‹Hoy uno de los hermanos me preguntó: ¿Es una prisión tan temible no poder moverte del lugar donde estás?›
‹Y respondiste…›
‹Le dije que soy más libre que él. La incapacidad de moverme
me libera de la obligación de actuar.›
‹Los que habláis lenguas sois unos mentirosos.›
Han Fei-tzu estaba sentado en la posición del loto sobre el desnudo suelo de madera junto al lecho del dolor de su esposa. Un momento antes, tal vez estuviera dormida; no estaba seguro. Pero ahora era consciente del ligero cambio en la respiración de ella, un cambio tan sutil como el viento tras el paso de una mariposa.
Jiang-ging, por su parte, también debió de detectar algún cambio en él, pues no había hablado antes y lo hizo ahora. Su voz sonó muy baja, pero Han Fei-tzu la oyó claramente, pues la casa estaba en silencio. Había pedido quietud a sus amigos y sirvientes durante el ocaso de la vida de Jiang-ging. Ya habría tiempo de sobra para ruidos descuidados durante la larga noche por venir, cuando no salieran palabras susurradas de los labios de ella.
—Todavía no he muerto —dijo Jiang-ging.
Lo había saludado con estas palabras cada vez que despertaba durante los últimos días. Al principio las palabras le parecieron quejumbrosas o irónicas a Han Fei-tzu, pero ahora sabía que ella hablaba con decepción. Ahora ansiaba la muerte, no porque no amara la vida, sino porque la muerte era inevitable, y lo que nadie puede impedir debe aceptarse. Ése era el Sendero. Jiang-ging nunca se había apartado del Sendero ni un solo paso en toda su vida.
—Entonces los dioses son amables conmigo —dijo Han Fei-tzu.
—Contigo —susurró ella—. ¿En qué estamos pensando?
Era su forma de pedirle que compartiera con ella sus pensamientos privados. Cuando otras personas lo hacían, él se sentía espiado. Pero Jiang-ging lo pedía sólo para poder pensar también lo mismo: formaba parte del hecho de haberse convertido en una sola alma.
—Estamos pensando en la naturaleza del deseo —respondió Han Fei-tzu.
—¿El deseo de quién? —preguntó ella—. ¿Y hacia qué?
«Mi deseo de que tus huesos sanen y recuperen sus fuerzas, para que no se rompan a la más mínima presión. Para que puedas ponerte de nuevo en pie, o levantar siquiera un brazo sin que tus propios músculos arranquen trozos de hueso o hagan que el hueso se rompa bajo la tensión. Para no tener que ver cómo te marchitas hasta pesar sólo dieciocho kilos. Nunca supe lo perfecta que era nuestra felicidad hasta que me enteré de que ya no podríamos estar juntos.»
—Mi deseo —respondió él—. Hacia ti.
—«Sólo se desea lo que no se tiene.» ¿Quién dijo eso?
—Tú —dijo Han Fei-tzu—. Algunos dicen «lo que no puedes tener».
Otros dicen «lo que no deberías tener». Yo digo: «Sólo puedes desear verdaderamente lo que desearás siempre».
—Me tienes para siempre.
—Te perderé esta noche. O mañana. O la semana que viene.
—Pensemos en la naturaleza del deseo —instó Jiang-ging.
Como antes, usaba la filosofía para sacarlo de su amarga melancolía.
Él se resistió, pero sólo a medias.
—Eres una gobernante dura —se quejó Han Fei-tzu—. Como tu antepasada-del-corazón, no haces ninguna concesión a la fragilidad de los demás.
Jiang-ging llevaba el nombre de una líder revolucionaria del pasado remoto que intentó guiar al pueblo a un nuevo Sendero, pero fue derrocada por cobardes de corazón débil. Han Fei-tzu pensaba que no estaba bien que su esposa muriera antes que él: su antepasada-del-corazón había sobrevivido a su esposo. Además, las esposas deberían vivir más que los maridos. Las mujeres eran más completas interiormente. También eran mejores para vivir con sus hijos. Nunca estaban tan solitarias como un hombre solo. Jiang-ging no quiso dejarle que volviera a sus meditaciones.
—Cuando la esposa de un hombre ha muerto, ¿qué ansía él?
Con rebeldía, Han Fei-tzu ofreció la respuesta más falsa a su pregunta.
—Acostarse con ella.
—El deseo del cuerpo —murmuró Jiang-ging.
Ya que ella estaba decidida a mantener esta conversación, Han Fei-tzu recitó la retahíla en su lugar.
—El deseo del cuerpo es actuar. Incluye todas las caricias, casuales e íntimas, y todos los movimientos habituales. Así, ve un movimiento por el rabillo del ojo y cree haber visto a su esposa muerta cruzando el umbral, y no se queda tranquilo hasta haberse acercado a la puerta y visto que no era su esposa. Despierta de un sueño en el que ha oído su voz y se descubre respondiéndole en voz alta, como si ella pudiera oírlo.
—¿Qué más? —preguntó Jiang-ging.
—Estoy cansado de filosofía —protestó Han Fei-tzu—. Tal vez los griegos encontraban consuelo en ella, pero yo no.
—El deseo del espíritu —insistió Jiang-ging.
—Como el espíritu pertenece a la tierra, es esa parte la que obtiene nuevas cosas de las cosas viejas. El marido ansía todas las cosas inacabadas que su esposa y él hacían cuando ella murió, y todos los sueños sin empezar de lo que podrían haber hecho si ella hubiera vivido. Así, un hombre se enfada con sus hijos por ser demasiado parecidos a él y no parecerse suficiente a su esposa muerta. Así, un hombre odia la casa en la que vivieron juntos, porque no la cambia, y está así tan muerta como su esposa, o sí la cambia, y entonces ya no es la mitad que ella creó.
—No tienes que enfadarte con nuestra pequeña Qing-jao —conminó Jiang-ging.
—¿Por qué? —preguntó Han Fei-tzu—. ¿Te quedarás, entonces, y me ayudarás a enseñarle a ser una mujer? Yo sólo puedo enseñarle a ser como yo soy, frío y duro, tosco y fuerte, como la obsidiana. Si acaba siendo así, aunque se parezca tanto a ti, ¿cómo podré no enfurecerme?
—Porque también puedes enseñarle todo lo que yo soy —replicó Jiang-ging.
—Si tuviera dentro de mí alguna parte de ti, no habría necesitado casarme contigo para ser una persona completa —objetó Han Feitzu. Ahora la provocaba usando la filosofía para apartar la conversación del dolor—. Ése es el deseo del alma. Como el alma está hecha de luz y vive en el aire, es esa parte la que concibe y conserva las ideas, sobre todo la idea del yo. El marido echa de menos su yo completo, que estaba compuesto del marido y la mujer juntos. Así, nunca cree ninguno de sus propios pensamientos, porque siempre hay una cuestión en su mente a la que sólo los pensamientos de la esposa son la única respuesta posible. Así, el mundo entero le parece muerto porque no puede confiar que nada conserve su significado antes de la arremetida de esta cuestión irrespondible.
—Muy profundo —comentó Jiang-ging.
—Si fuera japonés, cometería seppuku y vertiría mis entrañas en la jarra de tus cenizas.
—Muy sucio y desagradable —dijo ella.
—Entonces debería ser un antiguo hindú y quemarme en la pira.
Pero ella ya estaba cansada de bromas.
—Qing-jao —susurró.
Le estaba recordando que no podía hacer algo tan extravagante como morir por ella. Había que cuidar de la pequeña Qing-jao. Por eso, Han Fei-tzu le respondió en serio.
—¿Cómo puedo enseñarle a ser lo que tú eres?
—Todo lo que hay de bueno en mí viene del Sendero —dijo Jiang-ging—. Si le enseñas a obedecer a los dioses, honrar a los antepasados, amar a las personas y servir a los gobernantes, estaré en ella tanto como tú.
—Le enseñaré el Sendero como parte de mí mismo —aseguró Han Fei-tzu.
—No —dijo Jiang-ging—. El Sendero no es una parte natural de ti, esposo mío. Aunque los dioses te hablan cada día, insistes en creer en un mundo donde todo puede ser explicado por causas naturales.
—Obedezco a los dioses.
Han Fei-tzu pensó amargamente que no tenía más remedio: incluso retrasar la obediencia representaba una tortura.
—Pero no los conoces. No amas sus obras.
—El Sendero es amar a las personas. A los dioses sólo los obedecemos.
«¿Cómo puedo amar a unos dioses que me humillan y atormentan a cada oportunidad?»
Amamos a las personas porque son criaturas de los dioses.
—No me vengas con sermones.
Ella suspiró.
Su tristeza picó a Han Fei-tzu como una araña.
—Ojalá me sermonearas eternamente —suspiró.
—Te casaste conmigo porque sabías que amaba a los dioses, y que tú carecías de ese amor por ellos. De ese modo te completé.
¿Cómo podía discutir con ella cuando sabía que incluso ahora odiaba a los dioses por todo lo que le habían hecho, todo lo que le habían obligado a hacer, todo lo que le habían robado en su vida?
—Prométemelo —insistió Jiang-ging.
Él sabía lo que significaba esa palabra. Ella sentía la muerte rondándole: le depositaba la carga de su vida. Una carga que él llevaría con mucho gusto. Era perder su compañía en el Sendero lo que había temido siempre.
—Prométeme que enseñarás a Qing-jao a amar a los dioses y a seguir siempre el Sendero. Prométeme que harás que sea tanto mi hija como la tuya.
—¿Aunque nunca oiga la voz de los dioses?
—El Sendero es para todos, no sólo para los agraciados.
«Tal vez —pensó Han Fei-tzu—, pero a los agraciados por los dioses les resultaba mucho más fácil seguir el Sendero, porque para ellos el precio por desviarse era terrible. Las personas comunes eran libres: podían dejar el Sendero y no sentir el dolor durante años. Los agraciados no podían dejar el Sendero ni una sola hora.»
—Prométemelo.
«Lo haré. Lo prometo.»
Pero no pudo pronunciar las palabras en voz alta. No sabía por qué, pero su resistencia era profunda.
En el silencio, mientras ella esperaba su juramento, oyeron el sonido de pies que corrían sobre la grava ante la puerta de la casa. Sólo podía ser Qing-jao, que regresaba del jardín de Sun Cao-pi. Sólo a Qing-jao se le permitía correr y hacer ruido durante esta hora de silencio. Esperaron, sabiendo que acudiría directamente a la habitación de su madre.
La puerta se abrió, deslizándose casi sin ruido. Incluso Qing-jao había comprendido lo suficiente la causa del silencio para caminar con cuidado cuando se hallaba en presencia de su madre. Aunque avanzaba de puntillas, apenas podía evitar bailar, casi galopar sobre el suelo. Pero no pasó los brazos alrededor del cuello de su madre, recordaba la lección aunque la terrible magulladura se había borrado de su cara: el ansioso abrazo de Qing-jao le había roto la mandíbula hacía tres meses.
—He contado veintitrés carpas blancas en el arroyo del jardín —declaró Qing-jao.
—¿Tantas? —preguntó Jiang-ging.
—Creo que se estaban mostrando ante mí para que pudiera contarlas. Ninguna quería quedarse fuera.
—Te quiero —susurró Jiang-ging.
Han Fei-tzu oyó un nuevo sonido en la voz jadeante: un estallido, como burbujas rompiéndose con sus palabras.
—¿Crees que ver tantas carpas significa que seré una agraciada? —preguntó Qing-jao.
—Le pediré a los dioses que te hablen —aseguró Jiang-ging.
De repente, la respiración de Jiang-ging se volvió rápida y entrecortada. Han Fei-tzu se arrodilló inmediatamente y miró a su esposa. Tenía los ojos muy abiertos, asustados. Había llegado el momento.
Sus labios se movieron. «Prométemelo», articuló, aunque no pudo emitir más sonido que un jadeo.
—Lo prometo —dijo Han Fei-tzu.
Entonces la respiración se detuvo.
—¿Qué dicen los dioses cuando te hablan? —preguntó Qing-jao.
—Tu madre está muy cansada —dijo Han Fei-tzu—. Ahora debes irte.
—Pero no me ha respondido. ¿Qué dicen los dioses?
—Cuentan secretos —respondió Han Fei-tzu—. Nadie que los oiga debe repetirlos.
Qing-jao asintió sabiamente. Dio un paso atrás, como para marcharse, pero se detuvo.
—¿Puedo besarte, madre?
—Suavemente, en la mejilla-advirtió Han Fei-tzu.
Qing-jao, pequeña para sus cuatro años, no tuvo que agacharse mucho para besar la mejilla de su madre.
—Te quiero, madre.
—Ahora será mejor que te vayas, Qing-jao —dijo Han Fei-tzu.
—Pero madre no ha dicho que también me quiere.
—Lo hizo. Lo dijo antes. ¿Recuerdas? Pero está muy débil y cansada. Vete ahora.
Puso suficiente dureza en su voz para que Qing-jao se marchara sin hacer más preguntas. Sólo cuando se hubo ido se permitió Han Fei-tzu preocuparse por ella. Se arrodilló sobre el cuerpo de Jiang-qing y trató de imaginar lo que le estaba sucediendo ahora. Su alma había volado y ahora estaba ya en el cielo. Su espíritu se retrasaría mucho más; tal vez habitaría en esta casa, como si hubiera sido en efecto un lugar de felicidad para ella. La gente supersticiosa creía que todos los espíritus de los muertos eran peligrosos, y colocaba signos y conjuros para alejarlos. Pero los que seguían el Sendero sabían que el espíritu de una buena persona no era nunca dañino o destructivo, pues la bondad de su vida procedía del amor del espíritu para hacer cosas. El espíritu de Jiang-ging sería una bendición en la casa durante muchos años, si decidía quedarse.
Sin embargo, mientras intentaba imaginar su alma y su espíritu, según las enseñanzas del Sendero, había en su corazón un lugar frío convencido de que todo lo que quedaba de Jiang-ging era aquel cuerpo frágil y reseco. Esta noche ardería con la rapidez del papel, y entonces ella dejaría de existir, excepto en los recuerdos de su corazón.
Jiang-ging tenía razón. Sin ella para completar su alma, él ya dudaba de los dioses. Y los dioses se habían dado cuenta, lo hacían siempre. De inmediato sintió la insoportable urgencia de ejecutar el ritual de la limpieza, hasta que pudiera deshacerse de sus indignos pensamientos. Ni siquiera ahora lo dejarían sin castigo. Incluso ahora, con su esposa muerta delante, los dioses insistían en que los obedeciera antes de poder derramar una sola lágrima de pesar por ella.
Al principio pensó en retrasarse, posponer la obediencia. Se había adiestrado para poder posponer el ritual incluso un día entero, mientras escondía todos los signos externos de su tormento interior. Podría hacerlo ahora, pero sólo si mantenía su corazón completamente helado. Qué absurdo. El verdadero dolor llegaría cuando hubiera satisfecho a los dioses. Así, tras arrodillarse allí mismo, dio comienzo al ritual.
Todavía estaba retorciéndose y girando con el ritual cuando se asomó un sirviente. Aunque el sirviente no dijo nada, Han Fei-tzu oyó el suave deslizar de la puerta y supo lo que pensaría: Jiang-qing había muerto y Han Fei-tzu era tan recto que estaba comulgando con los dioses antes de anunciar su muerte a la servidumbre. Sin duda, algunos incluso supondrían que los dioses habían venido a llevarse a Jiang-ging, pues era conocida por su extraordinaria santidad. Nadie supondría que, aunque Han Fei-tzu estaba orando, su corazón estaba lleno de amargura porque los dioses se atrevían a exigirle esto incluso ahora.
«Oh, dioses —pensó—, si supiera que cortándome un brazo o arrancándome el hígado podría deshacerme de vosotros para siempre, agarraría el cuchillo y saborearía el dolor y la pérdida, todo por la libertad.»
También ese pensamiento era indigno, y requería más limpieza. Pasaron horas antes de que los dioses lo liberaran por fin, y para entonces estaba demasiado cansado, demasiado mareado para sentir pesar. Se levantó y convocó a las mujeres para que prepararan el cuerpo de Jiang-ging para la cremación.
A medianoche, fue el último en acercarse a la pira, llevando en brazos a Qing-jao, adormilada. La niña sujetaba en la mano los tres papeles que había escrito para su madre con sus garabatos infantiles. «Pez», había escrito, y «libro» y «secretos». Ésas eran las cosas que Qing-jao daba a su madre para que se las llevara al cielo. Han Fei-tzu había intentado comprender los pensamientos que habían pasado por la cabeza de Qing-jao cuando escribió aquellas palabras. «Pez» por las carpas del arroyo del jardín, sin duda. Y «libro»… era bastante fácil de comprender, porque leer en voz alta era una de las últimas cosas que Jiang-ging podía hacer con su hija. ¿Pero por qué «secretos»? ¿Qué secretos tenía Qing-jao para su madre? No podía preguntarlo. No se discuten las ofrendas a los muertos.
Han Fei-tzu depositó a Qing-jao en el suelo. La niña no estaba profundamente dormida, y por eso se despertó inmediatamente y permaneció allí de pie, parpadeando lentamente. Han Fei-tzu le susurró unas palabras y ella enrolló los papeles y los metió dentro de la manga de su madre. No pareció importarle tocar la fría carne de la difunta: era demasiado joven para haber aprendido a estremecerse ante el contacto con la muerte.
Tampoco a Han Fei-tzu le importó el contacto con la carne de su esposa cuando metió sus tres papeles en la otra manga. ¿Qué había ya que temer de la muerte, cuando ya había hecho lo peor que podía hacer?
Nadie sabía lo que había escrito en sus papeles, o se habrían horrorizado, pues había escrito «Mi cuerpo», «Mi espíritu» y «Mi alma». Era como si se quemara a sí mismo en la pira funeraria de Jiang-ging, y se enviara con ella hacia dondequiera que se dirigiese.
Entonces, la doncella secreta de Jiang-ging, Mu-pao, acercó la antorcha a la madera sagrada y la pira empezó a arder. El calor del fuego resultaba doloroso, de manera que Qing-jao se escondió tras su padre, asomándose sólo de vez en cuando para ver a su madre partir hacia su viaje interminable. Sin embargo, Han Fei-tzu agradeció el calor seco que le abrasaba la piel y volvía quebradiza la seda de su túnica. El cuerpo de Jiang-ging no estaba tan seco como parecía: mucho después de que los papeles se arrugaran para convertirse en cenizas y revolotearan hacia arriba con el humo del fuego, su cuerpo todavía ardía, y el denso incienso que se consumía alrededor de la hoguera no lograba disimular el olor a carne quemada. «Esto es lo que estamos quemando aquí: carne, peces, carroña, nada. No es mi Jiang-ging. Sólo el disfraz que llevaba en esta vida. Lo que convirtió ese cuerpo en la mujer que amé está todavía vivo, debe estar vivo todavía.» Y por un momento pensó que podía ver, u oír, o de algún modo sentir el paso de Jiang-ging.
«En el aire, en la tierra, en el fuego. Estoy contigo.»