncella secreta. Ya hemos enviado el contrato a su padre y se han sugerido las primeras barreras de intimidad en su mente. Podemos confiar en que nos oirá y no lo contará nunca.

—Sí, padre —acató Qing-jao. En realidad, había vuelto a olvidar que Wang-mu estaba allí—. Padre, sé quién ha escondido la Flota Lusitania. Pero debes prometerme que nunca se lo dirás al Congreso Estelar.

Su padre, que por lo general era tranquilo, pareció levemente inquieto.

—No puedo hacer semejante promesa —respondió—. Sería indigno de mí convertirme en un sirviente desleal.

¿Qué podía hacer ella, entonces? ¿Cómo podía hablar? Sin embargo, ¿cómo podía no hacerlo?

—¿Quién es tu amo? —gritó—. ¿El Congreso o los dioses?

—Primero los dioses —contestó él—. Siempre son lo primero.

—Entonces, debo decirte que he descubierto que los dioses son los que han escondido la flota, padre. Pero si le dices esto al Congreso, se burlarán de ti y quedarás arruinado. —Entonces se le ocurrió otra idea—. Si fueron los dioses quienes detuvieron la flota, padre, entonces la flota debe haber ido en contra de los dioses después de todo. Y si el Congreso Estelar envió a la flota contra la voluntad de…

Su padre alzó una mano para demandar silencio. Ella se interrumpió inmediatamente e inclinó la cabeza. Esperó.

—Por supuesto que son los dioses —convino su padre.

Sus palabras fueron a la vez un alivio y una humillación. «Por supuesto», había dicho. ¿Lo había sabido desde el principio?

—Los dioses hacen todas las cosas que suceden en el universo. Pero no asumas que sabes el porqué. Dices que deben haber detenido la flota porque se oponían a su misión. Pero yo digo que el Congreso no podía haberla enviado en primer lugar si los dioses no lo hubieran querido. Así pues, ¿por qué no podría ser que los dioses detuvieran a la flota porque su misión era tan ingente y noble que la humanidad no era digna de ella? ¿Y si ocultaron a la flota para proporcionarte una prueba difícil para ti? Una cosa es segura: los dioses han permitido que el Congreso Estelar gobierne a la mayoría de la humanidad. Mientras ostenten el mandato del cielo, los habitantes de Sendero seguiremos sus edictos sin oposición.

—No pretendía oponerme…

No pudo terminar una falsedad tan evidente.

Su padre comprendió perfectamente, por supuesto.

—Oigo que tu voz se apaga y tus palabras se pierden en la nada. Esto es porque sabes que tus palabras no son ciertas. Pretendes oponerte al Congreso Estelar, a pesar de todo lo que te he enseñado. —Entonces su voz se volvió más amable—. Pretendías hacerlo por mi bien.

—Eres mi antepasado. Te debo más a ti que a ellos.

—Soy tu padre. No me convertiré en tu antepasado hasta que haya muerto.

—Por el bien de madre, entonces. Si ellos pierden el mandato del cielo, entonces seré su más terrible enemiga, pues serviré a los dioses. —Sin embargo, mientras hablaba, comprendió que sus palabras eran una peligrosa verdad a medias. Hasta hacía tan sólo unos minutos, hasta que quedó atrapada en la puerta, ¿no había estado dispuesta a desafiar incluso a los dioses por el bien de su padre? «Soy una hija indigna y terrible», pensó.

—Te digo ahora, mi hija Gloriosamente Brillante, que oponerse al Congreso nunca será por mi bien. Ni por el tuyo tampoco. Pero te perdono por amarme en exceso. Es el más dulce y amable de tos vicios.

Sonrió. Eso calmó su agitación, aunque sabía que no merecía la aprobación de su padre. Qing-jao pudo pensar de nuevo, para volver a su rompecabezas.

—Sabías que los dioses hicieron esto, y sin embargo me hiciste buscar la respuesta.

—Pero ¿te has formulado la pregunta adecuada? —dijo su padre—. La cuestión que necesitamos responder es: ¿Cómo lograron los dioses que fuera posible?

—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Qing-jao—. Podrían haber destruido la flota, u ocultarla, o llevarla a algún lugar secreto del Oeste…

—¡Qing-jao! Mírame. óyeme bien.

Ella lo miró. Su orden tajante la ayudó a calmarla, a centrarse.

—Esto es algo que he intentado enseñarte toda tu vida, pero ahora tienes que aprenderlo, Qing-jao. Los dioses son la causa de todo lo que sucede, pero siempre actúan bajo disfraz. ¿Me oyes?

Ella asintió. Había oído aquellas palabras cientos de veces.

—Oyes y sin embargo no me comprendes, ni siquiera ahora. Los dioses han elegido al pueblo de Sendero, Qing-jao. Sólo nosotros tenemos el privilegio de oír su voz. Sólo a nosotros se nos permite comprender que son la causa de todo lo que es y todo lo que será. Para todas las demás personas, sus obras permanecen ocultas, son un misterio. Tu tarea no consiste en descubrir la auténtica causa de la desaparición de la Flota Lusitania…, todo Sendero sabría de inmediato que la verdadera causa es que los dioses desearon que sucediera. Tu tarea radica en descubrir el disfraz que los dioses han creado para este caso.

Qing-jao se sintió mareada, aturdida. Había estado segura de que tenía la respuesta, de que había cumplido su misión. Ahora todo se le escapaba. La respuesta seguía siendo verdad, pero su tarea había cambiado radicalmente.

—Ahora mismo, porque no podemos encontrar una explicación natural, los dioses se revelan para que toda la humanidad los vea, los no creyentes y los creyentes por igual. Los dioses están desnudos y nosotros debemos vestirlos. Debemos encontrar la serie de hechos que los dioses han creado para explicar la desaparición de la flota, para hacer que parezca natural a los no creyentes. Creía que lo comprendías. Servimos al Congreso Estelar, pero sólo porque sirviendo al Congreso servimos también a los dioses. Los dioses desean que engañemos al Congreso, y el Congreso desea ser engañado.

Qing-jao asintió, aturdida por la decepción de ver que su tarea todavía no había finalizado.

—¿Te parece despiadado por mi parte? —preguntó su padre—. ¿Soy deshonesto? ¿Soy cruel con los no creyentes?

—¿Juzga una hija a su padre? —susurró Qing-jao.

—Por supuesto que sí. Todos los días las personas se juzgan unas a otras. La cuestión es si juzgamos con sabiduría.

—Entonces, considero que no es pecado hablar a los no creyentes en la lengua de su incredulidad —replicó Qing-jao.

¿Había una sonrisa en las comisuras de la boca de su padre?

—Comprendes —dijo—. Si alguna vez el Congreso viene a nosotros, buscando humildemente averiguar la verdad, entonces les enseñaremos el Camino y se convertirán en parte del Sendero. Hasta entonces, servimos a los dioses ayudando a los no creyentes a engañarse a sí mismos pensando que todas las cosas suceden porque tienen explicaciones naturales.

Qing-jao se inclinó hasta que su cabeza casi tocó el suelo.

—Has intentado enseñarme esto muchas veces, pero hasta ahora, nunca había tenido una tarea a la que se aplicara este principio. Perdona la estupidez de tu indigna hija.

—No tengo ninguna hija indigna-aseguró su padre—. Sólo tengo a mi hija que es Gloriosamente Brillante. El principio que has aprendido hoy es uno que pocos en Sendero comprenderán jamás de verdad. Por eso sólo unos pocos podemos tratar directamente con gente de otros mundos sin confundirlos o contrariarlos. Me has sorprendido hoy, hija, no porque no hubieras comprendido aún, sino porque has llegado a comprenderlo tan joven. Yo tenía casi diez años más que tú cuando lo descubrí.

—¿Cómo puedo aprender algo antes que tú, padre?

La idea de superar uno de sus logros parecía casi inconcebible.

—Porque me tienes a mí para enseñarte, mientras que yo tuve que descubrirlo solo. Veo que te asusta pensar que tal vez has aprendido algo siendo más joven que yo. ¿Crees que me deshonraría verme superado por mi hija? Al contrario: no puede existir mayor honor para un padre que tener un hijo más grande que él.

—Yo nunca podré ser más grande que tú, padre.

—En cierto sentido, eso es cierto, Qing-jao. Porque eres mi hija, todas tus obras están incluidas dentro de las mías, como un subconjunto de mí, igual que todos nosotros somos subconjuntos de nuestros antepasados. Pero tienes tanto potencial para la grandeza en tu interior que a mi entender llegará un momento en que seré considerado más grande debido a tus obras que a las mías. Si alguna vez la gente de Sendero me juzga digno de algún honor singular, será al menos tanto por tus logros como por los míos.

Con eso, su padre se inclinó ante ella, no de forma cortés para indicar que se marchara, sino como señal de profundo respeto, casi tocando el suelo con la cabeza. No del todo, pues casi habría sido una burla que lo hiciera en honor a su propia hija. Pero sí cuanto la dignidad permitía.

Aquello la confundió por un momento, la asustó. Entonces comprendió. Cuando su padre daba a entender que su probabilidad de ser elegido dios de Sendero dependía de la grandeza de ella, no hablaba de algún vago evento futuro. Hablaba del aquí y del ahora. Hablaba de su tarea. Si ella podía encontrar el disfraz de los dioses, la explicación natural a la desaparición de la Flota Lusitania, entonces su elección como dios de Sendero quedaría asegurada. Hasta este punto confiaba en ella. Hasta este punto era importante su tarea. ¿Qué era su mayoría de edad, comparada con la deificación de su padre? Debía trabajar con más ahínco, pensar mejor, y tener éxito donde todos los recursos de los militares y el Congreso habían fracasado. No por ella misma, sino por su madre, por los dioses,, y por la oportunidad de su padre de convertirse en uno de ellos.

Qing-jao se retiró de la habitación de su padre. Hizo una pausa en la puerta y miró a Wang-mu. Un mirada de la agraciada por los dioses bastó para indicar a la muchacha que la siguiera.

Cuando Qing-jao llegó a su habitación, temblaba con la necesidad acumulada de purificación. Todos sus errores de aquel día, su rebelión contra los dioses, su negativa a aceptar la purificación antes, su estupidez al no comprender su verdadera tarea, la abrumaban ahora. No es que se sintiera sucia: no quería lavarse ni sentía autorrepulsa. Después de todo, su indignidad se había visto compensada por la alabanza de su padre, por el dios que le mostró cómo atravesar la puerta. Además, el hecho de que Wang-mu hubiera demostrado ser una buena elección era una prueba que Qing-jao había pasado, y también audazmente. Así que no era su vileza lo que la hacía temblar. Estaba ansiosa de purificación. Anhelaba que los dioses estuvieran con ella mientras los servía. Sin embargo, ninguna penitencia que conociera bastaría para calmar su ansiedad.

Entonces lo supo: debía seguir una línea en cada tabla de la habitación.

Eligió de inmediato su punto de partida, la esquina sureste: seguiría cada línea de la pared este, de forma que sus rituales se dirigieran todos hacia el oeste, hacia los dioses. Lo. último sería la tabla más pequeña de la habitación, de menos de un metro de largo, en el rincón noroeste. El hecho de que la última pista fuera tan breve y fácil sería su recompensa.

Oyó que Wang-mu entraba suavemente en la habitación tras ella, pero Qing-jao no tenía tiempo ahora para los mortales. Los dioses esperaban. Se arrodilló en el pasillo, escrutó las vetas para encontrar una que los dioses quisieran que siguiera. Por lo general tenía que elegir ella misma, y siempre lo hacía con la más difícil, para que los dioses no la despreciaran. Pero esta noche estaba llena de la seguridad de que los dioses elegían por ella. La primera línea fue gruesa, ondulada pero fácil de ver. ¡Ya se mostraban piadosos! El ritual de esta noche sería casi una conversación entre ella y los dioses. Hoy había atravesado una barrera invisible: se había acercado más a la clara comprensión de su padre. Tal vez algún día los dioses le hablarían con la claridad con que la gente llana creía que todos los agraciados oían.

—Sagrada —llamó Wang-mu.

Fue como si la alegría de Qing-jao estuviera hecha de cristal y Wang-mu la hubiera roto deliberadamente. ¿No sabía que cuando un ritual se interrumpía había que empezar de nuevo? Qing-jao se alzó sobre sus rodillas y se volvió hacia la niña.

Wang-mu debió de ver la furia en su cara, pero no la comprendió.

—Oh, lo siento —dijo de inmediato, cayendo de rodillas e inclinando la cabeza hasta el suelo—. Olvidé que no debo llamarte «sagrada». Sólo quería preguntarte qué estás buscando, para ayudarte.

Qing-jao casi se echó a reír ante tanta confusión. Naturalmente, Wang-mu no tenía ni idea de que los dioses le estaban hablando. Ahora, interrumpida su furia, Qing-jao se avergonzó de ver cómo la muchacha temía su ira. Le pareció mal que Wang-mu tuviera la cabeza en el suelo. No le gustaba ver a otra persona tan humillada.

«¿Cómo la he asustado tanto? Yo estaba llena de alegría, porque los dioses me hablaban claramente. Pero mi alegría era tan egoísta que cuando me interrumpió en su inocencia, le volví la cara con odio. ¿Es así como respondo a los dioses? ¿Ellos me muestran un rostro de amor, y yo lo traduzco en odio hacia la gente, sobre todo a quien está en mi poder? Una vez más, los dioses han encontrado un medio de mostrarme mi indignidad.»

—Wang-mu, no debes interrumpirme cuando me encuentres agachada así en el suelo.

Entonces le explicó el ritual purificador que los dioses le exigían.

—¿Debo hacerlo yo también? —preguntó Wang-mu.

—No, a menos que los dioses te lo ordenen.

—¿Cómo lo sabré?

—Si no te ha sucedido ya a tu edad, Wang-mu, probablemente no lo harán nunca. Pero si sucediera, lo sabrías, porque no tendrías poder para resistir a la voz de los dioses en tu mente.

Wang-mu asintió con gravedad.

—¿Cómo puedo ayudarte…, Qing-jao? —pronunció el nombre de su señora con cuidado, con reverencia.

Por primera vez, QÍng-jao advirtió que su nombre, que sonaba dulcemente afectuoso cuando su padre lo decía, podía parecer exaltado cuando se pronunciaba con tanta reverencia. Ser llamada Gloriosamente Brillante en un momento en que Qing-jao era agudamente consciente de su falta de brillo resultaba casi doloroso. Pero no prohibiría a Wang-mu que usara su nombre: la muchacha tenía que llamarla de alguna manera, y su tono reverente serviría a Qing-jao como un constante recordatorio irónico de lo poco que lo merecía.

—Puedes ayudarme no interrumpiéndome-dijo Qing-jao.

—¿Me marcho, entonces?

Qing-jao estuvo a punto de asentir, pero entonces advirtió que por algún motivo los dioses querían que Wang-mu formara parte de esta penitencia. ¿Cómo lo sabía? Porque la idea de que Wang-mu se marchara parecía casi tan insoportable como el conocimiento de su labor sin terminar.

—Quédate, por favor. ¿Puedes esperar en silencio? ¿Observándome?

—Sí…, Qing-jao.

—Si tardo tanto que no puedes soportarlo, puedes marcharte. Pero sólo cuando me veas moverme del oeste al este. Eso significa que estoy entre pistas, y no me distraerá tu marcha, aunque no debes hablarme.

Los ojos de Wang-mu se ensancharon.

—¿Vas a hacer esto con cada veta de la madera de cada tabla del suelo?

—No —respondió Qing-jao. ¡Los dioses nunca serían tan crueles!

Pero incluso mientras lo pensaba, Qing-jao supo que algún día podría llegar el momento en que los dioses le exigieran exactamente esa penitencia. Aquello la hizo sentirse enferma de miedo—. Únicamente una línea en cada tabla de la habitación. Observa conmigo, ¿quieres?


Vio que Wang-mu miraba el indicador de tiempo que brillaba en el aire sobre su terminal. Ya era la hora de dormir, y las dos habían pasado por alto su siesta. No era natural que los seres humanos pasaran tanto tiempo sin dormir. Los días de Sendero eran una mitad más largos que los de la Tierra, así que nunca trabajaban siguiendo los ciclos internos del cuerpo humano. Saltarse la siesta y luego retrasar el sueño era muy duro.

Pero Qing-jao no tenía elección. Y si Wang-mu no podía permanecer despierta, tendría que marcharse ahora, aunque los dioses se resistieran a esa idea.

—Debes permanecer despierta —dijo Qing-jao—. Si te quedas dormida, tendré que hablarte para que te muevas y no tapes algunas de las líneas que tengo que seguir. Y si te hablo, tendré que empezar de nuevo. ¿Puedes permanecer despierta, silenciosa y sin moverte?

Wang-mu asintió. A Qing-jao le pareció que ésa era su intención, pero no creía que la muchacha fuera capaz de hacerlo. Sin embargo, los dioses insistían en que dejara quedarse a su nueva doncella secreta; ¿quién era Qing-jao para rehusar lo que los dioses le pedían?

Qing-jao regresó a la primera tabla y empezó su trabajo otra vez. Para su alivio, los dioses estaban aún con ella. Tabla tras tabla, le daban la veta más fácil para seguir; y cuando, de vez en cuando, se le daba una difícil, sucedía invariablemente que la veta fácil se difuminaba o desaparecía en el borde de la tabla. Los dioses se preocupaban por ella.

En cuanto a Wang-mu, la muchacha se esforzó cuanto pudo. Dos veces, al retroceder desde el oeste para empezar de nuevo en el este, Qing-jao miró a Wang-mu y la vio dormida. Pero cuando empezó a pasar cerca del lugar donde estaba tendida, descubrió que su doncella secreta se había despertado y cambiado a un sitio que ya había seguido, tan silenciosamente que Qing-jao ni siquiera había oído sus movimientos. Buena chica. Una elección digna.

Por fin, Qing-jao alcanzó el principio de la última tabla, una corta situada en el rincón. Estuvo a punto de hablar en voz alta, tal fue su alegría, pero se contuvo a tiempo. El sonido de su propia voz y la inevitable respuesta de Wang-mu seguramente la enviarían de nuevo al comienzo, sería una locura insoportable. Qing-jao se inclinó sobre el principio de la tabla, ya a menos de un metro de la esquina noroeste de la habitación, y empezó a seguir la línea más definida, que la condujo derecha a la pared. Había terminado.

Qing-jao se desplomó contra la pared y empezó a reír, aliviada. Pero estaba tan débil y cansada que la risa debió de parecer un llanto a Wang-mu. En unos instantes la muchacha se colocó a su lado y le tocó el hombro.

—Qing-jao —dijo—. ¿Sientes dolor?

Qing-jao cogió la mano de la muchacha y la sostuvo.

—No. O al menos no es un dolor que no pueda remediar el sueño. He terminado. Estoy limpia.

Tan limpia, de hecho, que no sintió repugnancia cuando cogió la mano de Wang-mu, piel a piel, sin suciedad de ninguna clase. Era un regalo de los dioses tener a alguien a quien coger de la mano cuando su ritual acababa.

—Lo has hecho muy bien —sonrió Qing-jao—. Me resultó más fácil concentrarme en las líneas contigo en la habitación.

—Creo que me quedé dormida una vez, Qing-jao.

—Tal vez dos. Pero te despertaste cuando importaba, y no hubo ningún daño.

Wang-mu empezó a sollozar. Cerró los ojos pero no apartó la mano de Qing-jao para cubrirse la cara. Simplemente, dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

—¿Por qué lloras, Wang-mu?

—No lo sé. Realmente es difícil ser una agraciada por los dioses. No lo sabía.

—Y también es difícil ser una verdadera amiga de los agraciados —dijo Qing-jao—. Por eso no quería que fueras mi sirvienta, me llamaras «sagrada» y temieras el sonido de mi voz. A ese tipo de servidora la tendría que echar de mi habitación cuando los dioses me hablaran.

Las lágrimas de Wang-mu arreciaron.

—Si Wang-mu, ¿te resulta demasiado penoso estar conmigo? —preguntó Qing-jao.

Wang-mu sacudió la cabeza.

—Si alguna vez se te hace demasiado difícil, lo comprenderé. puedes dejarme entonces. Antes estaba sola. No tengo miedo de volver a estarlo.

Wang-mu sacudió la cabeza, esta vez con decisión.

—¿Cómo podría dejarte, ahora que veo lo difícil que es para ti?

—Entonces un día se escribirá, y se contará en una historia, que Si

Wang-mu nunca dejó a Han Qing-jao durante sus purificaciones. De repente, la sonrisa de Wang-mu se extendió por su cara, y sus ojos se abrieron con un resquicio de alegría, a pesar de que las lágrimas aún brillaban en sus mejillas.

—¿No te has dado cuenta del chiste que has dicho? Mi nombre, Si Wang-mu. Cuando cuenten esa historia, no sabrán si era tu doncella secreta quien estaba contigo. Pensarán que era la Real Madre del Oeste.

Qing-jao se echó a reír también. Pero una idea cruzó su mente: tal vez la Real Madre era una auténtica antepasada-del-corazón de Wang-mu, y al tenerla a su lado, como amiga, Qing-jao también tenía una nueva cercanía con esta diosa que casi era la más vieja de todos los dioses.

Wang-mu tendió sus esterillas para dormir, aunque Qing-jao tuvo que enseñarle cómo. Era el deber de Wang-mu, y Qing-jao tendría que dejarla hacerlo cada noche, aunque nunca le había importado hacerlo ella sola. Mientras se acostaban, con las esterillas juntas para que ninguna veta en la madera apareciera entre ellas, Qing-jao advirtió que una luz grisácea asomaba a través de las rendijas de las ventanas. Habían permanecido despiertas todo el día y toda la noche. El sacrificio de Wang-mu fue noble. Sería una verdadera amiga.

Sin embargo, unos pocos minutos más tarde, cuando Wang-mu se hubo dormido y Qing-jao estaba a punto de sumirse en el sueño, a ésta se le ocurrió preguntarse cómo era que Wang-mu, una muchacha sin dinero, había conseguido sobornar al capataz de la cuadrilla de la labor virtuosa para dejar que le hablara sin interrupción. ¿Podía haber pagado algún espía el soborno, para que pudiera infiltrarse en la casa de Han Fei-tzu? No… Ju Kung-mei, el guardián de la Casa de Han, lo habría descubierto y Wang-mu nunca habría sido contratada. El soborno de la niña no habría sido pagado con dinero. Sólo tenía catorce años, pero Si Wang-mu era ya una muchacha hermosa. Qing-jao había leído suficiente historia y biografía para saber cómo pagaban normalmente las mujeres ese tipo de sobornos.

Sombríamente, Qing-jao decidió que el asunto debía ser investigado con discreción, y el capataz sería despedido en desgracia si se descubría que era cierto. A lo largo de la investigación, el nombre de Wang-mu nunca sería mencionado en público, para protegerla de todo daño. Qing-jao sólo tenía que mencionarlo a Ju Kung-mei y él se encargaría de todo.

Qing-jao miró a la dulce cara de su servidora dormida, su digna nueva amiga, y se sintió abrumada por la tristeza. Lo que más la entristecía, sin embargo, no fue el precio que Wang-mu hubiera pagado al capataz, sino que lo hubiera hecho por un trabajo tan indigno, doloroso y terrible como ser doncella secreta de Han Qing-jao. Si una mujer tenía que vender la puerta de su vientre, como tantas mujeres se habían visto obligadas a hacer a lo largo de toda la historia humana, seguro que los dioses la dejarían recibir a cambio algo de valor.

Por eso Qing-jao se durmió esa mañana aún más firme en su resolución de dedicarse a la educación de Si Wang-mu. No podía dejar que su trabajo educador interfiriera con su lucha con el enigma de la Flota Lusitania, pero dedicaría todo el tiempo posible y le daría a Wang-mu una bendición adecuada en honor a su sacrificio. Seguro que los dioses no esperaban menos de ella, a cambio de haberle enviado a una doncella secreta tan perfecta.

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