1935

No me cambié de ropa hasta que mi vehículo me llevó por el espacio-tiempo. Entonces, en la base de la Patrulla camuflada como almacén, me quité la ropa del valle del Dniéper, finales del siglo XX, y me puse la de Estados Unidos, mediados del siglo XX.

La forma básica, camisas y pantalones para los hombres, vestidos para las mujeres, era la misma. Las diferencias en los detalles eran incontables. A pesar de la tela basta, el traje godo era más cómodo que una chaqueta y corbata. Lo guardé en la caja de mi saltador, junto con dispositivos especiales como el pequeño aparato que usé para escuchar, desde el exterior, lo que sucedía en el salón del pez gordo tervingo. Como la lanza no cabía, la dejé atada a un lateral de la máquina. No iba a ir a ninguno sitio más que al entorno al que pertenecía aquel arma.

El agente de guardia de ese día rondaba los veinte años —joven para los tiempos modernos; en la mayor parte de las épocas ya hubiese sido un hombre situado y con familia— y yo lo desconcertaba un tanto. Cierto, mi situación como miembro de la Patrulla del Tiempo era un tecnicismo, como en su caso. Yo no participaba en la vigilancia de los senderos espaciotemporales, en el rescate de viajeros en apuros o un algo tan glamoroso como eso. No era más que un científico; «estudioso» sería probablemente más adecuado. Sin embargo, yo realizaba viajes solo, algo para lo que él no estaba cualificado.

Me miró mientras salía del hangar de la anónima oficina, supuestamente una empresa de construcción, que era nuestra fachada en aquella ciudad y en esa época.

—Bienvenido a casa, señor Farness —dijo—. Eh, tuvo un viaje agitado, ¿no?

—¿Qué te hace pensarlo? —contesté automáticamente.

—Su expresión, señor. La forma en que anda.

—No corrí peligro —dije. No quería hablar de ellos más que con Laurie, y quizá ni siquiera con ella durante un tiempo, así que lo dejé atrás y salí a la calle.

Aquí también era otoño, uno de esos días serenos y brillantes de los que a menudo disfrutaba Nueva York antes de volverse inhabitable; ese año resultaba ser el anterior al de mi nacimiento. El cemento y el vidrio relucían más altos que el cielo, hasta el azul donde unas cuantas nubes fragmentadas corrían empujadas por una brisa que me daba su beso frío. Los coches eran pocos y no hacían sino añadir al aire cierto aroma, superado por el olor de los carritos de castañas que empezaban a surgir del letargo. Fui por la Quinta Avenida y dejé atrás tiendas llenas de encanto, algunas de las mujeres más hermosas del mundo y gente de toda la rica diversidad de nuestro planeta.

Mi esperanza era que yendo a casa a pie pudiese quemar parte de la tensión y la tristeza que me embargaban. La ciudad no sólo podía estimular, también podía curar, ¿no? Allí es donde Laurie y yo habíamos decidido vivir, cuando nos podíamos haber establecido en cualquier lugar del pasado o el futuro.

No, no era del todo correcto. Como la mayoría de las parejas, queríamos un nido en un lugar razonablemente familiar, donde no tuviésemos que aprenderlo todo desde el principio y mantenernos siempre en guardia. Los años treinta eran un entorno maravilloso si eras un americano blanco, con buena salud y dinero. Las comodidades que faltaban, como el aire acondicionado, podían instalarse sin llamar la atención y sino las usabas nunca cuando había visitas que no debían saber que los viajeros en el tiempo existían. Cierto, la banda de los Roosevelt estaba al mando, y la conversión de la República en el Estado Corporativo todavía no había progresado mucho y todavía no afectaba a nuestras vidas privadas; la evidente desintegración de la sociedad no se convertiría en un proceso rápido y evidente (en mi opinión) hasta después de las elecciones de 1964.

En el Medio Oeste, donde ahora me llevaba mi madre, hubiésemos tenido que ser prudentes hasta la incomodidad. Pero la mayoría de los neoyorquinos eran tolerantes, o al menos no eran curiosos. Una barba hasta el pecho y el pelo largo hasta los hombros, que me había atado en una coleta mientras estaba en la base, no atraían demasiadas miradas, no más que unos gritos de «¡Castor!» por parte de los niños. Para nuestro casero, vecinos y otros contemporáneos, éramos un profesor retirado de filología germánica y su esposa, y nuestras rarezas algo previsible. Como estaban las cosas, tampoco era una mentira.

Por tanto, el paseo debía haberme calmado hasta cierto punto, devolviéndome la perspectiva que deben tener los agentes de la Patrulla para evitar que las cosas que ven los vuelvan locos. Debemos comprender que lo que Pascal dijo es cierto de todos los seres humanos en todo el espacio-tiempo, nosotros incluidos —«El último acto es trágico, sin que importe lo agradable que fuese la comedia de los actos anteriores. Un poco de tierra sobre la cabeza y se ha acabado para siempre»—; comprenderlo en profundidad para vivir con calma aunque quizá sin serenidad. A esos godos míos les iba mejor que, digamos, a millones de judíos y gitanos europeos, a menos de diez años en el futuro, o a millones de rusos en este mismo momento.

No servía. Eran mis godos. Sus fantasmas se reunían a mi alrededor hasta que la calle, edificios, carne y sangre se convertían en irreales, en sueños mal recordados.

A ciegas, aceleré el paso hacia el santuario que Laurie pudiese ofrecerme.

Ocupábamos un inmenso piso con vistas a Central Park, donde nos gustaba pasear en las noches agradables. El portero del apartamento no tenía además que ejercer de guardia armado. Hoy le he hecho daño por la brusquedad con la que le he devuelto el saludo, y lo he comprendido cuando ya estaba en el ascensor y era demasiado tarde. Ir hacia atrás en el tiempo para cambiar ese incidente hubiese violado la Directiva Primera de la Patrulla. No es que nada tan trivial pudiese afectar al continuo; es flexible dentro de ciertos límites, y los efectos de las alteraciones normalmente se atenúan con rapidez. En realidad, hay una interesante duda metafísica sobre en qué medida el viajero del tiempo descubre el pasado y en qué medida lo crea. El gato de Schrödinger mira desde la historia así como desde la caja. Pero la Patrulla existe para asegurar que el tráfico temporal no aborte la serie de sucesos que producen al final a los superhumanos danelianos quienes fundaron la Patrulla cuando, en su propio remoto pasado, los hombres normales descubrieron cómo viajar cronológicamente.

Mis pensamientos habían huido a ese territorio conocido mientras permanecía atrapado en el ascensor. Hacía que los fantasmas fuesen más distantes, menos vociferantes. Sin embargo, cuando entré en casa, me siguieron.

Un olor a aguarrás flotaba entre los libros que empapelaban el salón. Laurie estaba consiguiendo cierto reconocimiento como pintora, aquí, en los años treinta, cuando ya no era la preocupada esposa de un miembro de la facultad que había sido a finales de siglo. Le habían ofrecido un trabajo en la Patrulla, pero lo rechazó: carecía de la fuerza física que requería un agente de campo —masculino o, especialmente, femenino— en ciertas ocasiones, y los trabajos de rutina o referencia no le interesaban. Eso sí, habíamos pasado vacaciones en algunos entornos exóticos.

Me oyó entrar y salió corriendo de su estudio para saludarme. Verla me alegró un poco el espíritu. Con la bata manchada, el pelo rojo metido bajo un pañuelo, seguía siendo esbelta, ágil y hermosa. Las arrugas alrededor de sus ojos verdes eran demasiado finas para ser apreciables hasta que se acercó lo suficiente para abrazarme.

Nuestros conocidos locales tendían a envidiarme una mujer que, además de ser encantadora, era mucho más joven que yo. De hecho, la diferencia en fechas de nacimiento no era más que de seis años. Yo andaba por los cuarenta y tantos, y ya tenía el pelo gris, prematuramente, cuando la Patrulla me reclutó, mientras que ella había conservado gran parte de su aspecto juvenil. El tratamiento antitanático que ofrece nuestra organización puede detener el proceso de envejecimiento, pero no invertir sus efectos.

Además, ella pasaba la mayor parte de su vida en el tiempo normal, a sesenta segundos por minuto. Pasaban días, semanas, meses entre el momento en que yo, como agente de campo, me despedía por la mañana y volvía a cenar… un interludio durante el que podía dedicarse a su carrera sin mi interrupción. Mi edad acumulada se acercaba ya a los cien años.

A veces parecían mil. Y se notaba.

—¡Hola, Carl, querido! —Pegó los labios a los míos. La abracé. Si la pintura me manchaba el traje, ¿qué importaba? Luego ella se echó atrás, me cogió ambas manos, y envió su mirada a mi interior.

Habló en voz baja:

—Este viaje te ha hecho daño.

—Sabía que así sería —le contesté cansado.

—Pero no sabías cuánto… ¿Estuviste fuera mucho tiempo?

—No. En un momento te contaré los detalles. Pero tuve suerte. Encontré un punto clave, hice lo que tenía que hacer y salí de allí. Unas pocas horas de observación oculta, unos minutos de acción y fini.

—Supongo que podrías decir que es suerte. ¿Debes volver pronto?

—A esa era, sí, bastante pronto. Pero quiero pasar un tiempo aquí, para descansar, meditar sobre lo que vi que iba a suceder… ¿Podrás soportarme, mirándote, durante una semana o dos?

—Cariño. —Volvió a mí.

—De todas formas, tengo que trabajar con mis notas —le dije al oído—, pero por las tardes podemos salir a cenar, al teatro, divertirnos.

—Oh, espero que puedas divertirte. No lo finjas por mí.

—Más adelante las cosas serán más fáciles —le aseguré—. Simplemente estaré realizando mi misión original, grabando las canciones e historias que crearán sobre esto. Es sólo… primero tengo que tener algo de realidad.

—¿Debes?

—Sí. No por propósitos de estudio, no, supongo que no. Pero son mi gente. Lo son.

Me abrazó con más fuerza. Ella lo sabía.

Lo que no sabía, pensé en un ataque de dolor —lo que le pedía a Dios que no supiese— era por qué me preocupaban tanto aquellos descendientes míos. Laurie no era celosa. Nunca había desaprobado el tiempo que Jorith y yo habíamos pasado juntos. Riendo, me dijo que no la privaba de nada y que a mí me daba una posición en la comunidad que estudiaba, lo que bien podría ser único en los anales de mi profesión. Después había hecho todo lo posible para consolarme.

Lo que no me atrevía a decirle era que Jorith no era simplemente una amiga íntima que resultaba ser mujer. No podía decirle que había amado a una que era polvo desde hacía mil seiscientos años como la había amado a ella, la seguía amando, y quizá siempre lo haría.

Загрузка...