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Tharasmund había cumplido su decimotercer invierno cuando su padre Dagoberto cayó en batalla. Sin embargo, después de enterrar a su líder en un túmulo en lo alto de una colina, los tervingos vitorearon al muchacho como su jefe guerrero. Era poco más que un mozalbete, aunque prometedor, pero no aceptarían el mando de ninguna otra casa más que la suya.

Además, después de la batalla del Dniéper, no esperaban ningún peligro en el mañana. Habían derrotado a la alianza de varias tribus hunas. El resto no tendría prisa en atacar a los godos, ni los hérulos. Cualquier guerra que se luchase sería probablemente lejos, y no en defensa sino en nombre del rey Geberico. Tharasmund tendría tiempo para crecer y aprender. Más aún, ¿no dispondría del favor y el consejo de Wodan?

Waluburga, su madre, volvió a casarse, con un hombre llamado Ansgar. Ocupaba una posición por debajo de la de ella, pero tenía dinero y no estaba deseoso de poder. Juntos gobernaron bien sus tierras y fueron buenos líderes de su gente hasta la mayoría de edad de Tharasmund. Si siguieron haciéndolo después de esa fecha, antes de retirarse a vivir con tranquilidad, fue por expreso deseo del muchacho. La inquietud de sus antepasados también estaba en él, y quería libertad para viajar.

Eso estaba bien, porque en esos días se producían muchos cambios en el mundo. Un jefe guerrero debía conocerlos antes de tener esperanzas de tratar con ellos.

Roma se encontraba una vez más en paz consigo misma, aunque antes de morir Constantino había dividido el Imperio entre Occidente y Oriente. Para el trono oriental había elegido Bizancio, cambiándole el nombre por el suyo propio. Creció con rapidez en tamano y riqueza. Después de una derrota, los visigodos firmaron un tratado con Roma y el tráfico por el Danubio se incrementó.

Constantino habla declarado que Cristo era el único dios del estado. Los representantes de la fe llegaban hasta muy lejos. Más y más godos del oeste se convertían. Lo que disgustaba mucho a los que permanecieron con Tiwaz y Frija. No sólo podían enfurecerse los antiguos dioses y traer desgracias sobre los desagradecidos; aceptar al nuevo dios abría las puertas al dominio de Constantinopla, lentamente pero sin tener que levantar más espadas. Los cristianos argumentaban que eso contaba menos que la salvación; además, desde un punto de vista global, era mejor formar parte del Imperio que quedarse fuera. Año tras año creció la amargura entre facciones.

Al estar tan lejos, los ostrogodos tardaron en saber de esos asuntos. Los cristianos que había entre ellos eran en su mayoría esclavos traídos de zonas orientales. Había una iglesia en Olbia, pero era para el uso de los comerciantes romanos; de madera, pequeña y pobre cuando se la comparaba con los antiguos templos de mármol, aunque éstos ahora estaban vacíos. Sin embargo, al incrementarse el comercio, los habitantes del interior empezaron a encontrarse con los cristianos, algunos de ellos sacerdotes. Aquí y allá, las mujeres libres recibían el bautismo, y algunos hombres.

Los tervingos no estaban dispuestos a aceptarlo. Les iba bien con sus dioses, así como a todos los godos del este. Los extensos acres producían riquezas, así como el truque entre norte y sur, y también su parte de¡ tributo pagado por la gente que el rey había conquistado.

Waluburga y Ansgar construyeron una nueva residencia digna del hijo de Dagoberto. Se levantó en la orilla derecha del Dniéper, sobre una elevación que miraba los reflejos del río, entre el viento que agitaba la hierba y los cultivos, soportes de madera en los que anidaban los pájaros para cubrir el cielo. Sobre sus aguilones se alzaban dragones tallados; sobre, las puertas se entrecruzaban cuernos de alce y toro; las columnas interiores sostenían las imágenes de los dioses; excepto la de Wodan, que cerca tenía un lugar sagrado ricamente engalanado. Otros edificios aparecieron a su alrededor: hasta que el asentamiento casi pudo considerarse una villa. La vida estallaba a su alrededor, hombres, mujeres, niños, caballos, sabuesos, carromatos, armas, sonidos de charla, risas, canciones, pisadas sobre el empedrado, martillos, sierras, ruedas, fuegos, juramentos y, de vez en cuando, el sollozo de alguien. Un cobertizo cerca de] agua guardaba una nave, cuando no estaba viajando lejos, y el muelle a menudo daba la bienvenida a naves que recorrían la corriente con sus maravillosas cargas.

A la residencia la llamaron Heorot, porque el Errante, con triste sonrisa, había dicho que ése era el nombre de un famoso lugar al norte, Venía cada pocos años, unos cuantos días cada vez, para escuchar lo que hubiese que escuchar.

Tharasmund creció mas oscuro que su padre, de pelo castaño, de huesos, rasgos y alma más pesados. Los tervingos no opinaban que eso fuese malo. Que queme pronto sus ansias de aventuras, y que aprenda como lo hizo su padre; luego se quedaría en casa y los dirigiría con sabiduría. Creían que iban a necesitar a un hombre firme como líder. Les llegaban historias de un rey que estaba reuniendo a los hunos como Geberico había hecho con los ostrogodos. Las noticias de la región natal al norte decían que el hijo de Geberico, y su probable sucesor, Ermanarico, era cruel y autoritario. Además, lo más seguro era que pronto la familia real se trasladase al sur fuera de los pantanos y la humedad, en dirección a aquellas tierras soleadas donde ahora se encontraba la mayoría de la nación. Los tervingos querían un líder capaz de defender sus derechos.

El último viaje de Tharasmund cornenzó cuando tenía diecisiete inviernos, y duró tres años. Le llevó por el mar Negro hasta la mismísima Constantinopla. De allí regresó su nave; ésa fue la única noticia que tuvieron de él. Pero no tenían miedo; porque el Errante se había ofrecido para acompañar a su nieto.

Después, Tharasrnund y sus hombres tuvieron historias para alegrarse las noches durante el resto de sus vidas. Después de su estancia en Nueva Roma —maravilla sobre maravilla, acontecimiento sobre acontecimiento— fueron por tierra, atravesando la provincia de Mesia y, por tanto, el Danubio. En su extremo más alejado se asentaron durante un año entre los visigodos. El Errante había insistido, diciendo que Tharasmund debía forjar amistad con ellos.

Y ciertamente pasó que el joven conoció a Ulrica, una hija del rey Atanarico. El poderoso líder todavía ofrecía sus ofrendas a los antiguos dioses; y el Errante en ocasiones también había aparecido en su reino. Se alegraba de formar una alianza con una casa guerrera del este. Y en cuanto a los jóvenes, se entendían. Ulrica ya era arrogante y dura, pero aceptó viajar para dirigir bien su casa, tener hijos sanos y apoyar a su hombre en sus decisiones. Se llegó a un acuerdo: Tharasmund volvería a casa, se enviarían regalos y peticiones, al cabo de un año, más o menos, su prometida se reuniría con él.

El Errante no estuvo más que una noche en Heorot antes de decir adiós. De él, Tharasmund y el resto no relataron más que los había dirigido con sabiduría, aunque a menudo desaparecía por un tiempo. Para ellos era demasiado extraño como tema de conversación.

Pero en una ocasión, años más tarde, cuando Erelieva yacía a su lado, Tharasmund le dijo:

—Le abrí mi corazón. Él lo deseaba, y me escuchó, y de alguna forma fue como si el amor y el dolor se agitasen tras sus ojos.

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