348–366

Atanarico, rey de los godos del oeste, odiaba a Cristo. Además de entregar ofrendas a los dioses de sus padres, temía a la Iglesia como taimada agente del Imperio. Dejadla roer lo suficiente, decía, y la gente se encontrará doblando las rodillas ante los amos romanos. Por tanto, enviaba hombres contra ella, frustraba a los familiares de los cristianos asesinados cuando pretendían conseguir una compensación y, finalmente, dictó leyes para la Gran Asamblea que dejaban la posibilidad de matanzas tan pronto como un acontecimiento calentase los ánimos. O eso pensaba. Por su parte, los godos bautizados, que para entonces ya no eran pocos, se reunieron y hablaron sobre dejar que el Señor Dios de las Huestes decidiese el resultado.

El obispo Ulfilas dijo que no era muy inteligente. Admitía que los mártires se convertían en santos, pero era el conjunto de los creyentes lo que mantenía la Palabra viva sobre la Tierra. Buscó y consiguió el permiso de Constantino para que su rebaño se trasladase a Mesia. Guiándolos al otro lado del Danubio, se aseguró de que se asentaban bajo las montañas Haemus. Allí se convirtieron en un grupo pacífico de pastores y granjeros.

Cuando esa noticia llegó a Heorot, Ulrica rió en voz alta.

—¡Así que mi padre se ha librado de ellos!

Su júbilo era prematuro. Durante los siguientes treinta años, Ulfilas trabajó en sus viñedos. No todos los visigodos cristianos lo habían seguido al sur. Quedaban algunos, entre ellos algunos jefes guerreros con el poder suficiente para protegerse a sí mismos y a sus súbditos. Recibían a los misioneros, cuya labor producía frutos. Las persecuciones de Atanarico hicieron que los cristianos buscasen un líder propio. Lo encontraron en Fritigemo, también de la casa real. Aunque nunca se produjo una guerra abierta entre las facciones, hubo muchos enfrentamientos. Más joven, y pronto más rico que su rival al recibir el favor de los mercaderes del Imperio, Fritigerno hizo que muchos godos del oeste se uniesen a la Iglesia con el paso de los años, simplemente porque parecía un acto muy prometedor.

A los ostrogodos los afectó poco. El número de cristianos entre ellos creció, pero lentamente y sin causar problemas. Al rey Ermanarico no le preocupaba ningún dios ni el otro mundo. Estaba demasiado ocupado conquistando todo lo que podía de este mundo.

Sus guerras rugían por toda la Europa orienta¡. En varias temporadas de feroz campaña derrotó a los hérulos. Aquellos que no se sometieron se trasladaron para unirse a tribus occidentales del mismo nombre. Aestios y vendios fueron presas fáciles para Ermanarico. Insaciable, llevó sus ejércitos al norte, más allá de las tierra que su padre había controlado. Al final, toda la franja desde el río Elba hasta el Dniéper le reconocía como señor.

En esos enfrentamientos Tharasmund se ganó un nombre y obtuvo un gran botín. Pero no le gustaban las crueldades de] rey. En ocasiones, en las asambleas, se ponía en pie no sólo para hablar por su tribu sino por otros, en nombre de sus antiguos derechos. Entonces Ermanarico debía ceder, aunque a regañadientes. Los tervingos eran todavía demasiado peligrosos, o él no lo suficientemente poderoso, para convertirlos en enemigos. Eso era aún más cierto porque muchos godos hubiesen temido levantar sus armas contra una casa que todavía recibía de vez en cuando a su extraño antepasado.

El Errante estaba allí cuando dieron nombre al tercer hijo de Tharasmund y Ulrica, Solbern. El segundo había muerto en la cuna, pero Solbern, como su hermano, creció fuerte y hermoso. El cuarto hijo fue una niña, a la que llamaron Swanhild. Para ella también apareció el Errante, pero brevemente, y después no se le vio durante años. Swanhild se convirtió en hermosa a la rnirada, y era tan dulce y alegre como la naturaleza.

Ulrica dio a luz a tres hijos más. Todos muy distanciados y ninguno vivió mucho. Tharasmund estaba generalmente lejos de casa, luchando, comerciando, consultando a hombres de valía, guiando a sus tervingos en los asuntos comunes. A su regreso solía dormir con Erelieva, la amante que había tomado poco después del nacimiento de Swanhild.

No era ni una esclava ni de baja cuna, sino la hija de un acomodado terrateniente. Es más, por la rama femenina descendía de Winnithar y Salvalindis. Tharasmund la había conocido mientras cabalgaba entre las tribus, como era su costumbre anual cuando estaba fuera, para escuchar lo que tuviesen en mente. Prolongó su estancia en esa casa, y pasaban mucho tiempo juntos. Más tarde envió mensajeros preguntando si vendría a él. Llevaron ricos regalos para sus padres, así como promesas de honor para ella y lazos entre familias. No era una oferta para rechazar a la ligera, y la muchacha estaba impaciente, así que finalmente partió con los hombres de Tharasmund.

Mantuvo su palabra y la trató con cariño. Cuando le dio un hijo, Alawin, dio una fiesta tan lujosa como había hecho con Hathawulf y Solbern. En el futuro tuvo pocos hijos, y la enfermedad se los llevó pronto, pero eso no hizo disminuir su amor por ella.

Ulrica estaba amargada. No porque Tharasmund tuviese otra mujer. Eso era algo que hacían la mayoría de los hombres que podían permitírselo, y él ya había tenido sus escarceos. Lo que molestaba a Ulrica era la posición que daba a Erelieva; segunda sólo por detrás de Ulrica en la casa, y por encima de ella en su corazón. Era demasiado orgullosa para iniciar una pelea que iba a perder, pero sus sentimientos eran evidentes. Con Tharasmund se volvió fría, incluso cuando él buscaba su cama. Eso hizo que él se distanciase más, y sólo se acercaba con la esperanza de más hijos.

Durante sus largas ausencias, Ulrica hacía todo lo posible por despreciar a Erelieva y decir palabras duras contra ella. La joven enrojecía pero lo soportaba en silencio. Se había ganado a sus amigos. Era Ulrica la autoritaria la que estuvo cada vez más sola. Por tanto, prestaba mucha atención a sus hijos; éstos crecieron muy unidos a ella.

Con todo, eran jóvenes valientes, rápidos en aprender todo lo que correspondía a un hombre, queridos allí adonde iban. Eran muy diferentes, Hathawulf el más colérico, Solbern el más pensativo, pero los unía el cariño. Y en cuanto a su hermana Swanhild, todos los tervingos —incluidos Erelieva y Alawin— la adoraban.

Durante ese tiempo, pasaban años entre visita y visita del Errante, y eran breves. Eso hizo que la gente se sintiese todavía más sobrecogida ante él. Cuando su característica silueta aparecía sobre las colinas, los hombres hacían sonar los cuernos y desde Heorot salían galopando los jinetes para recibirlo y escoltarlo. Permanecía más en silencio que antes. Era como si una pena secreta hubiese depositado su peso sobre él, aunque nadie se atrevía a preguntarle. Eso resultaba más evidente cuando Swanhild pasaba a su lado con su belleza, o se acercaba llena de orgullo y estremeciéndose si su madre le había permitido servir el vino al invitado, o se sentaba a su pies entre los otros jóvenes cuando contaba historias y daba sabios consejos. En una ocasión él le dijo a su padre:

—Es como su bisabuela.

El duro guerrero se estremeció un poco en su cota. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta la mujer?

En una ocasión el Errante se mostró sorprendido. Desde su última aparición, Erelieva había llegado a Heorot y había tenido a su hijo. Con timidez, enseñó el bebé al Anciano. Él permaneció sentado durante muchos latidos antes de preguntar:

—¿Cómo se llama?

—Alawin, señor —contestó.

—¡Alawin! —El Errante se llevó la mano a la frente—. ¿Alawin? —Al cabo de un rato dijo casi susurrando—: Pero tú eres Erelieva. Erelieva, Erp, sí, quizá sea así como te recuerden, querida. —Nadie comprendió el significado de sus palabras.

Pasaron los años. Durante ese periodo el rey Ermanarico creció. Y también lo hicieron su crueldad y su avaricia.

Cuando tanto él como Tharasmund habían cumplido el cuadragésimo invierno, el Errante apareció de nuevo. Los que salieron a su encuentro tenían el rostro triste y hablaban poco. Heorot estaba llena de hombres armados. Tharasmund saludó al invitado con desolada alegría.

—Abuelo y señor, ¿habéis venido en nuestra ayuda, como la vez en que expulsasteis a los vándalos de la vieja Gotland?

El Errante permaneció quieto, como si estuviese tallado en Piedra.

—Será mejor que me lo cuentes desde el principio —dijo por fin. —¿Para que lo tengamos claro en nuestras cabezas? Pero lo está. Bien… se hará vuestra voluntad. —Tharasmund meditó—. Dejadme llamar a dos más.

Esos dos resultaron ser un extraño par. Liuderis, corpulento y fuerte, era el hombre de confianza del jefe guerrero. Servía como administrador de las tierras de Tharasmund y como capitán de guerreros cuando Tharasrnund estaba ausente. El segundo era un joven de pelo rojo de quince años, sin barba pero fuerte, con una furia en los ojos verdes que superaba sus años. Tharasmund lo llamó Randwar, hijo de Gutrico, no un tervingo, sino un greutungo.

Los cuatro se retiraron a un cuarto alto donde podían hablar sin ser escuchados. Un corto día de invierno se terminaba. Las lámparas daban luz para ver y un brasero algo de calor, aunque los hombres estaban sentados envueltos en pieles y el aliento salía blanco por entre las tinieblas. Se trataba de una habitación ricamente decorada, con sillas romanas y una mesa con incrustaciones de madreperla. De las paredes colgaban tapices y las contraventanas tenían tallas.

Los sirvientes habían traído una jarra de vino y copas de cristal para beber. A través del suelo de roble llegaban los sonidos de la vida. Bien les había ido al hijo y al nieto del Errante.

Pero Tharasmund frunció el ceño, se agitó en su silla y se pasó los dedos por entre los rizos castaños y la barba bien cortada, antes de volverse hacia el visitante y decir:

—Cabalgamos hacia el rey, quinientos hombres fuertes. Su última atrocidad es más de lo que cualquiera puede aguantar. Tendremos justicia para los muertos, o si no el gallo rojo cantará sobre su tejado.

Quería decir fuego… un levantamiento, guerra de godos contra godos, derrocamiento y muerte.

Nadie supo si el Errante había mudado el gesto. Las sombras se agitaron en los surcos de su cara mientras las lámparas parpadeaban y la oscuridad merodeaba.

—Dime qué ha hecho —dijo.

Tharasmund hizo un gesto envarado en dirección a Randwar.

—Cuéntalo, muchacho, como nos lo contaste a nosotros.

El joven tragó saliva. La furia emergió por entre la timidez que había sentido en su presencia. Con un puño se golpeó la rodilla, una y otra vez, mientras relataba con brusquedad:

—Sabed, señor, aunque creo que ya lo sabéis, que el rey Ermanarico tenía dos sobrinos, Embrica y Fritla. Eran hijos de un hermano suyo, Aiulf, que cayó en la guerra contra los anglos del norte. Embrica y Fritla siempre lucharon bien. Aquí en el sur, hace dos años, dirigieron una tropa al este contra los aliados alanos de los hunos. Trajeron a casa un gran botín, porque habían atacado un lugar donde los hunos guardaban tributos traídos de muchas regiones. Ermanarico lo supo y declaró que le pertenecía. Sus sobrinos dijeron que no, que el ataque había sido exclusivamente de ellos. Él les pidió que viniesen a discutir la cuestión. Lo hicieron, pero primero escondieron el tesoro. Aunque les había prometido seguridad, Ermanarico los hizo detener. Cuando no le dijeron dónde estaba el tesoro, primero los hizo torturar y luego ejecutar. Después envió hombres a registrar sus tierras. Fracasaron; pero causaron grandes destrozos, quemaron las casas de los hijos de Aiulf, mataron a sus familias… para imponer obediencia, dijeron. Mi señor —Randwar gritó—, ¿estuvo eso bien?

—Suele ser el comportamiento de los reyes. —El tono del Errante era como si el hierro hubiese adquirido la capacidad de hablar—. ¿Cuál es tu relación en este asunto?

—Mi… mi padre también era hijo de Aiulf, pero murió joven. Mi tío Embrica y su esposa me criaron. Estaba en un largo viaje de caza. Cuando regresé, la casa era un montón de cenizas. La gente me contó que los hombres de Ermanarico se habían aprovechado de mi madre adoptiva antes de cortarle la garganta. Ella… era pariente de esta casa. Aquí vine.

Volvió a desplomarse sobre la silla, luchó por no llorar, y tomó un trago de su copa de vino.

—Sí —dijo Tharasmund—, ella, Mathaswentha, era mi prima. Ya sabéis que las familias importantes a menudo se casan entre ramas tribales. Ranward es un pariente más lejano; sin embargo, compartimos algo de una sangre que ha sido derramada. Además, sabe dónde está el tesoro, hundido bajo el Dniéper. Está bien que Weard lo hiciese alejarse en ese momento y evitase su muerte. Ese oro le compraría al rey demasiado poder.

Liuderis movió la cabeza.

—No lo entiendo —murmuró—. Después de todo lo que he oído, sigo sin entender. ¿Por qué se comporta Ermanarico de esa forma? ¿Está poseído? ¿O sólo está loco?

—Creo que ninguna de las dos cosas —dijo Tharasmund—. Creo que en alguna medida, su consejero Sibicho, ni siquiera un godo sino un vándalo a su servicio, le ha susurrado maldades. Pero Ermanarico siempre esta dispuesto a escuchar, sí. —Al Errante—: Durante años ha estado incrementando los tributos que debemos pagar, y ha llevado a mujeres libres a su cama tanto si querían como si no, y en general ha tratado con crudeza a la gente. Creo que tiene la intención de romper la voluntad de aquellos jefes guerreros que se le han opuesto. Si aceptamos esto último, estaremos aún más dispuestos a aceptar lo siguiente.

El Errante asintió.

—Sí, tienes toda la razón. Yo diría, además, que Ermanarico envidia el poder del emperador de Roma, y quiere lo mismo para sí sobre los ostrogodos. Además, oye como Fritigerno se levanta para oponerse a Atanarico entre los visigodos, y tiene la intención de aplastar a cualquier rival en su reino.

—Cabalgamos para exigir justicia —dijo Tharasmund—. Debe pagar doble compensación por la muerte de sus sobrinos y, en la Gran Asamblea, jurar sobre la Piedra de Tiwaz para seguir desde ese momento las antiguas leyes y derechos. En caso contrario, levantaré a todo el país contra él.

—Tiene muchos de su parte —le advirtió el Errante—: algunos por las promesas que les han hecho, algunos por avaricia y miedo, otro porque creen que hay que tener un rey fuerte para mantener las fronteras ahora que los hunos vuelven a reunirse como una serpiente lista para atacar.

—¡Sí, pero ese rey no tiene por qué ser Ermanarico! —gritó Randwan.

En Tharasmund se encendió la esperanza.

—Señor —le dijo al Errante—, vos que derrotasteis a los vándalos, ¿volveréis a estar al lado de vuestro pueblo?

La respuesta fue inquieta.

—Yo… no puedo luchar en vuestras batallas. Weard no lo permitiría.

Tharasmund permaneció en silencio un momento. Al fin preguntó:

—¿Vendréis al menos con nosotros? Seguro que el rey os prestará atención.

El Errante continuó un tiempo sin hablar, hasta que por fin dijo lo siguiente:

—Sí, veré qué puedo hacer. Pero no prometo nada. ¿Me oís? No prometo nada.

Y así partió con los otros, como cabeza del grupo.

Ermanarico tenía residencias por todo el reino. Él, sus guardias, sabios y sirvientes viajaban de una a otra. Las noticias eran que, tras los asesinatos, se había atrevido a acercarse a tres días a caballo de Heorot.

Ésos fueron tres días de escasas alegrías. La nieve helada cubría la tierra como una costra. Se rompía bajo los cascos. El cielo era bajo y de un gris uniforme, el aire estático y crudo. Las casas estaban cubiertas de paja. Los árboles se alzaban desnudos, excepto los grupos de abetos. Nadie dijo mucho o cantó demasiado, ni siquiera alrededor del fuego de campamento antes de irse a dormir.

Pero cuando vieron su destino, Tharasmund hizo soplar el cuerno y llegaron a pleno galope.

El empedrado resonaba, los caballos relinchaban mientras los tervingos entraban en el patio real. Un número igual de guardias permanecía apostado frente al salón, las cabezas de lanza relucientes entre pendones caídos.

—¡Queremos hablar con vuestro amo! —rugió Tharasmund.

Era un insulto bien escogido, como si lo hombres que allí se encontraban no fuesen libres sino esclavos, como perros o romanos. El capitán enrojeció antes de responder:

—Algunos podréis entrar, pero el resto tendrá que retirarse.

—Sí, hacedlo —le murmuró Tharasmund a Liuderis.

El viejo guerrero gruñó:

—Bien, lo haremos, ya que ponemos nerviosas a tus tropas… pero no nos alejaremos mucho, ni esperaremos mucho a saber si nuestros líderes están a salvo de traiciones.

—Hemos venido a hablar —se apresuró a decir el Errante.

Él, Tharasmund y Randwar desmontaron. Los guardias se apartaron a su paso. Había más en los bancos del interior. En contra de la costumbre, iban armados. En el centro de la pared oriental, flanqueado por sus cortesanos, estaba Ermanarico.

Era un hombre grande de porte inflexible. Rizos negros y una barba rodeaban un rostro marcado y serio. Iba lujosamente vestido, con pesadas bandas doradas sobre frente y muñecas; la luz de las llamas se reflejaba en el metal. Sus ropas eran de telas extranjeras teñidas, ribeteadas de marta y armiño. En la mano sostenía una copa de vino, no de vidrio sino de cristal, y en sus dedos relucían rubíes.

Ordenó silencio hasta que los tres cansados y sucios viajeros llegaron hasta el trono. Los miró un buen rato antes de decir:

—Bien, Tharasmund, vienes con compañeros poco usuales.

—Debes saber quiénes son —contestó el jefe tervingo— y cuál es nuestro propósito.

Un hombre delgado y de rostro ceniciento situado a la derecha del rey, Sibicho el vándalo, le susurró algo al oído. Ermanarico asintió.

—Entonces sentaos —dijo—. Beberemos y comeremos.

—No —se negó Tharasmund—. No tomaremos ni tu sal ni de tu jarra hasta que no estés en paz con nosotros.

—Eres muy atrevido.

El Errante levantó en alto su lanza. Se hizo el silencio, por lo que el crepitar de los grandes fuegos se oyó más fuerte.

—Si sois sabio, rey, oiréis a este hombre —dijo—. Vuestra tierra sangra. Lavad las herida y aplicad las hierbas antes de que se hinche y enferme.

Ermanarico lo miró a los ojos y contestó.

—No soporto los insultos, anciano. Le escucharé si controla la lengua. Dime en pocas palabras lo que quieres, Tharasmund.

Aquello fue como una bofetada en la mejilla. El tervingo tuvo que tragar tres veces antes de exponer sus exigencias.

—Pensé que querrías eso —dijo Ermanarico—. Sabed que Embriea y Fritla cayeron por sus propios actos. Le negaron a su rey lo que le pertenecía por derecho. Los ladrones y perjuros son bandidos. Sin embargo, soy compasivo. Estoy dispuesto a pagar compensación por sus familias y posesiones… en cuanto me sea entregado el tesoro.

—¿Qué? —gritó Ranward—. ¿Cómo te atreves a hablar así, asesino?

Los guardias se agitaron. Tharasmund puso una mano de advertencia sobre el hombro del muchacho. A Ermanarico le dijo:

—Pedimos doble compensación y reconocimiento del mal que has hecho. No podemos tomar menos sin perder nuestro honor. Pero en cuanto a la propiedad del tesoro, que decida la Gran Asamblea; y, decida lo que decida, que haya paz.

—No regateo —contestó Ermanarico con voz glacial—. Aceptad mi oferta e ¡dos… o rechazadla e ¡dos, antes de que decida que lamentéis vuestra insolencia.

El Errante se adelantó. Una vez más levantó la lanza para pedir silencio. El sombrero le ocultaba el rostro, haciendo que su aspecto fuese doblemente extraño; la capa azul caía sobre sus hombros como un par de alas.

—Escuchadme —dijo—. Los dioses son justos. Traerán destrucción a los que se mofan de la ley y aplastan a los débiles. Ermanarico, escucha antes de que sea demasiado tarde. Escucha antes de que tu reino sea destruido.


Un murmullo de agitación recorrió el salón. Los hombres se movían, hacían gestos, agarraban las empuñaduras para confortarse. Los ojos se movían blancos entre el humo y la oscuridad. Había hablado el Errante.

Sibicho tiró de la manga del rey y le susurró algo más. Ermanarico asintió. Se inclinó hacia delante, con el índice recto como un cuchillo, y habló fuerte para que su voz resonase en la madera.

—Has sido recibido en casas de mi reino, anciano. Malo es que me amenaces. Y eres poco inteligente, por mucho que digan de ti los niños, viejas e idiotas, si crees que te temo. Sí, dicen que eres el mismísimo Wodan. ¿Qué me importa? No confió en dioses etéreos, sino en la fuerza que me pertenece.

Se puso en pie. Sacó la espada reluciente.

—¿Quieres enfrentarte a mí, viejo mendigo? —gritó—. Podemos levantar una empalizada ahora mismo. ¡Encuéntrate conmigo allí, de hombre a hombre, y romperé esa lanza tuya en dos y te expulsaré aullando!

El Errante no se movió; su arma se agito un poco.

—Weard no lo permite —prácticamente susurró—. Pero te lo advierto con toda seriedad, por cada uno de los godos, haz la paz con estos hombres que has dañado.

—Haré paz si ellos lo desean —dijo Ermanarico, sonriendo—. Ya has oído mi oferta, Tharasmund, ¿la aceptas?

El tervingo cruzó los brazos, mientras Randwar rugía como un lobo, el Errante permanecía de pie como un ídolo y Sibicho miraba desde el banco.

—No —dijo—. No puedo.

—Entonces vete, idos todos vosotros, antes de que os haga azotar.

Ante eso, Randwar sacó una hoja. Tharasmund y Liuderis buscaron las suyas; por todas partes relució el hierro. El Errante dijo en voz alta:

—Nos iremos, pero sólo por la suerte de los godos. Medita, rey, mientras sigas siendo rey.

Instó a sus compañeros a irse. Ermanarico empezó a reír. Sus risas los persiguieron por todo el corredor.

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