‹No pude saborear los cambios en el virus de lo descolada hasta que desapareció.›
‹¿Se estaba adaptando a ti?›
‹Empezaba a parecerse a mí mismo. Había incluido la mayoría de mis moléculas genéticas en su propia estructura.›
‹Tal vez se preparaba para cambiaros, como nos cambió a nosotros. ›
‹Pero cuando capturó a vuestros antepasados, los emparejó con los árboles en los que vivían. ¿Con quién nos habría emparejado a nosotras?›
‹¿Qué otras formas de vida hay en Lusitania, excepto las que ya están emparejadas?›
‹Tal vez la descolada pretendía combinarnos con una pareja ya existente. O reemplazar un miembro de la pareja con nosotros.›
‹O tal vez pretendía emparejaras con los humanos.›
‹Ahora está muerta. Fuera lo que fuese lo que tenía previsto, nunca sucederá.›
‹¿Qué tipo de vida habríais llevado, emparejadas con machos humanos?›
‹Eso es repugnante.›
‹¿O dando a luz, tal vez, a la manera humana?›
‹Bosta de tonterías.›
‹Estaba solamente especulando.›
‹Lo descolada ha muerto. Estáis libres de ella.›
‹Pero nunca de lo que deberíornos haber sido. Creo que éramos inteligentes antes de que llegara la descolado. Creo que nuestra historia es más antigua que la nave que la trajo aquí. Creo que en alguna porte de nuestros genes está encerrado el secreto de lo vida pequenina de cuando habitábamos en los árboles, y no en estado larval en la vida de árboles inteligentes.›
‹Si no tuvierais tercera vida, Humano, ahora estarías muerto.›
‹Muerto ahora, pero mientras hubiera vivido podría haber sido no un mero hermano, sino un padre. Mientras hubiera vivido podría haber viajado a cualquier parre, sin preocuparme de regresar a mi bosque si esperaba aparearme alguna vez. Nunca habría permanecido dio tras día anclado en el mismo punto, viviendo mi vida a través de los relatos que me traen los hermanos.›
‹¿No os basta ser libres de la descolada? ¿Debéis quedar libres de todos sus consecuencias o no estaréis contentos?›
‹Siempre estaré contento. Soy lo que soy, no importa cómo llegué a serlo.›
‹Pero sigues sin ser libre.›
‹Machos y hembras por igual todavía debemos perder nuestras vidas para transmitir nuestros genes.›
‹Pobre tonto. ¿Crees que yo, la reina colmena, soy libre? ¿Crees que los padres humanos, cuando tienen hijos, vuelven a ser verdaderamente libres alguna vez? Si para vosotros vida significa independencia, una libertad para hacer completamente lo que queréis, entonces ninguna de los criaturas inteligentes está vivo. Ninguno de nosotros es jamás completamente libre.›
‹Echa raíces, amigo mía, y dime entonces lo poco libre que eras cuando todavía podías moverte.›
Wang-mu y el Maestro Han esperaban juntos en la orilla del río a unos centenares de metros de la casa, un agradable paseo a través del jardín. Jane les había dicho que alguien vendría a verlos, un visitante de Lusitania. Los dos sabían que eso significaba que habían logrado viajar más rápido que la luz, pero aparte de eso sólo podían asumir que su visitante debería haber llegado a una órbita alrededor de Sendero, y que vendría a verlos en una lanzadera. En cambio, una ridícula estructura de metal apareció en la orilla delante de ellos. La puerta se abrió. Emergió un hombre. Un hombre joven, de grandes huesos, caucasiano, pero atractivo de todas formas. En la mano sostenía un tubo de cristal.
Sonrió.
Wang-mu nunca había visto una sonrisa así. Él la atravesó con la mirada como si poseyera su alma. Como si la conociera mucho mejor de lo que ella se conocía a sí misma.
—Wang-mu —dijo amablemente—. Real Madre del Oeste. Y Han Fei-tzu, el gran Maestro de Sendero.
Inclinó la cabeza. Los dos repitieron el gesto.
—Mi misión aquí es breve —anunció. Tendió la ampolla al Maestro Han—. Aquí está el virus. En cuanto me marche, porque no tengo ningún deseo de sufrir ninguna alteración genética, gracias, bébetelo. Imagino que sabe a pus o algo igualmente repugnante, pero tómatelo de todas formas. Luego contacta con todas las personas posibles, en tu casa y en la ciudad cercana. Tendrás unas seis horas antes de que empieces a sentirte enfermo. Con suerte, al final del segundo día no quedará ningún síntoma. De nada —sonrió—. No más danzas en el aire para ti, Maestro Han, ¿eh?
—No más servidumbre para ninguno de nosotros —añadió Han Fei-tzu—. Estamos preparados para transmitir nuestros mensajes de inmediato.
—No se lo digas a nadie hasta que ya hayas esparcido la infección durante unas cuantas horas.
—Por supuesto —asintió el Maestro Han—. Tu sabiduría me enseña a ser cuidadoso, aunque mi corazón me dice que me apresure y proclame la gloriosa revolución que nos traerá esta afortunada plaga.
—Sí, muy bonito —dijo el hombre. Entonces se volvió a Wang-mu—. Pero tú no necesitas el virus, ¿verdad?
—No, señor.
—Jane dice que nunca ha visto a nadie tan inteligente.
—Jane es demasiado generosa.
—No, me mostró los datos. —Él la miró de arriba abajo. A Wang-mu no le gustó la forma en que sus ojos tomaron posesión de todo su cuerpo—. No necesitas estar aquí para la plaga. De hecho, será mejor que te marches antes de que suceda.
—¿Que me marche?
—¿Qué te espera aquí? —preguntó el hombre—. No importa hasta dónde llegue la revolución, seguirás siendo una criada y la hija de unos padres de clase baja. En un lugar como éste, podrías pasarte toda la vida superando esta situación y seguirías sin ser otra cosa que una criada con una mente de una capacidad sorprendente. Ven conmigo y formarás parte del cambio de la historia. Crearás historia.
—¿Qué vaya contigo y haga que…
—Derrocar al Congreso, desde luego. Cortarles las piernas a la altura de las rodillas y enviarlos arrastrándose de vuelta a casa. Hacer a todos los mundos coloniales miembros iguales de la política, limpiar de corrupción, descubrir todos los secretos viles y ordenar a la Flota Lusitania que se retire antes de que cometa una atrocidad. Establecer los derechos de todas las especies raman. Paz y libertad.
—¿Y tú intentas hacer todo eso?
—Solo no.
Ella se sintió aliviada.
—Te tendré a ti.
—¿Para hacer qué?
—Para escribir. Para hablar. Para hacer todo aquello para lo que te necesite.
—Pero no tengo educación, señor. El Maestro Han apenas ha empezado a enseñarme.
—¿Quién eres? —demandó el Maestro Han—. ¿Cómo puedes esperar que una muchacha modesta como ésta se vaya con un desconocido?
—¿Una muchacha modesta? ¿Una muchacha que entrega su cuerpo al capataz para tener oportunidad de estar cerca de una joven agraciada que tal vez la contrataría como doncella secreta? No, Maestro Han, ella quizás asume la actitud de una muchacha modesta, pero eso se debe a que es un camaleón. Cambia de piel cada vez que piensa que conseguirá algo.
—No soy una mentirosa, señor —declaró Wang-mu.
—No, estoy seguro de que te conviertes sinceramente en lo que pretendes ser. Así que ahora te ordeno que pretendas ser una revolucionaria conmigo. Odias a los cabrones que hicieron todo esto a vuestro mundo. A Qing-jao.
—¿Cómo sabes tanto acerca de mí?
Él se dio un golpecito en la oreja. Por primera vez, Wang-mu reparó en la joya.
—Jane me mantiene informado acerca de la gente que necesito conocer.
—Jane morirá pronto —objetó Wang-mu.
—Oh, puede que se quede medio tonta durante una temporada, pero no morirá. Vosotros ayudasteis a salvarla. Y, mientras tanto, te tendré a ti.
—No puedo —dijo ella—. Tengo miedo.
—Muy bien, entonces. Lo he intentado.
Se volvió hacia la puerta de su diminuta nave.
—Espera —pidió ella.
Él se volvió.
—¿Puedes decirme al menos quién eres?
—Me llamo Peter Wiggin, aunque imagino que a partir de ahora usaré un nombre falso durante una temporada.
—Peter Wiggin —susurró ella—. Ése es el nombre de…
—Mi nombre. Te lo explicaré más tarde, si me apetece. Digamos que me envió Andrew Wiggin. Me envió más o menos a la fuerza. Soy un hombre con una misión, y él supuso que sólo yo podría cumplirla en uno de los mundos donde las estructuras de poder del Congreso están más densamente concentradas. Fui Hegemón una vez, Wang-mu, y pretendo recuperar el puesto, no importa cuál sea el título cuando lo recupere. Voy a cascar un montón de huevos y causar un sorprendente montón de problemas y remover piedra sobre piedra de estos Cien Mundos, y te invito a ayudarme. Pero la verdad es que me importa un comino si lo haces o no, porque aunque sería bonito disfrutar de tu inteligencia y de tu compañía, haré el trabajo de una manera o de otra. ¿Así qué? ¿Vienes o qué?
Ella se volvió hacia el Maestro Han en una agonía de indecisión.
—Esperaba poder enseñarte —suspiró el Maestro Han—. Pero si este hombre va a intentar conseguir lo que dice, entonces con él tendrás más oportunidad de cambiar el curso de la historia humana que aquí, donde el virus hará por nosotros el trabajo principal.
—Dejarte será como perder a un padre —susurró Wang-mu.
—Y si te vas, habré perdido a mi segunda y última hija.
—No me rompáis el corazón, vosotros dos —masculló Peter—. Tengo una nave más rápida que la luz. Dejar Sendero conmigo no es asunto de toda una vida, ¿sabéis? Si las cosas no funcionan siempre puedo devolverla en un par de días. ¿Os parece justo?
—Quieres ir, lo sé —dijo el Maestro Han.
—¿No sabes que también quiero quedarme?
—Lo sé. Pero irás.
—Sí. Iré.
—Que los dioses te cuiden, hija Wang-mu —le deseó el Maestro Han.
Entonces ella dio un paso al frente. El joven llamado Peter la cogió de la mano y la condujo a la nave. La puerta se cerró tras ellos. Un momento después, la nave desapareció.
El Maestro Han esperó allí diez minutos, meditando, hasta que pudo poner en orden sus sentimientos. Entonces abrió el frasquito, bebió su contenido y regresó a casa. La vieja Mu-pao lo saludó nada más cruzar la puerta.
—Maestro Han —llamó—. No sabía dónde estabas. Y Wang-mu también falta.
—No estará con vosotros durante una temporada —anunció él. Y entonces se acercó mucho a la vieja criada, para que su aliento le llegara a la cara—. Has sido más fiel a mi casa de lo que nos hemos merecido.
Una expresión de miedo apareció en el rostro de la anciana.
—Maestro Han, no me estás despidiendo, ¿verdad?
—No. Creía que te estaba dando las gracias.
Dejó a Mu-pao y recorrió la casa. Qing-jao no estaba en su habitación. Eso no constituía ninguna sorpresa. Pasaba la mayor parte del tiempo atendiendo a las visitas. Eso convendría a sus propósitos. Allí la encontró, en la habitación de la mañana, con tres viejos agraciados muy distinguidos de la ciudad situada a doscientos kilómetros de distancia.
Qing-jao los presentó graciosamente y entonces adoptó el papel de hija sumisa en presencia de su padre. Él se inclinó ante cada uno de los hombres, pero luego encontró ocasión para extender la mano y tocarlos.
Jane había explicado que el virus era extremadamente contagioso. La simple cercanía física bastaba, pero el contacto lo haría más seguro.
Y después de saludar a las visitas, el Maestro Han se volvió hacia su hija.
—Qing-jao, ¿recibirás un regalo de mi parte?
Ella se inclinó y respondió amablemente.
—Sea lo que sea lo que me haya traído mi padre, lo recibiré agradecida, aunque sé que no soy digna de su atención.
El Maestro Han extendió los brazos y la atrajo hacia sí. La sintió envarada e incómoda en su abrazo: no había hecho un acto impulsivo ante dignatarios desde que ella era una niña pequeña. Pero la abrazó de todas formas, con fuerza, pues sabía que su hija nunca le perdonaría lo que este abrazo traía consigo, y por tanto era consciente de que ésta sería la última vez que estrecharía en sus brazos a Gloriosamente Brillante.
Qing-jao sabía lo que significaba el abrazo de su padre. Le había visto hablar en el jardín con Wang-mu. Había visto la aparición de la nave en forma de almendra en la orilla del río. Le había visto tomar la ampolla de manos del desconocido de ojos redondos, y beberla. Luego acudió allí, a esta habitación, a recibir a las visitas en nombre de su padre. «Cumplo con mi deber, mi honrado padre, aunque tú te dispongas a traicionarme.»
E incluso ahora, sabiendo que su abrazo era su esfuerzo más cruel para arrancarla de la voz de los dioses, consciente de que la respetaba tan poco que creía poder engañarla, recibió sin embargo todo lo que él estuviera decidido a darle. ¿No era acaso su padre? El virus del mundo de Lusitania podría o no robarle la voz de los dioses; ella no alcanzaba a imaginar lo que los dioses permitirían hacer a sus enemigos. Pero estaba claro que si rechazaba a su padre y le desobedecía, los dioses la castigarían. Era mejor permanecer digna ante los dioses mostrando el debido respeto y obediencia a su padre, que desobedecerle en nombre de los dioses y hacerse por tanto indigna de sus dones.
Así, recibió el abrazo e inspiró profundamente su aliento. Después de hablar brevemente con sus invitados, su padre se marchó. Los invitados tomaron su visita como una señal de honor, tan fielmente había ocultado Qing-jao la loca rebelión de su padre contra los dioses, que Han Fei-tzu era todavía considerado el hombre más grande de Sendero. Ella les habló con suavidad, sonrió graciosamente y los despidió. No les dio a entender que llevaban consigo un arma. ¿Por qué habría de hacerlo? Las armas humanas no serían de ninguna utilidad contra el poder de los dioses, a menos que los dioses lo desearan. Y si los dioses deseaban dejar de hablar a la gente de Sendero, entonces éste bien podría ser el disfraz que hubieran elegido para su acción. «Que parezca a los no creyentes que el virus lusitano de mi padre nos aparta de los dioses; yo sabré, como lo sabrán todos los hombres y mujeres de fe, que los dioses hablan a quien desean, y nada hecho por manos humanas podría detenerlos si ellos así lo desean.» Todos los actos eran vanidosos. Si el Congreso creía que habían causado que los dioses hablaran en Sendero, que siguieran creyéndolo. Si su padre y los lusitanos pensaban que iban a causar que los dioses guardaran silencio, que lo pensaran. «Yo sé que, si soy digna, los dioses me hablarán.»
Unas pocas horas más tarde, Qing-jao se sintió mortalmente enferma. La fiebre la golpeó como el puño de un hombre fuerte; se desplomó y apenas advirtió que los criados la llevaban a su cama. Acudieron los doctores, aunque ella podría haberles dicho que no había nada que pudieran hacer y que con su visita sólo se expondrían a la infección. Pero no dijo nada, porque su cuerpo se debatía con demasiada fiereza contra la enfermedad. O, más bien, su cuerpo se debatía para rechazar sus propios tejidos y órganos, hasta que por fin la transformación de sus genes quedó completa.
Incluso así, tardó tiempo en purgarse de los viejos anticuerpos.
Qing-jao durmió y durmió.
Era una tarde brillante cuando despertó.
—Hora —dijo el ordenador de su habitación con voz ronca, y anunció la hora y el día.
La fiebre le había robado dos días de su vida. Ardía de sed. Se levantó y caminó tambaleándose hasta el cuarto de baño, abrió el grifo, llenó una taza y bebió y bebió hasta quedar saciada. Permanecer de pie la mareó. La boca le sabía agria. ¿Dónde estaban los criados que tendrían que haberle dado alimento y bebida durante su enfermedad? «Debían de estar también enfermos. Y padre…, tuvo que caer enfermo antes que yo. ¿Quién le llevará agua?»
Lo encontró durmiendo, empapado en sudor frío, temblando. Lo despertó con una taza de agua, que bebió ansiosamente, mientras la miraba a los ojos. ¿Interrogando? O tal vez suplicando perdón. «Haz tu penitencia a los dioses, padre; no debes ninguna disculpa a una simple hija.»
Qing-jao también encontró a los sirvientes, uno a uno, algunos de ellos tan leales que no se habían acostado, y habían caído donde sus deberes requerían que estuvieran. Todos estaban vivos. Todos se recuperaban, y pronto estarían en pie otra vez. Sólo después de atenderlos, se dirigió Qing-jao a la cocina y encontró algo que comer. No pudo contener la primera comida que tomó. Sólo una sopa ligera, tibia. Llevó sopa a los demás, que también comieron.
Pronto todos estuvieron en pie y recuperados. Qing-jao reunió a los criados y llevó agua y sopa a las casas vecinas, ricas y pobres por igual. Todos agradecieron lo que les llevó, y muchos musitaron plegarias a su favor. «No estaríais tan agradecidos —pensó Qing-jao—, si supierais que la enfermedad que habéis sufrido procedió de la casa de mi padre, por su voluntad.»
Pero guardó silencio.
En todo ese tiempo, los dioses no le exigieron ninguna purificación.
«Por fin —pensó—. Por fin los estoy complaciendo. Por fin he hecho, a la perfección, todo lo que requerían.»
Cuando volvió a casa, quiso dormir de inmediato. Pero los criados que se habían quedado allí estaban congregados alrededor del holo de la cocina, viendo las noticias. Qing-jao casi nunca veía los holonoticiarios y conseguía toda su información del ordenador, pero los criados parecían tan serios, tan preocupados, que entró en la cocina y permaneció con ellos alrededor de la holovisión.
Las noticias trataban de la plaga que asolaba el mundo de Sendero. La cuarentena no había sido eficaz, o había llegado demasiado tarde. La mujer que leía los informes se había recuperado ya de la enfermedad, y anunciaba que la plaga no había matado a casi nadie, aunque interrumpió el trabajo de muchos. El virus había sido aislado, pero moría demasiado rápidamente para que lo estudiaran a fondo.
—Parece que una bacteria sigue al virus, matándolo casi en el momento en que la persona se recupera de la plaga. Los dioses nos han favorecido, al enviarnos la cura junto con la plaga.
«Tontos —pensó Qing-jao—. Si los dioses quisieran que os curarais, no habrían enviado la plaga en primer lugar.»
De inmediato se dio cuenta de que la estúpida era ella. Por supuesto que los dioses enviarían a la vez el mal y la cura. Si llegaba una enfermedad, y la seguía la cura, entonces los dioses la habían enviado. ¿Cómo podría haber considerado una tontería a algo así? Era como si hubiera insultado a los propios dioses.
Dio un respingo por dentro, esperando la sacudida de furia de los dioses. Había pasado tantas horas sin purificarse que sabía que cuando llegara sería una dura carga. ¿Tendría que seguir las vetas de una habitación entera otra vez?
Pero no sintió nada. Ningún deseo de seguir líneas en la madera. Ninguna necesidad de lavarse.
Por un momento, experimentó un intenso alivio. ¿Podría ser que su padre y Wang-mu y la cosa-Jane tuvieran razón? ¿La había liberado por fin un cambio genético, causado por esta plaga, de un horrendo crimen cometido por el Congreso hacía siglos?
Como si la locutora hubiera oído los pensamientos de Qing-jao, empezó a leer un informe acerca de un documento que aparecía en los ordenadores de todo el mundo. El documento afirmaba que la plaga era un regalo de los dioses, para liberar al pueblo de Sendero de una alteración genética que el Congreso había causado. Hasta el momento, las ampliaciones genéticas estaban casi siempre unidas a un estado similar a los DOC, cuyas víctimas eran comúnmente conocidas como «agraciados». Pero a medida que la plaga siguiera su curso, la gente descubriría que las ampliaciones genéticas se habían esparcido ahora a todos los habitantes de Sendero, mientras que los agraciados, que antes habían llevado la más terrible de las cargas, habían sido liberados por los dioses de la necesidad de purificarse constantemente.
—Este documento asegura que todo el mundo está ahora purificado. Los dioses nos han aceptado. —La voz de la locutora temblaba al hablar—. No se sabe de dónde procede este documento. Los análisis de los ordenadores no lo relacionan con el estilo de ningún autor conocido. El hecho de que apareciera simultáneamente en millones de ordenadores sugiere que procede de una fuente de poderes inenarrables. —Vaciló, y ahora su temblor fue claramente visible—. Si esta indigna locutora puede hacer una pregunta, esperando que los sabios la oigan y le respondan con su sabiduría, ¿no podría ser que los propios dioses nos hubieran enviado este mensaje, para que comprendamos su gran regalo al pueblo de Sendero?
Qing-jao escuchó un poco más, a medida que la furia crecía en su interior. Era Jane, obviamente, quien había escrito y difundido aquel documento. ¿Cómo se atrevía a pretender saber lo que los dioses hacían? Había ido demasiado lejos. El documento debía ser refutado. Jane debía ser descubierta, y también toda la conspiración del pueblo de Lusitania.
Los criados la observaban. Ella soportó sus miradas, uno a uno, alrededor del círculo.
—¿Qué queréis preguntarme? —dijo.
—Oh, señora —respondió Mu-pao—, perdona nuestra curiosidad, pero este noticiario ha declarado algo que sólo podremos creer si tú nos aseguras que es verdad.
—¿Y qué sé yo? —contestó Qing-jao—. Sólo soy la hija tonta de un gran hombre.
—Pero eres una de las agraciadas, señora.
«Eres muy osada —pensó Qing-jao—, al hablar de estas cosas al descubierto.»
—Durante toda la noche, desde que acudiste a nosotros con comida y bebida, y mientras conducías a muchos de nosotros entre el pueblo, atendiendo a los enfermos, no te has excusado ni una sola vez para purificarte. Nunca habías resistido durante tanto tiempo.
—¿No se os ha ocurrido que tal vez estábamos cumpliendo con tanta precisión la voluntad de los dioses que no tuve ninguna necesidad de purificarme durante todo ese tiempo?
Mu-pao pareció avergonzada.
—No, no se nos ha ocurrido.
—Descansad ahora —aconsejó Qing-jao—. Ninguno de nosotros está repuesto del todo aún. Debo ir a hablar con mi padre.
Los dejó para que chismorrearan y especularan entre sí. Su padre estaba en la habitación, sentado ante el ordenador. La cara de Jane aparecía en la pantalla. Su padre se volvió hacia ella en cuanto entró en la habitación. Su rostro estaba radiante. Triunfal.
—¿Has visto el mensaje que preparamos Jane y yo? —preguntó.
—¡Tú! —exclamó Qing-jao—. ¿Mi padre, un mentiroso?
Dirigir a su padre semejante insulto era impensable. Pero siguió sin sentir ninguna necesidad de purificarse. La asustaba poder hablar con tan poco respeto y que los dioses no la rechazaran.
—¿Mentiras? —se extrañó su padre—. ¿Por qué piensas que son mentiras, hija mía? ¿Cómo sabes que los dioses no fueron la causa de que nos llegara este virus? ¿Cómo sabes que no es su voluntad dar estas ampliaciones genéticas a todo Sendero?
Sus palabras la enloquecían, o quizá sentía una nueva libertad, o quizá los dioses la estaban probando para que hablara. Sería una falta de respeto que tuvieran que reprenderla.
—¿Crees que soy tonta? —gritó Qing-jao—. ¿Crees que no sé que tu estrategia es impedir que el mundo de Sendero estalle en una revolución y una masacre? ¿Crees que no sé que sólo te preocupa impedir que muera gente?
—¿Hay algo malo en eso? —preguntó su padre.
—¡Es mentira!
—O es el disfraz que los dioses han preparado para ocultar sus acciones. No tuviste ningún problema en aceptar como ciertas las historias del Congreso. ¿Por qué no puedes aceptar la mía?
—Porque sé lo de tu virus, padre. Te vi cogerlo de la mano de ese desconocido. Vi a Wang-mu entrando en su vehículo. Lo vi desaparecer. Sé que ninguna de esas cosas son obra de los dioses. ¡Ella las hizo…, ese diablo que vive en los ordenadores!
—¿Cómo sabes que ella no es uno de los dioses? —preguntó su padre.
Aquello fue insoportable.
—Ella fue creada —chilló Qing-jao—. ¡Por eso lo sé! Es sólo un programa de ordenador, diseñado por seres humanos, que vive en las máquinas que fabrican los humanos. Los dioses no están hechos por ninguna mano. Los dioses han vivido siempre y siempre vivirán.
Por primera vez, Jane habló:
—Entonces tú eres un dios, Qing-jao, y también lo soy yo, y todas las demás personas, humanos o raman, del universo. Ningún dios creó tu alma, tu aiua interna. Eres tan vieja como cualquier dios, y tan joven, y vivirás el mismo tiempo.
Qing-jao aulló. Nunca había emitido un sonido así antes, que recordara. Le rasgó la garganta.
—Hija mía —dijo su padre, acercándose a ella, los brazos extendidos.
Ella no soportó su abrazo. No podía hacerlo porque eso significaría su victoria completa. Significaría que había sido derrotada por los enemigos de los dioses; significaría que Jane la había superado. Significaría que Wang-mu había sido una hija más fiel a Han Fei-tzu que Qing-jao. Significaría que toda la adoración a que se había sometido durante todos estos años no significaba nada. Significaría que se había equivocado al poner en marcha la destrucción de Jane. Significaría que Jane era noble y buena por haber ayudado a transformar al pueblo de Sendero. Significaría que su madre no la estaría esperando cuando por fin llegara el Oeste Infinito.
«¿Por qué no me habláis, oh, dioses? —gritó en silencio—. ¿Por qué no me aseguráis que no os he servido en vano todos estos años? ¿Por qué me abandonáis ahora y dais triunfo a nuestros enemigos?»
Entonces le llegó la respuesta, tan simple y claramente como si su madre se la hubiera susurrado al oído: «esto es una prueba, Qing-jao. Los dioses te observan a ver qué haces».
Una prueba. Por supuesto. Los dioses estaban probando a todos sus servidores de Sendero, para ver cuáles eran engañados y cuáles perseveraban en perfecta obediencia.
«Si me están probando, entonces debe de haber algo apropiado para que yo lo haga. Debo hacer lo que siempre he hecho, sólo que esta vez no debo esperar a que los dioses me instruyan. Se han cansado de indicarme cada día y cada hora en que necesito ser purificada. Es hora de que comprenda mi propia impureza sin sus instrucciones. Debo purificarme, con total perfección: entonces habré pasado la prueba y los dioses me recibirán de nuevo.» Se arrodilló. Encontró una línea en la madera y empezó a seguirla.
No hubo ninguna sensación de liberación como respuesta, ninguna sensación de justicia; pero eso no la preocupaba, porque comprendió que formaba parte de la prueba. Si los dioses le respondían de inmediato, de la forma en que solían hacerlo, ¿cómo sería entonces una prueba de su dedicación? Donde antes había realizado su purificación bajo su constante guía, ahora debía purificarse sola. ¿Y cómo sabría si lo había hecho bien? Los dioses vendrían de nuevo a ella.
Los dioses volverían a hablarle. O tal vez se la llevarían, al lugar de la Real Madre, donde la esperaba la noble Han Jiang-qing. Allí también encontraría a Li Qing-jao, su antepasada-del-corazón. Allí todos sus antepasados la recibirían y dirían: «Los dioses decidieron probar a todos los agraciados de Sendero. Pocos han pasado esa prueba, pero tú, Qing-jao, nos has producido un gran honor a todos. Porque tu fe nunca se tambaleó. Ejecutaste tus purificaciones como ningún otro hijo o hija las ha ejecutado antes. Los antepasados de otros hombres y mujeres sienten envidia de nosotros. Por tu acción, ahora los dioses nos favorecen sobre todos ellos».
—¿Qué estás haciendo? —preguntó su padre—. ¿Por qué sigues vetas en la madera?
Ella no respondió. Se negaba a dejarse distraer.
—La necesidad de hacer eso ha sido anulada. Lo sé: yo no siento ninguna necesidad de purificación.
«¡Ah, padre! ¡Ojalá comprendieras! Pero aunque fracases en esta prueba, yo la pasaré… y así te honraré incluso a ti, que has abandonado todas las cosas honorables.»
—Qing-jao —la llamó él—, sé lo que estás haciendo. Como esos padres que fuerzan a sus hijos mediocres a lavarse sin cesar. Estás llamando a los dioses.
«Defínelo como quieras, padre. Tus palabras no son nada para mí ahora. No te volveré a escuchar hasta que los dos estemos muertos, y me digas "hija mía, fuiste mejor y más sabia que yo; todo mi honor aquí, en la casa de la Real Madre, procede de tu pureza y tu devoción desinteresada al servicio de los dioses. Eres verdaderamente una hija noble. No tengo ninguna otra alegría más que tú."»
El mundo de Sendero consiguió su transformación pacíficamente. Aquí y allá se produjo un asesinato; aquí y allá, uno de los agraciados que se había mostrado tiránico fue expulsado de su casa por la multitud. Pero por lo general la historia del documento fue creída, y los antiguos agraciados por los dioses recibieron grandes honores por su digno sacrificio durante los años en que soportaron la carga de los ritos de purificación.
Con todo, el antiguo orden pasó rápidamente. Las escuelas se abrieron por igual a todos los niños. Los maestros informaron pronto de que los estudiantes conseguían logros sorprendentes: los niños más tontos superaban ahora todas las medias de los viejos tiempos. A pesar de las furiosas negativas del Congreso en lo referente a alteraciones genéticas, los científicos de Sendero por fin dirigieron su atención a los genes de su propio pueblo. Al estudiar los registros de lo que habían sido sus moléculas genéticas, y cómo eran ahora, los hombres y mujeres de Sendero confirmaron todo lo que decía el documento.
Lo que sucedió entonces, cuando los Cien Mundos y todas las colonias se enteraron de los crímenes del Congreso contra Sendero, Qing-jao nunca lo supo.
Todo eso era un asunto de un mundo que había dejado atrás, pues ahora se pasaba todos los días al servicio de los dioses, limpiándose, purificándose.
Se difundió la historia de que la hija loca de Han Fei-tzu, sola entre todos los agraciados, persistía en sus rituales. Al principio la ridiculizaron por ello, pues muchos de los agraciados, por simple curiosidad, habían intentado ejecutar de nuevo sus purificaciones, y habían descubierto que ahora los rituales eran vacíos y carentes de significado. Pero Qing-jao no oyó las burlas ni se preocupó por ellas. Su mente estaba completamente dedicada al servicio de los dioses, ¿qué importaba si la gente que había fallado la prueba la despreciaba por seguir aspirando al éxito?
A medida que fueron pasando los años, muchos empezaron a recordar los viejos tiempos como una época hermosa, donde los dioses hablaban a hombres y mujeres y muchos se inclinaban a su servicio. Algunos empezaron a considerar que Qing-jao no era una loca, sino la única mujer fiel que quedaba entre aquellos que habían oído la voz de los dioses. Empezó a difundirse el rumor entre los piadosos: «En la casa de Han Fei-tzu habita el último agraciado».
Entonces empezaron a acudir, al principio unos pocos, luego más y más. Visitantes que querían hablar con la única mujer que todavía trabajaba en su purificación. Al principio ella hablaba con algunos: cuando terminaba de seguir las líneas de una tabla, salía al jardín y les hablaba. Pero sus palabras la confundían. Hablaban de su labor como de la purificación de todo el planeta. Decían que llamaba a los dioses por el bien del pueblo de Sendero. Cuanto más hablaban, más difícil le resultaba concentrarse en lo que decían. Pronto deseaba regresar a la casa, a seguir otra línea. ¿No comprendía esta gente que se equivocaba al alabarla ahora?
—No he conseguido nada —les decía—. Los dioses continúan callados. Tengo trabajo que hacer.
Entonces volvía a seguir vetas.
Su padre murió siendo muy anciano, con mucho honor por sus múltiples acciones, aunque nadie supo de su participación en la llegada de la Plaga de los Dioses, como se llamaba ahora. Sólo Qing-jao comprendía. Y mientras quemaba una fortuna en dinero real (ningún dinero falso de funerales serviría para su padre), le susurró lo que nadie más pudo oír.
—Ahora lo sabes, padre. Ahora comprendes tus errores y cómo enfureciste a los dioses. Pero no temas. Yo continuaré las purificaciones hasta que todos tus errores queden expiados. Entonces los dioses te recibirán con honor.
Ella misma envejeció y el Viaje a la Casa de Han Qing-jao era ahora la más famosa peregrinación de Sendero. De hecho, fueron muchos los que oyeron hablar de ella en otros mundos, y viajaron a Sendero sólo para verla. Pues era bien sabido que la auténtica santidad únicamente podía encontrarse en un lugar y en una sola persona, la anciana cuya espalda estaba ahora permanentemente curvada, cuyos ojos no podían ver más que las líneas de los suelos de la casa de su padre.
Santos discípulos, hombres y mujeres, atendían ahora la casa en lugar de sus criados. Pulían los suelos. Preparaban su sencilla comida y la dejaban donde pudiera encontrarla ante las puertas de las habitaciones: ella comía y bebía sólo cuando terminaba una habitación. Cuando un hombre o una mujer de cualquier lugar del mundo conseguía un gran honor, acudía a la Casa de Han Qing-jao, se arrodillaba y seguía una línea en la madera. Así, todos los honores fueron tratados como si fueran meras decoraciones del honor de la santa Han Qing-jao.
Por fin, apenas unas semanas después de que cumpliera los cien años, encontraron a Han Qing-jao acurrucada en el suelo de la habitación de su padre. Algunos dijeron que ése era el punto exacto donde su padre se sentaba siempre cuando ejecutaba sus trabajos; resultaba difícil asegurarlo, ya que todos los muebles de la casa habían sido retirados hacía tiempo. La santa mujer no estaba muerta cuando la encontraron. Permaneció postrada varios días, murmurando, murmurando, pasándose las manos por el cuerpo como si siguiera las líneas en su carne. Sus discípulos la atendían por turnos, diez cada vez, escuchándola, tratando de comprender sus murmullos, transmitiendo las palabras como mejor las comprendían. Fueron escritas en un libro titulado Los Susurros Divinos de Han Qing jao.
Sus palabras más importantes fueron las que pronunció al final.
—Madre —susurró—. Padre. ¿Lo he hecho bien?
Y entonces, dijeron sus discípulos, sonrió y murió.
No llevaba un mes muerta cuando se tomó la decisión en todos los templos y altares de cada ciudad y pueblo y aldea de Sendero. Por fin había una persona de tan destacada santidad que Sendero podía elegirla como protectora y guardiana del mundo. Ningún otro mundo tenía un dios así, y lo admitieron libremente.
«Sendero está bendito por encima de todos los demás mundos —aseguraron—. Pues el dios de Sendero es Gloriosamente Brillante.»