Durante todo ese día, ardió la batalla. Una y otra vez los hunos se lanzaron contra las defensas godas, como olas tormentosas que golpeasen un acantilado. Las flechas oscurecían el cielo donde se alzaban las lanzas, se agitaban los estandartes, la tierra se agitaba por el estruendo de los cascos, y los jinetes cargaban. Guerreros a pie, los godos se mantenían firmes en sus formaciones. Las picas se apresuraban al frente, las espadas, hachas y picos relucían, los arcos se tensaban y las hondas volaban, los cuernos rugían. Cuando llegaba el momento, los gritos profundos contestaban a los agudos gritos de guerra de los hunos. Después fueron puñaladas, jadeos, sudor, matanza y muerte. Cuando los hombres caían, pies y cascos destrozaban los torsos y convertían la carne en una ruina roja. El hierro alborotaba en los cascos, vibraba en las mallas, golpeaba la madera de los escudos y el cuero endurecido de las corazas. Los caballos se revolcaban y gritaban, con las gargantas atravesadas o los jarretes paralizados. Los hombres heridos gruñían e intentaban atacar o luchar. Rara vez alguien estaba seguro de a quién había golpeado o quién le había atacado. La locura te llenaba, te dominaba, oscurecía el mundo.
En una ocasión los hunos rompieron una línea enemiga. Rugieron de alegría mientras dirigían las monturas para atacar desde atrás. Pero como venida de ninguna parte, una nueva tropa goda cayó sobre ellos, y fueron ellos los atrapados. Pocos escaparon. Normalmente, los capitanes hunos que veían fallar una carga hacían sonar inmediatamente la retirada. Los jinetes estaban bien entrenados; se situaban lejos del alcance de los arcos, y durante un rato la multitud tomaba aliento, apaciguaba la sed, cuidaba de los heridos, y se miraba a lo ancho del campo de batalla.
El sol se hundió en el oeste, de color rojo sangre sobre el cielo verdoso. Su luz se reflejaba en el río y en las alas de los carroñeros que daban vueltas en lo alto. Las sombras sobre la hierba argentina eran largas, trepaban por los valles convirtiendo los árboles en montones negros y sin forma. Una ligera brisa fría recorría la tierra manchada de sangre, agitando el pelo de los cadáveres entre el trigo, silbando como si desease llamarlos.
Resonaron los tambores. Los hunos formaron escuadrones. Sonó una última trompeta y realizaron su último asalto.
Aunque estaban mortalmente cansados, los godos resistieron, y cosecharon hombres por centenares. Ciertamente Dagoberto había montado bien su trampa. Cuando tuvo las primeras noticias del ejercito invasor —que asesinaba, violaba, saqueaba y quemaba— convocó a su gente para unirse bajo un estandarte común. No sólo los tervingos, también los colonos vecinos prestaron atención. Atrajo a los hunos hasta esa hondonada que llevaba al Dniéper, donde la caballería tenía poco espacio, antes de que sus fuerzas principales cayesen sobre las crestas a cada lado y bloqueasen la retirada.
Su pequeño escudo redondo estaba hecho añicos. Tenía el casco abollado, la malla rota, la espada mellada, el cuerpo convertido en una única contusión. Pero aun así estaba de pie al frente del centro godo, y sobre él volaba su estandarte. Cuando llegó el ataque, se movió como un gato montés.
El caballo era enorme. Vio al hombre que lo montaba: bajo pero ancho, cubierto con pieles apestosas bajo la escasa armadura que llevaba, la cabeza afeitada exceptuando una cola, la fina barba en trenzas, una cara de gran nariz que era odiosa por el dibujo de las cicatrices. El huno portaba una única hacha de mano. Dagoberto se apartó mientras los cascos golpeaban el suelo. Atacó, y en el camino se encontró con la otra arma. Resonó el acero. Las chispas saltaron en el crepúsculo. Dagoberto deslizó la hoja a un lado y golpeó la cadera del jinete. Hubiese sido un corte mortal si la hoja hubiese estado afilada. Como estaba, salió sangre. El huno se quejó y atacó de nuevo. Dio de lleno al casco godo. Dagoberto se tambaleó. Recuperó el equilibrio… y su enemigo había desaparecido, atrapado en el remolino de la batalla.
Desde otro caballo, de pronto frente a él, saltó una lanza. Dagoberto, medio atontado, la recogió entre cuello y hombro. El huno lo vio hundirse, y presionó sobre el agujero abierto en las líneas godas. Desde el suelo, Dagoberto lanzó su espada. Golpeó al huno en el brazo y le hizo soltarla lanza. El compañero de Dagoberto más cercano lo golpeó con una pica. El huno cayó. El cuerpo salió arrastrado por el estribo.
De pronto ya no hubo lucha. Desorganizados, aterrados, los enemigos que quedaban con vida huían. No como un grupo, sino cada uno por sí mismo, salieron en estampida.
—A por ellos —pudo decir Dagoberto desde donde estaba—. Que no quede ni uno libre… vengad nuestros muertos, haced que nuestra tierra sea segura… —Débil, golpeó el talón del que portaba su estandarte. El hombre llevó el estandarte por delante, y los godos lo siguieron, matando, matando. Ciertamente pocos fueron los hunos que regresaron a casa.
Dagoberto se agarraba el cuello. La punta había penetrado por la derecha. La sangre salía a borbotones. El estruendo de la guerra se desplazó. Más cerca se oían los gritos de los tullidos, hombres y caballos, y de los cuervos que volaban bajo. Ésos también se fueron apagando. Buscó con los ojos la última luz del sol.
El aire se estremeció y resplandeció. El Errante había llegado.
Desmontó de su extraña cabalgadura, se arrodilló sobre el barro, puso la manos sobre la herida de su hijo.
—Padre —susurró Dagoberto, un gorjeo entre la sangre que le llenaba la boca.
La angustia cubrió el rostro que recordaba como serio y remoto.
—No puedo salvarte… no podría… ellos no lo harían… —farfulló el Errante.
—¿Hemos… ganado?
—Sí. Os libraréis de los hunos durante muchos años. Obra tuya.
El godo sonrió.
—Bien. Ahora llévame lejos, padre…
Carl sostuvo a Dagoberto entre sus brazos hasta que le llegó la muerte, y mucho tiempo después.