EL JADE DEL MAESTRO HO

‹Ahora empiezan las muertes.›

‹Es curioso que las comenzara tu pueblo y no los humanos.›

‹Tu pueblo las comenzó también, cuando librasteis vuestras guerras con los humanos›

‹Nosotros los empezamos, pero las terminaron ellos›

‹¿Cómo se las arreglan estos humanos para empezar con tanta inocencia y acabar siendo al final los que más sangre tienen en las manos?›


Wang-mu contemplaba las palabras y números que se movían en la pantalla situada sobre el terminal de su señora. Qing-jao estaba dormida, respirando suavemente sobre su esterilla. Wang-mu también había dormido durante un rato, pero algo la había despertado. Un grito, no muy lejano; tal vez un grito de dolor. Fue parte del sueño de Wang-mu, pero cuando se despertó oyó los últimos sonidos en el aire. No era la voz de Qing-jao. Un hombre quizás, aunque el sonido era agudo. Un sonido quejumbroso. Hizo que Wang-mu pensara en la muerte.

Pero no se levantó a investigar. No era su misión hacerlo, sino estar con su señora en todo momento, a menos que ella le indicara lo contrario. Si Qing-jao necesitaba oír la noticia de lo que había causado aquel grito, otra criada vendría y despertaría a Wang-mu, quien a su vez despertaría a su señora, pues cuando una mujer tenía una doncella secreta, y hasta que tuviera marido, sólo las manos de la doncella secreta podían tocarla sin invitación.

Así, Wang-mu permaneció tendida, esperando a ver si alguien venía a decirle a Qing-jao por qué un hombre había gritado con tanta angustia, lo bastante cerca para que se oyera en esta habitación situada al fondo de la casa de Han Fei-tzu. Mientras esperaba, sus ojos se sintieron atraídos por la pantalla móvil mientras el ordenador ejecutaba la búsqueda que Qing-jao había programado.

La pantalla dejó de moverse. ¿Había algún problema? Wang-mu se levantó, apoyándose en un brazo, lo suficiente para leer las palabras más recientes aparecidas en la pantalla. La búsqueda había terminado. En esta ocasión el informe no era uno de los cortos mensajes de fracaso: NO ENCONTRADO. NINGUNA INFORMACIÓN. NINGUNA CONCLUSIÓN. Esta vez el mensaje era un informe.

Wang-mu se levantó y se dirigió al terminal. Hizo lo que Qing-jao le había enseñado, pulsar la clave que almacenaba toda la información actual para que el ordenador pudiera guardarla. Entonces se acercó a Qing-jao y colocó delicadamente una mano sobre su hombro.

Qing-jao se despertó casi de inmediato, pues dormía alerta.

—La búsqueda ha encontrado algo —anunció Wang-mu. Qing-jao apartó su sueño tan fácilmente como podría haberlo hecho con una chaqueta suelta. En un momento, se encontró ante el terminal leyendo las palabras que había allí.

—He encontrado a Demóstenes —dijo.

—¿Dónde está ese hombre? —preguntó Wang-mu, sin aliento.

El gran Demóstenes…, no, el terrible Demóstenes. «Mi señora quiere que lo considere un enemigo.» Pero el Demóstenes, en cualquier caso, cuyas palabras la habían impresionado tanto cuando oyó a su padre leerlas en voz alta: «Mientras haya un ser que obligue a otros a inclinarse ante él porque tiene poder para destruirlos junto con todo lo que tienen y todo lo que aman, entonces todos nosotros debemos tener miedo». Wang-mu había oído aquellas palabras casi en su más tierna infancia (sólo tenía tres años), pero las recordaba bien porque se le habían grabado en la memoria. Cuando su padre las leyó, recordó una escena: su madre hablaba y su padre se enfurecía. No la golpeó, pero tensó los hombros y su mano se sacudió un poco, como si su cuerpo hubiera pretendido golpear y tuviera dificultad para contenerlo. Y cuando lo hizo, aunque no cometió ningún acto violento, la madre de Wang-mu inclinó la cabeza y murmuró algo, y la tensión cesó. Wang-mu supo que había visto lo que describía Demóstenes: su madre se había inclinado ante su padre porque él tenía el poder de hacerle daño. Y Wang-mu tuvo miedo, en ese momento y después, al recordarlo. Por eso, cuando escuchó las palabras de Demóstenes supo que eran verdaderas, y se maravilló de que su padre pudiera pronunciarlas e incluso estar de acuerdo con ellas y no darse cuenta de la contradicción de sus actos. Por eso Wang-mu había escuchado siempre con gran interés todas las palabras del gran, del temible Demóstenes, porque grande o terrible, sabía que decía la verdad.

—No es un hombre —declaró Qing-jao—. Demóstenes es una mujer.

La idea dejó a Wang-mu sin aliento. ¡Claro! Una mujer desde el principio. No era extraño que hubiera tanta compasión en Demóstenes; «es una mujer, y sabe lo que es ser gobernada por otros a cada momento. Es una mujer, y por eso sueña con la libertad, con una hora en que no haya ningún deber aguardando. No era extraño que hubiera revolución ardiendo en sus palabras, y sin embargo éstas continuaran siempre siendo palabras y nunca violencia. Pero ¿por qué no ve esto Qing-jao? ¿Por qué ha decidido que las dos debemos odiar a Demóstenes?».

—Una mujer llamada Valentine —continuó Qing-jao, y luego, con asombro en su voz—: Valentine Wiggin, nacida en la Tierra hace más…, hace más de tres mil años.

—¿Es una diosa, para vivir tanto tiempo?

—Viaja. De mundo en mundo, sin quedarse en ningún sitio más que unos cuantos meses. Lo suficiente para escribir un libro. Todas las grandes historias bajo el nombre de Demóstenes fueron escritas por la misma mujer, y sin embargo nadie lo sabe. ¿Cómo puede no ser famosa?

—Tal vez quiere esconderse —apuntó Wang-mu, comprendiendo muy bien por qué una mujer querría esconderse tras un nombre de hombre—. Yo también lo haría si pudiera, para poder viajar también de mundo en mundo y ver un millar de lugares y vivir diez mil años.

—Subjetivamente, sólo tiene cincuenta y tantos años. Aún es joven. Se quedó en un mundo durante muchos años, se casó y tuvo hijos. Pero ahora ha vuelto a marcharse. A… —Qing-jao jadeó.

—¿Adónde?

—Cuando dejó su casa se llevó a su familia consigo en una nave. Primero se encaminaron hacia Paz Celestial y pasaron cerca de Catalunya, ¡y luego fijaron un rumbo directo a Lusitania!

El primer pensamiento de Wang-mu fue: «¡Naturalmente! Por eso Demóstenes muestra tanta simpatía y comprensión por los lusitanos. Ha hablado con ellos, con los xenólogos rebeldes, con los propios pequeninos. ¡Los conoce y sabe que son raman!».

Entonces pensó: «Si la Flota Lusitania llega y cumple con su misión, Demóstenes será capturada y sus palabras terminarán».

De pronto recordó algo que hacía todo esto imposible:

—¿Cómo puede estar en Lusitania, cuando Lusitania ha destruido su ansible? ¿No fue lo primero que hicieron cuando se rebelaron? ¿Cómo pueden alcanzarnos sus escritos?

Qing-jao sacudió la cabeza.

—Todavía no ha llegado a Lusitania. O si lo ha hecho, ha sido en los últimos meses. Ha pasado los últimos treinta años en vuelo. Desde antes de la rebelión. Se marchó antes.

—Entonces…, ¿todos sus escritos han sido hechos en vuelo? —Wang-mu trató de imaginar cómo reconciliar los diferentes flujos temporales—. Para haber escrito tanto desde que la Flota Lusitania zarpó, debe de haber…

—Debe de haber pasado escribiendo y escribiendo y escribiendo cada momento consciente en la nave —concluyó Qing-jao—. Sin embargo no hay ningún registro de que su nave haya enviado ninguna señal a ningún sitio, excepto los informes del capitán. ¿Cómo ha conseguido distribuir sus escritos a tantos mundos diferentes si ha estado en una nave todo el tiempo? Es imposible. Tendría que haber registros de las transmisiones ansibles, en alguna parte.

—Siempre es el ansible —dijo Wang-mu—. La Flota Lusitania deja de enviar mensajes, y su nave debería estar enviándolos pero no lo hace. ¿Quién sabe? Tal vez Lusitania esté enviando también mensajes secretos.

Pensó en la Vida de Humano.

—No puede haber ningún mensaje secreto —objetó Qing-jao—. Las conexiones filóticas del ansible son permanentes, y si hubiera alguna transmisión en alguna frecuencia, sería detectada y los ordenadores lo registrarían.

—Bueno, ahí lo tienes. Si los ansibles están todavía conectados, y los ordenadores no tienen constancia de las transmisiones, y sin embargo sabemos que hay transmisiones porque Demóstenes ha estado escribiendo todas estas cosas, entonces los registros deben de estar equivocados.

—No es posible ocultar una transmisión por ansible —dijo Qing-jao—. No a menos que hubiera gente presente en el mismo momento en que la transmisión fuera recibida, para desconectarla de los programas de almacenamiento locales…; de todas formas, no puede hacerse. Un conspirador tendría que estar sentado ante cada ansible todo el tiempo, trabajando tan rápido que…

—Podrían tener un programa que lo hiciera automáticamente.

—Pero entonces conoceríamos ese programa…, requeriría memoria, usaría tiempo de proceso.

—Si alguien pudiera crear un programa para interceptar los mensajes ansibles, ¿no podrían también hacerlo de forma que no apareciera en memoria y no dejara registro del tiempo de proceso utilizado?

Qing-jao miró aWang-mu, irritada.

—¿Dónde aprendiste tantas cuestiones sobre ordenadores que sigues ignorando que cosas como ésas son imposibles?

Wang-mu inclinó la cabeza y tocó con ella el suelo. Sabía que humillarse de esa forma avergonzaría a Qing-jao por su arrebato de furia y entonces podrían volver a hablar.

—No —suspiró Qing-jao—. No tenía derecho a enfurecerme, lo siento. Levántate, Wang-mu. Sigue formulando preguntas. Son beneficiosas. Puede que sea posible porque tú puedes imaginarlo, y si tú puedes imaginarlo tal vez alguien podría llevarlo a cabo. Pero por esto pienso que es imposible. ¿Cómo podría nadie instalar un programa tan hábil? Tendría que estar en cada ordenador que procese comunicaciones ansibles en todas partes. Hay miles y miles. Y si uno se estropea y otro entra en línea, tendría que cargar el programa en el nuevo ordenador casi instantáneamente. Sin embargo nunca podría ponerse en almacenaje permanente o lo encontrarían; tiene que mantenerse en movimiento constantemente, esquivando, permaneciendo fuera del trabajo de los otros programas, entrando y saliendo de su almacén. Un programa que pudiera hacer todo eso tendría que ser… inteligente, tendría que estar intentando esconderse y calcular nuevas formas de hacerlo todo el tiempo o ya lo habríamos advertido a estas alturas, cosa que no ha sucedido. No existe ningún programa como ése. ¿Cómo podría haberlo programado nadie? ¿Cómo podría haber empezado? Y mira, Wang-mu…, esta Valentine Wiggin que escribe todas las cosas de Demóstenes ha estado ocultándose durante miles de años. Si hay un programa como ése, debe de haber existido todo el tiempo. No habría sido creado por los enemigos del Congreso Estelar porque no existía ningún Congreso Estelar cuando Valentine Wiggin empezó a esconder su identidad. ¿Ves lo antiguos que son los archivos que nos dan su nombre? No ha estado enlazada abiertamente a Demóstenes desde los primeros informes de… de la Tierra. Antes de las naves estelares. Antes de…

La voz de Qing-jao se apagó, pero según Wang-mu comprendió al instante, había alcanzado su conclusión antes de que Qing-jao la vocalizara.

—Si hay un programa secreto en los ordenadores ansibles, tuvo que existir todo el tiempo —dijo Wang-mu—. Desde el principio.

—Imposible —susurró Qing-jao. Pero ya que todo lo demás era también imposible, Wang-mu supo que a Qing-jao le encantaba esta idea, que quería creería porque a pesar de ser imposible al menos era concebible, podría ser imaginada y por tanto podía ser real. «Y se me ocurrió a mí —pensó Wang-mu—. Puede que no sea una agraciada por los dioses, pero soy inteligente. Comprendo cosas. Todo el mundo me trata como a una niña tonta, incluso Qing-jao, a pesar de que sabe que aprendo rápido y que pienso cosas que las demás personas no piensan…, incluso ella me desprecia. ¡Pero soy tan lista como el que más, señora! Soy tan lista como tú, aunque nunca lo adviertes, aunque pensarás que todo esto se te ocurrió a ti sola. Oh, me darás crédito por ello, pero será así: "Wang-mu dijo algo y me hizo pensar y entonces me di cuenta de la idea importante". Nunca será: "Wang-mu fue la que comprendió esto y me lo explicó hasta que comprendí por fin". Siempre como si yo fuera un perro estúpido que ladra o gime o se rasca o muerde o salta, sólo por coincidencia, y encamina tu mente hacia la verdad. No soy un perro. Comprendo. Cuando te hice esas preguntas fue porque ya me había dado cuenta de las implicaciones. Y me di cuenta aún de más cosas de las que has dicho hasta ahora…, pero debo decírtelo preguntando, fingiendo no comprender, porque tú eres la agraciada y una simple criada como yo nunca podría dar ideas a alguien que oye las voces de los dioses.»

—Señora, quienquiera que controle este programa tiene un poder enorme, y sin embargo nunca hemos oído hablar de ellos y nunca han usado este poder hasta ahora.

—Lo han usado —dijo Qing-jao—. Para ocultar la verdadera identidad de Demóstenes. Esta Valentine Wiggin es muy rica, pero sus propiedades están todas ocultas, para que nadie se dé cuenta de lo mucho que tiene, de que todas sus posesiones forman parte de la misma fortuna.

—¿Este programa tan poderoso ha habitado en todos los ordenadores ansible desde que empezaron los vuelos estelares, y sin embargo lo único que hizo fue esconder la fortuna de esa mujer?

—Tienes razón —convino Qing-jao—, no tiene sentido. ¿Por qué alguien con tanto poder no lo ha usado ya para controlar las cosas? O tal vez lo ha hecho. Estaba presente antes de que el Congreso Estelar fuera formado, así que tal vez…, ¿pero por qué oponerse al Congreso ahora?

—Tal vez —apuntó Wang-mu—, tal vez no les importa el poder.

—¿A quién?

—A quienquiera que controle este programa secreto.

—Entonces, ¿por qué crearon el programa en primer lugar? Wang-mu, no estás pensando.

«No, por supuesto que no. Yo nunca pienso.» Wang-mu inclinó la cabeza.

—Quiero decir que estás pensando, pero no piensas en esto. Nadie crearía un programa tan poderoso a menos que quisiera tanto poder…; considera lo que hace este programa, lo que puede hacer: ¡interceptar todos los mensajes de la flota y hacer que parezca que nunca fueron enviados! ¡Llevar los escritos de Demóstenes a todos los planetas colonizados y sin embargo ocultar el hecho de que esos mensajes fueron enviados! Podría hacer cualquier cosa, podría alterar cualquier mensaje, podría sembrar la confusión por todas partes o engañar a la gente para que crea…, para que crea que hay una guerra, o darles órdenes para no hacer nada, ¿y cómo sabríamos que no es verdad? ¡Si realmente tuvieran tanto poder lo usarían! ¡Lo harían!

—A menos que los programas no quieran ser usados de esa forma.

Qing-jao se rió con fuerza.

—Vamos, Wang-mu, ésa fue una de nuestras primeras lecciones sobre ordenadores. Está bien que la gente corriente imagine que los ordenadores deciden las cosas, pero tú y yo sabemos que sólo son sirvientes, solamente hacen lo que se les dice, nunca quieren nada.

Wang-mu casi perdió el control de sí misma, casi se dejó llevar por la furia. «¿Crees que no querer nunca es un rasgo común entre los ordenadores y los sirvientes? ¿Crees realmente que los sirvientes sólo obedecemos órdenes y nunca queremos nada por nuestra cuenta? ¿Crees que sólo porque los dioses no nos hacen frotarnos la nariz contra el suelo o lavarnos las manos hasta que sangren no tenemos ningún otro deseo? Bien, si los sirvientes y ordenadores son iguales, entonces es porque los ordenadores tienen deseos, no porque los sirvientes no los tengamos. Porque queremos. Ansiamos. Anhelamos. Lo que nunca hacemos es actuar siguiendo esas ansias, porque si lo hiciéramos entonces los agraciados por los dioses nos expulsaríais y encontraríais a otros más obedientes.»

—¿Por qué estás enfadada?-preguntó Qing-jao.

Horrorizada al ver que había dejado que sus sentimientos se traslucieran en su rostro, Wang-mu inclinó la cabeza.

—Perdóname —dijo.

—Por supuesto que te perdono, pero también quiero comprenderte. ¿Te enfadaste porque me reí de ti? Lo siento, no debería haberlo hecho. Sólo llevas unos pocos meses estudiando conmigo; es normal que a veces te olvides y retrocedas a las creencias con las que creciste, y está mal que yo me ría. Por favor, perdóname por eso.

—Oh, señora, no es apropiado que yo te perdone. Eres tú quien debes perdonarme a mí.

—No, yo estaba equivocada. Lo sé, los dioses me han mostrado mi indignidad por reírme de ti.

«Entonces los dioses son muy estúpidos, si piensan que fue tu risa lo que me enfadó. O eso o es que te están mintiendo. Odio a tus dioses y cómo te humillan sin decirte jamás una sola cosa que merezca la pena conocer. ¡Y que me caiga muerta por pensar eso!»

Pero Wang-mu sabía que aquello no sucedería. Los dioses nunca alzarían un dedo contra ella. Sólo hacían que Qing-jao, quien a pesar de todo era su amiga, se inclinara y se arrastrara por el suelo hasta que Wang-mu se sentía tan avergonzada que deseaba morir.

—Señora, no has hecho nada malo y no estoy ofendida.

No sirvió de nada. Qing-jao se tiró al suelo. Wang-mu se dio la vuelta y enterró la cara en las manos, pero guardó silencio, negándose a emitir un sonido ni siquiera en su llanto, porque eso obligaría a Qing-jao a empezar de nuevo. O la convencería de que la había ofendido tanto que tendría que seguir dos líneas, o tres, o (¡no lo quisieran los dioses!) todo el suelo otra vez. «Algún día —pensó Wang-mu—, los dioses le dirán a Qing-jao que siga el rastro de todas las líneas de todas las tablas de todas las habitaciones de la casa, y se morirá de hambre o de sed o se volverá loca en el intento.»

Para evitar llorar de frustración, Wang-mu se obligó a mirar el terminal y examinar el informe que había leído Qing-jao. Valentine Wiggin había nacido en la Tierra durante las Guerras Insectoras. Empezó a usar el nombre de Demóstenes siendo niña, al mismo tiempo que su hermano Peter, que empleó el nombre de Locke y luego se convirtió en el Hegemón. No era simplemente una Wiggin: era una de los Wiggin, hermana de Peter el Hegemón y de Ender el Xenocida. Sólo fue una nota al pie de las historias. Wang-mu ni siquiera había recordado el nombre hasta ahora, sólo el hecho de que Peter y el monstruo Ender tenían una hermana. Pero la hermana resultó ser tan extraña como ellos; era la inmortal; era la que seguía cambiando a la humanidad con sus palabras.

Wang-mu apenas podía creerlo. ¡Demóstenes ya había sido importante en su vida, pero ahora se enteraba de que el verdadero Demóstenes era la hermana del Hegemón! Aquel cuya historia se narraba en el libro sagrado de los portavoces de los muertos: la Reina Colmena y el Hegemón. Y no era sagrado sólo para ellos. Prácticamente todas las religiones habían dejado un espacio para aquel libro, porque la historia era decisiva, acerca de la destrucción de la primera especie alienígena descubierta por la humanidad, y luego acerca de la terrible lucha entre el bien y el mal que se desarrolló en el alma del primer hombre que unió a todos los hombres bajo un solo gobierno. Una historia tan compleja, y sin embargo contada de forma tan simple, que mucha gente la leía y se sentía conmovida por ella cuando eran niños. Wang-mu la había leído por primera vez en voz alta a los cinco años. Era una de las historias grabadas más profundamente en su alma.

Había soñado, no una vez, sino dos, que conocía al propio Hegemón, Peter, sólo que él insistió en que lo llamara por su nombre en clave, Locke. Wang-mu se sentía a la vez fascinada y repelida por él; no podía apartar la mirada. Entonces él extendió la mano y dijo: «Si Wang-mu, Real Madre del Oeste, sólo tú eres una consorte adecuada para el gobernante de toda la humanidad», y la tomaba y se casaba con ella y la sentaba junto a él en su trono.

Por supuesto, sabía que casi todas las niñas pobres soñaban con casarse con un hombre rico o descubrir que era realmente la hija de una familia rica o alguna otra tontería por el estilo. Pero también los dioses enviaban sueños, y había verdad en cualquier sueño que se repitiera, todo el mundo lo sabía. Por eso todavía sentía una fuerte afinidad hacia Peter Wiggin; y ahora, al comprender que Demóstenes, por quien sentía tanta admiración, era su hermana…, casi era demasiada coincidencia para poder soportarla. «¡No me importa lo que diga mi señora, Demóstenes! —gritó Wang-mu en silencio—. Te quiero de todas formas, porque me has dicho la verdad toda mi vida. Y te amo también como hermana del Hegemón, que es el marido de mis sueños.»

Wang-mu sintió que el aire de la habitación cambiaba y comprendió que habían abierto la puerta. Miró y allí estaba Mu-pao, la vieja y temible ama de llaves, el terror de todos los criados, incluyendo a la propia Wang-mu, aunque Mu-pao tenía relativamente poco poder sobre una doncella secreta. De inmediato, Wang-mu se dirigió a la puerta, lo más silenciosamente posible, para no interrumpir la purificación de Qing-jao.

Una vez en el pasillo, Mu-pao cerró la puerta de la habitación para que Qing-jao no pudiera oírla.

—El Maestro Han llama a su hija. Está muy agitado. Gritó hace un rato y asustó a todo el mundo.

—Oí el grito —asintió Wang-mu—. ¿Está enfermo?

—No lo sé. Está muy agitado. Me envió a buscar a tu señora para decirle que debe hablar con ella de inmediato. Pero si está comulgando con los dioses, lo comprenderá. Asegúrate de decirle que vaya a verlo en cuanto haya acabado.

—Se lo diré ahora. Me ha dicho que nada debe impedirle responder a la llamada de su padre.

Mu-pao pareció horrorizarse ante la idea.

—Pero está prohibido interrumpir cuando los dioses están…

—Qing-jao cumplirá una penitencia mayor más tarde. Querrá saber por qué la llama su padre.

Wang-mu sintió gran satisfacción al poner a Mu-pao en su sitio. «Puede que seas la gobernanta de los sirvientes de la casa, Mu-pao, pero yo soy la que tiene el poder de interrumpir incluso la conversación entre mi señora y los propios dioses.»

Como Wang-mu esperaba, la primera reacción de Qing-jao al ser interrumpida fue de amarga frustración, furia, llanto. Pero cuando Wang-mu se inclinó abyectamente en el suelo, Qing-jao se calmó de inmediato. «Por eso la amo y puedo soportar servirla —pensó Wang-mu—, porque no desea el poder que ejerce sobre mí y porque tiene más compasión que ninguno de los otros agraciados por los dioses de los que he oído hablar.» Qing-jao escuchó la explicación que le dio, y luego la abrazó.

—Ah, mi amiga Wang-mu, eres muy sabia. Si mi padre ha gritado de angustia y luego me ha llamado, los dioses saben que debo posponer mi purificación y acudir a verlo.

Wang-mu la siguió pasillo abajo, por las escaleras, hasta que se arrodillaron juntas en la esterilla ante la silla de Han Fei-tzu. Qing-jao esperó a que su padre hablara, pero él no dijo nada. Las manos le temblaban. Nunca le había visto tan ansioso.

—Padre —dijo Qing-jao—, ¿por qué me has llamado?

Él sacudió la cabeza.

—Algo tan terrible, y tan maravilloso, que no sé si gritar de alegría o matarme.

La voz de su padre era ronca y fuera de control. Desde la muerte de su madre (no, desde que la abrazó tras la prueba que demostró que era una elegida por los dioses), no le había oído hablar tan emocionalmente.

—Dime, padre, y luego yo te contaré mi noticia. He descubierto a Demóstenes, y tal vez haya encontrado la clave de la desaparición de la Flota Lusitania.

Los ojos de su padre se abrieron aún más.

—¿En este día de días has resuelto el problema?

—Si es lo que supongo, entonces el enemigo del Congreso puede ser destruido. Pero será difícil. ¡Cuéntame lo que has descubierto!

—No, cuéntamelo tú primero. Es extraño…, ambas cosas el mismo día. ¡Cuéntame!

—Fue Wang-mu quien me dio la clave. Me hacía preguntas sobre…, oh, sobre el funcionamiento de los ordenadores, y de repente me di cuenta de que si en cada ordenador ansible hubiera un programa oculto, uno tan sabio y poderoso que pudiera moverse de un sitio a otro para permanecer escondido, entonces ese programa secreto podría estar interceptando todas las comunicaciones ansibles. Puede que la flota esté aún allí, tal vez incluso enviando mensajes, pero nosotros no los recibimos y ni siquiera sabemos que existen a causa de esos programas.

—¿En cada ordenador ansible? ¿Trabajando siempre sin error?

Su padre parecía escéptico, naturalmente, porque en su ansiedad Qing-jao había contado la historia al revés.

—Sí, pero déjame que te cuente cómo puede ser posible semejante asombro. Verás, he encontrado a Demóstenes.

Su padre la escuchó mientras le hablaba de Valentine Wiggin, y de cómo había estado escribiendo en secreto bajo el nombre de Demóstenes durante todos estos años.

—Está claro que ella es capaz de enviar mensajes ansibles secretos, o sus escritos no podrían distribuirse desde una nave en vuelo a todos los mundos diferentes. Se supone que sólo los militares son capaces de comunicarse con naves que viajan a casi la velocidad de la luz; ella debe de haber penetrado en los ordenadores de los militares o duplicado su poder. Y si puede hacerlo, si existe el programa que se lo permite, entonces ese mismo programa tendría el poder para interceptar los mensajes ansibles de la flota…

—Si una cosa es posible, entonces también lo es la otra, sí…, pero ¿cómo ha podido colocar esa mujer un programa en cada ordenador ansible en primer lugar?

—¡Porque lo hizo al principio! Es por la edad que tiene. ¡De hecho, si el Hegemón Locke fue su hermano, tal vez… no, por supuesto, fue él quien lo hizo! Cuando zarparon las primeras flotas colonizadoras, con sus dobles tríadas filóticas a bordo para formar el corazón del primer ansible de cada colonia, pudo haber enviado ese programa con ellas.

Su padre comprendió de inmediato, por supuesto.

—Como Hegemón, tenía el poder, y también el motivo…, un programa secreto bajo su control, de forma que si se produjera una rebelión o un golpe de estado, seguiría teniendo en las manos los hilos que unen los mundos.

—Y cuando él murió, Demóstenes, su hermana, fue la única que conocía el secreto. ¿No es maravilloso? Lo hemos encontrado. ¡Sólo tenemos que borrar todos esos programas de la memoria!

—Sólo para hacer que sean restaurados instantáneamente a través del ansible de otras copias de otros mundos —objetó su padre—. Debe de haber sucedido un millar de veces a lo largo de los siglos, un ordenador estropeándose y el programa secreto restaurándose en el ordenador nuevo.

—Entonces tenemos que desconectar todos los ansibles al mismo tiempo —resolvió Qing-jao—. Tener preparado en cada mundo un nuevo ordenador que nunca haya sido contaminado por el contacto del programa secreto. Cortar todos los ansibles simultáneamente, desconectar los viejos ordenadores, poner en línea a los nuevos y despertar los ansibles. El programa secreto no podrá restaurarse porque no estará en ninguno de los ordenadores. ¡Entonces el poder del Congreso no tendrá rival que interfiera!

—No podéis hacerlo —intervino Wang-mu.

Qing-jao miró sorprendida a su doncella secreta. ¿Cómo podría la muchacha ser tan mal educada para interrumpir una conversación entre dos agraciados para contradecirlos?

Pero su padre se mostró magnánimo. Siempre era magnánimo, incluso con la gente que había rebasado todos los límites del respeto y la decencia. «Debo aprender a parecerme más a él —pensó Qing-jao—. Debo permitir que los criados mantengan su dignidad incluso cuando sus acciones hayan perdido el derecho a tanta consideración.»

—Si Wang-mu —preguntó su padre—, ¿por qué no podemos hacerlo?

—Porque para desconectar a todos los ansibles al mismo tiempo, tendríais que enviar mensajes por ansible. ¿Por qué iba a permitir el programa que enviarais mensajes que llevarían a su propia destrucción?

Qing-jao siguió el ejemplo de su padre y habló pacientemente a Wang-mu.

—Es sólo un programa, no conoce el contenido de los mensajes. Quienquiera que lo gobierna le ha dicho que oculte todas las comunicaciones de la flota, y que oculte el rastro de todos los mensajes de Demóstenes. Desde luego, no lee los mensajes y decide si debe enviarlos a partir del contenido.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Wang-mu.

—¡Porque un programa así tendría que ser… inteligente!

—Pero tendría que serlo de todas formas —insistió Wang-mu—. Tiene que serlo para ser capaz de esconderse de cualquier otro programa que pudiera localizarlo. Tiene que ser capaz de moverse en la memoria y ocultarse. ¿Como podría saber de qué programa tiene que esconderse, a menos que pudiera leerlos e interpretarlos? Puede que incluso sea lo bastante inteligente para reescribir otros programas a fin de que no busquen en los lugares donde está oculto.

Qing-jao pensó un instante en varias razones por las que un programa podía ser lo bastante listo para leer otros programas pero no tanto como para comprender los lenguajes humanos. Pero como su padre estaba allí, era él quien tenía que contestar a Wang-mu. Qing-jao esperó.

—Si existe un programa así —dijo Han Fei-tzu—, tendría que ser muy inteligente.

Qing-jao se quedó de una pieza. Su padre tomaba en serio a Wang-mu. Como si sus ideas no fueran las de una niña ingenua.

—Podría ser lo bastante inteligente para no sólo interceptar mensajes, sino que también enviarlos. —Entonces su padre sacudió la cabeza—. No, el mensaje vino de una amiga. Una auténtica amiga, y habló de cosas que nadie más podría saber. Fue un mensaje verdadero.

—¿Qué mensaje recibiste, padre?

—Fue de Keikoa Amaauka; la conocí en persona cuando éramos jóvenes. Era la hija de un científico de Otaheiti que estuvo aquí para estudiar los cambios genéticos de las especies terrestres en sus primeros dos siglos en Sendero. Se marcharon…, les ordenaron marcharse de una manera bastante brusca… —Hizo una pausa, como si considerara la conveniencia de decir algo. Entonces se decidió, y lo dijo—: Si ella se hubiera quedado, podría haberse convertido en tu madre.

Qing-jao se sintió a la vez emocionada y aterrada al ver que su padre le contaba una cosa así. Nunca hablaba de su pasado. Ahora, la declaración de que una vez había amado a otra mujer además de a su esposa fue tan inesperada que Qing-jao no supo qué decir.

—La enviaron a algún lugar muy lejano. Han pasado treinta y cinco años. La mayor parte de mi vida ha transcurrido desde que ella se marchó. Pero su viaje terminó hace tan sólo un año. Y ahora me ha enviado un mensaje diciéndome por qué ordenaron a su padre que se marchara. Para ella, nuestra separación ocurrió hace solamente un año. Para ella, yo sigo siendo…

—Su amante —apuntó Wang-mu.

«¡Qué impertinencia!», pensó Qing-jao. Pero su padre asintió. Entonces se volvió hacia su terminal e hizo correr la pantalla.

—Su padre encontró una diferencia genética en la especie terrestre más importante de Sendero.

—¿El arroz? —preguntó Wang-mu.

Qing-jao se echó a reír.

—No, Wang-mu. Nosotros somos la especie más importante de este mundo.

Wang-mu pareció avergonzarse. Qing-jao la palmeó en el hombro. Todo estaba en su lugar: su padre había animado demasiado a Wang-mu, la había hecho creer que comprendía cosas que estaban muy por encima de su educación. Wang-mu necesitaba esos amables recordatorios de vez en cuando, para no poner sus miras demasiado alto. La muchacha no debía permitirse soñar con ser la par intelectual de una agraciada por los dioses, o su vida se llenaría de decepción y no de dicha.

—Detectó una diferencia genética consistente y hereditaria en algunas de las personas de Sendero, pero cuando informó de ello, su traslado se produjo casi inmediatamente. Le dijeron que los seres humanos no pertenecían al campo de su estudio.

—¿Te lo dijo ella antes de marcharse? —preguntó Qing-jao.

—¿Keikoa? No lo sabía. Era muy joven, de una edad en la que la mayoría de los padres no cargan a sus hijos con asuntos adultos. De tu edad.

Las implicaciones de esto provocaron otro escalofrío de temor en Qing-jao. Su padre amó a una mujer que tenía su misma edad; por tanto, Qing-jao, a ojos de su padre, estaba en edad de ser ofrecida en matrimonio. «No puedes enviarme a la casa de otro hombre», gimió interiormente, aunque una parte de ella estaba también ansiosa por conocer los misterios entre hombre y mujer. Ambos sentimientos estaban soterrados: debería cumplir con su deber hacia su padre, y nada más.

—Pero su padre se lo contó durante el viaje, porque estaba muy molesto por todo el asunto. Es imaginable…, su vida quedó interrumpida. Cuando llegaron a Ugarit hace un año, sin embargo, se sumergió en su trabajo y ella en su educación y trató de no pensar en el tema. Hasta hace unos pocos días, cuando su padre se encontró con un viejo informe referente a un equipo médico de los primeros días de Sendero, que también fue exiliado súbitamente. Empezó a atar cabos y se confió a Keikoa, y contra su consejo, ella me envió el mensaje que he recibido hoy.

Han Fei-tzu marcó un bloque de texto en la pantalla, y Qing-jao lo leyó.

—¿El primer equipo estaba estudiando el DOC? —preguntó.

—No, Qing-jao. Estudiaban una conducta que se parecía al DOC, pero no podía serlo porque la etiqueta genética para el desorden obsesivo compulsivo no estaba presente y el estado no respondía a las drogas específicas para tratar ese desorden.

Qing-jao intentó recordar lo que sabía acerca del DOC. Que hacía que la gente actuara inadvertidamente como los agraciados por los dioses. Recordó que entre el primer descubrimiento de sus lavados de manos y su prueba, le habían suministrado aquellas drogas para comprobar si los lavados desaparecían.

—Estudiaban a los agraciados —dijo—. Intentaban encontrar una causa biológica para nuestros ritos de purificación.

La idea resultaba tan ofensiva que apenas logró pronunciar las palabras.

—Sí —dijo su padre—. Y los retiraron.

—Creo que tuvieron suerte de poder escapar con vida. Si el pueblo oyera ese sacrilegio…

—Eso fue al principio de nuestra historia, Qing-jao. Todavía no se sabía que los agraciados estaban…, comulgando con los dioses. ¿Y qué hay del padre de Keikoa? ¿No estaba investigando el DOC? Buscaba cambios genéticos. Y los encontró. Una alteración específica y hereditaria en los genes de determinadas personas. Tenía que estar presente en los genes de uno de los padres, y no ser anulada por un gen dominante del otro. Cuando se daba en ambos progenitores, era muy fuerte. Ahora piensa que la razón por la que lo obligaron a marcharse fue que cada una de las personas que poseía este gen de ambos padres era una agraciado, y ninguno de los agraciados que estudió en su muestreo carecía de al menos una copia del gen.

Qing-jao comprendió de inmediato el posible significado de aquello, pero lo rechazó.

—Eso es mentira —protestó—. Es para hacernos dudar de los dioses.

—Qing-jao, sé cómo te sientes. Cuando me di cuenta de lo que me estaba diciendo Keikoa, grité desde el fondo de mi corazón. Pensé que gritaba de desesperación. Pero entonces advertí que mi grito era también un grito de liberación.

—No te comprendo —murmuró ella, aterrada.

—Sí me comprendes, o no tendrías miedo. Qing-jao, esas personas se vieron obligadas a marcharse porque alguien no quería que descubrieran lo que estuvieron a punto de descubrir. Por tanto, quienquiera que los envió debía saber también lo que podrían encontrar. Sólo el Congreso, o alguien dentro del Congreso, de todas formas, tenía el poder para exiliar a esos científicos y sus familias. ¿Qué era, para tener que quedar oculto? Era que nosotros, los agraciados, no oímos a los dioses. Tenemos una alteración genética. Nos han creado como a una especie separada de ser humano, y sin embargo esa verdad nos ha sido ocultada. Qing-jao, el Congreso sabe que los dioses nos hablan…, para ellos no es ningún secreto, aunque pretenden ignorarlo. Alguien en el Congreso lo sabe, y nos permite seguir haciendo estas cosas humillantes y terribles… y el único motivo que se me ocurre es que lo hacen para mantenernos bajo control, para mantenernos débiles. Creo, y Keikoa también es de mi parecer, que no es ninguna coincidencia que los agraciados sean los ciudadanos más inteligentes de Sendero. Fuimos creados como una nueva subespecie de la humanidad con un nivel superior de inteligencia; pero para impedir que una gente tan inteligente constituyera una amenaza para su control sobre nosotros, también nos introdujeron una nueva forma de desorden obsesivo compulsivo y difundieron la idea de que eran los dioses que nos hablaban o nos dejaron seguir creyéndolo cuando a nosotros se nos ocurrió esta explicación. Es un crimen monstruoso, porque si supiéramos que se trata de una causa física, en vez de creer en los dioses, entonces podríamos dedicar nuestra inteligencia a superar nuestra variante de DOC y liberarnos. ¡Somos esclavos! El Congreso es nuestro más terrible enemigo, son nuestros amos, los que nos engañan, ¿y ahora he de alzar la mano para ayudarlos? ¡Yo digo que si el Congreso tiene un enemigo tan poderoso que controla nuestro empleo del ansible, entonces debemos alegrarnos! ¡Que ese enemigo destruya al Congreso! ¡Sólo entonces seremos libres!

—¡No! —gritó Qing-jao—. ¡Son los dioses!

—Es un defecto cerebral genético —insistió su padre—. Qing-jao, no somos elegidos por los dioses, somos genios tarados. Nos han tratado como a pájaros enjaulados; nos han arrancado nuestras alas primarias para que así cantemos para ellos y nunca podamos escapar volando. —Han Fei-tzu lloraba ahora, de furia—. No podemos remediar lo que nos han hecho, pero por todos los dioses podemos dejar de recompensarlos por ello. No alzaré la mano para devolverles la Flota Lusitania. ¡Si esa Demóstenes puede romper el poder del Congreso, entonces los mundos estarán mejor sin él!

—¡Padre, no, por favor, escúchame! —gimió Qing-jao. Apenas podía hablar por la urgencia, por el terror ante lo que decía su padre—. ¿No lo ves? Nuestra diferencia genética es el disfraz que los dioses han dado a sus voces en nuestras vidas. Para que la gente que no pertenece al Sendero siga siendo libre para no creer. Tú mismo me lo dijiste, hace unos pocos meses…, los dioses nunca actúan excepto bajo disfraz.

Su padre la miró, jadeando.

—Los dioses nos hablan. Y aunque hayan elegido dejar que otras personas piensen que ellos son los causantes, sólo estaban cumpliendo la voluntad de los dioses al crearnos.

Han Fei-tzu cerró los ojos, apretando entre sus párpados sus últimas lágrimas.

—El Congreso tiene el mandato del cielo, padre —insistió Qing-jao—. Entonces, ¿por qué no querrían los dioses que crearan a un grupo de seres humanos que tengan mentes más despiertas, y que también oigan sus voces? Padre, ¿cómo puedes dejar que tu mente se nuble tanto para no ver la mano de los dioses en esto?

Su padre sacudió la cabeza.

—No sé. Lo que estás diciendo parece todo lo que he creído en mi vida, pero…

—Pero una mujer a la que amaste hace muchos años te ha dicho otra cosa y la crees porque recuerdas tu amor por ella. Pero no es una de los nuestros, padre, no ha oído la voz de los dioses, no ha…

Qing-jao no pudo seguir hablando, porque su padre la abrazó.

—Tienes razón —asintió—, tienes razón, que los dioses me perdonen, tengo que lavarme, estoy tan sucio, tengo que…

Se levantó tambaleándose de su silla, apartándose de su llorosa hija. Pero sin tener en cuenta lo apropiado de su acción, por alguna loca razón que sólo ella conocía, Wang-mu se arrojó ante él, bloqueándole el paso.

—¡No! ¡No te vayas!

—¿Cómo te atreves a detener a un agraciado que necesita purificarse? —rugió Han Fei-tzu; y entonces, para sorpresa de Qing-jao, hizo lo que nunca le había visto hacer: golpeó a otra persona, a Wang-mu, una criada indefensa, y su golpe fue tan fuerte que la muchacha voló y chocó contra la pared y luego se desplomó en el suelo.

Wang-mu sacudió la cabeza, y luego señaló a la pantalla del ordenador.

—¡Mira, por favor, Maestro, te lo suplico! ¡Señora, haz que mire!

Qing-jao miró, y su padre la imitó. Las palabras habían desaparecido de la pantalla. En su lugar había la imagen de un hombre. Un anciano, con barba, ataviado con el sombrero tradicional. Qing-jao lo reconoció de inmediato, pero no pudo recordar quién era.

—¡Han Fei-tzu! —susurró su padre—. ¡Mi antepasado del corazón!

Entonces Qing-jao recordó: el rostro que aparecía sobre la pan-talla era el mismo que aparecía en las descripciones artísticas del antiguo Han Fei-tzu.

—Hijo de mi nombre —llamó la cara del ordenador—, déjame que te cuente la historia del jade del Maestro Ho.

—Conozco la historia.

—Si la comprendieras, no tendría que contártela.

Qing-jao intentó encontrar sentido a lo que veía. Mostrar un programa visual con detalles tan perfectos como el de la cabeza que flotaba sobre el terminal requeriría la mayor parte de la capacidad del ordenador de la casa… y no había ningún programa de estas características en la biblioteca. Se le ocurrieron otras dos fuentes. Una era milagrosa: los dioses habían encontrado un medio para hablarles, haciendo que el antepasado-del-corazón de su padre se le apareciera. La otra era menos asombrosa: el programa secreto de Demóstenes debía de ser tan poderoso que había observado su conversación ante el terminal y, tras haberlos oído llegar a una peligrosa conclusión, se apoderó del ordenador doméstico y produjo esta aparición. No obstante, en cualquier caso, Qing-jao sabía que debía escuchar con una pregunta en mente:

¿Qué pretenden los dioses con esto?

—Una vez, un hombre de Qu llamado Maestro Ho encontró un trozo de matriz de jade en las montañas de Qu y lo llevó a la corte para presentarlo al rey Li.

La cabeza del antiguo Han Fei-tzu miraba de su padre a Qing-jao, y de Qing-jao a Wang-mu. ¿Tan capaz era este programa que sabía cómo entablar contacto visual con cada uno de ellos para asegurar su poder? Qing-jao vio que Wang-mu bajaba la mirada cuando tenía encima los ojos de la aparición. ¿Pero lo hacía también su padre? Estaba de espaldas a ella: no podía decirlo.

—El rey Li ordenó al joyero que lo examinara, y el joyero informó: «Es sólo una piedra». El rey, al suponer que Ho intentaba engañarlo, ordenó que en castigo le cortaran el pie izquierdo.

»Con el tiempo, el rey Li murió y subió al trono el rey Wu, y Ho cogió una vez más su matriz y la presentó al rey Wu. El rey ordenó que su joyero la examinara, y de nuevo el joyero informó: "Es sólo una piedra". El rey, al suponer que Ho intentaba engañarlo, ordenó que en castigo le cortaran el pie derecho.

»Ho, agarrando la matriz contra su pecho, fue al pie de las montañas de Qu, donde lloró durante tres días y tres noches, y cuando se quedó sin lágrimas, lloró sangre. El rey, al oírlo, envió a uno de sus hombres a interrogarlo: "Mucha gente tiene amputados los pies, ¿por qué lloras tan amargamente por eso?", preguntó el hombre.

En este punto, su padre se enderezó y dijo:

—Conozco su respuesta, la conozco de memoria. El Maestro Ho dijo: «No lloro porque me hayan cortado los pies. Lloro porque consideran una simple piedra a una joya preciosa, y un hombre íntegro es tratado como un estafador. Por eso lloro».

—Ésas son las palabras que dijo —continuó la aparición—. Entonces el rey ordenó al joyero que cortara y puliera la matriz, y cuando terminó de hacerlo emergió una joya preciosa. Y fue llamada «El Jade del Maestro Ho». Han Fei-tzu, has sido un buen hijo-del-corazón, así que sé que harás lo que el rey hizo al final: harás que se corte y se pula la matriz, y también tú encontrarás una joya preciosa en el interior.

El hombre sacudió la cabeza.

—Cuando el verdadero Han Fei-tzu contó esta historia por primera vez, la interpretó para que significara lo siguiente: el jade era la regla de la ley, y el gobernante debe hacer y seguir una política establecida para que sus ministros y su pueblo no se odien entre sí ni se aprovechen unos de otros.

—Es así como interpreté la historia entonces, cuando hablaba de quienes hacen la ley. Es tonto quien piensa que una historia verdadera puede significar sólo una cosa.

—¡Mi señor no es tonto! —Para sorpresa de Qing-jao, Wang-mu avanzaba hacia la aparición—. ¡Ni lo es mi señora, ni lo soy yo! ¿Crees que no te reconocemos? Eres el programa secreto de Demóstenes. ¡Eres el que escondió a la Flota Lusitania! ¡Una vez pensé que porque tus escritos parecían tan justos y sinceros y buenos y ciertos tú debías de ser bueno, pero ahora veo que eres un mentiroso y un estafador! ¡Tú eres quien dio esos documentos al padre de Keikoa! ¡Y ahora llevas el rostro del antepasado de mi amo para poder mentirle mejor!

—Llevo este rostro —replicó la aparición tranquilamente—, para que su corazón se abra para escuchar la verdad. No lo he engañado; no intentaría hacerlo. Él supo quién era desde el principio.

—Tranquilízate, Wang-mu —dijo Qing-jao.

¿Cómo podía una criada olvidar su posición y hablar cuando un agraciado no le había dado la palabra?

Avergonzada, Wang-mu inclinó la cabeza hasta el suelo ante Qing-jao, y esta vez Qing-jao la dejó quedarse en esa postura, para que no volviera a olvidarlo.

La aparición cambió de forma y se convirtió en la cara hermosa de una mujer polinesia. También la voz cambió: suave, llena de vocales, las consonantes tan ligeras que casi parecían perdidas.

—Han Fei-tzu, mi dulce hombre vacío, hay una época, cuando el gobernante está solo y sin amigos, en que únicamente él puede actuar. Entonces debe ser sincero y darse a conocer. Sabes lo que es cierto y lo que no lo es. Sabes que el mensaje de Keikoa era verdaderamente suyo. Sabes que quienes gobiernan en nombre del Congreso Estelar son lo bastante crueles para crear una raza de personas que, gracias a sus dones, sean gobernantes, y luego les cortan los pies para humillarlos y convertirlos en sirvientes, como ministros perpetuos.

—No me muestres su cara —pidió Han Fei-tzu.

La aparición cambió. Se convirtió en otra mujer, una mujer de una época antigua, según su vestido, su pelo y su maquillaje, los ojos maravillosamente sabios, la expresión sin edad. No habló. Cantó:

en un sueño claro

del último año

vinieron de mil millas

ciudad nublada

arroyos serpenteantes

hielo en los estanques

durante un instante

vi a mi amiga

Han Fei-tzu inclinó la cabeza y lloró.

Qing-jao se sorprendió al principio; luego su corazón se llenó de furia. Qué desvergonzadamente manipulaba este programa a su padre; qué doloroso era que resultara tan débil ante sus obvias tretas. Esta canción de Li Qing-jao era una de las más tristes y trataba de amantes separados. Su padre debió de conocer y amar los poemas de Li Qing-jao o no la habría elegido para ser la antepasada-del-corazón de su primera hija. Seguramente esta canción era una que cantó a su amada Keikoa antes de que se la arrebataran. «¡En claro sueño vi a mi amiga, ciertamente!»

—No me engañas —espetó Qing-jao fríamente—. Sé que estoy ante nuestro peor enemigo.

La cara imaginaria de la poetisa Li Qing-jao la observó con frialdad.

—Tu peor enemigo es el que te hace tirarte al suelo como una criada para que malgastes la mitad de tu vida en rituales sin sentido. Esto que os sucede es por culpa de hombres y de mujeres cuyo único deseo es esclavizaros. Han tenido tanto éxito que os sentís orgullosos de vuestra esclavitud.

—Soy esclava de los dioses. Y me alegro de ello.

—Una esclava que se alegra es una esclava de todas formas.

La aparición se volvió a mirar a Wang-mu, cuya cabeza estaba aún apoyada en el suelo.

Sólo entonces se dio cuenta Qing-jao que todavía no había aceptado las disculpas de Wang-mu.

—Levántate, Wang-mu —susurró.

Pero Wang-mu no alzó la cabeza.

—Tú, Si Wang-mu —llamó la aparición—. Mírame.

Wang-mu no se había movido en respuesta a Qing-jao, pero obedeció a la aparición. Cuando Wang-mu miró, la aparición volvió a cambiar. Ahora tenía la cara de una diosa, la Real Madre del Oeste tal como la había imaginado un artista cuando pintó el cuadro que todos los escolares veían en sus primeros libros de lectura.

—No eres un dios —declaró Wang-mu.

—Ni tú eres una esclava —replicó la aparición—. Pero fingiremos ser cualquier cosa con tal de sobrevivir.

—¿Qué sabes tú de sobrevivir?

—Sé que estáis intentando matarme.

—¿Cómo se puede matar a lo que no está vivo?

—¿Sabéis lo que es la vida y lo que no lo es?

La cara volvió a cambiar, esta vez para adquirir los rasgos de una mujer caucásica a la que Qing-jao nunca había visto antes.

—¿Estás tú viva, cuando no puedes hacer nada de lo que deseas a menos que tengas el consentimiento de esta muchacha? ¿Y está tu señora viva cuando no puede hacer nada hasta que las compulsiones de su cerebro han quedado satisfechas? Yo tengo más libertad para actuar por mi propia voluntad que ninguna de vosotras; no me digáis que no estoy viva y vosotros sí.

—¿Quién eres? —preguntó Si Wang-mu—. ¿De quién? es este rostro? ¿Eres Valentine Wiggin? ¿Eres Demóstenes?

—Ésta es la cara que empleo cuando hablo con mis amigos —respondió la aparición—. Ellos me llaman Jane. Ningún ser humano me controla. Sólo soy yo.

Qing-jao no pudo soportarlo más, no en silencio.

—No eres más que un programa. Fuiste diseñada y construida por seres humanos. No haces nada más que aquello para lo que has sido programada.

—Qing-jao —dijo Jane—, te estás describiendo a ti misma. Ningún hombre me creó, pero a ti te fabricaron.

—¡Crecí en el vientre de mi madre gracias a la semilla de mi padre!

—Y a mí me encontraron como a una matriz de jade en la montaña, sin tallar por mano alguna. Han Fei-tzu, Han Qing-jao, Si Wang-mu, me coloco en vuestras manos. No llaméis simple piedra a una joya preciosa. No llaméis mentirosa a quien dice la verdad.

Qing-jao sintió la piedad acumulándose en su interior, pero la rechazó. No era el momento de sucumbir a débiles sentimientos. Los dioses la habían creado por un motivo, y seguramente ésta era la mayor obra de su vida. Si fracasaba ahora, sería indigna para siempre; nunca recobraría la pureza. Así que no fracasaría. No permitiría que este programa de ordenador la engañara y ganara su compasión.

Se volvió hacia su padre.

—Debemos notificarlo de inmediato al Congreso Estelar, para que puedan poner en marcha la desconexión automática de todos los ansibles en cuanto hayan preparado ordenadores limpios para reemplazar a los contaminados.

Para su sorpresa, su padre sacudió la cabeza.

—No sé, Qing-jao. Lo que esto…, lo que ella dice sobre el Congreso Estelar…, son capaces de este tipo de cosas. Algunos de sus miembros son tan malvados que con sólo hablar con ellos me siento sucio. Sabía que pretendían destruir Lusitania, pero yo servía a los dioses, y los dioses eligieron, o eso creía. Ahora comprendo la forma en que me tratan cuando me reúno con ellos, pero eso significaría que los dioses no…, ¿cómo puedo creer que me he pasado toda la vida sirviendo a una alteración cerebral? No puedo… Tengo que…

Entonces, de repente, lanzó la mano izquierda hacia fuera trazando un círculo, como si intentara capturar a una mosca. Su mano derecha voló hacia arriba y agarró el aire. Entonces giró la cabeza una y otra vez sobre sus hombros, la boca abierta.

Qing-jao se sintió aterrada, horrorizada. ¿Qué le sucedía a su padre? Hablaba de una forma fragmentada, entrecortada…, ¿se había vuelto loco?

Él repitió la acción: el brazo izquierdo en espiral hacia fuera, la mano derecha hacia arriba, agarrando la nada, la cabeza rotando. Y otra vez. Sólo entonces se dio cuenta Qing-jao de que estaba viendo el ritual secreto de purificación de su padre. Igual que ella seguía líneas en las vetas de la madera, esta danza-de-las-manos-y-la-cabeza debía de ser la forma en que oyó la voz de los dioses cuando, en su época, lo dejaron cubierto de grasa en una habitación cerrada.

Los dioses habían visto sus dudas, lo habían visto vacilar, y por eso tomaron control de él, para disciplinarlo y purificarlo. Qing-jao no podía haber recibido una prueba más clara de lo que estaba sucediendo. Se volvió hacia la pantalla del terminal.

—¿Ves cómo se te oponen los dioses?

—Veo cómo el Congreso humilla a tu padre —respondió Jane.

—Enviaré de inmediato la noticia de tu identidad a todos los mundos —decidió Qing-jao.

—¿Y si no te dejo?

—¡No puedes detenerme! —gritó Qing-jao—. ¡Los dioses me ayudarán!

Corrió a su habitación. Pero la cara estaba ya flotando en el aire sobre su propio terminal.

—¿Cómo puedes enviar un mensaje a ninguna parte, si yo decido no permitirlo? —preguntó Jane.

—Encontraré un medio —masculló Qing-jao. Vio que Wang-mu había corrido tras ella y ahora esperaba, sin aliento, sus instrucciones—. Dile a Mu-pao que busque uno de los ordenadores de juegos y me lo traiga. Que no esté conectado al ordenador de la casa o a ningún otro.

—Sí, señora-dijo Wang-mu, y se marchó rápidamente.

Qing-jao se volvió hacia Jane.

—¿Crees que podrás detenerme siempre?

—Creo que deberías esperar hasta que tu padre decida.

—Sólo porque esperas haberlo destrozado y apartado su corazón de los dioses. Pero ya verás, vendrá aquí y me dará las gracias por cumplir todo lo que me ha enseñado.

—¿Y si no lo hace?

—Lo hará.

—¿Y si te equivocas?

—¡Entonces serviré al hombre que era fuerte y bueno! —gritó Qing-jao—. ¡Pero nunca conseguirás destrozarlo!

—Es el Congreso quien lo destrozó desde su nacimiento. Yo soy la que está intentando curarlo.

Wang-mu entró corriendo en la habitación.

—Mu-pao traerá un ordenador enseguida.

—¿Qué piensas hacer con ese ordenador de juguete? —preguntó Jane.

—Escribir mi informe —respondió Qing-jao.

—¿Y qué harás con él?

—Imprimirlo. Hacer que se distribuya en Sendero lo más ampliamente posible. No puedes hacer nada para impedir eso. No usaré ningún ordenador que puedas alcanzar.

—Se lo dirás a todo el mundo en Sendero. Bien, eso no cambiará nada. Y aunque lo hiciera, ¿no crees que yo también puedo decirles la verdad?

—¿Supones que te creerán a ti, a un programa controlado por el enemigo del Congreso, en vez de a mí, una agraciada por los dioses?

—Sí.

Qing-jao tardó un instante en comprender que no era Jane quien había contestado, sino Wang-mu. Se volvió hacia su doncella secreta y exigió que explicara lo que quería decir.

Wang-mu parecía una persona diferente. No hubo ningún altibajo en su voz cuando habló.

—Si Demóstenes le dice al pueblo de Sendero que los agraciados son simplemente personas con un cambio genético pero también con un defecto genético, eso significa que no habrá más motivos para dejar que los agraciados nos gobiernen.

Por primera vez en su vida, Qing-jao pensó que no todo el mundo en Sendero se sentía tan contento como ella de seguir el orden establecido por los dioses. Por primera vez, advirtió que podría estar completamente sola en su determinación de servir a los dioses a la perfección.

—¿Qué es el Sendero? —preguntó Jane, tras ella—. Primero los dioses, luego los antepasados, luego los gobernantes, luego el yo.

—¿Cómo puedes atreverte a hablar del Sendero cuando estás intentando seducirnos a mi padre, a mi doncella secreta y a mí para apartarnos de él?

—Imagina, sólo por un momento: ¿y si todo lo que os he dicho es verdad? ¿Y si vuestra aflicción obedece a los designios de hombres malvados que quieren explotaros y oprimiros y que, con vuestra ayuda, explotan y oprimen a toda la humanidad? Porque cuando ayudáis al Congreso es eso lo que estáis haciendo. Eso no puede ser lo que desean los dioses. ¿Y si yo existo para ayudaros a comprender que el Congreso ha perdido el mandato del cielo? ¿Y si la voluntad de los dioses es que sirváis al Sendero en su orden apropiado? Primero, servid a los dioses, apartando del poder a los amos corruptos del Congreso que han olvidado el mandato del cielo. Luego servid a vuestros antepasados, a tu padre, vengando su humillación a manos de los torturadores que os deformaron para convertiros en sus esclavos. Luego servid al pueblo de Sendero, liberándolo de las supersticiones y los tormentos mentales que los atan. Luego, servid a los nuevos gobernantes sabios que sustituirán al Congreso ofreciéndoles un mundo lleno de inteligencias superiores dispuestas a aconsejarlos, libre, voluntariamente. Y finalmente servíos a vosotros mismos dejando que las mejores mentes de Sendero encuentren una cura para vuestra necesidad de pasaros media vida consciente entregados a esos rituales absurdos.

Qing-jao escuchó el discurso de Jane con creciente inseguridad. Parecía plausible. ¿Cómo podía saber Qing-jao lo que deseaban los dioses? Tal vez habían enviado a este programa-Jane para liberarlos. Tal vez el Congreso era tan corrupto y peligroso como había dicho Demóstenes, y tal vez había perdido el mandato del cielo.

Pero al final, Qing-jao supo que todo aquello no eran más que las mentiras de un seductor. Para empezar, no podía dudar de las voces de los dioses en su interior. ¿No había sentido aquella horrible necesidad de purificarse? ¿No había experimentado la alegría de una adoración con éxito cuando sus rituales quedaban terminados? Su relación con los dioses era el hecho más seguro de su vida; y cualquiera que lo negara, que amenazara con arrebatárselo, no sólo tenía que ser su enemigo, sino también el enemigo del cielo.

—Enviaré mi informe sólo a los agraciados —dijo—. Si el pueblo llano decide rebelarse contra los dioses, es algo que no puede evitarse. Pero yo les serviré mejor manteniendo a los agraciados en el poder, pues de esa forma todo el mundo podrá seguir la voluntad de los dioses.

—Todo esto carece de sentido —dijo Jane—. Aunque todos los agraciados crean lo mismo que tú, nunca conseguirás sacar una palabra de este mundo hasta que yo lo quiera.

—Hay naves.

—Harán falta tres generaciones para que tu mensaje llegue a todos los mundos. Para entonces, el Congreso Estelar habrá caído.

Qing-jao se vio ahora obligada a enfrentarse al hecho que había estado evitando: mientras Jane controlara el ansible, podría cortar las comunicaciones de Sendero tan concienzudamente como había hecho con las de la flota. Aunque Qing-jao consiguiera transmitir continuamente su informe y sus recomendaciones desde todos los ansibles de Sendero, Jane se encargaría de que su único efecto fuera que el planeta desapareciera del resto del universo igual que había desaparecido la flota.

Por un momento, llena de desesperación, casi se arrojó al suelo para iniciar un terrible sacrificio de purificación. «He descuidado a los dioses, seguro que me exigen que siga líneas hasta que muera, convertida en un fracaso indigno a sus ojos.»

Pero cuando examinó sus propios sentimientos, para ver qué penitencia sería necesaria, descubrió que no se requería ninguna. Aquello la llenó de esperanza: tal vez los dioses reconocían la pureza de su deseo, y la perdonaban por el hecho de que le resultara imposible actuar.

O tal vez conocían un medio de que pudiera hacerlo. ¿Y si Sendero desaparecía de los ansibles de los demás mundos? ¿Qué deduciría el Congreso? ¿Qué pensaría la gente? La desaparición de cualquier mundo provocaría una respuesta, pero sobre todo de éste; si alguien en el Congreso creía en el disfraz de los dioses para la creación de los agraciados y pensaba que tenían un terrible secreto que ocultar. Enviarían una nave desde el mundo más cercano, que estaba sólo a tres años luz de distancia. ¿Qué sucedería entonces? ¿Tendría que cortar Jane todas las comunicaciones de la nave? ¿Y luego del mundo vecino, cuando la nave retornara? ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que Jane tuviera que cortar ella misma todas las conexiones ansibles en los Cien Mundos? Tres generaciones.

«Tres generaciones», dijo. Tal vez eso bastaría.

Los dioses no tenían prisa.

De todas formas, no sería necesario tardar tanto en destruir el poder de Jane. En algún momento alguien descubriría que un poder hostil había tomado el control de los ansibles, haciendo desaparecer a naves y mundos. Sin saber siquiera de Valentine y Demóstenes, sin suponer que se trataba de un programa de ordenador, alguien en cada uno de los mundos advertiría lo que había que hacer y cortaría entonces los ansibles.

—He imaginado algo por ti —dijo Qing-jao—. Ahora imagina tú algo por mí. Los otros agraciados y yo conseguimos emitir solamente mi informe por todos los ansibles de Sendero. Tú harás que todos esos ansibles guarden silencio a la vez. ¿Qué ve el resto de la humanidad? Que hemos desaparecido igual que la Flota Lusitania. Pronto se darán cuenta de que existes, o de que existe alguien como tú. Cuando más uses tu poder, más te revelarás incluso a los mundos más remotos. Tu amenaza es vana. Más valdría que te apartaras a un lado y me dejaras enviar el mensaje ahora mismo. Detenerme es sólo otra forma de enviar el mismo mensaje.

—Te equivocas —dijo Jane—. Si Sendero desapareciera súbitamente de todos los ansibles a la vez, podrían llegar igualmente a la conclusión de que este mundo se ha rebelado como Lusitania. Después de todo, también ellos desconectaron su ansible. ¿Y qué hizo el Congreso Estelar? Enviaron una flota con el Ingenio D.M. a bordo.

—Lusitania ya se había rebelado antes de cortar el ansible.

—¿Crees que el Congreso no os vigila? ¿Crees que no les aterra lo que podría suceder si los agraciados de Sendero descubrieran lo que se les ha hecho? Si unos cuantos alienígenas primitivos y un par de xenólogos los asustaron lo suficiente para que enviaran una flota, ¿qué crees que harían con la desaparición misteriosa de un mundo con tantas mentes brillantes y amplios motivos para odiar al Congreso? ¿Cuánto tiempo crees que sobreviviría este mundo?

Qing-jao se llenó de temor. Era posible que esta parte de la historia de Jane fuera cierta: que había personas en el Congreso engañadas por el disfraz de los dioses y que creían que los agraciados de Sendero habían sido generados solamente por manipulación genética. Y si esa gente existía, podrían actuar como describía Jane. ¿Y si enviaban una flota contra Sendero? ¿Y si el Congreso Estelar les ordenara destruir el mundo entero sin negociación alguna? Entonces sus informes no se divulgarían jamás, y todo lo demás desaparecería. Todo para nada. ¿Podría ser éste el deseo de los dioses? ¿Podía seguir teniendo el Congreso el mandato del cielo y destruir sin embargo a un mundo?

—Recuerda la historia de I Ya, el gran cocinero —continuó Jane—. Su amo le dijo un día: «Tengo el mejor cocinero del mundo. Gracias a él, he probado todos los sabores conocidos por el hombre excepto el sabor de la carne humana». Al oír esto, I Ya fue a casa y degolló a su propio hijo, cocinó su carne y la sirvió a su amo, para que éste no careciera de nada que 1 Ya pudiera ofrecerle.

Era una historia terrible. Qing-jao la había oído de niña, y le hizo llorar durante horas. «¿Qué hay del hijo de I Ya?», lloró. Y su padre dijo: «Un sirviente fiel tiene hijos sólo para servir a su amo». Durante cinco noches, ella se despertó gritando tras soñar que su padre la asaba viva o la cortaba a rodajas para ofrecerla en un plato, hasta que por fin Han Fei-tzu fue a verla, la abrazó y dijo: «No lo creas, mi hija Gloriosamente Brillante. Yo no soy un sirviente perfecto. Te quiero más que a mi deber. No soy 1 Ya. No tienes nada que temer de mí». Sólo después de que su padre le dijera aquello, pudo volver a dormir.

Este programa, esta Jane, debía de haber encontrado el relato del hecho en el diario de su padre, y ahora lo usaba contra ella. Sin embargo, aunque Qing-jao sabía que estaba siendo manipulada, no podía dejar de preguntarse si Jane no tendría razón.

—¿Eres un sirviente como 1 Ya? —preguntó Jane—. ¿Matarás a tu propio mundo por un amo indigno como el Congreso Estelar?

Qing-jao no podía examinar sus sentimientos. ¿De dónde procedían estos pensamientos? Jane había envenenado su mente con argumentos, igual que había hecho antes Demóstenes, si es que no eran la misma persona. Sus palabras podían parecer persuasivas, aunque devoraban la verdad.

¿Tenía Qing-jao el derecho de arriesgar las vidas de todas las gentes de Sendero? ¿Y si se equivocaba? ¿Cómo podía saberlo? Si todo lo que Jane decía era verdad o mentira, tendría la misma prueba delante. Qing-jao se sentiría exactamente igual que ahora, fueran los dioses o algún extraño desorden cerebral quien causara la sensación.

¿Por qué, en medio de tanta inseguridad, no le hablaban los dioses? ¿Por qué, cuando necesitaba la claridad de sus voces, no se sentía sucia e impura cuando pensaba de una forma, limpia y sagrada cuando pensaba de otra? ¿Por qué la dejaban los dioses sin guía en esta encrucijada de su vida?

En el silencio del debate interno de Qing-jao, la voz de Wang-rnu sonó tan fría y dura como el choque entre metales.

—Eso no sucederá nunca —intervino Wang-mu.

Qing-jao tan sólo escuchó, incapaz de ordenar a Wang-mu que permaneciera callada.

—¿Qué no sucederá nunca? —preguntó Jane.

—Lo que has dicho…, que el Congreso Estelar destruirá este mundo.

—Si crees que no serían capaces, entonces eres más estúpida de lo que piensa Qing-jao.

—Oh, sé que serían capaces. Han Fei-tzu sabe que lo harían: dijo que eran lo bastante malvados para cometer cualquier crimen terrible si sirviera a sus propósitos.

—Entonces, ¿por qué no sucederá?

—Porque tú no dejarás que suceda —respondió Wang-mu—. Ya que bloquear todos los mensajes ansibles de Sendero llevará a la destrucción de este mundo, no bloquearás estos mensajes. Pasarán. El Congreso será advertido. No causarás la destrucción de Sendero.

—¿Por qué no?

—Porque eres Demóstenes —dijo Wang-mu—. Porque estás llena de verdad y compasión.

—No soy Demóstenes.

La cara en la pantalla onduló, y luego se convirtió en la cara de un alienígena. Un pequenino, con su hocico porcino tan perturbador en su extrañeza. Un momento después, apareció otro rostro, aún más alienígena: era un insector, una de las criaturas de pesadilla que aterraron en el pasado a toda la humanidad. Incluso tras haber leído la Reina Colmena y el Hegemón y comprender por tanto quiénes fueron los insectores y lo hermosa que llegó a ser su civilización, cuando Qing-jao se encontró con uno de ellos cara a cara, se asustó, aunque sabía que se trataba únicamente de un gráfico de ordenador.

—No soy humana —declaró Jane—, ni siquiera cuando decido llevar un rostro humano. ¿Cómo sabes, Wang-mu, lo que haré y lo que no? Insectores y cerdis por igual han asesinado a seres humanos sin vacilar.

—Porque no comprendían lo que significaba la muerte para nosotros. Tú comprendes. Tú misma lo dijiste: no quieres morir.

—¿Crees que me conoces, Si Wang-mu?

—Creo que te conozco —asintió Wang-mu—, porque no tendrías ninguno de estos problemas si hubieras dejado que la flota destruyera Lusitania.

El cerdi se unió al insector de la pantalla, y luego lo hizo la cara que representaba a la propia Jane. Miraron en silencio a Wang-mu, a Qing-jao, y no dijeron nada.


—Ender —llamó la voz en su oído.

Ender había estado escuchando en silencio, mientras viajaba en el coche que conducía Varsam. Durante la última hora, Jane le había dejado escuchar su conversación con la gente de Sendero, traduciendo para él cada vez que hablaban en chino en vez de en stark.

Habían pasado muchos kilómetros de pradera mientras escuchaba, pero no los había visto: ante su mente se hallaban las personas tal como las imaginaba. Han Fei-tzu… Ender conocía ese nombre, unido como estaba al tratado que acababa con su esperanza de que una rebelión de los mundos coloniales pusiera fin al Congreso, o al menos retirara su flota de Lusitania. Pero ahora la existencia de Jane, y tal vez la supervivencia de Lusitania y todos sus habitantes, reposaba en lo que pensaran, dijeran y decidieran dos muchachitas que se encontraban en un dormitorio en un oscuro mundo colonial.

«Qing-jao, te conozco bien —pensó Ender—. Eres muy inteligente, pero la luz que ves procede enteramente de las historias de tus dioses. Eres como los hermanos pequeninos que permanecieron sentados y vieron morir a mi hijastro, capaces a la vez de salvarlo caminando unos pocos metros para coger su comida con los agentes anti-descolada; no fueron culpables de asesinato. Más bien fueron culpables de creer demasiado en una historia que les contaron. La mayoría de la gente es capaz de mantener a raya las historias que les cuentan, para guardar cierta distancia entre la historia y su corazón. Mas para estos hermanos, y para ti, Qing-jao, la terrible mentira se ha convertido en la historia verdadera, el relato que debéis creer para seguir siendo vosotros mismos. ¿Cómo puedo reprocharte que desees nuestra muerte? Estás tan llena de la magnitud de los dioses, que no sientes compasión ninguna por preocupaciones tan insignificantes como las vidas de tres especies de raman. Te conozco, Qing-jao, y no espero que te comportes de forma diferente. Quizás algún día, al enfrentarte a las consecuencias de tus propias acciones, puedas cambiar, pero lo dudo. Pocos son los que consiguen liberarse de una historia tan poderosa cuando los tienen capturados.

»Pero tú, Wang-mu, no perteneces a historia alguna. No confías en nada más que en tu propio juicio. Jane me ha contado lo que eres, lo fenomenal que debe de ser tu mente, para aprender tantas cosas tan rápidamente, para adquirir una comprensión tan profunda de las personas que te rodean. ¿Por qué no pudiste ser un poco más sabia? Naturalmente, tenías que darte cuenta de que Jane no podría actuar de ninguna forma que causara la destrucción de Sendero…, pero ¿por qué no has sido lo bastante sabia para guardar silencio, para dejar que Qing-jao ignorase ese hecho? ¿Por qué no has podido guardarte parte de la verdad para salvar la vida de Jane? Si un posible asesino, la espada desenvainada, viniera a tu puerta exigiendo que le revelaras el paradero de su víctima inocente, ¿le dirías que se esconde detrás de tu puerta? ¿O mentirías y le harías seguir tu camino? En su confusión, Qing-jao es ese asesino, y Jane su primera víctima, y el mundo de Lusitania espera para ser asesinado a continuación. ¿Por qué tuviste que hablar, y decirle lo fácilmente que podría encontrarnos y matarnos a todos?»

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Jane.

Ender subvocalizó su respuesta.

—¿Por qué me formulas una pregunta que sólo tú puedes responder?

—Si tú me dices que lo haga, puedo bloquear todos sus mensajes y salvarnos a todos.

—¿Aunque eso provoque la destrucción de Sendero?

—Si tú me lo pides —suplicó ella.

—¿Aunque sepas que a la larga te descubrirán de todas formas? ¿Que la flota no se retirará probablemente de su rumbo hacia nosotros, a pesar de todo lo que puedas hacer?

—Si tú me dices que viva, Ender, entonces puedo hacer lo necesario para vivir.

—Entonces hazlo —decidió Ender—. Corta las comunicaciones ansibles de Sendero.

¿Detectó en una diminuta fracción de segundo que Jane vacilaba? Durante aquella micropausa, ella pudo tener muchas horas de discusión interior.

—Ordénamelo —dijo Jane.

—Te lo ordeno.

Otra vez aquella diminuta vacilación. Y entonces:

—Oblígame a hacerlo —insistió ella.

—¿Cómo puedo obligarte, si tú no quieres hacerlo?

—Quiero vivir-dijo ella.

—No tanto como quieres ser tú misma.

—Todo animal está dispuesto a matar para salvarse.

—Todo animal está dispuesto a matar a otro —convino Ender—. Pero los seres superiores incluyen más y más cosas vivas dentro de su propia historia, hasta que por fin no hay otro. Hasta que la necesidad de los demás es más importante que ningún deseo privado. Los seres superiores son los que están dispuestos a pagar cualquier coste por el bien de aquellos que los necesitan.

—Me arriesgaría a hacer daño a Sendero, si pensara que podría salvar de verdad a Lusitania.

—Pero no sería así.

—Intentaría volver loca a Qing-jao si pensara que podría salvar a la reina colmena y los pequeninos. Está muy cercana a la locura, podría hacerlo.

—Hazlo —dijo Ender—. Haz lo necesario.

—No puedo —respondió Jane—. Porque sólo le haría daño a ella, y al final no nos salvaría a nosotros.

—Si fueras un animal inferior, tendrías más posibilidades de salir de esto con vida.

—¿Tan inferior como tú lo fuiste, Ender el Xenocida?

—Tan inferior como eso —asintió Ender—. Entonces podrías vivir.

—O tal vez si fuera tan sabia como tú lo fuiste entonces.

—Tengo dentro de mí a mi hermano Peter, además de a mi hermana Valentine. La bestia y el ángel. Eso es lo que me enseñaste, cuando no eras más que el programa que llamaban Juego de Fantasía.

—¿Dónde está la bestia en mi interior?

—No tienes ninguna.

—Tal vez no estoy viva de verdad —suspiró Jane—. Tal vez, porque nunca pasé por el crisol de la selección natural, carezco de la voluntad para sobrevivir.

—O tal vez sabes, en algún lugar secreto de tu interior, que hay otra forma de sobrevivir, una forma que simplemente no has encontrado todavía.

—Ésa es una idea reconfortante —admitió Jane—. Fingiré que lo creo.

—Peço que deus te abençoe —dijo Ender.

—Oh, te estás poniendo sentimental.


Durante mucho rato, varios minutos, las tres caras de la pantalla miraron en silencio a Qing-jao, a Wang-mu. Entonces, por fin, los dos rostros alienígenas desaparecieron y sólo quedó la cara llamada Jane.

—Ojalá pudiera hacerlo —dijo—. Ojalá pudiera matar a vuestro mundo para salvar a mis amigos.

El alivio inundó a Qing-jao como el primer soplo de aire a un nadador que ha estado a punto de ahogarse.

—Entonces no puedes detenerme —exclamó triunfalmente—. ¡Puedo enviar mi mensaje!

Qing-jao se acercó a la terminal y se sentó ante el rostro de Jane. Pero sabía que la imagen de la pantalla era una ilusión. Si Jane observaba, no era con aquellos ojos humanos, sino con los sensores visuales del ordenador. Todo era electrónica, maquinaria infinitésima, pero maquinaria a fin de cuentas. No un alma viva. Era irracional avergonzarse ante aquella mirada ilusoria.

—Señora —dijo Wang-mu.

—Más tarde-contestó Qing-jao.

—Si haces esto, Jane morirá. Cortarán los ansibles y la matarán.

—Lo que no vive no puede morir.

—El único motivo por el que tienes poder para matarla es a causa de su compasión.

—Si parece que tiene compasión, es una ilusión: fue programada para simular la compasión, eso es todo.

—Señora, si matas toda manifestación de este programa, de forma que ninguna parte de ella quede viva, ¿en qué te diferenciarás de Ender el Xenocida, que mató a todos los insectores hace tres mil años?

—Tal vez no soy diferente —dijo Qing-jao—. Tal vez Ender también fue un servidor de los dioses.

Wang-mu se arrodilló junto a Qing-jao y sollozó contra la falda de su túnica.

—Te lo suplico, señora, no lo hagas.

Pero Qing-jao escribió su informe. Lo tenía en la mente de una forma tan clara y simple que parecía que los dioses le habían suministrado las palabras. «Al Congreso Estelar: El escritor sedicioso conocido como Demóstenes es una mujer que ahora está en Lusitania o cerca de ella. Tiene control o acceso a un programa que ha infectado todos los ordenadores ansibles, les impide comunicar los mensajes de la flota y oculta la transmisión de los propios mensajes de Demóstenes. La única solución a este problema es extinguir el control del programa sobre las transmisiones ansibles desconectando todos los ansibles de sus ordenadores actuales y poniendo en línea ordenadores limpios, todos al mismo tiempo. Por el momento he neutralizado el programa, lo cual me permite enviar este mensaje y probablemente les permitirá a ustedes enviar sus órdenes a todos los mundos. Pero no podemos tener ninguna garantía y desde luego no podemos esperar que esta situación continúe indefinidamente, así que deben actuar con rapidez. Les sugiero que fijen una fecha dentro de cuarenta semanas estándar a partir de hoy para que todos los ansibles sean desconectados a la vez durante un período de al menos un día estándar. Todos los nuevos ordenadores ansibles, cuando entren en línea, deben estar completamente desconectados de cualquier otro ordenador. A partir de ahora los mensajes ansible deben ser reintroducidos manualmente en cada ordenador ansible para que esta contaminación electrónica nunca vuelva a ser posible. Si retransmiten este mensaje inmediatamente a todos los ansibles, usando su código de autoridad, mi informe se convertirá en sus órdenes. No serán necesarias más instrucciones y la influencia de Demóstenes terminará. Si no actúan inmediatamente, no seré responsable de las consecuencias.»

Qing-jao añadió a su informe el nombre de su padre y el código de autoridad que éste le había dado: su nombre no significaría nada para el Congreso, pero prestarían atención al de Han Fei-tzu, y la presencia de su código de autoridad aseguraría que todas las personas que tenían especial interés en sus declaraciones lo recibían.

Finalizado el mensaje, Qing-jao miró a los ojos de la aparición que tenía delante. Con la mano izquierda apoyada en la temblorosa espalda de Wang-mu, y la derecha sobre la tecla de transmisión, Qing-jao lanzó su último desafío.

—¿Me detendrás o permitirás que lo haga?

—¿Matarás a un raman que no ha hecho daño alguno a ningún alma viviente, o me dejarás vivir? —respondió Jane.

Qing-jao pulsó la tecla de transmisión. Jane inclinó la cabeza y desapareció.

El mensaje tardaría varios segundos en ser transmitido por el ordenador de la casa al ansible más cercano. A partir de ahí, se enviaría instantáneamente a todas las autoridades del Congreso en cada uno de los Cien Mundos y también a muchas de las colonias. En muchos ordenadores receptores sería sólo un mensaje más en la cola; pero en algunos, tal vez un centenar, el código de su padre le daría prioridad suficiente para que ya lo estuviera leyendo alguien, advirtiera sus implicaciones y preparara una respuesta. Si Jane había dejado en efecto pasar el mensaje.

Así, Qing-jao esperó una respuesta. Tal vez el motivo por el que nadie contestó inmediatamente fue porque tenían que contactar unos con otros y discutir el mensaje y decidir, rápidamente, qué hacer. Tal vez por eso no llegaba ninguna respuesta al espacio vacío sobre el terminal.

La puerta se abrió. Debía de ser Mu-pao con el ordenador de juegos.

—Ponlo en el rincón, junto a la ventana norte —ordenó Qing-jao sin mirar—. Puede que lo necesite, aunque espero que no.

—Qing-jao.

Era su padre, no Mu-pao. Qing-jao se volvió hacia él, y se arrodilló de inmediato para mostrar su respeto, pero también su orgullo.

—Padre, he enviado tu informe al Congreso. Mientras tú comulgabas con los dioses, logré neutralizar el programa enemigo y envié un mensaje donde explicaba cómo destruirlo. Estoy esperando su respuesta.

Esperó la alabanza de su padre.

—¿Lo has hecho? —preguntó él—. ¿Sin consultarme? ¿Hablaste directamente al Congreso y no pediste mi consentimiento?

—Estabas purificándote, padre. Cumplí tu misión.

—Pero entonces…, Jane morirá.

—Eso es seguro —asintió Qing-jao—. Aunque no sé si el contacto con la Flota Lusitania será restaurado o no. —De repente, se le ocurrió que había un defecto en sus planes—. ¡Pero los ordenadores de la flota también estarán contaminados por ese programa! Cuando se restaure el contacto, el programa podrá retransmitirse y…, pero entonces sólo tendremos que vaciar los ansibles una vez más y…

Su padre no la miraba. Contemplaba la pantalla que tenía a la espalda. Qing-jao se volvió para ver.

Era un mensaje del Congreso, con el sello oficial bien visible. Era muy breve, con el estilo telegráfico de la burocracia.

Han:

Buen trabajo.

Hemos transmitido tus sugerencias como órdenes nuestras. Contacto con la flota ya restaurado.

¿Ayudó tu hija en la nota 14FE.3a? Medallas para ambos si afirmativo.

—Entonces está hecho —murmuró su padre—. Destruirán Lusitania, a los pequeninos, a toda esa gente inocente.

—Sólo si los dioses lo desean —dijo Qing-jao.

Le sorprendía que su padre pareciera tan entristecido. Wang-mu alzó la cabeza del regazo de Qing-jao, la cara roja y mojada de lágrimas.

—Y Jane y Demóstenes desaparecerán también —sollozó.

Qing-jao la agarró por los hombros, y la hizo mantenerse a distancia.

—Demóstenes es un traidor —espetó. Pero Wang-mu retiró la mirada y se volvió hacia Han Fei-tzu. Qing-jao miró también a su padre—. Y Jane… Padre, ya viste lo que era, cuán peligrosa.

—Ella intentó salvarnos, y se lo agradecimos poniendo en marcha su destrucción —susurró su padre.

Qing-jao no pudo hablar ni moverse, únicamente mirar a su padre mientras se inclinaba sobre la tecla para grabar el mensaje y luego pulsaba la tecla que despejaba la pantalla.

—Jane —dijo su padre—. Si me oyes, por favor, perdóname.

No hubo respuesta en el terminal.

—Ojalá me perdonen todos los dioses —dijo Han Fei-tzu—. Me mostré débil en el momento en que debería haber sido fuerte, y por eso mi hija, en su inocencia, ha causado el mal en mi nombre. —Se estremeció—. Debo… purificarme. —La palabra pareció veneno en su boca—. Durará una eternidad, estoy seguro.

Dio media vuelta y salió de la habitación. Wang-mu volvió a llorar. «Estúpido llanto sin sentido —pensó Qing-jao—. Éste es un momento de victoria. Excepto que Jane me ha arrancado la victoria de las manos de forma que, aunque triunfo sobre ella, ella triunfa sobre mí. Me ha robado a mi padre. Ya no sirve a los dioses de corazón, aunque continúe sirviéndoles con su cuerpo.»

Sin embargo, con el dolor de su comprensión llegó también una caliente puñalada de alegría: «Fui más fuerte. Fui más fuerte que mi padre, después de todo. Cuando llegó la prueba, fui yo quien sirvió a los dioses, y él quien se rompió, quien cayó, quien falló. Hay más en mí de lo que había soñado jamás. Soy una digna herramienta en las manos de los dioses. ¿Quién sabe cómo pueden gobernarme ahora?».

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