Poul Anderson El pesar de Odín el Godo

Y entonces oí una voz en el mundo: «¡Oh, llorad por la fe rota,

Y el pesado infortunio de los Nibelungos, y el pesar de Odín el Godo!»

WILLIAM MORRIS, Sigur el Volsungo

372

El viento penetró desde las tinieblas al abrirse la puerta. Los fuegos que ardían a todo lo largo de la estancia se agitaron en sus canales; las llamas saltaban y fluían de las lámparas de piedra; el humo regresaba amargo de la abertura en el techo que debería haberlo dejado salir. El súbito brillo se reflejó en lanzas, hachas, espadas y escudos, allí donde las armas reposaban cerca de la entrada. Los hombres que llenaban el gran salón se volvieron cautelosos y atentos, así como las mujeres que en ese momento les traían cuernos de cerveza. Eran los dioses tallados en las columnas los que parecían moverse por entre sombras inquietas, el Padre Tiwaz de una sola mano, Donar del Hacha, los jinetes Gemelos… ellos, y las bestias, héroes y ramas entrelazadas grabados sobre el revestimiento de madera. «¡Buuuu», decía el viento, un sonido tan frío como él mismo.

Entraron Hathawulf y Solbern. Su madre Ulrica se situó entre ellos, y la mirada en su rostro no fue menos terrible que la mirada de ellos. Los tres permanecieron inmóviles durante un latido o dos, mucho tiempo para aquellos que esperaban sus palabras. Luego Solbern cerró la puerta mientras Hathawulf se adelantaba y levantaba el brazo derecho. El silencio cayó sobre la estancia, roto sólo por el crepitar del fuego y la respiración de los presentes.

Pero fue Alawin quien habló primero. Levantándose del banco, con su cuerpo estremeciéndose de anticipación, gritó:

—¡Entonces nos vengaremos! —rugió su voz; no tenía sino quince inviernos.

El guerrero que estaba a su lado le tiró de la manga y gruñó:

—Siéntate. Debe decírnoslo el señor. —Alawin tragó, miró a su alrededor, obedeció.

Una especie de sonrisa dejó ver los dientes entre la barba amarilla de Hathawulf. Llevaba en el mundo nueve años más que aquel medio hermano, cuatro años más que su hermano Solbern, pero parecía mayor aún, y no sólo por su altura, anchos hombros y paso seguro; el liderazgo había sido suyo durante los últimos cinco de esos años, después de la muerte de su padre Tharasmund, y eso había acelerado el crecimiento de su alma. Algunos murmuraban que Ulrica tenía demasiado control sobre Hathawulf, pero quien pusiese en duda su hombría tendría que enfrentarse a él en una lucha y era poco probable que saliese caminando de ella.

—Sí—dijo, sin esfuerzo, pero sin embargo se le oyó de un extremo al otro del edificio—. Sacad el vino, mozas; bebed bien hombres, haced el amor a vuestras mujeres, disponed el material de guerra; amigos que habéis venido a ofrecernos ayuda, mi más profundo agradecimiento: mañana al amanecer cabalgaremos para matar al asesino de mi hermana.

—Ermanarico —dijo Solbern. Era más bajo y oscuro que Hathawulf, más dado a atender su granja y dar forma a las cosas con sus manos que a perseguir y hacer la guerra; pero escupió el nombre como si hubiese sido un veneno en la boca.

Un suspiro de alivio, más que de sorpresa, recorrió el salón, aunque algunas de las mujeres se retiraron, o se acercaron a sus maridos, hermanos, padres, jóvenes con los que algún día podrían casarse. Unos pocos terratenientes rugieron, casi con alegría, desde lo más profundo de la garganta. Otros se volvieron sombríos.

Entre estos últimos se encontraba Liuderis, el que había retenido a Alawin. Se puso en pie sobre el banco, por lo que se encontraba por encima de todos. Era un hombre fornido, de pelo gris y lleno de cicatrices, antiguo hombre de confianza de Tharasmund. Preguntó:

—¿Lucharías contra el rey al que diste tu palabra?

—Ese juramento dejó de tener sentido cuando hizo que Swanhild fuese pisoteada por los cascos de los caballos.

—Pero él dice que Randwar planeaba su muerte.

—¡Él lo dice! —gritó Ulrica. Se adelantó para situarse allí donde quedaba más iluminada: un mujer grande, las trenzas recogidas medio grises y medio todavía rojizas alrededor de un rostro cuyas líneas se habían congelado en la seriedad de la mismísima Weard. Costosas pieles adornaban la capa de Ulrica; el vestido que llevaba era de seda del este; el ámbar de las tierras del norte relucía en su cuello: porque era hija de un rey que se había emparentado con la casa de Tharasmund, que descendía de los dioses.

Se detuvo con los puños apretados, y los agitó frente a Liuderis y el resto:

—Bien podía Randwar el Rojo haber buscado la destitución de Ermanarico. Durante demasiado tiempo han tenido que sufrir los godos a ese perro. Sí, le llamo perro, a Ermanarico, que no es digno de vivir. No me digáis que nos hizo poderosos y que sus dominios se extienden desde el mar Báltico al mar Negro. Son sus dominios, no los nuestros, y no le sobrevivirán. Hablad, mejor, de contribuciones casi ruinosas, de esposas y doncellas deshonradas, de tierras tomadas sin derecho y de gente arrojada de sus casas, de hombres derribados o quemados en sus moradas simplemente por haberse atrevido a hablar en su contra. Recordad cómo mató a sus sobrinos y a las familias de éstos cuando no consiguió su tesoro. Pensad en cómo hizo colgar a Randwar, simplemente por la palabra de Sibicho Mannfrithsson… Sibicho, la víbora siempre silbando a oídos del rey. Y preguntaos esto. Incluso si Randwar se hubiese convertido realmente en el enemigo de Ermanarico, traicionado antes de poder vengar un ataque contra su gente… incluso si fuese así, ¿por qué debía morir también Swanhild? Sólo era su esposa. —Ulrica tomó aliento—. También era la hija de Tharasmund y mía, la hermana de vuestro jefe Hathawulf y de su hermano Solbern. Ellos, que nacieron de Wodan, enviarán a Ermanarico al mundo subterráneo para que se convierta en su esclavo.

—Hablasteis con vuestros hijos durante medio día, mi dama —dijo Liuderis—. ¿Cuánto de esto es vuestra voluntad y no la de ellos?

Hathawulf se llevó la mano a la espada.

—Habláis demasiado —contestó.

—No pretendía ofender… —empezó a decir el guerrero.

—La tierra llora por la sangre de la dulce Swanhild —dijo Ulrica—. ¿Nos volverá a dar frutos si no la lavamos con la sangre de su asesino?

Solbern estaba más calmado.

—Vosotros, tervingos, sabéis bien que los problemas se han estado fraguando durante años entre el rey y nuestra tribu. ¿Por qué si no vinisteis aquí cuando oísteis lo que había pasado? ¿No pensáis todos que quizá esto se hizo para probar nuestro temple? Si nos quedamos en nuestros hogares, si Heorot acepta cualquier compensación que pueda ofrecer, sabrá que tiene libertad para aplastamos por completo.

Liuderis asintió, cruzó los brazos sobre el pecho, y contestó con firmeza:

—Bien, no entraréis en batalla sin mis hijos y sin mí, mientras esta vieja cabeza se encuentre sobre la tierra. Pero ciertamente me pregunto si tú y Hathawulf no estáis siendo temerarios. Ermanarico es fuerte. ¿No sería mejor tomarnos nuestro tiempo, prepararnos, reunir hombres de tribus vecinas antes de atacar?

Hathawulf volvió a sonreír, con algo más de calor que antes.

—Ya hemos pensado en eso —dijo con tono firme—. Si nos concedemos tiempo a nosotros mismos, también damos tiempo al rey. No creo que pudiésemos levantar muchas lanzas contra él. No mientras los hunos merodeen por los caminos, los pueblos vasallos se muestren reacios al pago de tributos y los romanos puedan ver, en una guerra entre godos, una oportunidad de entrar y conquistarlo todo. Además, Ermanarico no permanecerá ocioso antes de moverse para humillar a los tervingos. No, debemos atacar ahora, cuando no lo espera, cogerlo por sorpresa, superar a sus guardias, que no son muchos más de los que estamos aquí, matar a Ermanarico con un golpe rápido y limpio, y después convocar una asamblea para elegir un nuevo rey justo.

Liuderis volvió a asentir.

—He dicho lo que pienso, tú has dicho lo que piensas. Ahora dejemos de hablar. Mañana cabalgaremos. —Se sentó.

—Es un riesgo —dijo Ulrica—. Éstos son mis últimos hijos vivos, y quizá vayan a su muerte. Eso será como desee Weard, que decide por igual el destino de hombres y dioses. Pero preferiría que mis hijos muriesen con valor antes de que se arrodillasen frente al asesino de su hermana. Eso no traería suerte.

El joven Alawin volvió a ponerse en pie de un salto. Sacó el cuchillo.

—¡Nosotros no moriremos! —gritó—. ¡Ermanarico morirá, y Hathawulf será rey de los ostrogodos!

De los hombres se elevó un rugido lento, como una ola que se aproximase.

Solbern el Sobrio recorrió la estancia. La multitud lo dejó pasar. El junco trenzado y el suelo de barro resonaron bajo sus botas.

—¿Te he oído decir «nosotros»? —preguntó por entre los retumbos—. No, eres un muchacho. Te quedarás en casa.

Las aterciopeladas mejillas se sonrojaron.

—¡Soy suficiente hombre para luchar por mi casa! —gritó Alawin.

Ulrica se envaró allí donde estaba. De ella saltó la crueldad.

—¿Tu casa, bastardo?

El alboroto creciente murió. Los hombres se miraron incómodos. No Presagiaba nada bueno que en una hora aciaga como aquélla se liberase un odio antiguo como ése. La madre de Alawin, Erelieva, no sólo había sido una amante para Tharasmund, se había convertido en la única mujer que le importaba, y Ulrica se había regocijado casi abiertamente cuando cada hijo que paría Erelieva, excepto el primero, moría joven. Después de que el jefe guerrero hubiese tomado el camino del infierno, los amigos de Erelieva se habían apresurado a casarla con un terrateniente que vivía lejos de la casa comunal. Alawin se había quedado, lo adecuado para el hijo de un señor, pero Ulrica siempre lo aguijoneaba.

Los ojos se encontraron entre el humo y la luz del fuego llena de sombras.

—Sí, mi casa —gritó Alawin—, y Swanhild también era m—m—m—mi hermana. —El tartamudeo le hizo morderse el labio inferior con vergüenza.

—Calma, calma. —Hathawulf volvió a levantar el brazo—. Tienes derecho, muchacho, y haces bien en reclamarlo. Sí, cabalga con nosotros cuando llegue la aurora. —Su mirada desafió a Ulrica. Ella torció la boca pero no dijo nada. Todos supieron que deseaba que el joven muriese.

Hathawulf caminó hacia la silla alta situada en medio del salón. Resonaron sus palabras:

—¡No más peleas! Esta noche seremos felices. Pero primero, Anslaug —a su esposa— ven a sentarte a mi lado y juntos beberemos de la copa de Wodan.

Resonaron los pies, los puños golpearon la madera, los cuchillos se encendieron como antorchas. Las mujeres empezaron a rugir con los hombres.

Hail!Hail!Hail!

La puerta se abrió.

La noche llegaba rápido en otoño, por lo que el recién llegado permanecía de pie en la oscuridad. El viento agitaba los bordes de su manto, levantaba hojas muertas, silbaba y enfriaba la habitación. Todos se volvieron para ver quién había llegado, tomaron aliento, e incluso aquellos que habían estado sentados se pusieron en pie. Era el Errante.

Era más alto que ellos y sostenía la lanza más como un bastón que como un arma, como si no tuviese necesidad del hierro. Un sombrero de ala ancha le cubría el rostro, pero no el pelo gris como el de un lobo ni la barba, no el brillo de sus ojos. Pocos de ellos le habían visto alguna vez, pocos habían estado presentes cuando hacía sus apariciones; pero todos reconocían al antepasado de los jefes tervingos.

Ulrica fue la primera en recuperarse.

—Saludos, Errante, y bienvenido —dijo—. Honráis nuestro techo. Venid, ocupad la silla alta y os traeremos un cuerno de vino.

—No, una copa, una copa romana, la mejor que tenemos —dijo Solbern.

Hathawulf fue a la puerta, cuadró los hombros y permaneció frente al Anciano.

—Sabéis lo que pasa —dijo—. ¿Qué tenéis para nosotros?

—Esto —contestó el Errante. Tenía la voz profunda, con un acento distinto del de los godos del sur o de cualquiera de los que conocían. Los hombres suponían que su lengua natal era la lengua de los dioses. Esa noche sonaba pesada, como si la empujase la pena—. Estáis dispuestos a la venganza, Hathawulf y Solbern, y eso no puede cambiarse; es la voluntad de Weard. Pero Alawin no irá con vosotros.

El joven se hundió, poniéndose blanco. De su garganta salió un débil gemido.

La mirada del Errante recorrió el salón para mirarlo.

—Es necesario. —Siguió hablando, lenta palabra tras lenta palabra—. No te insulto cuando digo que sólo eres medio adulto y que morirás con valor pero sin necesidad. Todos los hombres que están aquí fueron antes muchachos. No, en lugar de eso te digo que tu tarea ha de ser otra, más dura y extraña que la venganza, para bien de esa gente que surgió de la madre del padre de tu padre, Jorith … —¿había temblado ligeramente el tono?— y yo mismo. Aguanta, Alawin. Tu hora llegará pronto.

—Se… se hará… como deseáis, señor —dijo Hathawulf con la garganta agarrotada—. Pero ¿qué significa eso… para los que cabalgaremos mañana?

El Errante lo miró durante un rato en que se hizo el silencio antes de contestar.

—No deseas saberlo. Sean buenas o malas palabras, no deseas conocerlas.

Alawin se derrumbó sobre su banco, puso la cabeza entre las manos y se estremeció.

—Adiós —dijo el Errante. La capa se arremolinó, la lanza se agitó, la puerta se cerró y se fue.

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