‹¿Cómo podéis hablar directamente a la mente de Ender?›
‹Ahora que sabemos dónde está, resulta tan natural como comer.›
‹¿Cómo lo encontrasteis? Nunca he oído hablar a la mente de nadie que no haya pasado a la tercera vida.›
‹Lo encontramos a través de los ansibles y los aparatos electrónicos conectados a ellos. Lo encontramos cuando su cuerpo estaba en el espacio. Para alcanzar su mente, tuvimos que alcanzar el caos y formar un puente.›
‹¿Puente?›
‹Una unidad transicional, que en parte parecía su mente y en parte la nuestra.›
‹Si pudisteis alcanzar su mente, ¿por qué no impedisteis que os destruyera?›
‹El cerebro humano es muy extraño. Antes de que pudiéramos encontrar sentido a lo que hallamos allí, antes de que pudiéramos aprender cómo hablar a ese espacio retorcido, todas mis hermanos y madres desaparecieron. Continuamos estudiando su mente durante todos los años que esperamos, en forma de crisálida, hasta que él nos encontró: cuando vino, entonces pudimos hablarle directamente.›
‹¿Qué pasó con el puente que formasteis?›
‹Nunca hemos pensado en ello. Probablemente todavía esté en alguna parte.›
El nuevo cultivo de patatas se moría. Ender vio los círculos marrones en las hojas, las plantas caídas allí donde los tallos se habían vuelto tan quebradizos que la más leve brisa los curvaba hasta que se rompían. Esa mañana todas estaban sanos. La llegada de la enfermedad fue tan repentina, su efecto tan devastador, que sólo podía tratarse del virus de la descolada.
Ela y Novinha se sentirían decepcionadas: habían depositado muchas esperanzas en este cultivo de patata. Ela, la hija adoptiva de Ender, había estado trabajando en un gen que haría que cada célula del organismo produjera tres productos químicos distintos, cuya acción inhibía o mataba al virus de la descolada. Novinha, su esposa, había estado trabajando en un gen que haría que los núcleos de las células fueran impermeables a cualquier molécula mayor que un décimo del tamaño de la descolada. Con este cultivo de patata, habían introducido ambos genes, y cuando las primeras pruebas demostraron que las dos tendencias habían cuajado, Ender llevó las semillas a la granja experimental y las plantó. Junto con sus ayudantes, las nutrió durante las últimas seis semanas. Todo parecía ir bien.
Si la técnica hubiera funcionado, podría haberse adaptado para todas las plantas y animales de los que dependían para vivir los humanos de Lusitania. Pero el virus de la descolada fue más listo: descubrió sus estratagemas. Con todo, seis semanas era mejor que los dos o tres días de rigor. Tal vez estaban en el buen camino.
O tal vez las cosas habían ido ya demasiado lejos. Cuando Ender llegó a Lusitania, los nuevos cultivos de plantas y animales terrestres podían durar hasta veinte años antes de que la descolada decodificara sus moléculas genéticas y las rompiera. Pero durante los últimos años al parecer el virus había hecho un avance que le permitía decodificar cualquier molécula genética de la Tierra en cuestión de días, o incluso en horas.
Últimamente, lo único que permitía a los colonos humanos cultivar sus plantas y criar a sus animales era un pulverizador que resultaba inmediatamente fatal para el virus de la descolada. Había colonos humanos que querían rociar todo el planeta y acabar con el virus de una vez por todas.
Fumigar un planeta entero resultaba poco práctico, pero no era Imposible: había otras razones para rechazar esta opción. Todas las formas de vida nativa dependían absolutamente de la descolada para reproducirse. Eso incluía a los cerdis, los pequeninos, los nativos inteligentes de este mundo, cuyo ciclo reproductivo estaba inextricablemente vinculado a la única especie nativa de árbol. Si el virus de la descolada fuera destruido, esta generación de pequeninos se convertiría en la última. Sería xenocidio.
Hasta el momento, la idea de hacer algo que pudiera aniquilar a los cerdis sería rechazada inmediatamente por la mayoría de los habitantes de Milagro, el pueblo de los humanos. De momento. Pero Ender sabía que muchas opiniones podían cambiar si se conocieran unos cuantos hechos más. Por ejemplo, sólo un puñado de personas sabía que la descolada se había adaptado ya dos veces al producto químico que usaban para matarla. Ela y Novinha habían desarrollado varias versiones del producto, de forma que la siguiente ocasión que la descolada se adaptara a un viricida pudieran pasar inmediatamente a otro. Del mismo modo, habían tenido que cambiar en una ocasión el inhibidor de la descolada, cuyo efecto impedía que los seres humanos murieran por los virus de la descolada que habitaban en cada humano de la colonia. El inhibidor se añadía a todos los alimentos de la colonia, de forma que cada humano lo ingería con su comida.
Sin embargo, todos los inhibidores y viricidas funcionaban sobre los mismos principios básicos. Algún día, al igual que había aprendido a adaptarse a los genes terrestres en general, la descolada aprendería también a manejar cada clase de productos químicos, y entonces no importaría cuántas versiones tuvieran: la descolada agotaría sus recursos en cuestión de días.
Sólo unas pocas personas sabían lo precaria que era en realidad la supervivencia de Milagro. Sólo unas pocas personas sabían cuánto dependía del trabajo que Ela y Novinha, como xenobiólogas de Lusitania, estaban haciendo; lo igualada que estaba su competición con la descolada; lo devastadoras que serían las consecuencias si alguna vez quedaban atrás.
Daba lo mismo. Si los colonos llegaran a comprenderlo, habría muchos que dirían: «si es inevitable que algún día la descolada nos venza, entonces acabemos con ella ahora. Si eso mata a los cerdis, lo sentimos, pero si se trata de ellos o nosotros, elegimos nosotros». Estaba bien que Ender adoptara la visión a largo plazo, la perspectiva filosófica, y dijera: mejor que perezca una pequeña colonia humana que aniquilar a otra especie inteligente. Sabía que este argumento no significaría nada para los humanos de Lusitania. Sus propias vidas estaban aquí en juego, además de las de sus hijos. Sería absurdo esperar que estuvieran dispuestos a morir por otra especie a la que no comprendían y que pocos apreciaban. No tendría sentido genéticamente: la evolución anima sólo a las criaturas que se toman en serio proteger sus propios genes. Aunque el obispo declarara que era la voluntad de Dios que los seres humanos de Lusitania ofrecieran sus vidas a cambio de las de los cerdis, serían contados los que obedecerían.
«No estoy seguro de poder hacer el sacrificio —pensó Ender—. Aunque no tengo hijos propios. Aunque ya he vivido la destrucción de otra especie inteligente (aunque yo mismo propicié esa destrucción, y sé la terrible carga moral que supone), no estoy seguro de poder permitir que mis semejantes humanos mueran de hambre, porque sus cosechas han sido destruidas, o mucho más dolorosamente, por el regreso de la descolada como enfermedad con el poder para consumir el cuerpo humano en cosa de días.
«Sin embargo, ¿podría consentir la destrucción de los pequeninos? ¿Podría permitir otro xenocidio?»
Recogió otro de los tallos rotos de patata con sus hojas manchadas. Tenía que llevarlo a Novinha, por supuesto, para que lo examinara, o lo haría Ela, y confirmarían lo que ya era obvio. Otro fracaso. Metió el tallo de patata en una bolsa esterilizada.
—Portavoz.
Era Plantador, el ayudante de Ender y su amigo más íntimo entre los cerdis. Plantador era el hijo del pequenino llamado Humano, a quien Ender había llevado a la «tercera vida», la etapa árbol del ciclo de vida pequenino. Ender alzó la bolsa de plástico transparente para que Plantador viera las hojas de su interior.
—Muertas del todo, Portavoz —dijo Plantador, sin ninguna emoción discernible.
Eso fue al principio lo más desconcertante de trabajar con los pequeninos: no mostraban emociones de forma que los humanos pudieran interpretar fácilmente. Era una de las mayores barreras para que la mayoría de los colonos los aceptaran. Los cerdis no se mostraban simpáticos o tiernos. Eran simplemente extraños.
—Lo intentaremos de nuevo —dijo Ender—. Creo que nos estamos acercando.
—Tu esposa te requiere —dijo Plantador.
La palabra «esposa», incluso traducida a un lenguaje humano como el stark, estaba tan cargada de tensión para un pequenino que le resultaba difícil pronunciarla de modo natural. Plantador casi apretó los dientes al decirla. Sin embargo, la idea de tener esposa era tan poderosa para los pequeninos que, aunque podían llamar a Novinha por su nombre cuando le hablaban directamente, al hablar con su marido sólo se referían a ella por su título.
—Iba a ir a verla de todas formas —dijo Ender—. ¿Quieres medir y registrar estas patatas, por favor?
Plantador saltó para enderezarse. «Como una palomita de maíz», pensó Ender. Aunque su cara pareció inexpresiva para los ojos humanos, el salto vertical mostraba su deleite. A Plantador le encantaba trabajar con el equipo electrónico, porque las máquinas le fascinaban y porque eso añadía grandeza a su posición entre los otros machos pequeninos. Plantador empezó inmediatamente a sacar la cámara y su ordenador de la bolsa que siempre llevaba consigo.
—Cuando acabes, prepara por favor esta sección aislada para quemarla —pidió Ender.
—Sí sí —respondió Plantador—. Sí sí sí.
Ender suspiró. Los pequeninos se molestaban cuando los humanos les decían cosas que ya sabían. Plantador conocía la rutina que debía ejecutar cuando la descolada se había adaptado a una nueva cosecha: el virus «educado» tenía que ser destruido mientras estaba aún aislado. No tenía sentido dejar que toda la comunidad de virus de la descolada se beneficiara de lo que había aprendido un cultivo. Así que Ender no tendría que habérselo recordado. Sin embargo, era así como los seres humanos satisfacían su sentido de la responsabilidad: comprobando una y otra vez, aunque sabían que era innecesario.
Plantador estaba tan atareado que apenas advirtió que Ender se marchaba. Cuando Ender llegó al cobertizo al final del campo, se desnudó, puso sus ropas en la caja de purificación, y luego ejecutó la danza purificadora: las manos arriba, los brazos rotando, trazar un círculo, agacharse y volverse a poner de pie, para que la combinación de radiación y gases que llenaban el cobertizo alcanzaran todas las partes de su cuerpo. Inspiró profundamente por la nariz y la boca, y luego tosió, como siempre, porque los gases apenas alcanzaban los límites de la tolerancia humana. Tres minutos completos con los ojos ardiendo y los pulmones abrasados, agitando los brazos, agachándose y poniéndose en pie: «Nuestro ritual de obediencia a la descolada todopoderosa. Así nos humillamos ante la dueña indiscutida de la vida en este planeta. Finalmente, se terminó. Ya me he asado lo suficiente», pensó.
Mientras el aire fresco entraba por fin en el cobertizo, sacó sus ropas de la caja y se las puso, todavía calientes. En cuanto dejara el cobertizo, éste se calentaría hasta que su superficie entera estuviera muy por encima de la tolerancia demostrada al calor por el virus de la descolada. Nada podía vivir en ese cobertizo durante el último paso de la purificación. La siguiente vez que alguien entrara en él, estaría absolutamente estéril.
Sin embargo, Ender no podía dejar de pensar que, de algún modo, el virus encontraría una forma de abrirse paso, si no a través del cobertizo, entonces por la leve barrera disruptiva que rodeaba la zona de cultivos experimentales como una muralla invisible. Oficialmente, ninguna molécula mayor que un centenar de átomos podía atravesar esa barrera sin ser rota. Las verjas a cada lado de la barrera impedían que los humanos y los cerdis se perdieran en aquella zona fatal, pero Ender imaginaba a menudo lo que sucedería si alguien atravesaba el campo disruptor. Todas las células de su cuerpo morirían al instante mientras los ácidos nucleicos se descomponían. Tal vez el cuerpo se mantuviera unido físicamente. Pero, en su imaginación, Ender siempre lo veía desmoronándose hasta quedar reducido a polvo al otro lado de la barrera, convirtiéndose en humo bajo la brisa antes de poder golpear el suelo.
Lo que incomodaba más a Ender de la barrera disruptora era que estaba basada en el mismo principio que el Ingenio D.M. Diseñado para ser usado contra astronaves y misiles, fue Ender quien lo volvió contra el planeta natal de los insectores cuando comandó la flota humana tres mil años atrás. Además, se trataba de la misma arma que el Congreso Estelar había enviado ahora camino de Lusitania. Según Jane, el Congreso ya había intentado enviar la orden para usarlo. La había bloqueado cortando las comunicaciones ansibles entre la flota y el resto de la humanidad, pero no había manera de saber si algún capitán agotado, lleno de pánico porque su ansible no funcionaba, podría aún dirigirlo contra Lusitania cuando llegara.
Era impensable, pero lo habían hecho: el Congreso había enviado la orden de destruir un mundo. De cometer xenocidio. ¿Había escrito Ender en vano la Reina Colmena? ¿Habían olvidado ya?
Pero para ellos no era «ya». Para la mayoría de la gente habían transcurrido tres mil años. Y aunque Ender había escrito la Vida de Humano, no se la creía ampliamente todavía. No había sido abrazada por la gente hasta el grado de que el Congreso no se atreviera a actuar contra los pequeninos.
¿Por qué habían decidido hacerlo? Probablemente por el mismo propósito que la barrera disruptora de los xenobiólogos: para aislar una peligrosa infección a fin de que no se extendiera a la población más amplia. El Congreso estaba probablemente preocupado por contener la plaga de la revuelta planetaria. Pero cuando la flota llegara aquí, con o sin órdenes, podrían usar el Pequeño Doctor como solución definitiva al problema de la descolada: si no había ningún planeta Lusitania, no habría ningún virus mutable medio inteligente que tuviera la oportunidad de aniquilar a la humanidad y todas sus obras.
No había mucha distancia entre los campos experimentales y la nueva estación de xenobiología. El sendero rodeaba una colina baja, sorteaba el borde del bosque que era padre, madre y cementerio viviente para esta tribu de pequeninos, y luego llegaba hasta la puerta norte de la verja que rodeaba la colonia humana.
La verja resultaba dolorosa para Ender. Ya no había motivos para que existiera, ahora que la política de contacto mínimo entre humanos y pequeninos había sido rota, y ambas especies atravesaban libremente la puerta. Cuando Ender llegó a Lusitania, la verja estaba cargada con un campo que provocaba un dolor insoportable a quien la cruzara. Durante la lucha por ganar el derecho a comunicarse libremente con los pequeninos, el mayor de los hijos adoptivos de Ender, Miro, había quedado atrapado en el campo durante varios minutos, lo que le causó una lesión cerebral irreversible. Sin embargo, la experiencia de Miro era sólo la expresión más dolorosa e inmediata de lo que la verja hacía a las almas de los humanos rodeados por ella. La psicobarrera fue desconectada hacía treinta años. Durante todo este tiempo, no había existido ningún motivo para que se irguiera ninguna barrera entre humanos y pequeninos; sin embargo la verja permanecía. Los colonos humanos de Lusitania lo querían así. Deseaban que la frontera entre humanos y pequeninos siguiera siendo inexpugnable.
Por eso el laboratorio xenobiológico había sido trasladado desde su antiguo emplazamiento junto al río. Si los pequeninos iban a tomar parte en la investigación, el laboratorio tenía que estar cerca de la verja, y todos los campos experimentales ante ella, para que humanos y pequeninos no tuvieran la oportunidad de enfrentarse casualmente.
Cuando Miro se marchó para reunirse con Valentine, Ender pensó que a la vuelta se sorprendería por los grandes cambios que se producirían en el mundo de Lusitania. Pensaba que Miro vería a humanos y pequeninos trabajando codo con codo, dos especies conviviendo en armonía. En cambio, Miro encontraría la colonia casi igual. Con raras excepciones, los seres humanos de Lusitania no ansiaban la intimidad con otra especie.
Fue buena cosa que Ender ayudara a la reina colmena a restaurar la especie de los insectores tan lejos de Milagro. Ender pretendía ayudar a que insectores y humanos llegaran a conocerse gradualmente. En cambio, Novinha y él y su familia se habían visto obligados a mantener en secreto la existencia de los insectores en Lusitania. Si los colonos humanos no podían tratar con los pequeninos, que parecían mamíferos, no cabía duda de que la existencia de los insectores, con su aspecto de insectos, provocaría una violenta xenofobia casi de inmediato.
«Guardo demasiados secretos —pensó Ender—. Durante todos estos años he sido portavoz de los muertos, descubriendo secretos y ayudando a la gente a vivir a la luz de la verdad. Ahora ya no ansío decirle a nadie la mitad de lo que sé, porque si revelara toda la verdad habría miedo, odio, brutalidad, asesinato, guerra.»
No lejos de la verja, pero fuera de ella, se alzaban los padres-árbol, uno llamado Raíz, el otro Humano, plantados de forma que desde la verja parecía que Raíz estaba a la izquierda, y Humano a la derecha. Humano era el pequenino a quien Ender tuvo que matar ritualmente con sus propias manos, según lo requerido para sellar el tratado entre humanos y pequeninos. Entonces Humano renació en celulosa y clorofila, convertido finalmente en un macho adulto maduro, capaz de engendrar hijos.
En este momento Humano aún tenía un enorme prestigio, no sólo entre los cerdis de su tribu, sino también en muchas otras tribus. Ender sabía que estaba vivo: sin embargo, al ver el árbol, le resultaba imposible olvidar cómo había muerto Humano.
Ender no tenía ningún problema para tratar a Humano como a una persona, pues había hablado con este padre-árbol muchas veces. Lo difícil era considerar a este árbol la misma persona a la que había conocido como el pequenino llamado Humano. Ender comprendía intelectualmente que la identidad de una persona estaba compuesta de voluntad y memoria, y que voluntad y memoria habían pasado intactas del pequenino al padre-árbol. Pero la comprensión intelectual no siempre trae consigo una creencia visceral. Humano era muy extraño ahora.
Sin embargo, seguía siendo Humano, y seguía siendo amigo de Ender. El Portavoz tocó la corteza del árbol al pasar. Luego, desviándose unos pocos pasos, se acercó al otro padre-árbol llamado Raíz, y acarició también su corteza. Nunca había llegado a conocer a Raíz como pequenino: Raíz había muerto por otras manos, y este árbol era ya alto y grande antes de que Ender llegara a Lusitania. No había ningún sentido de pérdida que lo preocupara cuando hablaba con Raíz.
En la base de Raíz, entre las raíces, había muchos palos. Algunos habían sido traídos aquí; otros estaban hechos de las propias ramas de Raíz. Eran palos para hablar. Los pequeninos los usaban para marcar un ritmo en el tronco de un padre-árbol, y éste formaba y reformaba las zonas huecas de su interior para cambiar el sonido, para producir una lenta especie de habla. Ender sabía llevar el ritmo con suficiente destreza para entender palabras de los árboles.
Sin embargo, hoy no quería conversar. Que Plantador dijera a los padres-árbol que otro experimento había fracasado. Ender hablaría más tarde con Raíz y Humano. Hablaría con la reina colmena. Hablaría con Jane. Hablaría con todo el mundo. Después de toda la charla, no estaría más cerca de la resolución de ninguno de los problemas que amenazaban el futuro de Lusitania. Porque la solución de sus problemas no dependía de la conversación. Dependía del conocimiento y la acción: conocimiento que sólo otras personas podían adquirir, acciones que sólo otras personas podían ejecutar. Ender se encontraba impotente para resolver los problemas.
Todo lo que podía hacer, todo lo que había hecho desde su batalla final como niño guerrero, era escuchar y hablar. En otros momentos, en otros lugares, eso había bastado. Ahora no. Muchas clases diferentes de destrucción gravitaban sobre Lusitania, algunas de ellas puestas en movimiento por el propio Ender, y ninguna de ellas podía ser resuelta por ninguna actuación, palabra ni pensamiento de Andrew Wiggin. Como todos los otros ciudadanos de Lusitania, su futuro estaba en manos de otra gente. La diferencia entre ellos y él era que Ender conocía todo el peligro, todas las posibles consecuencias de cada fallo o error. ¿Quién estaba más maldito: el que moría sin saberlo hasta el mismo momento de su muerte, o el que contemplaba su destrucción mientras se acercaba, paso a paso, durante días, semanas y años?
Ender dejó a los padres-árbol y recorrió el resto del bien cuidado sendero hacia la colonia humana. Atravesó la verja, la puerta del laboratorio xenobiológico. El pequenino que era el mejor ayudante de Ela (se llamaba Sordo, aunque decididamente no era duro de oído) lo condujo de inmediato a la oficina de Novinha, donde Ela, Novinha, Quara y Grego estaban ya esperando. Ender alzó la bolsa que contenía el fragmento de la planta de patata.
Ender sacudió la cabeza. Novinha suspiró. Sin embargo, no parecían ni la mitad de decepcionadas de lo que Ender esperaba. Claramente tenían algo más en la cabeza.
—Supongo que era de esperar-dijo Novinha.
—Sin embargo, teníamos que intentarlo —comentó Ela.
—¿Por qué teníamos que intentarlo? —demandó Grego. El hijo menor de Novinha (y por tanto también hijo adoptivo de Ender) tenía treinta y tantos años ahora, y era un científico brillante por derecho propio; pero parecía disfrutar de su papel de abogado del diablo en todas las discusiones familiares, trataran de xenobiología o del color con el que había que pintar las paredes—. Al introducir estos nuevos cultivos sólo conseguimos enseñar a la descolada a burlar todas las estrategias de que disponemos para matarla. Si no la aniquilamos ahora, nos aniquilará a nosotros. En cuanto la descolada desaparezca, podremos cultivar patatas normales y corrientes sin todas estas tonterías.
—¡No podemos! —gritó Quara. Su vehemencia sorprendió a Ender. Quara no solía hablar ni siquiera en las mejores ocasiones: el que ahora lo hiciera con tanta convicción no era frecuente en ella—. Te digo que la descolada está viva.
—Y yo te digo que un virus es un virus —sentenció Grego.
A Ender le molestaba que Grego abogara por el exterminio de la descolada: no era propio de él pedir algo que destruiría a los pequeninos. Grego había crecido prácticamente entre los varones pequeninos, los conocía y hablaba su lenguaje mejor que nadie.
—Chicos, callaos y dejadme explicar esto a Andrew —exigió Novinha—. Ela y yo estábamos discutiendo lo que podíamos hacer si las patatas fracasaban, y me dijo…, no, explícalo tú, Ela.
—Es una idea bastante sencilla. En vez de intentar cultivar patatas que inhiban el crecimiento del virus de la descolada, tenemos que ir a por el virus mismo.
—Eso es —asintió Grego.
—Cierra el pico —ordenó Quara.
—Sé amable con todos nosotros, Grego, y haz lo que tu hermana te ha pedido tan educadamente —dijo Novinha.
Ela suspiró y continuó:
—No podemos matarlo porque eso eliminaría toda la vida nativa de Lusitania. Así que propongo intentar el desarrollo de un nuevo cultivo de descolada que siga actuando como el virus que tenemos en los ciclos reproductivos de todas las formas de vida lusitanas, pero sin la habilidad para adaptarse a nuevas especies.
—¿Puedes eliminar esa parte del virus? —preguntó Ender—. ¿Puedes encontrarlo?
—No es probable. Pero creo que puedo encontrar todas las partes del virus que están activas en los cerdis y en todas las parejas planta-animal, mantenerlas, y descartar todo lo demás. Entonces añadiríamos una rudimentaria habilidad reproductora y estableceríamos algunos receptores para que responda adecuadamente a los cambios apropiados en el cuerpo anfitrión, lo meteríamos todo en un órgano nuevo, y lo tendríamos: un sustituto de la descolada de forma que los pequeninos y todas las especies nativas estén a salvo y nosotros podamos vivir sin preocuparnos.
—¿Entonces rociarías todo el virus original de la descolada para aniquilarlo? —preguntó Ender—. ¿Y si ya hay un cultivo resistente?
—No, no lo rociaremos, porque eso acabaría con los virus que ya se han incorporado a los cuerpos de todas las criaturas lusitanas. Esto es lo difícil…
—Como si el resto fuera fácil —masculló Novinha—, crear un organismo nuevo de la nada…
—No podemos inyectar esos organelos en unos cuantos cerdis o en todos, porque también tendríamos que inyectarlos en todas las formas de vida animal nativa, árboles y hierbas.
—No puede hacerse —dijo Ender.
—Entonces tenemos que desarrollar un mecanismo que desarrolle los organelos universalmente, y que al mismo tiempo destruya los viejos virus de la descolada de una vez por todas.
—Xenocidio —intervino Quara.
—Ésa es la cuestión —dijo Ela—. Quara sostiene que la descolada es consciente.
Ender miró a la más joven de sus hijas adoptivas.
—¿Una molécula consciente?
—Tienen un lenguaje, Andrew.
—¿Cuándo sucedió eso? —preguntó Ender.
Estaba intentando imaginar cómo una molécula genética (incluso una tan larga y compleja como el virus de la descolada) podía ser capaz de hablar.
—Hace tiempo que lo sospecho. No quería decir nada hasta que estuviera segura, pero…
—Lo que significa que no está segura —atacó Grego, triunfal.
—Pero ahora estoy casi segura, y no podéis destruir a una especie entera hasta que lo sepamos.
—¿Cómo hablan? —preguntó Ender.
—No igual que nosotros, desde luego —contestó Quara—. Se transmiten información a nivel molecular. Lo advertí por primera vez cuando trabajaba en la cuestión de cómo los nuevos cultivos resistentes de la descolada se extienden tan rápidamente y sustituyen a todos los antiguos virus en tan poco tiempo. No pude resolver ese problema porque formulaba la pregunta equivocada. No sustituyen a los antiguos. Simplemente les transmiten mensajes.
—Lanzan dardos-dijo Grego.
—Ésas fueron palabras mías —interrumpió Quara—. No comprendí que era un lenguaje.
—Porque no lo era —sentenció Grego.
—Eso fue hace cinco años —terció Ender—. Dijiste que los dardos que envían llevan los genes necesarios y luego todos los virus que reciben los dardos revisan su propia estructura para incluir el nuevo gen. Eso difícilmente puede considerarse un lenguaje.
—Pero no es la única vez que envían dardos —objetó Quara—. Esas moléculas mensajeras entran y salen constantemente, y la mayoría de las veces no están ni siquiera incluidas en el cuerpo. Varias partes de la descolada las leen y luego las transmiten a otra.
—¿Esto es lenguaje? —preguntó Grego.
—Todavía-no —admitió Quara—. Pero a veces, después de que un virus lee uno de esos dardos, crea un dardo nuevo y lo envía. Esto es lo que apunta hacia un lenguaje: la parte delantera del nuevo dardo siempre comienza con una secuencia molecular similar a la parte trasera del dardo que está respondiendo. Mantiene el hilo de la conversación.
—Conversación —desdeñó Grego.
—Cállate o muérete —espetó Ela.
Incluso después de tantos años, advirtió Ender, la voz de Ela tenía aún el poder de cortar las impertinencias de Grego, al menos a veces.
—He seguido algunas de esas conversaciones durante unas cien declaraciones y respuestas. La mayoría mueren mucho antes. Unas cuantas se incorporan en el cuerpo principal del virus. Pero esto es lo más interesante: es completamente voluntario. A veces un virus coge el dardo y lo conserva, mientras que la mayoría de los demás no lo hacen. A veces la mayoría de los virus conservan un dardo concreto. Pero la zona donde incorporan los dardos mensajeros es exactamente la zona que ha sido más difícil de estudiar. Eso se debe a que no forma parte de su estructura, es su memoria, y los individuos son todos diferentes unos de otros. También tienden a soltar unos cuantos fragmentos de memoria cuando han aceptado demasiados dardos.
—Todo eso es fascinante —convino Grego—, pero no es ciencia. Hay multitud de explicaciones para esos dardos y los enlaces y despieces aleatorios…
—¡No son aleatorios! —exclamó Quara.
—Nada de eso es lenguaje —insistió Grego.
Ender ignoró la discusión, porque Jane le susurraba al oído a través del receptor en forma de joya que llevaba. Ahora le hablaba menos que en los años anteriores. Él escuchó con atención, sin dar nada por hecho.
—Ha encontrado algo —informó Jane—. He observado su investigación y hay algo que no sucede con ninguna otra criatura subcelular. He hecho muchos análisis diferentes de los datos, y cuanto más simulo y pruebo esta conducta concreta de la descolada, menos parece un código genético y más se asemeja a un lenguaje. No podemos descartar la posibilidad de que sea voluntario.
Cuando Ender devolvió su atención a la discusión en curso, Grego tenía la palabra.
—¿Por qué convertimos todo lo que no hemos averiguado todavía en una especie de experiencia mística? —Grego cerró los ojos y entonó—: ¡He encontrado una nueva vida! ¡He encontrado una nueva vida!
—¡Basta! —gritó Quara.
—Esto se nos está escapando de las manos —advirtió Novinha—. Grego, por favor, intenta mantenerlo al nivel de una discusión racional.
—Es difícil, cuando todo es tan irracional. Até agora quem já imaginou microbiologista que se torna namorada de uma molécula? «¿Quién ha oído hablar de una microbióloga enamorada de una molécula?»
—¡Basta! —exclamó Novinha bruscamente—. Quara es tan científica como tú, y…
—Lo era —murmuró Grego.
—Y, si tienes la amabilidad de callarte el tiempo suficiente para escucharme, ella tiene derecho a ser oída. —Novinha estaba bastante furiosa ahora, pero, como de costumbre, Grego no parecía impresionado—. Ya deberías saber, Grego, que a menudo las ideas que al principio parecen más absurdas y contraintuitivas son las que después causan cambios fundamentales en la forma en que vemos el mundo.
—¿Creéis de verdad que esto es uno de esos descubrimientos básicos? —preguntó Grego, mirándolos a los ojos uno a uno—. ¿Un virus parlante? Se Quara sabe tanto, porque ela nao diz o que é que aqueles bichos dizem? «Si sabe tanto, ¿por qué no nos revela lo que dicen esos bichitos?» El hecho de que se pasara al portugués en vez de hablar stark, la lengua de la ciencia, era una señal de que la discusión escapaba al control.
—¿Importa? —preguntó Ender.
—¡Importa! —exclamó Quara.
Ela miró a Ender consternada.
—Es sólo la diferencia entre curar un mal peligroso y destruir una especie consciente entera. Creo que importa.
—Quería decir si importa que sepamos lo que dicen —explicó Ender pacientemente.
—No —dijo Quara—. Probablemente nunca comprenderemos su lenguaje, pero eso no cambia el hecho de que sean conscientes. De todas formas, ¿qué tienen que decirse los virus y los seres humanos?
—¿Qué tal: «Por favor, dejad de intentar matarnos»? —apuntó Grego—. Si puedes imaginar cómo decir eso en el lenguaje de los virus, entonces podría ser útil.
—Pero Grego —dijo Quara con dulzura fingida—, ¿se lo decimos nosotros a ellos, o nos lo dicen ellos a nosotros?
—No tenemos que decidir hoy —intervino Ender—. Podemos permitirnos esperar un poco.
—¿Cómo lo sabes? —estalló Grego—. ¿Cómo sabes que mañana por la tarde no nos despertaremos todos con picores, dolor, vómitos y ardiendo de fiebre, y nos moriremos porque finalmente, de la mañana a la noche, el virus de la descolada ha descubierto cómo aniquilarnos de una vez por todas? Es cuestión de ellos o nosotros.
—Creo que Grego acaba de demostrarnos por qué tenemos que esperar-opinó Ender—. ¿Habéis visto cómo habla de la descolada? Incluso él piensa que tiene voluntad y toma decisiones.
—Eso es sólo una forma de hablar —protestó Grego.
—Todos hemos hablado así. Y también pensamos así. Porque todos sentimos que estamos en guerra con la descolada, que es algo más que luchar contra una enfermedad. Es como si tuviéramos un enemigo inteligente y lleno de recursos que sigue contrarrestando nuestros movimientos. En toda la historia de la investigación médica, nadie ha luchado contra una enfermedad que tuviera tantas formas de derrotar las estrategias usadas en su contra.
—Sólo porque nadie ha luchado contra un germen con una molécula tan grande y tan compleja genéticamente —espetó Grego.
—Exactamente —convino Ender—. Éste es un virus único, y por eso puede tener habilidades que nunca hemos imaginado en especies estructuralmente menos complejas que un vertebrado.
Durante un momento las palabras de Ender gravitaron en el aire, respondidas sólo por el silencio. Ender imaginó que podía ber servido de algo esta reunión después de todo, que como mero orador había ganado una especie de acuerdo.
Grego pronto lo convenció de lo contrario.
—Aunque Quara tenga razón, aunque sea verdad y los virus de la descolada tengan todos doctorados en filosofía y sigan publicando disertaciones sobre cómo joder a los humanos hasta que mueran, ¿qué? ¿Nos tiramos al suelo y nos hacemos el muerto porque el virus que está intentando matarnos es condenadamente inteligente?
Novinha respondió con tranquilidad.
—Creo que Quara necesita continuar con su investigación… y nosotros tenemos que proporcionarle más medios para hacerlo, mientras que Ela continúa con la suya.
Fue Quara quien puso objeciones esta vez.
—¿Por qué debería molestarme intentando comprenderlos si los demás seguís trabajando en formas para matarlos?
—Ésta es una buena pregunta, Quara —dijo Novinha—. Por otro lado, ¿por qué deberías molestarte en intentar comprenderlos si de repente encuentran un medio de atravesar todas nuestras barreras químicas y matarnos a todos?
—Nosotros o ellos —murmuró Gregó.
Ender sabía que Novinha había tomado una buena decisión: mantenía abiertas las dos líneas de investigación, y decidiría más tarde, cuando supieran más. Mientras tanto, Quara y Grego habían perdido el razonamiento, asumiendo ambos que todo oscilaba en el hecho de que los virus de la descolada fueran conscientes o no.
Aunque sean inteligentes —sugirió Ender—, eso no significa que sean sacrosantos. Todo depende de si son raman o varelse. Si son raman, si podemos comprenderlos y ellos pueden comprendernos a nosotros lo suficiente para encontrar una forma de convivir, entonces bien. Nosotros estaremos a salvo, y ellos también.
—¿El gran pacificador pretende firmar un tratado con una molécula? —se burló Grego.
Ender ignoró su tono de mofa.
—Por otro lado, si intentan destruirnos y no podemos encontrar un medio de comunicarnos con ellos, entonces son varelse, alienígenas inteligentes, pero implacablemente hostiles y peligrosos. Los varelse son los alienígenas con los que no podemos vivir, aquellos con los que estamos natural y permanentemente en guerra a muerte, y en ese caso nuestra única elección moral es hacer todo lo necesario para vencer.
—Muy bien —se afanó Grego.
A pesar del tono triunfal de su hermano, Quara había escuchado las palabras de Ender, y ahora asintió, insegura.
—Siempre y cuando no empecemos desde la suposición de que son varelse —objetó.
—E incluso entonces, puede que haya un camino intermedio —afirmó Ender—. Tal vez Ela pueda encontrar una forma de sustituir todos los virus de la descolada sin destruir todo este asunto de la memoria y el lenguaje.
—¡No! —exclamó Quara, ferviente una vez más—. No podéis…, ni siquiera tenéis derecho a dejarles sus recuerdos y arrebatarles su habilidad para adaptarse. Eso sería como si nos practicaran lobotomías frontales. Si es la guerra, entonces que lo sea. Matadlos, pero no los dejéis con recuerdos mientras les robáis la voluntad.
—No importa —dijo Ela—. No puede hacerse. En este punto, creo que me enfrento a una tarea imposible. Operar con la descolada no es fácil. No es como examinar y operar con un animal. ¿Cómo aplico anestesia a la molécula para que no se cure sola mientras estoy a mitad de una amputación? Tal vez la descolada no sepa mucho de física, pero es mucho más hábil que yo en cirugía molecular.
—Hasta ahora —intervino Ender.
—Hasta ahora no tenemos nada —zanjó Grego—. Excepto que la descolada intenta con todas sus fuerzas matarnos a todos, mientras que nosotros todavía intentamos decidir si debemos contraatacar o no. Esperaré un poco más, pero no eternamente.
—¿Qué hay de los cerdis? —preguntó Quara—. ¿No tienen derecho a votar si transformamos la molécula que no sólo les permite reproducirse, sino que probablemente los creó como especie inteligente?
—Esa cosa está intentando matarnos —repitió Ender—. Mientras que la solución que encuentre Ela pueda eliminar el virus sin interferir con el ciclo reproductor de los cerdis, no creo que tengan ningún derecho a poner objeciones.
—Tal vez ellos piensen lo contrario.
—Entonces tal vez sea mejor que no se enteren de lo que estamos haciendo —sugirió Grego.
—No hemos hablado con nadie, humanos o cerdis, de la investigación que estamos llevando a cabo —cortó Novinha bruscamente—. Podría causar malentendidos terribles que conducirían a la violencia y a la muerte.
—Entonces los humanos somos los jueces de todas las demás criaturas —observó Quara.
—No, Quara. Como científicos estamos recopilando información —corrigió Novinha—. Hasta que tengamos suficiente, nadie puede juzgar nada. Así que el secreto se refiere a todos los aquí presentes. Quara y Grego también. No se lo digáis a nadie hasta que yo os dé permiso, y yo no lo haré hasta que sepamos más.
—¿Hasta que tú lo digas, o hasta que lo diga el Portavoz de los Muertos? —preguntó Grego, descaradamente.
—Soy la xenobióloga jefe —contestó Novinha—. La decisión es sólo mía. ¿Comprendido?
Esperó a que todos asintieran. Lo hicieron.
Novinha se levantó. La reunión había terminado. Quara y Grego se marcharon casi de inmediato. Novinha dio a Ender un beso en la mejilla y luego lo condujo, junto con Ela, fuera de su oficina. Ender se quedó en el laboratorio para hablar con Ela.
—¿Es posible esparcir tu virus sustituto por toda la población de todas las especies nativas de Lusitania?
—No lo sé —dijo Ela—. Eso es menos problemático que cómo conseguir que llegue a cada célula de un organismo individual con rapidez suficiente para que la descolada no pueda adaptarse o escapar. Tendré que crear una especie de virus transportador, y probablemente tendré que modelarlo a partir de la propia descolada. La descolada es el único parásito que conozco que invade un anfitrión tan rápida y concienzudamente como necesito para el virus transportador. Irónico: aprenderé a sustituir la descolada copiando las técnicas del propio virus.
—No es irónico —dijo Ender—. Es la manera en que funciona el mundo. Alguien me dijo que el único maestro válido es tu propio enemigo.
—Entonces, Quara y Grego deben de estar proporcionándose doctorados mutuamente.
—Su enfrentamiento es sano. Nos obliga a sopesar cada aspecto de lo que estamos haciendo.
—Dejará de ser sano si uno de ellos decide llevar el asunto fuera de la familia.
—Esta familia no cuenta sus cosas a los extraños —aseguró Ender—. Yo debería saberlo mejor que nadie.
—Al contrario, Ender. Tú más que nadie deberías saber lo ansiosos que estamos por hablar a un extraño, cuando pensamos que nuestra necesidad es lo bastante imperiosa para justificarlo.
Ender tuvo que admitir que tenía razón. Cuando llegó a Lusitania, le resultó difícil que Quara, Grego, Miro, Quim y Olhado confiaran en él lo suficiente para hablarle. Pero Ela le había hablado desde el principio, al igual que los otros hijos de Novinha. Al final, también lo hizo la propia Novinha. La familia era intensamente leal, pero también testaruda y porfiada, y no había ninguno que no confiara en su propio juicio por encima del de los demás. Grego o Quara, cualquiera de los dos, podría decidir que confiárselo a otra persona sería lo mejor para Lusitania, la humanidad o la ciencia, y la norma del secreto se acabaría, al igual que la norma de la no interferencia con los cerdis se quebró antes de que Ender llegara al planeta.
«Qué bien —pensó Ender—. Una posible fuente de desastre más que está completamente fuera de mi control.»
Al salir del laboratorio, Ender deseó, como había hecho muchas veces antes, que Valentine estuviera allí. Ella era la experta en sortear dilemas éticos. Llegaría pronto, pero ¿a tiempo? Ender comprendía y en principio estaba de acuerdo con los puntos de vista presentados por Quara y Grego. Lo que más dolía era la necesidad de mantener el secreto, de forma que no podía hablar con los pequeninos, ni siquiera con Humano, sobre una decisión que los afectaría a ellos tanto como a cualquier colono de la Tierra. Sin embargo, Novinha tenía razón. Descubrir ahora el asunto, antes de que supieran lo que podía hacerse, provocaría confusión en el mejor de los casos, anarquía y derramamiento de sangre en el peor. Los pequeninos se mostraban ahora pacíficos, pero la historia de la especie estaba manchada de guerra.
Cuando Ender salió de la verja, de regreso a los campos experimentales, vio a Quara delante del padre-árbol Humano, con los palos en la mano, enfrascada en una conversación. No había golpeado el tronco, de lo contrario Ender la habría oído, así que debía de querer intimidad. Eso estaba bien. Ender daría un rodeo, para no acercarse demasiado y escucharla por casualidad.
Pero cuando ella vio que Ender la observaba, terminó de inmediato la conversación con Humano y se dirigió rápidamente al sendero que conducía a la verja. Por supuesto, esto la llevó justo a Ender.
—¿Revelando secretos? —le preguntó él.
No había pretendido que fuera una pulla. Sólo cuando las palabras surgieron de su boca y Quara adoptó una expresión furtiva comprendió cuál era el secreto que Quara podía haber estado diciendo. Y sus palabras confirmaron la sospecha.
—La idea de justicia de mi madre no es siempre la mía. Ni la tuya, por cierto.
Ender sabía que ella podía hacer esto, pero no se le había ocurrido que fuera a hacerlo tan rápidamente después de su promesa.
—Pero ¿es siempre la justicia la consideración más importante? —preguntó.
—Para mí lo es —replicó Quara.
Intentó darse la vuelta y atravesar la verja, pero Ender la cogió por el brazo.
—Suéltame.
—Decírselo a Humano es una cosa. Es muy sabio. Pero no se lo reveles a nadie más. Algunos de los pequeninos, algunos de los machos, pueden ser muy agresivos si piensan que tienen razón.
—No son sólo machos —protestó Quara—. Se llaman a sí mismos maridos. Tal vez nosotros deberíamos llamarlos «hombres». —Sonrió a Ender triunfal—. No eres ni la mitad de liberal de lo que te gusta creer.
Entonces se abrió paso y atravesó la verja para volver a Milagro. Ender se acercó a Humano y permaneció de pie junto a él.
—¿Qué te ha dicho, Humano? ¿Te ha dicho que moriré antes de dejar que nadie aniquile a la descolada, si eso os dañara a ti y a tu pueblo?
Naturalmente, Humano no le ofreció una respuesta inmediata, pues Ender no tenía intención de empezar a golpear el tronco con los palos usados para producir la Lengua de los Padres. Si lo hacía, los varones pequeninos lo oirían y acudirían corriendo. No había ninguna conversación privada entre pequeninos y padres-árbol. Si un padre-árbol quería intimidad, siempre podía hablar silenciosamente con los otros padres-árbol: se comunicaban entre sí de mente a mente, como la reina colmena hablaba a los insectores que le servían de ojos y oídos, manos y pies. «Ojalá pudiera formar parte de esa cadena de comunicación —pensó Ender—. Habla instantánea hecha de pensamiento puro, proyectada a cualquier lugar del universo.»
Sin embargo, tenía que decir algo para ayudar a contrarrestar lo que Quara hubiera revelado.
—Humano, estamos haciendo todo lo posible por salvar a hombres y pequeninos por igual. Incluso intentaremos salvar al virus de la descolada, si podemos. Ela y Novinha son muy eficientes en su trabajo. Igual que Grego y Quara. Pero por ahora, por favor, confía en nosotros y no le digas nada a nadie. Por favor. Si humanos y pequeninos llegan a comprender el peligro al que nos enfrentamos antes de que estemos preparados para dar los pasos para contenerlo, los resultados serían violentos y terribles.
No había nada más que decir. Ender volvió a los terrenos experimentales. Antes del anochecer, completó con Plantador las mediciones y luego quemó y arrasó el campo entero. Ninguna molécula grande sobreviviría dentro de la barrera disruptora. Habían hecho todo lo posible por asegurarse de que todo lo que la descolada pudiera haber aprendido de este campo fuera olvidado.
Lo que nunca podrían hacer era deshacerse de los virus que llevaban dentro de sus propias células, humanas y pequeninas por igual. ¿Y si Quara tenía razón? ¿Y si la descolada dentro de la barrera, antes de morir, conseguía «transmitir» a los virus que Plantador y Ender llevaban en su interior lo que había aprendido de este nuevo cultivo de patata? ¿Sobre las defensas que Ela y Novinha intentaban insertar? ¿Sobre las formas que este virus había encontrado para derrotar sus tácticas?
Si la descolada era en efecto inteligente, con un lenguaje para extender información y pautas de conducta de un individuo a muchos otros, entonces ¿cómo podía Ender, cómo podía ninguno de ellos, esperar alzarse con la victoria al final? A la larga, podría resultar que la descolada fuera la especie más adaptable, la más capaz de someter mundos y eliminar rivales, más fuerte que humanos, cerdis, insectores o cualquier criatura viva en los mundos colonizados. Ése fue el pensamiento que Ender se llevó consigo a la cama esa noche, el pensamiento que lo preocupó incluso mientras hacía el amor con Novinha, de forma que ella sintió la necesidad de consolarlo como si fuera Ender, y no ella, el que estaba lastrado con las preocupaciones de un mundo. Él intentó disculparse, pero pronto comprendió la futilidad de hacerlo. ¿Por qué añadir preocupaciones a Novinha confesándole las suyas propias?
Humano escuchó las palabras de Ender, pero no podía estar de acuerdo con lo que éste le pedía. ¿Silencio? No cuando los humanos estaban creando nuevos virus que podrían transformar el ciclo vital de los pequeninos. Oh, Humano no se lo diría a los inmaduros machos y hembras. Pero podría decírselo, y lo haría, a todos los otros padres-árbol de Lusitania. Tenían derecho a saber lo que sucedía, y entonces decidir juntos qué hacer.
Antes del anochecer, todos los padres-árbol de todos los bosques supieron lo que Humano sabía: de los planes de los hombres, y de su estimación de hasta dónde podían confiar en ellos. La mayoría estuvo de acuerdo con él: «dejaremos que los seres humanos continúen por ahora. Pero, mientras tanto, observaremos con atención y nos prepararemos para un tiempo que puede llegar, aunque esperamos que no, en que humanos y pequeninos vayan a la guerra unos contra otros. No podemos luchar con la esperanza de ganar…, pero tal vez, antes de que nos masacren, encontraremos un modo para que algunos de los nuestros huyan».
Así, antes del amanecer, hicieron planes y acuerdos con la reina colmena, la única fuente de alta tecnología no humana de Lusitania. A la noche siguiente, las tareas de reconstrucción de una nave estelar con la que marcharse de Lusitania ya habían comenzado.